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Lady Constantine se aburre en su finca del suroeste de Inglaterra por la ausencia de su marido, hasta que un día, en una torre de la heredad, conoce a Swithin St Cleeve, diez años más joven que ella, de posición social inferior, muy atractivo y estudiante de astronomía. Esa torre se convertirá en el centro de su romance secreto, pero enseguida el mundo exterior empezará a interponerse entre ellos. "Dos en una torre" es una arrebatadora novela de Thomas Hardy en la que las constantes de su obra (la estrechez moral de la sociedad, la desigualdad entre los sexos, la rebeldía femenina y su derecho a elegir) vuelven a estar presentes y la inmensidad del universo que Swithin recorre con su telescopio contrasta con la pequeñez y mezquindad de la vida en la tierra.
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Seitenzahl: 508
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Thomas Hardy
Dos en una torre
Traducción deMiguel Ángel Pérez Pérez
Prefacio (1895)
Volumen primero
Capítulo I
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Volumen segundo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Volumen tercero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Créditos
Este romance de liviana composición resultó del deseo de contrastar la historia emocional de dos vidas infinitésimas con el formidable trasfondo del universo estelar, y de transmitir a los lectores el sentir de que, entre tan distintas magnitudes, la más pequeña pudiera ser la que como personas les resultase más grande.
Sin embargo, al publicarse el libro a la gente pareció importarle menos tan elevado propósito del autor que su propia opinión de que, en primer lugar, la novela era de moral «indecorosa», y, en segundo, que su intención era satirizar a la iglesia oficial de este país. Como consecuencia, tuve que sufrir los encendidos epítetos de «peligroso», «repulsivo», «prácticamente nauseabundo», e «insulto estudiado y gratuito», que varias eminentes plumas dedicaron a estos leves volúmenes.
No obstante, eso fue hace trece años, y, con respecto a la primera opinión, me atrevo a pensar que quienes lean ahora la historia se sorprenderán por el escrupuloso decoro que se observa en la relación entre ambos sexos; pues por mucho que de vez en cuando pueda haber algún toque frívolo o incluso grotesco, apenas hay una sola caricia en el libro que tenga lugar fuera del matrimonio legal, o de lo que se suponía que era tal cosa.
En cuanto a la segunda opinión, basta con afirmar, como ya hice en aquel momento, que el obispo es un caballero de la cabeza a los pies, y que el párroco que aparece en la narración es uno de los personajes más dignos de estima.
No obstante, son estas páginas las que deben hablar por sí mismas. Poniéndonos más serios, confío en que este imperfecto relato recuerde a unos cuantos lectores, de un modo que sea beneficioso para el aumento de las simpatías sociales, el patetismo, suplicio, largo sufrimiento y divina ternura que en la vida real acostumbran a acompañar a la pasión de una mujer como Viviette por un enamorado varios años más joven que ella.
El escenario de la acción lo sugirieron dos lugares auténticos de la parte del país que se especifica, cada uno de los cuales tiene una columna. De ambos se tomaron ciertas peculiaridades de su entorno para incorporarlos a esta narración.
T. H.
Julio 1895
Una tarde de principios de invierno, que aunque despejada no era fría, y en la que el mundo vegetal componía una extraña multitud de esqueletos a través de cuyas costillas el sol brillaba libremente, un flamante landó se detuvo en la cima de una colina de Wessex. Fue en el punto en que la vieja carretera de Melchester, que el carruaje había seguido hasta ese momento, se unía a un camino por el cual se entraba en un parque que se encontraba a poca distancia.
El lacayo se apeó y acercó a la ocupante del vehículo, una dama de unos veintiocho o veintinueve años. Ésta miraba por la abertura que le ofrecía la verja de un campo a la ondulante extensión de terreno que había a continuación. A consecuencia de algo que ella le comentó, el sirviente miró en la misma dirección.
A media distancia, desde donde contemplaban el terreno, lo más destacado era una colina circular que, aislada y de escasa elevación, establecía un fuerte contraste cromático con la amplia extensión de tierras de cultivo que la rodeaba por estar cubierta de abetos. Dichos árboles eran todos del mismo tamaño y edad, con lo que sus puntas adoptaban exactamente la misma curva de la colina sobre la que crecían. Esta protuberancia coronada de pináceas se distinguía aún más del paisaje circundante por tener en su cumbre una torre con forma de columna clásica, la cual, pese a estar parcialmente sumergida en la plantación, se elevaba por encima de las copas de los árboles hasta una altura considerable. En ese objeto se concentraban las miradas de dama y sirviente.
–Entonces ¿no hay ningún camino que lleve hasta ahí cerca? –preguntó ella.
–Ninguno más próximo que éste en que nos hallamos ahora, milady.
–Pues vayámonos a casa –dijo ella al cabo de un momento. Y el carruaje siguió rodando.
Unos pocos días después, la misma dama, en el mismo carruaje, pasó de nuevo por ese lugar. Al igual que en la ocasión anterior, dirigió la mirada hacia la lejana torre.
–Nobbs –le dijo al cochero–, ¿podría volver a casa atravesando ese campo, para acercarnos a las inmediaciones de esa plantación en que está la columna?
El cochero observó el campo.
–Bueno, milady –contestó–, quizá si hiciera buen tiempo podríamos ir avanzando poco a poco hasta atravesar los «Veinticinco acres» sin problemas, pero la tierra está tan pesada después de tanta lluvia, que... que tal vez no sea muy seguro intentarlo ahora.
–No, tal vez no –asintió ella con indiferencia–. Acuérdese cuando haga mejor tiempo, hágame el favor.
Y el carruaje prosiguió por el camino, mientras la dama no apartaba la mirada de la colina segmentada, de los árboles azulados que la envolvían y de la columna que constituía su cúspide, hasta que los perdió de vista.
Transcurrió bastante antes de que la dama volviera a pasar por allí. Corría el mes de febrero; la tierra estaba seca sin lugar a dudas y, por lo demás, el tiempo y el escenario eran similares a las ocasiones anteriores. La conocida forma de la columna pareció recordarle que al fin había llegado la oportunidad de inspeccionarla de cerca. Después de dar las instrucciones correspondientes, vio que abrían la verja y, tras unas pocas maniobras, el carruaje empezó a tambalearse lentamente por el irregular campo.
Aunque el pilar se encontraba en la finca que había heredado su marido, la dama nunca lo había visitado, debido a su aislamiento en ese paraje casi impracticable. El recorrido hasta el pie de la colina fue tedioso y a botes, y, una vez allí, ella se apeó y dio la orden de que sacasen el carruaje de ese terreno accidentado y la esperaran en el borde más próximo del campo. A continuación, comenzó a ascender a pie por entre los árboles.
La columna se le presentó ahora como una construcción mucho más importante de lo que parecía desde el camino, el parque o las ventanas de Welland House, su residencia cercana, por las que la había observado cientos de veces sin sentir nunca el suficiente interés para decidirse a investigarla. Esa columna había sido erigida el siglo anterior como imponente monumento en memoria del bisabuelo de su marido, un respetable oficial que había caído en la guerra norteamericana1; y la razón de su falta de interés se debía en parte a la relación que tenía con dicho marido, de la que hablaremos más adelante. Era apenas el mero deseo de hacer algo –el deseo crónico de su vida tan curiosamente solitaria– lo que la había llevado allí. En el estado de ánimo en que se encontraba, sería bienvenida cualquier cosa que contribuyera en cierta medida a disipar el hastío que prácticamente la estaba matando. Hasta habría recibido con agrado una desgracia. Tenía entendido que desde lo alto de la columna se divisaban cuatro condados. Estaba decidida a disfrutar de la agradable sensación que se pudiera obtener del hecho de contemplar cuatro condados a la vez.
