Donde todo es corazón - Arelys Y. Guerra - E-Book

Donde todo es corazón E-Book

Arelys Y. Guerra

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Beschreibung

Nora Miller regresa a casa, vuelve a sus raíces llevando consigo un pasado de sombras y dolor. No sabe lo preciosa que es porque se empeña en esconderse detrás del mostrador de una cafetería. No imagina que su belleza causa estragos en las calles de New York. Samuel Moore se divorcia y busca refugio en el único sitio donde es verdaderamente feliz; el hospital donde trabaja como oftalmólogo. Lejos de focos mediáticos, separado del negocio familiar, quiere ser un Moore, pero a su manera. Descubre la novela de Arelys Y. Guerra, llena de emociones que te harán vibrar desde la primera página.

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Primera edición en digital: diciembre 2017

Título Original: Donde todo es corazón

©Arelys Y. Guerra

©Editorial Romantic Ediciones, 2017

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada ©mandritoiu

Diseño de portada: SW Dising

ISBN: 978-84-16927-77-7

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los

titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

Donde todo es corazón

Arelys Y. Guerra

Menú de navegación

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

El epílogo más largo de mi vida

Agradecimientos

A Diego y Pablo, por los tiempos

Prólogo

¡Norah!

Escucho una voz que me llama; es él. Grita mi nombre del otro lado de la puerta. Oigo una respiración, parece un fuelle. Mi corazón comienza a palpitar deprisa, cada vez más deprisa. Como si la sangre se me hubiera espesado de repente y necesitara acelerar el ritmo. El picaporte baja y vuelve a subir, baja de nuevo. Un golpe seco acompaña el movimiento del cierre.

¡Norah!

Ahora el grito se convierte en ultimátum. No juega, amenaza mientras pronuncia cada letra de mi nombre. Golpea nuevamente la puerta, una, dos, tres veces...haciendo que mi pecho se encoja. Siento que su respiración ha dejado de ser humana, ahora es la de un animal excitado por el olor de su presa. Huele mi miedo, huele mi sangre. Un nuevo golpe, cruje la madera. Silencio. Me quedo inmóvil, no respiro. Veo las sombras de sus pies bajo la puerta. Las patas del depredador. Otro golpe, otro silencio. Una gota de sudor cae desde mi frente, se columpia en la nariz. Quisiera quitármela con el dedo, pero mi mano no se mueve, nada se mueve excepto la gota que se balancea hacia la caída. Voy a morir. Otro golpe, la madera cruje, la puerta se tambalea, ya cede. Silencio. Silencio. Silencio.

La voz de la azafata la sacó de su sueño. Tenía las uñas clavadas en los reposabrazos, su frente perlada de sudor. Se estiró como pudo en su asiento y se abrochó el cinturón. Le costó unos segundos comprender las indicaciones dictadas por megafonía; iban a aterrizar.

Humedeció sus labios resecos, intentaba controlar la respiración con los ojos cerrados. La tensión se había acumulado en todo su cuerpo mientras trataba de moverse en su estrecho espacio tapizado en azul. Tomó aire mientras se frotaba con ambas manos el rostro; ya había pasado todo. Al fin, Nueva York. ¿No era un día precioso después de todo? Esbozó una sonrisa. Su estómago ronroneaba suavemente recordándole que no había probado bocado durante el viaje. Se tocó con la punta de los dedos sus Ray Ban Wayfarer para colocarlas sobre el puente de su nariz, se acarició el rostro. La mujer sentada a su lado la miró con curiosidad por enésima vez, pero ella la ignoró. Con seguridad, habría seguido su pesadilla desde fuera. ¿La habría visto removerse? ¿Habría escuchado sus miedos? Metió su viejo teléfono en el bolsillo del pantalón y estiró las piernas tratando de ignorar aquella sensación de ser observada, juzgada por alguien extraño.

Nevaba. No resultó fácil aterrizar aquel montón de hierros sin provocar en los pasajeros expresiones de miedo apenas contenido. Norah Miller, ajena a ese temor, se dedicó a observar la nevada como si quisiera descifrar cada copo que caía. Todos se revolvían con impaciencia. Habían transcurrido cerca de quince minutos y aún no se abrían las puertas. Las azafatas se movían por los pasillos pidiendo calma, atendiendo pequeñas crisis, sonriendo comedidamente. Los teléfonos móviles se encendieron en las manos nerviosas de los pasajeros y en menos de un minuto las llamadas, los selfies, el movimiento de los dedos deslizándose por las pantallas devolvió a muchos a su burbuja privada. Se escuchaban voces y llantos de niños, toses intermitentes de algunos adultos. Estaban en medio de una de las interminables pistas de aterrizaje; los motores rugían y callaban un poco al azar. Al cabo de unos minutos comenzaron a desembarcar.

El gélido aire de febrero recibió a Norah en el JFK de New York. Mientras caminaba hacia el vehículo que la llevaría a la terminal, motas pequeñas y blanquecinas se posaron en su pelo; se abrazó a sí misma acariciando su abrigo de lana blanca. Todos a su alrededor se movían con prisa, gesticulaban un poco acelerados, incluso alguno estuvo a punto de tirarla al suelo. Sonrió recordando su pesadilla. Esto es América ─pensó con una sonrisa─; hay que correr, Norah, correr como una loca. Pero no lo hizo y subió la última al autobús.

Facturación y policía internacional estaban colapsados por los retrasos provocados por el mal tiempo. Decidió seguir sin prisas, había llegado a casa. Ni las nueve horas dentro del avión, ni el hambre ni la más siniestra pesadilla podrían alterar su calma, la que ella acababa de elegir. Se acarició el contorno del rostro antes de seguir andando, y una mueca se dibujó en la comisura de sus labios. Se movió por los pasillos en dirección a la salida. De repente la vio allí con su gorro de mil colores y un ramo de flores de tonos imposibles. Se le humedeció la mirada solo con sentirla cerca. Volvió a colocar sus gafas con la punta de sus dedos.

─¡Mi niña! ─La mujer besó sus mejillas y le limpió las lágrimas─. No llores, no llores mi niña; ya estás aquí.

─Tía... ─A Norah, las palabras se le atascaron en la garganta. Las fuerzas le fallaban.

