Downton - Anna - E-Book

Downton E-Book

Anna

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Beschreibung

La vida de las hermanas Miller no siempre ha sido fácil. Huérfanas desde niñas, han tenido que trabajar y luchar para salir adelante. Kate, inteligente e idealista, se ha convertido en la profesora del pueblo y lleva una vida sin sobresaltos, hasta que Charles Forster, un caballero venido de Londres, se instala con su hija, Mary, en el pequeño pueblo de Downton. Un encuentro inesperado con Mary y un malentendido con el caballero, provocarán una tensión entre Kate y lord Forster que está destinada a convertirse en algo más. Pero Charles es un hombre que vive con el temor de abrir su corazón. Con la invitación a Downton de un amigo íntimo de Charles, el capitán George Crowley, un atrevido militar, los sentimientos de todos se harán cada vez más evidentes y Charles deberá decidir entre seguir atrapado en su pasado o luchar por su futuro. Una historia de amor y superación, amistad y lealtad, en la que no todo es lo que parece.

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Anna Aiza Monzonís

Primera edición digital: Mayo 2022

Título Original: Downton

© Anna Aiza Monzonís, 2022

©EditorialRomantic Ediciones, 2022

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Olalla Pons – Oindiedesign

ISBN: 978-84-18616-85-3

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

ÍNDICE

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1. Hermanas

CAPÍTULO 2. Encuentros

CAPÍTULO 3. Un dibujo

CAPÍTULO 4. Una decisión

CAPÍTULO 5. Una nueva alumna

CAPÍTULO 6. Ensayos y una invitación

CAPÍTULO 7. George

CAPÍTULO 8. Becky

CAPÍTULO 9. La señora Williams

CAPÍTULO 10. Cartas, rumores y un robo

CAPÍTULO 11. Revelaciones

CAPÍTULO 12. Pensamientos y miedos

CAPÍTULO 13. Beth

CAPÍTULO 14. Un regalo

CAPÍTULO 15. El festival

CAPÍTULO 16. Actuaciones... Sensaciones

CAPÍTULO 17. Final de fiesta inesperado

CAPÍTULO 18. Alice

CAPÍTULO 19. Una partida

CAPÍTULO 20. Recuperando momentos

CAPÍTULO 21. Prueba de fe y de afecto

CAPÍTULO 22. Indagaciones

CAPÍTULO 23. Acercamiento

CAPÍTULO 24. Deseos

CAPÍTULO 25. Brighton

CAPÍTULO 26. Una propuesta contra la añoranza

CAPÍTULO 27. Londres

CAPÍTULO 28. Un baile

CAPÍTULO 29. Celos, enfrentamientos, dolor

CAPÍTULO 30. Un amargo regreso

CAPÍTULO 31. Una confesión

CAPÍTULO 32. Una proposición y decisiones

CAPÍTULO 33. Yorkshire

CAPÍTULO 34. Vivir de recuerdos

CAPÍTULO 35. Celebraciones con nostalgia

CAPÍTULO 36. Fin de año... Nuevo siglo

CAPÍTULO 37. Llamas que devoran sueños

CAPÍTULO 38. Verdades ocultas

CAPÍTULO 39. Luchar por un alma herida

CAPÍTULO 40. Rosas

CAPÍTULO 41. Conquista y coraza

CAPÍTULO 42. Una visita que recompone pedazos

CAPÍTULO 43. La carta

CAPÍTULO 44. Dos latidos, una pasión

CAPÍTULO 45. Amor

CAPÍTULO 46. Unión y reencuentros

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

Cuando James Miller vio por primera a vez a Catherine Walsh supo de inmediato que se convertiría en su mujer, y así fue. Meses después de conocerla y cortejarla se casaron y casi veinte años después aquel amor seguía igual de vivo que cuando se conocieron.

Los dos pertenecían al condado de Wiltshire, al sur de Inglaterra. Catherine era hija de unos comerciantes de Salisbury y James era el hijo menor del párroco de Downton.

Al casarse se trasladaron a la casa familiar de James a pesar de la insistencia de los padres de Catherine de que vivieran en Salisbury, una ciudad mucho más distinguida y con más oportunidades. Los dos rehusaron la oferta ya que eran amantes del campo y de la tranquilidad de vivir en una pequeña localidad.

James adquirió el puesto de párroco del pueblo cuando su padre se retiró y aquello les reportó unos ingresos fijos mensuales que les permitían vivir tranquilamente, sin lujos, pero sin preocupaciones.

Y allí en Downton, crearon su pequeña familia.

Del fruto de aquel amor nacieron dos hijas: Kate la mayor y Alice, tres años más joven. Dos niñas despiertas e inteligentes que se convirtieron en el centro de aquel hogar.

Sus padres siempre decían que eran las niñas más bonitas de toda Inglaterra. Y aunque eso es lo que se espera que digan unos amorosos padres de sus adoradas hijas, la verdad es que era cierto que eran hermosas y a medida que iban creciendo, esa belleza iba en aumento.

Kate con un precioso cabello castaño con tintes cobrizos y unos grandes y expresivos ojos marrones que mostraban siempre una mirada decidida que llamaba la atención y despertaba la admiración de quien la conocía, y Alice de menor estatura, pero no por ello menos bonita, con unos reflejos más dorados en su melena, parecidos a los de su madre, y con una dulce expresión en el rostro que siempre despertaba ternura.

El señor Miller, de carácter apasionado, era un devorador de libros voraz y había decidido educar a sus hijas en todas las materias que conocía, que descubría o que le resultaban interesantes. La consecuencia de aquello fue que las dos acabaron por tener conocimientos superiores a los esperados de alguien criado en un pequeño pueblo de Inglaterra y sobre todo superiores a lo esperado en una mujer de campo.

A la edad de catorce años, el señor Miller entregó a Kate un libro que marcaría su juventud y su futuro: “Vindicación de los derechos de la mujer”. Un manuscrito escrito por Mary Wollstonecraft y en el que la autora defendía el derecho de la mujer a recibir una educación, al igual que los hombres. Aquel descubrimiento hizo que la vocación de Kate se dirigiera totalmente a ser profesora y a poder enseñar a niños y niñas sin diferencias. Una idea no falta de mérito para la mentalidad y el pensamiento de la época, pero que sus padres apoyaron, esperando el mejor futuro para sus hijas.

De la señora Miller se podría decir que era tranquila y dulce, demasiado soñadora y algo ingenua para algunos que la conocían, pero firme en sus convicciones y fuerte en sus defensas si algo no estaba dentro de sus principios. Aficionada a bordar, a la cocina y a cuidar de las pocas gallinas que tenían, era una mujer feliz y tremendamente enamorada de su marido, de su familia y de su vida.

Kate siempre decía que el amor más puro e incondicional que jamás había conocido había sido el de sus padres. Ambos con caracteres diferentes, opuestos incluso en algún aspecto, pero que se complementaban a la perfección creando una unión única.

Cuando los observaba juntos, riendo, abrazándose, discutiendo o incluso en silencio, Kate anhelaba encontrar un amor así, una pareja que le llenase tanto que con solo una mirada la hiciera feliz.

Los años fueron pasando y, a pesar de gozar de una increíble felicidad, la vida nos enseña que, a veces, las pruebas más duras llegan de repente.

Cuando su madre murió a consecuencia de unas extrañas fiebres, su padre solo sobrevivió sin ella unos meses. Su corazón no tuvo fuerzas de seguir latiendo sin tenerla al lado y, a pesar de los cuidados y del amor de sus dos hijas, se fue apagando poco a poco, perdiendo las ganas de vivir y deseando reunirse con el amor de su vida.

Kate y Alice se encontraron de repente solas con dieciocho y quince años, teniendo que aprender a vivir y a sobrevivir por sus propios méritos.

