Donde la luz se pierde - Eduardo Álvarez Tuñón - E-Book

Donde la luz se pierde E-Book

Eduardo Álvarez Tuñón

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Beschreibung

La historia de un amor apasionado y posesivo que lleva a la locura. El viaje, con un final inesperado, que emprenden tres amigos para despedir la juventud. Un inquisidor español que llega a Cartagena de Indias desde Toledo, en el siglo xvii, con la misión de investigar si en el nuevo mundo existen pecados diferentes y se convierte en víctima de aquello que quiso perseguir. Un viejo sastre que busca la eternidad y la pierde en un instante. El mundo de los seres solitarios cuya misión es aplaudir y reír en los teatros de revistas de Buenos Aires. Una maestra delirante que, en plena década de 1960, logra cambiar las normas para que su hijo pueda ser su alumno de tercer grado. Un cuento policial, sin asesino, sin crimen y sin detectives, que desafía las reglas del género. Los relatos de Donde la luz se pierde, escritos en la tradición del género, brillan por su factura clásica y una gran libertad creativa. Eduardo Álvarez Tuñón construye tramas impecables, en las que lo inesperado sorprende tanto al lector como a los personajes, con una ironía poética y una sutileza excepcional.

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Eduardo Álvarez Tuñón

Donde la luz se pierde

(Relatos)

Alvarez Tuñón, Eduardo

Donde la luz se pierde / Eduardo Alvarez Tuñón. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal ; Buenos Aires : Edhasa, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-926-8

1. Cuentos contemporáneos. I. Título.

CDD A863

Diseño de tapa: Osvaldo Gallese

Imagen de tapa: Johannes Vermeer, Muchacha leyendo una carta, 1657-59

© 2022. Libros del ZorzalBuenos Aires, Argentina

Índice

Los despojos de los días | 5

La eternidad de un sastre | 35

La maestra y mi madre | 57

Donde la luz se pierde | 75

“Risas y Aplausos” | 125

El viaje del silencio | 154

Según pasan los años | 182

Los verbos sagrados | 209

Los despojos de los días

Hay varias maneras de mentir; pero la peor de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultandoel alma de los hechos.

Juan Carlos Onetti, El pozo

I

El lento declive hacia la locura comenzó esa tarde cuando apoyó sus labios en las huellas que Beatriz había dejado en la copa y descubrió, con felicidad y alivio, una forma nueva de vivir el amor, secreta, intensa, imperceptible para los otros, tan sutil que hasta podría prescindir de la mujer amada. No le resultó difícil hacer coincidir su boca en el lugar exacto y bebió lentamente los restos del agua. Sintió entonces que aun a la distancia y diferido en el tiempo, le daba el beso que nunca le había dado y jamás podría darle. Supo que no volvería a padecer los miedos que rodearon esa cita, ni las ansiedades con que esperó su llegada, ni el desgarro de verla partir de la confitería de ese hotel, un lugar elegido para estar a su altura. El encuentro había sido breve. Nadie hubiese podido imaginar que había convocado a esa mujer para confesarle una pasión, algo poco habitual y más aún a las tres de la tarde. Tal vez debió tratar de dilatar la proposición esencial, demorar el planteo, hablar primero de temas triviales, crear un clima en el que las referencias al amor no resultasen precipitadas o extrañas. Ese tiempo le hubiese permitido, quizás, deducir cuál iba a ser su respuesta, darse cuenta de que aún no había llegado su momento y esbozar una estrategia nueva, distinta, para continuar con un ejercicio de seducción. Debió prolongar, de alguna manera, una confesión tan deseada, al menos para no sentir que su destino adverso se había decidido en menos de una hora. Sabía que el rechazo de una propuesta de amor a una mujer casada no tiene retorno, en especial cuando ella la funda en la ausencia de un sentimiento similar y en alusiones previsibles a una felicidad cotidiana, familiar, desprovista de grandes tormentas de pasión, pero eficaz para transitar los días. Sería difícil volver, inventar algo que justificara un nuevo encuentro, enamorar desde la derrota. Cuestionó su manejo de los tiempos y pensó en las trampas que nos tiende el amor. Había creído, con una inocencia de adolescente, que el universo se sostiene sobre la base de un equilibrio perfecto, bilateral, por el cual el que ama a un ser tarde o temprano es descubierto y amado por este, con una sintonía parecida. No concebía un mundo de amores unilaterales hacia la nada. Ahora se hallaba en el peor escenario que podía aguardar: una mujer sorprendida por una declaración de amor, a la que responde de inmediato, sin dudar, con firmeza y dice sentir, apenas, una amistad cordial. Había llegado el momento de reconocer la ingenuidad de todo lo pensado a lo largo de los días y las noches y de admitir que su creencia se debía a uno de los tantos espejismos que padece el que ama.

Le restaba esperar que algo en la vida de Beatriz fracasara, se quebrase su matrimonio por cualquier motivo, la huida de su marido con una mujer más joven, algo que la llevara a encontrarse de pronto sola, con sensación de desdicha, y buscara, en el recuerdo, un hombre al que aferrarse. Entonces aparecería él para sostenerla o al menos permitirle llevar a cabo una venganza y que todos la vieran rearmada y con fuerzas. Esa opción última, lejana en el tiempo, era (lo supo después) una suerte de segunda inocencia, un consuelo inútil ante lo irremediable. No resultaría fácil convocarla, inventar una excusa de trabajo que permitiera verla. Ya no compartían el mismo edificio y las sucursales no tenían emprendimientos comunes. A lo sumo, podría encontrarla en alguna reunión de gerentes zonales, rodeada de colegas, elegante y lejana.

