Devuélveme a las once menos cuarto - Víctor Charneco - E-Book

Devuélveme a las once menos cuarto E-Book

Víctor Charneco

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Beschreibung

La mañana del 18 de abril, Martín se levanta extrañado, con un pálpito de pérdida latiéndole en la conciencia. La del 19, sin embargo, Bruno abre los ojos poseído por un imparable optimismo: tal vez por la cercanía de su matrimonio, su felicidad parece inquebrantable. Separados por un solo día, ambos han compartido una misma habitación, y esa experiencia inconsciente les determina de un modo que no pueden anticipar: Martín se ha dejado un sueño sin soñar sobre la almohada de su cama, y Bruno lo ha soñado.¿Cómo afectará la pérdida de ese sueño a la vida de Martín? ¿Cuánto cambiará la de Bruno? Quizás Edna, su esposa, pueda aventurar la solución; o, tal vez, su punto de vista suponga una perspectiva inesperada sobre este enigmático episodio.CRÍTICAS"Victor Charneco se adentra (...) en el mundo literario y surge como uno de los escritores noveles con mayor fuerza" - ABC Presentación de la obra por Book Movies: https://www.youtube.com/watch?v=wFk-Yw2R100 EL AUTORVíctor Charneco nació en Zafra (Badajoz) en 1976. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, ha ejercido como periodista en varias especialidades distintas, de director de comunicación de empresas y organismos públicos, y en labores de gestión cultural. Devuélveme a las once menos cuarto es su primera novela, aunque no se trata de su debut en la literatura, ya que es autor del libro de relatos Duelos.

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A mis padres, origen imprescindible de todo lo demás. Con el más profundo amor, repleto de agradecimiento.

Para David, amigo y artista sin cuyo ejemplo de trabajo y compromiso con la obra de arte, este libro –y tantos otros que podrán venir– nunca habría llegado a materializarse.

“En breve, seremos capaces de diseñar nuestros sueños”.

David Foster Wallace, E Unibus pluram

“La vida es esencialmente injusta. De eso no cabe la menor duda. Pero creo que incluso de las situaciones injustas es posible extraer lo que de “justicia” haya en ellas. Puede que ello cueste tiempo y esfuerzo. Y puede que ese tiempo y esfuerzo sean en vano”.

Haruki Murakami. De qué hablo cuando

Parte Primera:

MARTÍN

1.

Aquella mañana, Martín se despertó extrañado. Un recuerdo de angustia parecía resistir en su boca, hurgándole entre los dientes que, sólo entonces lo descubrió, permanecían apretados en una mueca forzada, tensos, rechinantes en el espacio de tiempo donde debería darse la relajación del sueño. Durante un segundo inmenso le costó trabajo reconocer dónde estaba, la textura de las sábanas, en nada parecidas a las de felpa de su cama habitual, las cortinas excesivamente opacas, y una lámpara demasiado moderna para el gusto de su esposa. Se irguió con rapidez, el pálpito de la alarma desbocándole aún más el pulso ya acelerado, y sólo entonces comprendió que dormía en un hotel, en Madrid; se había desplazado hasta la capital, como tantas veces antes en su vida, por razones de trabajo. Esbozando el ensayo de una sonrisa benévola, volvió a derrumbar el cuerpo sobre el colchón tibio y rebuscó en su memoria el motivo de un despertar tan intranquilo, los miembros sudorosos y rígidos, casi tan agotados como si estuviera ingresando entonces en el descanso, y no a punto de abandonar su ámbito cálido y reparador. Y no dio con él. Todo parecía en orden, la hora de levantarse, el lugar y hasta el propósito; así que decidió no seguir dándole vueltas a una sensación tan difusa y se encaminó hacia la ducha.

Con la despreocupación de quien ocupa un baño ajeno, cuyas cuentas no abonará, abrió a tope el grifo del agua caliente, cerrando la puerta con la intención de que el vapor se concentrara y le ablandara el vello del rostro, los poros abiertos para facilitar el afeitado.

Pero la sensación de intranquilidad sigue atormentándole, incómoda como una obligación que uno relega aunque no es capaz de olvidar, el chivato de su incumplimiento siempre encendido, vigilante, acusador. Revisa una vez más su memoria y, esta vez sí, da con lo que está olvidando: No ha encargado el desayuno.

-Buenos días, quería solicitar que me subieran el desayuno a la habitación.

-Claro, señor, ¿qué desea tomar?

-Tomaré huevos revueltos, tostadas, zumo de naranja y café solo.

-¿Algo más, señor? ¿Un dulce?

-No, gracias, está bien así. Mi habitación es la 308.

-Lo tendrá ahí en diez minutos, señor Orzán.

Mientras cuelga siente ascender a su cara el acaloramiento del rubor, la vergüenza de saberse un estúpido con maneras de pueblerino. Ha indicado el número de su habitación como si en el panel de control de la recepción no se encendiera automáticamente el indicador luminoso, revelando al instante el nombre del inquilino de la estancia. Como si nunca antes hubiera estado en un hotel y no conociera la mecánica de sus procedimientos.

Regresó al espejo más ofuscado de lo que lo había abandonado, reencontrándose con una mirada diferente, menos condescendiente, un punto de sarcasmo brillando en la lejanía del iris. Se enjabonó el rostro y comenzó a afeitarse con delicadeza, extremando el mimo y estirándose la piel arrugada para evitar herirse. “Infructuosamente -se anticipó-, no recuerdo una sola vez en la cual no haya terminado con la cara llena de cortes y sangre, como si en lugar de llevar años con este ritual a cuestas fuera un debutante, el quinceañero que se afeitaba sin necesidad evidente, con más coquetería que vello”. Comprobó la hora con un gesto mecánico, un leve vistazo experto, capaz de determinar la posición de las agujas y leerle la hora; de transmitirle tranquilidad por el tiempo restante para el inicio de las obligaciones del día. Y, sin embargo, algo continuaba desajustándole el pulso, alterando sus frágiles nervios, obligándole a mantener alerta los sentidos, a la espera de un peligro inminente o el aviso de una disfuncionalidad inadvertida. Ávido por identificarlo, revisó de nuevo la secuencia de sus rutinas, tan marcada en sus hábitos como si se la hubieran grabado a fuego en las circunvoluciones del cerebro, calcinando cualquier conexión neuronal distinta o innovadora, relegándole a las tranquilidades del procedimiento; también negándole las novedades de la improvisación. “Nada está fuera de sitio -susurró mientras se introducía bajo la ducha-, he tenido un despertar más agitado de la cuenta, y ya está”.

Y entonces le viene a la memoria la historia que siempre le contaba la abuela.

“Hay ocasiones, Martín, en las que el cuerpo y la mente se separan para conocer mundos distintos y descansar el uno del otro; dejar al cuerpo que se solace con sus placeres físicos o al alma vagar libremente por donde pueda alcanzar su contento. Normalmente, esto sólo ocurre durante la noche, mientras dormimos, para evitarnos el susto de encontrar a cada parte por su lado, sin que el cuerpo nos obedezca o la mente sea capaz de darnos las respuestas necesarias; comprenderás la conveniencia de no someternos a un sobresalto de esas dimensiones. Y has de saber también que cuando se distancian no lo hacen completamente, un hilo celeste los mantiene unidos durante el intervalo de su lejanía, evitando que la confusión del mundo los desencuentre para siempre, y habilitando un mecanismo de emergencia por si las cosas se complican. El alma regresa al cuerpo unos segundos antes del fin del sueño, con el tiempo justo para acoplarse de nuevo a los miembros todavía dormidos, de forma que la apertura de los ojos permita el inicio de la vida normal; despertar como siempre lo hacemos, cansados o resueltos, pero conscientes. Sin embargo, hay algunos casos en los cuales la irrupción de un despertar anticipado, o tal vez su excesivo remoloneo en el camino de retorno, provocan que el alma llegue de vuelta a su cuerpo unos instantes después del momento preciso, cuando los ojos ya están abiertos y los resortes de la consciencia buscan en vano explicaciones, extrañados por la ausencia de los automatismos de cada amanecer. Esos despertares incómodos nos producen días extraños, desacompasados, jornadas en las cuales el mundo parece ir a un ritmo endemoniado y nuestra cabeza demasiado lenta; siempre un latido extraño en el fondo de la conciencia. Cuentan las leyendas, Martín, que esa sensación de malestar es la protesta del alma, ofendida por verse obligada a regresar a la carrera de una dimensión tan placentera, ofuscada por la obligación de introducirse en un cuerpo despierto, sin tiempo para mentalizarse sobre las tareas mundanas a las que se verá condenada de inmediato”.