Sus padres habían conseguido guardar unos pequeños ahorros que les permitieron mantener la casa familiar y pagar el alquiler, pero enseguida comprendieron las dos que debían trabajar para obtener ingresos suficientes para conservar lo que aún les quedaba de su vida anterior e intentar ser feliz con lo que viniera.

Kate de personalidad más extrovertida, espontánea y decidida había conseguido trabajo como profesora de la pequeña escuela de Downton. Los conocimientos que su padre le había inculcado, que en un pequeño pueblo como Downton se consideraban amplios, le habían permitido conseguir ese puesto de maestra y de esta manera hacer realidad ese ansiado deseo de enseñar y educar.

Alice de carácter más tímido y tranquilo se dedicaba a bordar pañuelos, manteles, chales o cualquier otra prenda que le pidieran desde la mercería local. Tenía un gusto y una elegancia que transmitía en sus telas y le pagaban bien por cada pieza entregada.

Dos largos años habían pasado desde que habían sufrido su mayor pérdida y Kate con veinte años y Alice con diecisiete, habían conseguido organizarse de manera tan extraordinaria que en el pueblo aún se sorprendían como dos jovencitas solas podían vivir sin más ayuda que su propio esfuerzo.

Era el año 1.799 y sutiles cambios de mentalidad, ideas y tradiciones comenzaban a emerger tímidamente en ese cambio de siglo.

CAPÍTULO 1Hermanas

El pueblo de Downton se extendía bordeando la orilla del río Avon, a pocas millas de la ciudad de Salisbury, en el condado de Wiltshire. Sus calles serpenteaban flanqueadas por casas bajas de uno o dos pisos de ladrillo rojo, hasta llegar a la iglesia de San Laurence que se erigía esbelta con su torreón de piedra gris en mitad de un verde prado.

El mes de mayo llegó dejando su rastro en las flores y los brotes de los árboles que adornaban caminos y bosques. La primavera era la estación más hermosa de la zona y también la más festiva.

El sol lucía con fuerza y sin ganas aparentes de marcharse, un lujo teniendo en cuenta el clima variable al que estaban acostumbrados prácticamente todo el año.

Con el buen tiempo asomando por la ventana se presentaba una mañana tranquila de domingo. Alice preparaba la comida, estofado de carne como tanto les gustaba, cuando un portazo la sobresaltó.

Salió de la cocina viendo a su hermana como atravesaba el comedor y dejaba la compra en la mesa soltando maldiciones por lo bajo.

—¿Qué ocurre, Kate? —preguntó acercándose a ella.

—¡La señora Williams acabará conmigo! Te lo juro Alice, un día de estos lamentaremos una desgracia —exclamó lanzando una patata a la mesa.

Alice sonrió. No era la primera vez que se repetía aquella escena, ni sería la última.

Agarrándola de los hombros la sentó en el sofá.

—Cuéntame qué ha pasado —le pidió.

—Pues sucede que como la señora Williams tiene una vida aburrida y sin sentido, cree que debe ocuparse y distraerse con la vida de los demás.

—Habéis vuelto a discutir por lo que veo.

—Me ha puesto en ridículo delante de todo el mundo. Me ha tachado de soberbia, maleducada, contestona y que eso provocaría que me quedara solterona hasta el final de mis días. ¿Y a ella qué le importa cómo esté? Es la última vez que voy a comprar a su tienda.

—Siempre dices lo mismo —dijo Alice disimulando una risilla—. ¿Por qué te ha dicho todo eso?

Kate bajó la mirada sin contestar.

—Kate… —insistió su hermana.

—Vale, tal vez… ella me haya hablado de su sobrino y, tal vez… yo le haya dicho que su sobrino no era de mi gusto, que dejara de gobernar mi vida y que se ocupara de la suya por una vez.

—¡Kate, no puedes contestarle así! —exclamó Alice—. Debes aprender a controlarte.

—Lo sé… lo sé —dijo agarrando un cojín y tapándose la cara—. Es que no soporto que organicen mi vida y que decidan por mí.

—Nadie está decidiendo por ti, simplemente la señora Williams quería presentarte a su sobrino —dijo acercándose más a ella—. Y he oído que acaba de llegar de las Indias, es marinero.

—Me da igual, este tipo de encuentros forzados me hacen sentir incómoda, y yo simplemente se lo he hecho saber —explicó con una expresión inocente.

—Ya sé cómo dices las cosas cuando te sientes incómoda y debes pedirle disculpas. La señora Williams es muy buena con nosotras, lo sabes, nos ha cuidado mucho en ausencia de nuestros padres.

—Es que no quiero estar en medio de sus enredos. Conozco de sobras sus montajes, hay varios ejemplos repartidos por el pueblo.

—Yo también la conozco, pero es buena mujer, simplemente es su entretenimiento, lo hace con buena intención.

Kate miró al techo soltando un bufido.

—Está bien —accedió al fin—, supongo que tienes razón. Me disculparé con ella… mañana.

—Ahora —rectificó Alice con una expresión decidida.

—De acuerdo —replicó lanzando el cojín.

Alice sonrió satisfecha.

—Te lo digo siempre, eres igual que papá, el mismo carácter impulsivo, ¿recuerdas las riñas que tenía con el señor Brewster cada vez que jugaban a las cartas? —recordó riendo.

—Sí, y tú eres igual que mamá, con su paciencia infinita. Ella era la única capaz de calmarlo con un par de palabras.

Las dos rieron al recordar aquellas escenas familiares que tanto echaban de menos.

Aquellos dos años sin ellos estaban siendo duros, la nostalgia hacía que cada día pensaran en ellos y en aquellos momentos que tanto añoraban.

Kate miró a su hermana con ternura.

—¿Cómo te encuentras hoy?

—Estoy bien, he pasado buen día —respondió Alice.

Kate le acarició la frente.

—Creo que tienes un poco de fiebre.

—Estoy bien —repitió dándole un beso en la mejilla—. No te preocupes tanto. Me encuentro bien, de verdad. Tú ocúpate de tus problemas que suficientes tienes —dijo empezando a reír y levantándose para ir a la cocina.

Kate la observó entrando en la cocina. La salud de Alice era algo que la tenía realmente preocupada. Siempre había sido una niña sana y fuerte, no había sufrido nunca enfermedades graves ni dolores, pero el último año algo había cambiado.

El pasado invierno, con la llegada del frío y la humedad, Alice había sufrido una infección que había afectado a sus pulmones y desde entonces se le reproducían episodios de fiebre y tos que le podían tener varios días en la cama. Ahora con el calor de la primavera se encontraba mejor y pasaba semanas más tranquila, pero siempre le inquietaba que un cambio de tiempo pudiera afectarla.

Se levantó y fue a la cocina abrazando a su hermana por la espalda.

—Te quiero —le susurró dulcemente al oído.

Alice se giró agarrándole del brazo.

—Y yo a ti, pero ve a disculparte con la señora Williams sin perder más tiempo y sin excusas —la obligó señalándole la puerta.

CAPÍTULO 2Encuentros

—¡Señorita venga aquí ahora mismo! No se esconda, por favor.

Una risita divertida y una mirada traviesa observaban cómo el mayordomo recorría el jardín desesperado, mientras ella se escondía tras unos arbustos.

—¿Qué ocurre, Thomas?

El mayordomo se giró, saludando con una pequeña reverencia.

—Señor —dijo con un balbuceo—, es la señorita Mary... no consigo encontrarla.

El caballero observó el amplio jardín preocupado. Al acercarse a unos matorrales su rostro se relajó viendo el vestido de la niña sobresaliendo de entre las ramas.

—Mary, sal ya, tienes al pobre Thomas desesperado.

Saliendo de entre las flores apareció la pequeña, riendo y corriendo hacia su padre.

La cogió en brazos mirándola severamente.

