Digan adiós a la muchacha - Alba Flores - E-Book

Digan adiós a la muchacha E-Book

Alba Flores

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Beschreibung

Premio Adonáis 2017 en su 71.ª convocatoria, "por representar con compleja sencillez y precisas dosis de ironía y de sorpresa, con gran poder evocativo y plasticidad visual, la despedida de la adolescencia", según afirmó el jurado.Ciertamente, esta es obra que expresa el desencanto y la tristeza de tener que hacerse adulto, y no porque el paso del tiempo actúe inexorablemente sobre los seres humanos, sino por el doloroso trance que supone tener que dejar atrás tantas cosas, circunstancias e individuos que fueron motivos de felicidad. Cargado de expresiones coloquiales, de intenso lirismo, directo, vivencial, muy cercano a una tradición de poesía de enorme calado biográfico, escrita desde la verdad de la vida, y en la que poeticidad y emoción se iluminan mutuamente.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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DIGAN ADIÓS A LA MUCHACHA

ALBA FLORES ROBLA

DIGAN ADIÓS A LA MUCHACHA

ADONÁIS

658

EDICIONES RIALP, S. A.

Madrid

© 2018 by Alba Flores Robla

© 2018 de la presente edición, by

EDICIONES RIALP, S.A. - Colombia 63 - 28016 Madrid

ISBN: 978-84-321-4945-0

ePub producido por Anzos, S. L.

NOGAL

MIENTRAS el nogal se partía,

me hubiera gustado tenerte a mi lado.

Mientras las ramas caían unas sobre otras

y se amontonaban en la tierra,

mientras la lluvia caía con insistencia

y empapaba el pelo de mi abuelo

y los huesos de mi madre,

mientras mi hermana lloraba dentro de la casa

y todo crujía y hacía frío.

Mientras tú no estabas ahí

y las cosas pasaban rápidamente,

yo pensaba lentamente en toda la gente

que, a la sombra del árbol,

se había quedado alguna vez dormida.

Mientras no me quedaba de otra,

yo pensaba con tristeza en toda la gente

que, como yo,

había encontrado un hueco entre las hojas,

un resquicio azul,

y te había mirado.

CASAS VIEJAS CON ALMAS VIEJAS

HEMOS cerrado la casa del pueblo.

Hemos puesto una tabla en la puerta.

Así no entra el viento y el agua,

dice mamá.

Así no se estropea la madera,

dice el abuelo.

Así no nos roban los vecinos,

dice mi hermana.

Hemos cerrado la casa del pueblo.

Hemos bajado las persianas,

apagado las luces,

vaciado la despensa,

recogido las sillas de la huerta.

Habrá que volver a los Santos.

Pero no bajaremos hasta la casa,

dice mamá.

Solo iremos al cementerio,

dice el abuelo.

Como todos los años,

dice mi hermana.

Y yo digo

pobre casa,

todo el otoño sola,

todo el invierno sola,

toda la primavera sola.

DICIEMBRE

EN diciembre de 1991,

cuando mi madre tenía veintitantos años y tu madre tenía veintipocos años,

cuando mi madre preparaba su boda y tu madre preparaba tu nacimiento,

y mi madre se probaba el vestido de perlas frente a la ventana

y miraba a tu madre que, al otro lado de la calle

—justo al otro lado, en línea recta,

al final del cable de la luz que une nuestras casas y sobre el que se posan los pájaros—,

se tocaba el ombligo hinchado frente a la ventana,

no había nevado todavía.

Y cuando días después

mi madre decía sí quiero dentro de una iglesia,

y tu madre te acunaba dentro de un hospital

ya no llores más por favor

estate quieto mi niño,

afuera en la calle

no había nevado todavía.

Y en diciembre de 1992,

cuando exactamente un año y veintitrés días después de ti,

nací yo,

mi madre ya no se encontraba al otro lado de la calle siguiendo el cable de la luz en línea recta,

y entonces tampoco esta vez

ni en tu ciudad ni en mi ciudad

había nevado todavía.

DICIEMBRE (PARTE 2)

EN diciembre de 1995,

cuando Jonathan ya había cumplido los cuatro años y yo aún no había cumplido los tres,

llegaste al mundo en forma de bolita de carne y tenías el pelo

más rubio que tu hermano.

No recuerdo cuándo te conocí,

pero recuerdo que tenías la nariz chata y pequeña como un botón

con dos agujeritos para respirar y pasar el hilo.

Casi siempre llevabas la cara y la ropa llenas de azúcar,

entrabas en la cocina de mi casa y exigías atención.

Cuando hacía frío

jugábamos a las cartas encima del hule y cerca del fuego.

Cuando hacía calor

nos quedábamos bajo el manzano,

las piernas estiradas en las sillas de plástico,

el aire quieto.

Mi madre te acariciaba la cabeza y te llamaba hijo mío.

Si lo pienso ahora,

me parece que no fuiste muy feliz en esa época,

llorabas mucho por muchos motivos diferentes:

encontrar las puertas cerradas

recibir golpes

caer de la bicicleta.

Era fácil acostumbrarse a verte sonreír cubierto de sangre.

¿De verdad son posibles en una misma persona tantos accidentes?

Y aún tengo grabado en mi mente

el sonido impaciente

de tus manos

contra la madera.

La primera vez que me viste conducir un coche dijiste

cómo y qué rápido cambia la vida

creciste tarde

sigues tal vez creciendo todavía