Diez días para no morir - Luz Larenn - E-Book

Diez días para no morir E-Book

Luz Larenn

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Beschreibung

—Hola, mi nombre es Harper Sloan. Esto será difícil, así que lo diré y ya. Si están viendo esto, significa que hoy he muerto.   Harper lee la noticia de su propio asesinato dentro de diez días. ¿Broma macabra o última chance de enmendar lo que alguna vez había roto?   El nuevo thriller de Luz Larenn, cada vez más atrapante.

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/editorialelateneo

@editorialelateneo

A belita, mi abuela,

que a sus rebosantes noventa años

conserva un alma joven y lectora como lo fue toda su vida.

A Paula, angelito en la Tierra,

alma generosa que, sin conocerme,

no dudó ni un instante en recomendarme a la editorial

para empezar a cumplir este loco y divertido sueño allá por 2019.

A mi madre,

por haber sido la lectora cero y

haberme dado su amoroso y sólido punto de vista.

A Juana y Lito, como siempre.

“Es tan inhumano ser totalmente bueno como totalmente malvado.

Podemos destruir lo que hemos escrito, pero no podemos borrarlo.

Gimoteando volvías al presente, con la rota1 preparada para llorar a grito pelado.

Todo muy lindo, pero muy cobarde”.

Anthony Burguess,La naranja mecánica

1 En el léxico de La naranja mecánica “rota” es “boca”. (N. de E.)

CAPÍTULO 1

Día diez

Harper Sloan

—Esto será difícil de decir.

Me aclaré la voz e intenté contener el movimiento constante de mi pierna derecha. Mientras me acomodaba el mechón indisciplinado de toda mi vida, moví el trípode hacia un ángulo menos amplio.

Si hubiera sabido que esta noche sería la última, definitivamente habría hecho las cosas de manera muy diferente.

Por el contrario, ahora mismo una cámara digital yacía inerte frente a mí, juzgándome desde el más sombrío silencio. En eso, un eco proveniente del cielo raso me despabiló y, a los pocos segundos, un puñado de murmullos masculinos que fueron ahogando risas hasta desaparecer. “Los Hanson”, pensé con los últimos atisbos de humor que me quedaban en el haber. Eran tres hermanos que vivían justo arriba. Trabajaban y estudiaban en la ciudad y se habían ido mudando conforme habían ido terminando la escuela. Tenían el cabello claro, justo por debajo de las orejas, y un aire de surfistas por el que bien se los podría haber confundido con el trío musical, claro que si estos se hubieran mantenido en el tiempo tal y como lucían a finales de los noventa. Avancé:

—Mi nombre es Harper Sloan. Si están viendo esto…

No pude evitar arrugar el rostro mientras la frustración se apoderaba de mi cometido hasta convertirse en un bollo de papel listo para ser encestado.

Era habitual en mí bordear los límites entre sentirme una heroína o la peor de todas, pero, en esta ocasión, sabía fehacientemente que había hecho hasta lo impensado para detener todo aquello y, aun así, el día había llegado y ya no me quedaba más tiempo.

Cerré los ojos por un momento, en el vano intento de que mi ritmo cardíaco se normalizase. Mi mente viajó a cuando, niña, jugaba a ver en la oscuridad de mi habitación. Llegado cierto punto, los ojos se acostumbraban a la ceguera forzada de manera que reaprendían a ver, de una nueva forma, ya sin tanto esfuerzo. Fluyendo con su nuevo estado. Un vendaje invisible aprisionó mi estómago.

Diez días atrás, mi vida, tal y como la conocía, se había esfumado de la noche a la mañana. Fue recién con el correr de esta última semana que caí en la cuenta de que no se trataba de una broma de mal gusto y de que, efectivamente, luego de haber venido jugando a la ruleta rusa con el destino, este me había intercambiado sus balas de salva.

Quise tomar una vez más el papel impreso que había modificado la trayectoria de mi futuro. Tal vez para seguir confirmando que no estaba inmersa en una pesadilla o en una realidad alternativa. Abrí el cajón atropelladamente y, sin intención racional, mi vista fue hacia los pedazos rotos de la única fotografía que alguna vez había tenido de John. Ahora la tripa ahorcaba.

Nuestro amor había nacido de forma prematura, discordante en tiempo y espacio. Tal vez ese fuera el motivo central por el cual mi vida entera hoy estaba de cabeza.

Como fuese el caso, ahora mismo lo único que importaba era alcanzar el objetivo del día.

Utilizar el valioso tiempo que me quedaba en desgastar pensamientos, ya de por sí manoseados, no sería estratégico y él había dejado en claro sus intenciones de convertirse en un fantasma del presente. Tomé los restos de su rostro congelado en el tiempo y los arrojé al tacho de basura que estaba junto a mis pies.