No pudo llevar a cabo nada de lo planeado. Aquella escena tantas veces repetida en soledad, en la que acariciaría su mano cuando la apoyara sobre el mantel mientras él pronunciaba las palabras precisas, se había perdido en un diálogo precipitado, de voz temblorosa, que anunció al comienzo lo que debió ser la conclusión de un monólogo, el final de la descripción de una pasión que sonaría como una música compartida e irresistible. Comprendió, entonces, que es en vano ensayar un encuentro futuro con el amor o la muerte.

Beatriz ya no estaba. No había logrado retenerla y solo le quedaba su imagen de espaldas, caminando hacia la puerta giratoria, que la hizo desaparecer lentamente luego de que pudiera ver su perfil y vivir, por un instante, la ficción de un retorno, en ese juego circular que exhibe lo que aleja.

Miró en silencio la escenografía de su ausencia, la servilleta tenuemente arrugada, la taza de café, el plato con restos de la masita y el libro Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, que él le había prestado al principio del verano como parte de una estrategia, para diferenciarse de los otros, con la ilusión de que ella encontrara en esa catedral hecha de palabras únicas un secreto mensaje sobre la magia de un amor inesperado y los riesgos de no advertir su presencia y dejarlo partir.

Fue entonces cuando vio la marca de sus labios en la copa de agua y la acercó a los suyos. Vivió, en soledad, el silencio que sigue al primer beso. Observó lo que quedaba en la mesa, los resabios de un encuentro, como si fuera un espacio creado por los dioses para vivir el verdadero amor, sin la tristeza que se siente cuando terminan las fiestas. Se mudó a la silla en la que ella se había sentado; lo invadió el placer de ocupar su exacto lugar, de ver el mundo tal como Beatriz lo había visto. Acarició la servilleta como una forma de llegar a sus manos. Tomó lo poco que quedaba de café en el fondo de la que había sido su taza y disfrutó el poder compartir con ella un mismo sabor. Abrió el libro y lo emocionó pensar que, probablemente, había estado en su mesa de luz, viéndola dormida, cerca de sus sueños, rodeado por el aire que ella había respirado. Siempre disfrutó del olor de los libros, le gustaba sentirlo cuando recién los compraba. Ese aroma a tinta y a bosque ahora se mezclaba con el perfume de ella. Aquel libro había viajado en su cartera hasta allí y, sin sufrir transformación alguna, se había convertido en un objeto sagrado. Al hojearlo, cayó un ticket de la compra de un cinturón de mujer, en el Patio Bullrich, con su fecha y su hora, y él lo guardó como el símbolo precioso de una de sus tardes. Leyó las primeras frases y más que la prosa de Carpentier lo conmovió pensar en que esas líneas habían sido recorridas por sus ojos. Se detuvo en algunas manchas de las páginas, tal vez de bronceador, y sintió que, de alguna manera, había atravesado con ella un instante del verano.

Comenzó a vivir una dicha extraña, parecida a la que había imaginado, y lentamente dejó de creer en el fracaso. Tuvo la certeza de que empezaba una relación tan apasionada como diferente, en la que lo esencial no sería una presencia, sino ese dibujo invisible que deja un ser cuando se va, la luz donde habitó, que solo perciben los que aman. Podría vivir ese amor sin padecer las incomodidades de lo cotidiano, sin condescender a las palabras que generan equívocos y separan, sin el temor a decepcionar. Por un momento creyó que todo era una suerte de consuelo, una defensa frente a lo irremediable. Pero volvió a apoyar los labios en su copa, sintió el goce de contemplar el universo desde su perspectiva y supo que el secreto estaba en amar, no en ser amado. Debía evitar caer en ese error superficial de reducirla a un cuerpo. Ella era también lo inasible, su memoria, sus sueños, lo que no se ve, lo que no se marchita, los lugares donde estuvo y, sobre todo, aquello que abandona, esos restos que ahora el mozo se llevaba en la bandeja (no había excusa para detenerlo) sin imaginar que desmontaba la escenografía de un paraíso. No negaba lo conmovedor que podría resultar vivir a su lado. Pensó, también, que esas eran las formas vulgares del amor, las de los seres comunes. A él, en cambio, le había sido dado algo distinto y maravilloso. Quizás se tratara de un elegido. Lo esencial estaba en la relación de su amor con el paso del tiempo. Jamás compartirían el vértigo del presente, con sus trivialidades y pequeñeces. Tampoco compartirían el pasado remoto, ese infierno inmodificable para el que ama. Beatriz estaría siempre en su futuro inmediato, se convertiría en una mujer a la que solo se encuentra cuando recién se ha ido. Viviría la felicidad, inquietante y única, de descubrir la presencia del ser amado por sus huellas. La tibieza que deja en una silla, el perfume que aún no se ha perdido. Sería el dueño absoluto de lo abandonado.

II

Aun en los días más difíciles, cuando su historia tomó un giro inesperado, César Risso seguía pensando en aquel encuentro como el comienzo memorable de su relación de amor. Cada mes, en la fecha precisa, lo festejaba en el café del hotel a la misma hora, como siempre, en soledad. Hacía lo imposible para ocupar la mesa de ellos, la de su única cita. Iba temprano, aludía con seriedad a reservas inexistentes o se sentaba cerca, para avanzar no bien se fueran los ocupantes. A partir del tercer mes comenzó a encontrarla vacía, como si se esperara su llegada, y vio en ese hecho pequeño y fortuito la prueba de que su amor contaba con el favor de los dioses, aun aquellos en los que nunca había creído. Calculaba los minutos que ella había tardado en llegar la primera vez, le agregaba el breve tiempo de los saludos y recién entonces pedía un café, con la esperanza secreta de que, al menos, la copa de agua fuese la misma que había usado ella. Ignoraba si aquellos dioses llegarían tan lejos con su ayuda.

