La mujer y el espejo - Eduardo Álvarez Tuñón - E-Book

La mujer y el espejo E-Book

Eduardo Álvarez Tuñón

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Beschreibung

Martín Galdós se separa de su mujer, una famosa actriz de Hollywood en la década del cuarenta, y al poco tiempo comienza una relación apasionada con su doble de riesgo. La presencia de dos mujeres idénticas, a las que sólo diferencian lo vivido y la memoria, lo conmueve y cambia su vida. Ante una misma imagen, que se repite, habitada por personalidades distintas y opuestas, se pregunta qué es lo que amamos, en verdad, de una mujer. El mundo del cine, la posguerra, Buenos Aires, México, el exilio, la vida extraña de los dobles de riesgo y las situaciones absurdas por las que estos deben atravesar: todo confluye en una novela atrapante, basada en hechos reales, escrita con ironía poética, y que culmina en una profunda meditación sobre el amor y el paso del tiempo.

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Eduardo Álvarez Tuñón

La mujer y el espejo

Alvarez Tuñón, Eduardo

La mujer y el espejo / Eduardo Alvarez Tuñón. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2016.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-478-2

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863

Imagen de tapa: Joven mirándose al espejo, de Berthe Morisot

©Libros del Zorzal, 2016

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>

Plural ha sido la celestehistoria de mi corazón…

Rubén Darío

Índice

I | 6

II | 23

III | 34

IV | 44

V | 60

VI | 71

VII | 83

VIII | 93

IX | 101

X | 111

XI | 121

XII | 135

XIII | 144

XIV | 164

XV | 178

XVI | 197

XVII | 219

XVIII | 228

XIX | 245

XX | 260

I

Había algo en su belleza extrema que la condenaba a la soledad. Era, en sí misma, como esos paisajes lejanos que producen vértigo sin saberlo. La tarde en que la vio por primera vez tuvo la extraña sensación de que ella no cruzaba la avenida caótica de una ciudad, sino que caminaba a orillas de un río, bajo la mirada de los dioses, en la humedad de la tierra recién creada. Luego, en aquellos días, en los que trabajó a su lado, en el guión de sus películas, lo subyugaba contemplar de qué manera su perfil, bajo la luz intensa de los reflectores, asumía todas las formas vanas del amor y del odio, que él había creado y que modificaba cada noche, no por exigencia de la trama, sino para oírla pronunciar determinadas palabras que, en su imaginación, deberían sonar como una música perfecta.

Martín Galdós nunca pensó, cuando aceptó, por necesidad, escribir guiones para las películas de Aída del Carril, que la humillación de urdir las historias de pasión y maldad que el público esperaba, de condescender al folletín, sería el precio ínfimo que habría de pagar por la experiencia sublime de estar a su lado. En aquellos días que precedieron al amor, descubrió que, en cada pequeño movimiento, ella dejaba traslucir una armonía perfecta, que superaba a la que había nacido del movimiento anterior, en el breve instante en que él trataba de grabarla en su memoria para que no se perdiera en las sombras. Aída inclinaba el rostro para leer el texto; apartaba, con su mano, el pelo lacio y negro, levantaba la mirada, dejaba caer, con un mágico descuido, los papeles que él había escrito y llevaba hacia sus labios un vaso de agua. Martín sentía, ante cada gesto cotidiano, fascinación y tristeza a un mismo tiempo, por la belleza irrepetible que estaba llamada a desaparecer y que hubiera querido perdurable.