El término de este relato en su memoria le conduce a la tranquilidad y permite al agua hirviendo, al fin, destensarle los músculos crispados.

Desayunó de pie, con una premura absurda, ingiriendo los alimentos a una velocidad desusada, impropia de alguien que se consideraba un paradigma de educación, de un modo parecido al de quien siente amenazada su propiedad sobre el bocado. Para entretener el tiempo, encendió el televisor y seleccionó un noticiario al que no prestó demasiada atención, la mirada fija en la pantalla y la mente absorta lejos de ella, más allá, en un intento de atravesar sus plásticos y circuitos para alcanzar cuanto se esconde tras la realidad. En los días que vendrían más tarde, Martín trató de recordar las informaciones emitidas aquella mañana, aferrarse a los detalles para sentirse todavía en posesión de un aliento de vida inteligente capaz de conducirle hasta un camino de retorno. Trabajó con intensidad y tesón en la búsqueda de las imágenes desfiladas ante su retina desidiosa, y sólo dio con la de un dictador africano que había sido asesinado por la guerrilla de su país, el cuerpo desmembrado, de pelele, arrastrando y enganchado a la parte trasera de una furgoneta obscena en su fealdad; también alcanzó el discurso de un político engolado, satisfecho por la aprobación de una ley gracias a la cual se amortiguarían las desigualdades entre los ciudadanos nacidos en el país y quienes se habían hecho a sus calles durante años de trabajo silente, como si esa presencia constante no fuera ya mucho más contumaz que cualquier texto votado en las Cortes.

Ah, y una información sobre un equipo de fútbol, aunque no podría precisar cuál, que había fichado a un jugador zurdo de Mozambique. “Un buen pelotero”, dijo el presentador.

Antes de abandonar la estancia, se detuvo a comprobar si todas sus pertenencias habían regresado a su emplazamiento original en la pequeña bolsa de mano de sus viajes cortos. El pijama, la camisa sucia del día anterior, la de reserva, por si su torpeza le llevaba a mancharse, las mudas, una bolsa de aseo tan previsible como tediosa y la corbata descartada, su único reducto de libertad, la elección del color para complementar su atuendo en la mañana fuera del hogar, lejos del control cromático de Luisa. Lo repasó todo y se permitió una última vuelta visual a la estancia para descartar el despiste; después salió al pasillo y echó a caminar dubitativo, sin poder desprenderse de la incómoda sensación de estar dejando algo olvidado tras de sí. No obstante, ese resquemor no se le hizo demasiado gravoso, estaba acostumbrado a viajar cargado de dudas, sin apenas certezas, con un anticipo de desgracia o infelicidad siempre presente.

Bajó los tres pisos hasta el hall del hotel distraído en las minucias del panel de mandos, fascinado por su configuración digital y ausente de los demás usuarios del ascensor; ya solos él y las luces parpadeantes, el resto del mundo confinado repentinamente fuera de los márgenes de su interés. Cuando se abrieron las puertas, era de nuevo un hombre tranquilo, pausado y dispuesto para que nada pudiera desordenar el ritmo de sus procedimientos. Se acercó al mostrador de recepción con la mente centrada en la factura sin la cual no debía regresar a su empresa, sin concederle importancia a nada más; no quería volver a verse enredado en el laberinto burocrático de los chicos de administración.

-Buenos días, señor Orzán.

-Buenos días. Querría la factura de la habitación 308, por favor.

-Claro, ahora mismo. ¿Ha consumido usted algo del minibar?

-Sí, una botella de agua mineral.

-Perfecto, pues aquí la tiene. Serán 95 euros, ¿los abonará usted en metálico?

-No, con tarjeta.

-Ajá, si me la permite… Ya estamos, firme aquí, ésta es su copia y buenos días, esperamos verle de vuelta muy pronto.

-Será cuando el trabajo lo decida por mí. Buenos días.

Sin apenas darse cuenta, Martín acaba de definirse ante la mirada desinteresada del recepcionista, más preocupado por sonreír impersonalmente a la altísima mujer que acababa de depositar un caro bolso sobre la madera bruñida del mostrador. No regresará, en eso ha acertado de pleno, hasta que las obligaciones de su oficio se lo hagan imprescindible, quizás insalvable; será su jefe quien le indicará el momento, tal vez en el plazo de tres semanas, podría ser dentro de un mes y medio, es difícil anticiparlo en este instante. Pero nunca antes o después de esa señal y, por supuesto, jamás por una razón diferente de las profesionales; no tiene ningún interés en la vida de la ciudad y tampoco suele tomar determinaciones de ese tipo por sí mismo, el hábito de la obediencia le ha generado la incapacidad de la decisión. En la oficina deciden por él la jornada laboral, el tiempo que tiene para comer, cuándo debe hacer las maletas para visitar a los clientes más importantes e, incluso, las semanas determinadas para marcharse de vacaciones. Y en casa le completan esa hoja de ruta con el resto de las coordenadas necesarias para componer un mapa íntegro y ajeno, un plano en donde aparecen los accidentes geográficos concebidos por otros. No recuerda la primera orden recibida, seguramente se trata de un momento muy al comienzo de su vida, su madre obligándole a terminar la comida del plato, tal vez avisándole de las consecuencias si olvida avisar antes y se hace pis en los pantalones nuevos; pero sí la última, hace apenas unas horas, cuando su mujer, al teléfono, le dice que no coma más de la cuenta en la cena, que recuerde no pedir más de una cerveza, porque luego en la empresa no le abonan el importe, y que bajo ningún concepto tome café, él sabe mejor que nadie de su hipertensión. Tanto tiempo atendiendo a las razones de otros le ha creado la habilidad de la aceptación inconsciente, les escucha y se deja fluir tras sus palabras sin sentir su voluntad violentada por ello; entiende el azote de cada nuevo golpe de mar como una eventualidad insoslayable, el paso del tiempo le ha mostrado la sencillez de acomodar el cuerpo a la ráfaga de viento, dejarlo fluir y doblarse a su antojo, nunca forzar la resistencia para provocar la ruptura. A fin de cuentas, todo cuanto tiene que ver con la vida consciente se le antoja un trámite enojoso.