La cima de la colina, rodeada de abetos, resultó ser (como decían algunos anticuarios) un viejo campamento romano, si es que no era (como insistían otros) un viejo castillo británico, o (como juraban otros más) un viejo campo en el que se reunía una asamblea sajona de gobierno; había restos del exterior e interior de una fortificación, y un sinuoso sendero por entre cuyos lados, que a veces se solapaban, se ascendía con facilidad. Las inflorescencias en espiga de los árboles formaban una suave alfombra por encima del recorrido, y aquí y allá unas zarzas bloqueaban los intersticios entre los troncos. Pronto la dama estuvo justo a los pies de la columna.
Construida al estilo del orden arquitectónico toscano clásico, era en realidad una torre, ya que estaba hueca y tenía escalones en su interior. La penumbra y soledad que dominaban la base eran notables. El sollozo de los árboles de alrededor se manifestaba allí de modo muy expresivo; y, agitados por la ligera brisa, sus delgados tallos rectos se balanceaban dando los segundos como péndulos invertidos, mientras algunas ramas de mayor o menor tamaño rozaban la columna o de vez en cuando chascaban al chocar entre sí. Por debajo de su cumbre, la mampostería estaba manchada de líquenes y moho, pues el sol nunca conseguía atravesar esa gimiente nube de vegetación entre azulada y negra. Almohadillas de musgo crecían en las juntas de los mampuestos, y aquí y allá insectos amantes de la sombra habían grabado en la argamasa unos dibujos que, sin responder a ningún estilo o significado humanos, eran tan curiosos como sugerentes. Por encima de los árboles todo era bien distinto: la columna se elevaba hacia el cielo reluciente y alegre, libre de obstáculos, limpia y bañada de luz.
El lugar era poco visitado por caminantes, salvo tal vez en temporada de caza. Esa escasa frecuencia de cualquier intrusión humana la demostraban los laberintos de caminos hechos por los conejos, las plumas de pájaros asustadizos y las exuviae2 de reptiles, así como los senderos recientes e ininterrumpidos de ardillas que bajaban por los troncos para de allí alejarse en horizontal. El que esa plantación fuese una isla en medio de una llanura de tierra de cultivo explicaba de sobra la falta de visitantes. Pocos que no estén acostumbrados a tales lugares son conscientes del efecto aislante de la tierra arada cuando la gente no se ve en la necesidad de atravesarla. Esta redondeada colina de árboles y zarzas, en medio de un campo de cultivo de unas treinta o cuarenta hectáreas, probablemente fuese menos visitada de lo que lo habría sido una roca que estuviera en medio de un lago de igual extensión.
La dama bordeó la columna hasta llegar al otro lado, en el que encontró la puerta por la que se accedía al interior. La pintura, si es que alguna vez había llegado a tenerla, se le había caído por completo, y por la superficie podrida de las tablas se había derramado óxido líquido de los clavos y bisagras que había dejado manchas rojas. Sobre la puerta figuraba una lápida que parecía contener letras o palabras, pero la inscripción, cualquiera que fuese, había desaparecido bajo un revoque de líquenes.
Ahí estaba esa obra de mampostería de grandes pretensiones, erigida para ser el recordatorio más ostentoso e imborrable de un hombre que se pudiera imaginar; y, sin embargo, el aspecto general de ese monumento denotaba olvido. Probablemente no hubiese ni una docena de habitantes del distrito que conocieran el nombre de la persona conmemorada, y tal vez nadie recordase si la columna era hueca o maciza, o si tenía una lápida que explicara la fecha de su construcción y su propósito. Ella misma llevaba cinco años viviendo a apenas un kilómetro de ese lugar y nunca se había acercado allí hasta entonces.
No tenía intención de subir, pero al encontrarse con que la puerta no estaba cerrada, la abrió con el pie y entró. Había en el suelo un pedazo de papel de escribir que le llamó la atención por parecer que llevaba ahí muy poco tiempo. Así pues, algún ser humano había acudido a ese sitio en contra de lo que ella suponía. Como el papel no tenía nada escrito, no pudo obtener ninguna pista de él, pero el saberse la propietaria de la columna y de todo lo que la rodeaba le bastó para seguir adelante. Había hendiduras en la pared que iluminaban la escalera, y no tuvo ningún problema en llegar hasta arriba, ya que los escalones estaban prácticamente nuevos. La trampilla por la que se pasaba al tejado estaba abierta, y al asomarse por ella se encontró con un interesante espectáculo.
Un joven, sentado en un taburete en el centro del emplomado que constituía la cima de la columna, aplicaba un ojo al extremo de un gran telescopio que tenía sobre un trípode delante de él. Era una presencia inesperada, por lo que la dama se retiró rápidamente a las sombras de la abertura. El único efecto que tuvieron en él sus pisadas fue un movimiento impaciente de mano, sin apartar el ojo del instrumento, como si prohibiese a ella o a quien fuera que lo interrumpieran.
Desde donde se había detenido, la dama examinó el aspecto del individuo que de ese modo parecía encontrarse como en su casa en una edificación que ella consideraba de su incuestionable propiedad. Era un joven al que se podría haber caracterizado apropiadamente con una palabra que un juicioso cronista no emplearía de buena gana en este caso, sino que preferiría reservarla para suscitar imágenes del sexo opuesto. Ya sea porque no es probable que tal circunstancia provoque una profunda dicha o por cualquier otra razón, lo cierto es que decir hoy en día que un joven es hermoso no significa concederle el mérito que la expresión habría implicado de vivir él en tiempos del Diccionario clásico. De hecho, es tan al contrario, que dicha aseveración hace que resulte violento decir nada más de él. Por lo general, un joven hermoso raya tan peligrosamente en un petimetre incipiente, a punto de convertirse en el Lotario3 o el Don Juan de las doncellas de la vecindad, que para que se entienda debidamente al joven que nos ocupa, debemos afirmar con fervor su absoluta inocencia de cualquier pensamiento relativo a su propio aspecto físico o al de los demás, y con igual fervor debe creérsenos.
Tal y como era, ahí estaba ese muchacho. El sol brillaba de pleno en su rostro, y en la cabeza llevaba una gorra de terciopelo negro que sólo dejaba ver por debajo un margen rizado de pelo muy rubio y luminoso que concordaba bien con el rojo de sus mejillas.
Su tez era como ésa con la que Rafael enriqueció el rostro del pequeño hijo de Zacarías4; una tez que, aunque clara, dista mucho de la delicadeza virginal, y sugiere que la suelen acompañar gran cantidad de sol y viento. Sus rasgos eran lo bastante rectos en los contornos para corregir la primera impresión de quien lo contemplaba de que era una cabeza de chica. Tenía al lado una mesita de roble y delante el telescopio.
