Donde habitan los reflejos - Ricardo Daniel Comelli - E-Book

Donde habitan los reflejos E-Book

Ricardo Daniel Comelli

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Beschreibung

Donde habitan los reflejos te sumerge en una historia de amor, misterio y transformación que atraviesa el tiempo y persiste incluso en el olvido. Preparate para una experiencia literaria que desafía los límites de lo humano. La vida de Mateo, gris y anestesiada por la rutina cambia por completo cuando una figura femenina irrumpe en uno de sus espejos. Esa aparición lo arrastra a una búsqueda obsesiva entre reflejos, objetos antiguos y memorias que no le pertenecen, revelándole que su destino ya ha comenzado a cumplirse. Al mismo tiempo, Lía, marcada por un pacto sellado en fuego y silencio, presencia el resquebrajamiento de su mundo con el regreso de aquel que jamás dejó de esperarla. Enfrentada al abismo entre lo prometido y su anhelo de libertad, Lía se adentra en un universo de dimensiones fracturadas, donde los espejos no solo reflejan, sino revelan. Deberá decidir si es posible transformarse sin desaparecer, sacrificarse sin perderse. Con un estilo lírico y una atmósfera envolvente, Donde habitan los reflejos fusiona lo real y lo simbólico para explorar los lazos invisibles que nos definen. No es solo una historia: es una huella que persiste más allá del espejo y se queda con vos.

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Seitenzahl: 293

Veröffentlichungsjahr: 2025

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RICARDO DANIEL COMELLI

Donde habitan los reflejos

Comelli, Ricardo Daniel Donde habitan los reflejos / Ricardo Daniel Comelli. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6731-4

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenidos

Agradecimiento

Prólogo

Capítulo 1: Mateo

Capítulo 2: Un rostro en el reflejo

Capítulo 3: Lía

Capítulo 4: Donde nace lo invisible

Capítulo 5: La trampa de los reflejos

Capítulo 6: El latido de un destino

Capítulo 7: La mutación del silencio

Capítulo 8: Entre el tiempo y la memoria

Capítulo 9: La huella del destino

Capítulo 10: El visitante de sí mismo

Capítulo 11: Todo lo que esperaba despertar

Capítulo 12: Capítulo final - Donde nadie pudo esperar

Epílogo

Mensaje final al lector

A mi hija, Lula Comelli, el amor de todas mis vidas, mi luz inagotable, mi inspiración eterna. Gracias por mostrarme el amor en su forma más pura y verdadera. Superaste ampliamente mi imaginación.

A mi viejita Rosario, que con 93 años y el velo del Alzheimer aún me pregunta si he comido.

A mi viejo Ricardo, a quien se llevó Dios… y si yo hubiese sido Dios, también me lo habría llevado.

A mis hermanos, Mariano y Pablo.

A mi sobrino Eze.

A Anita, mi cuñada, ejemplo sereno de fuerza y de lucha.

A mis amigos de toda la vida: Tony, el Negro, Falucho, el Tolo, Carloncho y Ari.

Agradecimiento

Quiero expresar mi profunda gratitud a Virna Viladrich, cuya generosidad y mirada atenta enriquecieron este trabajo con sus valiosas correcciones y sugerencias. Su acompañamiento fue un faro en el proceso creativo, y su apoyo, un regalo invaluable. También forma parte de la dedicatoria.

Prólogo

Antes de todo, hubo un temblor leve.

No tenía forma ni dirección, pero estaba ahí.

No era algo que pudiera verse o escucharse, y, sin embargo, persistía.

Una presencia sin rostro. Una espera que no sabía por quién esperaba.

Mateo ya estaba unido a eso.

Desde mucho antes del primer recuerdo.

Desde antes incluso de sí mismo.

No lo llamó una voz, ni lo tocó una revelación.

No hubo señales. Solo una tensión suave, sostenida, que lo envolvía sin decirle nada.

Una forma de estar acompañado por algo que nunca se mostró.

No había urgencia. No había camino marcado.

Solo una gravedad invisible que lo atraía hacia lo que aún no era.

Algo quieto. Algo verdadero. Algo que no pedía.

Y en ese vacío lleno de sentido, ya todo estaba contenido:

lo que debía ocurrir, lo que no podía no suceder.

A veces, basta con sentir.

No comprender, no nombrar.

Solo estar en presencia de algo que sucede sin ruido,

como una brasa bajo la piel.

Mateo no sabía que lo esperaban.

No sabía que ya caminaba hacia lo que no podía evitar.

Sus días eran iguales a los de cualquiera:

pasos que parecen azar, palabras que no dicen del todo, gestos que se repiten.

Pero algo en él estaba en marcha.

