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...y dijo Dios (en uno de sus días de escasa iluminación, concretamente el noveno por la mañana): «hágase la Sátira», pero como el ingenio no era lo suyo y sus gustos artísticos no pasaban de historias románticas y melodramas de época, pidió ayuda a una deidad de otra religión, que luego sería adorada por alguna gente como el Dios de la Alergia. Y dicha deidad refunfuñó y dijo que trabajar seis días y dejarse adorar luego era muy rico pero muy irresponsable, y que mal le iría al mundo si el Creador delegaba todas las tareas, pero al cabo hizo lo que le pedían. De aquel diosecillo menor pero esencial es, pues, la culpa de cuanto hace Del Llano en este libro, vistiendo el mandil de la imaginación para reescribir el mundo, su Historia y la vida, para acentuar los contornos a contraluz y seducir con la fruición en lo dudoso. Con sus provocadores relatos de toda laya dibuja de nuevo su propia vereda, con esa forma única de tirar al blanco, romper los platos o rallar la zanahoria...
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Seitenzahl: 412
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Dream is over
Eduardo del Llano
© Eduardo del Llano, 2023
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2023
ISBN: 9789591026095
Tomado del libro impreso en 2023 - Edición y corrección: Michel Encinosa Fu / Dirección artística y diseño: Suney Noriega Ruiz / Diseño de cubierta: Damaris Rodríguez Cárdenas / Imagen de cubierta: Cortesía del autor / Emplane: Yuliett Marín Videaux
E-Book - Edición-corrección: Damaris Rodríguez Cárdenas / Diseño interior: Javier Toledo Prendes / Diagramación para pdf interactivo y conversión a ePub y Mobi: DamarisRC
Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
E-mail: elc@icl.cult.cu
www.letrascubanas.cult.cu
EDUARDO DEL LLANO RODRÍGUEZ (Moscú, 1962). Licenciado en Historia del Arte. Escritor, guionista, realizador. Su obra narrativa ha recibido varios premios, como el Abril (1988, 1992), el Ítalo Calvino (1996), el Calendario (1997) y el Alejo Carpentier de Novela (2018). Entre sus títulos más recientes resaltan: Cuarentena (Letras Cubanas, 2012), Ocio y medio (Isla de Libros, Bogotá, 2013), Bonsai (Unión, 2014), Omega 3 (Letras Cubanas, 2016), La calle de la comedia (Guantanamera, Sevilla, 2016), y El enemigo (Letras Cubanas, 2019).
...y dijo Dios (en uno de sus días de escasa iluminación, concretamente el noveno por la mañana): «hágase la Sátira», pero como el ingenio no era lo suyo y sus gustos artísticos no pasaban de historias románticas y melodramas de época, pidió ayuda a una deidad de otra religión, que luego sería adorada por alguna gente como el Dios de la Alergia. Y dicha deidad refunfuñó y dijo que trabajar seis días y dejarse adorar luego era muy rico pero muy irresponsable, y que mal le iría al mundo si el Creador delegaba todas las tareas, pero al cabo hizo lo que le pedían.
De aquel diosecillo menor pero esencial es, pues, la culpa de cuanto hace Del Llano en este libro, vistiendo el mandil de la imaginación para reescribir el mundo, su Historia y la vida, para acentuar los contornos a contraluz y seducir con la fruición en lo dudoso. Con sus provocadores relatos de toda laya dibuja de nuevo su propia vereda, con esa forma única de tirar al blanco, romper los platos o rallar la zanahoria...
Dream is over
and what can I say…
John Lennon
El pasajero gordo y sanguíneo que viajaba junto a Nicanor rasgó la envoltura plástica de sus audífonos.
—Espero que no se ofenda si le doy un consejo gratis —dijo Nicanor en un inglés razonable—, la película es malísima. Hombre, usted la ve si le viene en gana, pero es la más aburrida que he visto en años, y los personajes no pasan de caricaturas.
El tipo rollizo lo miró empinando el mentón, consideró los planos iniciales de la película en el más cercano de los diminutos monitores, y enganchó los audífonos de cualquier manera en el compartimiento de las revistas.
—Siempre es igual —dijo en inglés británico, con soltura de nativo—, no sé por qué vuelvo a caer en la trampa. Invariablemente pasan thrillers o comedias tontas, para que uno se olvide de las turbulencias, sean atmosféricas o sociales.
El comentario contenía unos gramos extra de información personal, así que Nicanor optó por un vago suspiro de asentimiento y miró por la ventanilla como si en cualquier momento fuera a pasar algo interesante con el ala derecha del avión.
—Prefiero los comerciales —continuó el gordo—, esos minidocumentales acerca de Costa Rica, Jamaica, Tanzania. Son honestos y van al grano. No ocultan lo que hay de malo en esos países, sólo te llaman la atención sobre lo bueno. Y los gags con cámara oculta, esos también me encantan. Pero las películas a bordo son todas mierda. M-i-e-r-d-a.
Nicanor convino en que muchas lo eran.
—Soy Thurber —dijo el vecino, tendiéndole una mano pecosa—, músico retirado. Tocaba el bajo en una banda de los setenta, los Roaring Stores. Quizás haya escuchado nuestro éxito «Tell Me Why You Don´t Like Sex on Mondays»…
—No sé mucho de rock clásico, lo siento.
—Ustedes los latinos son más de la rumba, ¿no es cierto? Pero de cine sí que sabe.
—Un poco. Por razones profesionales.
—¿Es actor?
—En absoluto. Me llamo O´Donnell. Mi oficina me envía a un número de festivales en el Sur, para seleccionar películas con posibilidades y prenegociar su distribución.
Thurber profirió un sonido que seguramente habría que interpretar como una risa minimalista, aunque podría ser también el inicio de un acceso de hipo.
—A ver si lo he entendido bien. ¿Su empresa le paga boletos de primera clase por recorrer el mundo, alojarse en buenos hoteles y ver películas? ¿Por ver unas jodidas películas? Ese sí es un trabajo que vale la pena.
—Bueno, resulta menos atractivo de lo que parece. La verdad es que implica una enorme responsabilidad, con cada recomendación me lo juego todo…
—No me joda. ¿Cuán complicado puede ser identificar una película buena? Si la gente no se duerme o se va de la sala, es buena. Así de fácil. Y como se trata de películas del Tercer Mundo, aunque sean malas usted puede argumentar que lo son por culpa de la pobreza y la falta de recursos. Bastante hace esa gente.