Su visitante dispuso de mucho tiempo para hacer esas observaciones, y tal vez las realizara aún más minuciosamente por ser ella de un tipo diametralmente opuesto. Su cabello era negro como la medianoche, sus ojos poseían un tono no menos profundo, y su tez mostraba la riqueza que se necesitaba para apoyar rasgos tan marcados. Mientras seguía contemplando al guapo muchacho que tenía ante sí, al parecer tan abstraído en un mundo especulativo que apenas era consciente de ninguno real, una oleada más cálida de su cálido temperamento la recorrió e iluminó manifiestamente, a partir de lo cual un observador competente podría haber llegado a conjeturar que sangre latina corría por sus venas.
Sin embargo, ni siquiera el interés que le despertaba ese joven podía seguir atrayendo su atención indefinidamente, así que, como aquél no daba señales de ir a apartar el ojo del instrumento, ella se decidió a romper el silencio diciendo:
–¿Qué ve? ¿Ocurre algo en alguna parte?
–Sí, toda una catástrofe –murmuró él de forma automática y sin volverse.
–¿El qué?
–Un ciclón en el sol.
La dama hizo una pausa, como si considerara el dudoso peso de ese hecho en la escala de la vida terrena.
–¿Y eso va a suponer algún cambio aquí? –preguntó.
Para entonces el joven parecía haberse dado cuenta de que era una extraña quien le estaba hablando; se giró y dio un respingo.
–Le ruego que me perdone –dijo–. Creía que era una pariente mía que suele venir a por mí a estas horas.
Él continuó mirándola y se olvidó del sol, mientras se manifestaba en los rostros de ambos justo la clase de influjo recíproco que cabría esperar entre una dama morena y un joven blondo.
–No quiero interrumpir sus observaciones –dijo ella.
–No, no –contestó él aplicando de nuevo el ojo al telescopio, tras lo que su cara perdió la animación que había adquirido por la presencia de ella para adoptar la inmutabilidad de un busto, aunque sobreponiendo a la serenidad del reposo la sensibilidad de la vida. La expresión que adquirió entonces fue de sobrecogimiento. No habría sido inapropiado decir que estaba adorando al sol. Entre las varias intensidades de esa adoración que han prevalecido desde que el primer ser inteligente vio que dicho astro se ponía por el oeste, como el joven contemplaba ahora, la suya no era de las más débiles. Podríamos llamar a lo que lo ocupaba en ese momento una versión muy instruida o escarmentada de esa veneración primigenia y natural.
–Pero ¿quiere verlo? –dijo él reiniciando la conversación–. Es un fenómeno que sólo se observa una vez cada dos o tres años, aunque puede que ocurra con mayor frecuencia.
Ella asintió y, al mirar por el ocular tamizado, vio una masa arremolinada, en el centro de la cual el ardiente globo solar parecía quedar al descubierto hasta el núcleo. Estaba echando un vistazo a una vorágine de fuego que tenía lugar allí donde nadie había estado jamás ni jamás estaría.
–Es la cosa más extraña que he visto nunca –dijo, tras lo que siguió mirando hasta que, preguntándose quién sería su acompañante, inquirió–: ¿Viene aquí a menudo?
–Todas las noches cuando no está nublado, y con frecuencia de día.
–Ah, la noche, por supuesto. El cielo debe de verse precioso desde aquí.
–Es bastante más que eso.
–¡Vaya! ¿Y ha tomado posesión de esta columna por completo?
–Sí, por completo.
–Pero es que es mi columna –replicó ella con sonriente aspereza.
–Entonces ¿es usted lady Constantine, la esposa del ausente sir Blount Constantine?
–Sí, soy lady Constantine.
–Bien, en ese caso estoy de acuerdo en que es de usted. Pero ¿me permitirá que se la alquile por algún tiempo, lady Constantine?
–Ya se ha apoderado de ella, se lo permita yo o no. No obstante, por el bien de la ciencia es aconsejable que continúe usándola. Supongo que no sabrá nadie que está aquí...
–Casi nadie.
Entonces la llevó al interior y, bajando unos escalones, le mostró las ingeniosas argucias por medio de las cuales escondía sus instrumentos.
–Nadie se acerca nunca a la columna, o, como la llaman aquí, la Aguja de Rings-Hill –prosiguió–, y la primera vez que vine haría treinta o cuarenta años que no la visitaba ni un alma. La escalera estaba llena de nidos de grajillas y plumas, pero lo limpié todo.
–Creía que la columna siempre estaba cerrada con llave...
–Sí, así era. Cuando la construyeron, en 1782, le entregaron la llave a mi bisabuelo para que la tuviese por si había visitantes que la necesitaran. Vivía ahí abajo, donde vivo yo ahora.
Indicó con un movimiento de cabeza una pequeña hondonada que había justo a continuación de la tierra de labranza que los rodeaba.
–Él guardaba la llave en su buró, y como el buró fue pasando a mi abuelo, a mi madre y a mí mismo, pues la llave pasó también. Al cabo de treinta o cuarenta años, ya nunca la pedía nadie. Un día la vi, herrumbrada en un hueco, y, al enterarme de que era la de esta columna, la cogí y vine. Me quedé hasta que oscureció y salieron las estrellas, y esa noche decidí ser astrónomo. Volví del instituto hace unos meses, y todavía tengo intención de serlo. –Bajó la voz y añadió–: Mi ambición es llegar a ostentar la dignidad y cargo de Astrónomo Real5, si es que vivo para llegar a serlo, porque tal vez no viva lo bastante...
–No sé por qué habría de suponer esas cosas –dijo ella–. ¿Cuánto tiempo va a hacer de esto su observatorio?
–Alrededor de un año más, hasta que esté bien familiarizado con el cielo. Ay, ojalá tuviera una buena montura ecuatorial6...
–¿Qué es eso?
–Un instrumento apropiado para mi búsqueda. Pero el tiempo es corto y la ciencia infinita (cómo de infinita sólo los que estudiamos astronomía nos damos plena cuenta), y quizá me agote antes de que consiga dejar mi impronta.
A ella pareció sorprenderle mucho esa extraña mezcla que había en él de fervor científico y desconfianza melancólica de todo lo humano. Tal vez se debiera a la naturaleza de sus estudios.
–¿Pasa muchas noches solo en esta torre? –le preguntó.
–Sí, sobre todo en esta época del año, y cuando no hay luna. Me dedico a observar desde las siete o las ocho hasta alrededor de las dos de la madrugada, con vistas al gran trabajo que proyecto sobre las estrellas variables. Claro que con un telescopio como éste... pero ¡en fin, es lo que hay!
–¿Alcanza a ver el anillo de Saturno y las lunas de Júpiter?
Él contestó secamente que sí podía, no sin cierto tono de desdén por el nivel de los conocimientos de ella.
–Nunca he visto un planeta o una estrella a través de un telescopio.
–Pues si viene la primera noche despejada que haya, lady Constantine, le enseñaré todos los que quiera. Bueno, siempre que ése sea su deseo expreso, o de lo contrario, no le enseñaré nada.
–Sí, me gustaría venir, y puede que lo haga en algún momento. Estas estrellas que varían tanto... a veces que si el lucero de la tarde, otras que si el lucero del alba, a veces por el este, otras por el oeste... siempre me han interesado.
–¡Ah, ya hay un motivo para que no venga usted! Su ignorancia de las realidades astronómicas es tan satisfactoria, que yo no pienso modificarla a menos que usted se empeñe de verdad.