Tal vez Aída del Carril no fuera una gran actriz. La época la había condenado a esas películas, en las que sobreactuaba de heroína o traidora y la música anticipaba la tragedia o la dicha, en finales predecibles. Martín no tardó en comprender que todo juicio crítico era superficial y provenía de aquellos que creían que lo importante era la actuación y no se habían dado cuenta de que lo conmovedor no residía en la forma en que Aída imitaba la vida o en que simulaba ser otra, sino en su sola presencia sobre la tierra. Su misión consistía en estar, y eso bastaba para generar una suerte de inquietud que iba más allá de lo físico, una emoción estética que muchas obras de arte no alcanzaban a provocar. Exigirle que actuara bien, que dijera un monólogo a la perfección, era reducirla a lo humano, algo así como pedirle a un atardecer o a la lluvia que hablasen. Durante los ensayos de la primera película que hicieron juntos, cuando él aún no existía para ella y era sólo uno más al lado del director, los iluminadores y los técnicos del sonido, cada escena que protagonizaba le parecía inmejorable a su manera y comprendía que las frases que había escrito, con esfuerzo, para tratar de que se mantuviera el ritmo y la tensión, sin abandonar la palabra justa, eran sólo un motivo para que Aída tuviera que llorar, se sentara frente a un espejo y el universo pudiera verla bajo una imagen distinta y turbadora. Sus olvidos, sus equívocos, perdían relevancia y sólo los apuntadores los señalaban, ante la indiferencia de Martín, que pensaba en la inutilidad de todo ensayo, porque en ella nada podía ser corregido y cada repetición encerraba, a su modo, una nueva forma de la belleza.

Esos silencios de Martín ante los errores de Aída, que hacían perder la poca sutileza que había logrado incorporar, en un guión tan distinto de lo que él hubiese querido escribir, contribuyeron a que ella lo considerara ajeno a su poder de seducción, y por lo tanto atractivo, y se propusiera el desafío de vencer una frialdad a la que no estaba habituada y le parecía ofensiva. La soberbia le impedía percibir que la inacción de Martín era el grado más alto de la fascinación: Para él, todos sus actos respondían a una perfección visual que no admitía reparo alguno. Por las noches, cuando llegaba a su departamento del barrio de San Ángel, en los días interminables de filmación, trataba de escribir algún poema, comenzar algún cuento, alguna página profunda que justificara su existencia en la historia de la literatura. Entonces sentía lo que nunca había sentido: que ser escritor era una derrota aceptada. Jamás podría, con palabras, crear algo que produjera lo que suscitaba aquella mujer.

Martín no percibió que ella lo había empezado a convocar sólo porque lo creía distante; sabía que él pertenecía al mundo de la cultura y que despreciaba ese cine de evasión y melodrama en el que participaba para poder comer. Para Aída, vivir una historia de amor con alguien que no fuese un actor o un productor era una forma de diferenciarse del resto de las actrices y la demostración de la vastedad de su seducción, que no sólo incluía a los seres comunes, mujeres vulgares que la miraban en las tapas de las revistas, la querían imitar y lloraban cuando hacía de desdichada, sino también a un intelectual como Martín Galdós, que escribía libros para unos pocos, firmaba manifiestos y venía de la Argentina que, en esos años, todavía era considerada un enclave europeo. Aída no podía admitir que él se fuera de los estudios de filmación antes que ella, cuando todos querían permanecer a su lado más tiempo, acompañarla hasta la puerta y observar cómo subía al auto, rodeada de fotógrafos. Sabía, por conversaciones laterales, que Martín Galdós vivía solo y se preguntaba qué era aquello que lo aguardaba, lo desconocido con lo que ella no podría competir, lo único que, por ahora, le resultaba invencible, ese misterio que lo hacía irse rápido, con un saludo sobrio, en el momento mismo en que se apagaban las últimas luces.

