El tropiezo del tiempo - Eduardo Álvarez Tuñón - E-Book

El tropiezo del tiempo E-Book

Eduardo Álvarez Tuñón

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Beschreibung

Los relatos de El tropiezo del tiempo, con sus tramas sutiles y su escritura cautivante, se destacan en el panorama de la literatura argentina. Como lo señaló Guillermo Cabrera Infante, al referirse a Eduardo Alvarez Tuñón, "en Latinoamérica no abundan los escritores con ironía poética. Me gustan sus historias porque se pueden contar, porque no son 'posmodernas' ni aspiran a vanguardias vanas, y están escritas con signos de puntuación, en castellano, mi idioma, nuestro idioma".

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Eduardo Álvarez Tuñón

El tropiezo del tiempo

Relatos

Alvarez Tuñón, Eduardo

El tropiezo del tiempo / Eduardo Alvarez Tuñón. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2023.

Libro digital, EPUB - (Ficcionaria)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-922-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Diseño de tapa: Eduardo Ruiz

© 2023. Libros del ZorzalBuenos Aires, Argentina<www.delzorzal.com>

ISBN 978-987-599-922-0

Comentarios y sugerencias: [email protected]

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Hecho el depósito que marca la ley 11723

Índice

La suerte y la noche | 5

La venganza del músico | 41

Disfraces | 67

Historia real | 97

El tropiezo del tiempo | 122

La música de mi madre | 152

El regreso en abril | 157

La suerte y la noche

I

Confieso que entré por primera vez a la casa de Joan Masip Ferrer con resignación y miedo, sin imaginar las pequeñas aventuras que iba a vivir a su lado, ni la pasión, vana y profunda a un mismo tiempo, que se ocultaba en la música solemne de su nombre.

Hacía tres meses que había llegado a Barcelona, con la esperanza ingenua de trabajar en algún diario. Había recorrido, sin éxito, las principales redacciones, en orden decreciente, desde las más importantes hasta las gacetillas que nacían para cubrir las ferias de tauromaquia. Había podido comprobar que tanto mis 20 años como mi condición de argentino, sin otra trayectoria a exhibir que una nota publicada en una revista de domingo sobre las frases y refranes pintados en los camiones de Buenos Aires, eran un obstáculo para mi vocación de “redactor creativo”, categoría que parecía no existir en España y cuyo contenido nunca me dieron oportunidad de explicar. Convencido de que el periodismo era un universo cerrado y difícil para mí, intenté visitar editoriales y me ofrecí como lector de originales, capacitado, también, para redactar solapas y contratapas y tornar atractivo cualquier libro. Mi desesperación iba en aumento a medida que pasaban los días. Vivía en una pensión en el barrio de Gracia y ya debía un mes. La dueña era de Extremadura. Había conocido la pobreza y esa mañana, en la que salí temprano para visitar la última editorial de mi lista, me dijo, sin que yo le confesara mi situación: “Hoy va a conseguir algo. Se percibe cuando un hombre de buena fe necesita dinero. No es por la ropa. Es por la luz”. Nunca creí demasiado en las profecías, pero entré a la sede de Libros de Iberia con cierta alegría, que abandoné rápidamente, porque pensé que podía perjudicarme, al borrar ese aspecto de desdicha que, según aquella mujer, podría abrirme todas las puertas. Luego de una larga espera, me entrevistó una señora elegante, de unos 50 años, con fina tonada catalana. Me escuchó con atención, me hizo algunas preguntas sobre mi vida, los motivos de mi viaje, mis gustos literarios, para luego decirme que ellos no habían solicitado personal, ni publicado ningún aviso, y que la dotación estaba completa. Me iba a levantar de la silla para irme, cuando me retuvo con un gesto.