Había en sus silencios una pregunta que no se formulaba.

Una inquietud sin forma que lo acompañaba incluso cuando dormía.

No venía de una herida ni de un deseo,

sino de un lugar más hondo, anterior a todo eso.

Él no lo sabía,

pero ya había sido tocado por lo invisible.

Y lo invisible, una vez que llama, no se retira.

Espera.

Y cuando el tiempo llega,

abre.

Capítulo 1

Mateo

En el corazón inquieto de la ciudad, donde la ansiedad se respiraba en el denso aire y el olvido transitaba cada esquina gris, los edificios se alzaban como presencias calladas, asomándose a un cielo cada vez más distante y angosto. Su carrera absurda hacia lo alto era una metáfora de la voracidad insaciable del cemento, que devoraba espacios y almas sin distinción, dejando a su paso una estela de concreto y melancolía que se aferraba a la piel de los transeúntes, impregnando sus vidas con la esencia de la prisa y la angustia. Cuando el sol lograba asomarse entre el humo y la niebla, su luz apenas rozaba las cosas. No alcanzaba a dar calor, ni al cuerpo cansado, y mucho menos al alma. Era una promesa lejana, que casi nunca se cumplía.

En medio de esa pesada atmósfera de indiferencia que lo rodeaba, Mateo transitaba una existencia que lo consumía en un gris perpetuo, como si los colores del mundo se hubieran desvanecido solo para él, filtrados por una lente de apatía que opacaba cada matiz de la vida. El rumor incesante del tráfico, un lamento monocorde de motores y bocinas era la banda sonora ineludible de la vida moderna, un telón de fondo sobre el cual se proyectaba su propia y silenciosa monotonía, una melodía de soledad que solo él podía escuchar, un bajo continuo de existencias deshilachadas, invisibles en el caos urbano.

Mateo, un hombre de hábitos inquebrantables, era un alma solitaria que, por elección consciente o por un destino que lo marcaba con un desprecio casi cruel, prefería la penumbra discreta a la luz cegadora, la melodía de su propia quietud al rumor ininterrumpido de la vida ajetreada que lo envolvía. Se había sumergido en la calma de su antiguo departamento, un refugio donde el tiempo parecía haberse detenido, plegándose sobre sí mismo en un ciclo eterno de repetición, como un autómata que había olvidado su propósito original, inmovilizado por la costumbre, desprovisto de un motor que impulsara su marcha hacia adelante. Cada leve desplazamiento en la madera del piso, cada soplo del viento a través de las ventanas viejas era una nota en su sinfonía personal de la quietud. Los muebles, pesados y de madera oscura, se sentían como compañeros silenciosos, portadores mudos de historias de generaciones pasadas, absorbiendo la luz y la poca energía que se atrevía a irrumpir en su santuario. Cada objeto en su hogar —desde el reloj de péndulo que ya no marcaba las horas —su mecanismo oxidado, un símbolo de su propia inmovilidad vital— hasta los libros apilados en las estanterías, cuyas páginas amarillentas guardaban polvo de años y promesas de mundos inexplorados—, parecía compartir su misma quietud, su misma resignación a una existencia sin grandes giros, una existencia que él había abrazado con una serena, casi sombría, aceptación.

Sus días se deslizaban, predecibles y sin sobresaltos, entre la niebla opaca de las horas laborales, perdidas en la inercia de reportes sin sentido y la luz artificial que le robaba el alma, apagando lentamente su energía interior, y el retorno a su hogar. Las paredes de la oficina, de un blanco inmaculado que prometía eficiencia, lo encerraban en un cubículo donde la incesante sinfonía de los dispositivos informáticos era el único recordatorio de vida, un murmullo constante que parecía absorber hasta el último vestigio de humanidad. Era un engranaje más en una máquina invisible, su función apenas perceptible en el vasto murmullo de la corporación, un suspiro efímero perdido entre la multitud anónima. Ese recinto lo absorbía en una quietud que rozaba la melancolía, un abrazo silencioso que lo invitaba a una mirada interior, a la introspección de un ermitaño moderno, donde las horas se desvanecían en una monotonía que pesaba como una losa sobre sus hombros. Una resignación profunda lo habitaba, de esas que se adhieren al alma como la humedad a las baldosas antiguas: un velo casi imperceptible pero inamovible; una aceptación tácita de su papel como mero observador de la vida, distante del gran teatro que es el mundo, sin participar en sus dramas, sin aplaudir sus triunfos efímeros, sin llorar sus tragedias ajenas. La ironía no se le escapaba: vivía en medio del ruido y el movimiento, pero su alma era un remanso estancado, un lago quieto en medio de una tormenta interminable. Era un fantasma entre los vivos, una silueta que se movía sin dejar rastro. Su presencia era tan leve que, a menudo, se percibía más como una ausencia.