Salió a la calle sin demasiada convicción, desangelado por el frío de la mañana primaveral y con un gesto de fastidio por el engaño de un sol lejano y glacial, incapaz de hacer frente a la baja temperatura. Ubicado en uno de los puntos más transitados de la capital, el hotel solía tener un enjambre de taxis en la puerta, esperando a los clientes para llevarles al aeropuerto o los diferentes puntos de sus reuniones y visitas. Esa mañana, sin embargo, no había ningún coche disponible en la acera, por lo que Martín avanzó unos metros más para detener por sí mismo a uno de los que circularan sin pasajero por el frondoso Paseo del Prado, situado frente a la entrada principal. Con la mirada perdida en la desesperante lentitud del tránsito matutino, entretuvo el tiempo de la espera en repasar mentalmente las cifras del contrato a rubricar con su primer cliente del día, el responsable de compras del Hospital Puerta de Hierro. Como le había recordado su jefe la tarde anterior, se trataba de uno de los acuerdos más importantes de la compañía, la razón principal para mantener activa la zona madrileña y un soporte esencial para hacer frente a los meses difíciles de recesión económica.

-Tampoco tiene con él un trabajo excesivo. En definitiva, el acuerdo está negociado en lo referente a las cantidades y el importe global, sólo precisamos que fije con el Doctor Malpartida las fechas de las entregas y el volumen de cada una de ellas, si tienen alguna peculiaridad más y, sobre todo, que le firme nuestra copia del contrato. No puede volver sin esa firma porque es nuestra única garantía, ¿entendido? Orzán, yo sé que no hace falta decirle esto, pero si por cualquier cosa el contrato se viene abajo, estamos jodidos, bien jodidos. Así que póngale toda su atención, está en su zona y los beneficios irán a su cuenta de resultados; eso le compensará por aguantar los aires de grandezas de ese Malpartida… Ah, y una última cosa: ya sabe que es un maniático de la puntualidad, no vaya a llegar tarde, por lo que más quiera.

Quince minutos frente al cortante viento de esa zona umbría fueron suficientes para devolverle el desasosiego. No estaba todavía en peligro su llegada a tiempo porque solía moverse con mucha antelación, pero debía tomar alguna medida rápida si no quería empezar a tener apuros. Por alguna razón ajena a su conocimiento, esa mañana el Paseo del Prado parecía más colapsado que nunca, los coches se agolpaban, detenidos durante minutos y desplazándose apenas unos metros cuando el semáforo cambiaba de color; una ensordecedora cacofonía de cláxones lo hacía todo más desagradable. Regresó al interior del Hotel Hespérides y solicitó al recepcionista que le pidiera un taxi por teléfono, indicándole que hiciera constar su prisa, los segundos empezaban a jugar en su contra. Al colgar el teléfono, el empleado le trasladó la advertencia de la chica de la centralita. “Ya está encargado, señor Orzán, pero me indican que el tráfico está muy mal esta mañana, puede tardar unos veinte minutos en llegar aquí”. Empujado a un principio de angustia, Martín consultó su reloj con un gesto nervioso, de nuevo habitado por el mal presagio de la mañana, esa huidiza sensación de pérdida o disonancia.

Para tratar de mantener su cabeza ocupada, se dirigió a los sillones del hall de entrada y cogió un periódico, fingiendo un interés inexistente por su titular de portada. Lo hojeó sin demasiada convicción, deteniéndose en los textos más escandalosos o llamativos; un nuevo caso de violencia doméstica, la trama de corrupción urbanística de un ayuntamiento y el descubrimiento del gen responsable de la caída del cabello. A él ese hallazgo le llegaba bastante tarde porque era calvo desde hacía más de una década; aunque tampoco se podía decir que le importara demasiado, tenía ya una vida montada y consideraba estos deterioros físicos como una parte insalvable y complementaria del paso de los años; él toleraba la descomunal celulitis de Luisa y sus descuidos depilatorios, y a ella no le quedaba más remedio que asimilar su calvicie o la presencia insoslayable de su barriga creciente. Ninguno de los dos había sido un referente de la belleza de su ciudad en los años de su juventud, eran poco más que dos presencias discretas dentro de la pandilla de amigos, sin nada capaz de convertirles en desagradables ni tampoco una hermosura como para provocar suspiros y cuchicheos. Luisa era una aplicada estudiante de Farmacia a quien la voluntad y el dinero paterno le alcanzaron a duras penas para la diplomatura, un paso intermedio gracias al cual se desempeñó hasta la maternidad como empleada de una antigua botica en el centro de Albacete. Los últimos años en la Universidad, zarandeada por la dificultad de unas asignaturas que se le resistían y por el paso vertiginoso de las generaciones más jóvenes, le habían desgastado la confianza, dejándola al alcance de Martín, por entonces tan solo un estudiante de Derecho. Cuando él logró doblegar la empinada cuesta del código Romano y licenciarse, decidieron formalizar su noviazgo de tedios y silencios, y poner fecha para una boda de tules polvorientos y manteles repasados. Su empleo de comercial en la empresa de suministros sanitarios les concedió la financiación precisa para el día de las fotografías impostadamente felices. Por aquel entonces, Martín tenía 28 años, las entradas demasiado acusadas y unas ojeras preocupantes, como de persona incapaz para el sueño o que todavía no ha aprendido a dormir correctamente. Luisa escondía sus 30 en una multitud de pequeñas arrugas acumuladas alrededor de sus ojos apagados, el recuerdo de las risas abundantes de un tiempo ya perdido. En la foto de su boda se les veía serios, graves, tan responsabilizados como torpes, un proyecto de incomunicación altamente refractario a la felicidad.

BRUNO

1.

Aquella mañana, Bruno se despertó eufórico. Abrió los ojos con una plácida sensación de calma, como si nada, ni tan siquiera el persistente timbrazo del teléfono en la mesita de noche, pudiera alterar su buen humor. Alargó el brazo y lo descolgó sin prestar atención al mensaje automatizado de ‘buenos días’, eran las ocho menos cuarto y podía permitirse remolonear un poco más en la cama, disfrutar de la calidez de las sábanas y del gusto dulce de su último día de soltero. Con los ojos cerrados y los labios curvados en un esbozo de sonrisa, giró sobre su cuerpo, estirando las piernas y sintiendo cómo se tensaban todos sus músculos, todavía en el letargo de las horas de sueño e inactividad pero bien domados, con un punto de agilidad felina, habituados a la disciplina del deporte y, gracias a su acción sostenida, poderosos y bellos. Todo parecía bien cuadrado, una armonía extraña y afortunada desde donde recibía una estampa irreprochable; la cercanía de su boda, el último día de gestiones en Madrid antes de regresar a Valencia para el enlace, los detalles del banquete y su luna de miel, e incluso ese despertar de hotel tan satisfactorio, después de haber dormido profundamente durante ocho horas, incluso de haber soñado.

La certeza del sueño le trae a la memoria lo sucedido durante la noche en el espacio cerrado de su mente dormida, habitualmente opaca para él en el tiempo de la vigilia, de forma muy episódica un capítulo recordado o entendido en su totalidad. Duerme seráficamente, con una intensidad desmedida y afortunada, un poco al estilo de los niños, con habilidad suficiente para desaparecer durante horas y sin perturbaciones del universo consciente; nada con tanta capacidad como para alterarle el lapso de la noche, ni alegrías ni preocupaciones. Por eso afronta con extrañeza el recuerdo del sueño de las últimas horas, de cuya existencia ahora recupera los detalles, deteniéndose en lo variopinto de su composición; nada de cuanto lo integra se corresponde con su vida y recuerdos, y sin embargo, todo ello le resulta grato, apacible, con un punto sensual, incluso excitante. Todavía en el lugar donde sus ondas cerebrales desarrollaron esa ficción, se abisma en el recuerdo; lo primero una luz hermosa, muy cálida, quizás de final de primavera, ya casi dorada, un sol intenso atravesando el cielo limpio, aún no con la canícula veraniega; sin duda alejado de la transparencia helada del invierno. Su sensación inicial es de calor, la temperatura es agradable, una brisa leve peina con suavidad el espacio de penumbra donde se encuentra tumbado, una toalla separando su cuerpo apenas cubierto por el traje de baño de la hierba verde, fresca, fragante como si acabara de ser cortada. Si aguza el oído puede recuperar con nitidez el sonido de unas carcajadas infantiles, despreocupadas, todavía limpias de los matices de rencor, desconfianza o impostura que se les irán adhiriendo con el paso de los años; y un chapoteo intenso, el de esos críos en el agua del lago cuya imagen se le hace presente ahora. Es una superficie amplia, azul, alargada hacia ambos márgenes de su mirada, sin rastros del lugar donde se encuentra su final, que sí es evidente al fondo, en las montañas recortadas contra el horizonte varias millas más lejos, muy altas, cubiertas de una vegetación profusa, exuberante, saturada de verdes. En sus aguas, ahora lo ve con claridad, juegan tres niños, rubios, guapos, de tez pálida y ojos almendrados, no muy mayores pero ya autónomos, risueños, felices en el chapuzón de ese tiempo soleado.

