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¿Te apetece saber la historia del siamés separado al nacer del costado de Little Richard? ¿O de las cartas perdidas y sopas de tiburón de Byron? ¿O de cómo Fray Luis de León le daba al porno? Las ucronías son ficciones con base en hechos históricos pero que desvían el curso de lo que efectivamente sucedió. En los cuentos que integran "Diálogo de perros y ángeles" la norma es imaginar, por ejemplo, un comportamiento insospechado en Fray Luis de León, o alternar posibles desenlaces para el viaje en yate de Natalie Wood y compañía. "Diálogo de perros y ángeles" es una obra donde el autor se inventa lo que pudo ocurrir en aquellas grietas de la historia. Alex Prada se pone a jugar en estos relatos, y el resultado es sumamente interesante y entretenido. ¡Quién tenga algún dato en contra de estas crónicas, que lo aporte ahora o que calle para siempre!
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Seitenzahl: 208
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Álex Prada
Prólogo DAVID MORALEJO
Saga
Diálogo de perros y ángeles
Copyright © 2016, 2023 Álex Prada and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728375013
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
El perro le dijo al ángel: “yo te beso” el ángel le dijo al perro: “yo te muerdo”
Diálogo del perro y el ángel,Carlos Edmundo de Ory
El día que el escritor Alejandro Prada, de ahora en adelante Álex, me pidió el prólogo de su primer libro en prosa —excusa orquestada por él mismo para seguir siendo debutante, como si a un poeta con paseíllo hecho por los pueblos le hiciera falta estrenar vestido en el baile de los prosaicos—, lo primero que hice fue dirigirme al escritorio de mi Mac. Desktop, que dicen los que dicen desktop. Con pulso firme abrí una carpeta llamada “Prólogos” con el fin de revisar todo lo publicado en esta categoría durante mi vasta (basta) trayectoria como “juntaletras”. Pero oh:
“Esta carpeta no tiene elementos”.
No puedo mentirles. Esta es la prosa debutante de un poeta prologada por un prologuista también debutante. Y, para mayor chasco, el que esto firma le admira y quiere tanto que, sabido el panorama, es muy probable que nada de lo aquí contado suscite el respeto ansiado de la (ejem) reputada crítica literaria. Buh. Como si a alguien le importase.
Dicho esto, les aseguro, estimados lectores, que si este Diálogo de perros y ángeles que cayó en mis manos hace tiempo en una primera prueba balbuceante y nerviosa me hubiera parecido un “merequeté”, jamás habría escrito estas líneas. A cambio, y como tantas otras veces, me habría ido de borrachera con el autor y, al tercer tequila (¿o era el cuarto?), le habría conminado a desterrar cualquier proyecto que no fuera seguir bebiendo para olvidar. Para olvidar sus desvelos literarios... e incluso los míos.
Pero resultó, resulta, que en una primera lectura me topé con un libro fascinante, con un compendio de historias que eran puro pop enciclopédico en la era del fake wikipédico. O sea, pop del bueno, como si en el Pet Sounds de los Beach Boys el estribillo de God Only Knows sonara igual de bien pero con cierta cadencia de saeta y eses aspiradas. Expliquemos esto: Álex nació renacentista en Dos Hermanas —bicho raro el renacentista de los 80 incluso en ecosistemas marismeños— y por eso quiso ser médico, quiso ser músico y quiso ser poeta, pero poeta empollón, de los que se encadenan al verso con un ojo puesto en el Siglo de Oro y el otro en la ciencia que esconde un rasgueo de Bob Dylan. Es por eso que el Diálogo de perros y ángeles no se conforma con contar historias desde el ombligo, con esa literatura autocomplaciente (levanto la mano) que tan bien funciona entre la hipsteria colectiva, ahora que no lee ni dios y los libros solo calzan egos y mesillas.