Cada mañana, el ritual se repetía con la misma regularidad, con gestos tan medidos que parecían coreografiados por la rutina y el paso inevitable de los años, una danza inerte en su departamento silencioso. El café humeante, siempre servido en la misma taza astillada —un pequeño acto de rebeldía contra la perfección pulcra del mundo exterior, o quizás un último soporte a la familiaridad en su vida solitaria—, era para Mateo un puerto en la tormenta, un vínculo tangible con las sombras de su abuela María. Al sostenerla, su superficie de siglos irradiaba un calor suave bajo sus dedos, una tibia promesa de paz en medio del progresivo caos de su existencia, un recuerdo silencioso de tiempos mejores que parecía detener el tiempo por un instante.

Con un cuidado casi devocional, abotonaba su camisa. Cada botón se sentía como un paso más hacia la armadura cotidiana que lo protegía del mundo, mientras el delicado roce de la tela al ajustarse a su cuerpo sellaba el ritual, como un escudo invisible que lo aislaba del ruido exterior. Luego venía la caminata silenciosa hasta la parada del colectivo, bajo un cielo de rutina que rara vez se atrevía a quebrar su monotonía con la incursión del sol. Era una extensión nublada que atenuaba cada brillo, envolviéndolo en promesas sin luces, en un perpetuo crepúsculo personal, donde los minutos parecían deslizarse sin peso. Las suelas de sus zapatos resonaban monótonamente sobre el asfalto mojado por el rocío matinal, un sonido solitario en la ciudad que apenas despertaba, indiferente a su rutina.

En esos momentos, nada en su vida parecía poseer la fuerza suficiente para sacudirlo de esa forma de existir, para transformarlo, para encender una chispa que prendiera un nuevo fuego en su interior. Era un hombre para quien la vida pasaba de largo, y para la vida, él —sus sueños— pasaban como fuegos artificiales en la noche: un destello fugaz de color que se apagaba en la oscuridad antes de poder tomar su forma.

Rastros de la infancia y de una vocación infructuosa

Mateo había nacido y crecido en un barrio que aún conservaba cierto encanto de pueblo, un enclave de casas bajas y árboles frondosos, donde los vecinos se conocían por su nombre y las tardes de vereda eran sagradas, llenas de charlas pausadas y el aroma a café recién hecho, mezclado con el dulzor de las madreselvas. Sus padres, Elena y Manuel, obreros de una fábrica textil que se erguía imponente a las afueras del barrio, le habían inculcado los valores inquebrantables de la honestidad y el trabajo duro, pilares sobre los que construyeron su humilde vida, una existencia pulida por el trabajo incansable y el brillo inherente a la moral. Personas de austeridad elocuente, con el don de la palabra justa y la honestidad en cada ademán. Su paso por la vida estaba dictado por la dignidad y una silenciosa dedicación, sin anhelar ovaciones. Su padre, un hombre robusto y tranquilo, con manos curtidas por el trabajo y la textura áspera de la lana que manipulaba a diario, poseía una sabiduría profunda, no forjada en aulas ni libros, sino en la experiencia vital y en la observación paciente del mundo que lo rodeaba. Pasaba las horas libres en un pequeño taller improvisado en el patio trasero, un refugio de herramientas y piezas viejas, donde el olor a óxido y madera recién cortada flotaba en el aire.

Allí reparaba objetos rotos, dándoles una segunda vida, un propósito renovado, con la paciencia de un artesano y la sabiduría de quien comprende que todo merece una segunda oportunidad. Su madre, de manos hábiles y mirada cálida que siempre encontraba la forma de transmitir afecto sin decir una palabra, tejía pullovers de colores vibrantes, transformando lanas en historias sin palabras, cada nudo un suspiro del alma, cada puntada un fragmento de su propio amor. De ellos, Mateo había heredado la discreción innata, la predilección por el orden meticuloso —que se manifestaba en la perfecta alineación de sus pocos juguetes o en la clasificación de sus libros— y una habilidad especial para la observación minuciosa, una cualidad que agudizaba su percepción, revelando matices invisibles para la mayoría. Así notaba la sutil rugosidad de una hoja caída, el caprichoso diseño de las nubes, o cómo la luz, al posarse, transformaba una simple superficie. No hubo grandes lujos en su infancia, ni juguetes ostentosos, ni viajes a tierras lejanas, pero sí un amor sereno que lo arropó como un manto protector, una seguridad que hoy valoraba más que nunca, un cimiento invisible en el que se sostenía su existencia solitaria, una burbuja de calma en un mundo en constante agitación.