Desde el principio tuvo la intuición de que lo aguardaba una relación tan conmovedora como difícil. Aun podía recordar la angustia que lo embargó aquella tarde cuando, al salir por la puerta giratoria, dudó de si ese espacio pequeño, con forma de triángulo circular, era el que ella había usado al irse y comprendió que debía estar más atento, para individualizar en qué lugar exacto del universo la presencia de Beatriz se tornaba en ausencia. La puerta estaba dividida en cuatro, las posibilidades de error no eran tantas y hubiera podido elegir la correcta si hubiese observado con más detenimiento. Distinto era el caso de la copa, porque la posibilidad de que le tocara en suerte la misma de Beatriz era muy remota. La cantidad de vajilla de aquel lugar, tan de moda, lo hacía abandonar toda esperanza e incluso quizás alguien, en un descuido, la hubiera roto y ya no existiese aquel borde de cristal mágico en que apoyó sus labios y vivió el primer beso a la distancia.

Pero ninguna de esas razones, ni la posible modificación de los escenarios ni algún cambio pequeño en la decoración, le hacía renunciar a su decisión de ir a sentarse en el mismo sitio, como quien celebra un rito. A lo sumo, lo angustiaba sentir que estas transformaciones, por mínimas que fueran, con el paso del tiempo se irían sumando, convertirían ese lugar en otro y solo podría aferrarse a la memoria. Pensaba, también, a modo de consuelo, que algo similar ocurría con los lugares históricos. Poco queda de los templos antiguos, de las calles o las construcciones que rodearon las catedrales, pero jamás se modificará su sitio exacto. Fue allí donde se vivió todo, en ese punto preciso de la Tierra que el tiempo no puede dañar.

Trató de convertir su angustia en enseñanza. Pensó en que, después de todo, el amor también es un oficio y necesitaría un aprendizaje para poder vivir aquella relación única y diferente. Lo primero que se preguntó fue cómo remediar ese lento éxodo de elementos en los que pudiera hallarla. El hecho de no verla lo privaba de la oportunidad de ocupar su espacio, o de acceder a las cosas pequeñas que ella descartaba. Solo conservaba de aquella tarde primera la servilleta de tela que había deslizado en su bolsillo luego de corroborar que nadie se fijaba en él. La felicidad de pensar que había estado en sus manos y rozado su boca le hizo vencer el miedo a robar. Pero ahora, con los días, todo parecía haberse disuelto como si la memoria frágil de aquella tela hubiese olvidado la presencia efímera de su piel.

La opción más fácil era seguirla de lejos, aguardar su salida, tratar de reconstruir su itinerario, reiterar, de alguna forma, lo que ya había llevado a cabo cuando “empezaron a salir”, expresión que le gustaba usar y cuya verdad, incomprensible para el mundo, solo le estaba reservada. Pero había algo de vulgar en seguirla, más allá del placer que podría traerle. Corría el riesgo de ser descubierto, con toda la humillación que implicaba. Lo cierto es que su forma de amar requería otros medios, más imaginativos, no tan simples. Lo esencial para la subsistencia del vínculo residía en que Beatriz ignorara por completo que él era su pareja.

Otra de las opciones consistía en provocar un encuentro casual, sorprenderla, ver cómo reaccionaba ante el azar, sacar algún tema de conversación profesional y, si nada hubiese cambiado, generar nuevos rastros, nuevas huellas para amar en soledad. Pero esta opción implicaba, de alguna manera, seguirla y participaba de los mismos riesgos o aún mayores. Si percibía algún gesto de rechazo, de malestar, de indiferencia extrema, se hallaría a las puertas del infierno. También se verían reducidas para siempre las oportunidades de conseguir algún objeto, por mínimo que fuese, que hubiese en contacto con su ser, o de sentir, al menos, un perfume tenue que permitiese evocarla al atravesar alguna calle.

Durante semanas la buscó en su pasado. En las primeras conversaciones con Beatriz, cuando la prudencia lo llevaba a disimular una atracción extraña, había indagado acerca de su vida, no para enfrentarse con su historia profunda, sino para conocer aquello que subyuga al que ama: la periferia de su existencia, la calle donde vivía en su niñez, sus mudanzas en la adolescencia, los sitios que frecuentaba, sus hábitos anteriores a ser lo que ya era. Pero el pasado se agota pronto, cambian los barrios y tampoco contaba con datos precisos. Había tratado de disimular la búsqueda de información, no podía descender a un interrogatorio obsesivo y la duda de saber si esa había sido o no su calle, si aquella era la casa, lo privaba del placer del recorrido. Nunca tendría la certeza de si esa puerta era la que Beatriz atravesaba y si los árboles eran los mismos que ella veía cada mañana. Sabía a qué colegio secundario había ido, uno religioso, por Villa Luro. Se reservó una tarde y fue hacia allí con la esperanza de encontrarlo. Las monjas no suelen mudarse, pensó, y no se había equivocado. Pero habían pasado muchos años y la comunidad de padres de la parroquia, siempre enemiga de los amores apasionados, había modernizado el frente, construido un gimnasio en el primer piso y nada permanecía igual, quizás el patio, que apenas se veía desde la calle, y esa música del recreo, de voces agudas, risas y gritos alegres, que el tiempo se encargaría de silenciar.