—¿Cuántas veces te he dicho que no te escondas ni te alejes? ¿Recuerdas lo que pasó en Londres?

—Pero aquí es diferente, papá, solo hay árboles, no hay gente mala.

El rostro del caballero se suavizó acariciándole la mejilla.

—Mary, por favor, pórtate bien. Hemos venido aquí para estar más tranquilos, para que puedas salir y tener más espacio, pero debes portarte bien.

—Es que me aburro, aquí sola —dijo bajando la mirada.

—No estás sola, tienes a Thomas, a la señora Pearson y media docena de criados más.

La pequeña hizo una mueca de disgusto, haciendo que su padre disimulara una sonrisa.

—Te prometo que cuando vuelva esta tarde iremos a dar una vuelta juntos.

—Bueno, pero volverás de noche como siempre —replicó haciendo un puchero.

—No, volveré pronto, pero debes prometerme que te portarás bien.

—Vale... —respondió sin mucho convencimiento.

Su padre la besó con dulzura antes de despedirse. Mary observó cómo se alejaba sabiendo que iba a ser otro día igual que el anterior, aburrido y estando completamente sola.

La mañana fue avanzando hasta que el enorme reloj del pasillo marcó las once, anunciando que el mediodía se acercaba.

Mary dio una patada a una piedra. Esperaba que su padre cumpliera hoy la promesa que le había hecho, pero no estaba segura. Los días anteriores había llegado tarde y ya no habían podido pasar tiempo juntos.

Estaba aburrida y cansada de estar sola. La señora Pearson intentaba jugar con ella, pero era demasiado mayor para seguir su ritmo y Thomas tenía demasiado trabajo en la casa para poder dedicarle algún rato.

Se estiró en la hierba mirando el cielo, una nube en forma de seta tapó el sol. Cerró uno de los ojos intentando buscar formas a las nubes cuando un ruido llamó su atención. Se incorporó viendo una ardilla que asomaba la cabeza olisqueando.

Pensando en lo bonita que era se acercó a ella despacio. La ardilla echó a correr al instante al escucharla.

—¡No te vayas! —exclamó saliendo tras ella.

Atravesó el jardín adentrándose en el bosque que colindaba con la finca y continuó caminando, siguiendo un sendero. Al cabo de unos minutos se giró observando su casa a lo lejos. Decidió continuar por la senda un poco más, sin perder de vista la casa a su espalda. Pasearía un rato y volvería sobre sus pasos antes de que se dieran cuenta de que se había marchado.

Más de media hora debía llevar caminando cuando se detuvo en el camino sin saber por dónde ir. El sendero se dividía en dos y empezó a asustarse al pensar que no sabría volver a casa.

El sonido de una campanilla la alertó. Sonaba hacia su izquierda y rápidamente tomó esa dirección siguiendo aquel reclamo.

Cuando el bosque terminó se encontró en un claro atravesado por un río. El sonido provenía de más arriba y lo siguió. Continuó hasta encontrarse con varios niños que corrían hacia un edificio. Allí una mujer les llamaba desde la puerta.

Se acercó a ella con cautela, haciendo que la mujer se percatara de su presencia y le indicara con el brazo que se acercara.

—¡Hola! —dijo agachándose a su altura—, no te había visto nunca por aquí, ¿cómo te llamas?

—Mary, señora —respondió tímida.

—Encantada Mary, yo soy Kate. ¿Vienes a la escuela? Vas muy guapa —indicó fijándose en el vestido azul que llevaba y que, a pesar de estar lleno de hojas y un poco sucio de barro por abajo, era precioso.

Mary vaciló en la respuesta, pero se animó al ver al resto de niños riendo y jugando. Sin pararse a pensar, se unió al grupo entrando en el aula.

La mañana transcurrió entre explicaciones de la profesora y juegos fuera de la clase. Kate observaba a Mary con curiosidad: Tenía ocho años, tal como le había contado, y era una niña muy guapa, con el pelo oscuro y unos increíbles ojos azules. Su vestido, sus modales y su manera de hablar, todo le indicaba que no era de la zona. Tal vez su familia se hubiera mudado hacía poco. Lo averiguaría cuando sus padres vinieran a buscarla.

Cuando el reloj marcó la una todos salieron a comer al porche. Los niños sacaron su comida que solía consistir en un trozo de pan, carne seca, tal vez queso y una pieza de fruta.

Kate se sentó al lado de Mary dándose cuenta de que no traía nada para comer. Le ofreció parte de su comida y la pequeña devoró el trozo de queso con un ansia que sorprendió a la profesora. Era extraño que a una niña tan bien vestida y seguramente de buena familia no le hubiesen dado nada para que comiera al mediodía. Además, que se hubiera presentado a media mañana y sola siendo su primer día también era insólito. Aquellos detalles le producían una gran curiosidad y esperaba resolver sus dudas cuando terminara el día.

Por la tarde, la maestra les entregó unos papeles a los pequeños para que hicieran un dibujo.

Mary se puso al instante con la tarea, totalmente entusiasmada y concentrada. Kate la observó de pie tras de ella. En su dibujo se veían tres figuras: Una alta con un sombrero de caballero, otra con un hermoso vestido de volantes y entre los dos una figura más pequeña con un lazo en el pelo.

Kate sonrió imaginando que sería su familia.

Se agachó hacia ella felicitándola por su trabajo.

—Estoy segura de que a tus padres les va a encantar. Cuando vengan buscarte se lo enseñaremos.

Mary bajó la vista preocupada.

—No creo que vengan… —susurró.

—¿Por qué?

La niña se tocó las manos, nerviosa.

—No saben que estoy aquí —murmuró cerrando los ojos.

Kate necesitó un par de segundos para asimilar aquella información.

—Mary, ¿qué estás diciendo? ¿Cómo que no saben que estás aquí? —preguntó colocándose frente a la niña.

Mary levantó la vista hacia ella con el rostro encogido.

—Lo siento mucho, señorita, se lo tendría que haber dicho antes, pero me lo estaba pasando tan bien que… —empezó a balbucear de los nervios.

—Mary, no entiendo, ¿qué pasa? —inquirió inquieta.

—Me he marchado de casa esta mañana sin avisar, he empezado a caminar y he llegado hasta aquí —explicó la niña con un sollozo.

La expresión de Kate se convirtió en una mezcla de asombro y pánico.

—¿No les has dicho a tus padres que estás aquí? ¿No saben dónde estás?

Mary negó con la cabeza controlando un gimoteo nervioso.

Acercándose a la pequeña le sujetó las manos para tranquilizarla.

—¿Dónde vives Mary? —le apremió sin poder disimular su propia alteración.

—En Manor Hall, la casa de las afueras —indicó la niña.

—¿Qué? No puede ser, esa casa lleva años deshabitada.

—Llegamos hace unas semanas.

De repente Kate recordó una de esas conversaciones que nunca escuchaba de la señora Williams donde explicaba que había visto a trabajadores entrar y salir de Manor Hall. Por un momento maldijo no haber estado atenta a su conversación.

— ¡Tenemos que ir ahora mismo! —exclamó Kate agarrando a la pequeña de la mano y saliendo a toda prisa de la clase después de dar instrucciones al resto de niños de que volvieran a sus casas de inmediato.

—Lo siento muchísimo, señor —suplicaba desesperado Thomas cuando su señor llegó cabalgando por la ladera.

El caballero saltó del caballo con el semblante pálido.

—¿Cómo ha podido pasar? —gritó corriendo por el jardín— ¡Mary! ¡Mary! —atravesó corriendo el jardín—. ¿Por qué nadie la estaba vigilando? ¿Cuánto hace que desapareció? —bramaba aterrorizado yendo de un lado a otro de la finca.

—Hace unas horas que la perdimos de vista...

—¡¿Unas horas?! —repitió atónito.