Desde muy joven, Mateo mostró una fascinación inusual por los objetos, una conexión que iba más allá de lo material. No por su valor monetario o su utilidad práctica, sino por las historias que creía que encerraban, por el sello indeleble del paso de los años que los envolvía, como un aura invisible. Cada grieta, cada mancha, cada desgaste, le susurraba relatos de manos que los habían sostenido, de risas que los habían rodeado, de vidas que se habían cruzado con su existencia. Horas pasaba en el altillo de su abuela María, un universo de polvo y nostalgia, donde los rayos de sol filtrados por una ventana alta danzaban con las partículas en el aire, creando un ambiente mágico y suspendido en el tiempo. Allí, entre baúles llenos de recuerdos ajenos, cuyo aroma a naftalina y papel viejo lo transportaba a épocas desconocidas, tocaba viejos relojes, sus manecillas detenidas en un desvanecimiento atemporal, aunque él sentía que aún contenían la resonancia de cada segundo vivido. Fotografías descoloridas retrataban sonrisas olvidadas, rostros que se desdibujaban con el simple tacto de sus dedos, invitándolo a imaginar vidas que el tiempo había borrado. Y, finalmente, los espejos opacos, que parecían guardar vestigios de otros mundos y existencias, como si en su superficie se hubieran grabado los ecos inmateriales de realidades pasadas.

Esta curiosidad, este anhelo silencioso por desentrañar el pasado a través de lo tangible, por descifrar los secretos de los objetos, se manifestó en una vocación incipiente y ardiente: quería ser restaurador de arte, un alquimista de lo viejo, alguien capaz de devolver el brillo a lo marchito, de rescatar la belleza oculta tras el paso del olvido y el tiempo. Soñaba con infundir aliento a lo que el mundo había dado por perdido, de conferir vida en lo inanimado, de ser un puente entre el pasado y el presente. Imaginaba sus manos sobre un lienzo, devolviendo el color a una obra maestra, cada pincelada un acto de devoción, o reconstruyendo una pieza de cerámica milenaria, como si estuviera remendando el tiempo mismo, suturando las heridas de la historia. Se esforzó con una dedicación silenciosa y obstinada, sus noches se consumían entre libros de historia del arte y manuales de técnicas de conservación, y sus días, en prácticas improvisadas con objetos encontrados, soñando con el día en que sus manos se posarían sobre verdaderas obras de arte. Esas manos, aunque aún torpes y jóvenes, soñaban con rescatar el alma de las cosas en manos del olvido, con la promesa de devolverles su antigua gloria, de que volvieran a susurrar sus historias al mundo.

Pero la realidad, inexorable y contundente, se interpuso con la fuerza de un muro de hormigón. Las oportunidades en el mercado para restauradores eran minúsculas, escasas y solo accesibles para unos pocos privilegiados, una élite a la que él no pertenecía, una casta de elegidos que parecían moverse en un universo paralelo. Tras varios intentos frustrados, empleos temporales que apenas le permitían subsistir, la amarga verdad se impuso: sus quimeras se volvían un fango espeso que lo hundía en la desilusión, de la que no lograba emerger. Mateo, exhausto, claudicó. No hubo un gran fracaso estruendoso, de esos que dejan cicatrices visibles y un reguero de lamentos, sino una lenta y silenciosa rendición, un desgaste paulatino de la esperanza, como una vela que se consume en la serenidad de una habitación oscura, hasta que solo queda un hilo de humo. Sus herramientas, alguna vez prometedoras de un futuro cierto, terminaron guardadas en una caja en el fondo de un armario, testigos mudos de una vocación inconclusa, un sueño pospuesto indefinidamente, cubriéndose de polvo al igual que su anhelo. Aquello le dolió, obviamente, una punzada sutil, pero persistente, un vacío en lo que pudo ser, la mímica de una vida no vivida, pero Mateo no era hombre de grandes lamentos ni de expresiones dramáticas. Simplemente se adaptó, encontrando refugio en la rutina de un trabajo administrativo que le ofrecía estabilidad, aunque le desequilibraba el alma, aquella realidad la sumía en un letargo, un adormecimiento extrañamente confortable. La vida —reflexionó— era precisamente eso: una serena adaptación a lo ineludible, un curso ininterrumpido que seguía su andar, indiferente a cualquier resistencia. Era como un río que, contra todo, siempre encontraba su propio cauce, arrastrando consigo la certeza de su destino.

Una felicidad discreta

Las amistades de Mateo eran como astros apagados en un cielo sin coordenadas. Flotaban lejos, apenas visibles, sostenidas por la insistencia de una memoria que todavía intentaba sostener un mapa que ya nadie miraba. Marcos y Julián, compañeros de una juventud detenida sin aviso, aparecían cada tanto, con la puntualidad gastada de relojes viejos: cafés breves, cervezas tibias y conversaciones que apenas rozaban la superficie, como si ahondar fuera una incomodidad que ninguno quería nombrar.

