E-PACK Bianca diciembre 2016 - Maisey Yates - E-Book

E-PACK Bianca diciembre 2016 E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Promesa de deseo Maisey Yates Utilizaría el deseo que no habían saciado durante cinco largos años para que ella volviese a su lado El cuento de hadas terminó para Petras cuando el reloj dio las doce el día de Año Nuevo y la reina Tabitha, que se negaba a seguir soportando un matrimonio sin amor, pidió el divorcio a su marido. Pero la furia se tornó en pasión y cuando Tabitha se marchó del palacio estaba esperando un heredero al trono. Al descubrir el secreto, Kairos decidió secuestrar a su esposa. Con el paradisiaco telón de fondo de una isla privada, le demostraría que no podía escapar de él… Juego de venganza Cathy Williams Una promesa de venganza, una proposición del pasado, un resultado inimaginable… Cuando Sophie Griffin-Watt abandonó a Javier Vázquez para contraer matrimonio con otro hombre, él se juró que encontraría el modo de hacerle pagar. Sophie estaba desesperada por obtener la ayuda de Javier para salvar a su familia de la ruina, pero la asistencia que él le brindó tenía un precio: el hermoso cuerpo que se le había negado en el pasado. El delicioso juego de venganza de Javier parecía el único modo de conseguir olvidarse de Sophie de una vez por todas. Sin embargo, cuando descubrió la exquisita inocencia de ella, ya no pudo seguir jugando con las mismas reglas… Triste amanecer Kate Hewitt ¿Qué haría cuando descubriese que ella tenía un secreto que tal vez no pudiese perdonarle jamás? Una deliciosa noche de pasión en la cama de Larenzo Cavelli le había cambiado la vida entera a Emma Leighton. Al amanecer, supo que Larenzo iba a pasar el resto de su vida en la cárcel y que no volvería a verlo jamás. Larenzo había ido a la cárcel por culpa de una traición. Dos años después, había conseguido limpiar su nombre, y estaba dispuesto a recuperar su vida… empezando por Emma.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 113 - diciembre 2016

I.S.B.N.: 978-84-687-9089-3

Índice

Créditos

Índice

Promesa de deseo

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Juego de venganza

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Triste amanecer

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

El perfume del desierto

Portadilla

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Capítulo 1

KAIROS miró a la mujer pelirroja que estaba sentada al otro lado del bar, acariciando el borde de la copa con sus delicados dedos mientras sus labios rojos esbozaban una invitadora sonrisa.

Era bella, voluptuosa. Destilaba deseo, sexualidad. No había nada sutil o refinado en ella. Nada tímido o recatado.

Podría tenerla si quisiera. Aquella era la fiesta de Nochevieja más exclusiva y privada de Petras y todos los invitados habían sido seleccionados cuidadosamente. No había prensa ni buscavidas con oscuras intenciones. Podría tenerla sin consecuencias.

A ella no le importaría la alianza que llevaba en el dedo.

No estaba seguro de por qué seguía importándole a él. Ya no tenía relación con su mujer. No la había tocado en muchas semanas y Tabitha apenas le había dirigido la palabra en los últimos meses. Desde Navidad se había mostrado particularmente fría y en parte era culpa suya porque lo había oído contarle cosas poco halagadoras sobre su matrimonio a su hermano menor. Pero todo lo que había dicho era verdad y Tabitha lo sabía tan bien como él.

La vida sería más sencilla si pudiese tener a la pelirroja esa noche y olvidarse de la realidad. Pero no la deseaba. La verdad era tan clara como inconveniente.

Su cuerpo no quería saber nada de voluptuosas pelirrojas. No deseaba nada más que la fría y rubia belleza de su mujer, Tabitha. Ella era la única que atizaba sus fantasías, la única que inflamaba su imaginación.

Era una pena que el sentimiento no fuera mutuo.

Sonriendo, la pelirroja se levantó para cruzar la sala y llegar a su lado.

–¿Está solo esta noche, Majestad?

«Todas las noches».