–Un momento. Tengo un trabajo para usted, pero no es aquí –dijo con un tono de voz más bajo, y me extendió una tarjeta en la que pude leer su nombre: “Milagros Masip Pujals”, una dirección y un número de teléfono–. Se trata de mi padre –agregó–. Tiene 83 años. Está muy bien de la mente, pero frágil, casi no sale. No quiere ninguna mujer a su lado, desde que murió mi madre. Una persona hace las cosas de la casa durante el día. A las 10 voy yo a acostarlo y duerme, como un ángel, literalmente, hasta las 7 de la mañana. Me costó convencerlo de que alguien se quedara en la sala, por si le pasa algo durante la noche, pero terminó aceptando. Puso como condición que se tratara de un muchacho joven y culto. Lo único que tiene que hacer es estar, conversarle un poco antes de que se duerma y llamarme por cualquier cosa. Nada más. Ni remedios toma. Ha sido un gran lector. Pídale que le cuente algo de Quevedo o de Cervantes. Muestre interés y verá cómo antes de terminar la frase se queda dormido. Al menos eso nos pasa a nosotras, a mi hermana Julia y a mí, quiero decir.

Me ofreció un sueldo similar al de un corrector de estilo, incluso mayor al que yo aspiraba, y si bien me resultó algo decepcionante ir en busca de un trabajo intelectual para terminar aceptando cuidar el sueño de un viejo, pensé, con la ingenuidad de la juventud, que podía ser un primer paso para mi carrera. La necesidad de esa mujer me daría poder, me tomarían cariño y jamás le soltarían la mano a ese chico que las ayudó en la adversidad y logró aquello que parecía imposible: que ella y su hermana durmieran tranquilas.

Joan Masip Ferrer vivía en el segundo piso de un edificio señorial, cerca del Teatro del Liceu. La ansiedad hizo que llegara unos minutos antes y pude sentir, en el mismo momento en que Milagros me abrió la puerta, la alegría y el alivio que le causaban que ya estuviese allí. Me acompañó hasta la sala, con una sonrisa. Me señaló el sillón en el cual debería sentarme y me explicó, para disipar cualquier rasgo autoritario, que era el más cómodo y, por otra parte, estaba al lado de la mesa del teléfono, muy cerca de la puerta que daba al dormitorio de su padre, lo que me permitiría oír si le pasaba algo. Luego hicimos un recorrido por la casa; me mostró la cocina y el baño; aclaró que podía comer y beber lo que quisiera y me dijo que no dudara en llamarla a cualquier hora de la madrugada, si lo consideraba necesario. A las siete en punto de la mañana, estaría de nuevo por allí, como todos los días, y yo podría irme. Los sábados y domingos se quedaba su hermana y, por lo tanto, mi trabajo sería de lunes a viernes.

–Ahora llegó el momento de que conozca a mi padre. Siempre lo encontrará acostado. Fue jefe de Correos. Toda la vida ha sido un hombre silencioso y la vejez lo ha puesto más silencioso aún. Pienso, con pena, que su existencia se ha convertido en una espera de lo inevitable, en una simple espera. Podrá comprobar que habla de los personajes de Valle Inclán o de Galdós como si fueran seres de carne y hueso, a los que trataba con frecuencia. A veces nos menciona a alguien que ni mi hermana ni yo recordamos, lo describe y luego nos damos cuenta de que no lo conocimos y sólo era un personaje de una novela de Leopoldo Alas.

Milagros abrió la puerta del dormitorio y pude verlo. Estaba acostado en una cama de madera oscura, antigua y amplia. Delgado, con el rostro enjuto y el pelo blanco y lacio, adormecido sobre las almohadas, inclinado, levemente, hacia adelante, parecía más viejo aún. Apenas se incorporó cuando su hija dijo mi nombre. Sentí que me miraba desde el fondo de los días, con algo de clemencia por todo lo que me faltaba por vivir y con un tenue reproche por haber contribuido a que abandonara ese estado, entre la vigilia y el sueño, uno de los pocos placeres físicos de los que podía gozar. Me extendió su mano derecha, surcada por venas azules, y tuve la sensación de que los años la habían desprovisto de oficios inútiles y convertido en algo espiritual y profundo, que lo representaba aún más que su rostro. Luego esbozó una sonrisa, no por cordialidad, sino para que todo terminara rápido; volvió a su posición inicial y se durmió, antes de que tuviera tiempo de decirle alguna palabra.