Me preguntó Álex un día, y ese día sabía que llegaría, qué diálogos de los que conforman esta recopilación me gustaban más. El lector descubrirá enseguida que la conexión entre ellos es azarosa, y que a ver cómo enganchas a Natalie Wood con Fray Luis de León sin convertir tu exposición en delirante guión almodovariano. Aquella vez, capullo de mí, le confesé cuáles eran los que menos y, curiosamente, se daban de bruces con los suyos. No desvelaré tal conversación aquí porque, diálogo de perro y ángel al cabo, quizá merezca ser publicado en próxima antología. Después del rifirrafe, en el que no llegó la sangre al río pero creo que sí el tequila, comprendí que, en su trabajo de campo, Álex había dado nueva vida a estos personajes rotundos —de Fernando de Herrera a Giacometti, de Lord Byron a Keith Richards— con el amor por todos ellos como inquebrantable nexo de unión. Ahí residía la exaltación poética de este debut en prosa y la razón por la cual Fray Luis de León y Natalie Wood se habían convertido en extraños y fenomenales compañeros no sé si de cama... pero sí de imprenta.
Referencias, queremos referencias.
Busquemos esas siete referencias (al menos) que son las que salvan en estos casos al prologuista y en otros al crítico y que, de paso, facilitan la promoción de la novela en Twitter. No bromeo. Si en 140 caracteres cuela el tuitero la palabra “Capote” les aseguro que su mensaje tiene altas probabilidades de convertirse en trending topic entre un puñado de influencers literarios. E incluso de taurinos por el requiebro de la homonimia.
Sí, lo he hecho. He escrito Capote porque algo emerge en estas ficciones históricas que recuerda a aquellos retratos en los que no sabes si el pequeño gran Truman inventaba, ejercía de cronista fiel o solo pasaba por allí. Cuando Álex escribe sobre Manolín Bueno, su texto más umbraliano aunque de Umbral hablaremos luego, se convierte sin querer en ese periodista que, a sangre caliente, se calza la gabardina en busca de un personaje real por su deseo de convertirlo en ficción. En la aventura no se lleva a una Harper Lee cualquiera, qué va; se lleva a su padre a sabiendas de que el trabajo sucio esta vez no lo podría hacer una cronista listilla y tirando a pedante, sino un intelectual del fútbol capaz de peinar estadios enteros con tal de hacer feliz al autor. A su hijo.
Venga, hablemos de Umbral ya. Lo de copiar a don Paco fue una tendencia, que no un trending topic, cuando el genio se fue a mirar rodillas de niñas bien al otro barrio, al que no es el de Salamanca. No le salió certero el fake a ningún copiota, pero ahí andan, tuiteando la bufanda de imitación mientras Álex, sin querer, se marca una profunda radiografía del idioma para que nos creamos en perfecto castellano a Esquerita, ese Little Richard no de medio pelo pero sí de tupé y medio, o a Fray Melchor de la Serna, un pieza que dio clases de latín en la Universidad de Salamanca allá por el siglo XVI, en animada charleta con Fray Luis de León. Por cierto, resulta curiosa la explicación de Álex en su necesario epílogo de cómo llegó a De La Serna a través de José Luis García Martín, a quien contactó vía facebook (para algo sirve la cosa) en busca de alguna edición de “La biblioteca de Alejandría”. Y no, ya no haré más spoilers.
Por cierto, spoilers. Ese pop enciclopédico que citábamos al comienzo tiene también mucho de cinematográfico, no solo por la aparición en estas páginas de rutilantes estrellas como Wood y la Dietrich, sino porque hay en cada diálogo un planteamiento de guion muy próximo al de esas películas “basadas en hechos reales” en las que al final, a modo de créditos/epílogo, te resumen qué pasó después. Una suerte de voyeurismo interruptus que suele ser calmado tras el The End con la búsqueda ansiosa de más datos en Google, el Espasa táctil. ¿Ejemplos? Searching for Sugar Man, tan cercano a Esquerita en su devenir, o incluso J. Edgar, que aquí aparece con otra vuelta de tuerca sin obviar el personaje interpretado por DiCaprio en su biopic. De Natalie Wood, directamente, imaginamos esta pincelada de tragedia extrema convertida en taquillazo de Hollywood. Lo de pensar en Winona Ryder para protagonizarlo no viene ahora a cuento, pero también.
Ficción histórica o Historia (con mayúscula) novelada. Ese género tan poco amigo de la crítica en general, que tuvo en Pérez-Reverte a su mayor valedor hasta que todos los aspirantes a best-seller se subieron al carro, encuentra su sitio entre estos perros y ángeles con la misma pátina de admiración e inocencia que da brillo a cada narración. Álex se empapa de Historia, se enamora de sus protagonistas y busca la manera de conseguir que el lector también lo haga. Que no deje fuera de su altar pop a iconos en principio menos pimpantes, como San Isidoro de Sevilla o el pintor Francisco Pacheco.