–Pero me gustaría aprender...
–Permítame que no se lo aconseje.
–¿Tan terrible es aprender sobre esta materia?
–Sí, ya lo creo.
Entonces ella dijo riéndose que nada habría podido despertar más su curiosidad que esa afirmación de él, tras lo que se dio la vuelta para empezar a descender. El joven la ayudó a bajar las escaleras y a atravesar los zarzales. También la habría acompañado por el trigal abierto, mas ella prefirió ir sola. Así pues, él volvió a lo alto de la columna, pero, en vez de seguir mirando el sol, observó a la dama mientras se iba haciendo más pequeña de camino a la lejana cerca tras la que aguardaba el carruaje. Cuando iba por enmedio de un campo, un punto negro en un área pajiza, se cruzó con ella alguien que era tan difícil de distinguir de la tierra que pisaba como la oruga de su hoja, por la excelente similitud entre sus ropas y el terreno. Pertenecía a una generación ya en extinción que guardaba el principio, casi olvidado hoy en día, de que la vestimenta de un hombre debía concordar con su entorno. Lady Constantine y la figura en movimiento se detuvieron unos minutos, y después cada uno siguió su camino.
Esa persona parduzca era un peón al que se conocía en Welland como Haymoss (forma encostrada de la palabra Amos, por emplear la terminología de los filólogos). Se detuvieron porque lady Constantine se dirigió a él para hacerle algunas preguntas.
–¿Quién es usted? ¿No es Amos Fry?
–Sí, milady –contestó Haymoss–, un sencillo sembrador de cebada, nacido bajo los mismos aleros de las edificaciones anexas más pequeñas de la señora, por así decirlo, aunque por entonces la señora aún no había nacido ni había planes de concebirla.
–Dígame, ¿quién vive en la vieja casa de detrás de la plantación?
–La Abuela Martin, milady, y su nieto.
–¿Él no tiene padres?
–No, milady.
–¿Y dónde se ha educado el chico?
–En Warborne, un lugar en el que le estrujan los sesos a los zagales como al ruibarbo con un cazo, si me perdona la expresión vulgar. Le metieron tanta sabiduría que podría hablar como en el día de Pentecostés7, lo que es extraordinario para un chico sencillo con una madre que apenas sabía leer y escribir. Sí, al instituto de Warborne es adonde fue. Su padre, el reverendo párroco St Cleeve, hizo malísima elección al casarse, a ojos de los importantes. Fue mucho tiempo el coadjutor del lugar, milady.
–Ah, el coadjutor –dijo lady Constantine–. Eso fue antes de que yo llegara aquí.
–¡Sí, mucho antes! Bueno, pues se casó con la hija del granjero Martin. Era un hombre bastante débil este Giles Martin, al que no le funcionaban muy bien las piernas, no se si se acordará. Yo lo conocía bastante bien; ¡a ver quién lo iba a conocer mejor si no! La hija era una cosita delicada, y aunque muy juguetona cuando se casaron, luego no dejaba de suspirar y suspirar y se fue apagando como una vela. Sí, milady, como se lo cuento. Bueno, pues después de que el párroco St Cleeve se casara con esa chica tan humilde, la gente importante del pueblo no le dirigía la palabra a su mujer, hasta que él soltó unos cuantos tacos y dijo que no pensaba seguir ganándose la vida haciéndose cargo de sus almas de poca monta, o alguna otra tontería del demonio por el estilo (y perdone la vulgaridad), así que se hizo agricultor, y luego un día cayó muerto en medio de una tormenta eléctrica del noroeste, y entonces dijeron (¡ji, ji!) que es que Dios Nuestro Señor estaba muy cabreado con él por abandonar su servicio (¡ji, ji!). Yo se lo cuento tal y como lo oí, milady, pero que me aspen si me creo eso de que la gente del cielo pueda hacer cosas tan absurdas, como tampoco me creo nada de lo que digan de ellos, ya sea bueno o malo. Bueno, pues a Swithin, el hijo, lo mandaron al instituto, como le he dicho antes, pero con eso de llevar sangre de dos condiciones sociales distintas, el chico no sirve para nada, milady. Anda alicaído por aquí y por allá, y nadie se preocupa de él.
Lady Constantine dio las gracias a su informador y siguió caminando. Para ella, como mujer, lo más curioso del episodio de la tarde era que ese muchacho, de llamativa belleza, conocimientos científicos y modales educados, estuviera vinculado por parte de madre con una familia de agricultores del lugar a causa de la excentricidad matrimonial de su padre. Más interesante era que ese mismo joven, tan capaz de echarse a perder por la adulación, las lisonjas, los placeres o incluso la burda prosperidad, viviera en esos momentos en un primitivo Jardín del Edén de la inconsciencia, y tuviese unos objetivos para cuya consecución tener la forma de Caliban8 le habría servido igual de bien que la suya propia.
1. La de la Independencia (1775-1783).
2. Las pieles que dejan tras la muda.
3. El seductor sin escrúpulos de El curioso impertinente, de Cervantes, y de la obra de teatro La bella penitente (1703), de Nicholas Rowe.
4. En el cuadro La Virgen Aldrobandini, Rafael pintó a san Juan Bautista de niño con la piel muy bronceada. Hardy había visto la obra en la National Gallery de Londres.
5. El astrónomo a cargo del Real Observatorio de Greenwich, en Londres.
6. «Montura paraláctica que tiene círculos graduados para medir diferencialmente las coordenadas del astro observado, y, muchas veces, aparato de relojería» (DRAE).
7. Cuando se concedió a los discípulos el don de lenguas.
8. El personaje medio monstruoso de La tempestad, de Shakespeare.
Swithin St Cleeve permaneció en su lugar de observación hasta que los pájaros más optimistas del bosque, ya recuperándose de sus preocupaciones de pleno invierno, entonaron un breve himno nocturno en honor del sol que desaparecía.
El paisaje era suavemente cóncavo; a excepción de la torre y la colina, no había ningún punto en que pudieran entretenerse los últimos rayos del sol, y de ahí que las cuarenta hectáreas de tierra de cultivo con forma de plato adoptaran de manera bastante repentina un uniforme tono sombrío. Las pocas estrellas que aparecieron fueron rápidamente tapadas por las nubes, con lo que pronto estuvo claro que esa noche no habría ningún barrido del cielo. Después de cubrir con una lona, que en su momento se había utilizado en la granja de su abuela materna, todos los aparatos que lo rodeaban, Swithin bajó las escaleras a oscuras y cerró la puerta con llave.
Con ésta en el bolsillo, descendió por el sotobosque del lado de la ladera opuesto a aquél por el que se había marchado lady Constantine, y atravesó el campo en línea matemáticamente recta y de un modo que no dejaba rastro, al seguir todo el rato el mismo surco de puntillas. A los pocos minutos llegó a una pequeña hondonada, que aparecía bastante inesperadamente al otro lado de la cerca, y bajó a una antigua casa de tejado de paja, el cual era enorme y, salpicado de buhardillas grandes como montones de heno, se podía distinguir incluso en el crepúsculo. Sobre las blancas paredes de piedra caliza, las siluetas de plantas trepadoras formaban oscuros dibujos como hechos al carboncillo.