Se vio reflejada en sus ojos pequeños, palpó con amor aquella piel negra y se cobijó sin pensarlo en su abrazo. Nadie mejor que Marcia Miller para derribar los muros y matar sus miedos. Por el momento no era necesario decir más, solo abrazarse fuerte y sentir que estaban allí la una para la otra.

Aspiró una bocanada de aire y trató de limpiar su rostro de las lágrimas que volvían a asomarse a sus ojos. Se quitó las gafas y vio la expresión de desconcierto de su tía. Volvió a colocárselas con un rápido ademán antes de que ninguna de las dos dijese nada. Ella sabía cómo se veía; debajo de su ojo derecho, unas líneas violáceas que había tratado de tapar con maquillaje; el labio inferior partido en una de sus comisuras.

─¿Qué tal el vuelo? ─preguntó Marcia con fingida entereza, como si no hubiese visto nada.

─Súper largo, siento el retraso…

─No pasa nada, me he entretenido observando el panorama. ─Miró alrededor─. Hay que ver lo que una descubre cuando no tiene nada que hacer.

─Vives en New York. Pensé que, a estas alturas, ya nada podría sorprenderte.

─Siempre. Creo que el ser humano no dejará de sorprenderme jamás.

Tiraron ambas de las dos inmensas maletas de Norah y trataron de localizar un taxi. Un buen rato después, cuando por fin lo lograron, se dejaron caer en el asiento posterior y disfrutaron de los primeros minutos de intimidad que podía ofrecerles aquel vehículo.

─¿Tienes hambre?

─Mucha. No soporto la comida del avión; hasta las galletas me saben a cartón de bingo.

Marcia sonrió con ganas, como si hiciera mucho tiempo desde la última vez. Los edificios pasaban, veloces, ante sus ojos. Las avenidas, como siempre, aparecían llenas de transeúntes y automóviles, no importaba el día ni la hora que fuese. Daba igual que la nieve cayera con fuerza amontonándose en las aceras. Era New York, el centro del mundo.

Norah apoyó su frente en el frío cristal de la ventanilla y suspiró dejando nubes blanquecinas ante su boca y su nariz. Acarició el ramo de flores que descansaba en el regazo y volvió a mirar a su tía. Regresaba a casa. Al otro lado del océano acababa de dejar a una Norah de la que ya deseaba desprenderse. De aquella herida aún manaba sangre...

En el otro extremo de la ciudad, el Dr. Samuel Moore terminaba una complicada intervención de cataratas en su turno del hospital. Salió del quirófano enfundado en el pijama azul claro, cubierto de pies a cabeza con la indumentaria de rigor. La tarde había comenzado más movida de lo habitual debido al mal tiempo. Los accidentes y las imprudencias se multiplicaban. Se lavó las manos una vez más en un acto casi inconsciente, luego rellenó formularios y la documentación de sus pacientes. Una sonrisa se dibujó en su rostro camino del vestuario: esa noche tenía una cita importante. Dejó a un lado su atuendo de dios galeno y se vistió de simple mortal. Se abotonó con precisión su camisa blanca y se ajustó la corbata.

Su abogado lo recibía media hora después. Había tardado ese tiempo en un recorrido que normalmente le llevaba diez minutos. Pensó en ello mientras saboreaba una copa de vino cómodamente sentado en uno de los mullidos y carísimos sofás de cuero del despacho.

─¿Quieres volver a leerlos, Samuel?

─Ya lo has hecho tú, Charles, no hace falta. ¿No ha cambiado nada, verdad?─Retomó el interés por la documentación que tenía en sus manos.

─No, está todo tal y como pediste ─carraspeó antes de seguir─. Samuel... ¿estás seguro de que quieres hacer esto así?

─¿Así cómo? ─Lanzó una mirada de hielo que Charles captó al instante.

─Le estás dando a esa mujer… ─Se puso en pie y se dirigió a las ventanas dándole la espalda─. Perdona... no es de mi incumbencia lo que hagas con tu dinero... Pero como abogado debo aconsejarte, y como amigo más aún.

─¿Están todas las cláusulas que pedimos? ─Charles Didier asintió, resignado.

─Entonces no tenemos más que hablar al respecto.

Después de muchas copias en papel, números y firmas, dieron por finalizada la reunión.

Cuando salió a la calle, el tiempo no había cambiado. La noche lo recibió con copos de nieve que se posaron en su cabello, en sus hombros. Se subió el cuello del abrigo y anduvo con paso firme hacia el aparcamiento. Sophie West acababa de salir legal y definitivamente de su vida.

La nieve mantenía atascadas varias avenidas, por lo que tomó una ruta alternativa. No le incomodaba dar un rodeo con tal de llegar a su destino. Incluso encontraba cierto placer en hacerlo en ocasiones especiales, como esta. Los atascos en New York pueden ser interminables con nieve o sin ella, de día o de noche; solo hay que aprender a sortearlos... y a disfrutarlos.

La luz roja del semáforo lo detuvo en una de las muchas intersecciones; junto a su coche, un taxi esperaba el cambio de luces para continuar su carrera. Dentro, dos mujeres hablaban de sus cosas; esperaban llegar a casa cuanto antes para ponerse al día. Tenían mucho que decirse. Norah no había dejado de suspirar desde que abandonaron el aeropuerto. Adoraba las calles, los carteles luminosos, los olores de su niñez. Aquella ciudad seguía siendo su ciudad, no importaba cuánto tiempo hubiera estado lejos de ella.

Coincidieron en el tiempo, también en el espacio, sin saberlo. Como a veces sucede, personas de mundos opuestos comparten el mismo plano por un instante. La frontera entre ellas es sutil y contundente a la vez. Un pequeño soplo y todo cambia. Unos segundos sin aire y todo sigue igual. No se vieron, no se miraron a través de las ventanillas de sus coches, no hubo flechazo instantáneo ni persecuciones de película de amor. Ninguno de los dos se percató de que el otro se encontraba allí. Ambos estaban volviendo a la paz en sus vidas ajenas, sin soplos, sin alargar los planos compartidos durante unos pocos segundos.

Capítulo 1

El incidente

Norah despertó ahogándose en una pesadilla. Apretó su pecho con fuerza estrujando la camiseta dentro de su puño. No lograba meter aire en sus pulmones. Algo tan simple como respirar, y no podía.

─Norah... calma. Estate tranquila, ya pasó.

