Diario de la pandemia - Rachele Airoldi - E-Book

Diario de la pandemia E-Book

Rachele Airoldi

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Beschreibung

Entre el 28 de marzo -días después de que la OMS declarara al nuevo coronavirus y al covid-19 (la enfermedad derivada de aquél) como una pandemia- y el 30 de junio de 2020, la Revista de la Universidad de México convocó a más de 100 escritoras y escritores, de entre los más relevantes de la actualidad, a relatar sus experiencias en medio de un contexto mundial inédito, marcado por el temor y la zozobra, pero también por la esperanza y la empatía. El resultado es un testimonio polifónico que, desde diversos puntos del orbe, da cuenta del día a día en medio del aislamiento, la incertidumbre y el dolor.

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Índice
Nota editorial

Guadalupe Nettel

Presentación. Tiempo de virus

Jorge Volpi28/03-30/06, 2020

Desde el Carnaval de Venecia 2020 (La máscara)

Rachele Airoldi

El reino ermitaño

Verónica González Laporte

No hay nadie en casa

Santiago Roncagliolo

El baile de los que sobran

Alejandra Costamagna

Funámbulo sin cable de protección

Mario Bellatin

Ministros, comisionistas y vagabundos

Marcos Giralt Torrente

Los náufragos

Pedro Mairal

Butman

Chiara Valerio

Viruses, marzo 31

Martín Caparrós

La plaga número 11

Gina Zabludovsky Kuper

El Poble Sec vacío y límpido

Robert Juan-Cantavella

Del verbo tocar: Las manos de la pandemia

Cristina Rivera Garza

Un estruendo silencioso

Felipe Restrepo 87 Pombo

Primera entrega de mi cuaderno de confinamiento

Cristina Morales

Exilio en la calle principal

Julián Herbert

Jair Bolsonaro: masas, virus y poder

Fábio Zuker

La ansiedad

Mariana Enriquez

Final del viaje

María Soledad Pereira

Otro afuera

Carolina Sanín

Querida Eula Biss

Jazmina Barrera

El conejo encabeza la encuesta

Nina Yargekov

Wounda

Eduardo Halfon

A una niña le duele el costado

Ximena Ramírez Torres

Leve memoria

Margo Glantz

La cuarentena de mi madre y el virus de la impunidad

Javier García Bustos

Miedo y cybersexo

Wenceslao Bruciaga

La máquina paró

Gabriela Alemán

Aquí

Yásnaya A. Elena Gil

Marzo-Abril 2020

Pedro Juan Gutiérrez

La imposible dedicatoria

Paul B. Preciado

Más se perdió en la guerra

Daniel Alarcón

Jugar a los neandertales

Marta Sanz

Pst… Eso ya estaba allí

Óscar Martínez

No dejaremos nunca más que nos roben nuestra vida

Annie Ernaux

Respiraciones

Daniel Saldaña París

Silencio

Katia D’Artigues

El algoritmo detenido

Luisgé Martín

Miedo

Luisgé Martí

Síntomas

Luis Chaves

Allá afuera hay monstruos

Edmundo Paz Soldán

Mi abuela de 104 años no quiere saber nada de ninguna pandemia

Ondjaki

El patio y el pueblo

Víctor Alfonso Moreno

Allá afuera

Irmgard Emmelhainz

El año de la rata

Armando Maldonado

Duelos

Luciana Sousa

Nada parece tan antiguo como el pasado reciente

João Paulo Cuenca

Multitud

Alejandro Zambra

Sobre vivir juntos

Lina Meruane

El tiempo suspendido

Guadalupe Nettel

El mejor año para iniciar una editorial

Jacobo Zanella

¿Qué hay de postre, papá?

Pedro Strukelj

Caduco mientras escribo

Paula Piedra

Cartón corrugado

Kirvin Larios

Prefiero no pensar en eso por el momento

Joca Reiners Terron

Un rayo de sol

Yael Weiss

Contrainforme del coronavirus

Javier Cercas

Oídos sordos

Rosa Beltrán

Guayaquil

María Fernanda Ampuero

Mapas negros

Rodrigo Hasbún

Escenas de un mundo hospitalario

Jesús Ramírez-Bermúdez

Yo, Pájaro

Nell Leyshon

Corona

Nick Flynn

El retorno de los viejos

Bruce Swansey 326

La covid-19 en Blanco Trópico

Adrián Curiel Riv

Miedo derretido

Martha Bátiz

El alma del señor Yoshio Tateishi

Fernando Iwasaki

Del correcto aseo de los dientes

Benjamín Cann

Visión del enclaustrado

Alberto Manguel

Por el gusto de fastidiar/divertirme

Jen Calleja

Minidiario de pandemia en tres actos

Andrés Neuman

Nadie es una isla

Bruno Arpaia

¿El futuro será esto?

Adolfo García Ortega

Ultrafalso

George Zarkadakis

Mis días felices en el infierno

Sergio Ramírez

Lo que cabe en un paréntesis

Piedad Bonnett

La cola del tigre

Eduardo Berti

Pandemónium

Claudia Amengual

Carta de Boston (desde el encierro)

Pedro Ángel Palou

Charleston/México: una realidad alterna

Eloy Urroz

¡Próspero año nuevo para todos!

Lucílio Manjate

En la covid19

Ana Pellicer Vázquez

La naturaleza como Grand Finale

Luis Felipe Lomelí

Cuatro escenas de una cuarentena en Montevideo

Ramiro Sanchiz

Tuitcciones

Juan Carlos Méndez Guédez

Travesías inmóviles

Carlos Franz

El curioso caso de dos niñas, tres aeropuertos y una pandemia

Alejandro Estivill

El halcón y el perrito

Héctor Hoyos

Cotidiano interruptus

Monique Zepeda

No puedo respirar

Mayra Santos-Febres

De las cosas que dejamos

Santiago Gamboa

Aunque no lloren

Ricardo Chávez

Manuscrito encontrado en una sesión Zoom

Carlos Cortés Zúñiga

jueves, lunes

Sergio Chejfec

El último pinguero

Rubén Gallo

Hemos perdido a un amigo, y todo sigue igual

Karolina Ramqvist

La medida de lo posible

Elisa Díaz Castelo

A las ocho y veinte

Juan Aurelio Fernández Meza

Encierro

David Villanueva

Fragmentos desde el encierro

Gabriela Ardila Chausse

Más de cuarenta días

Luz Ángela Cardona

Último viaje

G. Jaramillo Rojas

La voz pública en tiempos del covid-19

Andrea Ruiz González

Un refugio durante la pandemia

Gema Mateo

Juntos en casa

Claudia Incháustegui López

El pianista

Mario Morales

Día 1455

Efraín Villanueva

Primera jornada

Saúl Juárez

No playa

Abraham Truxillo

Los poetas y la ciudad de los leprosos

Jeyver Rodríguez

Infancias virtuales

Gabriela Frías Villegas

Incertidumbre

Martina Forchino

Desescalar

Rocío Wittib

La generación de las plazas vacías

Rafael Mendoza Torres

Crisis de humanidad

Cristóbal León Campos

Un deseo al aire

Flor Yáñez

Entender lo inentendible

Alejandra Ibarra Chaoul

Del Cauca y sus silencios

Catalina Sierra Rojas

(…)

Mariana Flores Lizaola

Detén tu tiempo, Ratón

Paola Ojeda

El deseo, las muertes

Casamayor-Cisneros

Catorce cuadernos de una actriz encerrada

Renata Moreno

Libro de las Lamentaciones

Darío Rodríguez

El hastío de la palabra nariz

Ivonne Laus

Tratamiento contra el polvo

Irasema Fernández

Un pan recién horneado en la pantalla

Víctor A. Mojica

Una cuarentena verde

Orlando Mazeyra Guillén

Noticia de mis cosas

Ana Laura Magis Weinberg

Andar a tientas en la oscuridad

Eduardo Cerdán

Capitalopandemia

Alberto Navarro

Hora de comer

Estefanía Ibáñez

Semblanzas
Aviso legal

El Diario de la pandemia se escribió durante los primeros meses de zozobra y confinamiento que experimentó el mundo entero tras la propagación del coronavirus. Todos los días, desde finales de marzo hasta el 30 de junio, más de 100 escritores mandaron a la Revista de la Universidad de México estos textos urgentes e inmediatos donde expresaban su angustia, su desazón, sus observaciones acerca del periodo extraordinario y oscuro por el que atravesamos, para que los publicáramos en la versión digital de nuestra revista.

