Días Inesperados - Ricardo Salinas - E-Book

Días Inesperados E-Book

Ricardo Salinas

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Beschreibung

Juan Aguirre es un nieto de inmigrantes españoles que llegaron a la Argentina a finales de la década del treinta. Tras la muerte de los abuelos y posteriormente los padres se sintió solo, pero en poco tiempo suceden Días Inesperados cuando descubre un escrito en el sótano donde trabaja y recibe ayuda de una mujer llamada Ana. A partir de ahí comienza una nueva etapa e intentará cambiar su vida. ¿Lo logrará? — es la pregunta que nos haremos todos y será develada en el transcurso del libro. La novela es no-ficción y contiene una mezcla de pasado con presente, provocando el futuro.

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Ricardo Salinas

Días Inesperados

Salinas, Ricardo Días inesperados / Ricardo Salinas. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2071-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Este libro es una obra no-ficción. Los nombres, los personajes, empresas son frutos de la imaginación del autor. Cualquier parecido con personas reales es pura coincidencia.

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicado a mi madre y a mi hija

Prólogo

Describir un pasado no es fácil, pero cuando escuchas a un inmigrante europeo que llegó a estas tierras es sorprendente.

—Aquellas decisiones cambiaron el destino para siempre –dijo unos de los Aguirre, cuando recibieron un comentario de un marino aventurero de Vizcaya, que fue varias veces a la Argentina y quedó maravillado de su progreso, su clima y su gente. A finales de la década del treinta España presentaba una severa crisis económica a raíz de la guerra civil. Entonces se pensaba que llegaría un golpe de Estado y esos acontecimientos provocaron que una gran parte de la población emigrara hacia otros países.

En 1939, tras dieciséis días de viaje llegaba al puerto de Buenos Aires la Compañía Transatlántica Española II con más de 1200 pasajeros: entre ellos Andrés Aguirre, su mujer Celia Mutis y sus hijos Manuel “Imanol” de 19 años y Begonia, 21. Apenas pisaron suelo argentino se sintieron atraídos por sus acentos al hablar, además de sus calles con adoquines, casas coloridas y farolas coloniales a queroseno y eléctricos. En poco tiempo comenzaron con el comercio y más adelante con una propia panadería a la que llamaron El inmigrante.

Tras la culminación de la Segunda Guerra Mundial en Europa, en años siguientes, Begonia regresó a España y se instaló definitivamente, sus padres optaron en hacer viajes cortos para visitar a su hija, al pueblo cercano de Valmaseda. Andrés por su parte era un obsesionado por los libros y cada viaje que realizaba en su regreso traía su propia colección. En la década de los cincuenta se casaba Imanol Aguirre con Zulma Valenzuela, oriunda de Buenos Aires; según se cuenta fue una ceremonia con muchos invitados, hasta llegaron desde el otro lado del continente para asistir a esta boda y poco tiempo después nacieron sus hijos, Victoria y Juan.

Continuaron por mucho tiempo con la panadería hasta finales de los setenta. En plena dictadura militar fallecía Celia, la abuela de Juan, y a poco de llegar la década de los ochenta se despedía para siempre su abuelo Andrés. Esto para Juan y la familia fue un golpe anímico y emocional que los marcó por mucho tiempo.

La panadería duró lo que tenía que durar. Ya en los ochenta el país experimentaba un gobierno democrático, tras un largo proceso militar. Imanol y Zulma buscaron continuar con un negocio distinto a lo que venían haciendo. En poco tiempo remodelaron y acondicionaron para llevar adelante el proyecto de una librería, hasta que lo consiguieron.

Valmaseda es el nombre con el que bautizaron a la librería, con relación al lugar del que provienen. Pocos meses después ya era un ícono de Buenos Aires, Juan dejó sus estudios y comenzó con ellos a trabajar, menos Victoria que se casó con Oscar y se mudaron a Villa Carlos Paz, meses después llegó la noticia de que estaba embarazada de un varón.

Juan aprendió muchísimo al lado del padre con respecto a los negocios, además compartieron viajes e iban en familia a descansar a Valmaseda.

A un paso de la década de los noventa, muere Zulma de un problema cardíaco y tanto Imanol como su hijo quedan golpeados por esa ausencia. A partir de ese momento, Imanol deja de asistir a la librería, quedándose en la casa. Meses después muere, como consecuencia de un problema de salud. A su despedida llegaron desde España, Begonia y su hijo Vicente, de Córdoba Victoria con Oscar y su hijo Danilo y amigos de Imanol.

Días transcurridos lo del padre, Juan recién despertaba que se encontraba solo, en una manera simple, el duelo aún lo tenía encima. Llamó a una psicóloga, Teresa Smith, para tomar sesiones continuadas. Realizó unas diez visitas y lentamente logró comprender que la vida seguía para él.

“La vida es una extraña mezcla 

de azar, destino y carácter”.

Wilhelm Dilthey

Capítulo 1

Buenos Aires, diciembre 1997

Comenzaba el último mes del año. Eran las siete y veinte de la mañana de un lunes caluroso. Una luz ingresaba por los huecos de la ventana y afuera se escuchaba el acostumbrado tráfico vehicular, cuando sonó el despertador, Juan dio un salto en la cama y se sentó unos minutos percibiendo el calor del ambiente.

Tras encender un ventilador fue hasta el baño, semidesnudo con el pelo desprolijo y bostezando, a darse una ducha. Poco después ya más fresco en lo corporal y cambiado, recogió el diario en la puerta y se acomodó en la mesa rectangular con una taza de café. Pensativo con la mirada lejana, observó las cuatro paredes del comedor y al instante percibió en él el vacío de una persona que se aferraba a la soledad y a pocos proyectos. Acostumbrado a recordar los consejos del padre y más los de sus abuelos, “que siempre debería seguir adelante a pesar de las adversidades”, ese era el legado que le habían dejado. Juan estaba decidido a continuar con esa doctrina de trabajo que tanto le inculcaron.