A lo largo del pasillo se hacían oír las voces de Brooklyn y Jo, debatiendo sobre si Ben Affleck volvería alguna vez con Jennifer Lopez. “Demonios”, mascullé, al escuchar que acababan de decretar que yo sería la jueza y verduga en la última palabra sobre el tema. Sus puños golpeando la puerta hicieron que mi ritmo cardíaco se disparara aún más. La idea de compartir apartamento había resultado positiva y hasta estratégica, de cara a socializar un poco más en mi experiencia universitaria. Pero ahora mismo necesitaba la paz de la que había gozado durante casi toda una vida de loba solitaria. En definitiva, eso era lo que, en su momento, me había mantenido a salvo, en estricto rigor de sentido.

—Saldré enseguida. Ustedes saben lo que opino, jamás deben confiar en un actor. Lo mismo corre para los políticos. —Intenté impostar mi mejor voz, esa de la cual nadie sospecharía. Y, para mi sorpresa, funcionó. Al instante oí sus pasos alejándose por el pequeño corredor.

Ahora tenía el camino liberado para avanzar, con total aflicción, en la que tal vez sería mi última meta en la vida. Decidí dejar el protocolo de un mensaje impecable para otro momento y grabar algo que sirviera de bálsamo, en caso de que los míos lo necesitaran. No me cabía en el cuerpo tolerar el sopor de imaginar a mi familia al enterarse. Especialmente a mi madre, que bien solía convertirse en una piedra habitual en mi zapato, pero, al mismo tiempo, era en quien más me dolía pensar hoy. Y mi hermano menor, Noah, con el que nunca habíamos llegado a ser demasiado afectuosos por todo lo sucedido en el pasado, pero que, en épocas de cosechas quemadas, bastaba que hubiera algunos días lluviosos para valorar lo que se tenía.

Sin más, continué:

—Hola, mi nombre es Harper Sloan. Esto será difícil, así que lo diré y ya. Si están viendo esto, significa que hoy he muerto…

Si hubiera sabido, diez días atrás, que hoy me encontraría negociando mi destino de cara a la muerte, le habría dicho a mi familia cuánto la quería y habría contactado al chico especial de la sala de radio de la universidad para ir a una primera cita y así pasar la página de mi todavía tibio pasado. Pero nunca había sido de las de ese tipo, las que se tomaban la vida con liviandad, y en este momento no ayudaba mentirme.

Por el contrario, funcionaba cuando dejaba que el tiempo trans­curriera en silencio mientras hacía mis correspondientes duelos.

Lo paradójico era que, de finales ligeros, terminase encontrándome con un desenlace inminente que no tenía solución. Ese que, sin importar el sufrimiento previo, sucedería. Me topé de cara con mi propia muerte.

CAPÍTULO 2

Día uno

Harper Sloan

Despegar, con mis propias alas, del pequeño mundo en el que había nacido, lejos del molde al que había pertenecido toda la vida, era una de las ventajas más grandes de haberme mudado lejos de casa.

Por otro lado, y por mucho que quisiera enterrar los recuerdos, no podía hacer caso omiso de que, además, dejaba atrás un pasado que había resultado tan abrumador como incoherente para una adolescente.

Se solía hablar de los peligros en las escuelas y nadie en su sano juicio se olvidaba del tema por mucho tiempo, ni aunque se lo propusiera, ya que siempre alguna noticia nos devolvía a la desgarradora realidad de un coletazo. Pero, en mi caso, era de las que creían que no podía pasarme nada de eso, que pertenecía al grupo de bajo perfil, a las que la vida no las sorprendía en demasía y, como premio consuelo, la ofrenda por ello se traducía en ser invisible hasta de cara a las tragedias.

Ahora mismo me quedaban pocos meses para recibirme de periodista y todavía no había resuelto qué quería hacer una vez que estuviera totalmente libre. Una parte mía soñaba en silencio, silbando bajo, con el proyecto de escribir historias que llegaran a algo grande, y eso lo podía hacer tanto desde un periódico, como desde mi computadora, en la comodidad del apartamento que compartía con Brooklyn y Jo.

En el fondo, y siendo honesta conmigo misma, sabía que en algún momento quería alcanzar el mundo de la literatura, pero, por el momento, y transitando en primera persona una lenta búsqueda de pasantías, prefería contentarme con el hecho de ganar dinero a cambio de hacer algo vinculado a las letras y, con un poco más de suerte, también a la investigación.

Levanté la vista hasta posarla en el punto habitual de mi ventana. Ese por el que había pasado una parte importante de mi vida el último año. El apartamento de enfrente se encontraba despojado de almas, aunque amueblado como hasta hacía pocos días.

El torbellino que supuso que todo se derrumbara no solo había arrastrado lo que me quedaba de inocencia, sino también una parte relacionada con la moral que creía tener. Pero de creencias no se construía la vida terrenal. Y cuando las cosas efectivamente pasaban, había que ser demasiado fuerte como para seguir por la supuesta línea correcta.