Aída jamás hubiese comprendido que la intención de Martín al salir primero que todos era poner un límite a su presencia, como si sólo la pudiera soportar en determinadas dosis. Tenía la certeza de que cualquier exceso lo llevaría a perder la línea y se notaría esa especie de embriaguez, que disimulaba apenas durante un determinado número de horas, en las que fingía llevar a cabo un trabajo fácil que, si lo incomodaba, era porque no estaba a su altura y le hacía perder el tiempo que le hubiese podido dedicar a la literatura profunda. Pero aquel temor no era la única razón de su partida. Tenía la dolorosa certeza de que nunca llegaría a estar en pareja con aquella mujer. Por momentos su escepticismo lo llevaba a pensar una verdad que asumía la forma de un consuelo: Sólo se marchita lo que ha existido, lo que sucede entre los días. El hecho de que jamás viviesen una historia le daba eternidad a lo que sentía. Todo movimiento podría desdibujarla, hacerla desaparecer, como si fuera una imagen reflejada en la quietud del agua. Había descubierto, también, que amar era más importante que ser amado, porque nunca nos puede pasar inadvertido. Podemos no darnos cuenta de que nos aman, pero no de que amamos. Su ausencia era como un dolor grato que le hacía pensar en ella; trataba de reconstruir, desde la memoria, cada instante que había transcurrido a su lado y era distinto el paso del tiempo, porque se convertía en la espera de un encuentro. Desde el instante en que empezó a amarla cambió su relación con los objetos: miraba los pocos muebles del departamento que alquilaba, la lámpara, un vaso que había dejado sobre la mesa desde la noche anterior y se decía que ella conocía esas formas, aunque nunca las hubiese visto. Sentía la dicha pequeña de ser su contemporáneo, vivir en la misma ciudad, saber que el día también sería lluvioso para Aída.

Martín gozaba y padecía de ese amor extraño, sin condescender jamás a la acción, y no imaginó que los silencios y las huidas en que se manifestaba, pudiesen llegar a ser una estrategia de seducción tan eficaz, como para que ella, que estaba en el máximo esplendor de su fama y su éxito, lo convirtiera en un desafío, un objetivo al que debía alcanzar para tenerlo todo sobre la tierra.

A nadie sorprendió que Aída pretendiera, ya avanzada la película, modificar el esquema de filmación y que pusiese, como exigencia, terminar una hora antes, para evaluar con el guionista las escenas y los textos que se grabarían al día siguiente. Estaban habituados a sus reacciones arbitrarias, a sus repentinos cambios de humor, y quedó como un capricho más aquella iniciativa que, en verdad, era una maniobra para que Martín no fuera el primero en partir y tuviera que permanecer trabajando a su lado, pero con la presencia de los asistentes de dirección, quienes se dieron cuenta, a la semana, de que sobraban y empezaron a irse con los otros, sin que se advirtiera su ausencia.

En la frialdad del estudio vacío, entre cables de filmadoras, reflectores apagados y escenografías que simulaban la mitad de una casa, con columnas blancas de cartón y ventanas de papel que daban a un horizonte de utilería, Martín, todas las tardes, leía a su lado, más cerca que nunca, en voz alta, las frases que jamás hubiera querido escribir. Aída miraba a su alrededor para comprobar que sólo quedaba algún encargado de la limpieza, algún operario técnico, de los que cierran las puertas, y sentía el triunfo menor de haber retenido a Martín y corregir lo que consideraba un inadmisible error del universo: que alguien dejara pasar la oportunidad de estar con ella. Pero la sensación de victoria era tenue porque creía que él se quedaba para cumplir una orden silenciosa, obligado por la modalidad de trabajo que ella había impuesto. Se propuso, entonces, emplear esas horas inútiles en generar otro vínculo, lograr que él añorara estar a su lado, lamentase tantas ausencias que podría haber evitado permaneciendo hasta el final y llegase a pensar que esos instantes que pasaban juntos iban a ser un paraíso perdido para siempre. Cuando él sintiera que todo era distinto, ella decidiría, de un momento al otro, volver a filmar como antes, y le diría al director que ya no era necesario analizar con Martín las escenas futuras. Aída comenzó a interrumpir la lectura, como si estuviera dispersa y no pudiese concentrarse. Le hablaba de sus proyectos, de nuevas películas de acción que filmaría en Los Ángeles y trataba de hacerle sentir que compartía con él, de una manera humana, ansiedades por la llegada de un mundo en el que cualquiera, Martín incluido, querría participar, aunque fuese desde un lugar secundario. Aída se mostraba cálida y buscaba complicidades al burlarse de alguno de los productores, para que él sintiera que ella lo consideraba un igual, con quien podía compartir una esfera superior y ciertos códigos, para criticar el mundo gris de los seres comunes. La superficialidad le impedía darse cuenta de que, cuando alguien ama, lo seduce más el pasado de la mujer amada que el futuro. Martín hubiera preferido saber dónde vivía en su niñez, en qué lugar había descubierto el mar, cuáles eran sus miedos y sus sueños, qué escenario de madera, lejano y perdido entre los días, había tenido el privilegio de verla actuar por primera vez. No lo atraía tanto lo que aún no había sucedido, aunque se relacionase con el clima irrepetible de los estrenos, los éxitos y las fiestas que ella describía con un exagerado fervor. Tal vez en esos diálogos comenzó a gestarse una decepción, que avanzó con el paso del tiempo y que él trató de negar, porque le resultaba imposible aceptar que no hubiera algo espiritual y cautivante en un ser cuya belleza física parecía exceder lo humano. Prefería pensar en que la culpa era suya y que Aída era como un texto secreto, con un significado oculto y profundo que él no estaba llamado a descifrar. Había leído, alguna vez, que todos los seres humanos estaban hechos de las mismas sustancias químicas, de la misma proporción de albúmina, carbono, oxígeno y se preguntaba, entonces, dónde estaría el misterio de esa diferencia que existía entre Aída y todos los otros; si ella no sería la obra de un ser superior, un dios desconocido, que intervino al azar, para conmover las certezas de aquellos que no creían en su existencia.