–La reina no estaba de humor para ir de fiesta.

Ella hizo un puchero.

–¿Ah, no?

–No.

Era mentira. No le había dicho a Tabitha que iba a salir. En parte, seguramente para molestarla. Cuando hacían apariciones públicas ponían buena cara para la prensa y también el uno para el otro.

Esa noche, ni siquiera se había molestado en fingir.

La pelirroja se inclinó, envuelta en una nube de perfume, rozando su oreja y el cuello de su camisa con los labios.

–Me he enterado de que nuestro anfitrión tiene una habitación reservada para clientes que prefieren un poco más de… intimidad.

No había nada ambiguo en esa frase.

–Eres muy descarada –le espetó Kairos–. Tú sabes que estoy casado.

–Cierto, pero hay muchos rumores sobre su matrimonio. Y estoy segura de que lo sabe.

Se le encogió el estómago. Si las grietas de su matrimonio eran evidentes para el público…

–Tengo cosas mejores que hacer que leer revistas de cotilleos sobre mi vida –replicó. Él vivía su trágico matrimonio, no le hacía falta leer nada.

La pelirroja esbozó una sonrisa.

–Yo no. Si quiere escapar de la realidad, estoy disponible durante unas horas. Podríamos entrar en el nuevo año con buen pie.

«Escapar de la realidad». Kairos se sentía tentado. No físicamente, sino de un modo oscuro, retorcido, que lo hacía sentir enfermo. Querría sacudir los cimientos de Tabitha, hacer que lo viese de otro modo. No como algo fijo en su vida que podía ignorar a voluntad, sino como un hombre. Un hombre que no siempre se portaba bien. Que no siempre cumplía sus promesas. Que tal vez no siempre estaría a su lado.

Para ver cómo reaccionaba. Para ver si le importaba.

O si su relación había muerto del todo y para siempre.

Pero no hizo nada más que levantarse para apartarse de la mujer y de la tentación que representaba.

–No, me temo que esta noche no.

Ella se encogió de hombros.

–Podría haber sido divertido.

«Divertido». Kairos no estaba seguro de saber qué era eso. No había nada divertido en sus pensamientos.

–Yo no hago cosas divertidas, tengo un deber que cumplir.

Ni siquiera era medianoche y ya estaba dispuesto a marcharse. Unos meses antes, su hermano, Andres, hubiera estado allí, dispuesto a llevarse en brazos a la mujer rechazada o a cualquier otra mujer que estuviese buscando pasar un buen rato con el príncipe de Petras.

Pero Andres estaba casado. Más que eso, estaba enamorado. Era algo que Kairos jamás pensó ver: su hermano menor atado a una sola mujer.

Le ardía el estómago como si tuviera ácido en él.

Kairos salió de la discoteca, subió al coche que lo esperaba y le ordenó al chófer que lo llevase de vuelta al palacio.

Había pasado otro año. Otro año sin heredero. Por eso le había ordenado a Andres que se casara. Tenía que enfrentarse a la posibilidad de que Tabitha y él no pudieran tener un hijo que heredase el trono de Petras.

Ese deber podría recaer en Andres y su esposa, Zara.

Cinco años de matrimonio y aún no tenían hijos. Cinco años y lo único que tenía era una esposa que podría estar en otro sitio incluso cuando estaban en la misma habitación.

El coche atravesó las enormes puertas de hierro situadas frente al palacio y se dirigió a la impresionante entrada. Kairos se bajó sin esperar a que el chófer le abriese la puerta y, en tromba, se dirigió hacia la escalera. Podría ir a la habitación de Tabitha para decirle que era hora de intentar engendrar un hijo una vez más, pero no estaba seguro de poder soportar su frío recibimiento.

Cuando estaba dentro de ella, apretado contra ella, piel con piel, seguía sintiendo que estaba a kilómetros de distancia.

No, no le apetecía tomar parte en esa farsa, aunque terminase en un orgasmo. Para él.

Y tampoco quería irse a la cama todavía.

De modo que se dirigió a su despacho para tomar una copa. Solo.

