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En deuda con el amor Julia James A pesar de su inolvidable encuentro, no iba a consentir que ella conquistara su blindado corazón. La hija secreta del jeque Cathy Williams Su pueblo necesitaba un rey… Y la revelación de Georgie la había convertido en su reina. El arte del deseo Louise Fuller Salvada de la ruina, pero presa de la tentación… Herencia amarga Chantelle Shaw ¡El deseo, instantáneo…! ¿El diamante, para siempre?
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Seitenzahl: 741
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-Pack Bianca, n.º 297 - abril 2022
I.S.B.N.: 978-84-1105-799-8
Créditos
Índice
En deuda con el amor
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La hija secreta del jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
El arte del deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Herencia amarga
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ALYS miró la varilla blanca que tenía en la mano. Presentaba una línea azul claramente visible que le indicaba que estaba embarazada.
«Embarazada».
La palabra le resonó en el cerebro. Alys se agarró con fuerza al lavabo.
«¿Qué voy a hacer?».
Se miró al espejo. Estaba pálida del susto, con los ojos muy abiertos.
«¡No puedo estar embarazada! ¡No puedo permitírmelo! ¡Ahora no!».
El miedo la atenazaba. Abajo, en la mesa de la cocina estaba la carta que había llegado la mañana anterior. Inspiró con dificultad sin dejar de mirarse al espejo.
¿Acaso los cuatro años anteriores no habían sido suficientemente difíciles? Desde aquel día horrible, antes de los exámenes finales, en que la había llamando uno de los compañeros de trabajo de su madre para decirle que esta se hallaba en Urgencias, en el hospital en que trabajaba de enfermera. La habían operado porque la había atropellado un conductor que se dio a la fuga. Y cabía la posibilidad de que no sobreviviera a la operación.
Fue una llamada telefónica que le cambió la vida.
Su madre tuvo que guardar cama, incapaz de hacer nada, y necesitó cuidados las veinticuatro horas del día, que su hija le prodigó devotamente hasta que las complicaciones de sus terribles heridas la llevaron a la muerte. De eso hacía seis meses.
Alys cerró los ojos y agachó la cabeza como si cargara con un gran peso.
Quería a su madre, pero había sido duro renunciar a su vida y a sus sueños para cuidar el cuerpo herido de una mujer que había dedicado su vida a cuidar a los demás. Hubo veces en que Alys deseó huir, pero sabía que no podía abandonar a su madre.
Cuando llegó el final, se quedó destrozada. La única persona que existía para ella y que la había querido se había ido.
«No tengo a nadie».
Sin darse cuenta tiró la varilla al lavabo y se puso la mano en el vientre, aún totalmente liso. Notó que se emocionaba. Abrió los dedos de forma protectora y cariñosa.
Claro que tenía a alguien, alguien a quien querer y que la querría, aún invisible e intangible bajo los dedos.
De repente, ya no se trataba de una línea azul que le iba a cambiar la vida para siempre, sino de algo enorme y poderoso.
«Mi hijo».
La invadió la emoción.
«¡Cueste lo que cueste, lo haré! Mi hijo estará a salvo y lo querré. Tendrá un buen hogar».
Pero sabía lo que ese «cueste lo que cueste» significaba.
Y la asaltó el recuerdo, vívido e inolvidable.
LA MÚSICA del pinchadiscos atronaba mientras Alys bailaba sin ganas con alguien al que no conocía: un amigo de Suze, que era amiga de Maisey, a quien Alys conocía de la universidad.
Maisey le había pedido que fuera a pasar el fin de semana con ella, en su casa de Londres, para ir a una fiesta esa noche, lo cual suponía para Alys un descanso de los trámites del testamento, los retrasos en el pago de la hipoteca y la pena.
«Es una fiesta en un lujoso hotel del West End para la que Suze tiene invitaciones. Te sentará bien. Después de todo lo que has sufrido, una fiesta fabulosa es lo que necesitas», le había dicho Maisey.
Pero ahora, después de que Maisey le hubiera prestado un vestido y la hubiera peinado y maquillado, Alys no estaba tan segura. Tal vez llevaba demasiado tiempo fuera de la circulación, o tal vez aquella fiesta no era lo suyo. Notaba las miradas masculinas en el vestido corto y ajustado, la rubia melena, los ojos maquillados y los labios pintados de color escarlata. Y en lugar de disfrutar, lo único que deseaba era salir corriendo.
Cuando acabó la música, se dirigió al salón donde servían las bebidas a buscar a Suze y Maisey y decirles que se marchaba. Escudriñó el salón con la mirada…
Y se detuvo en seco.
Al igual que los pulmones le dejaron de funcionar.
Nikos estaba en la barra, con un Martini en la mano, examinando con desagrado el atestado salón. Estaba de mal humor. Esa tarde había llegado de Bruselas, después de haberse despedido de Irinia durante la comida. No era conveniente haberse separado de ella, ya que no tenía sustituta, pero sus cada vez más descaradas indirectas para que su relación progresara y se comprometieran en matrimonio habían acabado con su paciencia.
Así que le había deseado lo mejor en su carrera en un banco intencional europeo, después de decirle que casarse no entraba en sus planes.
No siempre había sido así. Diez años antes estuvo comprometido y deseando casarse. Era un joven de veintidós años crédulo y confiado, deseoso de amar, que creía ingenuamente que la mujer de la que se había enamorado lo quería solo por ser él.
Su sensual boca se torció en una mueca. Su padre lo había librado de cometer el mayor error de su vida. Aún oía sus palabras:
«He tenido que amenazarte con desheredarte para que te dieras cuenta de que Miriam Kapoulou solo quería casarse contigo para que el dinero de la familia Drakis evitara que la empresa de su padre quebrara».
Al devolverle el anillo, Miriam le demostró que su padre tenía razón. Como siempre.
«No consentiré que te pase lo que me pasó a mí. Ninguna arpía cazafortunas va a dominarte, por mucho que se empeñe».
Nikos se había criado con la triste historia de su padre y con su mirada perpetuamente resentida sobre él.
«Deseaba que fuera el hijo de cualquier mujer que no fuera la que lo había atrapado para que se casara con él», pensó.
No iba a dejar que su estado de ánimo empeorase reviviendo algo conocido y doloroso. Se había pasado la infancia tratando de disipar la mirada resentida de su padre, y de adulto había intentado demostrar que era un verdadero Drakis haciendo lo que mejor se les daba: ganar dinero.
Y se le daba muy bien, incluso su padre lo había reconocido. Sabía llegar a acuerdos y negociar hasta el último momento. Así pasaba la vida, de un lado a otro y sin tiempo para el ocio ni el descanso. Y cuando se relajaba, no era en una fiesta como aquella.
Estaba allí porque esperaba ver a un conocido de la City, al que se había encontrado esa tarde en el aeropuerto y lo había invitado a la fiesta que celebraba, que debía de estar relacionada con la industria de la moda, a juzgar por las modelos que llenaban la sala.
Nikos las miró despectivamente. Muchas de ellas estaban allí para ligar, al igual que los hombres, desde luego. Pero él no iba a ser uno de ellos. No era su estilo, al menos esa noche.
Alys miraba fijamente, como atraía por un imán, al hombre que se hallaba sentado a la barra del bar del salón. Alto, delgado, de cabello oscuro, de treinta y pocos años, con una piel morena que hablaba de un clima mediterráneo y unos rasgos esculpidos que la hicieron pensar que no había visto en su vida un hombre tan guapo.