Nicanor empezaba a arrepentirse de su gesto de buen samaritano. Ya había pasado el almuerzo, así que durante las próximas cuatro o cinco horas no habría nada que lo protegiese de Thurber. Bueno, siempre podría recomendarle la segunda película, aunque se tratase del bodrio más abominable que jamás produjera la industria, pero incluso considerando esa esperanzadora perspectiva, le quedaban dos horas de martirio. Miró con melancolía a una pareja con un niño, dormidos en los asientos del centro.
Una señora de setenta años largos y notorios asomó junto a Thurber y lo saludó con una sonrisa pícara. Seguramente había pasado antes en dirección al baño, pero Nicanor no la vio, o la vio y no reparó en ella. Ahora se alejó tarareando algo; Thurber la siguió con la vista, torciendo la cabeza.
—Tendrías que haber visto a Chrissy hace cuarenta años, cuando era una groupie de los Stores —comentó el bajista retirado—. Qué pedazo de culo. Después se casó con un cirujano plástico que se lo rebajó, a insistencia suya. Una lástima. Pero es buena persona. Adoptó tres niños africanos… Por cierto, ¿tampoco ha oído ese tema que ella silbaba, «Bisexual Honey»? Fue otro hit mundial de la banda.
—Me da vergüenza, pero…
—No pasa nada. Lo suyo es el cine.
—Por cierto, qué coincidencia, ¿no? —comentó Nicanor, estoico—, encontrarse a bordo de este vuelo…
—De coincidencia, nada. Viajamos juntos. De hecho, somos un grupo. Todos están allá atrás, Maggie, Bob, Jo, Ashley… Lo que ocurre es que soy el único que podía costearse la primera clase.
—Ya veo. ¿Vacaciones?
—Algo así. En realidad hacemos esto a menudo.
—¿Viajar juntos a países del Tercer Mundo?
—No necesariamente del Tercero. Verá, hacemos turismo de revoluciones.
Hubo una sacudida perceptible; casi de inmediato se encendieron los avisos en rojo, y se detuvo la película en un plano fijo —un tipo sacando una pistola, vaya cosa— para que alguien explicara que rebasaban un área de turbulencias y el capitán recomendaba ajustarse los cinturones.
—¿Es usted de los que se marean? —preguntó el gordo—. Mi estómago es a prueba de balas, pero Phil, por ejemplo, pierde el color y se vomita enseguida. Algo raro en un sismólogo, ¿no le parece? Ahora mismo debe estar muriéndose allá atrás.
—Me mareo un poco, como todo el mundo —se autoevaluó Nicanor—. Oiga, cuando habla de turismo de revoluciones, ¿se refiere…?
—Se llama así, es un paquete nuevo, con precios razonables. Hombre, no es que siempre se trate de revoluciones en toda la extensión del concepto. Muchas veces son simples actos terroristas, o bien manifestaciones, acampadas, pequeños estallidos sociales… hasta alguna que otra huelga de hambre. Todo nos interesa. Somos gente muy comprometida, nosotros.
—¿Y participan…?
—Sólo como espectadores pasivos. Ante todo hay que respetar a los que de verdad están involucrados. Tienen sus razones, sabe usted. A menudo esas razones pueden parecernos idiotas, y la solución razonable y democrática absolutamente a la vista, pero no pasamos de comentarlo entre nosotros. Intervenir está mal visto.
—Y siempre viajan a países con movimientos sociales en marcha.
—Es lo más frecuente, pero en algunos casos la Agencia de viajes realiza predicciones en base a la información existente, y vaticina un próximo estallido. En muy raros casos yerran, hay que decirlo. Sobre todo en el Tercer Mundo: tome cualquier país africano, augúrele una revuelta en los próximos seis meses… ¿cuántas posibilidades tiene de equivocarse? Y en tales ocasiones, si pasado un tiempo razonable no ocurre nada, hacemos turismo normal, ya sabe, playas y montañas y edificios antiguos, y al final nos devuelven un tercio del dinero.
—No he escuchado nunca de esa especialidad turística.
—No es para todo el mundo —admitió el músico—. Ya sabe, hay muchos jóvenes idealistas por ahí que… y los ciudadanos de la tercera edad tenemos unos descuentos fenomenales.
—Si es una oferta exclusiva para los mayores, ¿cómo sabes que hay descuentos?
—Porque el precio original estaba tachado con una cruz roja, y el nuevo venía debajo —repuso Thurber, zafándose el cinturón—. Además, después de tus primeras revoluciones empiezas a acumular millas. Oiga, aprovecharé que rebasamos la turbulencia para echar una orinada. El bar a bordo es mi debilidad, qué voy a hacerle.
Apenas el gordo se marchó, oscilando de un lado a otro del pasillo como un trompo que pierde energía, Nicanor oprimió el botón que hacía venir a la aeromoza. Acudió una hermosa pelirroja.
—Desearía cambiarme de asiento. Lo más lejos posible de este. Dígame que el avión tiene otra cubierta para casos especiales.
—Me temo que no hay otro asiento en primera clase…
—No me importa la clase. Es un mito burgués. Búsqueme un asiento libre, aunque sea donde retienen a los sobrecargos que se portan mal.
—Me temo que estamos completos, señor. De todas maneras, buscaré atrás. Es posible que quede algo en medio de ese grupo de viejitos simpáticos…
Nicanor suspiró y le dijo que lo olvidara. Cuando Thurber regresó, se hizo el dormido.
El seleccionador de películas era una persona nerviosa por naturaleza. Consiguió mantener la farsa durante algo más de diez minutos, hasta que abrió un ojo explorador y vio que el bajista lo estaba mirando.
—Bienvenido de vuelta al mundo real —dijo—. Es muy difícil dormir en los aviones. Todavía cuando vuela medio vacío y uno cae en una triada central, ya sabe, puede ocupar los tres asientos…
—Quién iba a pensarlo —gruñó Nicanor—, me imagino que en ningún sitio se duerme mejor que en medio de una buena revolución.
—Supongo que lo dice en broma, pero la verdad es que tiene razón. El mejor sueño de mi vida lo tuve en medio de la primera acampada de los Indignados en Madrid. Era como estar en el ojo del huracán. Cuando desperté, todos se habían marchado…
—Tal vez se fueron por temor a despertarlo —conjeturó Nicanor, inexpresivo.