Martín descubrió, a los pocos días, que Aída había perdido interés en el guión. No le hacía comentarios y tenía entre sus manos, con indiferencia y descuido, los papeles que él había escrito, como si se tratara de una planilla, algo olvidable que sólo se tornaba necesario para justificar ese encuentro. Por momentos pensaba que Aída se daba cuenta de que él era un artista que no podría ser juzgado por esas historias melodramáticas e ingenuas y creía, con optimismo, que había algo profundo en ella y que lo había elegido porque, quizás, fuera el único con el que podría hablar de un mundo distinto. Sentía, entonces, que contarle lo que había vivido en esos años anteriores a su exilio en México, hablarle de su regreso de la guerra de España, de lo que había visto, podría llegar a ser una forma de lograr que esa atracción se tornara más intensa. Lo entusiasmaba que Aída mostrara cierta curiosidad por su pasado, aun por las anécdotas pequeñas, y le parecía que ese sentimiento, tal vez, fuera similar al suyo y quizás una prueba posible del amor que estaba llamado a nacer. Con el tiempo, pese a lo sucedido, recordaría con nostalgia aquellas tardes en las que Aída lo escuchaba en silencio y él creía que todo lo había vivido para poder contárselo. A veces, mientras le hablaba, sentía miedo al ver que tenía siempre la misma expresión lejana, tanto para las desdichas que le confesaba como para las alegrías, y se preguntaba si ella no se habría imaginado que la vida de él era distinta y emprendido el camino irremediable de la desilusión. Entonces trataba de consolarse pensando que la belleza plena prescinde de lo humano y la comparaba con el mar, que no cambia, es siempre igual a sí mismo, aunque alguien ría o llore en su orilla.

Él intentaba, sin éxito, hallar alguna historia que los uniera, alguna confluencia de sensaciones, un punto de encuentro para que Aída se identificara y hablase no sólo de su presente y de sus planes. Pero había en ella algo de inabordable, y Martín, ya en esos días, tuvo la sensación de que la profundidad que le atribuía podría ser un espejismo. Una tarde le habló del bombardeo a Madrid, de cómo había visto convertida en escombros la “Casa de las Flores”, en el barrio de Argüelles, donde vivía; de las noches pasadas en los sótanos, antes de abandonar la ciudad, del miedo a morir. Aída, entonces, pareció evocar algo y le contó la impresión que le había causado filmar, en Estados Unidos, una escena de guerra con efectos especiales, le habló de las luces que simulaban explosiones y de la forma en que había visto caer paredes de cartón, que parecían reales. Martín la miraba y seguía creyendo que en ella debería existir algo espiritual e inasible y que estaba en él la imposibilidad de hallarlo. Recordaba lo que había sentido la primera vez que entró en la catedral de Chartres, la sensación de que tanta belleza necesariamente tuvo que albergar a un dios verdadero. Se negaba a pensar que Aída pudiera llegar a ser sólo un templo bello y vacío.