Y él la estaba mirando.
Inconscientemente, entreabrió los labios. Se le aceleró el pulso cuando sus miradas se encontraron. Su compañero de baile la agarró de la muñeca.
–Oye, vuelve a la pista.
Ella se volvió y trató de librarse de su mano.
–No, gracias.
No tuvo que decir nada más, porque otra voz profunda, con acento marcado y dominante, intervino.
–Te ha dicho que no.
Alys volvió la cabeza. Era el hombre de la barra que miraba directamente el rostro de su compañero de baile.
Este le soltó la muñeca.
–Muy bien, no sabía que estaba contigo.
–Pues ya lo sabes.
Alys notó que el atractivo desconocido la agarraba del codo y la conducía a la barra. Trató de ordenar los pensamientos, sin conseguirlo. Se sentó en un taburete mientras él hacía lo propio en otro, con un ágil movimiento.
–Me parece que necesita un trago –dijo él.
Había diversión en su voz, la nota autoritaria había desaparecido. Ella lo miró, consciente de que el corazón le latía desbocado. ¡Madre mía! Era el hombre más increíblemente guapo que había visto en su vida.
Sus ojos oscuros, de largas pestañas, la miraban con un brillo risueño, pero había algo más. Algo que le indicaba de forma instintiva que él no había intervenido solo por caballerosidad
Que algo más lo había impulsado a hacerlo.
Que le gustaba mucho lo que veía.
Ella notó que se sonrojaba bajo el maquillaje que Maisey le había aplicado.
–¿Qué quiere tomar?
–Un Sea Breeze –dijo ella con voz entrecortada.
«Iba a buscar a Maisey para decirle que me marchaba. Y en vez de eso…».
En vez de eso estaba sentada en un taburete, mientras un hombre que no se parecía a ninguno de los que había visto le tendía el cóctel y levantaba su vaso de Martini.
–Yamas –murmuró.
Ella agarró la copa.
–¿Yamas? –dijo mirándolo.
Él esbozó una media sonrisa que aumentó la sensación de irrealidad de Alys.
–Es la forma griega de decir «salud» –contestó él, antes de dar un trago del vaso.
La examinó de arriba abajo, como si estuviera catalogando sus características.
Alys era consciente de lo que él veía: la rubia melena que le caía sobre los hombros, las pestañas con rímel y los labios pintados. El vestido era ajustado, casi una talla inferior a la suya, con un escote que ni siquiera había llevado cuando estaba en la universidad. Sentada, le llegaba a medio muslo.
Cruzó las piernas instintivamente.
–¿Eres griego?
Él dejó de mirarle las piernas y volvió a mirarle el rostro. Relajó la postura y apoyó el brazo en la barra mientras daba otro trago de Martini. Dejó el vaso sobre la barra y le tendió la mano.
–Soy Nikos Drakis.
Al decir su nombre su acento se volvió más pronunciado.
–Alys –dijo ella estrechándole la mano–. Alys Fairford.
Fue un contacto muy breve, pera ella notó que volvía a sonrojarse al tiempo que lo miraba a los ojos.
–Encantado de conocerte, Alys. La noche me estaba resultando aburrida, pero ahora…
Su voz seguía siendo risueña y algo más; algo que borró, como si no hubieran existido, los cuatro largos años que había pasado cuidando a su madre, aislada del mundo, de espaldas a todo, negándose a todo lo que la vida pudiera ofrecerle, pareciéndole que la juventud se le escapaba…
Algo que la hizo desear con intensidad lo que se había negado a sí misma, lo que no se iba a seguir negando, mientras aquel hombre increíble la miraba con aquellos ojos oscuros e irresistibles como ningún otro lo había hecho.
Y de pronto tuvo la certeza de que esa noche no iba a privarse de nada.
Una voz trataba de abrirse paso en la mente de Nikos preguntándole en qué demonios estaba pensando al acercarse a aquella mujer para librarla del pesado que la molestaba. Lo había hecho respondiendo a un impulso que no se explicaba ni le interesaba hacerlo. Solo quería contemplarla desde la sedosa melena hasta el dobladillo del vestido, que dejaba ver sus largas y esbeltas piernas.
Sin embargo, lo atraía algo más que su apariencia.
Tal vez algo que veía en sus ojos. Eran azules grisáceos, y ahora los tenía muy abiertos y lo miraban fijamente, con una expresión que no se correspondía con el resto de ella.
Siguió examinando su encanto físico. Comenzó a notar la habitual reacción masculina ante lo que estaba a la vista. Y aunque no acostumbraba a ir a buscar descaradamente a una mujer desconocida como lo había hecho, con una mujer como aquella podía hacer una excepción.
Lo asaltaron los recuerdos de su juventud dominada por el resentimiento de su padre por haberse fijado, desgraciadamente, en la mujer que no debía.
Pero él no cometería el mismo error. Un hombre prevenido valía por dos.
Dio otro trago de Martini. ¿Por qué no disfrutar de aquella mujer y de la velada y, si ella era de la misma opinión, también de la noche?
¿Sería de la misma opinión?
Por su forma de vestir, no le cabían muchas dudas, pero volvió a notar una contradicción, que atribuyó a la expresión de sus ojos, que lo miraban directamente, como si no pudieran dejar de hacerlo.
Ella volvió a mirar su copa al tiempo que se sonrojaba. Aquello tampoco se correspondía con su aspecto.
Había llegado el momento de actuar. Nikos esbozó una sonrisa cálida y tentadora.
–¿Quieres cenar conmigo, Alys?
El restaurante del hotel estaba tranquilo, de lo que Alys se alegró. Tras la multitud del salón y la pista de baile, agradeció aquel ambiente silencioso.
«¿De verdad estoy aquí?».
La sensación de incredulidad la había invadido desde que se había fijado en el hombre que en aquel momento cenaba con ella. Pero la incredulidad iba cediendo por momentos. Su otro yo, tanto tiempo silenciado, emergía, y se iba apoderando de ella la osadía, el deseo de obtener todo lo que la vida llevaba años negándole.
«¿Esto que sucede es real?».
La exquisita comida lo era, desde luego, así como la forma de mirarla de Nikos, que la hacía estremecerse.
Charlaron mientras cenaban, y ella agradeció ser capaz de mantener una conversación normal. Le preguntó por sus viajes. Él le había dicho que viajaba constantemente por motivos de trabajo, que parecía estar relacionado con las altas finanzas y las inversiones, cosas de las que ella nada sabía. Pero lo que ella quería saber era los lugares en los que había estado, a los que ella nunca iría.
–Los sitios a los que voy son menos emocionantes de lo que crees, Alys. Bruselas, Frankfurt o Ginebra son sitios donde me limito a hacer negocios. Tampoco son interesantes Nueva York, Shanghái o Sídney, cuando has estado innumerables veces y casi lo único que ves es el aeropuerto, el hotel y un despacho. No tengo mucho tiempo libre.
Ella lo miró. Parecía hastiado y amargado.
–¿Por qué trabajas tanto?
Él sonrió levemente.
–En contra de lo que comúnmente se cree, el dinero no cae del cielo.
Alys frunció el ceño.
–Pero si tienes suficiente para cubrir tus necesidades, ¿para qué ganar más?