En esos encuentros quedaba flotando una nostalgia suave y difícil de definir. No era tristeza por lo perdido, sino por lo que nunca fue del todo. Como si hubiesen estado cerca de algo verdadero sin llegar a tocarlo. Las palabras giraban en torno a temas distantes, livianos. Todo parecía protegerse de lo profundo, como si lo esencial doliera. Los silencios no ofrecían tregua ni pensamiento; eran huecos densos. Las risas llegaban con retraso, sin sustancia, como ecos de algo que tuvo sentido en otro tiempo. Los gestos eran repetidos, aprendidos, casi involuntarios. Un ritual automático, sostenido más por costumbre que por afecto, como si la amistad hubiese quedado suspendida y nadie supiera cómo volver a ella.

Mateo no los extrañaba. No le faltaba compañía, sino presencia auténtica. Lo que dolía no era la soledad, sino estar rodeado sin que nadie estuviera realmente allí. La soledad, en cambio, era clara, limpia. Una habitación sin ruido donde sus pensamientos se movían libres, sin interrupciones. Allí encontraba compañía en sí mismo, en voces internas que no hablaban con palabras, pero lo comprendían por completo. Presencias invisibles que tejían un universo privado, lleno de certezas que no necesitaban explicación.

Cada pensamiento tenía su lugar, cada emoción encontraba su forma. Era un mundo quieto, fértil. Ideas, recuerdos y preguntas se ordenaban como estrellas en un cielo propio. Solo él podía habitar ese mapa secreto, y no necesitaba más.

Si había en él algo parecido a la alegría, no se mostraba en festejos ni estallidos. Se escondía en gestos mínimos: la luz filtrándose por la cortina, el murmullo del agua en el lavabo, el olor del polvo suspendido en la tarde. Lo cotidiano era su refugio. Lo pequeño lo sostenía. Una taza antigua. Un libro de páginas amarillentas con olor a otros años. Llaves sin cerraduras, brújulas detenidas que ya no señalaban ningún norte, pero guardaban el misterio de lo que no fue.

Esos objetos, que para otros eran ruina o desecho, para Mateo eran compañía. Cada uno tenía una historia que no hacía falta contar. Marcas, desgastes, pequeñas grietas: lenguaje puro. Él sabía leerlo. No con los ojos, sino con la sensibilidad de quien escucha sin esperar respuesta. Había vida en lo gastado, algo que hablaba de lo que ya no está, pero persiste.

Los días pasaban sin sobresaltos. No era infeliz, pero tampoco feliz en el sentido corriente. Su vida no tenía cumbres ni fuegos artificiales. Prefería el terreno plano, previsible, donde nada dolía demasiado y todo podía comprenderse sin esfuerzo. En esa calma sin exigencias, su alma respiraba tranquila. No buscaba intensidad. Le bastaba con existir en silencio.

A veces, al anochecer, sentía un murmullo en el aire. No era viento ni sonido, sino una especie de vibración tenue, como si el mundo respirara cerca de él. Entonces se detenía. Cerraba los ojos. Y escuchaba. No con los oídos, sino con la piel. Con la espera. Como quien presiente una visita que aún no llega, pero ya está dejando huellas.

La presencia era discreta, casi tímida. No interrumpía nada, pero lo insinuaba todo. Un cambio sutil en la textura de los días. Una especie de llamado que no usaba palabras, pero se dejaba sentir en los gestos más simples. El modo en que una hoja caía sobre el alféizar. El modo en que el reloj se detenía por un segundo de más. Algo estaba empezando.

El tiempo, que hasta entonces parecía dormido, empezaba a agitarse como un lago que presiente el viento. No era amenaza ni advertencia. Era otra cosa. Una presencia que exigía ser vista. Algo que lo observaba desde lejos, esperando el momento justo para revelarse.

Mateo no sabía qué lo esperaba. Ni siquiera sabía si lo deseaba. Pero dentro de él, algo se abría. No con urgencia, sino con lentitud. Con el cuidado de quien camina sobre hielo delgado. Sentía que, por primera vez en mucho tiempo, la vida podía cambiar. No desde afuera, sino desde ese centro callado donde ocurren las verdaderas transformaciones.

El destino —ese temblor discreto que vive en el fondo de los días— estaba por dar su primer paso. Mateo dejaría de observar la vida desde afuera. Ya no podría permanecer invisible a lo que se acercaba. Pronto sería tocado, no por una pérdida, sino por una verdad. Una de esas verdades que no se comprenden con la mente, sino con el cuerpo entero.