—Qué dice. Ahora sí trata de tomarme el pelo, ¿verdad?
Nicanor miró desesperadamente por la ventanilla. No, el ala no se resquebrajaba.
—No hace mucho estuvimos en Libia —continuó Thurber—. Muy bien organizado todo, nos alojábamos en un hotel desde donde teníamos una vista excelente de los hechos. No tiene idea de cuánto reconforta el espíritu ver al pueblo en las calles, enfrentándose a algo injusto.
—Ya. A la mayoría nos basta con verlo en televisión.
—Usted es muy joven —replicó el bajista, y añadió con orgullo—: dos de cada tres temas de los Stores eran abiertamente políticos. Aunque la mayoría no fueron hits. Nosotros crecimos con eso, ¿entiende lo que le digo?
Nicanor asintió. Sí, de cierta manera este hippie adiposo y su manada de ancianitas no hacían sino aferrarse a sus buenos recuerdos, igual que hacen todos. Quien asiste a un concierto de McCartney o Pink Floyd paga por sumergirse durante un par de horas en un universo donde el tiempo no ha transcurrido. Bueno, lo que vale para la música vale para las ideologías y los proyectos sociales. Yo también estoy en ese negocio, pensó. Yo escojo películas para moldear los recuerdos de la gente.
—Que yo sepa, no hay ningún desorden en nuestro punto de destino.
—Lo habrá, ¿no se lo dije? La Agencia estima que mañana estallará una revuelta. Oh, espero que eso no afecte su festival de cine.
Nicanor hizo una mueca y contempló con renovada amargura a la aeromoza pelirroja que se aproximaba por el pasillo. Detrás de ella venía un tipo grande que le susurraba cosas feas a la chica, pues esta parecía a punto de echarse a llorar. Ambos se detuvieron a un par de metros de Nicanor y Thurber. Entonces todo el mundo vio la pistola.
—Esto es un secuestro. Desviaremos el avión hacia un nuevo destino. Manténganse tranquilos y no les ocurrirá nada.
Algunos pasajeros gritaron, aunque sin moverse de sus asientos. El tipo de la pistola, satisfecho al comprobar que todo se desarrollaba como era debido, empezó a silbar una melodía.
—¿Son musulmanes? —preguntó alguien.
—No a menos que nos molesten —replicó el secuestrador con gravedad—. Eso sí, no tendremos piedad con quien intente convertirse en héroe.
Nicanor, lívido, miró a Thurber. El bajista lucía escandalizado.
—Se sentirá feliz —dijo Nicanor—, un ataque terrorista gratis.
—Esto es muy irregular —objetó el otro—, la Agencia no nos advirtió…
—Métase en su cabeza que la jodida Agencia no tiene nada que ver con esto. En todo caso, si el avión termina estrellándose con todos nosotros dentro, es probable que los futuros clientes de la Agencia paguen un paquete barato por ir a ver el lugar del siniestro.
Thurber no parecía escucharle. Se incorporó.
—¿Qué hace? —preguntó su vecino—. ¿Se volvió loco?
Pero ya el terrorista había advertido el gesto del gordo, y lo encañonaba.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Un héroe?
—No —replicó Thurber—, pero esa… esa melodía que usted silbaba… bueno, se llama «Tell Me Why You Don´t Like Sex on Mondays». La compuse yo. Era el bajista de los Roaring Stores.
Durante un par de segundos no ocurrió nada. Luego, el terrorista extrajo del compartimiento más cercano uno de esos folletos que explican todo lo relacionado con máscaras de oxígeno y salidas de emergencia, y se lo tendió a Thurber.
—¿Me da su autógrafo?
Veinticuatro horas más tarde los liberaban a todos. Bueno, menos al capitán, que se puso nervioso y acabó baleado por un colega del terrorista melómano. Es justo reconocer que, mientras duró el secuestro, los asaltantes dieron un trato preferencial a Thurber y su grupo, y a Nicanor. Como los soltaron en un país bastante alejado del destino inicial, y por añadidura tuvieron que enfrentar interrogatorios, prensa y saturación de las líneas aéreas, les tomó un par de días más llegar allá. La revuelta vaticinada ya había sido reprimida, así que el grupo de Thurber reclamó una indemnización a la Agencia y, entretanto, se dedicó a seguir a Nicanor y joder durante todo el festival. Eso sí, O´Donnell encontró un par de películas interesantes. Eso tienen los festivales del Tercer Mundo, nunca te vas con las manos vacías.
14 de septiembre, 2011
Una cosa es cierta: por cualquier calle que transites luego de unas semanas sin pasar por allí, descubrirás restaurantes nuevos. Es impresionante, la ciudad se ha llenado de templos gastronómicos privados que ofrecen comida internacional algunos, criolla la mayoría, fast food unos cuantos, delicatesen los menos. En todos hay platos interesantes y precios que van de lo razonable a lo feroz. En todos, además, uno pregunta por el baño y le indican un localcito al fondo, mucho más pulcro que los baños de establecimientos del Estado, pero también más pequeño, con un par de capacidades para cada sexo, a lo sumo. Si se celebra una fiesta, una recepción, habrá cola a la entrada del de las mujeres, puedes ponerle el cuño, y en el de varones, según mi hijo, siempre te toca detrás de un viejo parsimonioso que no termina nunca. La ley no escrita parece ser: disfruta comiendo, que ya pasarás trabajo más tarde.
Vivo en el Vedado, en esta casa a mitad de cuadra y cerquita del ICRT, desde los años setenta. En esa época el barrio era tan populoso y con tanto swing como ahora, pero apenas había donde aliviar el cuerpo. Algunos apurados entraban al Habana Libre, pero la mayoría, intimidada por su rigidez, lo evitaba. Los restaurantes eran todos estatales y, sin excepción, tenían los baños sucios. Y quiero decir sucios de verdad, donde por muy apurada que una estuviera no se atrevía a depositar su carga. Todavía los hombres, bueno, si la cosa no pasaba de unas apremiantes ganas de mear, podían tomar bastante aire afuera, entrar rápido, hacer lo suyo con esa irritante facilidad que les dio natura, y salir boqueando cuando empezaban a ponerse morados. Pero, ¿las mujeres? Yo he tenido amigas puercas, marranas cabales, que ni bajo tortura accederían a sentarse en un inodoro de Coppelia o El Cochinito.