Él agarró la copa de vino, se recostó en la silla y la miró de forma extraña.
–¿Cuánto dinero dirías que necesitas, Alys?
Ella parpadeó.
–Supongo que lo bastante para llegar a fin de mes y un poco más –se encogió de hombros–. No soy la persona adecuada para responderte. Siempre he vivido modestamente –el sentimiento de culpa se apoderó de ella por estar en un restaurante que no podría pagar–. Lo siento. Aquí estoy disfrutando de una cena deliciosa…
La mirada de extrañeza de él desapareció para ser sustituida por una más cálida.
–Y haces bien, Alys. Al fin y al cabo, he sido yo quien te ha invitado.
Ella asintió, sintiéndose mejor, aunque no del todo. Tal vez había sido un error aceptar la invitación sabiendo lo que la había motivado. Fue a agarrar la botella de vino, pero vaciló. Debía de ser muy cara.
Él la agarró de la muñeca.
–Eres mi invitada. ¡Disfruta!
Sus miradas se encontraron. En la de él había calidez. Ella notó que se relajaba. Bebió un sorbo de vino.
–Si lo único que ves de todo esos lugares fantásticos son aeropuertos, hoteles y despachos, ¿qué me dices de tu país? No conozco Grecia. ¿Es un país tan bonito como parece, con todas esas islas?
–No viajo mucho por Grecia. Mi base está en Atenas. Mi familia tiene una villa en una de esas islas, pero no recuerdo la última vez que estuve allí.
–¡Qué pena! –exclamó ella, y le sonrió–. Deberías volver pronto. Tómate unos días de descanso.
–Me lo pensaría si tuviera la compañía adecuada –dijo él con voz ronca.
Ella notó que las mejillas le ardían. Dio otro sorbo de vino y siguió comiendo. La asaltó la imagen repentina de Nikos y ella tomando el sol en la playa, frente a una hermosa villa griega.
–¿Y qué hay de ti, Alys?¿Eres londinense?
Negó con la cabeza.
–De momento me alojo en casa de una amiga de la universidad, pero vivo en un pueblo bastante aburrido cerca de Birmingham, aunque el paisaje que lo rodea en precioso. Y no está lejos de Stratford-upon-Avon.
Ese era un terreno seguro, y se alegró de que él comenzara a hablar de Shakespeare. Ella habló con entusiasmo de obras que había visto cuando estudiaba, lo que los llevó a hablar del teatro griego clásico.
A ella le pareció que era un hombre culto con el que era fácil conversar. Le resultaba increíble poder hacerlo con alguien cuyo aspecto la hacía derretirse, y le parecía que lo conocía desde hacía mucho tiempo.
En un momento dado, ella se percató de que la miraba con curiosidad.
–¿Sabes que creía que estabas en la industria de la moda? Por tu aspecto, pensaba que eras modelo.
Ella volvió a sonrojarse.
–No, no soy ni lo bastante alta ni lo bastante delgada.
Él alzó la copa y bebió sin dejar de mirarla.
–No cambiaría nada de ti, Alys.
Su voz volvió a ser ronca.
Y ella volvió a sentir calor en las mejillas.
Y el corazón se le aceleró al ver cómo la miraba, con aquellos increíbles ojos oscuros.
Él inclinó la copa hacia ella.
–Por ti, Alys, y por esta velada juntos. Lo único que lamento es que me marcho mañana a Ginebra. Solo estoy de paso en Londres.
La miró a los ojos y Alys tuvo la impresión de que quería transmitirle algo que tardó unos segundos en entender. Al cabo de unos segundos, él se puso a comparar Ginebra con Zurich, y la conversación continuó agradablemente.
Pero había otra conversación subyacente. Alys lo notaba y no lo rechazaba. Y cuando emergió al final de la cena, tampoco lo hizo.
–¿Tomamos el café arriba? –murmuró él–. ¿Qué te parece?
Ella notó que el corazón le latía a toda velocidad.
«Esto no volverá a suceder. Si me niego, sonreirá, aceptará la negativa y me acompañará a tomar un taxi. Me agradecerá haber cenado con él y todo habrá acabado».
Y no soportaba que ese encuentro con aquel hombre fabuloso terminara.
Así que le dio la respuesta que él deseaba, y ella también.
–¿Por qué no?
NIKOS se levantó de la cama con cuidado y se quedó mirando a la esbelta mujer que seguía durmiendo, tapada a medias por la sábana. Su aspecto era muy distinto al de la noche anterior.
En algún momento de la noche, ella debía de haber ido al cuarto de baño a desmaquillarse, porque ahora tenía el rostro limpio. Sin el maquillaje, los párpados eran casi traslúcidos y las pestañas, sin el rímel, le caían suavemente sobre las mejillas.
Parecía más joven, más inocente.
Descartó esa palabra. Y también rechazó los recuerdos del modo en que ella había caído en sus brazos, con ojos apasionados, y cómo sus labios habían recibido los de él mientras la apretaba contra su cuerpo.
Sin embargo, a pesar de la disposición de ella a corresponder a su ardor, había habido un momento de vacilación cuando la condujo al dormitorio de la suite. Volvió a besarla con pasión, la tomó en brazos y la dejó sobre la cama, le quitó el vestido, ansioso de disfrutar del cuerpo que llevaba toda la noche tentándolo y al que no podía seguirse resistiendo.
¿Esa vacilación podía deberse a la timidez?
En aquel momento le había dado igual. Estaba muy excitado y solo quería hallar satisfacción y proporcionarle el placer que sabía que podía despertar en ella. Y lo había hecho una y otra vez.
Ahora, al mirarla, notó que volvía a excitarse. Había habido algo al poseerla, al poseerlo ella a él que… Ella se le había aferrado clavándole las uñas en los hombros y enlazando su cuerpo con las piernas, al tiempo que arqueaba la espalda. Y el rostro se le había iluminado al alcanzar el clímax, en una unión de ambos cuerpos que fue…
«Como ninguna otra».
Apretó los dientes para controlarse y reprimió la urgente necesidad de despertarla del modo que deseaba.
Se obligó a alejarse de la cama. No había tiempo para nada más. Su agenda matinal estaba completa y, como le había dicho, tenía que ir a Ginebra.
Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Ella había salido de la nada, solo por una noche, y aunque el impulso de pasarla con ella había sido irresistible, ahora, indudablemente, se había acabado.
Alys se despertó lentamente. Nikos la besaba, pero no como lo había hecho durante la noche, sino de forma breve. Era un beso simbólico.
Abrió los ojos y lo vio incorporarse y quedarse al lado de la cama, ya vestido con traje, como la noche anterior. Se había duchado y afeitado y olía levemente a loción para después del afeitado.
Él le sonrió, pero no de la forma íntima y sensual como cuando habían hecho el amor. Era una sonrisa de despedida, que dejaba claro que el tiempo juntos había terminado.
–Tengo que marcharme. Tú quédate el tiempo que quieras y pide el desayuno, está incluido en el precio. Quiero que sepas que ha sido una noche memorable.
Durante una décima de segundo pareció vacilar, pero volvió a sonreír. La intimidad había desaparecido.
–Cuídate, Alys.
Dio media vuelta y, unos segundos después, ella oyó que la puerta de la suite se abría y se cerraba. Luego reinó el silencio. Estaba sola.
Sola con los gloriosos recuerdos de una noche que no volvería a tener en su vida. Una noche que le cambiaría la vida para siempre.