En eso, la luz se encendió y, anticipándose su sombra, noté que Mina había llegado.

Desde mi ventana solo llegaba a ver de su cintura para arriba, pero habría asegurado que arrastraba los pies al caminar.

Apoyó las llaves en un pequeño plato decorativo que se encontraba en la mesa baja del cuarto de estar y se quitó el saco arrastrando la cartera cruzada, todo de una vez, para finalmente desplomarse en el sillón. Juraría haber escuchado, calle de por medio, un suspiro agobiante.

Hasta ese momento, jamás había visto a Mina así, y aunque motivos no le faltaran, incluyéndome como coautora del más importante, sentí cierta decepción de mujer a mujer. Aunque, más bien, siendo una de las grandes responsables de su aflicción, esto se debiera a mi deseo de que estuviera mejor de lo que parecía y así yo poder apagar algo de la culpa que hoy se sumaba a mi tormento.

Mientras alimentaba el idilio con mi reciente y fresca obsesión por la vecina de enfrente, Brooklyn apareció por el pequeño hueco de mi puerta entornada.

—¿Qué hay, Sloan?

—No mucho. —Me acomodé para no levantar sospechas. Nadie sabía sobre ellos, y mucho menos Brooklyn, que era una de las personas más transparentes y leales que conocía. Imaginaba que, de enterarse, probablemente se activaría cierta incertidumbre sobre nuestra amistad y sobre mi calidad de persona, y no podía perderla. No a Brook, que era mi pilar.

Me miró como si debiera haber sabido de antemano lo que venía a decirme.

—¿Qué sucede? —Le enseñé los dientes exageradamente y me limpié las paletas con el dedo, como si estuviera lidiando con un pedacito de orégano entre ellas—. ¿Ahora?

No dejaba de sorprenderme la forma en la que funcionaban los vínculos. Personas que hoy éramos inseparables como Brook, Jo y yo, a las que, en verdad, nos había unido solamente la necesidad. La oportunidad del momento exacto de haber precisado conseguir apartamento con urgencia se barría las glorias de las raíces de nuestra amistad, pero no parecía importarles a ellas y mucho menos a mí.

Brooklyn se paró frente al espejo, que, por supuesto, estaba orientado a mi corta estatura y no a su metro setenta, perfectamente adecuado para el modelaje.

—Ya no sé qué haré contigo. —Suspiró—. Es sábado, no sé si lo recuerdas.

En pocas horas, se realizaría una marcha lgtb en contra de los actos violentos producidos recientemente, que pasaría por la esquina de casa alrededor de las cinco de la tarde. Sabía que se trataba de un acontecimiento importante para Brook, además del día de su cumpleaños, que se avecinaba en breve.

—Disculpa, por supuesto que iré. —En realidad, lo había olvidado por completo.

Brooklyn sonrió a través del espejo y batió su larga cabellera rubia dorada por sobre los hombros. Luego, se levantó la remera dejando entrever el abdomen, que había pintado recientemente con un arcoíris por encima del ombligo, en el que ya llevaba un piercing siguiendo ese mismo concepto.

—¿Irá Jo? —pregunté, notando que ni siquiera sabía dónde estaba.

—No lo sabe aún. Dijo que está trabajando en algo nuevo para su tesis y que se sumará más tarde si logra llegar a tiempo.

Sabía que a Brooklyn no le hacía demasiada mella que Josephine fuera parte o no. Si bien las tres éramos amigas desde hacía los mismos cuatro años, algo especial entre ella y yo se había desatado desde la primera mirada, en la semana de orientación de la universidad.

A Jo la habíamos conocido unos días más tarde. Estaba llorando en uno de los cubículos del baño de damas. Decía que extrañaba a su familia y que no sabía si tenía lo necesario para sobrellevar aquella experiencia.

Brooklyn, que, recuerdo como si fuera ayer, llevaba unos pantalones deportivos color rojo, se arrojó al suelo y se deslizó de forma fluida mirando hacia arriba por la puerta del pequeño baño. Esto nos hizo reír tanto a Jo como a mí al unísono, instantes antes de vernos siquiera a la cara. Su risa fresca y hasta algo infantil me dio la pauta de que se trataba de una persona confiable. A los pocos días, le ofrecimos el lugar que nos sobraba en casa, puesto que ninguna de las dos había querido parar en los dormitorios del campus, y costearlo entre las tres sería mucho más llevadero.

Yo, porque lo social nunca se me había dado muy bien, y Brooklyn, porque solo se llevaba bien con la gente que consideraba digna de su atención, lo que achicaba considerablemente el círculo. Así fue como, al llegar Jo, que de las tres era la más condescendiente con los desconocidos, nuestro grupo tuvo la pata que faltaba, una más dedicada a caer bien y gustar. Supongo que cada una completaba sus vacíos con un extra de acciones innecesarias.