–Todo es tal cual se lo describí, y ahora no se despertará hasta mañana –Milagros me habló con tristeza, como si no se resignara a que su padre se fuera desdibujando con los días–. Pero yo, que lo conozco, puedo afirmarle que usted le ha caído muy bien.

–Ha sido recíproco –le dije, y sentí que era una de mis habituales exageraciones, pero no una mentira.

Milagros no se fue hasta que me vio sentado en el sillón indicado. Me deseó que tuviera una buena noche y, por la forma en que miró al salir, supe que su miedo a dejarme solo con su padre era mayor que el mío a no saber qué hacer si la noche se tornaba distinta de lo imaginado, si se despertaba llamando a los que ya no estaban sobre la tierra o si, solamente, soñaba en voz alta.

Aquellas primeras horas de trabajo, si se le puede llamar así, opté por la quietud. Temía que cualquier movimiento, cualquier ruido, pudiera despertarlo. Tenía la certeza de que no me reconocería y podría asustarse. Tal vez me confundiera con un ladrón o, lo que es peor, con un médico joven y se pusiese a gritar. Pensé en que debería haber traído un libro y estuve tentado de buscar alguno en esa biblioteca del pasillo que, por lo que había visto, muy al pasar, tenía varios clásicos de editorial Aguilar, esos de tapa de cuero y papel biblia, que nunca pude comprarme en Buenos Aires. Pero había que levantarse y caminar unos seis metros hacia el lado de la cocina, y no me pareció prudente. Decidí, entonces, para pasar el tiempo, hasta que me viniese el sueño, si alguna vez llegaba, observar detenidamente los objetos de la sala, los muebles, los adornos, para imaginarle una vida a ese viejo al que debía cuidar, pese a que el mundo había dejado de importarle. Descubrí, entonces, hasta qué punto las casas hablan del pasado de quienes las habitan. El cuadro de la Alhambra, el espejo de marco dorado, que los años habían oscurecido, el bargueño, la vitrina con tazas de porcelana, que ya nadie usaba, y el antiguo combinado, que algún día fue moderno, todo hablaba, a su manera, acerca de lo que ya no vuelve. Me pareció sentir una música lejana y el eco de risas alrededor de esa mesa, ahora silenciosa. Supe, entonces, que en ese lugar había vivido una mujer y todos habían sido felices, sin darse cuenta.

A las siete en punto de la mañana, me despertó el ruido de las llaves en la cerradura. Miré hacia la puerta del dormitorio del viejo y comprobé que todo seguía igual. Me recompuse en un instante, para que Milagros no pensara que había dormido profundamente toda la noche sin estar atento a su padre.

–Buen día, Eduardo. ¿Cómo ha ido todo? No me llamó, y eso me da tranquilidad.

–Tal como usted me lo describió, señora. Ni se lo sintió –respondí, y al terminar de decir estas palabras pensé, con pánico, que tal vez se hubiese muerto y que mi frase última podía haber sido dicha también en esa circunstancia, sin desentonar demasiado, ante la semejanza que existe entre la muerte y el sueño.

Recorrí, detrás de ella, los pocos metros que nos separaban de la puerta del dormitorio y contemplé, desde afuera y con alivio, cómo el viejo se incorporaba, lentamente, para besar a su hija.

–Buen día, papá. ¿Cómo te sientes? –Milagros me hizo una seña para que entrara–. ¿Te acuerdas de Eduardo? –agregó.

Me miró con una alegría extraña, que no tardaría en comprender.

–¡Cómo no lo voy a recordar! El muchacho con acento argentino, que contrataron para que me cuidara por las noches.

Iba a acercarme para saludarlo cuando hizo un gesto con la mano para que me detuviera, me señaló con el dedo índice y me miró a los ojos.

–Hoy empiezas a trabajar –agregó con una sonrisa.