Empujó la puerta y se detuvo. Las luces estaban apagadas y la chimenea encendida creaba un brillo anaranjado en la habitación. Sentada en el sillón, frente al escritorio, estaba Tabitha, con sus largas y esbeltas piernas desnudas bajo un vestido más bien discreto y las manos colocadas con elegancia sobre el regazo. Su expresión era serena y no cambió cuando lo vio entrar. Solo advirtió un ligero brillo en sus ojos azules y el vago movimiento de una ceja.

Lo que no había sentido cuando la pelirroja se acercó en la discoteca despertó a la vida entonces, como si las llamas hubieran escapado de la chimenea, envolviendo fieros tentáculos a su alrededor.

Apretó los dientes para controlar esa sensación; para controlar el deseo que amenazaba con hacerlo perder el control.

–¿Habías salido? –le preguntó ella, su tono era tan quebradizo como el cristal, helando el ardor que lo había abrumado de forma momentánea.

Kairos se dirigió al bar que estaba al otro lado de la habitación.

–¿He salido, Tabitha?

–No he estado buscándote por todo el palacio. Podrías haberte escondido en alguna parte.

–Si no estaba aquí, o en mi habitación, entonces era seguro pensar que había salido –Kairos tomó una botella de whisky, abierta por su bella intrusa, y se sirvió una generosa cantidad en un vaso.

–¿Ese tono irónico es necesario? Si has salido, di que has salido –Tabitha hizo una pausa, clavando los ojos en el cuello de su camisa–. ¿Y qué has estado haciendo? –su tono había pasado de cristal a acero en cuestión de sílabas.

–He estado en una fiesta de Año Nuevo. Eso es lo que la gente suele hacer durante estas fiestas.

–¿Desde cuándo vas a fiestas?

–Frecuentemente, y tú sueles acompañarme.

–Quiero decir, ¿cuándo vas a fiestas solo con el propósito de divertirte? –Tabitha lo miraba con expresión seria–. No me has invitado.

–No era una fiesta oficial.

–Entiendo –dijo ella, levantándose de repente para tomar unos papeles del escritorio en los que Kairos no se había fijado hasta ese momento.

–¿Estás enfadada porque querías ir a la fiesta?

Había dejado de intentar entender a su mujer.

–No –respondió ella–,  pero me molesta un poco la mancha de carmín rojo del cuello de tu camisa.

De no ser por tantos años de práctica controlando sus reacciones, Kairos podría haber soltado una palabrota. No había pensado en la mancha de carmín después del breve contacto con la pelirroja.

–No es nada.

–Ya me imagino –dijo ella con tono medido, firme–. Y, aunque fuese algo, me daría igual.

Kairos se quedó sorprendido por el impacto de esa frase, por lo duramente que lo golpeó. Sabía que le daba igual. Era evidente por su actitud hacia él, por cómo giraba la cara cuando intentaba besarla, por cómo se encogía cuando se acercaba. Como poco, le era indiferente. Como mucho, le daba asco. Por supuesto, le daría igual si hubiera encontrado solaz en los brazos de otra mujer mientras no lo buscase con ella. La única razón por la que había soportado sus caricias durante tanto tiempo era la esperanza de tener hijos; una esperanza que iba disminuyendo con cada día que pasaba.

Tabitha debía de haberse rendido del todo, pensó. Algo de lo que debería haberse dado cuenta porque hacía meses que no iba a su cama.

Y no tenía sentido defenderse. Si le daba igual, no tenía sentido hablar de ello.

–¿Qué estabas haciendo aquí? ¿Bebiéndote mi whisky?

–He tomado un poco –respondió ella, tambaleándose ligeramente, perdiendo la compostura por primera vez.

Era tan raro en ella… Tabitha se controlaba a sí misma con mano de hierro. Siempre había sido así. Incluso años atrás, cuando solo era su secretaria.

–Lo único que tienes que hacer es llamar a un criado y pedir que lleve una botella a tu habitación.