No fue consciente de que Marcia había llegado a su lado y la tenía cogida de la mano. Sudaba sin respirar, palpitaba sin meter aire en los pulmones, el cabello se le pegaba a la frente húmeda. Algo tan simple como olvidar, y no podía.

─Estoy bien. ─Respiró al fin, casi mordiendo el aire─. Yo...perdóname... es que...

No pudo continuar. Hundió la cabeza entre las rodillas y se echó a llorar con desesperación. Marcia acarició su hermosa cabellera.

─No pasa nada, llora todo lo que necesites. Estoy contigo.

─Perdóname.

─No tengo nada que perdonar. Ni tú tampoco.

─Perdóname. ─El aire se templaba en su interior; igual que una máquina vieja, arrancaba a tirones ese motor que es el olvido─. Llevo seis meses aquí y no cesan, tía. Esto es difícil─ Ahogó un gemido antes de hundirse de nuevo entre sus piernas.

─Sin disculpas, amor. Se irán cuando estés preparada. Anda, ven; te acompaño a tu habitación.

No estaba en su cama. Aquella noche los malos sueños la habían sorprendido en el sofá del pequeño apartamento que compartían. Marcia la ayudó a incorporarse; luego, acostada por fin en la habitación, la arropó como cuando era niña. Agosto estaba resultando más caluroso de lo normal, pero su cuerpo parecía no sentirlo. Necesitaba calor, todo el calor del mundo. Por eso se dejó mimar por aquellas manos, por el tacto de las sábanas, por la tibieza al fin recobrada. Se sentía culpable de despertar a Marcia con sus cosas, de traerla y llevarla por la casa como a una vieja ama de llaves; culpable por las mismas pesadillas que revivía una y otra vez mientras trataba de quitarse de encima unas manos que no eran las suyas. No remontaba, no olvidaba. Las últimas veces, incluso, había acabado en el cuarto de baño vomitando hasta el hígado.

Le costó recobrar el sueño. Sin embargo, las pocas horas que pudo dormir fueron suficientes para levantarse con energía. Dio a su tía un beso especial camino de la cocina y se tomó el primer café del día. El primero de los siguientes. Salió a la calle y aspiró muy hondo el aire de New York. La vieja máquina del olvido volvía a funcionar a la perfección. Algo de maquillaje, sus gafas de sol y ropa cómoda para ir al trabajo. No, definitivamente: una pesadilla nunca podría con Norah Miller.

Su turno de trabajo en el Starbucks resultó ser más largo y movido de lo habitual. Los clientes siempre tienen prisa, pero aquel día parecían poseídos de una vitalidad endemoniada. Todos pedían, pagaban y reclamaban al mismo tiempo: limonadas, frapuchinos de mocca y caramelo, donuts glaseados… En consonancia, el calor allí dentro unía el agosto neoyorquino que entraba de la calle y el agosto coral de los vasos de té y de los litros y litros de café abrasador. Parecía un infierno con aroma de vainilla, sudor y canela. Batidos de colores, Shirley Temple, Red Velvet, Strawberry Cheescake... Sonreír, dar cambios, poner nombres a los vasos de los pedidos. El polo del uniforme transpiraba con la eficiencia de un plástico industrial.

Cuando terminó de trabajar, Norah era una sombra de la mujer que había salido de casa horas antes. Estaba sudada, la camiseta se le ajustaba al cuerpo más de lo habitual. Por si fuera poco, tuvo que limpiar de arriba abajo la cocina minutos antes de marcharse. La rotura de una cañería, que casi lo inunda todo, acabó por completar aquella deprimente jornada. Estaba cansada, era tarde y viernes por la noche; pero no le apetecía coger el metro. Serían cuarenta minutos extra para llegar a casa, mejor el taxi. Se despidió de las propinas del día y apostó por la rapidez.

Comenzó a pasar un mensaje a Marcia para avisarle de que salía. Seguía sintiéndose culpable por lo de la noche, por lo de tantas noches. No quería preocuparla ni disgustarla sin necesidad. Al fin y al cabo, era casi como su madre. Justo cuando apretaba la tecla de enviar de su teléfono sintió que algo venía hacia ella por su costado. Se quedó paralizada. Un paso más y aquel coche la hubiera atropellado. Logró evitar caerse de bruces sobre la carrocería del Gran Cherokee 4x4, pero con el escorzo perdió el equilibrio y cayó de rodillas a la acera. Su bolso volcado dejó al descubierto la intimidad de una mujer, y su teléfono, hecho añicos contra el suelo, la fragilidad de las nuevas tecnologías.

─¡Joder, joder, joder! ¿Qué más me puede pasar hoy? ─gritó en un perfecto español.

Un hombre bajó del auto y con paso firme se acercó y se agachó junto a Norah.

─¿Está bien?

─¿Es que nadie en esta ciudad mira por dónde va? ¡Joder, me he quedado sin teléfono!─seguía hablando en español, en el jodido castellano de Cervantes.

─Lo siento, discúlpeme. Venía distraído y no la vi. ¿Se ha lastimado? ─Trató de tomarla por el brazo, pero Norah se apartó de manera brusca.

─¡No me toque! ─Se puso en pie de un salto al sentir las manos de aquel hombre sobre su cuerpo.

El doctor Samuel Moore, con los brazos en alto a modo de rendición, también se incorporó. Los dos se miraron a los ojos por primera vez.

─Tranquilícese... Solo quería disculparme, eso es todo.

─Gracias, pero estoy bien ─dijo Norah, pero entonces en el jodido inglés de Shakespeare.

Estaba molesta. Las pocas horas de sueño y la interminable jornada le pasaban factura. Después de tantas amabilidades fingidas en el Starbucks no sentía ganas de añadir ninguna más. Tenía cubierto el cupo. Además, su teléfono destrozado sobre la acera la tenía trastornada; se había abierto en dos partes y ella trataba de unirlas con gesto de frustración. Samuel pensó que aquella mujer tenía realmente un mal día y no quiso insistir. Observó en silencio sus dulces ojos verdes. Ella ni le miró.

─Permítame. ─Extendió sus manos para ayudarla con el teléfono, pero Norah se apartó bruscamente evitando el contacto.

─Le he dicho que estoy bien, no necesito su ayuda ─dijo en un tono más brusco de lo habitual, antes de pasar de nuevo al español─. ¡Dios! Dame paciencia porque hoy ya no puede ocurrirme nada más.