Juan Aguirre, como lo conocían sus allegados y los más íntimos lo moteaban “el vasco”, era un hombre de perfil bajo, modesto, de 42 años, alto, de ojos claros, pestañas rectas y de piel trigueña. Vivía en un barrio reconocido, a metros de una plaza, sus cuatro ambientes de un segundo piso presentaban un aspecto antiguo, con molduras en los techos y ventanales que daban al balcón. Decorado entre lo viejo y lo moderno mostraba un equilibrio visual a la entrada de la casa, afuera las famosas acacias rozaban sus gajos en el balcón en verano y en otoño descansaban sus hojas secas.

Mientras culminó el desayuno. Movió la cabeza y miró la hora en un reloj de pared, se percató de que pronto ingresaría por esa puerta Stella, una joven morocha y simpática de veintiséis años. La joven de la provincia de Formosa llegó a la ciudad recomendada por Tito, el encargado del edificio y poco tiempo después la presentó a Juan.

El momento llegó cuando sintió el ruido de la puerta y vio que Stella se aproximaba hacia él a pasos largos con la sonrisa amplia que la caracteriza. Tiró la mochila al sofá y lo saludó con un beso.

—Buen día, vasquito.

—Buenos días, Stella. ¿Te sirvo un café?

—No, gracias, quizás más adelante.

—De acuerdo –respondió él y fue a la habitación por sus pertenencias hasta que se detuvo de un impulso, pensó en ella inmediatamente en hacerle un ofrecimiento formal para que le acompañe en esta nueva etapa en la librería. Stella, al enterarse, se quedó muda un segundo y luego sonrió.

—Acepto –dijo sin ninguna condición.

—Gracias –respondió Juan con otra sonrisa y salió hacia la puerta lentamente con maletín en mano, llevaba puestos una camisa colorida a cuadros y un pantalón de hilo color verde claro. Tras bajar la escalera llegó hasta el pasillo de la entrada, allí vio a Alberto (Tito), un hombre robusto, petiso, de cincuenta años y canoso, que limpiaba los espejos de los ascensores, notó que Juan estaba parado a metros de él y no evitó saludarlo.

—Hola, Juan, ¿comenzando la semana? –dijo y le dio la mano. Juan le respondió el saludo y agregó:

—Siempre cuesta comenzar los lunes.

—Me imagino –dijo Tito con una sonrisa de por medio.

Se despidió sin más palabras y se subió al auto en dirección al local, como lo hace habitualmente, maneja unas veinte cuadras hasta la librería. Uno de sus mayores inconvenientes es encontrar lugar para estacionar, en varias ocasiones lo tuvo que dejar el auto a más de dos cuadras de su local y caminar. Sus horarios de apertura eran de nueve a seis de la tarde en días de semana.

Durante los mediodías se tomaba un descanso para tratar de almorzar, aunque estuviera un cliente lo tenía que hacer igual. Juan, a pesar del estrés que le producía este trabajo, llegaba temprano para tener lista la apertura, además una jarra de café, también los pedidos a las editoriales.

La librería Valmaseda posee un gran espacio en el salón de ventas. Ubicado como único local de un edificio de ocho pisos. Al ingresar a la izquierda unos estantes grandes antiguos con enciclopedias, en la fila de arriba, a la derecha estantes más pequeños en forma de “L” hasta llegar a la pared de atrás. Una mesa con seis sillas para lectores en la misma parte de atrás y un pasillo que nace del lado izquierdo que lleva a la cocina, los baños, un sótano mediano y una minioficina.

La caja se ubica a metros de la entrada y cerca del pasillo. Desde afuera se observa la persiana de rejas y exuberantes vidrieras completando con la puerta. Al llegar, al instante se puso a preparar el café, luego se sirvió una taza y caminó por el salón, trató de escucharse a sí mismo con cautela. Luego observó detenidamente que su local se estaba quedando en el tiempo, antigüedades, trofeos, fotos, banderines y hasta pergaminos, que eran de los padres, estaban colgados en las paredes. Tomó una de las fotos de los abuelos, luego acercó a la vista y en letra pequeña, decía: Puerto de Buenos Aires, enero de 1939. Recordó su descendencia unos segundos antes de abrir el local y le ingresó una nostalgia profunda.

Después de quedar solo en la librería, tras la muerte de los padres se convirtió en un hombre sin tiempo, y sin descanso, hasta se encontró con la necesidad de contratar a una joven estudiante de medicina llamada Laura Cohen. Trabajó con él cuatro años, hasta que se recibió de médica, al marcharse se formó una hermosa amistad, en poco tiempo tomó a otra persona, pero no se adaptó a la atención al público y renunció.

Al pensar en Stella, quien podría ser la persona que lo ayudara en esta etapa, Juan volvió a la realidad, miró la hora y solo faltaba un minuto para las nueve. Se corrió hacia la cocina a dejar la taza de café y regresó a la puerta a dar apertura.

Al día siguiente, bajo el calor sofocante del mes, Stella se encontraba en la puerta aguardando que Juan le abra. Juan al volver de la cocina la vio parada en la puerta, dejó el café arriba del mostrador de venta y fue a recibirla.

—Buen día, Stella, adelante.

—Hola, Juan, buen día.

—Te sirvo un café o un té –ofreció Juan.

—No, gracias, prefiero un vaso de agua fría –sugirió ella. Stella era la segunda vez que ingresaba al local, la primera fue cuando Juan se olvidó unos documentos importantes y ella se ofreció a traérselos.