El instante se aproximaba. No haría ruido. No golpearía la puerta. No buscaría ser visto ni entendido. Solo se dejaría vivir. Y, al llegar, no traería respuestas. Solo una luz tenue, distinta, capaz de abrir grietas en el mundo que Mateo había construido con tanto cuidado.

Capítulo 2

Un rostro en el reflejo

Esa aparente calma, tejida durante años por Mateo con los hilos invisibles de la costumbre, se quebró de manera insospechada en una tarde de otoño teñida por una luz perezosa. No fue un cambio abrupto ni una conmoción violenta, sino la sutil irrupción de un enigma que se filtró en su vida, lenta pero inexorablemente. La atmósfera de su departamento, hasta entonces familiar y apacible, se vio impregnada de una premonición silenciosa que anunciaba la irrupción de algo extraordinario.

Desde su sillón favorito, recostado junto a la ventana, Mateo observaba la luz del atardecer danzar en la sala. Se fragmentaba en rayitos multicolores sobre los objetos cotidianos, iluminando partículas de polvo suspendidas como diminutos astros en un cosmos privado. El silencio se extendía con autoridad sobre cada rincón, y el tiempo, en ese instante, parecía cobrar una densidad inusual. El reloj de pared guardaba un silencio cómplice, y solo el aroma a café, aún tibio en la taza olvidada, flotaba como un eco de rituales íntimos.

Fue entonces cuando comenzaron los desajustes. No estridentes, sino como leves fisuras en lo ordinario. El primero se manifestó en el espejo del baño: su reflejo dejó de comportarse con total obediencia. Había un retardo sutil, una pausa entre gesto y réplica, como si el reflejo deliberara antes de moverse. Luego, una noche, mientras se lavaba los dientes, su imagen se detuvo. Él siguió en movimiento, pero el reflejo lo observó, quieto, con una expresión que no le pertenecía. No era agresiva, ni vacía. Era comprensiva. Desde entonces, empezó a esquivar los espejos con cierta cautela.

Unos días después, encontró una caja sobre su escritorio. No recordaba haberla traído. De madera antigua, con tallas irregulares que parecían símbolos conocidos y al mismo tiempo imposibles de nombrar. La abrió con dedos tibios, esperando encontrar algo que explicara su origen. No encontró nada. O eso creyó. Porque en ese vacío, comenzaron a surgir memorias que no eran suyas: voces apagadas, emociones ajenas, imágenes que aparecían en sus sueños sin lógica alguna. Era como si la caja recordara por él.

Y al caer la tarde, otra figura comenzó a visitarlo. Silenciosa. Distante. Una silueta se dibujaba tras el cristal de la ventana, fija como una sombra esperando. Nunca se movía. Solo permanecía. Hasta que un día, Mateo se acercó. Miró con cuidado. Y se vio a sí mismo. O a alguien parecido a él. O a la posibilidad de sí que aún no era. La silueta lo observaba con la calma de quien ya sabe cómo termina la historia.

Todas esas señales llegaron como susurros. No rompían su rutina: la envolvían. Lo invisible ya no estaba al margen. Había comenzado a tocar.

Su mirada volvió entonces al gran espejo de la sala. Era una pieza antigua, de marco tallado en madera oscura, los detalles casi borrados por el roce de generaciones, pero aún sugerentes de manos artesanas.

El espejo, heredado de alguna rama lejana de su familia, ocupaba un lugar central en el ambiente: testigo mudo de noches solitarias y de risas ya ausentes, parecía guardar en su memoria todo lo que había presenciado. Pero esa tarde, su reflejo habitual —la escena inmóvil de su sala con él mismo en ella— dio paso a algo completamente ajeno. No fue la luz, ni el cansancio, ni un simple juego de sombras. Por primera vez, el cristal mostró, nítido y sin equívoco, un rostro. Una mujer. No era producto del azar ni del desvarío, sino una presencia concreta, tan real como el aire espeso que llenaba la sala. Sus facciones delicadas se dibujaban con precisión insólita: los pómulos altos, la nariz recta, los labios apenas curvados en una expresión que oscilaba entre la nostalgia y la promesa. Lo que más sobresalía eran los ojos, de un negro profundo, cargados de secretos y emociones no confesadas, que parecían mirar a través del tiempo y del propio Mateo.

Al principio, él creyó que se trataba de una ilusión —una de esas imágenes que la mente construye en el umbral del sueño, cuando la atención disminuye y la imaginación se vuelve más poderosa que la realidad—. Sin embargo, cuando parpadeó, la visión persistió con una inquietante obstinación, como si aquella figura habitara no solo el espejo, sino la misma trama del aire. La mujer del reflejo no le resultaba familiar y, sin embargo, despertaba en él una sensación de reconocimiento ancestral, como si su imagen estuviera grabada en algún rincón oculto de su memoria.