Samuel Moore no dijo nada. Se sentía un poco avergonzado de invadir el espacio de aquella mujer. El enfado, sin embargo, acentuaba su belleza. Parecía que en lugar de un teléfono de gama baja se le hubiera destrozado el corazón. Sacó una tarjeta de su billetero y anotó unos números en el reverso. No solía dar a nadie su teléfono privado, pero tampoco acostumbraba a atropellar a chicas de ojos verdes.

─Mire, siento todo esto. Tome, aquí le dejo mis datos. Por favor, páseme la factura del arreglo del móvil y yo me ocupo de ello.

Norah cogió la tarjeta; sin mirarla, la metió en el bolsillo trasero del pantalón. Terminó de doblar el uniforme de la cafetería, caído con todo lo demás, y lo guardó en su maxi bolso. No volvió a levantar sus ojos para fijarse en el hombre antes de girar sobre sus converse y enfilar la avenida. No dijo nada más, no se despidió; estaba tan concentrada en marcharse que no perdió tiempo en darse la vuelta y verlo allí, atento al vaivén de sus caderas.

Llegó cansada a su piso de Alphabet City, se derrumbó en el sofá al lado de Marcia. Su tía la miró un segundo, pero volvió a centrarse en el bol de palomitas con que acompañaba la película de los viernes.

─¿Qué ha pasado?

─Hoy tuve un día de perros ─respondió suspirando.

─Ya se ve, cariño. ─Norah siempre envidió el autocontrol de aquella mujer─. Puedes comenzar cuando quieras, y luego a dormir.

─El día ha sido eterno. Calor, clientes impacientes, la tubería de la cocina tuvo una fuga y… ah, sí...lo más importante: me he quedado sin teléfono.

─¿Y eso?

─Un imbécil que casi me atropella cuando salía del trabajo. Terminé a cuatro patas sobre la acera.

─Eso, mucho glamur ─dijo arqueando una ceja─. ¿Estás bien?

─Lo estoy, no te preocupes. El tío me dio su número privado para que le hiciera llegar la factura. Espero que en el chino de abajo puedan arreglarlo.

─Cómprate uno nuevo, el mejor.

─No puedo, tía, ¿tú has visto los precios de un teléfono en condiciones?

─Luego le pasas la minuta al del número privado ─dijo sin apartar la mirada del televisor.

─¡Qué graciosa te pones los viernes!

─Las películas, ya sabes.

Norah renegaba camino del baño, se descalzó sin desabrochar las zapatillas y abrió el grifo. Se desnudó y encendió una vela aromática antes de rociar el agua de la bañera con su gel preferido. Al doblar los vaqueros, una tarjeta cayó al suelo. La miró con detenimiento por primera vez.

Dr. Samuel J. Moore

Oftalmólogo

Mount Sinaí

E 101st Street, New York, NY 10029

La caligrafía de los números escritos al dorso resultaba ilegible. La dejó en el lavabo mientras le hacía un mohín al espejo.

─He sido una grosera ─se dijo en voz alta mientras probaba el agua con un pie─. Yo no soy así...creo. Espero que me coja el teléfono cuando tenga que llamarlo.

─¿Hablas conmigo? ─voceó Marcia desde el salón.

─No tía, hablo con la loca que vive dentro de mí.

─No, cariño. La loca es la que vive fuera.

Antes de sumergirse en el agua se hizo una coleta alta y descuidada; luego descansó la cabeza en el borde de la bañera. Como acostumbraba en los últimos tiempos, tenía su cerebro en varios sitios a la vez, y en todos mal asentado. La sensación de desasosiego con que aterrizó en New York seis meses atrás, en lugar de disiparse, se había acentuado. Demasiados pensamientos, demasiados recuerdos, demasiadas pesadillas. Y sin teléfono. Quizás era hora de comprarse uno nuevo, tal como decía Marcia, pero no le apetecía gastarse mucho dinero. Se acomodó en la bañera y trató de ordenar sus ideas antes de irse a la cama. El día se había alargado demasiado; tenía que ponerle fin de alguna manera.

Acabo de llegar a mi piso y está vacío, tan vacío como hace 48 horas, cuando lo dejé para irme a trabajar. Reviso las facturas que tengo amontonadas en la cocina, abro la nevera sin saber qué buscar. Me lavo las manos, después las seco mientras el agua cae al fregadero y casi me duermo de pie con una copa de vino en la mano. Estoy tan cansado que no tengo hambre. Preparo un sándwich para un estómago que no es el mío. El vino y el pan de molde se mezclan en un maridaje patético, pero no estoy para sutilezas. Me acerco a una de las ventanas y me conforto con las vistas del Upper East Side. Diez minutos allí son suficientes para que el vino y el pan me trasmitan un chispazo de energía que me hace sonreír. ¡Qué pronto se olvida uno de sonreír!

La chica de ojos verdes no se me va de la cabeza. No sé quién es, y no creo que me haga ninguna llamada. Es orgullosa. Si tuviera más destreza con el lápiz creo que podría dibujar su cara ahora mismo. Hasta su olor. Pero tengo algo: su uniforme plegado del Starbucks. Cerca de la 9na hay uno, tal vez trabaje allí…

Me siento en el sofá y muevo los restos de vino en la copa observando el rastro que dejan en el cristal. 80 horas de trabajo en una semana, voy superándome. Días y noches, enfermos, heridos, colegas, enfermeras, más noches y más días. Abajo, las calles se vacían y se llenan mientras algunas gotas comienzan a secarse en mi copa. Bonitos ojos verdes, cuerpo de infarto, bonitas caderas en las que perderse toda una noche. Creo que no me habían sudado las manos así en mucho tiempo. Olía bien la chica. “Granos de vainilla en la axila de una mujer...”, ¿dónde leí eso? Hermosa, mulata, cabreada, de rodillas en la acera. Tanto tiempo sin sexo no es bueno para nadie. Granos de vainilla en la axila de una mujer, qué demonios. Tomo un último sorbo de mi copa tratando de dar una carga de energía a mi cuerpo apagado.

Mi madre me llamó cuando salía de la clínica. Era su segunda llamada del día. Tenía un paciente entre manos y no pude cogerla. Un chico asiático con un traumatismo en el ojo, con heridas nuevas y heridas viejas en la cara. Un pandillero, pensé. Tuve que tranquilizarlo con lo de inmigración, siempre lo mismo.