Tres meses después, Nikos miraba por la ventanilla el océano Atlántico y estiraba las piernas en el amplio asiento de primera clase, mientras el avión se dirigía hacia el este. Aterrizaría en Schiphol por la mañana y allí, en Holanda, cambiaría de avión para dirigirse al sur, de vuelta a Atenas, listo para informar a su padre de otro lucrativo acuerdo comercial que elevaría aún más los beneficios de la empresa Drakis.
Su padre estaría contento.
«Estás demostrando que eres un verdadero Drakis».
Ya oía las palabras de aprobación de su padre, en las que habría algo más, como siempre que hablaba con él. Algo que siempre lo molestaba.
Apartó aquellos pensamientos de la mente y se llevó la copa de champán, previa a la cena, a los labios. Las negociaciones en Chicago habían sido duras y ahora deseaba descansar y relajarse.
Y ya sabía con quién.
Con la fantástica rubia que lo había seducido aquella noche en Londres, después de haber roto su relación con Irinia.
Se decía que había sido un hecho aislado, un impulso inexplicable. Sin embargo, no había podido dejar de pensar en ella ni de recordarla, desde aquella noche.
Seguía en su memoria como si estuviera con él. El recuerdo de su boca de terciopelo abriéndose a la suya, el dulce peso de sus senos en sus manos, su cuerpo arqueándose para recibir el suyo…
Él no le había dado señal alguna de que fueran a pasar más de una noche juntos. A diferencia de Irinia, ella no pertenecía a su mundo. La había conocido en una fiesta y la había seducido sin otra intención que la de satisfacer un capricho pasajero.
«Pero ¿por qué no podía ser algo más?».
Se lo habían pasado muy bien juntos.
Él le había dicho que la noche había sido «memorable», así que, ¿por qué negarse algo que había estado tan bien? La había deseado desde el momento en que la había visto.
«Y sigo haciéndolo».
Volvió a agarrar la copa de champán. Había tomado una decisión: no iría directamente a Atenas, sino que lo haría vía Londres.
Buscaría a Alys.
Y volvería a hacerla suya.
El sol iluminaba el jardincito que se veía por la ventana de la cocina, pero Alys no disfrutaba de la vista. Había recibido una segunda notificación oficial informándola de que, si no pagaba los atrasos de la hipoteca, tendría que ir a juicio y perdería la casa.
Había vivido en aquel chalé adosado desde la infancia. Su madre había ahorrado dinero suficiente para comprarlo con un hipoteca. Lo hizo siendo enfermera y criando a su hija a la vez.
Durante su infancia, Alys no había visto mucho a su madre.
Esa era la brutal realidad.
«No quiero eso para mi hijo».
Pero lo que por encima de todo deseaba era un hogar seguro.
El miedo se apoderó de ella ante la amenaza de perder la casa, con un bebé en camino.
Tras el accidente de su madre, le habían permitido acumular los atrasos de la hipoteca y pagar solo los intereses. Pero, después de su muerte, le exigieron que pagara los atrasos.
Alys pidió más tiempo y buscó trabajo en un supermercado cercano, pero no logró saldar la deuda. Y ahora la amenazaban con una ejecución hipotecaria.
Solo había un modo de conseguir el dinero.
Había mandado una carta a Nikos, muy difícil de escribir, al hotel de Londres, pidiendo que se la reenviaran.
¿Lo harían?
Y, si lo hacían, ¿qué le respondería Nikos?
No tenía ni idea.
Nikos atravesó el vestíbulo del hotel y se dirigió al mostrador de recepción, con la intención de que lo ayudaran a localizar a la mujer que había estado en la fiesta hacía unos meses.
–Es un placer verlo de nuevo, señor Drakis. ¿Qué se le ofrece? –le preguntó el empleado.
Cuando iba a contestarle, Nikos vio que el hombre sacaba un sobre de un cajón y se lo tendía.
–Íbamos a mandársela.
Nikos frunció el ceño. Tomó el sobre y vio su nombre y la dirección del hotel escritos a mano. Tenía un sello del Reino Unido. Se apartó del mostrador y rasgó el sobre con impaciencia,
Cuando leyó el contenido, ya no fue necesario preguntarle nada al empleado. Y se evaporaron los planes que tenía para la mujer que lo había seducido aquella noche memorable y que acababa de trastocarle la vida.
Alys acabó de comerse la tostada y dejó el plato en el fregadero. Debía ir a trabajar al supermercado. Estaba desanimada. No había recibido respuesta de Nikos.
«¿Y si no quiere saber nada?».
Al fin y al cabo, no le habría alegrado la noticia.
Su expresión cambió al recordar las palabras de su madre, que la habían perseguido toda la infancia como un fantasma.
«No se lo dije. Estoy segura de que no habría querido saberlo».
La invadió un antiguo dolor, la sensación de pérdida de un padre al que no conocía y que no sabía nada de ella. Se puso la mano en el vientre y respiró hondo. Al menos, su hijo no tendría que oír a su madre explicarle que no se lo había dicho a su padre.
Pero que hubiera escrito a Nikos para decirle que esperaba un hijo suyo no implicaba que él fuera a reconocerlo ni a ayudarla económicamente.
En ese momento llamaron al timbre de la puerta principal. Era un mensajero con un sobre para ella.
–Tiene que firmar –dijo el hombre.
Alys cerró la puerta después de haber firmado y rasgó el sobre con ansiedad. ¿Era la orden de desahucio?
«No, por favor».
Pero la única hoja que contenía la carta no se refería a la hipoteca.
Era de Nikos.
Al leerla sintió un inmenso alivio.
El avión comenzó a descender. Por la ventanilla, Alys contempló la costa de Grecia, que conocía bien por los mapas.
Recordó que había hecho preguntas a Nikos sobre su país la noche que cenó con él, aquella en que durmió en su cama, la que la había llevado a ese avión utilizando un billete que le había proporcionado él. Se sentía aliviada porque no hubiera rechazado la noticia de que estaba embarazada, tras una sola noche juntos.
¿Por qué otro motivo, si no, la habría hecho viajar hasta allí?
Notó que el avión comenzaba a descender. ¿Estaría Nikos esperándola en el aeropuerto?
La asaltaron pensamientos que no deberían estar en su mente, para lo que no había lugar. Revivió la noche en que a él le había bastado con sonreírle y mirarla para que ella se derritiera como la miel.
Apartó esos tentadores pensamientos negando con la cabeza. No estaba allí para considerar a Nikos como un amante, ya que la noche que compartieron era lo único que él había deseado de ella. Debía aceptarlo.
No había vuelto a saber nada de él hasta que respondió la carta que le había mandado hablándole de su hijo, de un hijo que, afortunadamente, parecía dispuesto a reconocer.
«Ninguno pretendía que sucediera, pero es indudable que, entre los dos, podremos hallar una solución».
Y era seguro que, cualquiera que fuese el acuerdo al que llegaran, Nikos no querría que a ella le quitaran la casa.
Por lo demás, ¿estaría dispuesto a comprometerse con su hijo más allá del aspecto económico? No debía hacerse ilusiones ni imponerle las vanas esperanzas de su propia infancia sin padre.
El avión tomó contacto con la pista de aterrizaje. Había llegado a Atenas.
Y a lo que la esperara allí.