Con muy poco a lo que aferrarse padecía la derrota cotidiana de tener que recurrir al celular, evidencia clara de una debilidad y último remedio del que ama. La forma en que se despidieron en el primer encuentro no dejaba espacio para una llamada. Carecía de motivos y ni siquiera contaba con una excusa laboral. En verdad, usaba el celular solo por el WhatsApp, que le permitía ver el momento, la hora precisa a la que ella había estado conectada por última vez. A partir de este dato mínimo, superficial y tenue, vivía la ficción de participar en algo de su rutina, de saber, al menos, que había mandado un mensaje y estaba despierta. Pero muy pronto aprendió que en los métodos bizarros para vivir el amor a la distancia, el paraíso convive con el infierno y la alegría de saber que estaba “en línea” e imaginarla en el acto de enviar un mensaje se tornaba en angustia y sufrimiento cuando duraba varios minutos y se preguntaba con quién estaría chateando o descubría que se había conectado por última vez a las 3.30 en una madrugada de verano. En los peores momentos, se aferraba al mensaje que ella había grabado y que él había oído y disfrutado en los días anteriores, cuando podía marcar su número sin culpa, con libertad, y el celular estaba apagado. Había algo de música en esas palabras que decían su nombre, Beatriz Aguirre, y pedía que la volvieran a llamar luego, porque en ese momento no podía atender. A veces necesitaba su voz y trataba de llamar a deshora para poder escucharla y le gustaba imaginar, aunque fuese falso, que el mensaje estaba dirigido a él y solo a él le rogaba que la llamase luego. Hubo noches en que marcaba su número una y otra vez, como una forma de mantener una conversación. Había descubierto que, con las sílabas de cada palabra que ella pronunciaba en la grabación, podía entretejerse un texto de amor hacía él, un mensaje secreto que por obra del caos tomaba la forma de un anuncio trivial. Contenía todas las letras para decir, por ejemplo “César, te amo y te espero”. Pero también este recurso barroco empezaba a resultarle insuficiente para las necesidades de su amor. Una madrugada la llamó y fue la grabación de la compañía de teléfonos celulares la que le avisó, con un tono entrecortado, femenino, más lejano y menos bello, que ese número repetido con lentitud no estaba disponible o se hallaba fuera del radio de cobertura. Pensó que tal vez había viajado, la imaginó en un lugar sin señal y, después de varios días de insistir a deshora, supo que había reemplazado definitivamente el mensaje y jamás volvería a oír su voz.

Comprendió que la ausencia podía llegar a dañar tanto una relación como la convivencia y pensó que en los dos supuestos el responsable es el tiempo, a veces por el tedio de lo cotidiano y otras, como en su caso, porque se llevaba un perfume, un escenario y hasta lo que creía eterno: el mensaje de su voz grabado en el teléfono.

Hubiera preferido otro destino. Habían pasado más de seis meses, ya no sabía qué inventar para no perderla, dónde hallarla sin que estuviese. Esa tarde decidió pasar por la puerta de su departamento. Salía de una cita con inversores. Lo preocupó el haber estado tan prescindente de los temas que se trataron y sentía que si había podido sobrellevar la reunión sin ser descubierto se debía a su silencio, que había sido interpretado por todos como emblema de profundidad y reflexión, o tal vez a ese traje de sobria elegancia, que inspiraba respeto. Lo cierto es que decidió estrenarlo porque sabía que estaría en la zona de ella y pensaba que el azar generoso, quizás, lo gratificase con un encuentro.

Había comenzado a intuir que, tarde o temprano, iba a perderla. Por momentos lo aceptaba con resignación y, a veces, se rebelaba contra su suerte y se preguntaba por qué había tenido que ser ella y no otra mujer cualquiera, alguien menos inasible, más vulnerable al amor. Faltaban pocos metros para llegar a la puerta del edificio y dudaba de si caminar rápido o demorarse y dar tiempo a los dioses para que la convocasen. Decidió avanzar con lentitud, fingiendo distracción, mirando a su alrededor como si estuviese perdido. De pronto se enfrentó con el portero, un hombre de unos cincuenta años que en ese instante lustraba los bronces y que le preguntó a quién buscaba. Tardó unos segundos en responderle. Mintió haberse equivocado de dirección y en ese breve tiempo trató de retenerlo en su memoria, de recordar su rostro, su voz, sus modos, solo porque era alguien al que ella veía a diario. Sintió una extraña envidia, que no le impidió darle las gracias. Sacó un papel de su bolsillo, para simular que corroboraba el número de la calle. Comenzó a alejarse y, a los pocos metros, se detuvo y giró sobre sí mismo para mirar, por última vez, la luz de su edificio al atardecer. Fue entonces cuando se interpuso, de nuevo, la imagen del portero, ahora con un ayudante algo más joven. Cargaban dos bolsas negras de basura. Pensó en las cosas pequeñas de Beatriz que ella había arrojado o desechado con indiferencia y que estaban allí, como un resumen de sus días. Sintió, entonces, una felicidad extraña. No todo estaba perdido sobre la Tierra.