El cumpleaños de papá será dentro de poco, por eso la llamada. Georgina Moore puede tener mil cosas que hacer, pero su agenda es disciplinada e implacable como ella.

─Samuel ─me dijo─: Te recuerdo que va a ser el cumpleaños de tu padre; que no se te olvide, cariño.

─No te preocupes, no lo olvido.

─¿Estás bien? ¿Comes en condiciones?

─Mamá, por Dios. Tengo treinta y ocho años, soy médico y me cuido.

─Y yo soy tu madre y todas esas cosas me dan igual.

Disciplinada, pero informal. Implacable, pero protectora. Mi madre.

Me preparo para tomar una ducha y la veo alejarse con sus converse por la calle, sus vaqueros pitillos y su cintura estrecha. Ella, con aquella camiseta blanca que ofrece sus pechos. Sexy y orgullosa. Ella y su cara pequeña, sus ojos verdes, su barbilla marcada. El agua al caer excita mi miembro, se tensa, me reclama. Han sido 48 horas pudorosas, abnegadas, casi santas, no voy a estropearlo ahora. Puedo tocarme, descargar esta energía en el agua que se escapa por la cañería y olvidarme de tantas cosas, pero no me apetece. Cambio la temperatura al frío casi absoluto y me olvido de aquel cabello revuelto, de aquella piel morena.

Ya en la cama, hojeo una revista al azar. Siento la acidez del vino en el estómago. Bostezo. Me duermo con granos de vainilla en el puño cerrado. Simplemente perfecta.

Capítulo 2

Buscándote

Norah llegó puntual a su turno en la cafetería. Allí era todo pura rutina: abrir, cuadrar la caja del día anterior, reponer las existencias expuestas al público, atender el cuchicheo interminable de Kalya sobre su último ligue o su propósito de cambiar de trabajo. Su compañera era una chica estupenda, la mejor. Rubia de ojos azules, delgada y de una juventud exasperante. La había ayudado mucho desde que se incorporó a su nuevo trabajo, apenas regresada a los Estados Unidos, y se sentía en deuda con ella. Pero a veces, cuando hablaba de un sitio que costaba creer que fuese New York, volabademasiado alto. Para ella la ciudad no estaba llena de rascacielos, brókeres y gente peculiar; para ella era un enorme campo plantado de citas, chicos o empleos de ensueño. Norah no podía culparla por ello. Kalya tenía apenas veintitrés años y una energía de envidia; ella con veintinueve y un par de gruesas piedras a la espalda, no podía sentirse igual. “Tienes que salir” “Esta semana nos vamos de fiesta a un sitio nuevo que conozco” “Por qué no te sacas más partido, eres guapísima” “Si te viese…” eran sus frases favoritas del día, todos los días.

─¿Qué me contabas del teléfono? ─preguntó Kalya masticando con ahínco un chicle.

─Tira el chicle o te van a llamar la atención. ─Kalya hizo una pompa fenomenal, la sorbió rápido y escupió el chicle a la papelera, para horror de algunos clientes─. Que se me rompió anoche.

─Cómprate otro, que ya toca. El mejor que encuentres.

─Eso dice mi tía.

─¿Ves? ─Entre frase y frase, Kalya seguía moviendo la mandíbula como si aún masticara el chicle─. Por cierto, ¿tienes plan para mañana?

─No voy a ir a ninguna fiesta, no quiero conocer a ningún fulano “impresionante”.

─¡Pero si es domingo! ─al decirlo, dio un pequeño bote detrás del mostrador─. Escucha, tonta. Tengo un amigo que trabaja de camarero en un club. Él nos conseguirá pases, nos divertiremos muchísimo y después... ─no pudo continuar la frase, interrumpida por una de sus visiones favoritas: un hombre guapo entrando al establecimiento─. ¡Joder!

Norah se giró para ver el motivo que había inspirado el penúltimo taco de Kalya. El motivo llevaba camiseta blanca ajustada con cuello de pico; vaqueros desgastados, una bolsa blanca de regalo en una mano y una gorra negra de los Yankees calada hasta los ojos. Le dio la espalda y continuó con lo suyo.

─Buenos días, mi nombre es Kalya. ¿En qué puedo ayudarle? ─Escuchó repetir a su amiga detrás del mostrador.

─Buenos días. ¿Puedo hablar contigo un momento...?

─Norah... ─Oyó la voz de ratoncillo de Kalya─. Es para ti.

Norah se volvió y entrecerró los ojos. ¿Quién era? Sus rasgos le resultaron familiares; por un segundo temió que se tratara del hombre de la noche pasada, el oftalmólogo, pero no podía ser. ¿O sí? Miró a Kalya por el rabillo del ojo; la nena no perdía detalle, y no resultaba extraño. Si era él, no parecía el mismo. El del incidente llevaba camisa doblada al codo y pantalón de traje, este parecía sacado de un anuncio de calzoncillos Calvin Klein. Tal vez, con el cabreo, no le había prestado atención, pero sí, era él, los mismos rasgos bajo aquella gorra calada que ocultaba a medias su rostro. Fingió no reconocerlo.

─¿Sí? ─Sin pretenderlo, la voz le salió con un gallito.

─¿Tienes un minuto?

─¡Oh, no creo! En realidad...

─Atiéndele, Norah, yo me ocupo. ─Kalya se tragó una mirada asesina y sacó la lengua.

─¿Nos sentamos?

─Como quiera. En realidad...─Se sintió estúpida con aquella absurda expresión.

Se sentaron en una de las mesas. Kalya les acercó dos cafés con mucha ceremonia.

─Norah, ¿verdad? ─Extendió una mano que ella aceptó con cautela─. Mi nombre es Samuel Moore. Creo que ayer no comenzamos con buen pie; fue un poco desafortunado todo lo que pasó.

Norah lo observaba incrédula. ¿De verdad aquel hombre se había tomado la molestia de venir a la cafetería para pedirle disculpas?

─¿Cómo me ha encontrado? ─Samuel bajó los ojos y negó con la cabeza intuyendo que tenía que vérselas con la furia del día anterior. Ni un hola de cortesía, ni una media sonrisa.

─Me fijé en su uniforme y probé suerte con el establecimiento más cercano. ─Sonrió─. Y acerté.