El amor lector (y ya vamos por la quinta referencia, no se me pierdan) del que ya hemos hecho mención vertebra los diálogos porque todos nacen del amor desatado, desenfrenado diría, que el autor siente por la letra impresa. Incansable ratón, Álex quizá no sabe, o no sabía hasta ahora, que, tras su fachada poética, esa que le pone caritas a Juan Ramón Jiménez, se esconde un periodista (con perdón, que él es reumatólogo y periodistas somos otros menos ciencias) capaz de mover Roma con Santiago y Hollywood con Sevilla en pos de una gran historia.
Las ciudades. Todo sucede en algún sitio, dirá el escéptico, pero ese no sabe que Álex se enamora también (es enamoradizo, sí) de los lugares. Que al mal de Stendhal que le provoca conocer mundo, encontrar escenarios de cosas que pasan, pasaron y pasarán, le inyecta (es médico, decíamos) el antibiótico de la escritura. No se desmaya con Sevilla, su tierra, ni con Madrid, ni con París ni Cádiz ni Nueva York. No lo hace porque necesita permanecer con los ojos muy abiertos, no se le vayan a escapar las vidas.
Había dicho que daría siete referencias inspirado por un fatal juego de palabras a partir de esas siete diferencias que plantea el pasatiempo facilón en diario de provincias, pero dejémoslo aquí, en seis + una. Hagamos que el querido lector, harto seguro de este prólogo, encuentre la suya y la tuitee como alma que lleva el hashtag. Y que convierta este libro en el más vendido, en el más regalado, en el más robado. Lo que sea con tal de que todo perro pichichi y todo ángel —caído o no— lo lea. Ya, corran, pasen a la página siguiente.
David Moralejo
“...pero, a pesar de toda mi buena voluntad, yo no podía hacer nada contra la tragedia que le asediaba.”
Marlene Dietrich en Marlened.
“Pero, ¿por qué?, ¿por qué las flores nos parecen tan maravillosas?”
Alberto Giacometti en Escritos
París. Le viene un olor a escombros. Le llega a los huesos el frío que emanan los edificios huecos, en obras. Hay un ruido seco de martillos contra metales o maderas cuando se baja del taxi. París. Humedad. Gritos en francés entre escaleras aún a medio construir, escaleras que todavía suben hacia el vacío. Silbidos entre andamios. París. El frío confort de estar lejos de América. Alex Liberman se queda en el taxi, “vuelvo al hotel. Diviértete”. Lo dice un poco asqueado. Admira a esa rubia que deja en la mitad de la nada de París, en una calle cualquiera de un barrio cualquiera. Pero la mayoría de las veces le saca de quicio. Como ahora. “Caprichosa”, piensa contrariado. El taxi arranca. La inquietud de Alex aumenta a medida que se va alejando del lugar. La diosa rubia ha dejado dentro del taxi su olor pesado de perfume carísimo que le empeora más, si cabe, el malhumor. “Todo por un perro de nada”.
Marlene está ahora sola en la calle Hippolyte-Maindron. “¿Quién sería este tal Hippolyte no sé qué?”. Da por sentado que el extraño nombre de la calle se atribuye a algún francés ilustre. Quizás un soldado mártir o un profesor de escuela célebre en la zona hace cien años. Mira a un lado y a otro de la calle. Se siente serena. En calma. Aspira aún más profundamente el olor que la rodea. Hay unos castaños cerca que le dan algo de vida a toda la estampa gris. Quiere sentirse anónima. Sola. Como al principio de todo. En ese barrio le resulta fácil. Le gusta la sensación. París. Siempre París. Mejor que nunca, París. Sigue andando. Justo en el lugar donde le han explicado, encuentra el café acordado.