—¡Guau!, qué grande es este local –expresó Stella al mirar más con detalle la exuberante cantidad de libros desparramados en todas partes.

—Sí, es grande, ven que te muestro el local –la llevó hacia el pasillo donde se encontraba la cocina, luego los baños, la oficina y por último abrió una puerta descolorida encendiendo una luz colgante y se notaban dos escalones que bajaban. Allí se observaban estantes con libros en mal estado, un ventiluz a media altura, cajas y hasta carpetas con balances de años anteriores.

—¿Qué es esto? –preguntó Stella.

—Un sótano –respondió riéndose. Minutos después, Stella, al conocer cada esquina del local, recibió el pedido de limpiar el pasillo y el salón, luego reacomodar los libros que los clientes dejaban fuera de lugar. Por la tarde ya sentía el aroma fresco a lavanda, el mostrador y los pisos brillaban como en los últimos tiempos.

Mientras la librería se encontraba con gran movilidad de clientes, ingresó a pasos agigantados Pedro Marques, un repartidor de editoriales y revistas de 38 años, pelo largo hasta los hombros y de estatura mediana, amigo de Juan, pero antes de ser amigo de él, era el repartidor preferido de Imanol. Llegó con una caja en brazos, apoyándola en el lado del exhibidor donde Juan tiene su caja registradora.

—Vasco querido –saludó dándole un fuerte abrazo–, acá tienes tu pedido –agregó Pedro y vio brillar los pisos, al igual que los vidrios de la entrada, desde adentro se notaba perfecta la movida constante de la avenida Santa Fe.

—Contrataste a una persona, vasco.

—No, estoy con Stella –anunció. Dos minutos después se acercó a ellos con tazas de café y dialogaron hasta culminar.

—Voy para el sótano –dijo Stella y Juan aprovechó la presencia de su amigo para hacerle una consulta.

—Te escucho –lanzó Pedro al instante.

—Necesito que me des tu opinión sobre el local.

Pedro se paró de la butaca haciendo unos pasos y llegó al medio del salón.

—¿Tu consulta es sobre una renovación?

—Sí, Pedro.

El amigo se quedó pensando unos segundos con la mano en la boca y giró su vista entre la entrada y la parte de atrás.

—Bien. Estos estantes son viejos –apuntó con la mano hacia a la izquierda y agregó–: yo trasladaría los cuadros hacia otro lugar, pintaría el pasillo, al mostrador lo traería más adelante, así tienes más espacio donde están las butacas.

—¿Me recomiendas un cambio? –preguntó Juan.

—Sí, vasco, y en lo que esté a mi alcance te podría ayudar. –Juan se quedó pensativo y levantó la cejas tratando de responder, además, quizás era lo que quería escuchar.

—Muy bien –respondió Juan, agradeciendo sus consejos.

Tras la retirada de Pedro. Stella miró la hora, cada vez le quedaba menos, para culminar su trabajo. Durante dos horas, estuvo en el sótano y tenía una caja llena de libros para donar, una bolsa negra cargada de banderines viejos, almanaques y talonarios de recibos de cuentas desteñidos. El tiempo que hacía que Juan no le dedicaba una limpieza general a ese lugar databa de cuando vivía el padre y después solamente ingresaba para dejar cosas que le molestaban en el salón.

El reloj marcaba las seis en punto, Juan despidió al último cliente y decidió cerrar la puerta. Antes de salir a la calle, Stella le hizo un comentario:

—Encontré un juego de llaves en el sótano.

—¿Juegos de llaves? –preguntó él.

—Sí, y además hay un baúl mediano de color madera y creo que tiene un candado.–Recuerdo que está allí, pero jamás lo toqué. Fue de mi padre –terminó diciendo él.

Salieron juntos en el auto. Stella se encontraba solamente a diez cuadras del local y aprovecharía para que Juan la acercara a su casa.

Capítulo 2

A unas cuadras de la librería Valmaseda, Ana María intentaba bajar el tono a una discusión que llevaban varios días con Mariano, su pareja. Después de la cena seguían sin mediar una palabra y evitando ser escuchados por los vecinos hasta que decidieron salir a caminar por la ciudad, en busca de aire puro. El departamento es alquilado, de dos ambientes, en un quinto piso con un balcón pequeño, además de una cocina mediana y algo de muebles. Hace cuatro años que se instalaron allí para intentar formar una pareja estable, pero todo se estaba fisurando lentamente.

Ana María Costas es profesora de historia de 36 años, de carácter frontal, alta, elegante, de ojos grises, de cara redonda y cabello lacio pasando los hombros. Llegó desde Ramos Mejía a la ciudad de Buenos Aires, por cuestiones de cercanía al trabajo. Mariano Solís es empleado en una empresa multinacional, de 40 años, morocho, calvo y de estatura normal.

Mientras tanto Mariano proviene de una rara separación con Raquel, “su exmujer”, de esa relación hay un hijo, Martín, de 12 años, que actualmente vive con la madre. Durante su juventud se encontró plagado de inconvenientes, dejó la facultad por problemas del alcohol y discusiones con la familia. Logró salir al recibir ayuda de un amigo, el mismo que lo presentó como cadete en la empresa. Hoy, un ascenso hizo que obtuviera su propia oficina.

Ana nació y se crio en el barrio de Ramos Mejía, en compañía de las hermanas, Isabel y Norma. Isabel, la madre de Ana, le ocultó durante su adolescencia quién era su padre. Cuando cumplió los dieciocho se encaminó en busca de encontrar la verdad, un día llegó hasta una fábrica textil donde trabajó Isabel.