Este libro reúne ensayos tan lúcidos y elocuentes como “Del verbo tocar: Las manos de la pandemia y las preguntas inescapables”, firmado por la mexicana Cristina Rivera Garza, hasta testimonios de honestidad lacerante como “La ansiedad”, de la argentina Mariana Enriquez. Se trata de una serie de ventanas a distintas ciudades —como Buenos Aires, Sevilla, Montreal, Berlín, Managua, Estocolmo, México, París, Bogotá y Saltillo, entre muchas otras— desde donde escritores de diversas edades, lenguas y culturas contaron sus experiencias ocurridas desde lugares secuestrados por el dolor y el miedo. Agradecemos a todos ellos haberse tomado el tiempo y el esfuerzo para contribuir a esta obra conjunta que dejará un testimonio revelador. También agradecemos a los autores espontáneos que, inspirados por estas contribuciones cotidianas, sumaron su voz desde la sección “Balcones”, creada con el propósito de que ninguna vivencia quedara excluida de esta obra colectiva.

Nuestro deseo es que este libro contribuya a que nunca se olvide lo que aprendimos durante este periodo. Si la pandemia nos ha enseñado algo es lo importante que resulta para los seres humanos estar cerca unos de otros, el dolor de la lejanía y la responsabilidad que cada uno tiene sobre la desgracia y el bienestar de los demás. Sólo los esfuerzos conjuntos podrán garantizar nuestra sobrevivencia y —esperamos— el tránsito hacia un mundo más igualitario y más consciente.

—Guadalupe Nettel

Tiempo de virus

Jorge Volpi

La peste pasará, los libros en el tiempo amarilloseguirán tras las hojas de los árboles.Eugenio Montejo

1. Contagio

Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del apocalipsis viral. Pocas metáforas han alimentado tanto los miedos del siglo xxi como aquellas derivadas de la biología y en particular de la epidemiología. De pronto, los complejos nexos que hemos ido descubriendo en todos los ámbitos en estos azarosos y desconcertantes tiempos de capitalismo tardío parecen necesitar de este lenguaje para explicar sus desafíos. Decenas de series y películas —de Contagio, de Steven Soderbergh a Doce Monos, de Terry Gilliam, pasando por todo el orbe de zombis que va de TheWalking Dead a Guerra Mundial Z— han retratado este pavor que ahora por fin parece encarnarse en la epidemia del nuevo SARS-CoV-2.

Medio vivos y medio muertos, los virus, formados con trozos de material genético recubiertos por una membrana y cuyo único objetivo parece ser reproducirse enloquecidamente, se han convertido en nuestra más grande amenaza, pero también en nuestro mayor anhelo. Trasladándolos del ámbito de las ciencias naturales a la informática, les hemos dado su nombre a esos programas malignos que desquician nuestros aparatos tecnológicos y decimos que se vuelve viral cualquier información que de pronto estalla en redes sociales. También a las células terroristas y a los migrantes hemos querido tratarlos como virus, elementos patógenos que llegan a nuestros países con el único objetivo de invadirnos.

Nuestros mayores enemigos se comportan como virus, están allí, agazapados en algún lugar, hasta que de pronto —como el coronavirus que salta de un murciélago y un pangolín a un humano—, paralizan medio mundo. Virus y zombis, los dos emblemas de nuestra época. El elemento externo que nos inocula desde dentro y los monstruos en los que nos transmutamos: seres desprovistos de voluntad, medio vivos o medio muertos, incapaces de tomar decisiones, obsesionados únicamente con devorarnos unos a otros. Algo semejante a lo que nos ocurre a diario en las redes sociales, donde nos convertimos en estos mismos caníbales descerebrados.

2. Covid-19 y sus metáforas

Miedo al otro. Pánico a las multitudes y a las aglomeraciones. Individualismo exacerbado. Desconfianza hacia las autoridades. Teorías de la conspiración sobre el origen de la pandemia. Teorías de la conspiración sobre el número de infectados. Recuento diario de enfermos y muertos, como en una guerra. La guerra como estrategia política. Fascinación morbosa ante la curva epidémica. Falta de información. Exceso de información. Y, por supuesto, el encierro. Cada uno en su propio país, en su propia ciudad, en su propia casa. Confinamiento voluntario y luego obligatorio. Estados de emergencia y excepción. Fronteras clausuradas. Suspensión de vuelos. Aislamiento frente al resto del mundo. Nacionalismo como legitimación de las medidas extremas. Xenofobia. Expulsión de los extranjeros. La calle como peligro. El mundo virtual como única conexión con el exterior. Aburrimiento, acedia, apatía, depresión. Aumento de la violencia intrafamiliar, de la violencia de género y del abuso infantil. Nuevas formas de convivencia.

Como advertía Susan Sontag en su visionario La enfermedad y sus metáforas (1978), que daba cuenta de la forma de referirnos a los afectados por la tuberculosis y el cáncer, y posteriormente en su El sida y sus metáforas (1989), lo peor que podemos hacer ante un padecimiento clínico es asociarlo con el carácter de quien lo sufre. En vez de ello, deberíamos pensar que cualquier enfermedad, como la producida ahora por el SARS-CoV-2, es sólo eso y no un cúmulo de imágenes que nos llevan a actuar frente a ella y quienes la padecen a partir de nuestros prejuicios. La tarea de reducir a su carácter puramente científico este nuevo coronavirus se torna, sin embargo, ilusoria. Tan misterioso como amenazante, tendemos a antropomorfizarlo, a cubrirlo de significados y luego, de modo irremediable, a politizarlo al extremo.

En este ambiente, florece el miedo y en particular el miedo hacia los otros. Y si esos otros son un poco distintos, extranjeros en particular, más aún. A fin de cuentas, el virus ha llegado hasta nosotros desde la remota China traído por viajeros irresponsables: es un mal que, como quiso insinuar Trump, viene de fuera para despedazarnos por dentro. La distancia social para evitar el contagio se transmuta en cuarentena —otro término lleno de connotaciones apocalípticas—, cerramos nuestras fronteras creyendo que esa medida va a protegernos y, entretanto, desconfiamos de todo lo que se nos dice. El covid-19 nos lanza hacia una nueva era, aún incierta y desasosegante que nos transformará a todos, por unos meses, en hikikomoris. Seres obligados a pensarnos de nuevo en este largo viaje alrededor de nuestros cuartos.

3. Distopía

A fuerza de imaginarla, de ver o leer historias de asteroides mortíferos, invasiones alienígenas, inundaciones o sequías, simios o robots rebeldes, misteriosas epidemias, por fin vivimos una distopía. Un virus desconocido que se extiende por el mundo como el fantasma de Marx —con mayor efectividad— decidido a destruir las sociedades que hemos amalgamado en los últimos decenios. La alarma es legítima: las cifras de contagiados y muertos deberían acentuar nuestra empatía hacia las víctimas y quienes las atienden. Pero, como suele ocurrir en los blockbusters hollywoodenses de catástrofes, la respuesta de nuestros políticos ha sido tan improvisada como caótica. Por más que virólogos y expertos intentaron prevenirnos sobre una posible pandemia, las acciones de las autoridades oscilan entre la improvisación, la prisa y el pánico. Nadie sabe cómo combatir el mal y las soluciones, en teoría apoyadas por la evidencia científica, nos lanzan a nuevos abismos de incertidumbre.