Entra. No es ninguna hora concreta. No es momento ni para desayunar ni para la comida. Es un entretiempo de secar vasos, de ordenar tenedores y servilletas, de algún borracho solitario que toma un café para recuperarse y seguir bebiendo. En las mesas no hay nadie. Detrás de la barra hay un camarero gordo, de mofletes generosos y rojos. Lleva bigote muy poblado. Lleva pajarita. Marlene quiere sentirse aturdida por ser ella la que llega en primer lugar a la cita. Pero no lo logra. Sabe que no ha quedado con un hombre convencional. “Ese perro solitario podría llegar en cualquier momento y colarse en el bar como se cuelan los animales por las puertas entreabiertas, sigilosamente, sin hacer ruido...”. Se sienta en la mesa más al fondo del bar. El camarero parece no inmutarse. Quizá la ha visto entrar pero sigue a lo suyo. Limpia botellas de Martini, de Ricard, otras de lo que parecen vinos espesos de campesino. Cuando ya repara en la mujer rubia sentada, se acerca lentamente a ella. En ningún momento hace ademán de sorprenderse ante la ilustre visita.
—¿Qué quiere tomar la señora?
—Estoy esperando a alguien. Un escultor.
—El señor Giacometti, por supuesto. Siempre viene aquí. Nosotros nos encargamos de alimentarlo, básicamente. Qué hombre. Siempre viene bien tarde. O temprano, según se mire. Qué hombre. ¿Quiere tomar algo mientras le espera?
—Vino.
El camarero se va. Se entretiene un poco por la barra, retoma lo de limpiar vasos y en el tercero cae en la cuenta de la comanda de la señora rubia del fondo. Busca una botella de un estante por encima de su enorme cabeza y vierte un vino espeso en una copa reluciente. Justo cuando está dando la vuelta a la barra para recoger el vino y acercarse hacia su ilustre cliente se escucha la puerta rechinar. Un hombre dentro de un enorme abrigo dos tallas mayor de la que le corresponde aparece al otro lado. Viene echando humo de un cigarrillo arrugado, más bien de una colilla moribunda. Lleva el pelo revuelto y espeso. La cabeza encogida, como queriéndose meter dentro del abrigo.
—Monsieur Roux, buenas tardes. ¿O qué hora es?
—Bienvenido Monsieur Giacometti. También ando un poco desorientado hoy. Creo que en una hora empezaremos a preparar las cenas. Pero miraré en la cocina a ver qué se trama, por si acaso. Hoy, la verdad, es que ando como por las montañas... —y se queda el grueso camarero mirando al techo mientras Alberto se acerca a la mesa donde le espera Marlene.
—Bienvenida.
—Gracias Monsieur Giacometti... Todo un...
La mano de la actriz se queda suspendida en el aire.
—Empecemos bien. Yo te llamaré Marlene. Tú a mí, Alberto. Siéntate.
—Creía que el tímido iba a ser usted... perdón, ibas a ser tú. Me costará unos minutos dejar las formalidades. Ten paciencia conmigo... ¡Vaya! De repente parece que va a ser más fácil de lo que esperaba... Siempre hay alguien que tiene que asumir el papel de tímido en un encuentro entre dos extraños.
—No somos extraños. Al menos yo te conozco desde hace mucho. Por eso no me resulta raro tutearte... Creo que más de una vez hemos hablado incluso. En las salas de cine... Quizá hasta haya soñado contigo alguna vez... Qué pena que no lo recuerde...
—Es evidente: la tímida en este caso soy yo. Sin duda he perdido todas las apuestas...
—Dicen que a veces los tímidos, para evitar parecerlo, no paran de hablar y hablar... Pero creo que a un tímido se le coge rápido. Se pone a contar anécdotas sin remedio hasta que llega a ese callejón sin salida, ese callejón sin salida de la conversación en el cual cae en la cuenta de su timidez. Se ve sorprendido por un silencio, una pausa que lo delata, escalofrío y entonces se repliega en su abrigo y empieza a representar su papel de auténtico tímido.
Marlene se ríe. Es consciente de que está ante un hombre verdaderamente brillante. Estrafalario.
—¿No tomas nada?
—Uno de esos.
Señala el vaso de Marlene. Están ya sentados. Uno al lado del otro.