—¿Irá Trisha hoy? —bromeé antes de que Brook desapareciera por mi puerta. Escuché que masculló una burla en respuesta a mi maltrecho comentario, basado en una reciente ex, que en su momento había parecido ser el eslabón perdido, pero más bien había terminado por convertirse en King Kong.

Cuando volví a la soledad de mi privacidad, levanté la vista, pero Mina ya no estaba. Solo una pequeña lámpara echaba luz a la porción que alcanzaban a ver mis ojos. Como un recorte al óleo de una escena cotidiana, que cada día se había ido apagando, conmigo como principal testigo, protagonista y autora.

Supuse que no sabría nada de John. Tampoco me enteraría. Hoy lo único que me importaba era saber que conmigo se había portado como un cobarde y que, luego de desaparecer como un perro herido entre las sombras, no solo había dado de baja sus teléfonos, sino que ahora también me volvían rebotados los correos.

Once meses antes

Acababa de volver a la ciudad, luego de visitar a mi familia en Saltwood. En esta ocasión, la novedad que traía conmigo, además de ropa nueva para el invierno, era que mi madre se casaría con Tom, después de años de evadir conscientemente el hecho vergonzoso de que una divorciada con hijos volviera a sucumbir al matrimonio.

Así fue como, a poco de la celebración navideña, Tom se disfrazó de Santa Claus y apareció en nuestro pequeño cuarto de estar de siempre con el anillo que haría emocionar a Patsy casi hasta las lágrimas, o al menos eso intentó fingir. Y no es que no estuviera feliz, sino que mi madre nunca había sido una habilidosa en el arte de las emociones, sobre todo si se trataban de esas que podían delatar cierta flaqueza.

Noah echaba miradas extrañado desde la otra punta de la sala y, en ese momento, sentí la nostalgia de no haber tenido un vínculo de mayor camaradería. Compartíamos el humor ácido sobre la vida, por lo cual no habría sido difícil, pero creo que el hecho de que fuera tan pequeño cuando nuestro padre se marchó había quebrado un capítulo en nuestra vida. En efecto, que yo creciera sabiendo que nuestro padre era un canalla y él no.

Así, nuestras peleas se volvían cada vez más cotidianas e iban minando cualquier tipo de cariño o predisposición para generar una relación más sana. Le dimos prioridad a eso y mi madre imagino que no tendría las herramientas ni el estado de ánimo para ayudarnos. Es que, durante muchos años, fuimos nosotros su sostén y no al revés. En aquel mismo salón de sillones marrones de cuero gastado, su rostro todavía hinchado me daba la certeza de que algo malo sucedía, aunque mi corta edad no podía ponerlo en palabras. Así que me remitía a hacerla reír, con pequeños shows e intervenciones en los que copiaba a las estrellas del momento. Todavía recordábamos cuando aparecí con sus mallas negras y el sombrero que había pertenecido a nuestro abuelo, simulando ser Liza Minnelli. Aquella noche lloró, pero de risa, y me hizo sentir bien. Pero esto duraba poco y yo me quedaba sin ideas.

Un buen día llegó Tom y fue algo semejante a nuestra salvación. Mamá reía y parecía tener estabilidad; aunque ahora mismo, a la distancia, sepa que no es bueno depositar tu felicidad en el afuera, la llegada de Tom fue algo positivo para nuestra pequeña familia.

Mientras desempacaba para poder acostarme al menos unas horas y luego ir a cursar, escuché gritos provenientes de afuera.

Caminé rápidamente hacia la ventana y la abrí hasta la mitad, con sigilo, de manera de no congelarme ni ser escuchada, en el intento de fisgonear.

Abajo, una pareja discutía acaloradamente. Los gritos de ella parecían desdibujarse hasta convertirse en algo semejante a una cacatúa. Y él intentaba calmarla para no montar un espectáculo en plena calle a la madrugada. Algo habría hecho.

En eso, mi vista fue hacia el edificio de enfrente y un muchacho que estaba asomado a su ventana, sonriendo al contemplar a la pareja desbordada, me miró con cierto desconcierto genuino en el rostro. Sus ojos, puros y chispeantes, de color miel, se encontraron con los míos. En ese momento, Brooklyn abrió la ventana contigua a la mía y comenzó a gritarles a los nuevos Roses que se callaran la boca. Como seguía semidormida, bajó el vidrio y la persiana americana casi sin mirar, y volvió a dejarnos solos, con la angosta calle de por medio y, ahora, el silencio.

Intentó gritarme algo, pero intuí que tuvo miedo por Brooklyn, así que me pidió que lo esperara, haciendo un gesto con las manos, y desapareció por unos segundos.