Creí, entonces, con ingenuidad, que su mente, pese a lo afirmado por su hija, atravesaba por algunos desvaríos. El viejo me recordaba, pero olvidaba que había estado vigilando su sueño desde ayer y, quizás en un rato, preguntaría qué significaba mi presencia tan temprano en la casa. No pude imaginar la lúcida verdad que encerraban sus palabras, ni lo diferente que sería la noche que me aguardaba.

II

Volví a la casa del viejo a las diez en punto. Había estado caminando toda la tarde y me había demorado en el Barrio Gótico. Trataba de que la ciudad me sedujera con su belleza y su clima. Necesitaba sentir que era mi lugar en el mundo y que poco importaba que tuviera un trabajo algo deprimente y tan distinto de lo esperado, si era el precio que tenía que pagar para vivir allí. No sé si Barcelona se apiadó de mí, pero al llegar a las Ramblas sentí los primeros perfumes de los árboles que anunciaban el verano y comencé a pensar que, después de todo, el trabajo no era tan malo. Si bien no tenía prestigio intelectual y jamás lo podría mencionar como antecedente, lo cierto es que era descansado y me permitía leer todo lo que quisiera, en un sillón cómodo, con buena luz. Por otra parte, me dejaba el dinero suficiente para pagar la pensión, los gastos e incluso ahorrar un poco para viajar a París, que era mi finalidad secreta. Subí las escaleras con muy buen ánimo y pensé, también, que, con una mirada optimista, bien podría decirse que había resultado favorecido con una beca de lectura nocturna; de hecho, traía el primer tomo de las obras completas de Balzac, comprado en una mesa de saldos y que era, para mí, una asignatura pendiente.

–Nos estamos viendo seguido –Milagros me abrió la puerta con una sonrisa sincera, y pude notar que había empezado a tranquilizarse por anticipado y tenía la esperanza de haber encontrado a la persona ideal.

–Sí. Vamos a terminar siendo como de la familia –le respondí–. ¿Cómo pasó el día su padre?

–Me parece que lo ha pasado espléndido. Ya se ha dormido. No lo despertemos. Lo saludará mañana. Hay noches en las que se duerme más temprano. Cenó muy bien.

–Bueno, mejor así –dije y me fui a sentar. Ya había aprendido que verme en el sillón hacía más fácil su partida.

–Hasta mañana –habló en voz baja, como si las palabras del adiós fuesen las únicas que pudieran despertar a su padre.

Nada había cambiado desde la noche anterior. Los objetos seguían en el mismo lugar. Lo único diferente era el silencio, que parecía más profundo y se posaba sobre todas las cosas. Tuve la certeza de que el viejo no se había movido de la habitación y que su hija se negaba a aceptar la realidad. Su vida se había reducido a dormir y recordar lo que todos habían olvidado. No necesitaba otro espacio que el de su habitación. Hice un movimiento torpe con la pantalla de la lámpara, que produjo no sólo un sonido agudo, sino también un tenue eco, y recé para que volviese la calma. Pensé, entonces, que tenía algo en común con el viejo, más allá de las diferencias de edades y de universos. A los dos, por razones distintas, el destino nos imponía la quietud, y transgredirla podría encerrar un riesgo.

Habría leído una hora cuando oí un timbre agudo similar al de un despertador, que parecía provenir de la habitación del viejo, y me pregunté, indignado, quién habría podido programarlo para que sonara justo en ese momento. Pero enseguida sentí que lo apagaba. Dudé si debía ir a verlo, opté por no moverme y rogué que se volviera a dormir de inmediato.

–¡Eduardo! ¡Eduardo! ¡Ven aquí, hijo! –La voz tenía un tono fervoroso y vital.

Abrí la puerta del dormitorio y lo vi sentado en la cama, con una expresión feliz y los brazos levantados hacia el cielo.

–Ya sonó el despertador. ¡Es la hora! Tal como te dije, comienza tu trabajo, tu verdadero trabajo.

Pensé que el sonido del reloj lo había despertado bruscamente y padecía una confusión natural en los viejos. Estaba eligiendo mis palabras para lograr que se recostara y retornase a la normalidad cuando me interrumpió con un gesto solemne.