—¿Sabes? Hay cosas que van por encima o por debajo de uno. No sé por qué tenía tanta curiosidad por verte. Hay gente que va al zoo. O a esos circos de las afueras. No te lo tomes a mal. Sé que no eres de las que encaran las cosas como el resto, como todos esos hombres grises prejuiciosos que llenan las calles de nuestras ciudades. Tú me entiendes. Tú sabes perfectamente que eres un auténtico insecto raro, un ejemplar único que brilla como puede brillar un escarabajo. Tampoco eres una mariposa. No llegas a eso ni te hace falta... No logro explicarme bien, lo siento...
El escultor para de hablar. Marlene espera paciente. Sonríe complacida. Espera. Sabe que el hombre que tiene delante va a seguir. No preguntará sobre qué tal el viaje, sobre cómo es capaz de vivir con ese eterno sol en el cielo de California. Le gusta lo que dice.
—¿Has llegado ya al callejón sin salida?
Alberto la mira, esboza una ligera sonrisa. Pero inmediatamente vuelve por donde iba.
—Todavía no tengo claro si eres más una cebra o un quebrantahuesos. Yo no sé de dónde me viene la curiosidad por conocerte. Esa forma de moverte en la pantalla. Vas contra las leyes de la gravedad y las traslaciones. He visto todas tus películas, por supuesto. Quise gritarle al operador de la cabina del cine, de hecho no recuerdo bien si lo hice o no, para que suspendiera inmediatamente la película cuando saliste de aquella puerta frente a Charles Laughton en Witness for the prosecution... Me retorcí en la butaca. Quería irme. Ya tenía suficiente. Pero me quedé. Por otro lado, me pareció innecesario ese disfraz que te pusieron de aquella mujer con la cicatriz en la cara. Pero qué bien te salía ese acento sucio... Por cierto, ¿sabes de verdad dar puñaladas? ¿Qué sentiste cuando le diste una al mismísimo Tyrone Power? Se echa de menos la sangre en todas esas escenas. Los directores están todavía muy verdes con eso de la sangre...
Marlene echa la cabeza hacia atrás con una gran risotada. Le gusta el hombre que tiene delante. De repente se siente como en casa, arropada. El día se ha vuelto apacible. Siempre necesita esa especie de “click” cuando está frente a un hombre. Si lleva ahí sentada una hora y no ocurre, empieza a desesperarse hasta que no puede más y se marcha. Pero con Alberto ocurre. Ha ocurrido. Lo nota en los brazos, que se le relajan. Lo nota en la boca, que ahora ya se desenvuelve sin prejuicios.
—De verdad te lo pregunto... ¿Has querido matar a alguien alguna vez?
—Todo el mundo ha sentido eso en algún momento de su vida, querido.
—Supongo...
Alberto mira a través de la ventana por un segundo, melancólico. El señor Roux se acerca entonces con un vaso de vino. Lo deja en la mesa y se va tal y como ha venido. Es inmune a cualquier sorpresa que la estampa que tiene delante le pueda provocar. Marlene y Alberto son dos clientes más para él.
—Este bar siempre está muy tranquilo. Me gusta. Como soy incapaz de tener una cocina en casa, aquí encuentro esa parte que todo hogar debe tener.
—Me gustan las cocinas. Yo paso mucho tiempo en mi cocina de Hollywood. He aprendido muchas recetas últimamente, ¿sabes? Creo que una casa sin cocina es algo bastante triste... Me han hablado de tu taller. Me han dicho que es bastante triste... Ahora ya sé por qué... ¡porque no tiene cocina! Me gustaría cocinar un día para ti.
Alberto bebe. Vuelve a mirar hacia fuera.
—Esta mañana he visto a la muchacha que siempre tiene prisa. La llevo viendo casi un año. Siempre corriendo. Siempre como huyendo de algo o persiguiendo algo. Va o viene, no sé, me da igual, empieza o acaba, encara o regresa, no lo sé... Pero jamás la he visto andar. Es una muchacha que no sabe andar, por supuesto. Solo sabe correr. Pobre, debe de ser muy infeliz. Esta mañana la he vuelto a ver. Me gustaría hacer una escultura con su figura... Es también un animal curioso.