Su mirada está perdida en esa escena, por momentos ilocalizable en la inmensidad de las laderas escarpadas y, en otros, fija en la satisfacción de los chavales llenos de vida y sueños, un concentrado de felicidad destinado a aguarse con el paso de los años. En un gesto mecánico comprueba la hora en la esfera de su reloj de pulsera, un modelo de agujas, negro, de diseño contundente aunque sobrio; son las once menos cuarto de la mañana. De repente, un ruido le hace volver la vista hacia atrás, a su espalda, donde descubre un coche de cuya presencia no era consciente. Se trata de un modelo grande, de lujo, un vehículo azul marino, con la pintura intacta, muy brillante; las líneas de su chasis están redondeadas, persiguiendo una relación de seda con la aerodinámica, ofreciendo una imagen muy moderna, casi futurista en la parte frontal, donde los faros parecen integrados en la chapa, no un complemento sino parte misma de su metal cromado. Desde detrás del vehículo emerge alguien, una mujer, vestida con un biquini blanco, morena, de tez muy pálida y ojos oscuros, la figura más frágil que voluptuosa, de pechos discretos y hombros sencillos, las piernas bien definidas pero no largas, los tobillos muy delgados. Se aproxima a él con lentitud y sensualidad, deslizándose con seguridad por el césped fresco, hipnotizándole con el brillo de su mirada mientras acorta el espacio entre ellos. Cuando llega hasta él, le tiende una mano muy breve, sonríe con dulzura, apenas un atisbo de la dentadura blanca mostrándose entre sus labios finos, y le dice: “es hora de lo nuestro…”.

No tenía demasiado tiempo que perder, si no quería verse apurado en las gestiones de su visita relámpago a Madrid, así que se metió rápido en la ducha, dejándose la barba sin afeitar para conseguir un mejor apurado con el pelo crecido al día siguiente, sábado, fecha de su boda en Valencia. Camino del aseo pensó una vez más en el extraño sueño de su reciente madrugada, y descartó prestarle más atención a su presencia o significados; tenía clara su condición casual, anecdótica, imposible de descifrar para alguien como él, tan apegado a lo demostrable. Bajo el grifo silbó una canción de moda, muy pegadiza, destinada a suceder al vals en la apertura del baile del día siguiente, una combinación rítmica para alejar la timidez inicial de los invitados; la fiesta sería muy especial, algo tan excepcional como su boda bien merecía un esfuerzo de originalidad y organización. Nada estaba en manos del azar. Como iba algo retrasado para la cita en el consulado de Japón, donde debía recoger los visados del viaje de novios, prefirió hacer la maleta y bajar con ella directamente a desayunar, evitar los minutos necesarios para subir a recogerla más tarde. De muy buen humor, tarareando de nuevo la musiquilla de su melodía preferida, introdujo en ella el pijama, los pantalones y la camisa del día anterior y la bolsa de aseo; viajaba con pocas cosas para no perderlas, era habitual en él dejarse olvidados en las habitaciones de hotel calzoncillos, calcetines y hasta alguna novela comprada en el aeropuerto o la estación de tren. Detalles sin importancia, se decía con benevolencia, jamás olvidaba material de trabajo o recuerdos con valor sentimental, sólo se trataba de bienes menores, de escasa valía, fácilmente reemplazables por otros iguales e incluso mejores. Antes de salir se dio un último vistazo en el espejo del baño, primero de frente y más tarde de tres cuartos, sonrisa completa, media sonrisa, un guiño pícaro, la ceja levantada con gracia y hasta un beso lanzado con despreocupación; se gustaba, siempre se había gustado, y además, la felicidad le sentaba bien, despejaba cualquier duda de sus ojos y le instalaba una poderosa expresión de júbilo en los labios.

Una mirada final a la habitación y ya estaba en el pasillo, dejando la puerta abierta para que el personal de servicio obtuviera la interpretación inequívoca de su abandono y pudiera dar comienzo a las labores de limpieza, agilizando el flujo de clientes necesario para la supervivencia del hotel. “¿Será hombre o mujer quien la ocupe después de mí?”, se dijo mientras caminaba con brío y optimismo por la moqueta pesada del pasillo camino del ascensor. En la espera de su llegada, pensó en su apetito, estaba hambriento y disfrutaba intensamente de los desayunos en un hotel, las mesas del buffet repletas de alimentos preparados para la ingestión inmediata y desmedida; las frutas relucientes, ya cortadas y jugosas, los pasteles recién horneados, sus chocolates aromatizándolo todo, los embutidos dispares, con la grasa brillando sobre su superficie, prometiendo a la vista un placer cuyas reminiscencias se notaban en el fragor de los jugos agitados del estómago… Trataba de pensar en qué tomaría cuando se abrió la puerta, dejando salir a un hombre de mal aspecto y camisa arrugada, ojeroso, alguien que se precipitó al exterior sin tacto y con demasiada prisa, casi atropellándole. Sin prestar demasiada atención a su comportamiento, Bruno se introdujo en el cajetín cromado decidiendo su menú; comería unas lonchas de jamón y queso, pan tostado, zumo de naranja, un pedazo de tarta de arándanos y café solo, dos tazas, el día requería de su mejores energías. Una vez elegida la comida, se miró de nuevo en el espejo, un gesto de coquetería casi innecesaria, el enésimo retoque de su flequillo engominado.

El salón del buffet está muy concurrido a esta hora y eso le agrada, le gusta sentirse rodeado de gente, arrastrado por la vivacidad de sus movimientos y conversaciones; es un ser social, alguien cuya capacidad de comunicación y entusiasmo se ve incrementada en la cercanía de muchos individuos, como si tuviera dentro de sí una caja de resonancia capaz de amplificar el ruido y las ideas de otros. Desde niño sabe de su habilidad para manejarse en grandes grupos, tiene facilidad para el liderazgo y le gusta ejercerlo, comenzar como un elemento participativo, simpático, bromista, para ir girando la situación hasta el punto donde actúa como auténtico dinamizador, alguien ante cuya iniciativa todos asienten o sin cuya aquiescencia nada tiene lugar. Su primera profesora en el colegio le dijo a sus padres que el niño tenía habilidades para ser un buen vendedor, se comunicaba bien y era mañoso en el trato social, se crecía con la competencia como si la posibilidad de ser derrotado por los argumentos de alguien más rápido o ingenioso que él, ese disparo de adrenalina desbocándosele en el pecho, obligara a sus neuronas a violentar más sus límites, buscando una excelencia superior; mucho tiempo después, terminó por hacerle caso, y ha triunfado, el mundo de las ventas paga su nómina desde hace años.