El vacío se apoderó de mí. Su aura de candidez me acababa de volver una adicta sin intenciones de recuperación y solo quería que regresara, para disfrutar nuevamente de aquella sonrisa tan suave, como si no conociera la maldad del mundo.

Enseguida se concretó mi fantasía. “Hola, soy John”, rezaba una hoja en blanco, escrita con fibrón negro. Revoleó los ojos porque, a pesar de tratarse de un acto bochornoso, parecía gozar de una inocencia que había escapado al paso del tiempo.

¿Cuántos años tendría? Se lo notaba algo mayor que mis veintidós, pero no tanto como para que me diera escozor pensarlo de una forma sensual, es decir, no superaba mi límite, que era de cuarenta.

Busqué una hoja en la que responder, pero sin éxito terminé enfocándome en el único trozo de algo en blanco que había en mi habitación, por lo que tomé la caja del pedido de pizza que nos había llegado aquella noche.

“Yo soy Harper”. Y justo al lado dibujé una sonrisa bobalicona de la que me arrepentí en el instante en que se la mostré.

Si Brooklyn hubiera entrado en ese momento a la habitación, sus burlas se habrían sostenido hasta tiempos remotos, pero seguramente ya estaba roncando con una pierna colgando afuera de la cama.

Es que podía ser igual de bella como de desordenada. Nunca se había llevado bien con lo etéreo, a pesar de dar esa imagen hasta tanto abría la boca. Por eso, incontables hombres trataban de seducirla sin éxito, sobre todo, productores cinematográficos, que intentaban capturarla para la industria, algo que conocía de primera mano, ya que sus dos padres pertenecían a aquel universo y se habían deshecho en discursos de lo nocivo que era pertenecer, de manera tal que Brooklyn se mantuviera lo más lejos posible. Claro que no contaban con su aspecto. Y eso sucede cuando eliges a la carta a la persona que donará el óvulo. Conociendo a Steve, había preferido que proviniera de un linaje europeo, aunque ahora estuviera inmerso en un viaje zen al centro del espíritu.

Como sea, ahora su hija era una diosa bisexual, que desde hacía cinco años no tenía una pareja masculina, pero parecía no animarse a dar el salto total.

En eso, vi que él había vuelto a escribir otra hoja, en esta ocasión, un número, que, a juzgar por su característica, era un móvil nuevo, ya que los códigos de área habían cambiado en los últimos meses, dividiendo a quienes estábamos desde antes de los recién llegados.

Lo agendé en mi teléfono como “John, el vecino” y decidí mandarle el primer mensaje de lo que esperaba fuera una optimista conversación. Noté que, hasta esa noche, jamás me había asomado a la ventana en los tres años que llevaba viviendo allí y que, posiblemente, me habría perdido algunas experiencias más por ser tan ostra.

Pero, ahora mismo, no dejaría que volviera a suceder, así que, teniendo en cuenta que estaba lo suficientemente desvelada por el viaje y por este reciente acontecimiento, los minutos se convirtieron en horas y así nos mantuvimos, conversando a través de mensajes al móvil, hasta que se comenzó a vislumbrar un horizonte levemente más claro que alertaba que, en breve, un nuevo día calendario nacería.

Nuestra conversación callada de miradas, a través de la ventana y de un teléfono, llegó a su fin, pero gracias a ella supe que John se apellidaba Levine-Bannister, que era escritor y que tenía una novela publicada hacía dos años, que había sido un gran éxito.

También, que se acababa de mudar al vecindario y que quería verme esa noche, en el mismo lugar.

Debí saber que si, en un período de tiempo tan amplio, había obviado darme uno de los datos más relevantes de su vida, no se había tratado de un error inocente, sino, más bien, de una información que, existía la posibilidad, hubiera cambiado mi decisión acerca del futuro. Con justa razón, siendo que el último año que viví escondiéndoles mi amor a todos podía ser el último que estuviera con vida.

Mientras me preparaba para acompañar a Brooklyn a la marcha, Josephine entró por la puerta, sosteniendo cuatro libros pesados y respondiendo algo en voz alta hacia el corredor de nuestro quinto piso.

—Lo haré. Muchas gracias. —Continuó sonriendo sola, en una suerte de conversación consigo misma, mientras dejaba sus cosas sobre la mesa—. Es maravillosa. Realmente lo es. —En ese momento, de pronto, me habían cambiado a Josephine por un modelo extrovertido. Nunca antes la había visto tan jocosa, sino que solía ser más bien retraída, producto de una trayectoria escolar signada por el bullying, que la había marcado de tal forma que le costaba explorar sus aires de elocuencia.

—¿Quién?

—Eve.

—¿Eve Ross? ¿Nuestra vecina? —Intenté sacarle algo más.