—Le avisamos en cuanto notamos la ausencia y vimos la alarma. Lo sentimos mucho señor —explicó Thomas agotado y angustiado.

La señora Pearson lloraba asustada llamando a la pequeña, mientras el resto del servicio había sido enviado al pueblo a preguntar por ella.

—Voy a ir yo mismo al pueblo, alguien debe haberla visto, ella no conoce esta zona puede estar en cualquier parte —indicó subiendo a su caballo y saliendo al galope.

Kate se secó el sudor de la frente con la mano. El camino se le estaba haciendo más largo de lo que recordaba. Hacía años que no subía por la ladera oeste. La última vez que visitó esa zona fue con sus padres y desde que esa enorme casa había quedado deshabitada no había vuelto a pisar la zona.

De repente la finca apareció frente a ellas. Se quedó mirándola: su fachada blanca, sus grandes ventanales, sus columnas donde las enredaderas se alzaban orgullosas hasta el tejado, su hermoso jardín, ahora arreglado y provisto de flores… Estaba mucho más imponente de lo que recordaba, habían hecho un gran trabajo con ella durante esos meses de rehabilitación.

Respiró hondo obligándose a calmarse, su corazón latía descontrolado a consecuencia de los nervios. Aspiró profundamente y retomó el camino hacia la casa.

Cuando estaban recorriendo el camino de grava, un caballo las adelantó al galope.

El jinete saltó del caballo corriendo hacia ellas.

—¡Mary!

—¡Papá! —gritó la pequeña soltando la mano de la profesora y corriendo hacia él.

El caballero la levantó abrazándola con fuerza.

—¿Dónde estabas? ¿Dónde te habías metido? ¿Estás bien? —preguntaba sin cesar mirándole el rostro.

—Estoy bien —contestó la pequeña en un hilo de voz.

—¿Por qué te has escapado? ¡Cuántas veces tengo que decirte que no puedes salir sola! —exclamó alzando la voz.

—Lo siento —dijo la pequeña gimoteando.

—¡No vuelvas a hacerlo!, ¿me oyes?

—Disculpe —intervino Kate haciendo que el caballero se percatase de su presencia—. No la culpe solo a ella, yo tendría que haberle preguntado…

—¿Y usted quién es? —la interrumpió mirándola grave.

—Me llamo Kate Miller, soy la profesora de la escuela…

—¿Qué estaba haciendo con mi hija? —preguntó sin dejarle continuar, dejando a Mary en el suelo y acercándose a la joven.

Kate se tensó al verle acercarse.

—Siento mucho lo que ha pasado, ha sido un malentendido y le pido mil disculpas por lo sucedido, debería haberme informado.

—¿Un malentendido? No se imagina el día que hemos pasado, la angustia de pensar que le podía haber pasado algo, ¡no tiene ni idea! —le espetó a pocos centímetros de su rostro.

Kate bajó el rostro agarrándose las manos, agitada, y notando el latir frenético de su pecho.

—Le pido disculpas, ha sido un terrible error —pronunció controlando su voz.

—¿Un terrible error? En eso estamos de acuerdo —siseó endureciendo la expresión.

Mary apareció colocándose entre los dos.

—Papá, por favor, no ha sido culpa cuya, la señorita Kate ha sido muy buena conmigo, he sido yo que me he escapado.

—Métete en casa, Mary —ordenó su padre sin dejar de mirar a la profesora.

Kate intentaba controlar su respiración para disimular lo máximo su inquietud, mientras aquel hombre la seguía atravesando con la mirada, apretando la mandíbula y sin ningún atisbo de querer calmarse.

Lo contempló un instante, era de porte alto, con el cabello castaño ligeramente ondulado y unos intensos ojos oscuros que se le clavaban aumentando su ansiedad y su nerviosismo.

—¡Papá! —gritó la niña agarrándose a su cintura.

El caballero bajó la vista hacia la pequeña que le suplicaba que parase. Cerró los ojos aspirando profundamente para relajarse. Levantó a su hija en brazos dedicándole una última mirada a la maestra.

—Lárguese de aquí —pronunció dándose la vuelta y encaminándose a la casa.

CAPÍTULO 3Un dibujo

Se levantó con un terrible dolor de cabeza. Apenas había dormido. El recuerdo de la tarde anterior la martilleaba por dentro. Recordar su mirada, su voz y su actitud le provocaba un malestar en el estómago que se extendía por el resto del cuerpo.

Bajó al salón donde el desayuno ya estaba preparado

—¡Buenos días! —saludó alegre Alice—. Ayer apenas te vi, te encerraste en tu cuarto nada más llegar. Debías estar cansada.

Kate asintió sin responder.

—Pues como ayer no te vi no te pude explicar la última noticia. Me lo dijo ayer la señora Williams, hay nuevos residentes en Manor Hall. ¿Te lo puedes creer? Después de tantísimo tiempo alguien viviendo allí —explicó dando un bocado a una tostada.

La mirada de Kate se clavó en su hermana.

—Ya lo sabía —murmuró.

—¿Lo sabías? ¿Desde cuándo? No me lo habías contado.

—Me enteré ayer… conocí a los inquilinos.

Alice dejó la tostada en el plato mirando a su hermana.

—¿Los conociste? ¿Y cómo son? ¿Son elegantes? ¡Deben ser elegantes! —dijo Alice esperando la explicación.

Kate se apoyó en el respaldo pasándose la mano por la frente. La expresión de Alice cambió al ver la preocupación de su hermana.

—¿Qué sucede, Kate?

Kate le explicó lo que había ocurrido el día anterior: la aparición de Mary en la escuela, el día que habían pasado juntas en clase, el descubrimiento de que Mary se había escapado de casa y finalmente el enfrentamiento con su padre.

Se estiró en el sofá, agotada por haberlo recordado todo. Alice le pasó la mano por los hombros.

—Tranquila, seguro que hoy ya se habrá calmado. Ayer fue el susto del momento. Es lógico si estaba tan preocupado. Se acaban de mudar, no conocen la zona y su hija desaparece… Debió de ser terrible para él.

—Lo sé y no puedo sentirme más culpable. Soy profesora Alice, mi deber es cuidar de niños, informarme de su situación y educarles, no esconder a niños prófugos.

—No seas tan dura, tú no lo sabías.

—Debí haberlo sabido, desde el momento que la vi, debí preguntarle —dijo con pesar—. No lo viste Alice, no le viste la mirada y la expresión.

—Vamos, tranquilízate —dijo obligándola a tomar un sorbo de té—. Tengo más información sobre ellos que podría justificar la reacción de él. Según me ha dicho la señora Williams, el caballero en cuestión se llama Charles Forster, es originario de York, pero vienen de Londres, y es viudo.

—Viudo —susurró Kate empezando a entender la actitud de él. Su hija debía ser todo su mundo.

La inquietud que sentía se fue convirtiendo en compasión. La angustia que debió pasar tuvo que ser terrible y aunque la reacción le había parecido excesiva, ahora veía que podía estar justificada. Sentía que su propia culpabilidad no hacía más que aumentar a medida que conocía detalles del caballero.

Mary toqueteaba las patatas con el tenedor pasándolas de un lado a otro del plato.

—Deja de jugar con la comida. Acábate las patatas —pronunció su padre sin mirarla y dando un sorbo de vino.

La pequeña lo observaba con la cabeza gacha.

—¿Voy a estar muchos días castigada?

—Seguramente hasta que cumplas los veinte —sentenció sarcástico—. Así, tal vez, dejes esta manía de escaparte. Londres, Downton… da igual donde vayamos, siempre haces lo mismo.

Mary dio otro golpecito a una patata.

—La señorita Kate no tuvo la culpa —dijo bajito.

—No vuelvas otra vez con eso, Mary. Acábate la comida y a tu habitación.