Una vez, hace tantísimos años, estaba yo cocinando una receta de Nitza Villapol… arroz con chocolate, no se me olvida, en esos años faltaba de todo y la pobre Nitza, que en su día había preparado platos finísimos, tuvo que apechugar, inventar recetas con nada… en fin, en eso estaba cuando tocaron a la puerta. Con urgencia, como sólo toca alguien que se está cagando, o la policía. Bueno, no era la policía, sino Enrique Almirante, el actor. Figúrense, yo me quedé muerta. Almirante, por tu vida, era un tipazo de hombre, uno de mis ídolos, cada vez que salía en televisión mis amigas y yo nos babeábamos. Hubo una, Elvirita, que estuvo con él, y luego nos contó que fue una de las dos experiencias más impactantes de su vida; la otra fue hacer escala en Shannon, Irlanda, cuando iba a estudiar a la Unión Soviética. Se darán cuenta entonces de cómo me quedé cuando aquel galán, así sudado él, me miró a los ojos y me dijo con esa voz suya aterciopelada, acariciadora: «Señora, ¿me deja pasar al baño?».
Yo le dije que no se fijara en el reguero, que me había pillado haciendo limpieza general, esas boberías que una dice, pero claro que lo dejé pasar, ya les digo, ¡Enrique Almirante en mi casa! Por suerte, mi baño era precioso, con loza negra y azul marino, la grifería antigua pero estaba como nueva, el inodoro descargaba, y por si fuera poco, tenía papel sanitario, que desde entonces se perdía a cada rato y uno tenía que reemplazarlo por el periódico, casi siempre Granma, Rebelde o el Palante, o los tres, para dar opciones… Enrique entró, todo un caballero, tal vez un poco más frenético de lo normal pero, claro, lo obligaban las circunstancias… Permaneció cosa de diez minutos dentro, y debo decir en su honor que estaría muy apurado pero no dejó escapar ni un ruidito, ustedes saben que a veces se siente como si se rompiera un cartón o se cayera una maceta en el patio, pero él nada, elegante siempre. Lo escuché lavarse las manos, luego salió, me aceptó un buchito de café, me contó que tenía varias amistades por allí cerca pero los retortijones lo habían sorprendido delante de mi casa, y lo entendí perfectamente, en ese momento no hay tiempo para nada. Yo hubiera querido hacerme una foto con él pero en esa época aquello era bastante más complicado, aunque tenía cámara me faltaba el rollo, uno compraba en la tienda los Orwo de treinta y seis fotos y luego esperaba días o semanas para que las revelaran. En todo caso, antes de irse Enrique me agradeció el favor mirándome a los ojos, me dio un besito y me contó el final de las «Aventuras».
Después entré al baño. No iba a tener una foto, pero yo necesitaba alguna prueba física de que ese hombre había estado allí. Un par de años antes conviví con un biólogo que dejó en casa, además de unas medias sucias y un libro de Neruda —o sea, que perteneció a Neruda, como lo atestiguaba su firma en la primera página; el libro como tal era un estudio de las ranas chilenas— algunos recipientes de cristal, como unas peceritas de diferentes tamaños. Lavé bien el que me pareció más apropiado y guardé dentro una porción usada de papel sanitario, que recuperé del baño con unas pinzas. Nada, fina que es una. Lo rotulé por fuera con el nombre de Enrique y la fecha, y lo guardé junto a mis fotos, mis recuerdos y mis libretas de autógrafos del Pre. Luego, cuando me visitaban mis amigas, fanáticas como yo a las celebridades, se las mostraba para hacerlas rabiar. La puta de Georgina dijo una vez que ese era un papel cagado cualquiera, pero allí estaba Elvirita, que confirmó su autenticidad. Tendrían que haber visto después a Georgina. Me ofreció cuatro latas de carne rusa a cambio del trofeo.
Ahora, quien te dice a ti que un par de meses más tarde volvieron a tocar, y esta vez era Alfredito Rodríguez con diarrea. El drama venía a ser el mismo, corrió tratando de llegar a terreno familiar, a un predio conocido, pero no le dio tiempo. Eso sí, lo bonito fue que llamó específicamente a mi puerta porque Enrique le había contado la anécdota y elogiado tanto mi hospitalidad como la belleza de mi baño. A usted le podrá gustar o no Alfredito como cantante, pero lo que no podrá negar es que también se proyectaba como un hombre correcto y elegante. Bueno, así mismo era, un amor de persona. Hizo lo suyo, aceptó mi café y al final, no sé, hablábamos como si nos conociéramos de toda la vida, así que me envalentoné y le mostré mi recuerdo de Almirante. Lo miró conmovido, y luego aquel hombre volvió a entrar al baño, escogió personalmente el más pintoresco de los papeles que había utilizado, y me lo entregó con una dulzura que me derritió. Miren, todavía me erizo. Y eso que no les he contado el detalle más tierno, porque Alfredo es un hombre de detalles: me lo dedicó, en una esquinita limpia, y puso debajo Ay, que me encapricho. Tuyo, Alfredo, y la fecha.
Para no hacer el cuento largo, durante cuarenta años he guardado papeles con residuos de famosos. Por un lado, los baños seguían escaseando en la ciudad, y particularmente en el Vedado. Abrieron, sí, los servicios públicos en el parque del Quijote, pero se trata de un sitio hostil, de limpieza dudosa o al menos irregular y frecuentado, me cuentan, por pervertidos de toda laya. Por otra parte, cada cliente me recomendaba a sus colegas, y fue así que mi baño se puso de moda, ya no venían sólo aquellos que salían apurados del ICRT y eran empujados hasta mis riberas por la adversidad: hubo muchos que tomaron un taxi o una guagua hasta mi casa para disfrutar de una evacuación con clase y ser conservados en recipientes de cristal. En todo ese tiempo desfilaron por el recinto de loza negra y azul marino las mayores personalidades de nuestra cultura: Erdwin Fernández, Luis Alberto García —padre e hijo—, Nicolás Guillén, Carlos Ruiz de la Tejera, Eusebio Leal (que siempre venía caminando), Silvio Rodríguez, Sara González… incluso en una ocasión Alicia Alonso vomitó aquí. Yo era feliz brindando el servicio, me sentía bien pagada por el hecho de conservar papeles sanitarios usados por glorias de Cuba, nunca se me ocurrió cobrarles nada. Pero ya saben, los tiempos cambiaron, y fue una amiga, Elvirita precisamente, quien a la vuelta del milenio me sugirió crear La Bacinilla del Medio. Le puse así porque yo siempre he adorado la lengua española y en particular a Cervantes, y en el Quijote aparece más de una vez la palabra bacinilla, que tiene un sonido levemente arcaico, ¿no? Eso fue cuando ya se podía, cuando por toda la ciudad fueron apareciendo restaurantes, habitaciones y apartamentos de alquiler, talleres que ofrecen todo tipo de servicios, etcétera. Aunque los restaurantes, como dije hace un rato, tienen baños decentes, son todos chicos y desde luego sin el pedigrí de mi establecimiento, porque La Bacinilla del Medio no es sólo un baño, es un museo. Ahora sí cobro la entrada, y no barata, pero no tanto porque me plazca vivir en el lujo como para el mantenimiento y restauración de objetos e instalaciones. El primer trofeo, por ejemplo, aquel de Enrique Almirante, lo conservo en una cámara climatizada con estricto control del PH. Y me empeñé en colocar tarjas indicando que aquí dejaron su huella figuras internacionales como Gabriel García Márquez, Steven Spielberg y el Residente de Calle 13.