Dentro de la casa, su abuela materna estaba sentada junto a un fuego de leña. Delante de éste había una ollita de barro en la que era obvio que algo se mantenía caliente. La mesa de roble de ocho patas del centro de la habitación estaba puesta. Esa mujer de ochenta años, que llevaba una gran cofia y debajo una más pequeña para que la otra no se ensuciase, conservaba las facultades muy poco embotadas. Contemplaba las llamas con las manos en las rodillas, mientras en silencio recreaba en su cabeza varios de la larga cadena de episodios conmovedores, trágicos y divertidos que constituían la historia de esa parroquia de los últimos sesenta años. Al entrar Swithin, lo miró de reojo.
–No tendría que haberme esperado, abuelita –dijo él.
–No tiene importancia, mi niño. He echado una cabezada aquí sentada. Sí, he echado una cabezada y directamente he vuelto a mi antiguo condado, como es habitual. El lugar estaba tal y como lo dejé, aunque hayan pasado sesenta años. He visto a todo el mundo y también a mi vieja tía, como cuando era niña, «y al despertarme, he comprobado que era un sueño»9. Supongo que si de verdad regresase allí, apenas quedaría viva un alma que me preguntase cómo estaba... Pero dile a Hannah que se ponga en marcha y sirva la cena, aunque casi sería mejor que lo hiciera yo misma, de lo torpe que se está volviendo la pobre.
Por más que Hannah resultó ser mucho más ágil y varios años más joven que la abuela, ésta parecía ser ajena a todo eso. Cuando la cena casi tocaba a su fin, la señora Martin sacó el contenido del misterioso recipiente de delante del fuego, explicando que le había pedido a Hannah que lo pusiera ahí en lugar de tenerlo en la cocina, de lo poco que se podía fiar uno de que lo llevara desde allí en condiciones por lo tontita que se estaba volviendo.
–¿Y qué es? –preguntó Swithin–. ¡Ah, uno de sus budines especiales! –Sin embargo, al verlo añadió en tono de reproche–: ¡Pero bueno, abuelita!
En vez de ser redondo, su forma era la de una roca irregular que hubiese estado expuesta a las inclemencias del tiempo durante siglos, con un pedacito cortado por aquí y otro desprendido por allá; no obstante, se veía que la intención general había sido evitar que se destruyera la simetría del budín, al tiempo que se consumía la mayor cantidad posible de él.
–El caso es que no queda ni la mitad –sentenció Swithin.
–¡Sólo le he cortado uno o dos pedacitos de nada para ver si estaba bien hecho! –alegó dolida la abuelita Martin–. Le he dicho a Hannah cuando lo ha sacado: «Ponlo aquí para que se mantenga caliente, que el fuego es mejor que el de la cocina».
–¡Bueno, pues no pienso ni probarlo! –afirmó Swithin con contundencia, conforme se levantaba de la mesa, apartaba la silla de un empujón y se iba arriba, probablemente incitado por esa «otra condición social que llevaba en la sangre» que el instituto había hecho aflorar en él.
–¡Ay, qué lugar más ingrato que es el mundo! ¡Qué lástima que yo no borrara mi nombre de este almanaque terrestre y me metiese bajo tierra hace sesenta largos años, en lugar de dejar mi condado natal para venirme aquí! –se lamentó la anciana señora Martin–. Pero ya le dije yo a su madre lo que iba a pasar, con eso de casarse con alguien tan por encima de ella. ¡Que el niño le saldría tan fino como el padre!
No obstante, cuando Swithin sólo llevaba arriba un minuto o dos, cambió de idea y, bajando de nuevo, se comió todo el budín con aire de llevar a cabo una obra de gran magnanimidad. La fruición con que lo hizo restableció la armonía entre ambos, que nunca conocía interrupciones más serias que ésas.
–Esta tarde ha venido el señor Torkingham –le contó su abuela–, para que le deje que esta noche traiga aquí a algunos del coro a ensayar. Los que viven en este extremo de la parroquia no quieren ir a su casa a practicar las canciones porque dicen que les coge muy lejos, y la verdad es que así es, pobres hombres. Por eso va a probar a ver qué pasa viniendo él. Ha preguntado si te gustaría unirte a ellos.
–Lo haría si no tuviera tanto que hacer.
–Pero si esta noche está nublado...
–Ya, pero tengo un montón de cálculos pendientes, abuelita. No le diga que estoy en casa, y así no preguntará por mí.
–Pero ¿y si pregunta? ¿Tendré que decirle una mentira, que Dios me perdone?
–No, dígale que estoy arriba y que piense lo que quiera. Pero ni una palabra sobre lo de la astronomía a ninguno. Me llamarían visionario y de todo.
–Y eso eres, mi niño. ¿Por qué no puedes hacer algo de utilidad...?
Al oír pasos, Swithin se fue rápidamente arriba, donde, cuando encendió una luz, apareció una mesa cubierta de libros y papeles, mientras que de las paredes colgaban mapas estelares y otros diagramas que mostraban fenómenos celestiales. En un rincón había un enorme tubo de cartón que, al inspeccionarlo de cerca, se comprobaría que con él se pretendía hacer un telescopio. Swithin echó un grueso paño sobre la ventana, además de las cortinas, y se sentó con sus papeles. En el techo había una mancha negra de humo bajo la cual colocó la lámpara, lo que evidenciaba que de noche el aceite se consumía con mucha frecuencia en ese preciso lugar.
Entretanto, había entrado en la habitación de abajo un personaje que, a juzgar por su voz y rápidos pasitos, era una mujer joven y risueña. La señora Martin, que la recibió con el título de señorita Tabitha Lark, le preguntó qué la llevaba por allí, a lo que ella contestó que iba por los cantos.
–Pues siéntate –dijo la abuelita–. Y dime, ¿sigues yendo a la casa a leerle a milady?
–Sí, voy y le leo, señora Martin, pero de ahí a que milady me escuche, eso ni con un tiro de seis caballos se la podría obligar a que lo hiciese.
La chica se expresaba de un modo muy desenvuelto y fluido, lo que probablemente fuera causa, o consecuencia, de su afición.
–¿Entonces sigue igual que siempre? –dijo la abuela Martin.
–Sí. Se consume de apatía. No es que esté enferma ni triste, pero lo apagada y aburrida que se siente sólo ella lo sabe. Cuando llego por la mañana, ahí está, sentada en la cama, porque milady ni se molesta en levantarse, y luego me pide que lleve este libro y aquél, hasta que la cama se llena de inmensos volúmenes que hacen que ella quede medio enterrada bajo ellos y parezca, apoyada en un codo, la lapidación de san Esteban de la vidriera de la iglesia. Entonces milady bosteza, luego mira hacia el espejo de cuerpo, luego por la ventana a ver qué tiempo hace, mientras sus grandes ojos negros vagan por todas partes hasta que se quedan fijos en el cielo, como pegados a él, y yo mientras tanto venga darle a la lengua a ciento cincuenta palabras por minuto; luego mira el reloj y por último me pregunta que qué he estado leyendo.
–¡Ay, pobrecita! –exclamó la abuela–. Seguro que por la mañana dice: «Ojalá fuera de noche», y de noche: «Ojalá fuera por la mañana», como la mujer desobediente del Deuteronomio.