—Es que es verdad, fue culpa mía, ella no hizo nada malo. Fue muy buena conmigo… Y además hice un dibujo, era para ti y me lo dejé allí…

—Déjalo, Mary —le interrumpió—. Ya me lo has dicho varias veces.

En el otro extremo de la sala, la señora Pearson escuchaba la conversación en silencio, organizando unos libros en unas estanterías, con la discreción propia de años de servicio y lealtad.

La señora Pearson era una mujer de casi sesenta años y llevaba desde los quince al servicio de la familia Forster. Primero como doncella de la anterior señora Forster, luego como niñera del pequeño Charles cuando nació y finalmente como ama de llaves cuando el actual señor Forster heredó la casa familiar de York.

Toda su vida era aquella familia. Había sido feliz con su dicha y había sufrido con sus desgracias y sus pérdidas. La amaba como si fuera la suya propia y estaba siempre dispuesta a mantener la paz y la felicidad en su entorno.

—Señor —les interrumpió acercándose a la mesa—. Debería ir hoy al pueblo a hacer unas compras.

—De acuerdo, llévese el coche, irá más cómoda —indicó.

—Muchas gracias, señor —dijo dedicándola una mirada cómplice a Mary antes de abandonar el comedor.

La señora Pearson atravesó el pueblo realizando los encargos pertinentes. Cuando ya estaba dispuesta a volver vio a un grupo de niños con sus padres que salían de una de las calles. Los niños enseñaban orgullosos a sus padres unos papeles con lo que parecían unos dibujos. Se acercó viendo que aquel camino bajaba una pendiente hasta un pequeño edificio. Preguntó a una de las madres que le confirmó que era la escuela del pueblo.

Después de meditarlo un instante se encaminó hacia allí. Tenía curiosidad por conocer a la profesora que había provocado los últimos altercados en la casa.

En la puerta una joven barría los escalones de la entrada.

—Buenos días, señorita, ¿es usted la profesora? —preguntó avanzando hacia ella.

Kate levantó la vista dejando la escoba a un lado.

—Sí, soy yo, Kate Miller, ¿en qué puedo ayudarla? —dijo con una amable sonrisa.

La señora Pearson la estudió en silencio unos segundos. Aquel mutismo estaba incomodando a Kate que no sabía quién era esa mujer ni qué quería.

—¿Necesita algo? —insistió para romper ese desagradable silencio.

—Soy la señora Pearson, el ama de llaves del señor Forster, el padre de Mary —se presentó.

Aquello descolocó totalmente a Kate recorriendo inquieta la mirada a su alrededor en busca del señor de la casa.

—Encantada señora Pearson —saludó controlando la voz— ¿Mary está bien? Me quedé muy preocupada por todo lo que sucedió.

Aquella sincera preocupación suavizó la expresión del ama de llaves.

—Mary está bien, gracias.

—Y supongo que el señor Forster debe seguir furioso, lo entiendo, y no tengo excusa para lo que pasó. Solo me queda volver a pedir disculpas y esperar que Mary esté lo mejor posible. ¿Podría decirle al señor que lo siento mucho?

La señora Pearson ladeó la cabeza y sonrió asintiendo con la cabeza.

—No tiene que preocuparse por el señor Forster, es un hombre impulsivo con todo lo relacionado con Mary, se preocupa muchísimo y es muy protector con ella, pero también es un hombre que olvida rápido. Tenga paciencia y le aseguro que todo se solucionará.

Kate suspiró aliviada al escucharla.

—Muchísimas gracias por venir —dijo cogiéndole la mano agradecida.

Una vez en casa, el ama de llaves se dirigió directamente al despacho donde sabía que su señor pasaba las tardes respondiendo las cartas pendientes.

Le dejó el periódico en la mesa y sin decir nada se volvió hacia la puerta para no molestarlo. Antes de salir se giró hacia él.

—He conocido de casualidad a la profesora del pueblo, la señorita Kate Miller.

El señor Forster dejó de escribir.

—Es una señorita muy agradable y educada, y está realmente muy arrepentida y preocupada por todo el daño que ha podido ocasionar. Solo quería decírselo para que lo supiera, señor —dijo antes de salir del despacho y cerrar la puerta.

El sentimiento de culpa era algo que Charles Forster no asimilaba bien y el hecho de estar escuchando el nombre de aquella profesora durante todo el día no ayudaba a sentirse mejor. Mary le recordaba a cada minuto lo mal que la había tratado y, si era franco consigo mismo, el gritarle a una joven le hacía sentirse bastante miserable.

Habían pasado varios días y aquella tarde decidió quitarse aquella carga. Ensilló el caballo dispuesto a terminar con aquel asunto.

La escuela estaba apartada del pueblo, pero conectada por un camino con la calle principal. Situada en mitad de un amplio claro y bordeada por árboles y un riachuelo.

En ese momento la puerta se abrió, saliendo del interior varios niños que tomaron el camino corriendo y entre risas para adentrarse en el pueblo y reencontrarse con sus padres que les esperaban. La profesora apareció tras ellos dando un beso a la última niña rezagada.

Cuando todos los niños se hubieron marchado salió al porche dispuesta a limpiarlo. Bajó los escalones para barrerlos cuando su mirada se cruzó con la del señor Forster que la observaba a unos metros de distancia.

Kate se tensó, apretando de manera inconsciente el palo de la escoba y tomando aire hizo acopio de fuerzas acercándose a él.

Se saludaron con sendos movimientos de cabeza sin saber cómo iniciar la conversación.

Un tenso silencio que duró varios segundos acabó con la entereza de Kate.

—¡Lo siento muchísimo! —exclamó de repente la maestra—. Sé que no me comporté bien el otro día. Debí preguntarle a Mary, debí informarme y le vuelvo a pedir disculpas. Di por hecho que era una alumna nueva y… de verdad que siento muchísimo toda la angustia que debió pasar, el miedo que debió sentir al no saber si le había sucedido algo. No soy madre, pero puedo entender perfectamente lo que llegó a sufrir en esas horas. Le pido perdón por mi terrible error. Créame toda la culpa es mía, Mary no hizo nada malo, fui yo la culpable y si cree que merezco algún tipo de represalia lo comprenderé y lo aceptaré porque es imperdonable lo que sucedió —lo pronunció todo prácticamente sin respirar, quedándose sin aliento, con el rostro encendido, pero manteniendo la mirada firme.

Los ojos del señor Forster se abrieron asombrados ante aquel ímpetu. Tras unos instantes recuperó su semblante habitual mirándola con curiosidad.

—He venido a buscar el dibujo que hizo mi hija —pronunció sin más.

Kate se sorprendió ante aquella respuesta a su discurso. Tras un titubeó se giró y entró en la clase, saliendo un instante después con un papel que le entregó.

La expresión del caballero se relajó al mirar el dibujo.

—También he venido a pedirle disculpas —dijo levantando la vista hacia ella que no pudo disimular su asombro—. Siento haber sido tan grosero con usted el otro día. No debí hablarle así. Ruego acepte mis disculpas, sé que trató bien a mi hija y se lo agradezco.

Kate necesito un par de segundos para asimilar aquellas palabras que eran lo último que habría esperado. Cuando la sorpresa inicial desapareció fue sustituida por un alivio inmenso.

—Le agradezco mucho sus disculpas. No eran necesarias, pero se las agradezco de corazón —dijo con una hermosa sonrisa.

Él asintió antes de guardarse el dibujo en su bolsa. Sin más que decirse, se despidió con un escueto “que tenga buena tarde” y subiéndose a su caballo espoleó al animal alejándose por el camino.

CAPÍTULO 4Una decisión

El espléndido edificio, que recordaba a una antigua abadía, se alzaba frente a él. Levantó la vista para contemplar toda su extensión. Dos plantas en la parte central y tres en la torre lateral daban una idea clara de la cantidad de aulas que debían conformar aquella escuela.