La Bacinilla es rentable, y no hay en ello secreto alguno: la verdad es que a la hora de pensar en los negocios, la mayoría de la gente es decepcionantemente imitativa. Existe un buen número de círculos infantiles privados, pero muy pocos hogares de ancianos; muchas discotecas, mas ningún sitio que te cobre sólo por disfrutar de media hora de silencio absoluto… y créanme, todos pagaríamos por treinta minutos de quietud, penumbra y un incienso de sándalo. De acuerdo, quienes abren un restaurant intentarán caracterizarlo dotándolo de una decoración atractiva, platos sofisticados y músicos que amenicen las noches, pero mírese como se mire seguirá siendo un sitio para comer. ¿Por qué nadie piensa en el otro extremo del proceso digestivo?
Otra cosa: el concepto de cultura, de patrimonio, se renueva constantemente. ¿Quién puede decir qué pieza merece ser conservada y cuál no? Los museos dedicados a personalidades históricas atesoran ropa, espejuelos, zapatos de los grandes hombres; en otras palabras, objetos que estuvieron en contacto con la piel, las mucosidades y secreciones de individuos del pasado que serían muy relevantes pero sudaban y meaban como cualquier hijo de vecino. ¿Quién puede decirme que la mierda de Carpentier o el vómito de Alicia no tendrán un día un valor incalculable? Hay que tener en cuenta que ahí está presente el ADN del personaje histórico. ¿Y si un día necesitamos clonar a un artista, incluso a un político? Aunque políticos vienen pocos: esa es gente de rutina, que por demás nunca tiene tiempo ni para pasear.
Y esto es todo. Le deseo un feliz recorrido por La Bacinilla del Medio. Como sabe, el precio de entrada al museo no incluye el alquiler de los audífonos con los que ha escuchado esta, mi introducción, como tampoco el derecho a utilizar las instalaciones sanitarias en caso de urgencia o mera curiosidad. Si usted además quiere que sus desechos pasen a formar parte de la colección permanente, oprima el botón rojo a un costado del inodoro y recibirá una planilla de aplicación, gratis. Advertencia: la planilla es para llenarla.
26 de febrero, 2016
—Esto es un asalto —dijo el tipo alto y rapado, apuntándome con la pistola que, envuelta en papel de regalo y atada con un lazo, había conseguido meter en mi oficina.
—Aquí no hay dinero. Tengo tres dólares en el bolsillo.
—No se haga el imbécil. Sabe a lo que vengo. Estuve aquí la semana pasada.
La verdad es que tenía una vaga noción de habérmelo tropezado con anterioridad, pero no quería conceder nada a su autoestima.
—Lo siento. Mucha gente. ¿Por qué asunto era?
—Quiero recuperar un sueño —dijo el tipo, moviendo la pistola como si pretendiera hipnotizarme.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Me pelotearon por varias oficinas, ¿también ha olvidado eso? Decidí que la próxima vez cortaría por lo sano. Y usted era entre todos quien tenía el mayor montón de sueños sobre el buró.
—No lo niego. Pero mi departamento es el de subtitulado. Le ponemos letreritos a los sueños para que sean comprensibles en otros países.
Ni siquiera pestañeó. Nadie se impresiona demasiado cuando hablo de mi departamento. La verdad es que los jefes tampoco nos aprecian mucho: no hay más que ver que esta ala del edificio es la menos ventilada, la más ruidosa, una colmena de oficinas japonesamente frágiles, atestadas como una estación de policía de Los Ángeles.
—El mío era un sueño muy personal —insistió el tipo—, seguramente usted lo recuerda.
Admito que me cayó mal desde el principio. Tampoco era un buen momento: se las arregló para interrumpirme en lo más arduo del trabajo con un sueño erótico que debía traducir al alemán. Uno de esos con demasiado diálogo. Detesto a quienes sueñan de esa manera, como si no confiaran en el valor de las imágenes.
—Descríbame el sueño.
—Bueno, la primera parte era más bien una pesadilla. Estaba en un cine en que pasaban, por un solo ticket, una película de Woody Allen y otra de Fernando Pérez. Durante la primera me levantaba diez veces a orinar; durante la segunda, seis veces. Me angustiaba tratando de dilucidar si ello implicaba un criterio de calidad.
—No me suena —comenté—; ya sabe, son miles…
—Después aparecía la mujer más bella del mundo.
—¿Cómo podía saber que era la más bella?
—No sé —admitió con un suspiro—, usted es el experto, debe saber que en los sueños uno suele tener esa clase de certezas. Lo era. Para mí lo era. ¿No se acuerda?
Miré con desesperación a la oficina de Rodríguez, pero el gordo cabrón había bajado la cortina.
—Supongamos que para usted no había otra igual —desgrané con paciencia—, ¿por qué tendría yo que opinar lo mismo? En los sueños hay episodios comprensibles para todas las culturas, en particular si la traducción y el subtitulado son correctos, pero aquí no se trata de eso. Un hotentote, un malayo, un sueco tendrían diferentes ideales de belleza. De hecho, para cada ser humano el ideal se desvía levemente de la norma vigente. —Me incliné por encima de la mesa y ensayé mi tono más soez—. A mí, por ejemplo, me gustan con las tetas chiquitas.