III

A veces se cuestionaba su amor, incluso llegaba a creer que no era tal, sino una excentricidad, un delirio motivado por vivir en un mundo tan diferente al que deseaba. Debía abandonar la obsesión por esa mujer que no podía compartir con ninguno de sus amigos, ni siquiera con aquellos de su juventud con los que había descubierto la pasión de la lectura y de las distintas formas del arte, en esos días en los que creían que su destino sería escribir, actuar, filmar, discutir hasta la madrugada y participar de movimientos de vanguardia. Con el tiempo todos, incluido él, fueron cediendo a las exigencias de una época que imponía valores distintos para poder subsistir. Eligieron, con cierta culpa, profesiones que prometían un nivel de vida superior y que emprendieron pensando, con ingenuidad, en participar de la fiesta de la vida y financiar, en algún momento, aquello que hubieran querido ser. La computación lo atrajo porque tenía algo de modernidad y de abstracción, dos cualidades similares a las del arte contemporáneo que admiraba. Por entonces ya había comenzado a trabajar en un banco y las pocas materias aprobadas de esa carrera que no llegó a terminar le sirvieron para descubrir una capacidad que ignoraba. Podía, con pocos elementos, hacer programas, calcular rendimientos, y lo hacía casi como un juego, lo que lo diferenció de los otros y le abrió con rapidez las puertas de una gerencia. Empezó a disfrutar de los beneficios de un puesto jerarquizado, y si bien le ocupaba mucho tiempo –había días en que estaba en la oficina más de doce horas– se consolaba pensando en que su trabajo era también una forma de la creación y ya llegaría el momento en que podría hacer aquello que realmente le gustaba. Sin proponérselo, ocupó muy pronto un lugar destacado, no pudo poner límites y ese universo, que estaba llamado a ser accesorio, se convirtió en lo principal de su existencia. Solo algún domingo, por la tarde, iba a un cine de la calle Corrientes, entraba en una librería y al volver a su casa lo invadía la sensación de que ya nada era para él. No lograba comprender del todo aquello que había creído amar. Ni aquel mundo ni la noche lo convocaban como antes y terminó por aceptar que la fascinación ejercida por el arte, como tantas cosas de la juventud, se iba lentamente, con el paso del tiempo. Pero algo había quedado en él de todo lo aprendido en esos años y, a veces, en una reunión de directorio, mencionaba algún libro que todos habían sentido nombrar y ninguno había leído. Sin proponérselo, marcaba una diferencia a su favor en un ambiente en el que todos trataban de disimular la falta de cultura. Por aquellos días, César conoció a su primera mujer, Silvina, una profesora de inglés, hija de un constructor próspero del barrio de Flores, que reciclaba viejas casas y se había convertido en un importante inversor. En el banco se necesitaban ejecutivos que supieran idiomas. El gerente zonal la contrató de inmediato como la mejor forma de retribuir a ese cliente, no con una tasa de interés preferencial, sino con la certeza de que no se había equivocado al mandar a su hija al Instituto British, de la calle Yerbal, e impedir que fuera a la universidad, siempre politizada y caótica. César fue uno de sus primeros alumnos. Ella le daba clases de una hora y media, al terminar la jornada en la sede central del banco. A las pocas semanas él la invitó a tomar algo y comenzaron a salir. Silvina tenía la frescura de la vida que empieza y cuando hablaba inglés con una pronunciación perfecta parecía ocultar un misterio que al principio lo sedujo y luego descubrió que jamás había existido. El noviazgo fue breve y vivió la pequeña felicidad de todos los ritos. Se casó por Iglesia, hubo fiesta con amigos alegres y parientes emocionados, luna de miel en Acapulco, por entonces de moda, y disfrutó de un orden que muy pronto se transformó en una tediosa rutina. En tres años ya hablaban de separarse y el divorcio no fue conflictivo. No había hijos, él aceptó la propuesta de ella para dividir los bienes, alquiló un departamento en Barrio Norte y se fue con indiferencia, sin dolor ni alivio. A veces, al pasar por una confitería donde había estado con ella recordaba alguna tarde, evocaba una situación que les había provocado risa y sentía que no todo había sido en vano, aunque no sabía cómo definir lo vivido. Cuando conoció a Beatriz comenzó a entender y comprendió que nadie se casa con el gran amor de su vida, sino con aquella persona con la que es posible compartir, entre los 25 y 35 años, la ficción de un futuro en pareja, tal como pretende el mundo. Beatriz lo cautivó de inmediato. Todo en ella lo atraía. En los momentos en los que sufría por amor y tenía la certeza de que esa pasión estaba consumiendo su vida y su tiempo, cuando trataba inútilmente de superarlo todo, se preguntaba, con una visión crítica, dónde estaba su secreto. Después de todo, la conversación de Beatriz le resultaba superficial, sus comentarios eran predecibles y su vida de todos los días era fácilmente imaginable. Pero encerraba un enigma que nunca alcanzó a descifrar. Tenía una belleza fría y distante, desprovista de sensualidad. Él jamás se había fijado en la ropa de una mujer y, sin embargo, lo subyugaba la elegante formalidad de sus trajes, su impermeable con huellas de lluvia y ese tapado claro, con forma de capa, que ocultaba sus brazos y solo dejaba entrever sus manos. Desde un principio, en todas las reuniones trataba de sentarse a su lado y, en los intervalos, se acercaba a conversar, compartía algunas iniciativas de trabajo y, poco a poco, con la escasa frecuencia con que se veían, logró saber algo más acerca de ella, el lugar en el que vivía, la profesión de su marido, su mundo de todos los días.