Como en toda distopía, el peligro extremo invoca medidas extremas. De pronto, en Occidente vemos a China con tanta suspicacia como envidia. Si sus dirigentes lograron “aplanar la curva” —frase típica del newspeak de esta era— fue porque impusieron la reclusión como sólo puede hacerlo una nación totalitaria. Y de pronto vemos a países que son ejemplos de democracia instaurando estados de emergencia unilaterales, sin el consenso de sus parlamentos. No se trata tanto de cuestionar las medidas, como su origen: decisiones de los ejecutivos sin la menor discusión pública.

Y, si no envidiamos a China, anhelamos ser Corea. Un sitio donde se “aplanó la curva” gracias a una app que reporta la temperatura de los ciudadanos —así como sus datos personales— a la autoridad. Una nueva distopía: la vigilancia de los cuerpos —una pesadilla de Foucault— a través de la tecnología. Insisto: no se trata de cuestionar el encierro, sino de señalar las tentaciones autoritarias que lo envuelven. Y, si no, veamos algunas conductas en España o Italia: vecinos que denuncian a sus vecinos a la policía por salir a correr o a pasear al perro con el celo propio de agentes de la Stasi.

4. Políticas del virus

No sabemos si son parte de la vida o solo se aprovechan de la vida, pero sí que los virus son, en esencia, información. Son diminutas máquinas ciegas que se limitan a ejecutar órdenes. No deja de resultar paradójico que uno de estos obcecados programas —para colmo dotado con un gran talento para viajar de un ser humano a otro— se haya convertido en la mayor amenaza para nuestra sociedad de la información.

Jamás había ocurrido algo semejante. Epidemias y plagas abundaron en el pasado, pero en sociedades cuyos contactos con otras civilizaciones eran pequeños o nulos y donde la información fluía con enorme lentitud. Por ello el covid-19 luce como la enfermedad prototípica de la globalización neoliberal: un padecimiento que parece provenir de la esencia misma de la cultura que hemos construido en los últimos 30 años y que se vuelve contra ella misma.

Con la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, concebimos un mundo que aspira a ser un mercado: intercambios comerciales —y de información— sin fronteras nacionales, reservadas sólo para las personas. Un mundo donde el estado ha quedado reducido al mínimo y donde hasta los servicios públicos terminan en manos privadas. Un mundo de frágiles democracias y gigantes autoritarios como China. Un mundo donde prima el egoísmo y se desdeña la solidaridad. Un mundo donde unos cuantos concentran casi todo el poder y la riqueza. Un mundo obscenamente desigual.

Este es el mundo que a la vez encarna y pone en peligro el coronavirus. Lo primero que hemos visto ha sido un inesperado resurgimiento de los estados nacionales: cada país —y a veces cada región— ha tomado las medidas que ha querido sin ponerse de acuerdo con sus vecinos. Poco importa que el SARS-CoV-2 nos ataque a todos por igual: desenterramos la añeja idea de que, para protegernos, basta un cierre de fronteras. La tentación por mantener las restricciones a la movilidad, de por sí acentuada con la crisis migratoria global —con sus cargas añadidas de racismo y xenofobia—, será difícil de combatir.

La evidente debilidad de nuestros sistemas de salud apunta, por suerte, en la dirección contraria: ¿qué político se atreverá, a partir de ahora, a proponer nuevos recortes al estado de bienestar? Pero quizás esta sea la única melladura en el modelo neoliberal: incluso con la gigantesca recesión que se avecina, no se vislumbran otros remedios que los aplicados ya durante la crisis de 2007-2008: una reconstrucción que sólo beneficiará, de nuevo, a los más ricos, transfiriendo enormes cantidades de recursos de la clase media a las empresas. Lo peor que puede ocurrirnos, al final de la pandemia, es que permitamos que el nuevo mundo esté hecho a imagen y semejanza del covid-19.

5. Encierro

Frente a la enfermedad, el encierro. Desde la antigüedad sabemos que el mayor peligro durante una epidemia somos nosotros mismos. Mucho antes de que descubriésemos el avieso poder de los virus, ya habíamos aprendido a aislarnos unos de otros. De la plaga de Atenas reportada por Tucídides a la influenza española, pasando por la peste negra, el remedio ha sido el mismo: el enclaustramiento en la propia casa y, de ser posible, en la propia habitación. Para romper la cadena de contagio se impone quebrar justo esa compleja red de vínculos que nos convierte en humanos.

Desde que se inició la pandemia de covid-19, hemos regresado al medievo. Ante un patógeno frente al cual no tenemos defensas naturales no queda, otra vez, sino el encierro, sólo que ahora no lo aliviamos contándonos un cuento cada día, sino con los mil cuentos de la red, la radio o la tele. Parecería que, tras milenios de enfrentarnos a las enfermedades contagiosas, no hemos avanzado nada. Si pudiésemos vernos desde el futuro, como ahora miramos a los supervivientes de la peste, el juicio sobre nuestra respuesta a la pandemia de 2020 debería ser mucho más severo.

Aunque se nos diga que esto era inimaginable, las sociedades más desarrolladas de la historia son responsables del desastre. En primer lugar, porque también somos las sociedades más desiguales de la historia, lo cual provoca que el encierro no sea equivalente para todos. Cada año mueren 9 millones de personas por hambre o enfermedades asociadas con el hambre, aunque se trata de 9 millones que a nadie le importan. Si cerramos el planeta entero por el covid-19 es porque afecta, en cambio, a las élites. Élites dispuestas a encerrarse a cal y canto en sus hogares mientras —igual que en la Edad Media— millones de desafortunados mantienen la producción y el abasto de bienes y servicios indispensables para sobrevivir cómodamente al arresto. Si el encierro es el infierno, en sociedades tan inequitativas como las de América Latina, también es un privilegio.

6. Suspensión animada

Cuando los neurocirujanos estiman que un paciente corre peligro de sufrir graves daños cerebrales, optan por una medida extrema: la administración de barbitúricos para causar un coma inducido. La idea es disminuir la presión intracraneal a cambio de postrar al sujeto en un profundo estado de inconsciencia. No es una metáfora descabellada afirmar que las decisiones de nuestros poderes médicos y políticos frente a la pandemia obedecen a una estrategia semejante: paralizar casi por completo nuestras sociedades —los sectores que no se consideran esenciales, y en particular los vinculados con el pensamiento— a fin de reducir la velocidad de contagio.

Frente a la imposibilidad de reunirnos en aulas y auditorios, teatros y salas de conciertos, o en la vía pública, nos hemos conformado con trasladar estas disciplinas al entorno virtual. Miles de profesores y alumnos se reúnen a diario en diversas plataformas, mientras las instituciones culturales han creado raudos programas en línea, que van de recorridos por galerías y museos a obras teatrales omusicales por Zoom a concursos literarios, escénicos o cinematográficos, generando una sobreoferta con la que hemos querido llenar, un tanto neuróticamente, nuestros vacíos recintos analógicos.

Poco antes del estallido de la pandemia —ahora nos parece tan lejano—, las manifestaciones feministas clamaban por un nuevo orden global. Como tantas, esa lucha también ha quedado en suspenso. La disidencia en redes sociales —espacios privados, a fin de cuentas— no tiene el mismo impacto sin su correlato real. Ante la magnitud de la tragedia, los políticos nos exigen unidad, no crítica. No debemos resignarnos: aun confinados, nos corresponde mantener el espíritu contestatario frente a todas las acciones del poder. De otro modo, regresaremos de este coma con un irreparable daño cognitivo.

7. Conejillos de Indias

¿Y si los encerramos a todos en sus casas? ¿Y si durante semanas o meses les impedimos salir a la calle? ¿Y si cerramos sus bares y restaurantes, sus escuelas y universidades, sus parques y centros deportivos, sus cines, teatros y salas de conciertos? Estas malignas preguntas, que parecerían provenir de una novela de Stanislaw Lem o de Ursula K. Le Guin —o, en otro extremo, de Kafka—, son ahora parte de nuestra realidad cotidiana. De pronto, los seres humanos nos hemos convertido en cobayas de un gigantesco experimento social cuyas consecuencias sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes son incalculables.