–Mi habitación –Tabitha se rio, vacilante–. Sí, claro, lo haré la próxima vez. Pero estaba esperándote.

–Podrías haberme llamado.

–¿Y habrías respondido al teléfono?

La sincera respuesta a esa pregunta no lo dejaría en buen lugar. La verdad era que a menudo ignoraba sus llamadas cuando estaba ocupado. No mantenían conversaciones personales. Ella no llamaba nunca solo para escuchar su voz y, por lo tanto, ignorarla no le parecía nada personal.

Tabitha esbozó una sonrisa forzada.

–Seguramente no lo habrías hecho.

–Bueno, pero ahora estoy aquí. ¿Qué es tan importante que tenemos que solucionarlo a medianoche?

Tabitha empujó los papeles en su dirección. Por primera vez en meses, Kairos vio un brillo de emoción en los ojos de su esposa.

–Documentos legales.

Kairos miró los papeles y luego a ella, incapaz de entender por qué le entregaba unos papeles a medianoche el día de Nochevieja.

–¿Por qué?

–Porque quiero el divorcio.

Capítulo 2

TABITHA se sentía como si estuviera hablando debajo del agua. Se imaginaba que era el alcohol lo que hacía que se sintiera aturdida. Desde el momento en que entró en el despacho con los papeles en la mano, todo le parecía ligeramente irreal. Después de una hora esperando a que su marido apareciese, decidió abrir una botella de su whisky favorito y tomar una copa. Y había seguido bebiendo mientras las horas pasaban.

Y, cuando por fin apareció, casi a medianoche, llevaba una mancha de carmín en el cuello de la camisa.

En ese momento agradeció haber bebido. Sin la ayuda del alcohol, el impacto de ese golpe podría haber sido fatal. Aunque estaba en el despacho de su marido pidiendo el divorcio. Sabía que su matrimonio estaba roto de forma irrevocable. Kairos había querido una cosa de ella, solo una cosa, y había fracasado en esa tarea.

La farsa había terminado. No tenía sentido seguir.

Pero no se había esperado aquello, la prueba de que su helado, responsable, solícito y nunca apasionado marido había estado con otra mujer. De fiesta. Por placer.

«¿De verdad creías que iba a quedarse esperando cuando te niegas a admitirlo en tu cama?».

Su monólogo interior era áspero esa noche. Y también innegable. Kairos era frío, pero había creído que, al menos, era un hombre de palabra. Había estado dispuesta a liberarlo de ella, a liberarlos a los dos. No se le había ocurrido que disfrutase como un hombre soltero mientras seguían casados.

«Como si tu matrimonio fuese de verdad. Como si esas promesas tuviesen algún valor».

–¿Quieres el divorcio? –el tono cortante penetró en sus pensamientos y la devolvió al presente.

–Ya me has oído.

–No lo entiendo –dijo Kairos, sus ojos oscuros brillaban con una emoción que nunca había visto antes.

–Tú no eres tonto –replicó ella, el alcohol le daba valor–. Creo que sabes muy bien lo que significa la palabra «divorcio».

–No entiendo lo que significa viniendo de tus labios. Eres mi mujer y me hiciste promesas. Tenemos un acuerdo.

–Y el acuerdo no es amar, honrar y cuidar, sino presentar un frente unido ante el país y tener hijos. Pero no he sido capaz de concebir un hijo, como tú sabes muy bien. ¿Por qué seguir adelante? No somos felices.

–¿Desde cuándo te importa ser feliz?

El corazón de Tabitha se encogió como si él lo hubiese apretado entre sus fuertes manos.

–Algunas personas dirían que la felicidad es importante en la vida.

–Esas personas no son el rey y la reina de un país. No tienes derecho a dejarme –le advirtió él, con un brillo airado en los ojos.

Y, de repente, fue como si las llamas de esos ojos inflamasen el alcohol en su sangre. Tabitha explotó.

Tomó el vaso de whisky y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la pared, a unos centímetros de Kairos, que se apartó con expresión fiera.

–¿Qué demonios estás haciendo?