—Sí, es muy divertida. Estaba llegando a casa, hace poco menos de una hora, y me la encontré en el corredor. Una cosa llevó a la otra y, de golpe, me vi haciéndole una entrevista en medio de su sala de estar. —Levantó la cabeza simulando un acto heroico y sus rizos negros colgaron por entre sus anteojos.

—¿Y cómo piensas linkear tu temática sobre el impacto de las redes sociales en las tradiciones… con Eve Ross?

—Cambié el ángulo. Luego de hablar con mi profesor adjunto, decidimos que lo mejor era ir en otra dirección. Pero si hubiera sido ese el caso, es muy sencillo, Eve Ross ha sido una gran actriz de los años dorados de Hollywood, que ahora mismo está palpando su ocaso. Eve Ross es víctima del boom de las redes sociales. Quedó desfasada, en una época que ya no la valora.

Si bien sabía que no era ese su problema, sino más bien su mal genio y adicciones varias a lo largo de su vida, dejé que Jo fuera feliz con su hipótesis. Así como sobre el hecho de que los años dorados de Hollywood habían sucedido cuando Eve Ross recién estaba naciendo.

—Me pidió que te dijera que algún día pases a visitarla. —Guiñó un ojo, todavía exultante, y yo me remití a levantar un pulgar en el aire.

No bien nos habíamos mudado allí, Eve Ross me había cautivado y solía pasar muchas de mis tardes en su casa, conversando y conociendo su historia, que era tan breve como atractiva e intensa. Pero, con el correr de los años y las responsabilidades crecientes, tuve cada vez menos tiempo hasta llegar a evitarla por miedo a que intentara abducirme en su apartamento. Sumado a esto, cerca de Eve Ross yo me convertía en una versión distinta de mí. Era la única persona que me había visto fumar cigarros alguna vez y también la única que sabía lo de John, mientras duró. Conocía la antesala de mi lado oscuro y hoy no podía permitirme flaquear y volver a caer en eso. No por un hombre.

Tal vez hoy evitarla alimentaba mi ceguera forzada sobre lo sucedido. Si no la veía, no tenía que dar explicaciones y, por lo tanto, tampoco revivirlo.

Ya de por sí, el naufragio en mi interior, desde el abandono de John, era difícil de camuflar ante las chicas. Desde entonces, dormía poco, mi estómago se encontraba tan cerrado como un puño y ahora, sin Eve, no tenía con quién hablar, excepto con mi terapeuta, pero a ella le pagaba por hacerlo.

Nadie podía ayudarme a sanar. Eso debía hacerlo sola, y, aun así, allí estaba, hacía treinta días y casi quince horas, sola en todos los aspectos en los que una se puede sentir así. Sin amor y sin ganas.

Caminé hasta el pequeño mueble vidriado en el que reposaban nuestras tazas en exhibición. Cada una tenía un significado especial. Pasé de largo por la que había comprado unos días antes de la ruptura y tomé la primera que había tenido al llegar a la ciudad.

—Imagino que no irás a la marcha —solté con convicción hacia Josephine, intentando que mi tono al menos le diera algo de culpa por dejarme sola en esa.

—El deber llama, querida colega. —Ambas estudiábamos lo mismo, solo que ella se graduaría poco antes que yo, porque había logrado sumar los puntos necesarios los años pasados, mientras yo me encontraba en medio de mis baches emocionales.

De vuelta en mi cuarto, algo en mí se debatía al observar a Mina. No sabía si lo hacía por curiosidad o porque, en el fondo, esperaba que él regresara. Por el momento, lo único que tenía por seguro era que Mina pasaba sus días boyando entre el sillón y la heladera.

¿Acaso John le habría contado lo sucedido entre nosotros antes de partir?

No lo creía. Conociéndola, al menos a través de la ventana, intuía que habría cruzado para tomarme por los pelos. John solía hacer hincapié en su fuerte carácter y su inestabilidad emocional, motivo por el cual no terminaba nunca de dejarla, por miedo a que hiciera alguna locura.

Salimos con Brooklyn a eso de las cinco menos diez de casa, para esperar a la marabunta de gente y unirnos a ella en cuestión de minutos. Y así fue, solo que Brook enseguida se encontró con algunos conocidos y conocidas de otros ámbitos, lo que me liberó a las pocas horas, bajo el pretexto de que la dejaría disfrutar con los suyos y aprovecharía para estudiar un poco más en casa.

Entre el bullicio de la fiesta y su adrenalina en esos momentos, fue fácil escurrirme sin que se enojara. Más tarde, al volver a casa, me enteraría de si se encontraba ofendida o mi actitud había pasado inadvertida, sin grandes complicaciones.