Esa noche, el sueño lo eludió. Los minutos se deslizaron en un insomnio poblado de imágenes volátiles: la mujer del espejo mirándolo desde distintos ángulos, sus ojos siguiéndolo a través de habitaciones y pasillos, su rostro fundiéndose con los reflejos de las ventanas y los brillos apagados del suelo encerado.

Cuando el sol asomó, Mateo se encontraba todavía ante el espejo, los ojos enrojecidos y la mente presa de una expectación febril. La rutina perdió su consistencia habitual. Desayunó distraído, sin notar el sabor ni la temperatura del café, y al salir a la calle, la ruidosa ciudad le pareció más distante que nunca. Sin embargo, el misterio no tardó en perseguirlo: mientras viajaba en el colectivo rumbo al trabajo, absorto en sus pensamientos, la figura femenina volvió a cruzarse en su camino. El vidrio empañado de la ventanilla, cubierto de rastros de lluvia, reflejó su rostro con la misma nitidez perturbadora que el espejo de la sala. Sus ojos, llenos de una intensidad inabarcable, capturaron la mirada de Mateo por un instante eterno; su cabello oscuro, lacio y brillante, recortado contra el fondo movedizo de la ciudad, parecía flotar entre el bullicio y la confusión del colectivo lleno de pasajeros anónimos.

No era la primera vez que Mateo advertía la singular capacidad de los vidrios y espejos para distorsionar la realidad. Sin embargo, lo que le ocurrió en esa ocasión no tenía nada de ordinario. La mujer, lejos de desvanecerse en la confusión de formas y colores, se mantuvo allí, tangible y etérea a la vez, como una promesa o un desafío. Su presencia no se diluía en la multitud ni en el tránsito de la ciudad, sino que adquiría una densidad casi física, un peso específico que gravitaba en torno a Mateo con la fuerza de lo inevitable.

Desde aquel día, su existencia comenzó a transitar una senda desconocida. La obsesión por la imagen de la mujer se expandió en su interior como una ola incontenible, desplazando todo lo demás. Las rutinas, antaño fuente de tranquilidad y refugio, se convirtieron en una sucesión de movimientos automáticos y vacíos, simples decorados para una búsqueda que lo capturaba por completo. Las noches eran escenarios de contemplación incesante ante los espejos; los días, expediciones silenciosas por calles, mercados y tiendas de antigüedades, donde cada nuevo objeto de cristal era una potencial puerta al misterio.

Mateo se convirtió, entonces, en un coleccionista de reflejos, no por capricho, sino por imperiosa necesidad. Reunía espejos de marcos que iban del dorado opulento al plateado austero, de tamaños que abarcaban desde lo monumental a lo íntimo, de formas ovaladas o rigurosamente rectangulares. Algunos ostentaban cristales velados por las cicatrices del tiempo; otros resplandecían, pulidos hasta la perfección. Cada uno, sin excepción, portaba historias —propias y ajenas a la vez— que se entretejían en su superficie. Cada adición a su colección no era solo un objeto más, sino un compás en la partitura incesante de su obsesión, una nueva posibilidad, por remota que fuera, para reencontrarse con la mujer cuyo rostro ya se había incrustado de manera ineludible en el epicentro de su conciencia. El departamento, antes paradigma de orden y funcionalidad, se transformó paulatinamente en un laberinto de superficies reflectantes. Allí, la luz se multiplicaba hasta el infinito, creando una ilusión de espacios misteriosos, mientras las sombras se deslizaban con una vida propia, danzando al compás de secretos inconfesables.

En sus exploraciones, Mateo visitó librerías olvidadas en calles secundarias, cargadas de polvo y humedad, donde buscaba textos antiguos sobre objetos mágicos, leyendas de apariciones en espejos y tratados filosóficos sobre el límite entre lo real y lo imaginario. Cada libro abría nuevas preguntas, cada historia alimentaba su deseo de comprender la naturaleza de la enigmática visitante. A veces, encontraba recortes de periódicos amarillentos, relatos de vecinos sobre curiosas desapariciones vinculadas a objetos reflectantes, o descripciones de rituales para invocar extrañas verdades ocultas tras las superficies pulidas.

La búsqueda intensa y constante lo alejó cada vez más de sus vínculos pasados. Sus amigos, percibiendo el cambio, intentaron acercarse, pero las palabras que intercambiaban eran incapaces de atravesar el muro de fascinación que rodeaba a Mateo. El mundo exterior le resultaba un escenario ajeno, sus voces y risas se volvían sonidos difusos, mientras él seguía atrapado en la seducción persistente de aquellos ojos, en la promesa tácita de un encuentro definitivo.