Las tardes no les alcanzaban para lograr lo que cada uno aguardaba del otro. Aída se daba cuenta de que no podía conmoverlo con lo que más valoraba de su existencia y no admitía aquello que juzgaba como su único fracaso: que él no se sedujera con sus éxitos, sus apariciones en los diarios, sus contratos. Martín, por su parte, nunca había pensado en que podría avanzar más allá de lo que estaba viviendo y valoraba, como un triunfo, aquellas horas que comenzaron a prolongarse, porque ella le pedía que la acompañase, y ya casi todas las noches cenaban en Coyoacán.

Para Aída lo único que existía era el mundo visible, el vértigo de un presente que disolvía todos los hechos del pasado. A Martín nunca le resultó fácil precisar el momento en que se fueron a vivir juntos, no era posible aferrarse a una fecha, establecer un día que pudiera ser celebrado, y cuando recordaba ese tiempo, ya se le habían borrado las imágenes de sus primeras noches y le parecía que todo había comenzado aquella mañana caótica en que apareció en la revista Hoy, una foto de ellos dos saliendo de un restaurante y otra entrando en el departamento, y ya los titulares lo mencionaban, con nombre y apellido, como la nueva pareja de Aída del Carril.

Después de haber vivido cuatro años a su lado, fatigado de mudanzas, viajes y estrenos, cansado de verla actuar aun cuando estaban solos, como si cada instante menor y cotidiano respondiese a un guión tedioso, inferior a los que él había escrito, Martín pensaba, con escepticismo y resignación, que uno se acostumbra a la belleza, como a la idea de la muerte y a tantas otras cosas, y termina por no sentir su presencia y su abismo. Nunca imaginó que, con el tiempo, la voz de Aída dejaría de ser aquella música sutil que había creído escuchar, para quedar reducida al sonido hueco de una rutina en la que sólo se hablaba de sus papeles protagónicos, de la publicidad de sus películas en los diarios de Los Ángeles, de un vestido o de un peinado que alguien le había copiado y de esa mezcla de alegría y de odio que le producía el hecho de ser imitada.

Martín advirtió que todo estaba llegando a su fin cuando empezó a volver tarde a la casa, deliberadamente, para encontrarla dormida. Había descubierto que sólo podía recuperar algo de aquella pasión de los primeros tiempos al verla rodeada de silencio, apenas cubierta con una sábana, con el pelo negro extendido sobre la almohada. Entonces contemplaba el ritmo de su respiración y pensaba en que sólo había sido hecha para el misterio del sueño.

Tal vez por aquellos desencuentros, que él provocaba y que estaban destinados a evitar diálogos que lo aburrían, no lo sorprendió demasiado enterarse una noche, por la mucama, que Aída se había ido para filmar una película de acción en la frontera de California y que el viaje duraría tres semanas. A la mañana siguiente, Martín se despertó con una sensación extraña, recordó que ella no estaba y decidió no salir. Sentía que la casa sólo podría ser gozada en su ausencia. Intentó leer en el living, pero le fue imposible. Recorrió las habitaciones y se detuvo en los cuadros, que eran, en su mayoría, retratos de Aída. Volvió al dormitorio, vio los frascos de sus perfumes sobre el mueble del espejo, un pote de crema casi vacío, un pañuelo olvidado. Salvo un libro sobre la mesa de luz, no había rastro alguno que demostrase que él también vivía allí. Recién en ese momento se dio cuenta de que Aída había convertido todos los espacios en una especie de vasto camarín, que la reflejaba, no sólo en su imagen luminosa, la de las fotografías, sino también en aquella otra, anterior, sin maquillaje, a veces cansada, en los instantes efímeros en que se preparaba para ser otra. Se preguntó qué había estado haciendo en aquel lugar durante todos esos años y se justificó a sí mismo, pensando que todo aquello, que hoy le parecía un escenario ajeno, debió haber tenido algo de paraíso, porque el que ama se detiene también en la huellas cotidianas que deja el ser amado, en lo que queda cuando ya no está.