Su destino y el del hijo que llevaba en el vientre.
Nikos consultó el reloj. El avión ya debía de haber aterrizado, y Alys estaría camino de la ciudad en el coche que había enviado a buscarla para llevarla al hotel donde le había reservado una habitación. No era lujoso, ya que no quería que nadie los viera juntos y se desataran rumores. Aunque pronto los habría. A menos que…
No, no iba a permitirse esos pensamientos sin sentido. Se enfrentaría a la situación según se fuera desarrollando, a los hechos, no a una mera especulación.
Volvió a mirar el documento que estaba leyendo, en el que se establecían las complejas condiciones del último contrato que su padre le había encargado. Cuando lo consiguiera, vendría otro, y otro más. Esa era su vida.
¡Un verdadero Drakis! Con esas palabras lo elogiaría su padre.
Hizo una mueca. Pronto llegaría a otra clase de acuerdo que no tendría más remedio que firmar. A menos que…
Volvió a rechazar la idea y se obligó a fijarse en el documento que estaba en el escritorio de caoba del suntuoso despacho del espléndido edificio que llevaba más de cien años siendo el cuartel general de la compañía Drakis. Una herencia histórica, como no dejaba de repetirle su padre, de la que debía hacerse merecedor.
Una herencia transmitida de padres a hijos durante más de un siglo.
Incluso a un hijo como él.
Apartó esos pensamientos de la mente. Aunque ahora se enfrentaba a la amarga paradoja de…
¡No! Recurrió a toda su fuerza de voluntad para centrarse en el documento que tenía ante sí. Ya habría tiempo al día siguiente de enfrentarse a lo que debía.
Alys se hallaba en el vestíbulo del hotel al que la había llevado el chófer que la esperaba en el aeropuerto, después de haberla guiado hasta un lujoso coche de cristales tintados.
Nikos no había dado señales de vida ni a su llegada al hotel ni después. En la recepción le habían transmitido el mensaje de que irían a recogerla a las once de la mañana siguiente.
Le entregaron la llave de la habitación y un botones le llevó el equipaje hasta allí. Estaba desanimada y muy cansada, pues el día había sido largo y estresante: el viaje en autobús a Londres, el viaje en metro al aeropuerto y el viaje en avión de cuatro horas a Atenas.
Y ahora esperaba en el vestíbulo del hotel, cuando faltaban unos minutos para las once. Vio entrar al mismo chófer que la había llevado allí el día anterior, que se le acercó y le pidió que lo siguiera hasta un coche aún más lujoso que el que la recogió en el aeropuerto.
Alys se montó. Nikos estaba dentro. No sonreía.
NIKOS la miró. Lo primero que pensó fue que no la reconocía. Su aspecto era totalmente distinto del que tenía en Londres. Llevaba el cabello recogido y la cara lavada, y era evidente que su vestido marrón claro procedía de una tienda de ropa barata.
Le examinó el vientre. No se le notaba nada.
Recordó de forma totalmente ilógica cuando la había visto por primera vez en aquella fiesta. Aún no se explicaba por qué se había fijado en ella, aunque su aspecto era increíblemente atractivo.
Apretó los labios.
«¡Debería haberme resistido a su encanto!».
Ya era tarde para lamentarse.
Demasiado tarde.
Alys se sentó. Se le había secado la boca y no se le ocurría qué decir.
Nikos dijo su nombre.
Ella tragó saliva y asintió torpemente sin saber cómo responder a aquel rostro tan serio.
–Gracias por invitarme a venir –fue lo único que pudo decir.
–¿Qué te esperabas? –preguntó él en tono seco–. Abróchate el cinturón de seguridad.
Ella lo hizo. Era consciente de que, a pesar de su desconcertante forma de mirarla, a ella le seguía produciendo el mismo impacto que cuando lo conoció. Su aspecto continuaba siendo irresistiblemente atractivo y elegante, con su traje hecho a medida, y olía a la misma loción para después del afeitado que ella ya conocía por haber pasado una noche en su brazos.
–¿Dónde vamos?
–A que te hagan un reconocimiento médico.
–¿Un reconocimiento médico?
–Sí, en una clínica ginecológica.
–Mi médico de cabecera y una comadrona me lo hicieron la semana pasada.
–Este será más completo. Te lo hará un ginecólogo.
Ella se quedó callada. No sabía cómo reaccionaría Nikos al volver a verla. Ahora lo sabía. Y se le cayó el alma a los pies.
–Nikos, sé que esto ha sido una sorpresa. También lo ha sido para mí. No me esperaba…
Se interrumpió y se volvió hacia la ventanilla tintada.
«¡No debería haber venido ni haberle escrito contándole lo del niño!».
Ya era tarde para lamentarse. Además, no podía arrepentirse de habérselo contado, ya que llevaba en el bolso la carta en que la apremiaban a pagar los atrasos de la hipoteca.
Se volvió hacia él y vio que hablaba por teléfono en griego. La tensión entre ambos se prolongó durante todo el trayecto, hasta llegar a un moderno edificio. El chófer se bajó y le abrió la puerta. Nikos también desmontó y entraron. Se dirigieron al mostrador de recepción y él habló en griego.
Una enfermera se acercó a Alys.
–Venga conmigo, por favor.
Alys miró a Nikos, pero este ya se había sentado en la sala de espera y había agarrado un periódico. Siguió a la enfermera, que la condujo a una amplia sala.
–Encantado de conocerla, señorita Fairford.
El médico se levantó y le indicó que se sentara. Él volvió a hacerlo y abrió la carpeta que la enfermera le había dejado en el escritorio, antes de situarse en un rincón de la sala.
El ginecólogo se presentó y le sonrió.
–Antes de examinarla, voy a hacerle unas preguntas. ¿Es su primer embarazo? Sí, bien. ¿De cuántas semanas está? Ya veo. ¿Tiene molestias? ¿No? Muy bien. ¿Alguna enfermedad? La ha atendido su médico y le ha dicho que todo iba bien. ¡Excelente! Ahora vamos a confirmar que es así.
Volvió a sonreírle y la dejó con la enfermera para que se desnudara.
Pasó un buen rato hasta que Alys salió de la consulta. Nikos tenía razón: la habían examinado a fondo.
–Sígame, por favor –dijo la enfermera, que la condujo a una pequeña sala de espera con butacas, revistas, cuarto de baño y una máquina de café.
–Voy a prepararle un café –dijo la enfermera.
Alys asintió. Había dado permiso al médico para hablar con Nikos, así que suponía que eso sería lo que estaba haciendo. Se tomó el descafeinado. Se sentía sola y preocupada. Y muy lejos de casa.
Nikos se sentó frente al ginecólogo.
–¿Y bien?
–Está embarazada. Y del tiempo estimado, tras lo que usted me ha contado.
Nikos no cambió de expresión ni dijo nada. Se limitó a escuchar las explicaciones del médico. La fecha del parto sería poco después de Navidad.
«Entonces seré padre».
La emoción lo traspasó. Había experimentado distintos tipos desde que le entregaron la carta en el hotel, pero ninguna con la intensidad que la que ahora lo invadía.
No obstante, la desechó porque no podía permitírsela ni reconocerla. Hizo al ginecólogo una última pregunta.
–¿Ha terminado? –preguntó la enfermera mirando la taza de café en la mesa–. El señor Drakis la espera en recepción.