El tipo sacó una foto del bolsillo y me la tendió sin decir nada. Le eché un vistazo.
Luego otro.
Todas las bellezas son excluyentes. Si estimamos que una tortuga concreta es la más apolínea del universo, entendemos que lo es en oposición al resto de las tortugas. Nadie dice que la euritmia de esta tortuga opaca también, pongamos por caso, a las palomas y los alacranes. Es cierto que el lenguaje amaga deslizamientos de sentido, puede decirse de una mujer que resulta espléndida como un pura sangre, pero eso no la convierte en el más hermoso de los caballos. Así fue siempre, hasta que vi la foto. La modelo no sólo era la mujer más bella del mundo, sino lo más bello que pudiera concebirse.
—Sí —murmuré.
—Sí, ¿qué? ¿La recuerda?
—Sí, es extraordinaria. Pero no la he visto.
—¿Hay otros que hagan el mismo trabajo que usted?
—El especialista de la oficina contigua. Parece que ha salido.
—Vamos entonces a revisar su buró.
—Despacio —repliqué—, ¿tiene usted alguna idea de cómo trabaja ese departamento?
Hizo un gesto vago con la pistola.
—Para empezar, no escogemos los sueños que serán subtitulados; de eso se ocupa la Productora, ese edificio art deco, justo enfrente. A ellos tendría que asaltarlos.
—Yo asalto a quién me dé la gana. Continúe.
—En la Productora se fijan sobre todo en la coherencia argumental, en la universalidad de los símbolos. Hay un equipo de catadores profesionales, ya sabe, especialistas en Semiótica y Mercadotecnia. Son ellos también quienes sugieren limpiarlos de localismos o referencias personales cuando su desconocimiento imposibilita el disfrute del sueño. Después de todo, la gente espera soñar cosas raras, e interpretarlas; para verosímiles están las películas.
»Una vez certificada su pertinencia comercial, la pieza va a parar al departamento de Ética, donde es evaluada; allí se redacta un informe desglosado, escena por escena. Hasta donde estoy capacitado para juzgarlo, lo que me ha contado podría pasar sin tropiezos. —Di unos golpecitos acariciadores sobre la foto—. Son bastante tolerantes con el erotismo. No hubo penetración, ¿verdad?
Negó con la cabeza. Me alegró que no hubiera conseguido nada con la bella.
—¿Amiga suya?
Volvió a negar.
—No estás cooperando —advertí, pasando al tuteo—. Si tienes una foto es porque la conoces. Por eso la soñaste…
—Usted no entiende. La foto me la dio en el sueño.
Me quedé mirándolo con el cuello torcido. Luego, con movimientos lentos y crecidos para que la pistola no se pusiera nerviosa, metí la foto en el detector. La diva salió libremente a la bandeja receptora. Tuve un acceso de tos.
—Está bien —pontifiqué—, la conservación de la materia onírica pura es un fenómeno raro, pero cuando llevas un tiempo trabajando aquí, no hay nada que te sorprenda. Me he tropezado más de una vez con malhechores que soñaban diez millones de dólares y luego querían utilizarlos en el mundo real.
—Yo no quiero dinero, sólo mi sueño.
Volví a mirar a la oficina de Rodríguez. ¿Dónde carajo se meten cuando uno los necesita?
—¿Tenía diálogos la escena?
—¿Perdón?
—¿Ella le hablaba?
—Uh… no.
—Entonces no tenían por qué enviarla a Subtitulado, ¿no le parece?
Se encogió de hombros.
—Ahora que lo dice…
—No tengo todo el día —advertí, enojado—, y para los encargos que recibo, me pagan una miseria. Hace unos días llegó uno de un tipo a quien en medio del sueño le dicen que va a morir, y paf, sueña su vida entera. ¿Te imaginas lo difícil que es subtitular la vida de alguien?
El calvo cruzó las manos a la espalda, ocultando la pistola de mi vista.
—Veamos. ¿Qué pasó después que ella le dio la foto?
—A la salida del cine la perdí de vista. Había una multitud inmensa.
—Querrían orinar —sugerí, sarcástico.
—Bueno, la gente no estaba ahí para entrar al cine. Protestaban contra el Gobierno.
—Ya veo.
—Pedían una serie de derechos civiles. Quise atravesar la manifestación, pero me arrastraron; en algún momento yo también empecé a gritar. Luego, cuando llegamos frente a la sede del Gobierno, me había convertido en el líder.
—Como Charlot en Tiempos modernos.
—Algo así. La diferencia es que en mi sueño triunfábamos. El pueblo me nombraba presidente. Y mi primera medida fue, por supuesto, hacer que la buscaran y la trajeran a mi presencia.
—Y no pudieron encontrarla.
—¿Recuerda esa parte? —preguntó, esperanzado.
—No. Es un problema elemental de dramaturgia onírica. Por otra parte, esa escena nunca habría llegado aquí.
—¿Por qué?
—No sea ingenuo. —Me eché hacia atrás en la silla giratoria, feliz de que él mismo me mostrara cómo derrotarlo—. ¿Qué cree que hacemos en esta empresa? ¿Para qué subtitulamos sueños?
—Para que los entiendan personas de otros países.
—La palabra que busca es exportar. Sí, exportamos sueños, sueños con ritmo y sabor, imaginativos pero controlados. Nuestros mejores sueños tienen alta demanda en Europa. Ahora mismo estoy traduciendo uno al alemán. Y claro, el Gobierno diseña con cuidado la imagen que vende a los durmientes extranjeros. En definitiva, los sueños muestran también una imagen del país, de sus virtudes y carencias, de lo que impresiona al imaginario colectivo. Ya sabe, el pobre sueña con la fortuna, el prisionero con la libertad, el asceta con orgías dilatadas. La esfera onírica está en primera fila en la batalla de ideas.
—Entonces le habrán cortado la escena de la manifestación —dedujo el calvo, abatido—. Es una lástima, porque era en colores y con sonido digital.
—Aunque pudiera olerse. Ni política, ni violencia.
—¿Violencia tampoco?
—Por supuesto. ¿Había?
—Un poco, sí. Después de ser presidente me vi de pronto convertido en tigre. Un tigre raro, porque también volaba y no tenía las rayas derechas, sino en forma de S. El caso es que me encontraba suelto en una calle, mezcla de esos callejones con humo y latones de basura de Nueva York y la Rampa, por ahí por La Zorra y el Cuervo, después de las dos de la mañana. Una calle repleta de gente, aunque sin carros. Yo estaba ahí y me sentía desnudo.