─Muy bien, señor Moore, queda disculpado... pero he de volver al trabajo...

Hizo el gesto de ponerse en pie, pero él la interrumpió levantando su mano abierta para que se detuviese. Recogió la bolsa que había dejado en el respaldo de la silla y se la acercó despacio. Norah observaba sus cuidadas manos, tan blancas que resultaban más propias de un ángel del cielo...o del infierno. Miró una enormidad de reloj, sin duda carísimo, adornando sus brazos tonificados, los ojos azules demasiado intensos bajo unas cejas espesas. Pero fue ver su hoyuelo en la barbilla y sentir un hormigueo incómodo en todo el cuerpo. ¿Cómo no se dio cuenta anoche? Era guapísimo. Tragó en seco y apretó las piernas.

─Para ti, por lo de ayer... Y por favor, puedes llamarme Samuel.

─¿Qué es esto?

─Ábrelo, no muerde ─la apremió divertido, sonaba a canalla adorable. Samuel sonreía mostrando sus dientes perfectos y una mueca terriblemente sexy

─No… no… ¿regalos? ─¡Qué le pasaba hoy!, ¿por qué demonios hablaba así?

─No, disculpe; no pretendo ofenderla. Solo quiero hacer las cosas bien, ayer no estuve nada afortunado. ─Acercó de nuevo la bolsa que Norah acababa de alejar─. Estropeé su noche y creo que es lo mínimo que puedo hacer.

Norah asintió con gesto resignado. O abría el regalo o aquel hombre no se marcharía de allí. Debía de ser un canalla muy tenaz. Sacó de la bolsa una pequeña caja envuelta en papel de seda, rasgó con cuidado la envoltura y descubrió lo que era sin duda el último modelo de iPhone. Abrió los ojos con asombro.

─Lo siento, no hace falta. Mi teléfono no era tan valioso, y ya lo he mandado arreglar. Pensaba pasarle la factura en estos días.

─No importa, pásemela de todas formas; pero, por favor, acepte también esto.

─¡Vaya, Norah, qué precioso! ─Kalya, salida de la nada, se inclinaba sobre la mesa con ojos golosos─. ¡Qué suerte tienes! Por cierto, soy Kalya ─dijo extendiendo su mano.

─Samuel Moore.

─¿Eres amigo de Norah?

─¡Kalya!

La amiga dio un brinco y se escapó a la barra.

─Bueno...creo que me marcho. No quiero seguir robando tu tiempo. Gracias, Norah.

Se puso en pie, saludó levemente con la cabeza y se marchó sin prisa, como si viviera todos los días una escena así. Norah permaneció clavada en la silla. Lo vio, antes de salir, intercambiar unas palabras con Kalya y dirigirle a ella una última mirada desde la puerta. Resultaba surrealista. ¿Quién va por ahí regalando teléfonos? Norah sacó el móvil de su caja y lo sostuvo como si fuera una joya. ¿Cuánto podía costar aquel capricho? ¿Y por qué precisamente a ella? Bufó por lo bajo y se levantó.

─Su cara me suena bastante ─dijo Kalya cuando se quedaron solas─. Por cierto, no me habías dicho nada de este tío. Es, es...

─¿Impresionante?

─No, cariño: es guapo. ¿Desde cuándo os conocéis? ¿Por qué lo tratas tan mal?

─No somos amigos ni nada, y simplemente no lo trato. Ayer él tuvo la culpa de que se rompiera mi teléfono.

─¡Grrrrr! ─Kalya no dijo más. Puso los ojos en blanco y con otro chicle hizo una pompa especial para hombres guapos que explotó al instante.

─Tira el chicle ─le pidió antes de volver a mirar el teléfono y sonreír de manera discreta.

A las diez de la noche, Norah estaba exhausta. Después de casi doce horas seguidas de pie, después de poner mil cafés y sonreír dos mil veces, sentía que una apisonadora acababa de pasarle por encima. No le quemaba el trabajo, sino la gente. A veces se pasaban de la raya con aquellos piropos estúpidos, con tanta cercanía, tanto toqueteo a la americana. Ahora más que nunca, su espacio personal era infranqueable. Cuando por fin cerraron el local y todos se despidieron en la puerta, Norah respiró aliviada al fin. Podía volver a ser ella. Sus compañeros tomaron direcciones distintas, incluida Kalya, que tenía planes. No había dado dos pasos en dirección al metro cuando un coche se detuvo a su lado. El mismo coche de la noche anterior, un déjàvu. En un instante tenía a aquel hombre de nuevo ante sus ojos.

─Norah...

─¿Qué quiere?

─No me dejas más remedio. ─Extendió su mano y se aproximó casi hasta tocarla─. Soy Samuel Moore, encantado.

─Ya sé quién eres. Nos hemos presentado hoy. ¿Qué haces? ─dijo poniendo los ojos en blanco ante aquella escena repetida.

─Me presentaré todas las veces que haga falta, es un placer. ─Él volvió a ofrecerle la mano, ella la tomó y esbozó una sonrisa. Definitivamente, estaba loco.

─Norah Miller.

─¿Sonríes? Doble placer.

─¿Cómo sabías a qué hora terminaba?

─Mmmm... Digamos que tu amiga no es muy reservada.

─Mañana la mato.

─No, por favor, dale las gracias.

─¿Por la información?

─Sí. De no ser por ella, hoy no podría acercarte a tu casa.

─Ni hablar, no te conozco, no me voy a ir contigo en ese coche. ¿Y si eres un pirado que lleva un maletín ahí dentro?

Samuel sonrió. Se acercó al coche y abrió la puerta del acompañante. Hizo una reverencia.

─Cuando quieras...

─Que no.

─Por favor, Norah; no me hagas ponerme de rodillas aquí, en medio de la calle.

Norah lo miró de arriba abajo y sonrió mientras movía la cabeza negándose en redondo. Esta vez él llevaba traje negro sin corbata; los primeros botones de su camisa estaban desabrochados. Ella, vaqueros desgastados y una camiseta de El Padrino, las converse negras y el bolso. Agua y aceite los dos. Samuel, ante su indecisión, hincó una rodilla en el suelo y le suplicó con la mano derecha extendida al aire. Algunos transeúntes silbaron divertidos al pasar junto a ellos. Norah ladeó la cabeza para ocultar su desconcierto y su sonrisa.