Escoge una mesa situada al fondo de la sala, lejos de las superficies en las que está emplazada la comida, así habrá de pasar entre los demás, verles y dejarse ver; también contará con una ubicación destacada para observarles mientras se mueven por el espacio del desayuno, algunos con la torpeza generada por un descanso insuficiente y otros acelerados por el estrés de las obligaciones pendientes; sólo unos pocos como él, tranquilos, conscientes de su lugar y tiempo. Rechaza el periódico que le ofrece un camarero para no distraer su atención, camina con lentitud entre las mesas, sorteando a quienes regresan con los platos cargados, y recopila con celeridad el menú ya elegido, jamón, queso, pan y tarta de arándanos, zumo, un café que más tarde repetirá; pronto está en su mesa de vuelta, el estómago reconfortado por la perspectiva alimenticia y sus ojos escudriñando el espacio ante sí. Es bueno observando y sabe que eso le convierte en un vendedor muy eficaz; primero toma distancia, escruta, curiosea y deja a los sonidos del lugar tomar cuerpo en su cerebro; identifica las voces, y gracias al tratamiento entre ellas, sabe pronto quién está al mando, también cuáles entre los colaboradores tienen una opinión capaz de influir en el jefe. Esa suele ser su primera víctima, la que reclama su atención inicial y para quien tiene los mejores elogios y atenciones; muchas de sus ventas se han encarrilado antes de entrar en la sala de juntas, cuando la secretaria -por quien más tarde pasarán todos los documentos- ha caído rendida a su verbo agradable, ante la media sonrisa del seductor.

Su mente es endemoniadamente rápida en los tanteos iniciales de la conversación, mientras los formulismos de cortesía impiden entrar en materia, el saludo, el asiento en los sitios predeterminados, los lugares comunes del primer fraseo; es entonces cuando agudiza su intuición, examinando con frialdad y acierto los rasgos de carácter del interlocutor, si es autoritario y debería hacerle sentir como el creador de la idea genial o, al contrario, si su excesiva cordialidad es un síntoma de flaqueza y ha de encasquetarle todo el muestrario en una sola visita. Cuando entran en materia sobre los productos de su maletín de visitador médico ya ha adoptado un rol preciso, manejando sus bazas con maestría y determinación, consciente de cuánto se juega en los pequeños detalles, unos regalos de promoción anticipando los viajes de congresos y ventas, el soborno irresistible en la rutina de mañanas atestadas de pacientes de los consultorios urbanos.

-Cariño, ¡buenos días!

-¡Bruno! ¿Cómo estás, cielo?

-Bien, preciosa, ya desayunado y a punto de pagar la cuenta del hotel. Me voy rápido al consulado de Japón, que no quiero perder el turno.

-Claro, sí, qué ilusión, Japón…

-Pues en algo más de dos días, ahí estaremos, cariño, dale que te pego al sushi…

-Ji, ji… ¿Has dormido bien? Yo no mucho, estaba nerviosa.

-¿Por qué, mi vida? Todo va a salir de puta madre… Un segundo, Edna, mi amor… Buenos días, querría la cuenta de la habitación 308.

-Claro, en seguida, señor Vinder… ¿Alguna consumición adicional aparte de las de anoche?

-No, nada, sólo el desayuno.

-Muy bien, pues aquí tiene, gracias y esperamos verle por aquí muy pronto.

-Gracias a usted, buenos días… Edna, cariño, ya estoy contigo.

-Dime, cielo.

-Nada, sólo quería darte los buenos días y desearte una feliz jornada. A final de la tarde estoy en Valencia para la cena con nuestros amigos, ¿vale?

-Bueno, pero llámame antes de coger el tren, quiero saber que todo ha salido bien.

-Así lo haré, preciosa. Te quiero.

-Yo a ti también. Hasta luego.

MARTÍN

2.

El taxi por culpa del cual Martín sudaba a pesar de las bajas temperaturas se detuvo delante de la puerta del hotel veinticinco minutos más tarde, pasadas las nueve y media, con un margen demasiado exiguo para la cita de las diez en el Hospital Puerta de Hierro. Para entonces, su desasosiego no era ese leve resquemor situado al fondo de su conciencia, sino una realidad grande y pastosa, que le impedía pensar con frialdad o moverse con la habilidad necesaria para salir adelante. En realidad no tenía más opción que la de esperar, pero el hecho mismo de la espera le suponía una lenta agonía; entregado como siempre a la voluntad de otros, en esta ocasión veía su inoperancia conduciéndole al límite de un abismo de terrible apariencia.

El taxista se disculpó por la tardanza, dejando escapar una insoportable retahíla de tópicos sobre el tráfico de la ciudad en las mañanas de invierno, cuando los ciudadanos huyen del frío y la lluvia en el refugio confortable de sus vehículos, y las calles de la ciudad parecen solidificarse en un reguero de chapa y vidrio. Él no quiso atender a los detalles y tampoco perderse en disquisiciones, se limitó a indicarle el hospital de su destino y a pedirle que le llevara hasta allí lo más rápido posible.

-Tengo una reunión a las diez de la mañana, así que, por favor, vaya por el camino más corto y rápido posible.

-¿A las diez? No creo que lleguemos, amigo. O nos encontramos todo vacío, o lo tenemos muy difícil.

-Pues no puedo llegar tarde…

-Se hará lo que se pueda, pero los milagros se me han terminado en la carrera anterior.

Consciente de su facilidad para somatizar el nerviosismo, Martín se concentró en el paisaje urbano, el trasiego de gentes y coches le permitiría no pensar demasiado en las consecuencias de un retraso; “además -se dijo- no puedo hacer nada distinto o más audaz, el futuro de este contrato, por el momento, ha dejado de estar en mis manos”. El taxi tuvo un buen comienzo de trayecto, se libró rápido del tapón de la Glorieta de Carlos V y enfiló con seguridad el paso subterráneo de Santa María de la Cabeza, buscando la salida hacia la M-30 y el camino más veloz hasta el despacho del Doctor Malpartida. Pensar en el interlocutor de su inminente cita le devolvió la imagen de Ignacio Malpartida, médico anestesista y responsable de compras del Hospital Puerta de Hierro desde hacía algo más de tres años. En su memoria, ese hombre alto, rubio, de ojos muy claros y complexión ruda, era el poseedor de una mirada intimidatoria, cruel como la de un científico que disfrutara con el martirio de sus cobayas; la condición acuosa de sus iris convirtiéndose en hielos boreales. No le gustaba, aunque sólo habían coincidido en un par de ocasiones; prefería negociar con los directivos de la empresa, durante los postres de una opípara comida en un buen restaurante, entre las migajas del dispendio que no concebiría pagar, dejándose ir en los vapores del Calvados, con el humo de un Cohiba muy caro haciéndole entornar los párpados excesivos; los hombros venciéndosele en risotadas escandalosas cuando recordaba episodios groseros y ostentosos de su poder interino. Le generaba desconfianza el modo por el cual Malpartida hacía notar su capacidad de decisión, la falta de pudor con la que reclamaba el pago en especie de los contratos adjudicados, hoy una comida en el mejor sitio de Madrid, por Navidad un buen jamón de Huelva y unas gambas rojas de Denia, el reloj por cuya esfera llegó a sonreír enternecido el día de su 45 cumpleaños. Había ascendido por solvencia, profesionalidad y dedicación, pero Martín identificaba las señales de algo más, un instinto de caimán asomándole por la comisura de los labios, el acto reflejo como un recordatorio de las dentelladas gracias a las cuales se hacía respetar por quienes se atrevían a discutir su poder, tanto por encima como por debajo de su posición acomodada. Viéndole desenvolverse con suficiencia entre depredadores se hacía una idea de por qué él no había escalado en la empresa, sus buenos números de vendedor durante quince años en Albaceteña de Sanitarios como un dato siempre soslayado, inhábiles en la misión de retirarle de la calle, para desánimo de su mujer y no tanto suyo; la obligación de estar a menudo en ruta le liberaba del tedio insoportable de la acumulación de semanas en un idéntico espacio cerrado, con los mismos compañeros, la endogamia presidiendo las relaciones de amistad, amor y enfado, ese insoportable aire viciado de las oficinas en donde todos se conocen demasiado bien.