Alys se levantó, agarró el bolso y siguió a la enfermera. Vio a Nikos, que se levantó. Seguía sin sonreír. No le preguntó nada. La condujo a la salida de la clínica y al coche, que los esperaba frente a la entrada.
¿Aquel hombre brusco y serio era el mismo que la había derretido con su mirada llena de deseo, que la había llevado a la cama y que se había mostrado tan sensual, seductor y apasionado? Le parecía imposible que aquella noche hubiera existido.
Estaba desolada. Las cosas no estaban yendo como se había imaginado.
–Voy a llevarte de vuelta al hotel –dijo Nikos con una voz tan inexpresiva como su rostro–. Te recomiendo que esta tarde descanses. Esta noche hablaremos. Te mandaré un coche a las ocho. Estate preparada, por favor.
Alys no respondió. Unos segundos después, él sacó el móvil y se puso a consultar el correo. Ella se volvió hacia la ventanilla, invadida por sombríos pensamientos.
Le entraron ganas de decirle que la llevara al aeropuerto, que ella se ocuparía de todo a partir de ese momento, que lo libraba de toda responsabilidad. Pero recordó la carta que llevaba en el bolso.
Trató de calmarse. Nikos le había dicho que hablarían esa noche. Pues eso harían.
«¡No es solo mi hijo! También es suyo. Tiene tanta responsabilidad como yo».
Esa responsabilidad implicaba que ella tenía derecho a pedirle la ayuda económica que necesitaba. Al fin y al cabo, era un hombre rico.
«¡No puede negarse!».
Debía aferrarse a esa esperanza.
De vuelta al despacho, Nikos intentó trabajar, pero le fue imposible. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Lo único que le faltaba era que entrara su padre en aquel momento.
–Ibas a informarme de los progresos del contrato de Nueva York –dijo su padre yendo directo al grano.
–Ya te informaré, pero no ahora.
–Es inútil que lo hagas después –gritó su padre–. ¿No te he dicho mil veces que el tiempo es esencial? Tienes que cerrar los tratos deprisa, sin dejar que la otra parte maniobre, se lo piense dos veces o busque otros socios. ¡Como hijo mío, ya deberías saberlo!
El resentimiento se apoderó de Nikos.
«¡Siempre igual! Los alfilerazos, la amargura, el recordatorio constante del hijo que debería ser…».
Llevaba así toda la vida.
Su padre lo miró con desagrado, frunciendo el ceño.
«Porque nunca seré el hijo que desea, con la madre que tuve».
Un torbellino de emociones se apoderó de él, pero no se referían a sí mismo. Recordó al ginecólogo confirmándole el embarazo de Alys y la turbulenta emoción que experimentó. También recordó que había pensado, la noche en que vio a Alys por primera vez, que él no caería en el mismo error que su padre, pero había desatendido la advertencia que se había hecho a sí mismo.
Ahora pagaba caras las consecuencias.
«Pero debo asegurarme de ser el único que las paga. No…».
Detuvo sus pensamientos y reprimió los sentimientos que conllevaban. Su padre seguía hablándole. Quería informes sobre otros contratos, le proponía nuevos acuerdos… La agenda de la empresa Drakis no disminuía; siempre había algo nuevo que hacía que Nikos tuviera que seguir viajando.
Apretó los dientes y puso a su padre al día. Tardó más de una hora en volver a quedarse solo en el despacho. Miró el reloj. Ya no tenía sentido intentar seguir trabajando. Solo podía centrarse en una cosa: la noche que lo esperaba.
Y la mujer con la que la iba a pasar.
Y por qué.
«Porque será el trato más importante que haga en mi vida».
Y no podía permitirse perder.
Pero ¿por qué iba a perder? Tenía un as en la manga que siempre ganaba, cuya fuerza y atracción ella notaría esa noche.
El dinero de la familia Drakis.
«Esta noche le mostraré lo que puede ser suyo».
Alys estaba dormida. El cansancio se apoderó de ella mientras se comía el bocadillo que le había subido el servicio de habitaciones. Llamaron a la puerta y se despertó. Era el botones, que le entregó una gran caja de cartón adornada con letras doradas en griego que no entendió.
La tomó y la dejó en la cama. Unida al lazo que la ataba había una tarjeta.
Para que te lo pongas esta noche. Nikos
La abrió. Había un vestido de noche de seda verde, sin mangas. Lo sacó y el rostro se le iluminó de placer. Era de diseño, evidentemente, y resultaba imposible no quedarse encantada ante su vista.
Así como no sentirse tentada. Era lo suficientemente sincera para reconocerlo ¿Cuándo había tenido un vestido semejante a su alcance? Nunca.
«¿Pero para la madre del hijo de Nikos Drakis…?».
La idea quedó suspendida en el aire. Si no hubiera visto a Nikos ese día, tan serio y formal, no habría perdido la esperanza que albergaba; la modesta esperanza de llegar a un acuerdo amigable. Si solo siguiera recordando cómo se había comportado en Londres aquella noche mágica, el hermoso vestido la hubiera llenado de una alegría incondicional.
Sintió el anhelo de repetir esa noche inolvidable, de ponerse el vestido para Nikos y estar lo más hermosa posible para él, de volver a ver en sus ojos una mirada de deseo.
Lo reprimió porque carecía de sentido. Lo más probable era que él le hubiera enviado el vestido porque no querían que lo vieran cenar con una mujer que llevara ropa barata.
Le entraron ganas de volver a meterlo en la caja, pero no lo hizo al pensar que ponerse un vestido tan caro le serviría para recordar lo rico que era Nikos y lo desesperadamente que ella necesitaba que lo fuera, por el bien de su hijo.
Nikos agarró el vaso que había frente a él mientras se sentaba a la mesa de uno de los restaurantes más exclusivos de Atenas. Dio un trago de Martini. A pesar de su habitual aspecto impasible, notaba el peso que se había alojado en su interior desde que había leído la carta de Alys en la que le decía que estaba embarazada.
«La historia se repite. Primero, mi padre; ahora, yo».
Le sonó el teléfono y lo miró. Era el chófer que le informaba de que ya había dejado a Alys en el restaurante.
Nikos dirigió la vista a la entrada del local. Allí estaba. La examinó mientras la conducían a la mesa y se percató de que había cometido un inmenso error al regalarle el vestido.
¡Tenía un aspecto increíble!
No podía apartar la vista de ella.
«¡Es la perfección absoluta! ¡Siempre debería tener ese aspecto!».
El vestido le sentaba de maravilla. La sencillez del diseño incrementaba su belleza natural, que el maquillaje resaltaba sutilmente. No había nada excesivo en ella, a diferencia de su aspecto en la fiesta. No llevaba el cabello suelto, sino recogido en un moño a la altura de la nuca, lo que le acentuaba el contorno del rostro, de finos huesos, y la esbeltez del cuello, además de dejar al descubierto los bonitos lóbulos de las orejas.
Nikos notó la respuesta visceral de su cuerpo. Algunos hombres se volvieron a mirarla mientras cruzaba el comedor. Él sabía el porqué.
«No es de extrañar que no pudiera resistirme a ella aquella noche. No es de extrañar que me lanzara de cabeza a la piscina y la hiciera mía».
Y ahora iba a pagar le precio.
«Mi vida entera».
Fue como recibir un jarro de agua fría.