–Son las once en punto. Fui yo el que lo puse en hora. Tienes que descartar de inmediato la hipótesis de demencia senil. Eso déjaselo a mis hijas. Vamos, vísteme. Hay que salir en un rato para estar allí antes de la medianoche. Ya te iré contando. Por ahora, vísteme.

–No pienso vestirlo, ni salir con usted a ningún lado. Vuelva a dormir. ¿Quiere un vaso de agua o un té?

–¡No! ¡No perdamos tiempo! Allá nos darán algún brandi. Está todo incluido.

–¿A dónde iremos? ¿No se da cuenta de que es de noche?

–Si no fuera de noche, no podríamos ir. Me alegra que preguntes a dónde iremos. Implica que iremos. Comienza a vestirme.

–Señor, no me obligue a llamar a Milagros –le respondí con una sobreactuada firmeza.

–No me obligues a llamarla a mí y contarle que me maltratas. No dudes de que ha de creerme. Yo soy el padre, un caballero catalán, y usted un joven, recién venido de la Argentina –se incorporó más aún para seguir hablando–. Te diré por qué te contrataron y puse como condición que fueras un muchacho culto. No me desilusiones.

–Me contrataron para cuidarlo. Sé perfectamente lo que tengo que hacer. Póngase en mi lugar. Es mi trabajo y no quiero problemas –Me había dado cuenta de que mi severidad era inverosímil e inútil y traté de conmoverlo con mi historia.

–No niego que necesito cuidado. Pero no para el inocente acto de dormir. Salvo mis hijas, nadie piensa que dormir sea riesgoso. Lo riesgoso, en todo caso, puede ser soñar. Si alguna vez, cuando volvemos a la madrugada de nuestras excusiones nocturnas, me duermo y ves que me estoy por morir, me despiertas, pero no para salvarme. Me despiertas para que pueda contemplar ese momento trascendente, que ponga fin a mi vida. No tuve conciencia de mi nacimiento, dejadme al menos tener conciencia de mi muerte. Los que dicen que morir dormido es la mejor muerte son seres mediocres. Yo quiero vivirla, debe de ser una experiencia interesante, aunque no se la pueda contar a nadie –dijo en voz alta y luego hizo un prolongado silencio y comenzó a reír.

Confieso que sus palabras ejercieron sobre mí una extraña seducción. La juventud, lo supe luego, es tan prejuiciosa como la vejez. Pensaba que un empleado de correos, que había llegado a jefe después de muchos años y de una vida de días iguales, sin pasiones ni zozobras, sería incapaz de reflexionar sobre la existencia.

–Las calles y las noches ya no son lo que fueron. Hasta hace unos meses salía solo. Luego tuve una caída, de esas que asustan a las hijas, y cuando me propusieron que alguien viniera a cuidarme, después de muchos rodeos, acepté, con la condición de que fuese un muchacho, con cierta lectura, para que pudiera entenderme y, sobre todo, guardar silencio –agregó con una mirada destinada, claramente, a generar una complicidad.

–¿A dónde quiere ir? –Al terminar la pregunta, sentí que no tenía que haberla formulado. Su seducción comenzaba a vencerme.

–Vísteme mientras te cuento –Apoyado en la mesa de luz, ya se había levantado de la cama.

–No lo sé vestir. Nunca he vestido a nadie –Me di cuenta de que el viejo pretendía utilizar mi curiosidad como estrategia y opté por respuestas absurdas que terminaran convenciéndolo de volver a dormir.

–Todo se aprende. Piensa que estás de pie, frente a un espejo, y que no me estás vistiendo a mí, sino a ti mismo, dentro de sesenta años, o sea, cuando tengas mi edad.

Parecía proponerme un juego y, sin que yo pudiera reaccionar, abrió la puerta de un armario y me señaló un traje oscuro y una camisa blanca. Me hallé, de pronto, abrochando su ropa en silencio, ayudándolo a calzarse, anudando su corbata, mientras se miraba en el espejo en busca de una elegancia perdida.

–¡Perfecto! Sólo nos falta elegir un bastón –dijo con voz de triunfo; después puso su mano sobre mi hombro y permaneció unos instantes inmóvil frente a mí.