Cada día sabemos más del virus y cada día nos damos cuenta de lo poco que sabemos. No hay duda de que circula de una persona a otra a partir de las gotas que expelimos al hablar, toser o estornudar o de los objetos que tocamos: esta certeza nos ha enclaustrado. Pero la variedad de medidas implantadas en cada sitio, en teoría dictadas bajo criterios técnicos, demuestra que nadie sabe bien qué hacer. Ni siquiera sabemos cuántos infectados hay en el planeta.

Somos conejillos de Indias que, obligados a permanecer entre cuatro paredes —la mayor parte de la humanidad dispone de unos pocos metros cuadrados frente a quienes se distraen o ejercitan en patios o jardines—, de seguro seremos estudiados por los científicos del futuro como una anomalía cuyos desperfectos —depresión, ansiedad, obesidad, paranoia o simple miedo— definieron la tercera década del siglo xxi.

8. Sobrevivir (o no)

Cada crisis —económica, política, social— genera un gran número de perdedores, naciones tanto como empresas e individuos, pero también provoca que, quienes mejor se aprovechan de las circunstancias o de sus ventajas competitivas, salgan ganando del desastre. Ahora que estamos sometidos al feroz ataque de un virus que parecería empeñado en usarnos como medio de cultivo, nos volvemos más conscientes de los férreos dictados de la evolución: quienes mejor se adapten sobrevivirán y quienes no sean capaces de hacerlo correrán el riesgo de extinguirse.

La metáfora evolutiva, tantas veces sacada de contexto, adquiere hoy inquietantes resonancias. Así como este coronavirus logró saltar de animales a humanos, adaptándose para vencer a nuestro sistema inmune —o para volverlo contra nosotros mismos—, unas cuantas compañías y unos cuantos países han sabido valerse del caos para obtener incalculables beneficios. Cuando salgamos del encierro —cuando contemos con una vacuna o nos hayamos inmunizado en masa, con la vasta cantidad de muertes que esta opción conlleva—, el mundo no será exactamente el anterior y los más aptos —que no los más fuertes— habrán aumentado drásticamente su poder o su riqueza.

A los grandes perdedores de la pandemia los reconocemos de inmediato, pues son los mismos de siempre: en el reino de la desigualdad provocado por el neoliberalismo, los más pobres continuarán sufriendo más. Algunas estadísticas ya lo demuestran: en Estados Unidos, la tasa de infecciones y muertes es mucho mayor entre afroamericanos y latinos que entre caucásicos. La razón, por supuesto, no es racial: tiene que ver con los recursos y el acceso a los sistemas de salud. Pronto, en América Latina y África los más desprotegidos enfrentarán idéntica suerte y, como siempre, serán los más afectados por la crisis.

En términos económicos, millones de empresas, grandes y pequeñas, sufrirán, se extinguirán o se volverán irrelevantes —del sector inmobiliario a la industria automotriz y del turismo al entretenimiento y la cultura—, mientras las industrias tecnológicas incrementan alarmantemente sus ingresos. Amazon, denunciado en Francia por no proteger a sus trabajadores, ya ha hecho de Jeff Bezos el hombre más rico del planeta. Google, Microsoft o Facebook se consolidan como poderes omnímodos a los que recurren los desgastados gobiernos nacionales en busca de auxilio. Y lo que mejor saben hacer, por desgracia, es vigilarnos y comercializarnos.

9. Libertad condicional

Para unos, es la prueba de la eficacia del gobierno a la hora de atender la pandemia; para otros, la comprobación de sus mentiras o sus fallos. La misma estadística, fría y seca, usada a conveniencia. Si la ciencia aspira a ser objetiva, sus interpretaciones jamás lo son, y menos todavía sus usos políticos. Así como los nazis exigían una ciencia alemana opuesta a la ciencia judía o los soviéticos impulsaban, con Lysenko, una evolución proletaria, amparada en la cooperación al interior de la misma especie, contraria a la biología capitalista que aseguraba la ávida competencia, en cualquier momento la ideología es capaz de nublar cualquier argumento técnico.

Luego de esta larga cuarentena, el imperioso regreso a la normalidad, o a esa precaria normalidad que llamamos nueva, ha comenzado a asociarse con la derecha —en Estados Unidos, la enarbolan los republicanos—, mientras que la necesidad de mantener la reclusión y la distancia adquiere tintes de izquierda —y es defendida con ardor por los demócratas. Ambos grupos se valen, en teoría, de los mismos datos para justificar sus apuestas. Una vuelta inmediata, incluso cuando las infecciones continúan su curso, luce, así, como una medida típicamente neoliberal, pues privilegia la economía y el lucro sobre salvar vidas, mientras que posponerla parecería una medida progresista impulsada por la solidaridad hacia los más vulnerables.

¿Cuántas muertes de ancianos o enfermos crónicos provocará un intempestivo regreso? ¿Basta con haber “apla-nado la curva”, es decir, con descargar un poco la presión sobre nuestros sistemas sanitarios, para reabrir la temporada de contagios? ¿Para qué este duro encierro si habremos de clausurarlo sin poder anticipar las consecuencias? Ninguna economía resistirá un confinamiento más largo, pero, ¿ello basta para apresurar su reactivación? Los científicos advierten sobre la posibilidad de una nueva y más mortífera ola de contagios en el otoño o de brotes periódicos que obligarán a nuevas medidas de aislamiento. En este periodo de incertidumbre, lo más probable es que nuestra ansiada libertad vaya a ser sólo condicional.

10. En coma

Teatros sin actores ni bailarines. Salas de conciertos sin músicos. Y sin público. Cines y salas de arte sin espectadores. Museos y galerías sin visitantes. Librerías sin lectores. En todo el mundo estos lugares fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en reabrir. El confinamiento ha significado para millones de artistas y trabajadores del arte —técnicos, taquilleros, vigilantes, personal de limpieza, custodios, acomodadores, libreros— no sólo la suspensión de sus proyectos, sino la drástica pérdida de sus ingresos. Y, para incontables empresas culturales —espacios independientes, editoriales, distribuidoras, productoras, promotoras de eventos— el riesgo de desaparecer. Las pérdidas no se limitan, además, a sus participantes directos, sino a las sufridas por la hostelería, la restauración y el turismo.

De un día para otro, creadores, técnicos y administrativos de la cultura se vieron obligados, entonces, a traducir sus actividades al mundo virtual. Unos cuantos ya se dedicaban a producir obras pensadas específicamente para los medios digitales, pero la mayoría debió reconvertirse a toda prisa para intentar salvar sus ingresos o su contacto con el público. El esfuerzo sin duda ha ayudado a que incontables personas atraviesen de mejor manera la cuarentena, pero también nos deja un amplio hiato de reflexión sobre cómo utilizar responsable y creativamente la tecnología, cómo no sucumbir a su agenda oculta —las plataformas son privadas y comercian cínicamente nuestros datos— y cómo combinarla con las actividades presenciales que seremos capaces de organizar cuando termine este periodo de incertidumbre.

Ofrecida como servicio altruista, esta avalancha de actividades virtuales ha sido mayormente gratuita, lo cual ha redundado en un claro beneficio para la sociedad, pero ha acentuado la crisis económica de sus creadores, quienes en buena parte de los casos han sido mal remunerados por su trabajo o de plano no han recibido ninguna compensación por él. En países avanzados, donde los trabajadores de la cultura cuentan con seguridad social y seguro de desempleo, el problema ha sido menor, pero en lugares como México ha significado un profundo deterioro en sus condiciones de vida.