Antes de que terminara el día, Martín juntó sus pocas cosas y se fue para no volver más. Durante un par de semanas estuvo en un hotel de un barrio apartado de la capital y después pudo alquilar, de nuevo, el mismo departamento en San Ángel, en el que vivía cuando la conoció. Distribuyó los pocos objetos que siempre lo habían acompañado, en el sitio exacto en que los tenía en aquellos días. Recordó la tarde en que entró por primera vez, de regreso de la guerra de España, pensó en Aída y se dijo que aquel lugar, quizás, estuviese llamado a ser el destino final de todas sus decepciones.

Supo, por comentarios, que ella, al enterarse de la huida, habló de él con un odio y un desprecio que a los pocos días se mitigó, porque todo el espacio de los diarios lo ocupaban las noticias de Europa, la rendición de Alemania, el inminente final de la guerra, y Aída había logrado, con amenazas y desplantes, que sólo se mencionara su nombre en los suplementos de espectáculos, para anunciar un nuevo papel protagónico en una superproducción. Otros, quizás aquellos que lo envidiaron, dijeron que Aída siempre lo había ignorado, que ella recién se había dado cuenta de su partida a los dos días de su regreso y que sintió más indiferencia que abandono, después de todo el nombre de Martín Galdós parecía haber sido olvidado de las revistas, apenas se lo mencionaba en algunas publicaciones literarias que casi nadie leía, y la gente que la admiraba jamás tendría duda alguna de que era Aída, y sólo Aída, la que decidía sus separaciones.

Habían pasado más de tres años sin que volvieran a encontrarse. Martín ya había aceptado, con tristeza, que lo que sabía de ella por los diarios no era muy diferente de lo que podría haber llegado a saber viviendo a su lado, y pensaba que aquella relación había tenido la levedad de un sueño.

Una tarde, que parecía igual a las otras, la tormenta hizo que se refugiara en la estación terminal de trenes. Se habían inundado las calles, el tránsito era un caos y ya había desistido de ir a la editorial a entregar las traducciones de francés que lo ayudaban a subsistir. Atravesó el hall central en dirección al café y sintió aquello que sentía en los primeros tiempos: la presencia de Aída aun sin llegar a verla. Recordó, con nostalgia, esa capacidad extraña que había desarrollado, a pesar de él, en las vísperas del amor, que consistía en descubrir que ella estaba cerca, en darse cuenta de que ya había llegado a los estudios de filmación y en percibir, también, cuando Aída había viajado y ya no estaba en la ciudad. La buscó con la certeza de hallarla y la vio sentada frente al cartel que anuncia los horarios de las salidas, con un impermeable blanco y un pequeño bolso claro, apoyado en el suelo, como con descuido. Reconoció su pelo mojado por la lluvia. Volvió a vivir lo que ya había vivido con ella en los aeropuertos, en las aduanas, en los lugares públicos que imponen esperas, cuando la rodeaba un espacio de soledad, como si su fama hiciera que nadie se atreviese a acercarse en el momento en que llevaba a cabo los actos simples de todos los seres, mientras a lo lejos, los otros, los demás, hacían gestos entre sí, con disimulo, para advertir que era ella y poder contar que la habían visto y que era tal cual se la veía en las películas.

Martín, meses después, cuando la historia había tomado ya un camino inimaginable, habría de preguntarse si hubo algo que hizo que la notase más humana, como para vencer el temor a una escena de desprecio predecible, justificada, quizás, por la forma en que se habían separado o si se atrevió a hablarle por esa inquietud que deja siempre lo pasado y que nos lleva a añorar aun lo que padecíamos y a tratar de evitar que todo se pierda para siempre. Lo cierto es que se sentó a su lado, y ella lo miró como si no lo reconociese, sin sorpresa y sin odio y apartó su cartera y su paraguas como para no molestarlo y que tuviera lugar. Martín pensó que no fingía ni actuaba y sintió, por unos segundos, el dolor de haber sido olvidado. Volvió a mirarla, como una invitación a que le hablara, y pronunció su nombre; dijo “Aída”, como si fuese la única palabra existente en el idioma para representar ese juego sublime de luz y de sombras que se elevaba por sobre la desprolijidad de lo real.