A su alrededor, bordeando el colegio, un grandioso jardín que se extendía hasta desembocar en la Catedral que se elevaba imponente, como salvaguardando la escuela.

Sonrió satisfecho ante aquella imagen.

Se había informado sobre la educación en Salisbury y las averiguaciones que había hecho no podían ser más favorables. Aquella escuela para niñas englobaba todo lo que necesitaba para la correcta formación de Mary.

Mientras admirada los alrededores y la grandiosa silueta de la Catedral, una mujer se acercó a él. Ataviada con un sobrio vestido azul marino, sin más adornos que un fino bordado blanco en la zona del cuello. La mujer le indicó que le acompañara al interior para poderle enseñar las dependencias.

La directora, como se había presentado, le explicó que llevaba treinta años ejerciendo la docencia, primero de institutriz y los últimos años en esa escuela, y se enorgullecía de formar a señoritas en los modales y la educación que toda dama debía tener.

Recorrieron los pasillos, con las detalladas explicaciones de la directora sobre cada rincón del edificio, de la formación impartida y sobre su opinión de cómo debía comportarse una jovencita en sociedad.

La biblioteca era espectacular con libros de todos los autores importantes, tanto ingleses como europeos. “Incluso franceses” había indicado la directora con una contenida risilla.

Continuaron el trayecto, viendo la sala de música y la de pintura, donde se exponían en las paredes cuadros hechos por las niñas.

En el momento en el que atravesaban uno de los pasillos centrales con unas grandes vidrieras, se cruzaron con un grupo de niñas, todas vestidas con el mismo traje que llevaba la directora, todas con el mismo peinado, y caminando en silencio con las manos cruzadas por delante y formando una fila perfecta.

Forster se detuvo observándolas, viendo cómo pasaban a su lado sin ni siquiera mirarle, con la vista clavada al frente y sin emitir ningún tipo de sonido, solo los pasos de sus zapatos eran audibles.

Pensó en Mary, en cómo correteaba por la casa sin cesar, jugando con los sirvientes, saltando por las escaleras y manchándose de barro en el jardín cuando no era vigilada adecuadamente. Soltó un suspiro. Tendrían mucho trabajo con ella en aquella escuela.

Cuando la visita terminó, la directora le entregó un manuscrito donde explicaban el origen de la escuela, la historia de los fundadores y el sistema educativo que impartían. Le indicó el deseo de que su escuela fuera la elegida y se ofreció a responderle cualquier duda o aclaración que necesitase.

Forster se despidió, agradeciendo la visita y guardando el libro para estudiarlo con más calma en casa.

Se subió al carruaje a medida que el sol empezaba a ponerse y la sombra de la aguja afilada de la Catedral se hacía más larga atravesando parte del jardín y creando una sensación más poderosa de protección y defensa.

Kate observaba divertida a través de la ventana como dos ardillas peleaban por una bellota, se desperezó y se levantó dispuesta a marcharse. Volvía a estar de buen humor después del encuentro con el señor Forster. Las disculpas del caballero y el haber aclarado la situación le habían quitado la angustia que sentía, recuperando el ánimo de siempre.

—Tengo que reparar el tejado de la escuela, con las lluvias del otro día nos volvió a entrar agua.

—Pero no lo hagas tú sola como la última vez, pide ayuda al señor Harris —dijo Alice poniéndole un trozo de pan en su cesta.

—Se está cayendo a trozos, no puedo esperar a que el señor Harris tenga tiempo de ayudarme. No quiero que lleguen las lluvias de primavera estando así.

—Bueno, pero ve con cuidado, nada de subirte arriba.

—Es un tejado, Alice, no puedo arreglarlo desde el porche —replicó con sorna.

Alice se cruzó de brazos mirándola con toda la severidad de que era capaz.

—Está bien, iré con cuidado, te lo prometo.

Lo estudió dando varias vueltas al edificio. Se veían varias tejas rotas y la madera estaba astillaba. Seguramente era menos de lo que aparentaba y la reparación sería sencilla, pero se debía hacer cuanto antes para evitar las tormentas primaverales.

Desoyendo los consejos de su hermana se fue en busca de la escalera que guardaban en la despensa y con gran agilidad se encaramó al tejado. Las vistas desde ahí eran increíbles: podía ver el camino de la escuela que llegaba a la plaza del pueblo y si miraba en la otra dirección veía el río y el bosque, con sus distintos tonos de verdes resurgiendo por la ladera. Era hermoso y transmitía una paz.

Con la vista clavaba en esa dirección vio que se acercaba un jinete. Era extraño ver a alguien a esas horas, era muy temprano y aún quedaba una hora para que los niños llegaran. Un magnífico caballo negro se fue acercando hasta que estuvo lo bastante cerca para reconocer al señor Forster aproximándose en su dirección. Instintivamente se agachó tras unas ramas y unas vigas de madera para evitar ser vista.

El señor Forster atravesó el descampado despacio, sin desmontar. Desde lo alto del caballo giró la cabeza observando todo el paisaje, hasta que centró la atención en la escuela. Se acercó despacio apoyando los brazos en la silla de montar.

—Es realmente muy pequeña —susurró para sí.

Había decidido venir a verla por el entusiasmo que Mary sentía por esa escuela y en especial por la profesora. Hablaba sin cesar de ella, de lo divertida y cariñosa que era, de cómo jugaba con los niños y estaba pendiente de ellos en clase.

Seguía sin entender aquella devoción que la pequeña sentía por la maestra cuando solo había estado unas horas con ella. Pero el caso es que la tenía y su deber, como padre, era comprobar y valorar aquella opción por la que su hija sentía debilidad. Ya decidiría él más adelante si era adecuada.

De golpe un sonido le alertó y una teja cayó del terrado frente a él. Alzó la vista viendo a la profesora agazapada entre una madera y la cornisa.

—¡Santo cielo! ¿Qué hace ahí subida?

Kate le saludó con la mano mientras intentaba ponerse de pie manteniendo el equilibrio.

—No se preocupe, solo estaba comprobando el estado del tejado —dijo intentando colocar los pies de nuevo en la escalera.

El señor Forster bajó del caballo acercándose y sujetando la escalera.

—Déjeme que la ayude —dijo ofreciendo la mano.

—Tranquilo, puedo sola, lo hago constantemente —respondió bajando con agilidad por los escalones hasta llegar al suelo.

La expresión del caballero era de total asombro. Kate lo miró divertida al ver su rostro.

Dudo mucho que haya visto en Londres muchas mujeres subidas a los tejados, pensó disimulando una sonrisa.

—¿Qué hace por aquí? ¿Estaba dando un paseo matutino? —preguntó con una familiaridad que enseguida vio que era inapropiada.

—No. He venido para conocer la zona y el edificio —respondió señalando con el dedo la escuela.

—Oh… ¿y le gusta lo que ha visto?

El señor Forster le dedicó una mirada que desvió al instante.

—Aún lo estoy valorando —dijo dando unos pasos por el porche.

—¿Quiere verla por dentro? —le ofreció abriendo la puerta.

Entró tras ella viendo un pequeño vestíbulo con unos colgadores de madera en la pared y unos adornos de flores decorando las esquinas. A continuación, una única sala, con dos hileras de bancos y mesas separados por un pasillo central. Al fondo una pizarra, una mesa y una silla. Y a la derecha un pequeño mueble con tal vez ocho o diez libros.

No es suficiente, ni es adecuado, pensó él para sus adentros.

—¿No le parece preciosa? —señaló Kate con entusiasmo sacándole de sus pensamientos.

Él no contestó paseando por la sala.