–Todavía no me contó a dónde quiere ir –le dije–. Tenga en cuenta que es tarde. Lo mejor sería quedarnos aquí.

–Iremos a un garito a jugar póquer. Todas las noches, a partir de las doce, de lunes a viernes, iremos a un garito diferente. Barcelona es una ciudad de garitos. Volveremos a eso de las cuatro o cinco de la madrugada, depende un poco de cómo nos trate la suerte. Si perdemos, regresamos temprano. Si ganamos, nos demoramos.

–¡A un garito! ¡Hasta la madrugada! Jamás. Es una locura. Olvídelo. Es ilegal. Vuelva a acostarse –le respondí con sorpresa y miedo, aunque creí que, tal vez, estuviera bromeando.

–He vivido en una España en la que todo era ilegal. Ese adjetivo, hijo mío, no me asusta y casi te diría que lo identifico con la vida. Pero ¿desde cuándo un argentino que, seguramente, viene huyendo de su país se preocupa tanto por la legalidad? Me desilusiona. Sobre todo porque es joven como para aceptar las reglas que el mundo le impone –Me habló con sinceridad y su voz, ahora, tenía el tono apagado de la decepción–. “Juventud que no es transgresora es servidumbre precoz” –agregó–. Estaba escrito en la puerta del Ateneo Anarquista de Plaza Catalunya.

–¿Usted era anarquista?

–No, era cartero. Fui a dejar correspondencia. Pero cuando leí la frase la memoricé de inmediato, porque me pareció que en algún momento me iba a ser útil. Después de medio siglo, el momento ha llegado. Nunca la había repetido, hasta esta noche.

–Tampoco es para tanto. ¿No piensa que me está pidiendo demasiado? ¿Y si Milagros llama por teléfono y nos descubre? –agregué.

Intentaba vanamente disuadirlo y me di cuenta de que el paso del tiempo le había dado más astucia y encanto que debilidad.

–Jamás se atrevería a llamar después de las doce de la noche. Tendría temor de despertarme. Los viejos y los niños pequeños tenemos algo en común: por la noche, nos prefieren dormidos. Al final, ¿qué vas a hacer? Me acompañas o no?

–Está bien. Pero sólo por esta noche. Créame, sólo por esta noche.

–A mi edad, toda noche puede ser la última. Si hubieras dicho “lo acompañaré siempre”, hubieras quedado muy bien conmigo y quizás me hubieses acompañado sólo esta noche. La palabra “siempre” en un viejo implica una distancia temporal breve.

–Está bien, perdóneme. ¿Usted sabe dónde queda?

–Sí, claro. El de esta noche es a pocos minutos a pie. Vete a la biblioteca del pasillo y saca todo el dinero que hay detrás del tomo nueve de la Enciclopedia Espasa y vayamos, que se hace tarde.

–¿Siempre esconde el dinero detrás de ese libro?

–No. El de mañana lo esconderé detrás del tomo diez, y así sucesivamente. Es un lugar seguro. Hay gente que prefiere que le falte el dinero a tener en las manos un tomo de la Enciclopedia Espasa.

La respuesta me hizo reír y sentí que, en todo lo que decía, tenía algo de razón. Bajó la escalera tomado de mi brazo y pude comprobar que se agitaba. Al salir, miré para todos lados con temor a que nos vieran y me dejé guiar. Me llevó por calles oscuras con olor a mar. Caminamos en silencio. Nos detuvimos frente a una puerta discreta y me pidió que fuera yo el que golpeara. Me aclaró que, cuando me preguntaran “¿quién es?”, dijese simplemente, como contraseña, “la Sagrada Familia de Gaudí”. Obedecí sin ningún reparo y sentí el ruido de los cerrojos al abrirse.

–¡Buenas noches, don Joan! Una alegría inmensa tenerlo nuevamente por aquí. Lo estábamos esperando para comenzar –Un hombre de unos 50 años nos recibió con una calidez que no parecía fingida y abrazó al viejo, con cuidado, como si tuviese conciencia de su fragilidad.