Consultando con cierta picardía y paciencia llegó a la conclusión de que su padre era un encargado del lugar, que había renunciado hacía unos años y jamás se supo de él. Tras encontrar cierta información sentó a las dos hermanas para esclarecer. Isabel fue quien tomó la palabra y dio todos los datos, aclarando que su padre jamás quiso saber de ella.

—Todo esto sucedió cuando era muy joven –dijo aquella vez Isabel y contó que, cuando comenzó a salir con este hombre, Osvaldo, nunca se hubiera imaginado que era casado.

Aquel día que Osvaldo se enteró de que iba ser papá, desde ese momento se volvió un calvario y un problema que Isabel no lograría sostener. Ella renunció a los pocos días a su lugar de trabajo, llevaba su tercer mes de embarazo y sin bajar los brazos se recostó en su hermana Norma, quien tenía un taller de costuras pegado a la casa y trabajaron juntas por mucho tiempo.

Finalmente. Al escuchar a la madre, comprendió por qué jamás habló de él. Por un tiempo continuó en silencio con la búsqueda hasta llegar a encontrarse con la familia de Osvaldo. Lo logró cumpliendo casi los veinte años y la recepción de Susana, la esposa, no fue muy buena. Culpó a la madre de Ana por la ruptura de su matrimonio, además se enteró que Osvaldo había muerto en un accidente.

Lo positivo para Ana fue que se hubiera encontrado con una hermana llamada Dolores Zurita, mayor que ella, de veintidós años. En aquel tiempo llegaron a hablar unas palabras, pero no más que eso. Isabel no tuvo inconvenientes de que frecuentara con su hermana paterna, pero el problema fue Susana, jamás pudo separar aquel viejo conflicto.

Posteriormente, ingresó al profesorado de Historia, hasta llegar a recibirse y sin perder el tiempo continuó estudiando cocina e inglés. Ana y Dolores se reencontraron un tiempo después ya sin rencores, hablaron de sus infancias y hasta de lo que estudiaban. Dolores tenía el mismo cabello lacio, ojos grises y hasta la cara redonda de Ana, solo que Dolores era más baja en estatura.

Cuando se recibió de profesora de Historia le llovieron ofertas de trabajo en Buenos Aires y viajaba todos los días en tren y así conoció a Mariano. Comenzaron a salir hasta irse a vivir juntos. Hoy la historia es otra. Ambos ya transitan por un diálogo diferente y de pocas enterezas.

Al día siguiente Juan ya se encontraba en el local, aguardando que llegara Stella. Ya con el café preparado tomó su agenda y encontró el número de la psicóloga Teresa Smith, apuntó con una lapicera y pensó en llamarla en cuestión de horas. El estrés aún persistía en él, cansado y hasta aburrido en su día cotidiano, sentía que necesitaba de su ayuda.

Observó que Stella se encontraba en la puerta, dio dos pasos para recibirla.

—Adelante, buen día –saludó Juan.

—Hola, buen día, veo que llegaste temprano –dijo ella.

—Sí, tenía que hacer muchas cuentas y preparar el balance del año para el contador.

Se sirvieron un café mientras el sol asomaba con intensidad en la calle. Juan lo tomó con cautela, debido a que se aproximaba un día más caluroso que otro, le pidió a Stella que hiciera un trabajo leve en el sótano y, si sobraba tiempo, quitarían los cuadros colgados en la pared y calendarios de editoriales, entre otros objetos.

Por la tarde, trabajaron con la puerta de vidrio cerrada para mantener fresco el ambiente. Stella limpiaba los pisos y el sótano sin apuros cargando unas bolsas negras, de pronto lo vieron a Pedro entrar con rapidez con unas cajas.

—Te dejo el pedido, señaladores y calendarios de 1998 –expresó, dio media vuelta y se fue.

—Gracias –gritó Juan, al ver que su amigo se retiraba.

Horas después, Juan se encontraba relajado en short y musculosa en la casa, se dirigió a la heladera por una cerveza, el calor aún sofocaba hasta el interior del ambiente, sacó una reposera al balcón y en el momento en que se hundió en la reposera sintió el teléfono en el comedor, con una mueca en su rostro, dio un impulso dejando su bebida en el piso para ir a atender la llamada. Era Victoria desde Villa Carlos Paz.

—Hola, ¿cómo estás, hermanito?

—Muy bien por suerte –respondió él y alegre por escuchar su voz, al instante le preguntó por esa bella ciudad de Carlos Paz.

—Villa Carlos Paz, hermosa como siempre. Ya la temporada de verano se abrió y comenzaron a llegar turistas a la Villa, además el clima será uno de los mejores, dicen –los dos se rieron bajo–. Ahora, cuéntame. ¿Cómo está Buenos Aires?

—Buenos Aires más iluminada y muy decorada por las fiestas.

—Hablando de las fiestas. ¿Qué te parece si lo pasas con nosotros en Año Nuevo? –preguntó Victoria.

—Me encantaría.

—¡Bien…! Te esperamos entonces –expresó Victoria.

Dialogaron unos minutos y luego saludó a Danilo, el sobrino. Oscar, el cuñado, siempre estuvo pendiente del local de Juan, supo que la otra parte pertenecía a Victoria y tentó más de una vez en venderla, pero Victoria se rehusó en hacerlo, su posición fue firme en sacar a un lado esa discusión. Como empleada bancaria no necesitaba provocarle un dolor de cabeza a Juan y en aquel momento dobló la apuesta en decir:

—Si mi hermano me necesita lo ayudaré.

Ana María terminaba de corregir exámenes. Estuvo por dos horas sentada con sus carpetas, levantó la vista y vio que Mariano bebía una lata de cerveza mirando la televisión.