Mientras desandaba las pocas cuadras que distaban hasta casa, una bocina estrepitosa sonó tan fuerte junto a mí que me hizo saltar en el lugar. El hombre bajó la ventanilla y me pidió disculpas. Enseguida, una mujer salió de un edificio y se subió en el asiento del acompañante, le dio un corto beso en la mejilla y llevó la vista hacia el frente. Segunda cita o primos. Solíamos jugar a eso con mi amiga de la infancia, Alex Crusoe, cuando éramos dos adolescentes. Ahora mismo, no había encontrado una camaradería semejante con nadie más que con ella y eso, por momentos, me generaba cierta nostalgia. Sobre todo, porque con Alex ya no teníamos relación, desde un año antes de terminar la escuela, y no tenía idea de qué sería de su vida, puesto que sus redes sociales se remitían a escasas imágenes de cualquier objeto o lugar que no fueran ella ni cualquier otro ser humano.

Josephine se encontraba encerrada en su habitación, así que aproveché para darme un baño antes de que Brooklyn llegara y tomara control de la casa, cosa que sucedía a menudo.

Un mensaje de mi madre me hizo salir antes de la ducha, un poco porque, aunque no quisiera admitirlo, todavía esperaba que John me contactara y, otro poco, porque la adicción hacia el mundo virtual crecía todos los días un poco más.

Ahora mismo, la creación de mi primer blog de escritura me mantenía más horas que nadie en la computadora, sobre todo por estar tan vinculado a mi tesis final.

La imagen que congelaba mi esencia ante los lectores se encontraba a medias, como yo. Un libro cubría la mitad de mi rostro, dejando entrever que tenía cabello oscuro y largo, y piel clara. Brooklyn decía que no tenía que avergonzarme de mi nariz, puesto que, sin ella, yo no sería Harper Sloan. Y en verdad, no era eso lo que había provocado que no mostrara mi cara, a pesar de no tener una de revista, sino que, desde hacía mucho tiempo, prefería el anonimato en mi vida. La escritura, en parte, era eso, aunque estos días ya me perfilara un poco más expuesta que antaño.

Tomé de mis borradores la última nota que había escrito, para prepararla y publicarla esa misma noche, mientras mi cabello todavía goteaba sobre la alfombra de la habitación. Cuando la tuve lista, ingresé al foro de estudiantes, en el que los alumnos compartíamos opiniones sobre diversos temas de interés, y les pasé el nuevo artículo que hablaba sobre la similitud entre el último asesinato de un hombre de raíces afroamericanas a manos de un policía y el caso que defendía Atticus Finch en Matar a un ruiseñor. Y sobre cómo la sociedad de hoy, por momentos, volvía a preceptos cavernícolas en relación con la segregación y el racismo.

Enseguida, muchos de los miembros del foro empezaron a comentar el artículo. Aparentemente, este los había impactado de forma positiva. Sonreí con cierto disimulo a pesar de estar sola. Algo en ser la mirona de la ventana durante todo el último año me había convertido en mi propia comidilla y ahora mismo pensaba que, aún con las cortinas cerradas, alguien podría verme. Noté que este pensamiento acababa de activar mi ansiedad, así que recurrí a mi salvavidas. Abrí otra pestaña e ingresé al espacio que me había sostenido durante casi todo el último año. Un foro social construido a partir de los fragmentos rotos de todos nosotros. Los sobrevivientes. El anonimato nos protegía, la única obligación era que nuestro nombre tuviera un dato relevante de nuestra ciudad.

El usuario detrás de DakotaDarling, como siempre, contaba algo novedoso. La semana pasada había sido una historia sobre alguien que conocía en su ciudad, que juraba haber salido de la matrix por unos instantes y haberse topado consigo misma unos años después, ya casada y con una panza de varios meses de embarazo. El tiempo pasó y la muchacha conoció al hombre que sería su marido. Finalmente, para cuando estuvo encinta, se esperó y logró verse a sí misma, mucho más joven, esos años atrás.

La grieta con respecto a estos temas, que para mí entraban en la solapa de “creer o reventar”, se abrió un poco más, incluyendo ahora a quienes, devotos de ciertas religiones, mandaban a Dakota de vuelta a donde había salido.

A mí me caía bien. Sabía que la había pasado mucho peor que yo y que una cicatriz cruzaba toda su espalda, producto de una bala de su agresor, quien había sido, hasta pocas horas antes del hecho, su compañero de banco, pero que, una mañana, había decidido ir a la escuela vestido como militar y portando un arma de guerra.

Una tal Tess_67_Winsc contó con entusiasmo que acababa de probar la teoría de Dakota y que había pasado con éxito aquel examen social. Intrigada, busqué más arriba para saber de qué estaban hablando. Los chats quedaban grabados de manera tal que todos pudiéramos leerlos de forma desfasada y así ponernos al día. Éramos un grupo de diez y si bien nunca nos habíamos conocido por las grandes distancias que nos separaban, el sentimiento de unión y cercanía se mantenía desde el día uno hasta hoy.