-¡Será hijo de puta!

El grito del taxista le sacó del ensimismamiento un segundo antes de la colisión, sin tiempo para prevenirla, su cabeza golpeando contra la mampara de protección y el maletín caído en el suelo, desparramando los folios inmaculados de los contratos. Aturdido, los recogió con premura, antes de que se mancharan y le supusieran una bronca; cuando levantó la cabeza, el conductor ya no estaba en el coche, sus brazos gesticulando acalorados, la camisa por fuera del pantalón y la voz demasiado alta, en un chillido que le hería los tímpanos…

-¿Pero qué coño haces, imbécil? ¿Cómo se te ocurre pegar ese frenazo en una caravana?

-Le advierto, señor, que no pienso tolerarle que me levante la voz de ese modo. Y menos todavía que me falte el respeto.

-Pero es que a quién se le ocurre, ¿eh? ¿Cómo cojones frenas así?

-Se lo repetiré sólo una vez más, no me levante la voz. Además, si mi memoria no me falla, la culpa en este tipo de accidentes la tiene siempre quien golpea por detrás. En este caso, usted.

-¡Y encima dice que la culpa es mía! ¿Pero tú, chaval, me has tomado por tonto o qué?

-Bueno, ni yo tengo toda la mañana ni usted parece dispuesto a mantener la calma, así que lo mejor es avisar a la policía para que venga a poner aquí un poco de orden…

-¿La Policía? Hombre, yo creo que lo podemos solucionar entre nosotros, con un parte amistoso, ¿no le parece?

-Me parece que va entrando usted en razón, ¿tiene la documentación a mano?

Cuando asomó la cabeza de regreso al habitáculo del coche, el taxista parecía desbravado, aturdido, con un punto de inseguridad asomándole en el movimiento nervioso de los ojos. Abrió la guantera y comenzó a revolver entre una turba de papeles arrugados, sucios, algunos incluso con el color amarillento que les deja el paso del tiempo. Para entonces, Martín ya se sabía fuera de plazo, a bordo de la desgracia. Ni siquiera si retomaran la marcha de inmediato llegaría a tiempo; y prefería ni imaginar el retraso si debía esperar a que los dos hombres se arreglaran y el conductor evaluara los daños de su radiador, de donde, por el momento, brotaba una preocupante nube de vapor. Espoleado por el peligro de cuanto le amenazaba, sugirió al taxista que pidiera un nuevo coche para llevarle a su destino, un vehículo más rápido para no verse en la obligación de aguardar hasta la resolución de todos los trámites. Con un gruñido de asentimiento, él cogió el intercomunicador de la radio e indicó a la central su posición, el accidente sufrido y la necesidad de tener una unidad de reemplazo para terminar la carrera del cliente lo antes posible. El volumen del altavoz hizo innecesario el traslado de información, él mismo escuchó que el taxi disponible no estaría en el lugar del siniestro antes de veinte minutos, la densidad del tráfico era la misma para todos.

Con la intención de ganar tiempo, Martín telefoneó a la secretaria de Malpartida, contándole la secuencia desafortunada de su mañana y pidiéndole que trasladase al Doctor su llegada al despacho tan pronto como le fuera posible. Acostumbrada a las respuestas airadas de su jefe, la chica le pidió que ese plazo fuera muy corto, brevísimo, le indicó con terminología entre cruel y científica; ella trataría de retardar el encuentro, pero no podía garantizarle nada, ni siquiera si el responsable le podría recibir en otro hueco de su agenda.

El taxi de recambio llega treinta minutos más tarde, cuando la aguja larga de su reloj le lleva más de media vuelta de ventaja al momento de la cita prefijada. Él sube al asiento trasero sintiendo una mezcla de alivio y amenaza; por un lado está más cerca de presentarse ante la persona con quien debe cerrar el negocio más importante de la temporada para su compañía; pero, por otro, cada metro avanzado por el vehículo le acerca un poco más a la previsible ira del adicto a la puntualidad. Martín no es cobarde, pero tampoco valiente; se podría decir que es un hombre acostumbrado a eludir las situaciones de peligro o tensión, no arriesga su integridad física jamás y también evita con todas sus fuerzas ver expuesto su criterio, tomar decisiones bajo presión o contra la conveniencia de otros. Ha desarrollado una rara habilidad de mímesis, gracias a la cual se camufla a la perfección en cualquier ambiente de la vida ordinaria; tiene tan desarrollado el procedimiento que incluso en el hogar su mujer y sus hijas deciden sin prestar atención a su opinión de cabeza de familia. Van o vienen y, si acaso, le comunican el destino de su desplazamiento, dónde estarán localizables, cuál es la nueva distribución de turnos del baño, si puede ducharse nada más salir de la cama o debe hacerlo por la noche, antes de irse a dormir, cuando no entorpece sus rituales de coquetería. Nada de ello, sin embargo, le resulta agresivo; antes más, está cómodo con esa sensación de ser un escollo situado en el lateral de la corriente, donde no tiene incidencia sobre la navegación, y apenas supone unas molestias mínimas para los bañistas ocasionales. Nunca será un héroe, está claro; pero tampoco ha querido serlo jamás.

-Buenos días, señorita Márquez, soy Martín Orzán, de…

-Sí, de Albaceteña de Sanitarios, hemos hablado hace un rato por teléfono.

-El mismo, eso es, el del accidente de tráfico en el taxi… ¿Pudo usted hablar con el Doctor Malpartida?

-Sí, y consintió en esperar un poco, pero ya se ha acumulado una hora de retraso y al Doctor Malpartida no le gusta esperar. Le pone muy nervioso…

-Entiendo.

-Ahora está con una nueva visita, y no tiene más huecos libres en la agenda de hoy. Tendremos que fijar una nueva cita para la próxima semana…

-¿No puede atenderme hoy? Oh, vamos, le esperaré hasta la hora que sea necesaria, señorita. Pero no puedo regresar a Albacete sin la firma de esos contratos, me juego el empleo si lo hago.

-Lo lamento profundamente, pero el tiempo en este hospital es un lujo del que no andamos sobrados. Ah, y una última cosa, señor…

-Orzán.

-Orzán, eso es. Me pide el Doctor que le indique la conveniencia de revisar bien las cifras globales de la operación. Ahora mismo está reunido con un comercial de Sanitarios del Norte, y sus posiciones de negociación son más ventajosas para el Puerta de Hierro…

BRUNO

2.