Si de por sí en los países en desarrollo los artistas están mal pagados, la pandemia los ha colocado en una situación insostenible aun cuando son el motor del que depende no nada más el desarrollo intelectual o emocional del orbe, sino un sinfín de empleos. Quien piense que la cultura no es una actividad esencial en tiempos de pandemia yerra por completo. Se trata de un sector vulnerable, como tantos otros, que necesita del apoyo de todos —es decir, del Estado. La cultura genera incontables trabajos y recursos para el país, un argumento que debería bastarles a nuestros gobernantes para apoyarla—, pero, por encima de todo, nos torna verdaderamente humanos. Dejarla en coma representa condenarnos a padecer una enfermedad moral de la que tardaremos décadas en recuperarnos.

11. Empantallados

El trabajo cotidiano, a través de la pantalla. Clases, cursos y talleres, a través de la pantalla. Charlas con amigos, a través de la pantalla. Visitas a padres y abuelos, a través de la pantalla. Fiestas y celebraciones, a través de la pantalla. Conciertos, funciones de danza y teatro, a través de la pantalla. Visitas a museos y exposiciones, a través de la pantalla. Recorridos por parques y jardines, a través de la pantalla. ¿Bodas y entierros? También a través de la pantalla. Todo ello sumado a lo que, en el mundo de antes, ya muchos hacíamos a través de diversas pantallas: abismarnos en toda clase de videos y películas, roer noticias, chatear con conocidos y desconocidos, husmear en las redes sociales de los otros, exhibirnos en nuestras propias redes sociales, leer artículos y hasta libros, jugar o presenciar juegos ajenos, buscar o practicar sexo.

De pronto, el virus aceleró nuestra condición de prisioneros virtuales: si el contagio son los otros, nada mejor que una barrera, un muro o un filtro irrompible capaz de protegernos. En vez de las cuatro paredes de una celda tradicional, nos enclaustramos entre cuatro pantallas: las de nuestros celulares y tabletas, la de la computadora y la de la televisión (la pandemia nos obligó a renunciar a la quinta, la de las salas de cine). La pantalla aspira a ser frontera, pero se trata de una frontera porosa, como las membranas celulares: no permite el paso del SARS-CoV-2, sin duda, pero sí de esos otros virus, las ideas e imágenes que nos invaden a diario.

La pandemia, lo sabemos, ensancha las desigualdades, de modo que, mientras millones han de conformarse con el mundo analógico o con una pequeña pantalla con cobertura o datos mínimos —la precariedad digital—, nosotros apenas nos permitimos descansar de ellas unos minutos al día. Si ello ya era una tendencia, acentuada en millenials y centenials, hoy el confinamiento lo justifica todo. El recuento de nuestras horas en pantalla que cada domingo cintila en nuestros teléfonos inteligentes sería el equivalente de los palitos y diagonales que los presos de ataño arañaban en sus calabozos.

Como cualquier espejismo, la pantalla nos hace creer que estamos afuera, que en verdad interactuamos con nuestras familias y amigos, que cada una de esas sesiones en verdad nos acerca a los demás, y ello basta para que les entreguemos nuestras almas. Si no la vida eterna, se nos concede este remedo de vida que poco a poco se transforma en la vida. Al término de este encierro, cuando —soñamos— al fin nos salve una vacuna, habría que hacer el recuento de cuántas horas pasamos aquí, frente a este espejo de doble cara, mirándonos a nosotros mismos mientras creemos mirar el universo.

Hay quien piensa que, fatigados de tanta pantalla, en el momento de nuestra liberación correremos vertiginosamente hacia el mundo, que atiborraremos parques y las plazas, que nos derretiremos en reuniones familiares al aire libre, que pasearemos como nunca y nos volcaremos a aquellos espectáculos que se nos prohibieron estos meses, aparcando nuestros gadgets. Lo dudo: los primeros días escaparemos, pero lo más probable es que, como perros bien amaestrados, volvamos dócilmente a nuestros nuevos rediles virtuales. Todo ha conspirado para reeducarnos así: las indicaciones del poder médico tanto como la avaricia de las multinacionales tecnológicas, e incluso la buena voluntad de quienes auspiciamos el nuevo bombardeo de cultura digital.

Si ya casi lo éramos, la pandemia nos ha transmutado por completo en cibersiervos: sumisos esclavos de Facebook, Google, Microsoft, Twitter o Zoom, enriquecidos y empoderados a costa de los datos que voluntariamente extraemos para ellos segundo a segundo. Mientras tanto, el trabajo a distancia continuará introduciendo la explotación laboral en nuestros cuartos mientras no se regulen prácticas y horarios: teletrabajadores del mundo, uníos. No se trata de demonizar las pantallas —ya somos cyborgs— sino de mantenernos alerta: fuera de la cárcel virtual que tan diligentemente hemos construido en esos meses ha de haber algo más.

12. Postapocalipsis

Millones de personas contagiadas y cientos de miles de muertos. Millones de personas hacinadas en hospitales, atendidas por médicos y enfermeras con apariencia de astronautas. Y millones, literalmente millones, todavía arrinconados en sus casas, gastándose sus últimos ahorros, royendo sus postreras reservas, subsistiendo con los magros apoyos estatales —donde los hay—, aprovechándose de la buena voluntad de sus parientes y amigos, empeñando sus escasas pertenencias, llenando solicitudes de empleo sin respuesta, vendiéndose al mejor postor o mendigando por las calles.

Si las cifras de infecciones y decesos son tan gélidas como inclementes, las de la crisis económica se aventuran igual de escalofriantes: sin poder calcular aún su impacto global, los primeros datos nos acercan a la Gran Depresión de los años 20 del siglo pasado. Millones de historias que nos resistimos a contar, que nos resistimos a ver, de dolor, frustración, amargura y hambre. Y de una violencia que, en estas condiciones, sólo apunta a recrudecerse en un lugar ya completamente devastado a causa de la guerra contra el narco.

Hemos arribado al postapocalipsis. Si no somos capaces de reinventar nuestras sociedades, encontrando auténticos mecanismos de redistribución de la riqueza —sobre todo impuestos progresivos y, como ha insistido Thomas Piketty, a las grandes fortunas de hasta el 90 por ciento—, nos arriesgamos a que el sufrimiento, el rencor y la violencia nos desgarren por completo.

13. Diario

Cuando, como si fuera un líquido correoso, la pandemia ya había comenzado su rápida expansión por el mapamundi, impregnando China y, desde allí, Italia o España, y vorazmente el resto del planeta, la necesidad humana por narrar esta época desconcertante e inédita se volvió imperiosa. Frente a la sorpresa, el dolor o el miedo, las palabras se volvieron urgentes —artículos de primera necesidad— y la escritura y la lectura fueron redescubiertas como actividades esenciales. Ocurrían tantas cosas en tantas partes, y al mismo tiempo, en el encierro, tan pocas, que el diario se convirtió en el medio más natural para expresar la ansiedad, la esperanza o el asombro cotidianos.

Ante la imposibilidad de contar —o explicar— la conmoción total de la pandemia, al menos podíamos desmenuzarla poco a poco. A finales de marzo de 2020, Guadalupe Nettel y yo comenzamos a buscar a aquellos testigos que, desde distintos lugares del orbe y desde diversas perspectivas, estuvieran dispuestos a compartirnos una de sus jornadas de este tiempo extraordinario. Gracias a todos ellos —imposible mencionar aquí sólo unos nombres—, articulamos este diario colectivo, esta crónica parcial e interrumpida de este tiempo de virus.

Voces que, de Venecia a la Ciudad de México, de Manila a Medellín, de Seúl a Milán, de Luanda a Buenos Aires, pudieran abrir un resquicio de luz en medio de la tiniebla viral. Desde el 28 de marzo hasta el 30 de junio, algunos de los mejores escritores de nuestra época compartieron su experiencia, día tras día, en las páginas electrónicas de la Revista de la Universidad de México. Una suma de dudas y saberes, de guiños y reflexiones, de frustraciones y vislumbres ahora trasladados a este Diario de la pandemia. Un recuento, accidentado y frágil como la vida misma, de cómo la literatura nos impulsa a sobrevivir.

Además, un grupo de escritoras y escritores, jóvenes en su mayoría, complementa con sus reflexiones e impresiones este itinerario, asomándose desde sus balcones reales o imaginarios, eco perfecto que une generaciones distintas en ese extraño tiempo de virus.