Misuro prefirió no decir lo que había encontrado por su parte. Todos rieron y alguien mandó una imagen animada extraída de la web, en la que a una muchacha se le atascaba su pantalón deportivo mientras corría en una cinta de gimnasio, provocando que se le viera el trasero en público.

Cuando finalmente llegué al primer mensaje de DakotaDarling, me enteré de que la anécdota del día consistía en buscarse a sí mismo en internet, para así saber qué tipo de cosas aparecían sobre uno de cara al mundo.

Imaginé que Misuro habría hallado algo escandaloso o hasta bochornoso, y que por tal motivo no quería compartirlo con el resto del grupo. Mientras los demás seguían hablando, la curiosidad en mí terminó por matar al gato y abrir una última pestaña.

Lo peor que podía encontrar era una noticia de la primavera de cinco años atrás, en algún portal que todavía no hubiese respetado mi amparo de protección, cuando a Randy Holmes se le ocurrió entrar a la escuela e intentar derribar a todo el alumnado a tiros.

Pensar en eso nunca me había llevado a buenos lugares, pero al menos en los últimos años ya no me hacía desembocar en una crisis de ansiedad. Sacudí mi cabeza para así dejar ir los pensamientos que atormentaban mi guardia baja y tipeé mi nombre completo.

Mientras el aire que salía de mi boca evocaba un leve silbido, le di enter al teclado y, luego de algunos segundos que se demoró en cargar, apareció.

Torcí mi boca con una mueca, en un acto de incredulidad, aunque por dentro la confusión crecía a una velocidad tan grande que me hizo tambalear de la silla. No intenté racionalizar cómo fue que no me caí al leer el primer dato que me arrojó la búsqueda. Se trataba de un titular, tal vez el más terrorífico que había leído en toda mi vida. Peor que el tiroteo de mi vieja escuela.

Mis manos comenzaron a sudar. Lo noté cuando apreté los puños en tensión.

No obstante, abrí aquel link esperando lo mejor, es decir, que se tratara de una broma de esas que se programan con un dato cualquiera, que luego les envías por e-mail a tus amigos y los haces asustar. Pero no.

El titular rezaba claramente mi nombre:

HARPER SLOAN FUE HALLADA ASESINADA, EN LAS PROFUNDIDADES DEL BOSQUE DE SALTWOOD

Mi propia muerte en mi pueblo natal, publicada en el diario de aquella localidad. Y la fecha en que decía suceder todavía no había llegado, sino que restaban diez días. Abrí el calendario de mi portátil y me fijé exactamente qué día sería. No este, sino el próximo lunes.

Esto era tan real como el aire que respiraba. Y, además, nadie en el foro podía saber quién era yo, ya que nunca nos habíamos pasado nuestros nombres reales ni nada parecido. Busqué rápidamente si alguien más había alertado sobre este tipo de broma macabra. Nada.

Decidí investigar un poco más la administración del foro, para saber si llegaba a algún contacto de carne y hueso, con quien pudiera hablar en privado, pero todo era hermético, así como nuestra confidencialidad. Motivo por el cual había elegido compartirles mi historia. Touché!

Abrí una cuarta pestaña y busqué a otras personas que tal vez se llamaran Harper Sloan. Nunca antes lo había hecho. Así como tampoco me había buscado a mí misma en internet.

El único que aparecía era un hombre que vivía en Canadá y que poco tenía que ver conmigo o con mi pueblo. Mis piernas se encontraban petrificadas. Noté aquel detalle cuando me invadieron las ganas de correr aun sin rumbo fijo. Todo era extraño y poco creíble a la vez, aunque, de todas formas, la idea de verme allí muerta me hacía sentir extremadamente incómoda. En la práctica, cualquier ser humano coherente hubiera cerrado la página y, luego, llevado su entero foco a la siguiente porción de pizza, pero yo venía de un pasado incoherente, que poco había tenido de esperable o predecible, y desde hacía años mi psicoanalista se deshacía en trabajar el trauma por haber estado a punto de morir, que había provocado mi desconfianza en la gente. Para mí, siempre todo sería posible y, especialmente, todos serían sospechosos.

Buscar a Brooklyn en la fiesta a la que iría luego de la marcha no era una opción. Meterme en un mar de personas, a esa altura alcoholizadas, no ayudaría. El ruido tampoco. La segunda posibilidad era acudir a Josephine, pero, conociéndola, se reiría y diría que se trataba de una de esas bromas de internet. Luego, me mandaría a dormir la mona, creyendo que había bebido.

Volví a tocar la tercera solapa y, arraigándome a algún tipo de acto de supervivencia, imprimí el artículo. Releí el titular y luego la bajada:

La muchacha era una sobreviviente del tiroteo de la escuela local y soñaba con convertirse en periodista. Una vida más que quedó trunca a manos de un delincuente.