—Ya sé que usted habrá visto escuelas increíbles en Londres —continuó la joven—, y esta le debe parecer pequeña, incluso insignificante, pero es nuestro mayor orgullo. Tendría que haberla visto hace dos años, se caía a trozos, estaba todo el edificio a punto de ser derruido, pero entre todos la arreglamos, la pintamos, construimos los muebles y conseguimos los libros —explicaba con pasión—. Antes Downton no tenía escuela, los niños que querían estudiar debían ir hasta Salisbury y eso hacía que prácticamente ningún niño del pueblo estudiara. Ahora, gracias al esfuerzo de todos, pueden venir aquí y, tal vez, tener un futuro mejor.

Forster la escuchaba en silencio, viendo la efusión que ponía en cada palabra.

—Supongo que le debe parecer algo insignificante con todo lo que usted ha visto…

—Han hecho un buen trabajo —indicó él.

Aquello era mucho más de lo que podía esperar de un caballero de ciudad.

—Muchas gracias —respondió sonriente.

Él asintió con la cabeza, incómodo ante aquella sonrisa que no desaparecía.

En el exterior los gritos y las risas de los niños le mostraron que ya era hora de irse.

Se despidió con un movimiento de cabeza y salió de la clase esquivando a los niños que entraban deprisa a ocupar sus puestos.

Era pequeña, extremadamente pequeña, sin suficientes libros y seguramente con una educación escasa para el nivel que tenía Mary. Entonces, ¿por qué se lo estaba planteando? Aquella idea era absurda se mirara por donde se mirara. No tenía sentido darle más vueltas.

Los años que vivieron en Londres alternaron una institutriz con clases en una escuela de alto renombre, pero allí era totalmente distinto. En la ciudad tenían alternativas, aquí era muy diferente. Encontrar una institutriz en condiciones era más que complicado y las opciones de escuela se limitaban prácticamente a dos: Salisbury o Downton.

Se levantó de la silla mirando por la ventana. Podía ver a Mary jugando sola en el jardín. Quería que fuera a la escuela, además de por los estudios también por la compañía. No soportaba dejarla sola tanto tiempo. Debía ir a una buena escuela, la mejor del condado. Era lo más adecuado para ella. La decisión parecía fácil y sencilla: Salisbury era la mejor opción.

Se apoyó en la pared recordando a la señorita Miller subida al tejado, y su orgullo y su pasión al hablar de aquella diminuta escuela. No pudo evitar sonreír.

Con esa sonrisa lo encontró la señora Pearson al entrar en el despacho. El señor Forster se irguió al verla volviendo a su expresión habitual.

—¿Ha tenido una buena mañana, señor? Lo veo contento.

—Digamos que ha sido productiva.

—Me alegro. Si necesita cualquier cosa estaré en la cocina.

—Sí, necesito algo —dijo dudando—. Necesito que me ayude en un asunto.

—Claro, dígame —respondió manteniéndose de pie en mitad de la sala, esperando instrucciones.

—Creo que sería bueno para Mary ir a la escuela, hace días que lo pienso, de esta manera no estaría tanto tiempo sola y podría hacer algún amigo.

—Me parece una idea excelente, señor.

Forster se pasó la mano por la barbilla.

—Estoy dudando con la escuela que tengo que elegir.

—¿Ya las ha visitado todas?

—Sí, ayer por la tarde fui a Salisbury a ver su escuela, es magnífica, una de las mejores escuelas de niñas del condado y tiene vistas a la Catedral.

La señora Pearson asintió en silencio.

—Y esta mañana he vuelto a la de Downton —continuó, recordando cada rincón de la sala—, es tan pequeña y apenas tiene material. El tejado se cae a pedazos, tendría que haberla visto hoy. No creo que sea lo adecuado.

—Creo que lo tiene bastante claro.

—No se crea.

—Señor, tampoco se preocupe en exceso, piense que solo quedan dos meses para terminar este curso. Si su elección no fuera adecuada siempre puede matricular a Mary en otro colegio el próximo año.

—Sí, eso es cierto… —se dijo pensativo.

—Pero si me permite dar mi opinión —continuó el ama de llaves—. Es cierto que la escuela de Downton es pequeña y es cierto que no es la escuela habitual que la señorita ha frecuentado, pero su hija le ha cogido mucho cariño a esa joven profesora y tal vez, en estos momentos, su hija necesite más esto que lo habitual de siempre —dijo acercándose unos pasos—. Estoy segura de que Mary lo preferirá y piense que, al quedar solo dos meses para terminar este curso, podría intentarlo, ver si funciona, y si no, siempre estará a tiempo de cambiar.

—¿Me aconseja que matricule a mi hija en el colegio del pueblo? ¿Cree que es la mejor opción?

—Me da la sensación de que la señorita Miller tiene mucho que ofrecer y que le puede ir bien a Mary, además le puede ayudar a adaptarse a su nueva vida aquí.

Forster se dejó caer en la silla apoyando la frente en su mano.

—Lo seguiré pensando durante esta noche y mañana tomaré una decisión. Gracias por su ayuda y su sinceridad.

La señora Pearson se despidió dejándolo solo con sus pensamientos, sabiendo que iba a ser una noche larga, como siempre pasaba cuando trataba asuntos relacionados con la pequeña.

CAPÍTULO 5Una nueva alumna

Kate recibió la noticia de la matrícula de Mary con un asombro mayúsculo. Le costaba entender que el señor Forster hubiera tomado aquella decisión y se preguntaba si tendría más presión por ser la hija de un caballero pudiente. A pesar de las dudas, la ilusión de volver a tener a Mary en clase eclipsó cualquier otro sentimiento.

La adaptación de la pequeña fue inmediata. Enseguida hizo amistad con el resto de sus compañeros y participaba activamente en todas las actividades y ejercicios. Venía cada día con un entusiasmo contagioso que arrastraba al grupo de niños y a la misma profesora.

Otra de las consecuencias de esa matrícula fue ver convertido al señor Forster en otro padre entregado que traía cada mañana a su hija al colegio para volver por la tarde a recogerla.

Después de la sorpresa inicial, la gente del pueblo se fue acostumbrando a verlo cada día allí.

Los primeros días las miradas fueron de respeto sin apenas dirigirle la palabra, estudiando sus modales y sus maneras, para poder comentarlas más tarde con los vecinos. Pero, poco a poco, la confianza ganó terreno a la cortesía y, dando muestras de lo afables que eran todos en aquel pueblo, el trato cambió, considerándolo un igual y arriesgándose a charlar con él de cualquier tema que se les ocurriese.

Se convirtió en práctica diaria que los granjeros le pidieran consejo para hacer más productivas sus granjas y que las mujeres le preguntaran por la moda londinense y las actividades de la gran ciudad. El señor Forster contestaba a las preguntas con paciencia a pesar de sentir en muchos casos el agobio de aquellos interrogatorios que ya se habían transformado en algo diario.

Kate observaba divertida aquellas escenas que se habían convertido en cuotidianas en los últimos días. Se mantenía alerta ante las expresiones del caballero e intervenía cuando veía que su rostro estaba más tenso de lo habitual, momento en el que disolvía el corrillo y liberaba al señor Forster que siempre se lo agradecía con un sutil movimiento de cabeza.

—Cada día se desenvuelve mejor. Al final no me necesitará —dijo riendo.

—Eso lo dudo —murmuró por lo bajo viendo de reojo cómo más vecinos se acercaban a charlar.

La relación entre Kate y el padre de Mary, seguía su evolución. Él se mostraba amable pero esquivo y las conversaciones normalmente breves no ayudaban a que ella lo conociera en profundidad. Ella intentaba con preguntas y anécdotas que se sintiera más cómodo y él fue respondiendo a aquello mostrándose poco a poco más comunicativo.

Kate reconocía que sentía curiosidad por aquel caballero que había decidido abandonar la gran ciudad de Londres para instalarse en un pequeño pueblo del condado de Wiltshire.

Por su parte el señor Forster vivía toda aquella situación más como un experimento que como algo que debía durar en el tiempo.