14. Volver al futuro

2020. Un año sin año. Un año entre paréntesis. Un año borrado. Un año miniaturizado. Un año sin futuro. Desde que se inició la pandemia, nos hemos visto obligados a adaptarnos a un medio repentinamente hostil e impredecible, el mundo: a pertrecharnos en nuestras casas como refugios antiatómicos (los que tuvimos este privilegio), a asumir la calle como territorio enemigo y a los otros como espías encubiertos —los reptiles alienígenas de V, cuyos interiores virales ignoramos—, a reconvertir comedores o recámaras en severas oficinas, a administrar el largo tiempo que cada mañana nos queda por delante, a inventarnos rutinas para combatir la depresión o la demencia, a incrustar todas las actividades posibles en los escasos centímetros de una pantalla, a contemplar la diaria cuenta de infectados o muertos primero con horror, luego con desconfianza y al cabo con lamentable indiferencia, a batirnos obsesivamente en redes a favor o en contra del presidente, a acostumbrarnos a esta extraña vida que no era la vida.

En la inmediatez de la pandemia, durante este medio año nos privamos de futuro. De un modo u otro, enloquecimos. Y todavía hoy, cuando sin importar si los contagios se multiplican o si florecen nuevos brotes nos apresuramos a recuperar aquello que suspendimos o extraviamos, el porvenir luce igual de nebuloso, igual de inverosímil. Imposible asirnos a ninguna certeza excepto el pasmo reiterado, dominados por la sensación de que todo es endeble, provisional, tan efímero como la normalidad pasada que hoy nos resulta tan ajena. Asomamos las narices al exterior como perros apaleados, husmeando y retrocediendo, escamados y temerosos de enfrentar lo que hay más allá de nuestras verjas —de nuestros prejuicios y de nuestros celulares.

Soñamos con vacunas: el único antídoto frente a la incertidumbre absoluta, el remedio no sólo contra el covid-19, sino contra los temores acumulados en estas semanas de asumirnos domésticos ropavejeros. Asumimos que solo ellas nos devolverán no ya nuestras existencias pretéritas, consumidas por completo, sino el porvenir que la enfermedad canceló de tajo. Sabemos también, pese a que hurguemos las redes en busca de avances optimistas, que ésta no llegará —y sobre todo no llegará a todas partes— hasta el año próximo, en el mejor de los casos. Es nuestro mesías biotecnológico: el salvador que anuncia su próxima venida y nos concede un poco de fe —o de tenacidad— para cerrar los ojos al dolor y seguir adelante.

¿Y mientras tanto? Mientras tanto, como devotos de religiones escatológicas, la ansiosa, lenta espera. Recuperamos bulevares, jardines y playas con la sensación de nunca haberlos visitado, cada espacio libre sabe a recon-quista y se llena con el deslumbrante resplandor de las victorias. Porque en el fondo sabemos que son triunfos precarios: el virus puede reactivarse en una congregación o en una fiesta, en el transporte público o en una maquila-dora, y ello nos llevará a una espiral de confinamientos y liberaciones, confinamientos y liberaciones, el único esce-nario predecible por ahora.

¿Aprendimos algo en este medio año sin medio año? ¿Le dejó al mundo alguna enseñanza o lo veremos sólo como un episodio turbio y extravagante, aunque al cabo anodino, en nuestra marcha histórica? ¿Seremos capaces de soltar nuestros lastres —la oprobiosa desigualdad, nuestras múltiples y enredadas violencias, el rencor y el odio destilados por el encierro, la actual veleidad de nuestros líderes hacia la mentira— o, al revés, dejaremos que nos aplasten? Quizás no haya llegado el tiempo de abandonar nuestros cuarteles, el encierro físico que hemos padecido, sino el de escapar de las jaulas invisibles que hemos edificado a nuestro alrededor en este inconcebible 2020. Se impone escapar de nuestras toscas certezas abonadas por el aislamiento, la desconfianza y el pánico. Es hora de alzar la vista, comprobar que los demás —todos los demás— valen tanto como cada uno de nosotros, de confiar en que quienes piensan distinto no son nuestros enemigos y de imaginar —sí, de imaginar de nuevo— un futuro libre, justo, igualitario.

Desde el Carnaval de Venecia 2020 (La máscara)

Rachele Airoldi

Venecia,28 de marzo— Este año el Carnaval de Venecia fue testigo de la aparición de disfraces nuevos y originales. A las típicas máscaras brillantes de papel maché pintadas a mano por artistas venecianos en los pocos talleres tradicionales que aún persisten —y que buscan destacar entre una infinidad de tiendas chinas que venden copias baratas de plástico— se han añadido mascarillas de uso médico. También de ellas se ofrece a los compradores una amplia variedad, desde el clásico cubrebocas quirúrgico desechable hasta otros modelos con válvulas respiratorias, una o varias capas, FFP1 o FFP2. El debate sobre el carnaval en tiempos de pandemia fue muy apasionado y pronto se convirtió en el principal tema de conversación. En la plaza de San Marcos algunos turistas que no están dispuestos a renunciar a los festejos, pero tampoco a dejar de lado ciertas precauciones, pasean ataviados con ambas versiones: mitad rostro de arlequín y mitad Grey’s Anatomy. En cambio, algunos venecianos, fieles a la tradición, se disfrazan de médicos de la peste, con largos ropajes negros y máscaras blancas con picos muy apropiadas para los tiempos que corren. Así buscan restarle dramatismo al clima de preocupación que priva por las noticias que llegan de China sobre el coronavirus.

Al principio Venecia, la ciudad que inventó la cuarentena para enfrentar la epidemia de peste, no parecía muy preocupada, y con su tradicional espíritu goliardesco se tomaba las cosas con una pizca de ironía. La amenaza, en tanto, se aproximaba: de China a Lombardía y de Lombardía a Véneto. No se habían verificado los primeros casos cuando el número de presuntos infectados ya andaba por las nubes. Los venecianos criticaron la vacilación del alcalde, que no tomó medidas inmediatas; tal vez después del desastre del acqua alta, que puso de rodillas a la ciudad el pasado noviembre, esperaban rescatar el evento turístico más importante del año, pero a fin de cuentas hasta el espíritu juguetón dio paso a la inquietud y el Carnaval fue suspendido. En un instante las calles se vaciaron, las tiendas quedaron desiertas y las góndolas pasearon a los pocos turistas que se negaron a renunciar a unas vacaciones pagadas y soñadas meses antes. Luego llegaron las primeras órdenes ministeriales de cerrar escuelas, teatros, museos e incluso iglesias, se prohibió cualquier tipo de aglomeración y se ordenó mantenerse a distancia de los demás y lavarse las manos, únicas indicaciones que se dieron por televisión en medio de una cifra de contagiados que se agrava a cada instante y que crece de forma exponencial. Pero antes de los síntomas del virus se manifestaron los de la psicosis social. Los supermercados quedaron limpios como huesos y afuera de las farmacias se formó una cola de personas que se mantenían a la debida distancia una de la otra. Pronto se agotó el nuevo disfraz del carnaval: las máscaras fueron inconseguibles, lo mismo que el gel desinfectante y los guantes de látex. Cada acceso de tos es sospechoso. Un autobús que iba de Venecia a Milán fue detenido por los controles sanitarios a causa de un pasajero que denunció el estornudo del conductor. La gente tiene miedo y se encierra en su casa, y afuera un país entero se cierra por una semana. Todos son sospechosos.

No obstante hay obligaciones que no pueden posponerse: en este clima de alarma general murió un querido amigo de la familia. La prueba de laboratorio confirmó que la muerte ocurrió por causas naturales, pero esto no ha impedido que el “efecto virus” contagiara los ritos funerarios. La misa fue sustituida por una bendición simbólica, sólo algunos parientes pudieron entrar a la iglesia y en la plaza, donde nos reunimos para dar el último adiós y tratar, así, de salvaguardar al menos la dignidad del momento, un megáfono transmitía la voz del sacerdote. Naturalmente nadie se atrevía a abrazarse; apenas dábamos tímidamente la mano e intercambiábamos miradas que querían ser caricias.