En los momentos en los que decidía olvidarla, cuando se daba cuenta de la situación por la que atravesaba, procuraba entender, tomaba distancia y sentía cierto pudor por la pasión que suscitaba alguien que no sobresalía, típica en su medio, que respondía con frases hechas y lugares comunes, apenas elaborados, oídos en alguna reunión social, frecuentada por gente algo más exitosa. Se preguntaba si en el Juicio Final no seríamos juzgados, salvados o condenados, en función de la persona a la que amamos. Buscaba, entonces, una justificación que pudiera salvarlo. Recordaba su imagen, sus movimientos; presentía que había en ella algo eterno, algo del pasado remoto. Traía ejemplos de lo que había leído y se convencía, diciéndose que quizás, también Elena de Troya tuviera algo vulgar en su personalidad, fuese un ser menor, pero, a su vez, capaz de suscitar un amor incomprensible. Tenía 47 años y aún le pesaba haber abandonado el mundo de la cultura, al que quizás hubiese llegado a pertenecer. Sentía algo de fracaso por no ser lo que hubiera querido. La madurez lo encontraba exitoso, pero solo en aquello que había despreciado. Necesitaba que su vida tuviese algo diferente, poético, y tal vez de allí naciera ese intento de relacionar a Beatriz con las mujeres del arte. Quiso encontrar vanamente otros casos de amor y locura, pero solo venían a su memoria los clásicos que había leído en su juventud. Se dio cuenta, entonces, de hasta qué punto el trabajo y la vida lo habían alejado de los libros.

Aquella tarde, después de haber pasado por la puerta del edificio de Beatriz y recorrido sus calles, volvió a cuestionarse ese amor ficticio. Pensó que, tal vez, ni siquiera fuese amor. Sentía que su relación, de poder llamarla así, se convertía en un obstáculo para vivir otras experiencias. La obsesión por aquella mujer le traía consecuencias que ya se notaban en su mundo cotidiano, en sus conductas y reacciones. Por momentos, estaba ausente. A veces cuidaba en exceso su vestimenta, sobreactuaba su elegancia al borde del límite, como si fuera a una fiesta de gala y no a una reunión contable, solo por la posibilidad remota de que ella fuese. Otras veces llegaba a su oficina desaliñado. Había estado despierto hasta la madrugada tratando de urdir una estrategia de rencuentro. No había tenido tiempo de afeitarse y su ropa, elegida al azar, reflejaba su soledad.

Pensaba en el riesgo de perderlo todo. Sentía que aún estaba a tiempo. Al menos la obsesión no se percibía en su eficacia. Hubiera sido imperdonable y trágico tener que abandonar el lugar de privilegio a causa de una mujer para la cual jamás había existido. Debía ponerle fin a un espejismo inexplicable.

Esa noche decidió salir a cenar para organizar un plan de olvido, como si fuera posible gobernar la memoria, evitar que un perfume, un color, una calle nos lleven hacia el pasado. Eligió un restaurante al que nunca había ido, con la intención de empezar a vivir en un mundo sin evocaciones. No tenía reserva y lo ubicaron, como a toda persona sola, en una mesa aislada, en el primer piso, sobre las barandas del final de la escalera desde la que podían verse el salón principal de abajo y la calle. Le resultó grato sentirse apartado de todos, lejos por igual de la música ruidosa de las familias y de los silencios vehementes de las parejas.

Tenía la idea de viajar, de proponer en el banco la creación de una fundación que auspiciara encuentros de arte, obras de teatro, conciertos, y a medida que avanzaba en su pensamiento se daba cuenta de que todo en verdad era una trampa, un autoengaño, porque la finalidad no era distraerse y olvidarla, sino seducirla, llamar su atención, sobresalir como un ser diferente. Se imaginaba a Beatriz en el momento de recibir el folleto que anunciara un concierto o una exposición de pintura moderna y viera su nombre y sintiese que era el único ser capaz de crear ese espacio distinto, entre los seres de conversaciones triviales que siempre la rodeaban. A su vez, disfrutaba del instante improbable en el que alguien le dijese que él no iba a la reunión de gerentes porque estaba en Venecia y ella pensara que ese podría haber sido también su destino, si no se hubiera cerrado a vivir un gran amor.

Había terminado de comer, iba a pedir un café y al mirar hacia abajo la vio sentada en una mesa para dos, al lado de la ventana, con un hombre que no tardó en identificar como su marido. No lo conocía, pero sus formas, su edad, su estilo respondían a la imagen que se había creado de él con las pequeñas alusiones de Beatriz. No había clima de celebración, ni asombros, ni miedos. Era, sin duda, su marido. Parecían hablar de los hechos pequeños del día, sin levantar la vista del menú. Ahora ya no podía irse. Debía aguardar que transcurriera toda esa cena. Beatriz no debía saber que había comido solo. La espera se transformó en una experiencia cautivante. La veía desde lo alto, como nunca la había visto. Pensó que así la contemplaban las ramas de los árboles y los pájaros. Pensó, también, en todas las formas desconocidas de la luz en que ella podría convertirse, según el lugar en que él se situase para mirarla. Había pasado más de una hora sin que él hubiera agotado esa visión mágica que, tal vez, no llegaría a repetirse. Comprendió que el amor nos hace perder la noción del tiempo. Ellos habían pedido la cuenta y nada podría retenerla. Observó detenidamente al marido y supo que se puede envidiar a alguien a quien no se conoce, del que nada se sabe. No le importaba su destino, ni que fuera feliz o desdichado. Solo lo envidiaba. Hubiera querido ser ese hombre.

IV

Con el paso del tiempo César fue perdiendo toda posibilidad de hallarla. La nueva organización del trabajo en la empresa tornaba innecesarias las reuniones; lentamente se transformaban los lugares; todo parecía haberse disuelto en el aire y poco quedaba de ella en las calles que alguna vez atravesaron juntos. El libro de Alejo Carpentier había perdido ese aroma que tantas veces obró como consuelo y la servilleta, robada en la primera cita, no parecía la misma que acariciaron sus manos. Beatriz había partido, también, de los objetos.