–Gracias, Salvador. Le presento a Eduardo, el argentino que mis hijas eligieron para que me cuidara y, aparte de eso, un buen amigo –El viejo me guiñó un ojo y Salvador me extendió su mano y me dijo que siempre sería bienvenido, solo o acompañado.

Después de atravesar un largo corredor, llegamos a una sala con cuatro mesas cubiertas de paño verde y sillones de cuero. Todos se pusieron de pie para saludar al viejo. Alguien, vestido como un mozo de un restaurante fino, acercó una mesa rodante con cigarros, bebidas y jarras con agua y otra con fichas de todos los tamaños y colores. Con una gran cordialidad, me hicieron sentar a unos metros, tal vez para que no me fuera fácil pasarle señas al viejo. Sentí, entonces, por primera vez en mi vida, esa prolija solemnidad, hecha de luces y de sombras, ese silencio profundo que rodea tanto los riesgos como los rezos y torna similares a los garitos y los templos.

III

Lo vi tomar dos copas de brandi. Lo vi encender un puro, acariciar los naipes y arrojarlos sobre el paño verde, con un mismo gesto, que me impedía saber, en verdad, si ganaba o perdía. Comprobé la caballerosidad con la que era tratado y me detuve a observar a los que jugaban con él. Eran tres hombres de unos 60 años, que no intercambiaban palabras entre sí y a los que parecía unirlos algo más intenso que un pasado en común. Se dirigían al viejo con respeto y, después de varias “manos”, descubrí que ninguno jugaba contra él, sino contra el destino, y añoraban ser, algún día, como don Joan y llegar a esa edad sin haberlo perdido todo.

Esa primera noche me resultó difícil soportar el paso de las horas. Si bien me distraía un poco la contemplación de un mundo tan desconocido para mí, deseaba, con ansiedad, que todo terminara de una vez. Pensaba que había sido un inconsciente al aceptar la propuesta de ese hombre, haber caído en sus manejos y traicionado a Milagros, en mi segundo día de trabajo.

Tenía miedo de que irrumpiera, de pronto, la Guardia Civil, nos llevara presos a todos y clausurara el lugar. Mi situación sería, sin duda alguna, la más delicada. Sólo contaba con una visa de turista, sin ocupación formal, hacía poco tiempo que había llegado a España y ya estaba, a la madrugada, en un garito. No dudaba, por otra parte, que el viejo, con esa picardía seductora, me echaría la culpa de haberlo llevado a ese lugar contra su voluntad, pese al mandato de sus hijas, y yo aparecería, frente al mundo, como un vicioso irrefrenable, capaz de sacar a un anciano enfermo de la cama y trasladarlo por la noche, para no perderme una sesión de póquer. Pero ese no era mi único temor. Pensaba que el viejo podía morir en cualquier momento, en ese maldito lugar, antes o después de duplicar una apuesta. Me había dicho que detestaba morir dormido y bien podría elegir una noche de garito para despedirse de la vida, apasionado como era por el juego. Me sería muy difícil explicar una muerte no sólo lejos de su dormitorio y en traje, sino incluso en circunstancias tan atípicas, aunque confiaba en que los demás jugadores se apiadarían de mí y, tal vez, me ayudarían a llevarlo a su casa o, al menos, a ratificar la verdad de mi versión ante Milagros.

Al terminar cada rueda, mientras distribuían las fichas y mezclaban los naipes, advertí que, a mi manera, yo también jugaba, era partícipe del azar, lo arriesgaba todo, como ellos, y mi destino dependía de la suerte. Pude sentir el vértigo del abismo. Por ahora, estaba ganando con lo mínimo y sin dejar de sufrir. Miré el reloj y vi que eran las 4 de la mañana y pensé que el viejo, como yo, parecía tener una buena racha. Dudé si, en algún momento, no sería conveniente que yo tomara la iniciativa y le dijese que ya era demasiado tarde y deberíamos regresar. Pero opté por esperar. Quizá no sería bien recibida una interrupción drástica, que privara a los otros de recuperar lo perdido, y el viejo no me perdonaría el haber impedido sus triunfos, de ser tales. No habría pasado media hora cuando todos se pusieron de pie, se dieron la mano y alguien, al que nunca había visto, entró con una caja de metal azul y le dio al viejo un fajo de billetes que, para mí, duplicaba, por lo menos, lo escondido en el tomo nueve de la Enciclopedia Espasa.