–Alys –dijo en tono educado y se quedó de pie hasta que ella se hubo sentado. Ya había controlado su reacción ante ella, pero la siguió observando. Externamente parecía tranquila, pero no tanto como quería hacerle creer.
Oyó que ella murmuraba su nombre y agarraba la servilleta. El camarero les dejó el menú y les trajo agua con hielo y panecillos.
«El vestido es para impresionarla a ella, no a mí».
Ese era su propósito, no el de recordarle su fantástica belleza ni el impacto que le causaba.
Cuando por fin el camarero los dejó solos, él le dijo:
–Te sienta muy bien el vestido.
¿Lo había dicho en tono admirativo? Se esforzó en parecer simplemente educado.
–Sí, gracias por el detalle –contestó ella en tono inexpresivo.
Vio que ella echaba una ojeada a su alrededor, antes de volver a mirarlo. Y él creyó ver que algo cambiaba en sus ojos, pero desapareció rápidamente.
El camarero volvió y preguntó a Alys qué quería beber. Ella le pidió un zumo de naranja, y Nikos recordó que en Londres había pedido un cóctel. Pero recordar cualquier cosa de aquella fatídica noche era irrelevante. Solo importaba lo que deseaba conseguir en aquel momento.
El acuerdo más importante de su vida.
Abrió el menú.
–¿Qué te apetece cenar? Este restaurante es famoso por sus suflés, tanto dulces como salados.
Ella levantó la vista del menú.
–Lo que te parezca mejor.
Él percibió la tensión de su voz. No la había habido aquella noche en Londres.
«¿Y si pudiera hacer que se repitiera?».
Se le ocurrió la idea sin poder evitarlo.
«Mi intención era retomar lo que hicimos y estar con ella. Así que, ¿por qué no?».
Volvió a rechazar tales pensamientos. Lo que pretendía haber hecho se había evaporado en el momento de leer la carta. Ahora la prioridad era otra.
No parecía embarazada. Si el ginecólogo no se lo hubiera confirmado, no se lo habría creído. Sin embargo…
«¿No hay algo más en ella que la elegancia del vestido y su belleza natural?».
Quiso seguir mirándola, pero no se lo permitió. Tenía un plan para esa noche, y lo seguiría. Y en él no entraban recuerdos que resultaban inútiles ni intenciones desaparecidas que no volverían. Lo único que importaba era el presente. Tener éxito en lo que se proponía.
El camarero volvió con el zumo, les tomó la comanda y volvió a marcharse. Nikos no miró la carta de vinos. Quería tener la cabeza despejada, por lo que un Martini bastaría. Dio otro trago y dejó el vaso.
Era hora de iniciar la negociación.
–Vamos a hablar, Alys. ¿Qué quieres?
ALYS se quedó inmóvil. Ahí estaba el motivo de su viaje a Grecia y de que se hubiera puesto en contacto con Nikos. Alzó la barbilla y se preparó para decir lo que debía. Se lo dejaría claro, por difícil que le resultara.
«A pesar de lo mucho que me gustaría que no estuvieras así, sino que te comportaras como en Londres, no con la frialdad y la seriedad de un desconocido a quien le desagrada mi presencia y sus motivos».
Respiró hondo y lo miró sin pestañear.
–No me hace falta leerte el pensamiento para saber que no estás eufórico ante la situación. Pero te recuerdo que se necesitan dos personas para engendrar un hijo –siguió mirándolo fijamente a los ojos–. Tú también estabas allí. Pensé que habíamos tenido sexo seguro, pero es evidente que no lo suficiente. Me quedé en estado de shock al saber que estaba embarazada, te lo aseguro, igual que te ha sucedido a ti.
Hablaba con calma, sin acusaciones ni disculpas, intentando que la impresión de volver a verlo no la desviase de su objetivo. Debían llegar a un acuerdo por el bien de su futuro hijo.
«¿Por qué no puedo borrármelo de la mente?, ¿o simplemente permanecer indiferente ante él?».
Al darse cuenta de que era imposible, la invadió una sensación de resentimiento e inutilidad a la vez.
–Nos guste o no, Nikos, debemos enfrentarnos a la situación.
–Claro, «la situación» –repitió él–. ¿Y cómo propones que lo hagamos?
Ella le escudriñó el rostro: no traslucía nada. Pero no podía darse por vencida. Debía continuar.
–Nikos, tengo en cuenta que aún debes estar asimilando el hecho de que esté embarazada y que yo he dispuesto de mucho más tiempo que tú para hacerlo. Pero supongo que debes de tener algún interés en el asunto, ya que, si no, ¿por qué me has hecho venir? ¿Por qué me has llevado al ginecólogo, si tu intención es no tener nada que ver con el bebé?
La expresión de él no cambió.
–Lo he hecho para confirmar que estabas embarazada.
–¡Estoy embarazada de más de tres meses! ¡No es algo que me haya imaginado!
Él hizo una mueca.
–Pero podías estar mintiendo.
Lo dijo sin emoción ni en la voz ni en el rostro, pero el significado de sus palabras la golpeó como si le hubiera lanzado una piedra.
–Pues ya ves que no es así.
Le pareció increíble que él pudiera pensar algo semejante, pero no pudo añadir nada más porque llegaron dos camareros con los suflés de primer plato. Alys se alegró de la interrupción.
«¿Es eso lo que piensa de mí, que podía estarle mintiendo?».
Se sintió herida. Trató de recuperar la compostura y comenzó a comerse el suflé, que olía de maravilla.
Recordó lo mucho que había disfrutado cenando con Nikos la única noche que habían pasado juntos, cuyo resultado era la razón de su presencia allí. Volvió a sentir la misma desolación que había experimentado en la clínica.
«No podía dejarme más claro que soy un estorbo para él. Lamenta que esté embarazada. Ni siquiera estaba dispuesto a creerlo sin pruebas. Pues si esa es su actitud, yo puedo comportarme igual».
Dejó la cuchara, alzó la cabeza y lo miró. Nikos ya había terminado el suflé. Alys respiró hondo. No quería que las cosas fueran así, pero así eran, por lo que sería tan brusca y directa como él.
–Me has preguntado qué quiero. Te lo voy a decir. Tengo deudas y, con un hijo en camino, no tengo manera de saldarlas –volvió a respirar hondo porque debía contarle la amenaza de perder la casa, que necesitaba para su hijo.
Pero no pudo hacerlo.
–¿Cuánto necesitas?
Ella tragó saliva.
–Doce mil libras, y las necesito ya.
Siguió mirándolo fijamente, sin atreverse a apartar la vista. Pero no detectó reacción alguna por parte de él.
–Y quieres que te salde la deuda, ¿verdad? –preguntó él con voz inexpresiva.
Alys asintió.
–Lo haré.
Su expresión seguía siendo inescrutable, pero Alys se sintió muy aliviada. ¡No perdería la casa! ¡Su hijo y ella estaban a salvo!
Abrió la boca para agradecérselo, pero él la detuvo levantando la mano mientras la miraba de forma implacable.
–Cuando nos casemos.
Nikos se oyó hablar, pero su voz parecía proceder de muy lejos, de un sitio donde no quería estar; de un lugar donde ahora se vería obligado a quedarse toda la vida.
«Igual que mi padre».
–¿Cuando nos casemos? –repitió Alys.