—Bueno, eras un tigre. No se ven muchos tigres con trajes Armani.
—Hablo de esa sensación, ya sabe, de desnudez que casi duele. Algunos empezaban a señalarme, luego otros, y al final la calle en pleno se reía de mí. Entonces volaba hacia ellos y empezaba a destriparlos.
—¿Y eso era todo?
—Sí. Me despertaba relajado y feliz.
Hice una mueca solidaria por arriba, envidiosa por abajo. Despertarme relajado y feliz era algo que no me ocurría desde que trabajaba allí.
—Ningún chance. Lo siento.
—¿Qué hacen con las escenas censuradas?
—Las incineran. El único fragmento de su sueño que se habrá salvado es el del cine y la bella. En la Productora le pondrían una banda sonora de música salsa y lo enviarían a Europa. Si quieres puedo buscarlo en la base de datos.
—Déjelo —gruñó el calvo, enroscando y desenroscando espasmódicamente el silenciador—. Mierda. ¿Con qué derecho censuran? Todo lo que pedía era recuperar una noche. Una noche de mi vida.
—Quizás otro día sueñes lo mismo. En ese caso, ve inmediatamente a la oficina de Derechos de Autor y regístralo. Son cincuenta pesos.
En ese momento entró Rodríguez a mi oficina, con trabajo atrasado debajo del brazo. Abrió la boca, y entonces vio la pistola.
—Esto es un asalto —dijimos a coro el calvo y yo.
Rodríguez depositó las piezas oníricas sobre mi buró, y levantó educadamente los brazos. Su mirada cayó sobre la foto en el detector. Lanzó un gemido.
—¿La conoce? —preguntó el calvo.
—No.
—La conoce. La ha reconocido.
—Es sólo un rostro que vi en un sueño.
La pistola sonrió.
—¿Uno de los que ha revisado recientemente?
—No. Un sueño mío. Hace dos noches. Me dijo que pronto encontraría una foto suya. Es… es la mujer más bella del mundo.
—Todo el mundo la sueña menos yo —observé, encabronado.
El calvo asintió, apuntó a Rodríguez, e hizo fuego. Pip. El gordo cayó sentado, y se fue hundiendo en sí mismo como si se desinflara.
El asesino se encogió de hombros, recogió la foto de la bella y fue hacia la puerta. Antes de salir, me apuntó, me miró largamente, bajó la pistola y se fue.
25 de noviembre, 2003
Nicanor estaba deprimido. Había pasado por un mal momento del que no podemos hablar, porque él nunca lo hacía, así que no sabemos en verdad qué ocurrió. Lo que sí es seguro es que alguien le aconsejó que se comprara peces y los criara, y pasara tiempo mirándolos. A Nicanor el consejo le pareció sensato, así que pagó por una pecerita y una guppy embarazada, atendiendo al razonamiento de que los hijos le saldrían gratis.
Transcurrió una semana. Nicanor no le veía la gracia a contemplar a una hembra opaca y entrada en carnes evolucionando desnuda en agua fría. Pasado ese tiempo, sin embargo, la guppy dio a luz treinta diminutos objetos semovientes que en un futuro previsible se convertirían en criaturas coloreadas y, por esta razón, capaces de entretener a seres intelectualmente superiores. Un rato más tarde los contó y sólo eran veinticinco. Claro que resultaba difícil certificar la merma numérica de la cosecha, pues los recién nacidos no se estaban quietos y eran todos iguales. A la mañana siguiente contó veinte. Entonces llamó al tipo que le dio la idea.
—Yo no sé nada de peces —dijo con naturalidad el consultado—, nunca he tenido paciencia para ellos. Ahora bien, he oído decir que la madre a veces devora a sus hijos, así que necesitas separarlos. Cómprate una pecera más grande.
Así lo hizo. El nuevo hábitat, con agua, una matica y una entidad horrenda contratada en calidad de limpiapeceras, le costó cien pesos. Los vástagos sobrevivientes, apenas diecisiete, tuvieron así más espacio para jugar y desengañarse del amor maternal. Enseguida mostraron que, aunque pequeños, podían cagar varias veces su volumen corporal en pocas horas. Nicanor maldijo su nuevo hobby, pero le faltó valor para perpetrar una masacre.
La madre abandonada siguió gorda. De hecho, se puso más y más gorda, quizás como resultado de la envidia al comprobar que sus hijos, cristal por medio, crecían alegres y apetitosos. Pasó un mes, y entonces Nicanor descubrió, con infinito asombro, otra multitud de infantes circunnavegando a la fértil progenitora.
—No puede ser —dictaminó el partidario de la piscicultura terapéutica—, que yo sepa ninguna hembra de ninguna especie puede parir media camada primero y dejar la otra mitad para el mes siguiente. Ahí había algún macho.
—Coño, que no —juró Nicanor—. Estaba sola. La única posibilidad es que uno de sus hijos varones la haya preñado en el tiempo que estuvieron juntos.
—¿Sugieres que un guppy recién nacido es capaz de fecundar a una hembra adulta?
—Pero era su madre.
—¿Y qué tiene que ver que fuera su madre?
—No sé —admitió Nicanor—, lo único seguro es que los peces están ahí.
—Entonces sería un milagro —bromeó el amigo, y colgó.
Un milagro, repitió Nicanor, pensativo, ¿por qué no? Como resultado del mal momento cuyas particularidades ignoramos, se sentía tan desorientado como una maleta extraviada en el aeropuerto, y en el estado de ánimo apropiado para encajar grandes respuestas. Nos gusta presenciar algo que no puede ser sólo porque confiamos en que, si es, habrá una explicación. Sin embargo, decidió que no compraría otra pecera. Donde caben diecisiete alevines, caben cuarenta. No se consideraba en absoluto responsable de los accidentes que pudieran derivarse del hacinamiento de las crías, porque tampoco lo era de la desenfrenada fecundidad de la madre.
Un milagro, seguía pensando por la noche. ¿Y si Dios, en su faceta de padre, había decidido tener un nuevo hijo de una especie distinta? En definitiva, todas las criaturas del cielo y la tierra eran obra suya, así que el divino esperma tendría que ser genéticamente compatible con dinosaurios, hurones y batracios. Por otra parte, su progenie humana había acabado por joder el planeta.