—¿Qué deseas para la cena? –consultó Ana. Mariano pensó un segundo:

—No te preocupes, pediremos una pizza.

—Buena idea –murmuró Ana, continuó por unos minutos más corrigiendo y de repente sonó el teléfono móvil de Mariano. Este tomó un impulso apresurado y fue a la pieza a dialogar, era Raquel.

Ana observó detenidamente la actitud de él, pensó un momento que Mariano sentía cierta atracción hacia ella. Cada llamado que recibía iba al baño o la pieza para contestar, ¿le tendría miedo?, se preguntó. Ana trató de no quedarse con ese pensamiento fugaz y continuó con su trabajo de culminar con las notas de sus alumnos. Más tarde y aliviada en lo suyo, se encargó de hacer el pedido de comida, pero en la mesa volvió a existir un silencio que Mariano no se atrevía a decir una palabra por temor a volver a una discusión. Las dudas crecían rápidamente en ella y más cuando se posicionaba en un estado conservador e intrigante.

Cerca del fin de semana, Juan se encontraba solo en el local, mientras que Stella se había quedado en el departamento, pensó un instante si realmente necesitaba ayuda o no, pero de pronto cerró los ojos, bajó la tranquilidad del salón y decidió llamar a Teresa.

—Me recordará –susurró.

Marcó el número y sintió que se le secaba la garganta, en unos segundos levantó el llamado la secretaria.

—Consultorio de Teresa Smith –dijo.

—Buenos días, quisiera hablar con la licenciada Smith.

—Me aguarda un momento, ¿de parte de quién?

—De Juan Aguirre.

—Muy bien, Sr. Aguirre.

Mientras aguardaba con el teléfono en la oreja, recordó la última vez que pasó por el consultorio y fue en un momento difícil de su vida, que sobrellevó por un buen tiempo. Volvió a la realidad y escuchó el tono de voz cálido de Teresa.

—Hola, Juan, ¿cómo has estado?

—Hola, licenciada, digamos que bien. ¿Se acuerda de mí?

—No te lo voy a negar, me costó un poquito, pero sí me acuerdo, y siento que estás necesitando ayuda, ¿no es así?

—Así es, como usted lo dice.

—Déjame ver –dijo ella y después de unos segundos–. Te puedo ofrecer hoy a las dieciocho y treinta o el lunes.

—Diría que para hoy está bien.

—Perfecto, te espero, Juan.

Colgó rápidamente para atender a dos clientes, que lo esperaban con libros en la mano y solo quedaba que se hiciera el horario para asistir a lo de la psicóloga. Con el día muy tranquilo con respecto a las ventas, a las seis de la tarde bajó la persiana, tomó aire y se subió al auto. El consultorio de la licenciada se encontraba a pocas cuadras del local y manejó tenso hasta llegar.

Teresa ya tiene 56 años, robusta, de pelo corto, vestía un saco con hombreras, pollera cuadrillé y anteojos permanentes. Salió por una puerta, lo vio sentado en la sala con la mirada hacia unos diplomas en la pared, cuando de pronto:

—Adelante –dijo ella pasándole la mano.

Ingresó lentamente y observó que con el pasar del tiempo el consultorio presentaba un cambio total desde la última vez que estuvo ahí, una cortina color beige que llegaba hasta el piso, una biblioteca ordenada y un diván color gaviota haciendo juego con su sillón y macetas con plantas de troncos de Brasil y varios potus colgantes. Allí se quedó parado él esperando la orden de la terapeuta.

—Toma asiento –pidió Teresa.

—Gracias.

Ambos se acomodaron en sus respectivos lugares, luego ella tomó un cuaderno y lapicera.

—Bien, qué te trae nuevamente por acá –sugirió ella.

Juan suspiró hondo y comenzó llevando la charla unos minutos al pasado, contó como un repaso de lo sucedido con la familia hasta que se quedó solo, además agregó que le costaba mucho tomar ciertas decisiones, tanto en lo personal como laboral y el famoso estrés que venía acarreando.

Teresa levantó la mirada por encima de sus gafas para peguntar:

—¿Te costó desprenderte de tus padres?

—Yo diría que sí –dijo él en un tono seco.

—Te pusiste a pensar que la vida continúa para ti.

Juan se tomó una pausa y continuó:

—Sí, a veces, pero tengo recuerdos y objetos que aún me llevan a ellos, además presiento que no estoy a la altura de lo que quiero ser y todo me cuesta, para salir adelante.

—Trata de soltar el pasado y vuelve a reorganizarte –murmuró Teresa y continuó–: Juan, cuéntame cómo está tu entorno hoy.

—Tengo pocos amigos, quizás él tiempo que le dedico a mi trabajo haga que no me preocupe por ellos.

—Puede que te sientas solo –consultó la licenciada.

Juan se recostó en el diván y tomó una bocanada de aire.

—Sí, me siento solo. Llevo días en que vivo colgado de mis pensamientos, el negocio, la casa y sentirse vacío, además el estrés económico, siento esa sensación de dejar mi trabajo y comenzar de nuevo. Ahora, ¿en qué?, no lo sé, licenciada.

—Incertidumbre y falta de confianza –cruzó Teresa.

—Quizás.

Después de varios minutos de escuchar a Juan, Teresa dejó la lapicera sobre el cuaderno y apoyó las manos en el sillón para dar un impulso.

—Hasta acá llegamos –dijo. Salieron hasta la puerta y el calor lo recibió con intensidad.

—Te espero la semana que viene –saludó ella con la mano y entregando una tarjeta con su teléfono móvil. Juan subió al auto apresurado para encender el aire, manejó más relajado a diferencia de cuando llegó al consultorio, pensó un segundo en su primera sesión y sintió una tranquilidad al haber podido conversar con Teresa.