Swithin, en la habitación de encima, había interrumpido sus cálculos, ya que esa conversación le interesaba. Sonaron entonces crujidos y pasos más pesados en el exterior de la puerta, y oyó que su abuela daba la bienvenida a varios representantes de las voces de bajo y tenor, las cuales daban alegre y famosa personalidad a Sammy Blore, Nat Chapman, Hezekiah Biles y Haymoss Fry (a quien el lector ya ha tenido ocasión de conocer levemente). Los acompañaban unos pequeños productores de agudos que, como todavía no se habían desarrollado hasta convertirse en miembros bien diferenciados de la sociedad, no requieren ser pormenorizados.
–¿Ha llegado ese buen hombre? –preguntó Nat Chapman–. No, ya veo que nos hemos adelantado. ¿Y cómo les va a las ancianas esta noche, señora Martin?
–Pues ésta va renqueando como puede, Nat. Sentaos, sentaos... A ver, pequeño Freddy, ¿a que tú no quieres por la mañana que sea de noche, y de noche que sea por la mañana; verdad que no, Freddy?
–¿Y quién podría querer semejante cosa, señora Martin? –preguntó Sammy Blore intrigado–. No creo que nadie de esta parroquia lo quiera.
–Milady siempre está deseándolo –intervino la señorita Tabitha Lark.
–¡Ah, ella! ¿Y quién puede responder de los deseos de las mujeres? Claro que a ésa en particular le ponen a prueba la fibra sensible de formas muy agravantes...
–Ay, la pobre... –se lamentó la abuela–. El estado en que se encuentra, en que no es, pongamos, ni soltera, ni esposa ni viuda, no es el mejor modo de estar animado en esta vida. ¿Cuánto hace que no recibe noticias de sir Blount, Tabitha?
–Más de dos años. Han pasado ya tres días de san Martín desde que él entró en África por un lado, por así decirlo. Bien que me acuerdo porque es mi cumpleaños. Y tenía intención de salir por el otro lado, pero no lo hizo. No ha llegado a salir nunca.
–Es como perder una rata en un montón de cebada –afirmó Hezekiah mirando a su alrededor en busca de corroboración–. Sabes dónde está, pero de todos modos está perdida.
Sus compañeros asintieron.
–Sí, milady es un alma en pena, de eso no hay duda. La vi bostezar justo en el momento en que Harton Copse espantaba al zorro y los perros lo perseguían casi por debajo de las ruedas del carruaje de ella. Yo de milady, viviría un poco la vida, aunque cierto es que no hay ninguna feria, procesión o fiesta hasta Semana Santa.
–No se atreve. Juró solemnemente que no haría nada de eso.
–¡Anda que iba yo a cumplir semejante juramento! Pero ya llega el párroco, si no me engañan los oídos.
Se oyeron cascos de caballo fuera, un tropezón con la estera de la entrada, el amarre del animal al postigo de la ventana, el chirrido de los goznes de la puerta y una voz que Swithin reconoció como la del señor Torkingham. Éste saludó por su nombre a cada uno de los que habían llegado previamente, y afirmó que se alegraba de verlos a todos reunidos con tanta puntualidad.
–Pues sí, señor –dijo Haymoss Fry–. Y si hace mucho que no me reúno, es por cómo tengo las articulaciones. De no ser por ellas, hasta me reuniría en lo alto de la torre de Welland. Le aseguro, párroco Torkingham, que de tanto doblar las rodillas bajo la lluvia cuando estaba cortando terrones de tierra para el jardín nuevo en tiempos de la antigua milady, de vez en cuando es como si las ratas me las estuvieran royendo. Qué mala pata que, de joven, tenga uno tan poca cabeza y no se dé cuenta de lo rápido que puede echarse a perder la constitución.
–Cierto –dijo Biles, por matar el tiempo conforme el párroco estaba ocupado buscando los Salmos–. Un hombre es idiota hasta los cuarenta años. La de veces que he pensado, mientras recogía el heno y no parecía que tuviera la parte baja de la espalda más fuerte que la de un avispón: «Ojalá el demonio me diera un año entero buena hechura de jornalero». Por mí, todos tendríamos dos columnas vertebrales como Dios manda, por mucho que esa alteración estuviera tan mal como falsificar algo.
–Cuatro, cuatro columnas vertebrales –afirmó Haymoss con decisión.
–Eso, cuatro –dijo Sammy Blore, añadiendo el peso de su experiencia–, porque hace falta una delante para empujar el arado con el pecho y demás, otra en el costado derecho para ir abonando, y otra en el izquierdo para remover los montones de estiércol.
–Bueno, pues cuatro. Luego yo le alejaría a cada hombre la tráquea del gaznate un buen trecho, para que en tiempo de cosecha pudiera tomar aliento al beber sin ahogarse como pasa ahora. Siempre pienso, cuando se acaban los víveres...
–Bien, vamos a empezar –lo interrumpió el señor Torkingham, cuya mente volvió a este mundo tras finalizar la búsqueda de un himno.
Acto seguido, el barullo de patas de silla moviéndose por el suelo dio a entender que estaban tomando asiento, alboroto que Swithin aprovechó para ir de puntillas por el suelo de encima de ellos poniendo hojas de papel sobre los agujeros de los tablones, allí donde no había alfombra, de manera que no se viese el resplandor de la lámpara. La ausencia de techo debajo hacía que su situación fuera virtualmente la de alguien suspendido en la misma habitación.
El párroco anunció el himno, y, a continuación, su voz resonó interpretando «Adelante, soldados de Cristo» con notas de rígida alegría.
Sin embargo, en ese inicio sólo se le unieron los niños y niñas, mientras que los hombres únicamente proporcionaron un acompañamiento de toses y carraspeos. El señor Torkingham se detuvo, y entonces habló Sammy Blore:
–Perdone un momento si es tan amable, señor. Es que, entre el viento y tanto andar, tengo la garganta reseca, y como no sabía que fuera a empezar así de repente, pues no me la había aclarado, y me imagino que Hezzy y Nat tampoco, ¿verdad, muchachos?
–Yo del todo no, ésa es la verdad –contestó Hezekiah.
–En ese caso, has hecho bien en decírmelo –asintió el señor Torkingham–. Que no os dé reparo explicar las cosas, que estamos aquí para practicar. Bien, pues aclaraos las gargantas y vamos allá otra vez.
Hubo un sonido de ambiente como de azadonazos y raspados, y al fin el contingente de bajos se puso en marcha a su propio ritmo:
–¡Palante, soldaos de Cristo!
–Ay, en eso es en lo que fallamos, en la pronunciación –los interrumpió el párroco–. A ver, repetid conmigo: «A-de-lan-te, sol-da-dos-de-Cris-to».
Y el coro repitió como un eco exagerado:
–Alante, soldados de Cristo.
–¡Bien, mejor! –dijo el párroco, con el tono enérgico y optimista de alguien que se ganaba la vida viendo el lado bueno de las cosas allí donde no era muy perceptible para los demás–. Pero tenemos que moderar el acento, o los de las otras parroquias nos podrían llamar afectados. Y, Nathaniel Chapman, cantas con un desenfado que no es que sea muy apropiado. ¿Por qué no cantas con más seriedad?
–Porque me da cargo de conciencia, señor. Dicen que cada uno va a lo suyo, pero, a Dios gracias, yo no soy tan ruin de hacer de menos las posibilidades de mis mayores poniéndome a cantar con seriedad, cuando ellos están mucho más cerca de que les haga falta.