Había tomado la decisión de la escuela alentado por la opinión de la señora Pearson y por su propio instinto, que seguía sin comprender por qué le había guiado hacia esa dirección.

Al cabo de pocos días ya conocía el nombre de más de una docena de vecinos y familias del pueblo que se habían presentado, recibiendo varias invitaciones a comidas, cenas o simples distracciones acompañadas de cervezas, que él había rechazado de manera educada y amable, poniendo de excusa el poco tiempo de que disponía a consecuencia de sus negocios.

A Kate toda aquella situación le resultaba graciosa y debía reconocer que el caballero se desenvolvía bien frente aquel acoso diario.

Era divertido verlo interactuar con personas tan distintas a las que él debía estar acostumbrado en Londres, con sus recatadas formas y sus distinguidos modales. Aquí la gente era espontánea, despreocupada, alegre y sincera, en ocasiones demasiado sincera, y no se preocupaban por la opinión de los demás. La mayoría de los vecinos se conocían de toda la vida y eso les permitía actuar con una libertad inimaginable en la alta sociedad londinense.

A medida que pasaban los días las mujeres empezaron a comentar entre ellas lo atractivo que era, con su cabello castaño oscuro y esa mirada penetrante, y ya fueran solteras, viudas o incluso casadas, se acercaban a él para tratar cualquier tema, como hablar del tiempo, lo caras que se habían puesto las verduras o para hacerle más preguntas sobre la Gran Capital.

—Yo también soy viuda —le comentó un día la señora Murdock—. Tengo tres hijos, uno es de la edad de su Mary —indicó señalando a un niño bajito pelirrojo que correteaba con un palo.

El señor Forster asintió sin saber qué contestar a aquello.

—Si le parece bien, podría invitarle algún día a tomar el té. Podría traer a Mary, seguro que los niños se lo pasarían muy bien juntos.

El caballero carraspeó incómodo ante aquel asalto.

—Ya se ven en la escuela.

—Lo sé, pero podríamos vernos los cinco, le presentaría a mis otras dos hijas. Son unas niñas encantadoras.

—Se lo agradezco, pero creo que me será imposible, estoy muy ocupado y tengo muchos asuntos pendientes que requieren de mi atención.

—Avíseme en cuanto pueda, vivo al lado de la iglesia, por si algún día le apetece pasar a saludar —dijo poniendo énfasis en la última palabra.

Forster levantó la vista buscando algún motivo para intentar liberarse de aquel asedio. No quería ser grosero con la mujer, pero tenía claro que no iba a aceptar aquella clara proposición y lo mejor era terminar con la conversación cuanto antes.

Kate apareció por detrás para sorpresa de ambos.

—Señora Murdock, ¿cómo se encuentra? He oído rumores de un posible compromiso con el señor Took, ¡Me alegro mucho por usted! —exclamó exageradamente y haciendo que la señora se sonrojara de la vergüenza—. Creo que hacen una pareja maravillosa y serán muy felices.

La señora Murdock forzó una sonrisa, visiblemente incómoda, y agradeciendo sus palabras se despidió alejándose con la cabeza baja.

—Pobre señora Murdock… busca marido desesperadamente. Le recomiendo que se mantenga alejado de ella si no quiere recibir más proposiciones como las de hoy. A no ser que esté interesado en ella —dijo con picardía.

—De ninguna de las maneras —espetó desconcertado.

Kate no pudo evitar reírse. Era entretenido verlo en momentos en que no controlaba la situación. Intentaba mantenerse firme, pero le delataban algunas sutiles expresiones que Kate ya empezaba a reconocer.

Una de las mañanas el señor Harris bajó a la escuela, algo inaudito ya que él no tenía hijos que fueran allí, ni tampoco tenía edad ya de tenerlos.

—¡Forster, venga aquí! —le llamó con un aspaviento del brazo.

El caballero se giró asombrado por aquella no deseada familiaridad.

—Escuche, he pensado que podría sacarle más rendimiento a mis tierras si las alquilara a mis jornaleros, ¿qué le parece? —explicó pasándole una mano por los hombros.

El señor Forster pasó la mirada de la mano que lo envolvía a la cara redonda del granjero, pensando en qué momento había indicado que deseaba aquel excesivo cariño.

—Es una buena opción —dijo deshaciéndose del abrazo—. Los jornaleros se sentirán más motivados para trabajar las tierras al recibir un porcentaje mayor y usted también obtendrá más ganancias.

—¡Claro que sí! ¡Qué listo es usted! —exclamó volviéndole a agarrar por los hombros e ignorando su cara desesperada.

—Muy bien, señor Harris, ya es suficiente por hoy —señaló Kate apareciendo en escena y haciendo que el granjero dejara el acoso al pobre caballero.

—Qué muchacha más excelente, nuestra Kate —expresó el hombre—. Es una de las jóvenes más bonitas del condado.

—Eso no es cierto, señor Harris… —susurró Kate.

—Y de las más listas —continuó el granjero ignorando a la joven que le suplicaba que parase.

—Por favor… —pidió avergonzada.

—Tendría que buscarse una muchacha bonita y joven para volver a casarse.

Kate lamentó profundamente aquella frase que fue la guinda a aquella desafortunada conversación. Sin darle opción a más réplicas, Kate obligó al señor Harris a marcharse, ignorando sus exigencias.

—No le haga caso, el señor Harris tiene la tendencia de meterse en todos los asuntos —dijo intentando quitarle importancia—. Fue el alcalde hace unos años y aún cree que tiene autoridad para gobernar nuestras vidas.

—Por lo que veo es la tónica general del pueblo.

—No lo tenga en cuenta, somos un pueblo pequeño y usted ha llegado y es la novedad. Pronto se calmarán y lo tratarán con normalidad.

Forster esbozó una mueca de incredulidad.

—Por cierto, algún día tendrá que aceptar las invitaciones que le hacen si no quiere que se presenten todos en su casa a tomar el té —le dijo divertida, provocando una expresión de espanto en el caballero.

Todos estos momentos estaban consiguiendo que Kate hiciera poco a poco pequeños descubrimientos.

Un detalle en concreto le parecía sorprendente y era ver cómo su rostro cambiaba cuando veía a su hija. Toda la rigidez, toda la tensión, desaparecía cuando veía acercarse a la pequeña. Su expresión se suavizaba, mostrando una faceta diferente a la que habitualmente enseñaba, con una ternura que solo surgía con la niña. Estos instantes y estas pequeñas revelaciones hacían que día a día mejorase la opinión que Kate tenía de él.

Por otra parte, la confianza de Mary con la profesora también fue aumentando con el paso de los días, explicándole cómo había sido su vida en Londres, los amigos y conocidos que allí tenían, y finalmente un día hablándole de su madre.

Elizabeth Forster se llamaba y había muerto hacía tres años de una extraña enfermedad que la consumió durante meses. La pequeña recordaba que cantaba mucho, tocaba el piano y bailaban juntas. Era muy alegre, cariñosa, y dulce y amable con todos. Explicó que en casa siempre tenían varios retratos porque su padre no quería que ella olvidara su rostro y porque a él le gustaba mirarlos a solas durante horas.

—Él cree que no lo sé, pero he visto cómo los mira y cómo habla con ellos. La echa mucho de menos.

Aquella descripción despertó en Kate una compasión y una ternura inmensos, tanto hacia Mary como hacia el señor Forster, intentando imaginar qué se debía sentir al perder al amor de su vida. El desconsuelo y la tristeza debían ser inaguantables, y la soledad un tormento al recordar el pasado.

CAPÍTULO 6Ensayos y una invitación

Los días se sucedían y mayo seguía su avance con un tiempo envidiable para estar en mitad de la inestable primavera.

Una mañana Kate bajó corriendo hasta la cocina pidiéndole a su hermana que la acompañase aquel día a la escuela.