Ana llegó al departamento, tras culminar con los últimos exámenes previos; el reloj marcaba más de las seis y media de la tarde y Mariano aún no llegaba.

—Qué extraño –murmuró y se sirvió un vaso de gaseosa, luego fue hasta la habitación, volvió en ropa interior y se introdujo en el baño por un buen rato; al salir de la ducha, Mariano estaba ingresando a la casa con el saco en la mano y lo dejó en una silla. En el momento solo se saludaron con un beso tibio y él se dirigió a la habitación. Cerca de las nueve de la noche, Ana tenía los pies cruzados en el sofá y un libro en el mano cuando Mariano se arrimó para proponerle salir a comer.

Ella cortó la lectura y pensó en lo mismo.

—Buena idea, me arreglo y nos vamos.

Caminaron lentamente hacia una de las avenidas más importantes de la ciudad, ya se apreciaban las luces coloridas y adornos navideños, mientras se dirigían hacia el restaurante, Mariano necesitaba hablar de un tema importante y sensible para Ana, las fiestas. La noche anterior dialogó con Raquel varios minutos y la novedad era que Martín pasaría Navidad con él.

Al ubicarse los dos en la mesa y aguardando al mozo con la comida, Mariano suspiró hondo, y luego se dirigió a ella sin pestañear.

—¿Te parece si pasamos Navidad con Martín, en un restaurante? –preguntó.

El problema de Mariano es que siempre se dirigió torpemente en el diálogo, y Ana ya conocía sus actitudes, sin medir las sensibilidades de la otra persona, por algo que había pasado tiempo atrás. Se sirvió un vaso de gaseosa antes de dar el primer bocado y lo miró fijamente. –Lo hablamos en casa –respondió ella en un tono suave. La cena duró menos de una hora y salieron nuevamente a caminar hasta llegar a la puerta de la librería Valmaseda. Ana vio unas ofertas de libros en la vidriera.

—Debo renovar los míos –dijo para sí, evitando que escuchara él.

Siguieron sus pasos en silencio llegando al departamento. Ana dejó su cartera en el sofá y fue por un té en la cocina, en segundos trajo a la mente la pregunta de Mariano.

—Ahora si quieres, me cuentas, ¿cómo sería para Navidad? –consultó ella mientras revolvía el té con la cuchara. Mariano antes de responder carraspeó juntando palabras.

—Cenaremos con Martín en un restaurante y después del brindis nos iremos a saludar, a tu madre.

Ana se quedó con la mirada de asombro y dejó la taza en la mesa y se posicionó a un metro de él, sintió en un segundo que no guardaría nada en sus palabras.

—El año pasado lo pasamos en la casa de mi madre. Eran las doce y veinte, me pediste que te acompañara a lo de tus padres porque allí estaría tu hijo y yo te acompañé, hace dos años pasó lo mismo en Año Nuevo y más atrás, también en Navidad. –Mariano se quedó con la boca abierta tratando de opinar.

—Bueno, llegaremos a un acuerdo –cruzo él.

—Eso espero –culminó ella y se retiró a la habitación.

Ya sábado por la noche. Juan se encontraba en la casa sin ganas de salir, tomó un libro para comenzar a leer, pero se detuvo, ubicándose entre el ventanal y el balcón. Corría una brisa desde afuera hasta la entrada del comedor, aprovechó el momento, tomó una silla y salió afuera apreciando el verde de los árboles, recordó palabras de la psicóloga y comparó con la última vez que fue casi lo mismo, pero agregando lo nuevo, murmuró. Volvió a la lectura introduciéndose por casi dos horas y luego se fue a dormir.

El lunes ocho de diciembre no trabajaba. Se conmemoraba el día de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Se levantó temprano como era de costumbre, antes de servirse el desayuno optó por ir a una cafetería. Caminó pocas cuadras de su casa y se encontró con una que tenía las mesas en la vereda. Se acomodó en el lugar con el diario en mano y sintió el placer de disfrutar del aire único y puro que filtraban de los árboles. Aprovechó el momento para meditar su futuro en remodelar el local en etapas, o quizás cambiar de rubro laboral. Esas eran las opciones en mente, pero tenía un problema del que sabía perfectamente y era su economía.

Mientras tanto, Ana ya hacía varias horas que llegó a la casa de la madre. Almorzaron juntas y en compañía de Betty, una vecina de muchos años. Las mujeres armaron el arbolito de Navidad en la entrada del comedor como símbolo de tradición. Luego regresó sin apuros al departamento y se percató de que no había nadie. Mariano salió nuevamente con su hijo de paseo por la costanera sur de la ciudad. Volvió como a las ocho de la noche, mientras que Ana se encontraba cocinando pollo al horno con papas.

—¿Cómo te fue con Martín? –preguntó Ana mientras colocaba un mantel en la mesa.

—Muy bien, caminamos mucho y conocimos lugares interesantes –respondió.

—Me alegro, bueno, a comer –dijo ella.

Durante la cena, Mariano tenía una nueva inquietud que le pesaba, además sentía la presión de su hijo o Raquel sobre este tema y necesitaba decirlo cuanto antes, la miró de reojo mientras ella acomodaba una servilleta en la falda hasta que se expresó.

—Martín ahora decidió pasar Navidad con sus abuelos –comentó mientras comenzaba a masticar. Ana lo miró fijo dejando los cubiertos en la mesa.

—¿Qué es esto? Primero dice una cosa, luego la cambia por otra. Yo entiendo que falta poco, pero ¿cuál es el apuro? –enfatizó en un tono grave y casi perdiendo el apetito.