No lo sabía. Nunca había hecho algo así en toda su vida. Despreciaba ese tipo de comportamiento emocional, apasionado, ridículo. Ella valoraba el control.

Esa era una de las muchas razones por las que había aceptado casarse con Kairos, para evitar momentos como aquel. Lo respetaba y, una vez, incluso había disfrutado de su compañía. Su relación había estado basada en el respeto mutuo, pero también en su necesidad de encontrar una esposa rápidamente. Las discusiones, los gritos, tirar cosas… eso jamás había formado parte de su relación.

Pero Tabitha ya no podía controlarse.

–Vaya –dijo, fingiendo sorpresa–,  te has dado cuenta de que estoy aquí.

Antes de que pudiera reaccionar, Kairos cruzó la habitación en dos zancadas y la empujó hasta que su trasero chocó contra el escritorio. Irradiaba ira; su rostro, que normalmente parecía esculpido en piedra, mostraba más emoción de la que ella había visto en los últimos cinco años.

–Tienes toda mi atención. Si ese era el objetivo de esta pataleta, lo has conseguido.

–No es una pataleta –se defendió ella, con la voz vibrando de rabia–. He ido a ver a un abogado. Esos documentos son auténticos, no amenazo en vano. Es la decisión que he tomado.

Kairos le levantó la barbilla con un dedo, obligándola a mirarlo a los ojos.

–No sabía que tuvieras autoridad para tomar decisiones que nos conciernen a los dos.

–Eso es lo bueno del divorcio, que puedo tomar decisiones por mi cuenta.

Kairos agarró su pelo y tiró hacia atrás de su cabeza.

–Perdone, Majestad, no sabía que su puesto en este país estuviese por encima del mío.

Nunca le había hablado de ese modo, nunca la había tocado así. Debería enfadarse, encolerizarse, pero lo que experimentaba era una emoción bien diferente. Al principio, la promesa de esa pasión había brillado entre ellos, pero había ido enfriándose con el paso de los años. Tuviese el potencial que tuviese, la pasión se había apagado del todo tras cinco años de indiferencia.

–No sabía que te hubieras convertido en un dictador.

–¿No estoy en mi casa? ¿No eres mi esposa?

–¿Lo soy? ¿En algún sentido importante? –Tabitha levantó una mano para rozar la mancha de carmín rojo con el pulgar–. Esto dice otra cosa –exclamó, dando un tirón que hizo saltar un botón del cuello de la camisa.

Kairos esbozó una sonrisa mientras volvía a tirar de su pelo.

–¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Crees que he estado con otra mujer?

–Esto demuestra que sus labios han tocado tu camisa. Me imagino que también habrán tocado otras partes de tu cuerpo.

–¿Crees que soy un hombre que rompe sus promesas matrimoniales? –insistió él con voz ronca.

–¿Cómo voy a saberlo? Ni siquiera te conozco.

–¿No me conoces? –el tono de Kairos era suave y más letal por ello–. Soy tu marido.

–¿Lo eres? Perdóname, pensé que solo eras mi semental.

Kairos soltó entonces su pelo para envolver un brazo en su cintura y apretarla contra su cuerpo. Estaba duro, ardiente. Por todas partes. Notar eso hizo que los latidos de su corazón se acelerasen. Estaba excitado. Por ella. Su circunspecto marido, que apenas arrugaba las sábanas cuando hacían el amor, estaba excitado en medio de una pelea.

–¿Y cómo puede ser eso, agape, cuando no me has dejado acercarme en casi tres meses?

–¿Era yo quien no te dejaba acercarte o tú quien no se ha molestado en acercarse a mí?

–Un hombre se cansa de acostarse con una mártir.

–Una mujer siente lo mismo –replicó Tabitha, agarrándose a su ira para que el deseo no se apoderase de ella, ahogándola, robándole el control.

Kairos empujó las caderas hacia delante, apretando el miembro duro contra su vientre.

–¿Te parezco un mártir ahora mismo?

–Siempre he creído que es el brillante futuro de Petras lo que te anima cuando te acuestas conmigo.