Mientras tanto, el número de contagios siguió aumentando, y ahora el decreto prolongó la clausura y suspensión de la actividad por un mes, hasta principios de abril, a pesar de lo cual se manifiestan tímidos intentos de reanimación para evitar la parálisis total del país. Algunos locales reabren sus puertas tratando de contener las afectaciones económicas. Las universidades retoman parte de sus actividades en modalidad remota e incluso hay quien celebra su graduación vía Skype luciendo una corona de laurel en la sala de su casa. Los centros de las ciudades muestran señales de repoblación, pero la gente sigue desinfectándose compulsivamente las manos. El alarmismo sigue presente. Hacemos intentos confusos de retomar la vida normal, pero la verdad es que estamos muy perdidos.

Los medios no ayudan a comprender plenamente la gravedad de la epidemia, con sus versiones y tonos distintos que van del sarcasmo a los escenarios apocalípticos. Hay quien minimiza la situación y considera que el virus no es más que una influenza peligrosa únicamente para los ancianos. Algunos periódicos aconsejan a los mayores de 65 años permanecer en casa; los jóvenes pueden quedarse tranquilos. Pero tal vez se trata de una visión simplista que busca evitar la extensión de una parálisis económica que está causando daños irreparables. A los números de contagiados les hacen eco los de las bolsas que van en caída libre. Otros, en cambio, no esconden su profunda preocupación y reconocen en la epidemia una amenaza desconocida a la cual no parecemos estar en condiciones de hacer frente. Los doctores escasean y el sistema hospitalario está al borde del colapso ante una oleada de ingresos que no deja de aumentar. Las salas de urgencia están abarrotadas y hay filas de pacientes en camillas en espera de atención.

Hasta las medidas de aislamiento han sido inciertas y graduales. Al principio se decretó únicamente el aislamiento de las ciudades que fueron foco de infección del virus y se invitó a todos los italianos a evitar los desplazamientos. Los agentes de policía bloquearon los accesos a Vo’Euganeo, en la provincia de Pádova, y a Codogno, en la provincia de Lodi, donde se registraba el mayor número de contagiados. Pero estas precauciones no fueron suficientes, porque la gente seguía viajando y desplazándose: la desinformación no generó el sentido cívico necesario para hacerle frente a una situación de emergencia epidémica. Se registraron episodios de “fuga” de las zonas infectadas y algunos pacientes incluso se escaparon de los hospitales. Un paciente de 71 años, hospitalizado en Como, tomó un taxi y pidió ser llevado a casa, pero el taxista lo denunció y fue puesto en cuarentena. Hemos ido entendiendo que lo del Carnaval no era una broma. La negligencia general ha llevado al Ministerio de Salud a endurecer las medidas de seguridad y a extender la zona roja primero a toda la región de Lombardía y luego a Italia entera. Se le pide a los ciudadanos que permanezcan en sus casas. La policía vigila a la gente que camina por la calle, y sólo se permiten traslados por motivos laborales certificados o por necesidades de subsistencia. No queda más que esperar a que pase la cuarentena.

La extensión de la zona roja a nivel nacional, explica el presidente Conte, fue decretada para evitar divisiones en el país; es necesario que toda la provincia permanezca unida para afrontar la emergencia. Si es verdad que el virus se está difundiendo en medio del caos, esto constituye una lección de sensibilización sobre las dinámicas discriminatorias. En un instante, y sin deberla ni temerla, todos podríamos ser segregados, convertirnos en aquellos que portan la enfermedad, los apestados. El Carnaval de Venecia permitía, al menos una vez al año, superar el clasismo social: por un día no había reglas y el estatus social perdía su significado; las clases populares podían disfrazarse de burgueses y los ricos aburridos ser parte de esa turbamulta a la que el resto del tiempo se ve mal pertenecer. La máscara veneciana garantizaba el respeto al individuo, a quien quiera que estuviera escondido tras sus ropajes. La máscara del coronavirus, por el contrario, obliga a sufrir la experiencia de la discriminación. Al principio la gente se mantenía lejos de los orientales; ahora, en cambio, los apestados somos nosotros. Antes sólo los del norte y ahora todos los italianos, que tenemos que mendigarle a la Unión Europea fondos para hacer frente a una emergencia sanitaria que atañe al mundo entero mientras los países vecinos nos dan la espalda, suspenden los vuelos, cancelan los viajes y contemplan con desconfianza los productos “made in Italy”. Tal vez el Carnaval nos hizo olvidar que la verdadera amenaza es un virus para el cual no existen fronteras ni nacionalidades, especialmente en un mundo globalizado como el nuestro. Estamos olvidando el rostro humano oculto tras la máscara.

El reino ermitaño

Verónica González Laporte

Seúl,29 de marzo—En Seúl, en este momento, todas las alarmas de todos los teléfonos celulares suenan al mismo tiempo. Varias veces por hora. El corazón se acelera y las pupilas se dilatan. Todos los seulitas se precipitan para consultar sus pantallas luminosas. Los mensajes repiten las consignas de seguridad para contener la propagación del coronavirus, informan sobre el número de enfermos. Hay diversas apps disponibles. Emergency Ready chilla sin cesar, alimentando la psicosis general y el frenesí de los metiches: se basa tanto en las cifras oficiales como en la denuncia ciudadana. Por el pasillo A del mercado de Dongdaemun pasó un hombre de unos veinticinco años tosiendo, la vendedora del puesto de verduras del pasillo D del mercado de Gyeongdong dio positivo en las pruebas del covid-19, quien haya estado en contacto con ella favor de llamar al 1339. Que no, que el hombre de 25 años tose, pero no está infectado. Otra app informa en tiempo real la cantidad de casos actuales: 7755 enfermos, 288 recuperados, 60 muertos. Varios miles en cuarentena.

Mientras escribo esto, la reglita de mi pantalla se va moviendo constantemente, caen los enfermos como los granos de arena en un reloj. Mientras escribo esto, en México se lucha contra la violencia de género. Miles de mujeres marchan bajo el sol de la cercana primavera, cuando las flores de jacaranda entintan de morado la capital, con el mismo sentimiento de rabia en el pecho, pero con la semilla del cambio en las manos. Hermanas, ¡cuánto me hubiera gustado estar a su lado!

Hace unas semanas, cuando la enfermedad se declaró en Wuhan, los coreanos observaron. Claro que se enferman, si los chinos se comen todo, se decía en la calle. Todo lo que tenga alas menos los aviones y todo lo que tenga patas menos las mesas. Que si el virus proviene del murciélago. Animal asociado con la buena salud, con sus alas se hacen sopas. Que si el virus se originó en los mercados donde lo mismo venden víboras que perros desollados. La verdad es que aún sabemos poco.

Corea estableció, desde que se originó el primer caso en su territorio, un eficaz protocolo sanitario. Hasta mediados de febrero sólo contaba 30 casos: un número insignificante para sus 53 millones de habitantes. Pero todo se salió de control a causa de la secta Iglesia de Jesús Shincheonji, Templo del Tabernáculo del Testimonio, en la ciudad de Daegu. Sin tomar en cuenta medidas higiénicas, su líder Lee Man-hee, quien jura haber sido elegido por Jesús en persona, reunió, según su costumbre, a miles de seguidores cada tarde. Los resultados de aquellos funestos convivios se traducen en cifras alarmantes: 60 % de los infectados hoy son producto del contacto con los miembros de la secta. La primera reacción de los seguidores de Lee fue declarar que la gente era castigada por su falta de compromiso con Dios y que sólo los buenos se salvarían. Sodoma y Gomorra, en suma. Omitieron declarar que habían hecho exactamente lo contrario de lo recomendado: permanecer confinados más de una hora en espacios cerrados, llorar y cantar juntos, por lo tanto, intercambiar gotitas de fluidos. Las redes sociales y la prensa vituperaron al líder con tanto ahínco que hace unos días se vio a Lee pedir perdón de rodillas a todo el país. Entretanto, falleció de coronavirus el propio hermano del mismísimo interlocutor de Jesús y las listas con los nombres de los miembros de la secta se entregaban incompletas para esconder las identidades de sus seguidores. La mentira pesó más en la conciencia colectiva que la propia enfermedad.