Él se quedó quieto tragando la comida, mientras Ana se levantó en busca de unos cubos de hielo, al regreso volvió a hablar.

—¡Oye…! Contéstame.

Mariano no quiso responder, sintió que molestó con su pregunta, postergando todo para otro momento, se levantó de la silla y la dejó sola en la mesa, dirigiéndose a la calle. Ella ya no tenía estrategia para sobrellevar una charla, terminó de comer y más tarde se dedicó a limpiar la cocina.

Cerca de las once, Ana se preparaba para ir a dormir y escuchó que llegaba con un tono alegre y a la vez sarcástico al comedor. En segundos abrió la heladera y agarró una cerveza y antes de lanzar un eructo.

—No me dirijas la palabra –dijo. Ana simplemente se recostó en la cama y abrazó a su almohada.

En las primeras horas del día, notó que Mariano se fue a trabajar con media resaca encima, en el comedor y otras partes de la casa olía a alcohol. Un poco deprimida por lo que estaba sucediendo en horas, se animó a llamar a su amigo y compañero de trabajo Claudio, para que lo ayude nuevamente con la bebida.

—Lo haré. Pero últimamente no me escucha –respondió Claudio.

—Insiste por favor –pidió Ana.

Juan comenzó el día con buena actitud y con Stella disfrutaban de una bandeja de café con masas dulces pegados al mostrador del local, pasados los minutos ella preguntó por dónde empezaba su labor.

—En el sótano hay una caja que dice árbol de Navidad, lo traes y yo te digo dónde lo armamos.

—Muy bien –dijo Stella.

Eran las once de la mañana cuando lo terminó, el árbol se notaba apenas ingresabas a unos metros del lado derecho, con una altura de casi dos metros, además, adornado hasta con luces y sostenido por libros de tapa dura, Stella notó que le faltaba algo más decorativo en los extremos, recibió dinero de Juan y fue en busca de más adornos. Ya por la tarde, la librería lucía en tono diferente y colorido, desde la entrada hasta los estantes y las columnas que cruzaban el local tenían un detalle navideño.

—¿Te gusta? –preguntó Stella sonriendo.

—Me encanta –respondió Juan, en ese momento, el local se encontraba lleno de clientes y Stella se quedó admirada por la cantidad de turistas de cualquier parte del mundo, que estaban mirando libros.

—Increíble –dijo en voz baja y dio media vuelta dirigiéndose al pasillo, continuando con lo que estaba haciendo. En la minioficina solo había un escritorio con dos sillas y más cuadros de Valmaseda, pergaminos y hasta unas pequeñas estatuas de don Quijote y Sancho Panza, Stella lo limpiaba con precaución sin dañar ninguna de ellas.

Después de hablar con Claudio, se quedó levantada y preparó un café con tostadas y manteca. Recordó que estaba de vacaciones y ya no tenía que volver al colegio, más tarde se encargó de hacer una limpieza a fondo del departamento, cerca del mediodía miró un canal de cocina, practicando un menú a base de salsa blanca y fideos de espinaca –riquísimo –dijo mientras se chupaba un dedo. Almorzó sola como era casi habitual los días de semana, ya que Mariano se iba a trabajar temprano y regresaba a las dieciocho. Las últimas semanas comenzó a llegar una o dos horas más tarde, por demanda de trabajo de la empresa.

Por la tarde. Volvió a recordar las tontas discusiones y ahora se sumaba el alcohol. Se apoyó la mano en el pecho y en pocos segundos sé sintió ahogada en el departamento, ahí decidió salir a caminar unos minutos. Llevaba puesta una blusa color crema y una pollera campana, un toque de perfume y el pelo recogido. Después de observar varias vidrieras de ropas y carteras, llegó a metros de un restaurante ubicado enfrente de la librería.

Desde la calle percibió el aroma a café que invadió su olfato. Ingresó hasta una mesa cerca de una ventana, allí se sentó colgando su cartera en otra silla e hizo señas al mozo, tras hacer el pedido giró la vista para observar el restaurante, volvió hacia sus recuerdos, la última vez que estuvo en este lugar fue hace unos meses con Mariano. Trató de olvidar, volviendo su mirada hacia la calle, el movimiento era genuino y habitual de Buenos Aires, de personas que iban y venían.

Observó detenidamente desde su lugar hacia afuera un letrero que decía Librería Valmaseda, pensó en un instante en comprar un libro y no dudó en ir. En pocos minutos llamó al mozo para pagar su cuenta y salió lentamente cruzando la calle. Tras pasar primero por un local de ropa, continuó unos pasos más y entró. Juan se encontraba atendiendo y en un segundo, el perfume de Ana lo tenía encima de él.

Ella se paró enfrente del árbol de Navidad, luego se agachó y vio que sostenían su pata de trípode cuatro importantes libros de tapa dura “íconos en el mundo”, en orden se observaban al primero: Don Quijote, luego Rayuela, Cien años de soledad, y por último Martín Fierro, además de otros libros envueltos en moños rojos y cintas navideñas.

—Hermoso –susurró bajo.

Siguió observando libros en los estantes hasta llegar a la mesa de lectores y miró hacia la entrada.

—Es increíble, una mesa para leer –dijo asombrada y siguió

Ya a metros de Juan. Ella lo vio atendiendo y al instante le clavó la mirada sin perderle de vista y se acercó hasta el mostrador para pedir un libro.

—Buenas tardes, Sr. –saludó.

Juan en ese momento la escuchó mientras anotaba un ingreso y dejó la lapicera, levantó la mirada.

—Buenas tardes, ¿en qué la puedo ayudar?

—Busco El Aleph de Jorge Luis Borges, que lo he visto en la vidriera.