Qué tonterías se te ocurren, se dijo Nicanor, duérmete. Te metiste en esto para relajarte, para vaciar tu mente, no para colmarla. Hay una gran distancia entre una guppy promiscua y un auténtico milagro.
Además, pensaba ojerosamente por la mañana, ¿quién era él para que los designios del Creador cargaran sobre sus hombros la responsabilidad de testificar el milagro, primero, y luego la más prosaica de criar los peces? Aunque difícilmente habría alguien más oscuro que el carpintero José de Nazaret. Y a Nicanor por lo menos no le ponían los cuernos.
Entonces tuvo un ataque de angustia, porque descubrió dos pececitos muertos.
Enterró los cadáveres bajo un pino, a la vera del cementerio de Colón. Luego fue corriendo al sitio donde vendían peceras y compró la más grande que pudo encontrar; costaba seiscientos pesos, pero tenía un motor y un tubito para el reciclaje del agua, grava en el fondo y hasta un buzo de bronce. Acomodó a la divina prole en su nueva residencia. Aunque parecían felices, Nicanor no dejaba de pensar en los muertos. ¿Sería alguno de ellos el hijo de Dios? Es decir, seguramente todos lo eran, proviniendo como provenían de la misma camada, pero resultaba más probable que el Mesías fuera uno solo. ¿O quizás no? Bien mirado, ¿qué había de malo en el panteísmo? ¿Podría ser que Dios hubiera variado de estrategia, y contara con una falange de Mesías con respiración branquial?
Pasó el resto del día mirando a las criaturas. Una vino varias veces a mirarlo a él, de frente, sin que se notara que estaba vivo más que por el temblor de sus agallas. Claro que quizás no fuera el mismo pececillo todo el tiempo: a quien cree que todos los chinos se parecen sólo hay que pedirle que distinga un bebé guppy de otro. Rebuscó en la exigua literatura a su alcance, y encontró un dato clave: el pez era el símbolo de los primeros cristianos, lo dibujaban para identificarse entre sí. Suprema ironía, usar un pez para ello. Después de varias horas, Nicanor estaba chapoteando en cieno ontológico. Para empezar, ¿qué espera Dios que hagan? Fuerza es admitir que un pez metido en una pecera no es exactamente la criatura con más posibilidades de desenvolvimiento que pudiera concebirse. Si yo fuera Él, discurrió Nicanor, hubiera escogido unos ratones, o un virus. Enseguida elevó la vista al techo y pidió perdón por abrigar ideas diabólicas, por la soberbia implícita en el acto de juzgar los designios del Demiurgo. Quizás, se dijo, mi tarea es justamente ser el vehículo de la propagación de la fe. Pero, ¿qué debo hacer, Señor? ¿Regalar las crías? ¿Venderlas? ¿Qué precio puede ponerse a los alevines, considerando que, si bien son Tus hijos, alguien debería comprarlos? ¿Regresarlos al río, quizás? Buscó al pececillo concreto que lo miraba, y lo pareció identificarlo al fondo, mordisqueando pensativo una cosa verde. Dame una señal, le rogó, dime cuál es mi tarea y la cumpliré sin chistar.
Entonces sonó el teléfono. Nicanor se santiguó y levantó el auricular. Era el amigo.
—Oye, lo busqué en la enciclopedia Encarta. Al ser fecundadas, las guppys almacenan el esperma y lo van utilizando para sucesivas camadas. De hecho, pueden tener hasta cinco alumbramientos. Ese sí es un palo bien echado. ¿Te imaginas lo que tendrían que gastarse en un juicio de paternidad?
—Hereje —dijo Nicanor, y colgó.
2 de septiembre, 2003
—La bandera está desteñida —dijo Áspera una mañana de mil novecientos setenta y siete—, da pena que los vecinos la vean. Hay que comprar otra.
El marido de Áspera era militante del Partido, teniente de la Reserva y profesor de Historia en un tecnológico en Güira de Melena. Claro que su mujer nunca empezaba a describirlo por ahí. Al hombre se le caían las cosas de las manos o se sentaba encima de ellas. Con sólo visitarla, habría logrado que una cueva pareciera desarreglada.
El matrimonio tenía una gran bandera que colgaban afuera en los días especiales. El apartado englobaba no sólo las jornadas de significado universal y las fechas patrias locales, sino las de cualquier otro país amigo, los cumpleaños, los días del cobro y hasta cuando venía el pollo a la bodega. El marido tenía una agenda con efemérides anotadas; el día de su aniversario de bodas, por ejemplo, también se conmemoraba la independencia de Uganda. Al principio, quitaban la bandera en días luctuosos (la caída de Martí) o que sólo revestían significado para el enemigo (el 4 de julio). Luego la dejaron fuera también en esas fechas, pues con la patria hay que estar en las buenas y en las malas. Por eso, y porque había una fea mancha de humedad en ese tramo de pared, que de otro modo se vería desde la calle. No era de extrañar que tan prolongada exposición a la intemperie hubiera deslavado los colores nacionales.
Y desteñida sí que estaba. El rojo se había degradado a marrón anémico en torno a la estrella, y a morado en las zonas en que entraba en contacto con el azul. Los espacios blancos sugerían el agua en que todos los inquilinos de un círculo infantil hubieran enjuagado sus pinceles durante una semana de fervor por la acuarela. Más que la bandera cubana, aquella parecía la enseña de un atolón del Pacífico que hubiera proclamado la soberanía la semana pasada.
—Mañana comienza la Fiesta de la Primavera en Vietnam —añadió la mujer—, sería lindo sacar una bandera nueva.
—Nunca he comprado un bandera —replicó el profesor de Historia—, en realidad, no tengo idea de si las venden. La de allá afuera está en la familia desde que yo era niño. Verdad que antes no se usaba tanto.
—No debe ser difícil ni caro conseguir una. Déjame llamar a Georgina.
Georgina era, a nivel de barrio, el equivalente de las páginas amarillas. Áspera la consultó durante un par de minutos y luego sonrió con la satisfacción femenina ante la inoperatividad masculina.
—¿Ves qué fácil? Dice que las venden a cinco pesos en la tienda grande que hace esquina en la calzada, la que está pintada de verde. Que ella compró una hace poco y le ha salido buena.
El profesor de Historia se encogió de hombros y empezó a vestirse.
—Voy yo —dijo Áspera—, los hombres no saben ir de compras.
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