La incredulidad que expresaba su voz era genuina. Y bien podía serlo. Al fin y al cabo, probablemente no era algo que pensara conseguir con el premio de la lotería de la fertilidad que le había tocado. Un premio que superaba todo lo imaginable, que convertía la miserable suma que le había pedido, que sin duda era la primera de sus exigencias, en calderilla.
–¿Creías que sería de otro modo?
Ella lo seguía mirando fijamente, lo que lo enfureció.
–¿No hablarás en serio?
–Ningún hijo mío va a ser un bastardo.
Vio que ella se estremecía y se sonrojaba.
–¡No pronuncies esa palabra! Y en la actualidad a nadie le importa si los padres están casados.
–A mí sí –dijo él con dureza–. Por eso nos casaremos.
Cambió de expresión y suavizó la voz. Había que pasar a la siguiente fase para llegar a un acuerdo. Y ningún acuerdo de los que había alcanzado era tan esencial para él.
–No hace falta que te pongas así, Alys. Verás que ser mi esposa será muy agradable.
Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una pequeño estuche
–Esto es una muestra anticipada de lo que disfrutarás siendo la señora Drakis.
Abrió la cajita.
Alys continuó mirándolo. Seguía en estado de shock, sin creerse lo que acababa de oír. ¿Casarse con él?
Nikos le tendió el estuche.
–Deberías ponértelos –dijo en tono seco y sin dejar de mirarla–. Te quedarán bien con el peinado que llevas.
Ella bajó la vista. La luz de las velas iluminó unos pendientes de perlas dentro del estuche.
–¿Lo ves? ¿Ves lo agradable que será ser la señora Drakis? Joyas como esta, vestidos de diseño, limusinas con chófer… Te espera una vida rodeada de lujos, con todo lo que puedas soñar.
Había algo extraño en su voz que la hirió en lo más hondo. No hizo ademán de agarrar los pendientes, pero pensó que eran preciosos y que podrían ser suyos.
Volvió a mirar a Nikos y, de repente, se quedó sin aliento. El esmoquin se le ajustaba perfectamente a los hombros, y observó su cabeza inclinada, sus ojos oscuros que la miraban, la hermosa boca… Era una mezcla letal de aspecto, riqueza, poder y autoridad.
«Podría ser mío…».
La asaltó el recuerdo de su experta forma de seducirla aquella noche. Nikos podía volver a ser suyo.
Aunque no desvió la mirada de él, por el rabillo del ojo veía el resto del restaurante: las mesas con manteles de damasco, los cubiertos de plata y las copas de cristal brillando a la luz de las velas y las joyas de las mujeres que cenaban la exquisita comida y bebían los caros vinos, y que llevaban una vida totalmente distinta de la suya.
«Pero podría ser mi realidad. Podría despedirme de mi antigua vida para siempre».
La visión era un sueño seductor al alcance de su mano.
No volvería a tener miedo de las facturas ni las amenazas que le llegaran por correo, no tendría que estar pendiente de no gastarse mucho en el supermercado, ni andar para ahorrarse el billete del autobús, ni comprar ropa en tiendas de segunda mano.
Podría llevar una vida lujosa. Con Nikos.
«¡Nikos y yo como estuvimos en Londres, pero para siempre!».
¿Por qué no? ¿Qué la esperaba en Inglaterra? Su madre ya no estaba. No había nada que la retuviera allí. Entonces, ¿por qué no reflexionar sobre lo que él le acababa de decir?
«Ser su esposa y tener a su hijo».
Formarían una familia como la que ella nunca había tenido.
Se lo imaginó durante unos segundos, pero la imagen se estrelló contra el suelo. El Nikos que había conocido en Londres no existía. Ahora era un hombre duro y hostil que no podía dejarle más claro su desagrado por el embarazo.
Miró los pendientes, mientras él volvía a decirle lo agradable que sería la vida como su esposa, como si esa fuera la única razón para casarse con él. Y lo hizo con voz distante y profesional, carente de emoción. Alys se puso muy tensa mientras lo escuchaba y se sintió desolada.
Más que desolada.
–La boda se celebrará lo antes posible. Antes está el inevitable papeleo. Tendrás que pedir que te manden el certificado de nacimiento. Dame los detalles y me encargaré de hacerlo. Yo ya he redactado un acuerdo prematrimonial para que lo firmes. La ceremonia será civil e íntima: solo nosotros y los testigos. Antes tendrás que firmar un acuerdo de confidencialidad, que mis abogados ya han redactado, de modo que no podrás contar a la prensa ni a nadie lo que pase entre nosotros. Cuando estemos casados, deberás comportarte como corresponde a la esposa de un miembro de la familia Drakis. También tendrás que firmar un acuerdo legal por el que me concedes la custodia de nuestro hijo, si nos divorciamos o si me das motivos para el divorcio, como cometer adulterio. El niño será ciudadano griego, y no podrás sacarlo del país sin mi consentimiento. Mientras dure el matrimonio, recibirás una cantidad de dinero adecuada a tu posición, pero no podrás contraer más deudas, como parece ser tu costumbre.
Alys oyó la desagradable letanía de condiciones para dignarse a casarse con ella, y los aún más desagradable supuestos subyacentes. No se trataba de casarse, sino de controlarla a ella y a su hijo.
«Como si fuera su enemiga, en vez de la madre de su hijo».
Era repugnante.
Intentó protestar, pero con cada palabra que él pronunciaba se le cerraba más la garganta, como si la estuviera estrangulando para obligarla a permanecer callada.
La burla sobre la deuda hizo que se sonrojara. Le había pedido el dinero porque necesitaba un techo para ella y su hijo, no porque despilfarrara el dinero. Quería explicárselo, justificarse, defenderse ante lo que le decía.
Abrió la boca para hablar, pero él aún no había acabado.
–Sin embargo, todo esto depende por completo de los resultados de la prueba que te harán mañana por la mañana, antes de comenzar con los preparativos de la boda.
Las palabras que Alys iba a pronunciar murieron en su labios.
–¿Qué prueba?
El desaliento se apoderó de ella burlándose de lo que estúpidamente se había imaginado hacía unos minutos.
Formar una familia.
–Una prueba que el ginecólogo me ha asegurado esta mañana que es totalmente segura tanto para la madre como para el hijo. Es un análisis de sangre, para el que tienes hora mañana.
–No lo entiendo –fue lo único capaz de decir. Lo miró. ¿A qué análisis se refería?
Nikos se lo explicó.
–El análisis demostrará si el niño es mío. No creerás que voy a casarme contigo sin estar seguro, ¿verdad?
Sus palabras se quedaron en suspenso entre el espacio que los separaba, un espacio que se había convertido en un abismo.
Ella estaba blanca como la cera.
–¿De quién va a ser, Nikos?
–¿Cómo voy a saber con quién te ha acostado antes o después de hacerlo conmigo?
–¿Cómo puedes pensar eso?
–Te acostaste conmigo a las pocas horas de conocerme. Me parece que es lo que haces todas las noches.
No añadió nada más. Ella se levantó bruscamente, incapaz de seguir soportando aquello. Temblaba y tenía la mente en blanco. Las piernas apenas la sostenían mientras se dirigía a la puerta del restaurante. Tenías ganas de reírse de forma histérica.
Él la agarró del brazo antes de que pudiera salir.
–¡No voy a permitirte que montes una escena!
Ella notó la furia en su voz… ¡como si tuviera motivos para estar furioso!
La condujo al vestíbulo.