–Me temo que no es muy buen razonamiento, Nat... En fin, tal vez sea mejor que lo cantemos nota por nota con el do-re-mi. Mirad los libros, por favor. ¡Sol-sol! ¡Fa-fa! ¡Mi...!
–¡Pero yo no sé cantar así! –exclamó Sammy Blore con condenatorio estupor–. Yo sé cantar música de verdad, como F y G10, pero no algo tan poco natural como eso.
–¿No se habrá traído el libro que no es, señor? –apuntó Haymoss con amabilidad–. Yo ya estaba familiarizado con la música desde pequeño como lo estoy de mayor... vamos, desde que a Luke Sneap se le rompió el arco de violín nuevo tocando el salmo de bodas, cuando el párroco Wilton vino con su señora de recién casados (¿te acuerdas, Sammy?), en el momento de: «Tu mujer será como vid fecunda en el interior de tu casa», y la muchacha se puso roja como un tomate porque no se lo esperaba. Vamos que, como digo, estoy familiarizado con la música desde entonces y nunca he oído nada semejante. En aquellos tiempos cada nota se llamaba A, B, C y demás...
–¡Que sí, que sí, buenos hombres, pero éste es un sistema más reciente!
–Aun así, no se puede cambiar una nota que de siempre ha sido A o B por naturaleza –replicó Haymoss, todavía más convencido de que al señor Torkingham se le estaba yendo la cabeza–. A ver, dame una A, vecino Sammy, y vamos con los soldaos de Cristo otra vez para enseñarle al párroco cómo se hace.
Sammy sacó un diapasón, ennegrecido y mugriento, que, como tenía unos setenta años y se había fabricado antes de que los constructores de pianofortes hubieran subido el tono para dar brillantez a sus instrumentos, sonaba casi una nota más bajo que el del párroco. Mientras se desarrollaba una discusión sobre el verdadero tono, llamaron a la puerta.
–¡Hay alguien fuera! –dijo una niña soprano.
–Ya me había parecido que llamaban –comentaron los aliviados miembros del coro.
Levantaron el pasador y, desde la oscuridad, preguntó un hombre:
–¿Está el señor Torkingham?
–Sí, Mills. ¿Qué quieres?
Era el sirviente del párroco.
–Si tiene la bondad –explicó Mills enseñando una parte de sí mismo por la puerta–, a lady Constantine le gustaría verlo lo antes posible, señor, y dice que si se podría pasar a verla después de cenar, si no está ocupado con los pobres. Acaba de recibir una carta, o eso cuentan, y me figuro que será por eso.
Al mirar la hora y comprobar que debía ponerse en marcha de inmediato si quería verla esa noche, el párroco puso punto final al ensayo y, después de fijar otra noche para que se volvieran a reunir, se retiró. Todos los cantantes lo ayudaron a montarse en la jaca y lo observaron hasta que desapareció más allá del final de la cañada.
9. Cita de El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan.
10. El sistema de notación musical inglés es alfabético.
Conforme el señor Torkingham iba a trote rápido hacia su casa, a un kilómetro y medio de distancia, cada casita, según revelaba su posición medio enterrada por medio de la única luz que salía de ella, parecía una criatura nocturna de un solo ojo que lo vigilara emboscada. Dejó la montura en la rectoría e hizo el resto del trayecto a pie, cruzando el parque en dirección a la casa Welland por los escalones de una cerca y por un sendero, hasta que llegó a la avenida de los aledaños de la puerta norte de la mansión.
Hemos de comentar que esa avenida era también el camino que llevaba al pueblo de más abajo, y de ahí que la residencia y parque de lady Constantine, como ocurre a veces con las casas solariegas anticuadas, no poseyera nada de la exclusividad de la que gozan algunas moradas aristocráticas. Los parroquianos consideraban que la avenida del parque era su vía natural, sobre todo para los bautizos, bodas y funerales, los cuales pasaban por delante de la casa del señor con la debida consideración al efecto escénico que producirían al ser contemplados desde las ventanas de la mansión. Por eso los miembros de la casa de Constantine, cuando se levantaban del desayuno, llevaban doscientos años cruzándose en el umbral con los de las casas de Fulano y Mengano, que a gritos anunciaban la hora de la comida. Ahora esas confrontaciones eran muy poco frecuentes, pues aunque los pueblerinos seguían pasando por delante de la puerta norte con la misma regularidad, rara vez se encontraban con un Constantine. Sólo había una con quien se pudieran encontrar, y ésta nunca tenía ganas de salir antes de mediodía.
La fachada larga y baja de la Casa Grande, como se la conocía en la localidad, que se extendía de un lado a otro de la terraza, estaba en penumbra cuando el párroco aflojó el paso al llegar ante ella, y sólo el sonido de agua que caía a lo lejos alteraba la tranquilidad del recinto solariego.
Una vez dentro, se encontró con que lady Constantine lo estaba esperando. Llevaba un pesado vestido de terciopelo y encajes, y al ser la única persona que había en la amplia estancia, se la veía pequeña y solitaria. En la mano izquierda sostenía una carta y un par de invitaciones a recepciones en casas particulares. Los ojos dulces y negros que levantó al entrar él –grandes y melancólicos, mucho más por las circunstancias que por carácter– eran indicios naturales de un temperamento cálido y afectuoso, y quizá un tanto voluptuoso, que languidecía por falta de algo que hacer, desear o por lo que sufrir.
El señor Torkingham tomó asiento. Sus botas, que habían parecido elegantes en la granja, allí resultaban bastante toscas, y su abrigo, todo un ejemplo de sastrería cuando estaba entre el coro, ahora mostraba unas relaciones decididamente tensas con sus extremidades. Habían pasado tres años desde que se instalase como párroco en el beneficio de Welland, pero todavía no había encontrado la forma de establecer con lady Constantine ese vínculo que suele desarrollarse con el transcurso del tiempo entre rectoría y casa solariega; a menos, claro está, que una de las partes sorprenda a la otra al hacer gala, respectivamente, de una debilidad por incómodas ideas modernas sobre la propiedad de la tierra, o bien por los cánones de la iglesia, lo cual no se daba en este caso. No obstante, cabía la posibilidad de que este encuentro pudiera dar inicio a tal relación.
La expresión de lady Constantine parecía de seguridad; dijo que se alegraba mucho de que él hubiera ido y, mirando a la carta que tenía en la mano, estuvo a punto de sacarla del sobre, cosa que al final no hizo. Al poco, siguió hablando con mayor rapidez:
–Quería su consejo, o más bien su opinión, sobre un asunto de gran importancia; sobre una cuestión de conciencia.
Dicho lo cual, dejó la carta y se quedó mirando las invitaciones.
Tal vez alguien más perspicaz que el párroco habría advertido que lady Constantine, ya fuera por timidez, recelo o reconvención, se estaba desviando de su intención de contarle algo, o quizá hubiera decidido empezar por otro lado.
El párroco, que se esperaba que le fuese a preguntar sobre algún asunto o pedir alguna información relacionados con el lugar, alteró a tenor de sus palabras la expresión de su rostro para adoptar la más elevada de su profesión.
–Espero poderle ser de ayuda en ésa o en cualquier otra cuestión –dijo con delicadeza.