Kairos, airado, tiró del vestido. Tabitha oyó que la tela se rasgaba y notó el aire fresco en su piel desnuda.

–Sí –respondió con tono venenoso–. Soy así de estirado. Evidentemente, ver tu cuerpo desnudo no me excita nada –tiró hacia abajo del vestido, desnudando sus pechos, cubiertos solo por un sujetador de encaje casi transparente–. Es insoportable para mí.

Se inclinó hacia delante para besarle el cuello con la boca abierta, el contacto fue tan sorprendente, tan diferente a todo lo que había habido entre ellos hasta entonces que Tabitha no pudo controlar un grito de sorpresa y placer.

–¿Con quién más has hecho esto esta noche? –le preguntó, intentando empujarlo–. ¿Con la mujer del carmín rojo? ¿Voy a beneficiarme de lo que ella te ha enseñado?

Kairos no dijo nada. Se limitó a mirarla con esos ojos oscuros, tan brillantes.

Abrumada de dolor y rabia, tiró del nudo de su corbata hasta que consiguió quitársela. Luego agarró la pechera de la camisa, abriéndola de un tirón, los botones saltaron por el suelo de mármol.

Se detuvo luego, respirando con dificultad. Era tan hermoso… Siempre lo había sido. Se había sentido atraída por él desde el primer momento. Entonces era tan joven, tan ingenua… A los diecinueve años, lejos de casa por primera vez, estaba encandilada por su nuevo jefe.

Por supuesto, jamás se hubiera imaginado que una joven estadounidense que había ido a Petras en un programa de estudios tendría alguna oportunidad con el rey de ese país.

Curiosamente, en ese momento le parecía más fascinante que nunca. Se había acostado con aquel hombre durante cinco años. Lo había visto desnudo innumerables veces. El misterio debería haber desaparecido. Sabía que no incendiaban las sábanas, nunca había sido así. Era culpa suya, al menos eso había creído siempre. Kairos era su único amante, de modo que no podía compararlo con nadie.

Aparentemente, Kairos buscaba mujeres que se pintaban los labios de rojo y con ellas las cosas eran diferentes. Él era diferente.

La rabia se mezclaba con el deseo que se amotinaba en su interior.

Pasó las manos por el torso masculino, con el calor de su piel quemándola. Debería sentirse asqueada. No debería querer tocarlo, pero lo deseaba tanto… Si había estado con otra mujer, la borraría de su mente. La borraría de su cuerpo con el suyo. Haría lo que no había conseguido hacer en esos cinco años de matrimonio: que Kairos la desease.

Y entonces lo dejaría.

Se inclinó hacia delante para rozarle el mentón con los dientes y él emitió un gruñido mientras tiraba hacia abajo del vestido, dejando que cayera al suelo. Tabitha no lo reconocía en ese momento, no se reconocía a sí misma.

–¿Has estado con otra mujer? –formuló la pregunta con los dientes apretados mientras le desabrochaba la hebilla del cinturón.

Kairos se inclinó hacia delante, buscando su boca en un beso violento, duro. Hiriente. La obligó a abrir los labios con la lengua, deslizándose en su boca profunda e implacablemente. La pregunta sin respuesta hervía entre ellos, atizando la llama del deseo.

Kairos tiró hacia abajo del sujetador para descubrir sus pechos e inclinó la cabeza para tomar un erecto pezón con los labios y tirar con fuerza. Tabitha gimió, enredando los dedos en su pelo, sujetándolo contra ella. Quería castigarlo por esa noche, por los últimos cinco años. No sabía qué hacer más que castigarlo con el deseo que llevaba tanto tiempo ocultando. Hasta esa noche nunca se habían levantado la voz y, sin embargo, Kairos se mostraba más apasionado que nunca.

Tal vez a él le pasaba lo mismo. Era un castigo, pero uno al que Tabitha se sometería con gusto. Porque ella saldría de aquello dolida, destruida, pero él tampoco saldría ileso del encuentro.