La ausencia evitaba decepciones y hacía más intenso su amor. Por momentos pensaba que no tenerla cerca era atribuible a su culpa. Sentía que había descuidado ese amor unilateral. Si sufría la soledad, era por falta de imaginación. No había sabido encontrar las huellas que Beatriz dejaba sobre la Tierra. Fue entonces cuando surgió la idea, desesperada, de hablar con el portero. Recordaba esa sensación que lo había invadido al verlo sacar la bolsa de la basura: allí se ocultaban los despojos de sus días. En verdad, no sabía cómo acercarse a ese hombre, qué proponerle. Contaba con la ventaja que da el dinero. Podría ofrecerle otro sueldo para que le permitiera acceder a algo, aunque fuese desechable, de todo aquello que había estado en contacto con ella. Quizás lo mejor sería pagarle para que le consiguiera, por única vez, alguna ropa olvidable cuya falta no se percibiera, de esas que, quizás, quedan en una terraza o se pierden en la lavandería. Tenía la ventaja de ser una proposición menos delirante, que se reducía a un solo hecho, sin demasiados riesgos. Era probable que el portero se atreviese a llevar a cabo un acto audaz sobre un objeto sin demasiado valor, si lo hacía por única vez y se le pagaba muy bien. Pero lo cierto es que lo que pudiese conseguir correría la misma suerte de todas las cosas y se perderían, poco a poco, las huellas de su presencia, siempre efímeras. Con el paso del tiempo, se vería obligado a volver, a proponerle otro trato, exponiéndose a la extorsión o al rechazo. Debía inventar una historia. Nada tan incomprensible como la verdad. Quizás fuera un prejuicio, pero tenía la certeza de que un portero jamás lo entendería. El amor apasionado hacia una mujer tiene algo de inverosímil para los que nunca han amado. Por otra parte, era esencial evitar que ese hombre, tan cercano a Beatriz y a su marido, les ocultara que alguien pretendía acceder a las cosas de ella. La idea de proponerle un robo intrascendente le pareció una locura que no tardó en desestimar. El plan jamás debía consistir en apoderarse de objetos, cuya falta pudiera ser advertida. Por esa razón, quizás, la basura fuese, con sus límites, el mejor recurso para acceder a uno de esos encuentros con Beatriz, los invisibles para el mundo, los añorados.

Pensó en mentir, simular la condición de agente del Gobierno de la Ciudad que debía llevar a cabo un muestreo ecológico de los residuos. Hasta imaginó la posibilidad de imprimir tarjetas para disipar dudas y justificar, también, su presencia de traje. Al principio, la idea lo entusiasmó, pero muy pronto advirtió algunos inconvenientes insalvables. Si sobreactuaba la misión oficial, la importancia de hacer una evaluación de la basura y su contenido, el portero le daría intervención al administrador del consorcio y el plan se le iría de las manos y hasta podría llegar a comprometerlo. Por otra parte, no tenía excusa para pedir que se le entregara solo la basura del 9º A; sería imposible identificarla y tampoco deseaba verse rodeado de los desechos de todo un edificio.

Sintió, con algo de temor, que traspasaba el límite entre la sensatez y el delirio y abandonó también aquella idea. Pero esa noche le costó dormir. Pensó que la perdía definitivamente. En la extraña relación de amor, Beatriz, sin saberlo, cumplía con su parte: dejaba huellas sobre la Tierra. Él era responsable por no ir en su búsqueda y hallarlas. Faltaba a todas las citas silenciosas que esa mujer, sin saberlo, le proponía. Se preguntó si no era mayor locura renunciar a la felicidad de vivir un gran amor y se durmió con el fervor y la alegría de llevar a cabo un nuevo plan, tan intenso como el anterior, pero más sincero.

Comenzó por averiguar el nombre del portero y no le resultó difícil. El consorcio lo había registrado como trabajador dependiente y enseguida pudo sortear la clave fiscal y acceder a sus datos. “Ramón Villagra”, así se llamaba. César había tenido la ingenua esperanza de que el nombre aportara algún matiz acerca de su personalidad, pero poco agregó a la imagen que se había hecho de él. Entrerriano de origen, figuraba en situación de concubinato y sintió, desde el más básico prejuicio, que este hecho lateral, al menos, revelaba una pasión más fuerte que la del matrimonio. Se imaginó una pareja formada contra el mundo, contra todas las adversidades legales, y pensó que, tal vez, ese hombre estuviera en condiciones de entender un poco más lo que él estaba viviendo. Abordarlo no sería fácil. Debía estudiar sus horarios. No era conveniente presentarse temprano, en el momento en que baldeaba la vereda o lustraba los bronces de la puerta, porque era la hora en que ella podría salir para la oficina y descubrirlo. Por la tarde existía el riesgo del regreso y al mediodía era previsible que el hombre descansara. Decidió ir a las 11 de la mañana y lo encontró apoyado en la columna de mármol blanco, mirando con desprecio la vida de los otros. César se presentó con una formalidad excesiva y al terminar de decir su nombre verdadero supo que había cometido un primer error. Ramón Villagra tardó unos segundos en darle la mano y no pareció sorprenderse con su presencia, como si lo hubiese estado esperando y parte de su oficio consistiera en recibir proposiciones extrañas y ponerles un precio. César sintió que ese hombre podía traicionarlo. Lejos del miedo, comprendió que estaba en el camino correcto: solo traiciona el que puede salvar.

César supo, de inmediato, que Ramón Villagra no era un hombre para hablarle de su pasión por Beatriz. Había sido ingenuo al pretender un ejercicio de sinceridad. Nadie podría entenderlo. “Solo el amor con su ciencia nos vuelve tan inocentes”, pensó y agradeció a los dioses, el haberle dado la rapidez para plantear con autoridad, la proposición que le permitiría vivir los sutiles e imperceptibles encuentros de amor.