–Se ha confundido, no soy Aída del Carril, como usted cree. Pero es natural que la gente se confunda porque soy Adela Rodríguez, su doble de riesgo.

Martín, que jamás había oído esa voz, sintió, con asombro y miedo, que nada era imposible sobre la tierra.

II

Adela Rodríguez tenía apenas doce años cuando atravesó por primera vez la puerta del Colegio Santa Cruz de Niñas Expósitas y creyó, con inocencia, que aquel perfume a humedad e incienso de las habitaciones y de los corredores sombríos, no se debía al encierro: era sólo el aroma que señala el comienzo de todos los viajes. Sentía la dicha de haber dejado atrás la niñez y pensaba que ese lugar de paredes altas, de piedra gris y vitrales con historias de héroes y santos y música de órgano sería siempre más parecido a la vida que aquella casa pobre, de las afueras de Morelos, que el tiempo había comenzado a destruir con más rapidez desde la muerte de su madre. Nunca supo con certeza de quién fue la idea de que entrara en aquel colegio. Su padre trabajaba en el interior, en la construcción de rutas, y ella pasaba muchos días sola. Cuando lo veía regresar, tenía la sensación de que la ausencia lo había desdibujado, casi no hablaba y toda su existencia podía resumirse en la forma resignada y triste con la que dejaba, para que ella pudiera mantenerse, algo de dinero debajo de un jarrón pequeño, con la inscripción “Recuerdo de Acapulco”, que había comprado en la luna de miel y era lo único que había resistido mudanzas y desalojos. Adela se enteró de que iba a ser pupila la tarde anterior al día de su partida, cuando una vecina, que ya lo sabía, le trajo una vieja maleta de cuero marrón, que había guardado en vano, durante años, a la espera de que volviese alguna vez su dueño, uno de los tantos que habían partido, sin pagarle el hospedaje, de aquella posada que regenteaba con obstinación y sin éxito, como si no se tratara de un negocio sino de un destino. La palabra “pupila” no le trajo evocaciones de tragedias y abandonos, quizás porque nada podía ser más triste que aquello que estaba viviendo y, en una de esas siestas calurosas, había leído en el suplemento ilustrado de El Clamor, varias novelas de Dickens, resumidas para niños, en las que ser huérfano era siempre el comienzo de una vida de aventuras y pasiones, con final feliz. Tal vez no tuviera demasiada conciencia de cuál era su verdadera desdicha y, más que la soledad y la incertidumbre de un futuro, nada le parecía tan terrible como el aburrimiento de aquellas tardes interminables, sin nadie de su edad con quien compartir las sensaciones nuevas que la atravesaban, similares a las que debía sentir la tierra cuando llega el verano. Sabía que el colegio quedaba en el centro del pueblo, lo había visto varias veces cuando iban con su madre al desfile de los días de fiesta y tenía un lejano recuerdo de que alguien lo había mencionado como amenaza para aquellas hijas que se portaban mal. Pero todo motivo de miedo cedía ante esa idea cautivante de partir hacia el mundo, que se tornaba más intensa mientras armaba esa maleta, que ya había recorrido los países de la Tierra y tenía pegadas etiquetas de aduanas de todos los puertos, con firmas y sellos que la convencían de que estaba ante las vísperas de un viaje, aunque no tuviera que atravesar mares y pudiese hacerlo en un carro tirado por caballos. Aquella madrugada, su padre la despertó con un beso. Llevaba puesto su único traje, impregnado de ese olor que habita en el fondo de los viejos roperos con espejos y que sirvió para reemplazar las palabras y hacerle comprender la trascendencia de una partida sin retorno. Tampoco habló en el momento en que la entregó a la madre superiora. Pero Adela pudo ver, al darse vuelta, que él seguía de pie, mirándola mientras ella se alejaba, y sintió que había algo en la postura de su cuerpo, rígida y vencida al mismo tiempo, que hubiera servido para representar, en cualquier lugar de la tierra, la imagen misma de la tristeza.