En todo ese tiempo, Mateo no experimentó miedo, sino una extraña sensación de oportunidad, como si el universo hubiera decidido, al fin, revelarle un secreto largamente guardado. Su corazón, antes adormecido por la rutina, latía ahora con una intensidad nueva, una mezcla de vértigo y esperanza que despertaba cada fibra de su ser.

Así, avanzó sin descanso por los días y las noches, sumergido en una investigación que trascendía lo cotidiano y lo llevaba a descubrir matices de sí mismo antes desconocidos: la capacidad de asombro, el arrojo a lo desconocido, la entrega absoluta a una causa inexplicable. Cada aparición de la mujer era un mensaje cifrado, cada reflejo una invitación a cruzar el umbral entre lo visible y lo invisible.

La vida de Mateo, despojada de repeticiones y estancamientos, se expandía ahora como un horizonte inexplorado, abierto a lo insólito y a la profunda transformación. La imagen de la mujer, lejos de desvanecerse, se volvía más precisa con cada nueva aparición, más real en la medida en que él se sumergía en el misterio. En esa búsqueda, Mateo descubría no solo la presencia fascinante de la desconocida, sino también la suya propia, renovada y vibrante, lista para enfrentar lo que el destino le deparara en el umbral incierto de los espejos.

La fascinación de Mateo por aquella mujer reflejada en el espejo se volvió un imán que lo atraía hacia rincones insospechados de sí mismo y del mundo que lo rodeaba. En los días que siguieron, descubrió que cada aparición no era un mero azar, sino un llamado velado, una clave cifrada que parecía invitarlo a descifrar un misterio ancestral que trascendía su propia existencia.

Los espejos que reunió, antes simples objetos decorativos, comenzaron a adquirir para él un significado casi ritual. Cada vez que los miraba, la superficie pulida dejaba de ser un mero reflejo para transformarse en un umbral, una frontera tenue entre lo tangible y lo intangible, entre lo que era visible y lo que se escondía tras el velo de lo cotidiano. El brillo cambiante de los cristales y las sombras que danzaban en su interior parecían susurrar secretos olvidados, y Mateo se convirtió en un aprendiz atento de esas voces silenciosas.

Las noches se volvieron escenarios donde la realidad se disolvía con delicadeza. A menudo, se quedaba horas frente a los espejos, observando cómo la imagen de la mujer se desvanecía y reaparecía, a veces en fragmentos, otras con una claridad que helaba la sangre. Aquellas apariciones no solo despertaban en él una mezcla de asombro y temor, sino que también le ofrecían destellos de comprensión, indicios de un camino que debía recorrer más allá de la superficie. Era como si la mujer le mostrara, a través de sus ojos profundos, la invitación a mirar más allá del reflejo, a penetrar en los misterios que el tiempo había sepultado.

Con cada nueva pieza que añadía a su colección, Mateo sentía cómo su entorno se metamorfoseaba. Su departamento, antes silencioso y ordenado, se convirtió en un santuario de luz y sombra, en un espacio donde el tiempo parecía dilatarse y contraerse en un juego perpetuo. Los espejos, en sus diversas formas y tamaños, multiplicaban imágenes y reflejos, creando laberintos visuales que desafiaban la lógica y estimulaban la imaginación. Caminaba entre ellos con una mezcla de reverencia y desconcierto, consciente de que cada paso lo acercaba un poco más a un umbral invisible, a un punto donde la realidad y el enigma se entrelazaban.

En sus salidas a la ciudad, Mateo comenzó a notar detalles que antes pasaban inadvertidos: el reflejo distorsionado de una ventana rota, la sombra proyectada por un cartel desvencijado, el brillo fugaz de un cristal entre la basura. Todo se convertía en una pista, en un eco distante del misterio que ahora habitaba su vida. Sus pasos lo llevaban a mercados de antigüedades olvidados, a talleres de restauración donde el olor a barniz y madera vieja despertaba una nostalgia profunda, a librerías repletas de textos arcanos que hablaban de mundos paralelos y portales escondidos en objetos comunes.

La mujer del espejo se volvió también un símbolo de esa dualidad inquietante entre el deseo de comprender y el miedo a perderse en lo desconocido. Mateo sabía que su obsesión podría llevarlo a territorios peligrosos, a un abismo de preguntas sin respuestas, pero no podía detenerse. Cada encuentro con ella era un espejo que reflejaba no solo su imagen, sino también sus propias dudas, anhelos y heridas no sanadas. Era un espejo dentro del espejo, un juego infinito de introspección y revelación.