─Ponte de pie, por favor. ─Samuel no cejaba, y Norah accedió con la cabeza─. ¿Cómo sé que no me descuartizarás en el primer callejón?

─Demasiada televisión. ¿Mentes Criminales, C.S.I.? ─Norah ya no escondía que estaba pasando un momento estupendo. Le brillaban los ojos, esbozó una sonrisa─. Puedes, si quieres, pasar un mensaje a tu amiga y decirle que vas conmigo y que te llevo a tu casa. Dale mis datos, no me importa.

Eso hubiera sido lo último. Kalya tendría suficiente literatura para todo un mes, y no la dejaría tranquila inquiriendo hasta el último detalle. Se subió al coche y se abrochó el cinturón. Samuel se sentó al volante.

─A la Avenida B con la 3era, gracias ─dijo bajito.

Miró sus nudillos marcados sobre la curva de cuero del volante, luego lo miró a él de manera discreta. Era una mezcla casi perfecta de Matt Boomer y James Franco. Al parecer, médico en uno de los hospitales más prestigiosos de la ciudad ─así constaba en su tarjeta─. Le gustó la mueca de su boca mientras conducía. Le gustó el cabello que le caía, descuidado, en la sien, y se sintió tentada a tocarlo.

─Vivo lejos, no quisiera hacerte perder el tiempo ─dijo tratando de recomponerse.

─Da igual, ahora no tengo nada que hacer. ─Parecía conocer bien la ciudad, se le veía muy seguro─. Si no tienes prisa, podemos ir a tomar algo por ahí.

─Llevarme a casa es suficiente. Por cierto, gracias por el teléfono. Es precioso y te ha debido de costar un montón. Creo que me lo quedaré.─¿No era la camarera de Starbucks más desvergonzada de New York? Samuel sonrió satisfecho.

Llegaron por fin a Alphabet City. Samuel detuvo el coche y apagó el motor. Se giró hacia Norah y la contempló en la penumbra. Una tensión que podía tocarse se instaló entre ambos, mientras se observaban sin disimulo.

─Gracias por todo ─dijo ella rompiendo el silencio.

Él tragó en seco antes de soltar lo que llevaba quemándole en la garganta todo el día:

─Norah... ¿Tomarías algo conmigo esta semana? ¿Una copa, un café, unas almendras saladas?

─No.

─Estás muy ocupada, claro. Todos tenemos una vida por ahí.

─No es eso. Esto es un poco precipitado.

─Para mí también, pero tiene sentido.

─¿Cuál?

─Tú tienes sentido, y eso me basta. ¿Quieres que me baje del coche y me ponga de rodillas otra vez?

─No hace falta, acepto tus almendras saladas.

─Gracias. ¿Qué te parece este miércoles aquí mismo?

─Un poco precipitado...

─Pero tiene sentido.

─Sí ─dijo sonriendo ante aquel diálogo un poco absurdo que sostenían.

─Adiós, entonces.

─Adiós.

Era la primera vez en seis meses que Norah Miller no rehuía la proximidad de un hombre. Por un instante, un trocito de tiempo detenido dentro de aquel coche, dejó de pensar en las pesadillas que le atormentaban muchas noches. Se bajó del vehículo antes de arrepentirse.

Soy un hombre con suerte. Hoy me levanté con la determinación de buscar a la mujer sin nombre y lo conseguí a la primera. Salí temprano de casa y fui a comprar un teléfono para ella; quería disculparme por lo de anoche y quería hacerlo bien. La dependienta me guiñó un ojo a la vez que envolvía en papel de regalo la caja del teléfono. En cuanto entré en el Starbucks y la vi, me sudaron las manos como la noche anterior. Bendita suerte de ciudad loca, que me permitió acertar con el primer mostrador en el que me fijé. Me calé la gorra hasta los ojos y crucé el establecimiento para hablarle.

Me costó convencerla para que se sentase unos minutos conmigo y estuve tentado, camino a la mesa, de poner la mano en la parte baja de su espalda para acariciar aquel trasero perfecto que se marcaba debajo del insulso uniforme. No fui capaz de sostener el café que nos trajo su compañera porque temí hacer un papelazo derramando el líquido caliente sobre la mesa. Hacía mucho que ninguna mujer me provocaba estas cosas, hacía mucho que no sentía tantas emociones a flor de piel luchando por salir, que no me excitaba con la cercanía de alguien.

Aquello me desconcertaba, porque, ¿quién era ella? Solo un nombre de pila que pronunció casi a hurtadillas y que sonó a música. Estaba tensa, jugueteaba con sus dedos de manera nerviosa, un poco a la defensiva. No cayó rendida a mis pies cuando puse el regalo sobre la mesa, tampoco esperaba que lo hiciera, incluso creo que se ofendió un poco al ver el logo de la manzana mordida sobre el blanco del teléfono.

No sé qué pasaba por su cabeza, pero no quería aceptarlo. La vi por el rabillo del ojo estudiar mi cara y eso me gustó; al menos no había salido corriendo como la noche anterior. Era un avance. Antes de abandonar la cafetería convencí a su rubia compañera para que me dijese a qué hora terminaban el turno. Ella me respondió sin titubeos, muy coqueta.

Esa noche, cuando la vi despedirse de sus compañeros de trabajo, parecía otra. El uniforme del Starbucks no le hace justicia. Aquellos vaqueros ajustados en la curvatura del trasero son un desafío para cualquiera. Me tensé bajo mi pantalón del traje, pero logré respirar varias veces para que no lo notase. No sería normal, ni sensato, ni decoroso, presentarme delante de ella y pedirle acompañarla a casa con una erección de campeonato.