–Yo también lo espero. Puede que sepa usted, señor Torkingham, que mi marido, sir Blount Constantine, era, para no andarnos con rodeos, un hombre con tendencia a equivocarse en sus juicios y a ser un tanto celoso. Claro que tal vez apenas se diera usted cuenta por el poco tiempo que lo trató...
–Sí llegué a formarme cierta idea del carácter de sir Blount a ese respecto.
–Bien, pues por eso mi vida de casada no es que fuese muy agradable. –Lady Constantine bajó la voz hasta adoptar un tono más patético–. Le puedo asegurar que nunca le di motivos de sospecha, y, desde luego, de haber conocido antes ese modo de ser suyo, dudo que me hubiese atrevido a casarme con él. No obstante, sus celos y dudas de mí no eran tan fuertes como para que lo distrajeran de una determinación suya: su manía de irse a África a cazar leones, que él dignificaba llamándolo proyecto de descubrimientos geográficos, ya que ansiaba desmesuradamente labrarse un nombre en ese campo. Era su única pasión más fuerte que su desconfianza de mí. Antes de marcharse, se sentó conmigo en esta habitación y me dio un sermón que me incitó a hacerle una propuesta muy precipitada. Cuando se la cuente, verá usted que proporciona la clave de la vida tan rara que llevo aquí. Me pidió que considerara cuál sería mi situación una vez que él se fuese; dijo que esperaba que yo recordase el respeto que le debía, que no me comportara con otros hombres de forma que pusiera el nombre de Constantine bajo sospecha, y me ordenó que evitase toda conducta frívola al asistir a cualquier baile, fiesta o cena a los que me pudieran invitar. Indignada por la mala opinión que tenía de mí, tal vez le respondí con excesiva vehemencia. Me ofrecí en ese mismo instante a vivir como una monja enclaustrada durante su ausencia, a no hacer la menor vida social, ni siquiera yendo a cenar a casa de algún vecino, y le pregunté con amargura si con eso quedaba satisfecho. Contestó que sí y de inmediato me tomó la palabra, sin darme la menor posibilidad de retractarme. Y el inevitable fruto de esa precipitación es que mi vida se ha convertido en una carga. Recibo invitaciones como éstas –dijo levantando las tarjetas que tenía en la mano–, pero como invariablemente las rechazo, cada vez llegan menos... Así pues, lo que le quiero preguntar es si puedo honradamente romper la promesa que le hice a mi marido.
El señor Torkingham pareció azorado.
–Si le prometió a sir Blount Constantine vivir en soledad hasta que él regrese, yo diría que está obligada a cumplirlo. Me temo que el deseo de librarse de ese compromiso es en cierta medida razón de sobra para que se ciña a él. Pero sin duda es su propia conciencia la que mejor la puede guiar en esto, lady Constantine...
–Mi conciencia está abrumada con tantas responsabilidades... –dijo ella con un suspiro–. Aun así, cierto es que a veces me dice que... que debería cumplir mi palabra. Muy bien, supongo que debo seguir como hasta ahora.
–Si respeta usted una promesa, también debe respetar la suya propia –afirmó el párroco, haciendo mayor acopio de firmeza–. De habérsela sacado por medio de alguna coacción física o moral, cabría la posibilidad de que la rompiera. Sin embargo, como usted hizo esa promesa cuando lo único que le pedía su marido eran buenas intenciones, creo que está obligada a observarla estrictamente, o, de lo contrario, ¿qué valor tendría el orgullo que la llevó a hacerla?
–Muy bien –dijo ella con resignación–, por más que fuese una supererogación11 por mi parte.
–El que usted lo propusiera con ánimo supererogatorio no disminuye su obligación, una vez que la ha contraído. San Pablo, en la Epístola a los Hebreos, dice: «Porque los hombres juran por uno que les es superior; y entre ellos termina todo litigio cuando les garantiza el juramento». Y sin duda recordará las palabras del Eclesiastés: «Lo que has prometido, cúmplelo. Mejor es no prometer, que prometer y no cumplir». ¿Por qué no escribe a sir Blount, le explica la incomodidad de su voto y le pide que la libere de él?
–No, eso nunca. Para él, que le manifestase ese deseo sería razón de más para negarse. Voy a seguir cumpliendo mi palabra.
El señor Torkingham se levantó para marcharse. Después de que ella le diera la mano, él atravesó la habitación, y ya estaba a dos pasos de la puerta cuando lady Constantine lo llamó y, tras detenerse el párroco, le dijo:
–Lo que le he contado sólo es una pequeña parte de lo que quería hablar con usted.
El señor Torkingham volvió a su lado.
–¿De qué se trata entonces? –preguntó con grave sorpresa.
–Es de por sí toda una revelación, pero hay algo más. He recibido esta carta y quería decirle... algo.
–Pues dígamelo, mi querida señora.
–No –contestó ella, con expresión de ser totalmente incapaz–. No puedo hablar de eso ahora. En algún otro momento. Puede retirarse, y le ruego que considere esta conversación estrictamente confidencial. Buenas noches.
11. «Acción ejecutada sobre o además de los términos de la obligación» (DRAE).
Era una brillante noche estrellada de una semana o diez días más tarde. Se habían dado varias similares desde que lady Constantine le prometiera a Swithin St Cleeve que volvería a la columna de Rings Hill a estudiar fenómenos astronómicos con él, pero no había ido. Esta noche estaba sentada en una ventana a la que no habían bajado el estor. Apoyaba un codo en una mesita, y la cara en esa mano. Atraía su mirada el brillo del planeta Júpiter, que, moviéndose por el opuesto eclíptico, refulgía sobre ella como si quisiera captar su atención.
Debajo del planeta todavía se podían distinguir contra el cielo los oscuros contornos del paisaje del parque. Como uno de sus principales rasgos, aunque casi tapada por los árboles que se habían plantado para ocultar las extensiones de tierras en barbecho de la finca, se elevaba la parte superior de la columna. Ahora apenas era visible, si es que llegaba a serlo; aun así, lady Constantine conocía por experiencia diurna su localización exacta frente a la ventana ante la que estaba inclinada. Saber que seguía ahí, pese a que las sombras la envolvieran tan rápidamente, llevó a su mente solitaria a rememorar el encuentro en lo alto de la torre con el joven astrónomo, y su promesa de honrarle con una visita para aprender algunos secretos de los fulgurantes cuerpos celestes de las alturas. La curiosa yuxtaposición de ardor juvenil y desesperación madura que había advertido en el muchacho lo habrían vuelto de por sí interesante para una mujer perspicaz, aparte de su cabello rubio y rostro como de cristiano primitivo.12 Sin embargo, tal es el toque acentuador del recuerdo, que la belleza del joven quizá fuese más intensa en la imaginación de ella que en la realidad. Estaba la consideración discutible de si las tentaciones que se le fueran a presentar a él en la vida superarían a su capacidad de resistencia. De haberse tratado de un joven rico, sería para echarse a temblar por él. Pese a sus atractivas ambiciones y modales caballerescos, lady Constantine pensó que posiblemente fuese mejor para el muchacho que nunca llegara a ser conocido fuera de su solitaria torre, olvidándose de que éste había recibido una formación intelectual que probablemente, a ojos de él, hiciera que su permanencia en Welland le pareciese un desaire a la familia de su padre, cuya posición social, sólo unos pocos años antes, no había estado muy alejada de la de ella misma.