Bruno llegó a la embajada de Japón unos minutos antes de las diez de la mañana, atenazado por la posibilidad de perder su turno y retrasar toda su jornada; le habían advertido sobradamente de la férrea disciplina del tiempo en las costumbres niponas. El proceso una vez allí, sin embargo, le pareció mucho más sencillo de lo esperado, apenas tuvo que presentar su DNI ante la ventanilla ocupada por una japonesa muy sonriente y permitirle contrastar si su cara y la aparecida en la fotografía del documento eran esencialmente coincidentes. Después de eso comprobaron la autorización de Edna y la fotocopia de su identificación y les adhirieron los visados a una de las páginas de sus pasaportes recién estrenados, habilitando la visita al país elegido para celebrar su luna de miel. Nada más terminar la gestión ante el cuerpo consular japonés, Bruno se encaminó hacia la oficina principal de la agencia de turismo, donde debía recoger los billetes de avión y los bonos de hotel para su próximo viaje; trayectos de ida y vuelta entre Madrid y Tokio, y un par de vuelos intermedios hasta Bali, Indonesia, para alternar el ajetreo de un viaje de conocimiento con las horas de relajación, sol y deleite tranquilo del amor en una playa paradisíaca. Había preparado con precisión y mimo los detalles de la excursión, su área de responsabilidad una vez que Edna se había hecho cargo de la intendencia más incómoda en la Iglesia y el restaurante, y tenía previsto pasar por la central de su banco en la capital para recoger la moneda extranjera cuya compra había encargado; yenes y rupias como habitantes exóticos y estimulantes de su cartera, la promesa anticipada de cuanto podrían ofrecer a sus ojos extasiados de turistas unos días más tarde.

Tiene tiempo de sobra y camina por la ciudad tranquilamente, sin prisa, dejando sus pasos fluir con la cadencia armónica de su deseo, primero un pie, mucho más tarde el siguiente, una eternidad de edificaciones y rostros en el espacio de cada zancada. Conoce bien Madrid, donde ha venido a menudo por trabajo, y en cuyas calles, siempre que puede, prolonga la estancia fugaz de las razones profesionales; en la oficina están acostumbrados a sus hábitos, nunca se desplaza hasta la capital en los primeros días de la semana, obligándose al regreso a mediados de la misma, sino que parte hacia la mitad, regalándose la posibilidad de permanecer en ella el sábado y el domingo, cuando sus citas se han terminado. Lo hizo así desde sus primeros años de ejercicio profesional, en la anterior empresa, cuando todavía no había conocido a Edna y encontraba en sus bares y terrazas gente nueva y chicas hermosas con quienes flirtear; y ha mantenido la costumbre más tarde, ya en un ritual más maduro, su novia se incorpora en la tarde del viernes a la escapada y juntos pueden disfrutar de las posibilidades de ocio y entretenimiento de una urbe incandescente de vida.

Los años de paseos y visitas acumuladas le dan un conocimiento muy exhaustivo de la cuadrícula urbana, donde se sitúa con precisión y eficacia; es un buen cicerone para quien busque restaurantes de solera o diseño, pubs de la noche desorbitada, e incluso locales de moda de los últimos tiempos; consumidor habitual de revistas de tendencias, siempre tiene en su poder la información adecuada sobre los nuevos puntos de encuentro de la gente guapa. Bruno disfruta con intensidad de esa faceta social, invirtiendo mucho tiempo y dinero en relacionarse con el resto de los ocupantes de la ciudad en los establecimientos más concurridos, hurgando en la naturaleza más sofisticada de la fauna nocturna y, por eso mismo, encontrando con facilidad el ángulo oscuro donde se ancla la goma de las caretas de algunos de sus impostores. Es así en Valencia, donde es todo un personaje, y también en Madrid, en muchos de cuyos bares todavía mantiene un cartel de vividor de provincias, generoso y simpático. No es una característica por la que será recordado cuando muera, pero él disfruta con orgullo de la entrada en sus tabernas de referencia, cuando la gente reconoce su rostro atractivo y bronceado y jalea la llegada del gran animador, alguien capaz de hacer más alegre o amable la velada de los otros.

Camina en dirección al Paseo de la Castellana desde Serrano, en una de las áreas residenciales y exclusivas de la capital, y lo hace deleitándose con la suntuosidad de las residencias situadas en sus calles; en ocasiones de una tranquilidad fascinante, impropia del ritmo frenético de la vida alojada unos metros más allá. Así es el lujo, se dice extasiado, no la posibilidad material de tener un coche más grande, a cuya financiación hoy casi cualquiera podría acceder, sino la capacidad de comprar algo ajeno a la ciudad para instalarlo en su mismo epicentro, aquí el sosiego de una callejuela estrecha, casi desierta; más allá, una atención médica personal y demorada; un servicio atento y exclusivo en la tienda de ropa o comida; la mesa más discreta de un lugar atestado de gente. Pasa por la puerta de los edificios y pierde la mirada en sus cornisas, proyecciones imposibles del límite de la edificación, una aspiración de inmortalidad en quienes soñaron sobre un papel las líneas iniciales de esta agrupación organizada de materiales básicos, arena, agua, piedras y cemento, más tarde una vivienda de lujo, entre cuyas paredes se viven historias afortunadas o dramáticas; nadie puede comprar el salvoconducto hacia la felicidad completa.

Como en una transición de sueños, vuelve la esquina y se ve sorprendido por un mar de coches, la trepidación de sus motores haciendo vibrar el suelo, el sol repetido en sus múltiples cristales, simulando una reverberación infinita, como la de un mar picado de olas airadas, y el sonido de sus cláxones alterando la paz de su espíritu, comprimiendo todavía más las almas angustiadas de quienes se sientan frente a sus volantes. Sonríe ante el espectáculo de la diversidad, ratificado por la superficie pulida del primer edificio que le sale al paso, un bloque de oficinas muy alto, acristalado, recorrido por una malla de intersecciones de acero entre sus ventanas de vidrio reforzado, cerradas e imposibles de abrir, que condenan a sus ocupantes a la respiración artificial de sus polvorientos conductos de ventilación. Bruno observa con fascinación su imponente presencia, imaginando la vida de quienes trabajan ahí dentro; en alguna ocasión siente envidia por la experiencia ausente de una etapa profesional aquí, quizás en una ciudad más grande y exigente aún, tal vez Londres o Nueva York, enfrentarse a la sensación de estar integrado dentro de una inmensa colmena donde sólo se es un miembro más, frágil, pequeño, casi accesorio; una pieza de apariencia fútil integrada en una organización todopoderosa, pero al mismo tiempo, un resorte capaz de paralizar toda la maquinaria si abandona sus funciones; poderoso en su debilidad. Tiene una vida a su medida, gustosa, abarrotada de pequeños placeres y con un nivel de ingresos y compensaciones muy satisfactorio, pero hay mañanas, cuando abre los ojos después de una noche de excesiva placidez, en las que se cambiaría por cualquiera en una posición menos cómoda, ingrata, de apasionante urbanita.

- Buenos días, venía a recoger unos billetes de avión y unos bonos de hotel.

- Buenos días. Eso quiere decir que es usted el señor Bruno Vinder, ¿cierto?

- El mismo.

- Y su señora… Edna… ¿Ruilanz?

- Así es.

- Muy bien, señor Vinder, déjeme ver… Aquí están, vuelos Madrid-Tokio, Tokio-Madrid, Tokio-Yakarta y Yakarta-Tokio. Y bonos de hotel para una semana en cada uno de los destinos.

- Correcto. Y permítame una duda, ¿de Yakarta a Bali?

- Sí, perdóneme. Le esperará personal de la agencia en el aeropuerto de Yakarta, ellos serán quienes les desplacen hasta su hotel de Bali. No se preocupe por nada, nuestros agentes en la zona estarán con la antelación suficiente y llevarán carteles con sus nombres, no habrá ningún problema.

- Ah, bueno, mejor así…

- Aquí tiene también un folleto con algunas de las recomendaciones de nuestra agencia para el viaje, es importante que se lo lean bien antes del aterrizaje. No es muy largo, quizás con hacerlo durante el vuelo será suficiente.

- Pero, ¿hay algún problema en esos países?