Lo miró a los ojos y tuvo la certeza de que corría menos riesgos si su propuesta partía de un lugar oscuro, si creaba el clima de ser el representante de algún grupo que manejaba dinero y poder, dispuesto a pagar, pero a no tolerar el rechazo o la delación. Le dijo, con firmeza, que necesitaba la basura diaria del 9º A. Mejor que no hiciera preguntas y se mantuviera en silencio. Había una suma importante de dinero por cada bolsa. Sacó del portafolio un fajo de billetes y le aclaró que esa cifra era solo por una semana. Evaluarían el cumplimiento y podría llegar a aumentarla si el resultado era satisfactorio. Le habló sin dejar espacio para una interrupción. Había optado por usar el plural y algunas palabras que denotaban la existencia de una organización. Ramón Villagra inclinó la cabeza en un gesto de aceptación y recibió el dinero con naturalidad, como si fuese un pago previsto y esperado.

A partir de ese momento, todas las noches, entre las 11 y las 12, César paraba su auto en la puerta del edificio de Beatriz, controlaba que nadie lo viese y, con una estudiada y rápida maniobra, recogía la bolsa y la llevaba a su departamento, no como alguien que cumple un ritual, sino como un hombre común que pasa a buscar a su esposa cuando termina el día.

Ramón Villagra, durante las primeras semanas, revisó cuidadosamente la basura del 9º A antes de entregarla, para averiguar el motivo de aquel extraño encargo y comprobar si había algo que pudiera tener valor, anticiparse, negociarlo en otro ámbito y poder salir de su condición de pobre, aun con los riesgos que su vida pudiera correr. Después de varios días de analizar restos sin descubrir diferencia alguna con los desechos que arrojaban los otros, abandonó esa tarea, tan desagradable como absurda. Pero todas las mañanas, cuando veía salir a la pareja del 9º A, Ramón los miraba con una mezcla de admiración y envidia y se preguntaba cuál era el secreto que justificaba pagar tanto para comprar su basura.

V

En esa noche primera la ansiedad hizo que le costara dormir. Llegó a su departamento, se sirvió un whisky, apoyó la bolsa de la basura en el suelo del living y, sentado en la alfombra, se dispuso a abrirla. Sintió la misma emoción que lo embargaba cuando veía aparecer a Beatriz después de una larga espera. No se había equivocado, allí estaba ella. Trató de demorar el momento de la búsqueda para disfrutarlo aún más. Varias veces había pensado en lo maravilloso que sería controlar la duración de una escena, detener el tiempo y que Beatriz siempre estuviese llegando hacia él, desde la puerta del bar hasta su mesa, para eternizar el final de una víspera. Ahora podía lograrlo. Encendió un cigarrillo, bebió un poco de whisky y desató el nudo de la bolsa lentamente, como si se acercara a Beatriz para recibirla con un beso.

Saquitos de té usados, restos de yerba, potes de yogur vacíos, una lata de duraznos en almíbar, papeles de alfajores, pañuelos descartables. Esperaba hallar a Beatriz de una forma más directa y clara. Pero no alcanzó a decepcionarse. Después de todo, también en los encuentros normales la mujer que amamos llega rodeada del mundo exterior, tarda unos instantes en despojarse de la periferia que la acompaña, no es ella de inmediato. Las parejas, al verse, intercambian palabras triviales, preguntas retóricas, hablan del clima, de las pequeñeces vividas a lo largo de la tarde. Esos desechos eran su periferia, la que habría que sortear para arribar a Beatriz, los restos de cosas prescindibles que habían estado cerca de ella, en los espacios que habitaba. No debía despreciarlos: estaba frente al resumen de su día.

Separó los residuos cuidadosamente, como quien ayuda a su mujer a quitarse el abrigo. Fue entonces cuando encontró un frasco de crema para manos, vacío. Sintió su perfume y lo apartó. Sonrió y siguió buscando. Los restos de comida, cotidianos, sencillos, demostraban la ausencia de festejos y alejaron sus celos, pero le causaron, a su vez, una tristeza profunda. Envidiaba, más que las fiestas, aquellas cenas compartidas en la tibieza de un comedor diario, la rutina de todas las noches. La basura solo permitía intuir la presencia de Beatriz cuando ya no estaba, acercarse a lo que ella había transformado. Con ingenuidad, había creído que la relación podría ser distinta. Se preguntó cómo podría tener la certeza de que determinado residuo pertenecía a Beatriz y no a alguien que trabajaba en su casa, a su mucama, a sus hijos. Apartó un papel de jabón Palmolive y dudó de si ese aroma, casi imperceptible, sería el mismo que ella sentía al bañarse. Pensó, entonces, que no debía caer en el escepticismo acerca del amor típico de los otros, los que no comprenden. Por el mero hecho de amar, él reconocería siempre los residuos que fueron de ella con solo verlos o, a lo sumo, acariciarlos. En el fondo de la bolsa encontró una hebilla rota y creyó recordar que era la que había usado en alguna de las reuniones de trabajo. Aquel frasco de crema de manos y esa hebilla. El resumen de su piel y de su pelo. El día llegaba a su fin y el plan había sido un éxito. No buscaría más. Solo quedaba aquello que podía ser olvidado. Lo arrojaría con su propia basura. Fue hacia el lavadero y al juntarlo todo en una misma bolsa sintió una nueva forma de felicidad: se mezclaban los restos de sus días, como si viviera a su lado.