En los últimos días, dos mujeres, madres de niños pequeños, se aventaron de los balcones de sus departamentos, otra se cortó las venas. Sin dejar notas o dar explicaciones. Los constantes reproches de sus maridos por haber contribuido a la propagación del virus desde la sede de su secta las llevaron al suicido. La cuarentena ha suscitado un incremento en los niveles de violencia doméstica. En China se dispararon las violaciones.

En Corea pululan las sectas, importadas por los predicadores protestantes que llegaron con los soldados estadounidenses durante la guerra entre las dos Coreas. En primer lugar, porque no pagan impuestos, y ése es un argumento de peso en un país en el que el gravamen puede llegar a representar la mitad de un ingreso. De noche, cuando la ciudad se convierte en un océano de luces, se yerguen incontables cruces de neón de diversos colores. En segundo lugar, porque desde niños los coreanos aprenden a moverse como una masa compacta. Se piensa y se actúa en función de la comunidad, para el bien de todos. Herencia del confucianismo y de las dictaduras de la posguerra. ¿Sientes que tu existencia no tiene ningún sentido y has pensado varias veces en suicidarte? ¿Que no eres nadie? Acude a una secta. ¿Buscas un marido bueno que no te maltrate? Acude a una secta; un hombre religioso es tu mejor garantía. Desde el final de la guerra 120 hombres se han autoproclamado mesías, el único, y fundado iglesias. Pero no se llaman sectas, qué digo, son religiones, aunque tengan nombres estrafalarios y prácticas inverosímiles.

Hace unas semanas se llevó a cabo un encuentro internacional entre los seguidores del líder Sun Myung Moon, comerciante de armas en sus ratos libres y fundador de la Asociación del Espíritu Santo para la Unificación del Cristianismo Mundial, o para hacerlo más corto, la Iglesia de la Unificación. Como él ya murió, ahora su viuda es la encarnación del “Principio Divino”. Moon solía reunir a cientos de hombres en una fila y otro número igual de mujeres frente a frente y los casaba, sin que ellos se hubieran visto nunca. Con la idea de fundar una nueva raza, más pura (¿dónde hemos escuchado eso antes?), con la idea de terminar lo que Jesús (también se le apareció a Moon en la adolescencia) no supo hacer bien. Mamá Moon, última esposa del líder, con un inmenso prendedor de diamantes y esmeraldas en la solapa, y una sonrisa de empresaria, lleva hoy el mando con mano firme y asegura que su movimiento logrará cerrar el botón mal abrochado de Dios.

Creencias y prácticas religiosas aparte, el gobierno ha puesto en marcha un severo protocolo de prevención. Si uno presenta síntomas, nada de acudir a la clínica: un paciente infectado podría provocar el cierre inmediato del edificio en cuestión. Quien se sienta enfermo será llevado a hospitales especiales en ambulancia. Cada prueba, gratuita para la población coreana (un kit cuesta en Estados Unidos más de mil dólares) toma alrededor de una hora. Los doctores deben usar ropa especial desechable para examinar al paciente. Cada vez que un doctor termina con un paciente, se cambia la ropa. Ésta será quemada al final del día. En total, son miles de atuendos especiales necesarios, miles de camas requeridas, cientos de médicos y enfermeros solicitados. Para evitar tanto gasto, la más reciente innovación es el autoservicio: un temeroso ciudadano se presenta en su coche y hace cola ante una caseta médica donde le harán la prueba del coronavirus a través de una ventanilla. No hay contacto físico y la operación dura 10 minutos.

A diario se ven en las portadas de los periódicos las morgues chinas saturadas de cadáveres enfundados en sus bolsas de plástico, comandos enteros fumigando las calles comerciales de los barrios de Seúl, tanques blindados circulando en Daegu, colas interminables frente a los almacenes.

El presidente Moon Jae-in, quien aparece frente a los medios con cubrebocas y guantes, se disculpa por la falta de mascarillas (producidas en China). Empezarán hoy a llegar a las farmacias y su venta estará limitada a dos por persona: los datos del cliente se guardan en una base de datos para asegurarse de que el mismo cliente no vaya después a otra tienda o busque lucrar con ellas. Dicha restricción ya está causando problemas a los extranjeros: sólo se venderán mascarillas a quien muestre una identificación coreana.

El impacto económico más evidente es la ausencia de turistas chinos en las calles de Seúl, ciudad de más de 20 millones de habitantes convertida de pronto en un pueblo fantasma. Los pequeños comercios, los grandes almacenes de lujo, están cerrados. Se cancelaron todos los conciertos, las fiestas, los partidos, las conferencias, las misas, las escuelas, las manifestaciones. Antes de entrar a cualquier edificio, detrás de cada puerta, una persona se encarga de tomar la temperatura de los demás con un termómetro frontal.

Una emergencia sanitaria internacional de este calibre invita a reflexionar sobre la dependencia del planeta entero de la manufactura de un solo país, nuestros hábitos sociales y nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Desde hace cuatro semanas el cerco se ha ido cerrando, primero en los hogares, luego en las calles y al final las fronteras. El aislamiento es lo único que logrará contener el contagio, aseguran los expertos. Corea ha vuelto a ser lo que era antes, en siglos pretéritos: un reino ermitaño.

No hay nadie en casa

Santiago Roncagliolo

Barcelona,30 de marzo— Este es el contestador de la familia Roncagliolo. Ahora mismo, no podemos atender a su llamada. No hay nadie en casa.

Mi hijo dirige al equipo profesional del Atlético de Madrid. Mañana jugará los cuartos de final de la Champions contra el Barcelona, y va a intentar fichar a Neymar a tiempo. Mi hija está en el cine con cuatro de sus amigas. No paran de comentar la película mientras la ven. Pero nadie se queja. Mi esposa trabaja en el ayuntamiento de una ciudad vecina. Y yo me encuentro en la Lima del siglo xvii, entre brujas paganas, inquisidores y virreyes.

En los días del confinamiento, recuerdo con piedad a todas las personas bienintencionadas que me advirtieron que no me enajene con la computadora. Que vigile el tiempo de los niños frente a la Playstation. Que prevenga la adicción a las redes sociales. Pienso incluso en los que no tienen televisión, porque son demasiado inteligentes para perder el tiempo con ella. Imagino a esas buenas personas llenando las 24 horas diarias y los siete días semanales con sus hijos en casa, jugando con soldados de plomo y camioncitos de madera.

A veces tienes grandes ideales y la vida te hace una putada, de verdad.

Para no pasarnos el día enchufados en mundos irreales, en casa hemos incorporado un programa de ejercicios. Empezamos bailando con Just Dance, hasta que me lesioné la espalda, porque el calipso en la sala de mi casa es un deporte de riesgo demasiado salvaje. Desde entonces, jugamos ping pong en la mesa del comedor. Hemos armado la red con una fila de cajas de Kleenex, y la bola a veces rebota encima de ella, creando efectos inesperados. Si pudiéramos salir de casa, la patentaríamos.

Cuando les pregunto, los chicos quieren quedarse aquí para siempre. O al menos, hasta que se acaben los capítulos de Merlí, que vemos juntos por las noches. Es una serie muy extraña, sobre adolescentes que van por la calle sin que los detenga la policía, y se reúnen en un lugar llamado “instituto” donde, al parecer, están permitidas las aglomeraciones. Nadie lleva mascarilla ni guantes, y estoy seguro de que su grado de contagio se volverá exponencial en cualquier momento. Irresponsables.