Marlene lo mira. Solo lo mira. De repente quiere tocar la mano de Alberto. Lo hace en su pensamiento. Está acostumbrada a acercarse de ese modo a las personas que la atraen. Ese hombre la atrae. Enciende un cigarrillo. Sorbe el vino. Reconoce el vino barato. No esperaba menos de un lugar como ese, de un hombre como ese. Un vino barato, un café cualquiera alejado de la pompa parisina. Su día a día, su geografía. Su ritmo. Imagina la trágica rugosidad de la mano del escultor. Piensa por unos segundos en esas manos contra la piedra, contra el yeso, luchando contra la nada para darle una forma, la forma exacta que tiene dentro de la cabeza probablemente desde hace años, desde el principio de todo. Una mujer que no sabe andar, por ejemplo...
—No tienes hambre, ¿verdad? Pues vayamos a mi taller.
Paga Alberto sin dar más opciones y salen. Dejan a Monsieur Roux aclarando en su cabeza si es la cena lo que están preparando sus cocineros. Alberto y el camarero se despiden con profundo afecto.
—Andando contagias tristeza. Venía alegre. Más o menos. En cuanto me bajé del taxi empecé a notar algo gris, algo gris que me envolvía. No sabía si era algo malo o bueno, pero sí gris. Escuchaba los gritos de los obreros y me llegaba un frío que se calaba dentro. En el café me alegraste un poco. Me has hecho reír. Ahora aquí, mientras caminamos, se condensa toda la tristeza. A lo mejor es exagerado llamarlo tristeza. Pero se parece bastante. No sé, son tus hombros como vencidos, tu chaqueta. Tu pelo. ¿Tienes yeso en el pelo?
—Anoche estuve trabajando bastante. Estoy todo el día rodeado de estas cosas. No sé gastar el tiempo de otra manera.
—¿En qué trabajas ahora?
—En unos segundos lo vas a ver todo... ¿En qué trabajo? En lo de siempre. En el proceso, en seguir, seguir buscando. Llevo varios meses sin acertar con lo que busco. ¿Meses te he dicho? Lo retiro. Desde el principio del todo... Vamos...
La agarra levemente por un codo y la ayuda a cruzar. Luego vuelve a soltarla. Marlene avanza relajada, con paso firme. Cómoda.
—Eres exactamente como aquel perro. Él me trajo hasta aquí.
Alberto hace como que no la oye y sigue caminando. Al cabo de unos segundos le contesta, como si hubiera estado pensando qué podría decirle a aquella mujer sobre su ya célebre perro de bronce.
—Lo vi un día andando por la calle. No puedo decir exactamente dónde. Iba pegándose a las paredes, como buscando refugio. Llovía a mares. Me sentí muy cerca de aquel animal...
—Cuando lo vi en Nueva York me quedé impactada. Recuerdo que cuando ya salía del museo tuve que volver a atravesar otra vez todas las salas para volver a verlo. Por encima de todo lo que había visto, aquel perro se me quedó fijo en la mente... Lo primero que pensé cuando lo vi fue que el artista que lo había creado debería ser alguien muy triste...
Marlene y Alberto entran de vuelta en Hippolyte-Maindron. Va quedando menos luz de tarde. La conversación del perro parece zanjada con un enorme silencio que la actriz rompe finalmente casi en la puerta misma del taller.
—¿Quién fue este Hyppolyte... no sé qué...? ¿O es el nombre de un pueblecito de las afueras al que podía llevarte esta calle?
—Fue un escultor. Tiene obras por toda la ciudad. No podrías distinguirlo de otro cualquiera por su obra. Si ves un bigote de un matemático esculpido por él no sabrías decir si lo ha hecho Hyppolyte-Maindron o una señora viuda con talento en su segundo año de clases de escultura para viudas. Pero me hubiera gustado conocer a ese tipo. Por unos pocos años no nos cruzamos. Habérmelo encontrado un día y preguntarle: “¿Qué tal vas? ¿Has conseguido ya algo?”. Y que me lo explicase todo. Todo. Cómo se consigue llegar a algo con esto de la escultura. A alguna conclusión... ¡A un dedo al menos! Es curioso todo este ciclo del nacer y del morir, del pasar desapercibido o brillar de éxito hasta reventar como una estrella... Quién sabe qué grandes figuras de la humanidad están ahora tomando el pecho de su madre. Alguno habrá que podría hacer exactamente lo que yo trato de hacer sin conseguirlo. Tiene que haber un niño en algún jardín de infancia que, con un poco de entrenamiento, sea capaz de acabar por fin con todo esto...