- No, viajan a destinos tranquilos, nada conflictivos, pero es preciso conocer algunas de sus peculiaridades para evitar situaciones desagradables. Japón es un país con una cultura muy especial, seguro que ya les suenan la mayoría de sus costumbres por el cine o los libros, pero no obstante, es bueno darles un repaso y saber bien dónde puede estar uno metiendo la pata.

- ¿Y en Indonesia?

- Bali es muy turístico, no les dará mayores problemas. Como sabrá, hace unos años tuvieron el tsunami, y no está bien visto hacer cualquier tipo de comentario despectivo o broma al respecto de ello; perdió la vida mucha gente humilde. Por lo demás, son muy estrictos en el control de la prostitución con menores de edad…

- Joder, pero nosotros vamos de luna de miel…

- Sí, lo sé, tranquilo. Ya imagino su desinterés por este tema, pero mi obligación es informarle sobre ello, no tiene idea de la gente tan extraña que hay por el mundo.

Sale a la calle todavía un poco aturdido por la última advertencia del empleado de la agencia de viajes, inequívoco en su intención de ayudarle, pero también demasiado crudo en la información facilitada, que le arroja a una visión del mundo en la que él no se siente cómodo. No es estúpido ni camina sin información por la vida, pero trata de mantenerse al margen de cuanto no es de su agrado; si puede evitarlo, prefiere saber lo imprescindible de los infiernos activos y humeantes situados tras ciertas apariencias intrascendentes; sabe de la existencia de las cloacas pero no le gustaría tener que descender a diario a ellas, aspirar el hedor de sus corrupciones sucesivas, acumuladas y siempre en progresión. Es pragmático y optimista, y prefiere centrar su esfuerzo en lo bueno, conseguir para sí y los suyos –Edna, sus padres, el grupo más cercano de sus amigos- un universo amable, positivo, divertido, sensual de un modo muy contundente, donde lo epicúreo se anteponga siempre a lo trascendente. Sabe que no podrá evitar el cerco de la sombra, ni tampoco salvar de él a quienes quiere, antes o después todos serán alcanzados por alguna desgracia y habrán de hacerle un hueco en sus mentes, aprender a convivir con su presencia silente y pegajosa; y precisamente por ello, pelea por preservar a toda su gente lejos de esas preocupaciones hasta el momento en el cual sean inevitables, cuando nadie tenga el poder suficiente para espantarlas y borrar su huella de sangre o sufrimiento.

Lleva consigo la decisión de ser inasequiblemente alegre desde hace mucho tiempo, en los primeros años de la adolescencia vivió de cerca la enfermedad y muerte de la madre de su mejor amigo, Ernesto, en quien se apagó todo brillo de vida o alegría. Todavía tiene muy vívido el recuerdo de su repentino oscurecimiento, el chico con el que juega cada tarde a la salida del colegio comienza a ponerle excusas para no alargarse en el retorno a casa, repentinamente hosco, silencioso, su rostro ensombrecido por un manto de tristeza e insatisfacción; sin palabras o explicaciones para él, en quien crece una extrañeza desconocida hasta entonces, el remordimiento por una culpa que se supone e ignora. Ernesto se hace huidizo, incluso empieza a faltar algunos días al colegio, demasiado abrumado por el dolor y las responsabilidades súbitamente recaídas sobre sus hombros infantiles; finalmente, una mañana de mayo la profesora les cuenta que la madre de Ernesto ha muerto, hoy todos irán a la Iglesia para acompañar a su compañero en un momento tan difícil. Él jamás podrá quitarse de la mente la imagen del chico, vestido con una chaqueta negra muy grande, del padre o los hermanos mayores, los ojos secos y el gesto endurecido, repentinamente adulto, antipático, abrumado por una pérdida y una herida ante las cuales se siente incapaz, inútil, desarmado. El antiguo amigo no vuelve a pisar nunca el colegio, se queda en el negocio familiar con el padre, atendiendo a los clientes con muchísima seriedad; una tarde su madre le obliga a acompañarle para que vea a Ernesto y le pregunte cómo está, si necesita ayuda o quiere sus trabajos del colegio para seguir aprendiendo; él les despacha como un autómata, agradeciendo y descartando cualquier ayuda en una veloz afirmación despreocupada, mirándole con ojos vacíos e inertes, una mirada que a él se le impresiona en la memoria inquieta. Y esa noche se juramenta para evitar el dolor, la muerte, para mantener la chispa de vida de sus ojos, también de los de quienes le rodean; sólo en lo inevitable, y si es posible también superando eso, permitirá un fugaz paso de ese manto de luto y silencio.

Ahora, recién emergido de nuevo a la luz hermosa de Madrid, se ve obligado a mirar con desagrado en la alcantarilla abierta por el empleado de la agencia de viajes, la realidad sórdida de quienes atraviesan el mundo para mantener relaciones sexuales con niños que todavía deberían estar ocupados en el juego, persiguiendo sueños con los ojos abiertos y durmiendo con la ligereza de la conciencia desocupada. No es un moralista ni lo será jamás, le gusta respetar las decisiones de los otros, acostumbra a no entrometerse y, por eso mismo, prefiere no saber, desconocer el máximo posible y así evitarse la incomodidad de los puntos sin retorno. Ha probado la prostitución, de forma muy esporádica y hace una eternidad, en los años fogosos de su primera juventud, cuando el dinero en sus bolsillos recién inaugurados era casi tan abundante como la acumulación de sus hormonas en la sangre, y la noche de copas se le confundía en un destino de sexo pagado. Fueron pocas ocasiones, quizás no más de cinco, y siempre regresaba de ellas con una sensación extraña, híbrida y desagradable; de un lado, la laxitud de la eyaculación, el orgasmo y sus químicos sedándole, sumiendo su mente en un placentero adormecimiento; de otro, el latido lejano de la culpa instalándose en su conciencia, repitiéndole machaconamente lo innecesario de ese dispendio, la frustrante emulación del sexo impostado, el perfume nauseabundo y vulgar de las prostitutas, el penetrante olor a lejía de los baños y pasillos, las sábanas por poner antes del encuentro, todo artificial y mercantilizado. No ha regresado nunca a esos locales, aunque no está en contra de su existencia, los respeta tanto como otros negocios donde tampoco se le verá jamás, plazas de toros, campos de fútbol, tiendas de submarinismo o clubes de intercambio de parejas. No es su hábitat y no pisa por sus terrenos, pero respeta las opciones para todos los demás; le parece bien que haya quien compre sexo, y también quienes lo vendan, pero adultos en pleno uso de sus facultades físicas e intelectuales, nunca menores.

Le gustan los niños, se desvive por ellos y le enternecen; pronto tendrán varios correteando por los rincones de la casa, regalándoles noches de insomnio y días de satisfacciones, al principio casi imperceptibles, unos pasitos, las primeras palabras y algunas manifestaciones de su amor desmedido; más tarde, titulaciones, trabajos y hasta premios, la genética del progenitor haciéndose fuerte y pujante en quien creció de su biología misteriosa. Disfruta viéndoles aprender, desarrollarse y dejar atrás la vulnerabilidad de las crías indefensas, convertirse en personas poderosas, inteligentes, maduras; y no soporta a los que abusan de ellos: las explotaciones laborales y sexuales, los malos tratos, cobardías de quienes no tienen la salud o la valentía suficientes para infligir ese daño a sus iguales, y se centran en el desvalimiento de seres sin medios para defenderse. Un escalofrío de asco le recorre la espalda, haciéndole temblar en mitad de la mañana dichosa del día previo a su boda; la náusea por lo imaginado se le vuelve insoportable y prefiere sacárselo ya de encima, intentar que no le estropee la ilusión por cuanto está por llegar. Así pues, gira una calle y busca con agilidad un nuevo tema para centrar su atención.