!!!!Joder!!!Me arrodillé en plena 9na Avenida hasta que ella accedió a subir al coche como si estuviese proponiéndole matrimonio, y no me importó. Se me desbocó el corazón cuando la vi sonreír más calmada. Me dijo no a la propuesta de tomar algo aquella noche; aunque me decepcionó en un inicio, no me extrañaba. ¿Pero quién deja escapar a una mujer como ella? Insistí y la convencí con justificaciones absurdas. Casi salté en el asiento cuando, entre risas, dijo que sí. ¡¡Dios!!!Qué boca, qué ojos preciosos que se perdían en aquella cara perfecta; y yo... tan patético; con treinta y ocho años y portándome como un crío. Ni en los primeros tiempos de matrimonio me sentí así, ni Sophie me excitaba desnuda como me hacía sentir Norah con aquellos vaqueros desgastados. La imaginé en mi cama, perdiéndome en el vaivén de sus piernas, y se me humedeció el paladar. Dios...hacía veinte putos minutos que la conocía y ya me sentía así...muy mal. Samuel, ese camino no es el que debes tomar, eso no es lo que se espera de ti y bla, bla, bla. Puta conciencia que aparece cuando no la necesito. Miércoles a las 9:30, en ese mismo portal por el que acaba de desaparecer. Me dan igual todos los ajustes que tenga que hacer en el hospital.

Norah, Norah, Norah Miller, eres rara, indescifrable, hablas español con descaro y pareces americana de pura cepa. Tienes unos ojos preciosos y un cuerpo de escándalo… Estoy seguro de que hay muchas cosas que descubrir detrás de ese carácter esquivo y esa aparente frialdad, ya veremos.

Capítulo 3

¿Y si digo que sí?

El miércoles por la mañana Norah estaba feliz. Como excepción, se había levantado mucho antes que Marcia. Empezaba a tener razones para despertarse, para trastear en la cocina, demorarse delante del espejo, pintarse las uñas de manera coqueta; por ejemplo, dos noches sin pesadillas y una cita con un oftalmólogo de NewYork. Mientras preparaba el café, tarareaba a Kelly Clarkson y su “Because of you”.

Cuando salió de la habitación, Marcia sorprendió a Norah moviendo las caderas en la cocina.

─¿Cómo se llama? ─Norah se asustó y se ruborizó en un segundo.

─¡Qué susto! ¿A qué te refieres?

─Veamos, Norah Miller. No te parí, pero soy casi como tu madre. ─Norah dejó la cafetera y se sentó en un taburete─. Hace falta una música especial para que una mujer mueva así sus caderas. ¿Me cuentas?

─Tengo una cita.

─¿Cita cita?

─Algo así. Esta noche saldré con alguien a tomar una copa.

─Cita es, muchacha. ─Se acercó a la sobrina y la abrazó─. ¿Es guapo?

─Mmmm…es algo más que eso.

─No quiero detalles...por ahora. Diviértete y cuando quieras nos sentamos a hablar.

─No tengo secretos contigo, ya lo sabes. Eres una incondicional.

Se bajó de un salto y fue a buscar otro taburete. Le habló de Samuel Moore, de sus manos, de su olor a lavanda, de aquella locura transitoria de ponerse de rodillas en la Novena, de sus labios sexis, de su mueca varonil mientras conducía, de sus ojos azules intensos. A Marcía no le importaba que fuera guapo o feo, o tal vez sí, pero siempre por detrás de las otras importancias. Quería a su Norah feliz, nada menos que eso. Seis meses después de su llegada, en medio de la oscuridad que se trajo de España, brillaba una luz por primera vez.

En el trabajo, Kalya se pasó los turnos siguientes importunando a Norah a propósito de Samuel. No podía creer que aquella chica prudente, reservada, incluso timorata, pudiera cambiar de la noche a la mañana como una superheroína de cómic. Definitivamente: esa no era la Norah de siempre ─sonriente, abierta, divertida, a la que le brillaban los ojos─. Entre pregunta y pregunta, Kalya le contó cómo las chicas del Starbucks fueron perdiendo las bragas una a una, y que ella misma estuvo a un tris de quitarse las suyas y metérselas a Samuel en un bolsillo.

─¡No sé si quiero saber eso, Kalya!

─Norah, ¡despierta! Todas estas ─señaló a las compañeras ─se raparían la cabeza por tomar una copa con un tío así. ¿Pero le has mirado bien? Dios, qué ojos, Norah, qué cara, qué manos.

─¿Te has fijado también en sus manos? ─preguntó Norah, escandalizada.

─En sus manos, en cómo huele… ¿No es modelo por casualidad? Porque joder, parece salido de una revista.

─Pues no…en realidad es oftalmólogo en el Mount Sinaí ─dijo tratando de restar importancia a sus palabras, aunque intuía que eso no iba a frenar la curiosidad de Kalya.

─¡Para, para! ─Algunos clientes sonrieron ante su gesto de actriz a punto de desmayarse frente a la cámara─. Lo tiene todo: es guapo hasta decir basta, con un trabajo estupendo, viene a verte para regalarte un teléfono último modelo como disculpa por casi atropellarte, y te acompaña a casa después…Norah… ¿Qué más me ocultas?

─Loca ─dijo, divertida, sin entrar en más detalles.

Norah cambió su turno y salió más temprano de lo habitual. Al llegar a casa, corrió hasta el armario y rebuscó entre sus cosas con una excitación que solo tres días antes le hubiera parecido imposible. No tenía tiempo de pensar ni de recordar, solo de vivir. Eligió una camisa blanca de tejido liviano y manga larga que llevaba un lazo negro en el cuello, a la manera de Chanel, solo que la suya era de una tienda normal y corriente. Se decidió por unos pantalones pitillos negros y cortos, y por unos estilettos de Jimmy Choo, capricho que se había dado en un momento de bajón, y que juró no repetir nunca. Se duchó con calma, sin plazos. Tenía que preparar su cuerpo para encontrarse con alguien que le provocaba emociones para las que aún no tenía nombre. Luego repasó la manicura y se depiló las cejas, recogió el cabello en un moño de bailarina no demasiado tirante, y se maquilló muy suave. Cuando a punto estaba de salir del baño, reparó en su barra de carmín para momentos especiales; sin pensárselo dos veces, cubrió de rojo sus carnosos labios.

Marcia silbó al verla con aquellos taconazos para pisar hombres, con aquellos labios de fruta roja para matarlos después de bien pisados. Parecía otra. Coqueta, brillante, moviendo las caderas con el repiqueteo de sus tacones de aguja. Una mujer entre todas las mujeres, su niña. Por fin, España comenzaba a quedar muy lejos.

─Estoy nerviosa, tía.

─No te preocupes, son otros los que tienen que ponerse nerviosos.

─Ya veremos...

─Lo tengo delante, cariño, no hay más que ver.

─Gracias.

─Dame un beso y adelante. Pásatelo bien.

─Adiós, tía.