—Aguárdeme un segundo por favor –pidió Juan y salió hacia el pasillo en busca de las cajas que trajo Pedro, recogió más de uno y regresó de inmediato.

—Aquí tiene, señorita.

—Muchas gracias –sonrió y preguntó–. ¿Cuánto le debo?

—Son siete pesos –respondió él y tomó una bolsa e introdujo el libro, más un señalador y un calendario.

Al abonar y ya por retirarse, hizo señas por el árbol de Navidad.

—Es muy bonito, y original –expresó.

—Muchas gracias y regrese cuando quiera.

Tras agradecer, salió hacia la puerta lentamente y su silueta fue desapareciendo entre la gente, Juan respiró hondo y llevó la vista hacia el pasillo. Stella estaba mirándolo atentamente.

—Linda, ¿no? –dijo riéndose.

—Sí, elegante –contestó y continuó con lo que estaba haciendo.

Dos días después, Juan llegó temprano al local con la idea de sacar unas cajas del sótano. Mientras lo hacía arrastrándolas hasta el salón, Stella llegó y las cargaron en el auto. La inquietud de Stella era qué iban a hacer con el baúl de madera.

Juan bajó al sótano con ella buscando un manojo de llaves.

—Aquí tienes –dijo Stella.

Al intentar abrir el candado tenía unas pequeñas manchas de óxido; siguió girando la llave hasta que logra abrirlo.

—Bien –soltó Juan al hacerlo, levantó la tapa lentamente y adentro había una agenda de cuero marrón envuelta en banderines de la Real Sociedad y el Athletic de Bilbao, recetas de comidas vascas y suvenires de recuerdos–. Acá hay un poco de historia –contó, metió la mano al fondo del baúl y se encontró con dos carpetas estilo sobres de gran tamaño.

Asombrado miró hacia atrás y Stella también acompañaba la mirada hacia los sobres:

—Qué hacemos con eso –preguntó ella.

—Aguarda un momento, lo vamos a ver –contestó entusiasmado.

Separó un sobre y al abrir se encontró con recortes de diarios, balances viejos y un sobre pequeño que decía “para Juan”, lo dejó en su lugar sin abrir y fue por el de mayor grosor, al abrirlo se percató de que había un envoltorio de papel madera de unos cinco centímetros de grosor.

—¿Qué será? –se preguntó al igual que Stella. En segundos tras quitar el papel, Juan se sorprendió, jamás se hubiera imaginado que su padre había escrito una historia, “un libro”. Contando desde sus comienzos en España y trasladándose a la Argentina.

—No puede ser –expresó ante la mirada de Stella. Miró la hora y ya eran casi las nueve, dejó todo en su lugar colocando el candado y se dirigieron al salón.

Stella se quedó intrigada por lo que vio, aprovechó su buena confianza con Juan y no evitó preguntar:

—¿Es un libro de tu padre?

—Así parece –respondió Juan y agregó–: Más adelante te diré de qué se trata.

Durante varias horas quedó la intriga de lo que había en el sobre; al cerrar, descartó una caja con libros usados y cargó el baúl en la parte trasera del auto; salieron juntos hacia el departamento. Al llegar lo aguardaba Pedro para ayudarlo a descargar el auto.

Con el silencio del edificio y sin que el encargado se percate, subieron las dos cajas y el baúl de madera colocándolo en la pieza de huéspedes, luego tomaron un café y en pocos minutos cada uno se retiró a su casa. Pedro se enteró del contenido, sintió ganas de saber un poco más, pero Juan también pidió que le diera tiempo.

Ana amaneció un poco agotada, leyó el libro que compró hasta la una de la mañana, era un libro de colección que a ella le faltaba leer y lo estaba cumpliendo. Mientras que Mariano llegó a su extremo, bebió dos botellas de cerveza anoche y se comportó en un modo tosco. Hoy se levantó con la resaca habitual y se fue a trabajar sin decir una palabra. Cada día se encontraba más aburrida, sin encontrar el rumbo con su pareja. Unas semanas atrás habló con Mariano en busca de una ayuda terapéutica, pero él encontró la mejor manera de escapar.

—Ya lo hice una vez y no funcionó. –Fue mientras estaba en la relación con Raquel. Ana desde ese momento se quedó con las manos vacías, era la única manera de mejorar y la última era la ayuda que podía llegar de parte de Claudio.

Mientras daba vueltas en el departamento, tomó el teléfono y llamó a Sandra, una amiga colega, profesora de literatura. Al comunicarse, dialogaron brevemente sobre docencia y antes de colgar quedaron en reunirse para el fin de semana.

Juan se encontraba ansioso por enterarse qué contenían esas hojas. Recordó que hoy asistiría nuevamente con Teresa; pero tenía claro que hasta que no supiera bien qué contenían las carpetas no iba a decir nada.

Por su parte, Stella se quedó en el departamento haciendo la limpieza del día. Sonó el teléfono y era Juan para pedirle un favor, que cocinara para la noche pues llegaría tarde. Agarró dinero de una mesa de luz en la habitación y fue a hacer las compras. A su vuelta le preparó una tortilla de papa a la vasca y ensaladas. Las preferidas de Juan.

Además de los días de semana, su propósito era abrir nuevamente los sábados hasta el mediodía y mejorar su recaudación, esta vez tenía una pequeña ventaja en quién lo iba ayudar. Cuando cerró el local a las seis de la tarde, fue directo a lo de Teresa Smith completando su segunda visita con normalidad. Hablaron sobre las escasas decisiones que tomaba él y un punto importante que lo acosaba desde unas semanas: el estrés.

Al retirarse. Unos minutos después, llegó a la casa, con ganas de recibir una buena ducha, pero antes, abrió la ventana para que ingrese un aire distinto.