Nos despedimos y sentí que existía, entre todos, una cordialidad que iba más allá de quién había ganado y quién había perdido.

–Vamos, Eduardo, que se ha hecho un poco tarde –me dijo, como si yo hubiese sido el culpable.

Las calles estaban desiertas, aunque se anunciaba la proximidad del amanecer. Lo tomé del brazo y tuve la sensación de que no era necesario que se apoyase en mí; parecía haber recuperado algo de vitalidad.

–Es una noche hermosa y ha ganado –Le hablé con la alegría tenue de sentir que había superado el difícil trance, sin ser detenido por los guardias civiles ni descubierto aún por Milagros.

–Sí, he ganado. Pero era previsible. Hacía más de seis meses que no jugaba, por mi caída y mi salud. La suerte te recibe como a un hijo pródigo que regresa. Veremos qué sucede mañana. Iremos a otro, para engañarla y que crea que hace mucho que no juego –respondió y se detuvo, no a causa de la fatiga, sino para mirar el cielo–. Realmente es una noche hermosa. ¿Sabes? La suerte y la noche tienen algo en común. Las dos están llamadas a terminar, las dos tienen un final. Pero no es lo único que comparten. La suerte y la noche siempre retornan. Sólo se trata de esperarlas. ¿Qué tal si tomamos un carajillo en esa tasca para celebrar?

–Ni lo sueñe. Jamás. Es tardísimo y ya hemos cometido muchos excesos –le dije con firmeza.

–Tienes una concepción del exceso impropia de tu edad. Aunque quizá sea un problema del idioma de las colonias. ¿A qué llamáis “excesos” los argentinos?

–Hasta ahora nos hemos entendido. No es conveniente que tomemos alcohol. Usted ya bebió dos brandis. No me lo niegue porque lo vi.

–No es demasiado lo que he bebido. Crucemos hacia la tasca.

–Don Joan, no me complique más todavía, se lo pido por favor. Además, en dos horas viene su hija a despertarlo y podría sentirle aliento a alcohol. ¿De qué nos vamos a disfrazar? –Volví a tomarlo del brazo y lo insté a reanudar la marcha.

–Ese argumento es aceptable. No lo había pensado. Veo que has comprendido lo que significa cuidarme. Así, de esta manera, quiero que me cuides. La finalidad no es impedir que me muera, sino evitar que mi hija me descubra.

Caminamos en silencio y, cada tanto, volvía a detenerse. Me di cuenta de que no estaba demasiado convencido de regresar y parecía buscar otro bar donde poder entrar.

–Cuénteme. ¿Siempre fue jugador? –Había notado que le gustaba conversar y trataba de distraerlo mientras nos acercábamos a la casa.

–No. Empecé a jugar en la vejez. Es bueno adquirir un vicio cuando todos sienten que nada puede sucederte. Es una forma de sorprender y de enseñar a los otros que la vida nunca está acabada, hasta el último suspiro.

–¿Pero usted sabía jugar al póquer?

–Hijo, ¡qué pregunta! No existen garitos con escuelas. Me enseñó un tío, el hermano de mi madre, cuando yo tenía 9 o 10 años. Recuerdo que me dijo: “Aprende, niño, que te puede resultar útil en cualquier situación”. ¿Qué se habrá hecho del tío Ramón?

–Seguro está muerto. Por la edad, digo –Al terminar la frase tuve conciencia de mi torpeza.

–Veo, hijo, que la noche no te pone sutil. Ya sé que está muerto. Me pregunto qué se habrá hecho de él en el infierno –me respondió con resignación.

–¿No se olvidó de las reglas del juego después de tantos años?

Me miró y sentí que mi pregunta tampoco había sido del todo feliz.