Kairos deslizó la lengua entre sus pechos, dejando un rastro abrasador, antes de reclamar su boca por fin. Metió una mano entre ellos para liberar su miembro, ardiente y duro como nunca.

Tabitha puso las manos sobre sus hombros y deslizó hacia atrás la camisa, rozándolo con las uñas, disfrutando del gruñido que él emitió como respuesta.

Entonces, de repente, él la sentó sobre el escritorio para colocarse entre sus muslos abiertos y empujó su miembro contra la húmeda y sensible carne, aún oculta por las bragas, enviando una oleada de placer por todo su cuerpo.

–Respóndeme –insistió ella, clavando las uñas en sus hombros.

Kairos apartó a un lado sus bragas para rozar el escondido y sensible capullo con las puntas de los dedos.

–¿Quieres saber si he hecho esto con otra mujer? –su tono era ronco, jadeante, mientras empujaba el glande hacia su entrada.

–Responde a mi pregunta –insistió ella, casi sin despegar los labios.

–Creo que eso no cambiaría nada.

Tabitha notó que le ardía la cara de vergüenza. Tenía razón. En aquel momento no podría decir que no.

–¿Por eso no me lo dices? ¿Por miedo a que me aparte?

–Estoy acostumbrado a que te apartes, Tabitha. ¿Por qué voy a perder el tiempo lamentándolo?

Ella deslizó las manos por su ancha espalda y apretó su trasero.

–Lamentarás esto –murmuró, empujando las caderas hacia delante para sentir el roce de su miembro–. Lamentarás perder esto.

–No –dijo él.

Y a Tabitha se le encogió el corazón. Por un momento pensó que quería decir que no lamentaría perderla. Que, de nuevo, solo ella estaba experimentando una emoción diferente.

–No he tocado a ninguna otra mujer. Ella me hizo proposiciones… me susurró al oído. Y yo le dije que no.

La besó antes de hundirse en su cuerpo y, cuando ella dejó escapar un gemido, aprovechó para besarla apasionadamente mientras empujaba las caderas hacia delante, apartándose ligeramente antes de enterrarse del todo en su interior.

Un gemido ronco escapó de sus labios, el placer fue como una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Tabitha envolvió las piernas en su cintura, animándolo, urgiéndolo a ir más deprisa. No tenía paciencia. No quería hacer un esfuerzo para controlarse. No había nada más que él, nada más que aquello. Nada más que cinco años de rabia y frustración quedando al descubierto a medida que se libraban de las inhibiciones.

Notó las sacudidas del cuerpo de Kairos, el placer robándole el control. Y le gustó. Se sintió orgullosa, pero no era suficiente. Quería darle placer, desde luego. Quería que pensara en aquello más tarde, que lamentase los años que habían desperdiciado. Que recordase ese momento y le doliese para siempre, durante el resto de su vida. Daba igual que volviera a casarse, que otra mujer le diese hijos o no. Quería que pensase en ella para siempre.

Pero el placer no era suficiente. También quería castigarlo y le clavó las uñas en los hombros antes de inclinar la cabeza para morderlo en el cuello con todas sus fuerzas. Kairos empujó las caderas hacia delante para rozar el sensible capullo y Tabitha supo que estaba intentando hacer lo mismo que ella. Como si se mereciese su ira. Como si ella se mereciese aquel placer airado. Él era el responsable del fracaso de su matrimonio, aquello era culpa suya.

Recibía cada embestida sin echarse atrás, respondía a cada gemido con uno suyo. Había sido pasiva durante demasiado tiempo. La esposa perfecta que nunca era suficiente. Entonces, ¿para qué molestarse? ¿Por qué no romper del todo?

Cerró los ojos, besándolo con toda la rabia, el deseo y el pesar que tenía dentro, el gesto los empujaba a los dos al precipicio. Había pasado tanto tiempo… No solo desde la última vez que estuvo con él, sino desde que había encontrado placer entre sus brazos. Tantos meses acostándose juntos cuando estaba en el periodo óptimo del ciclo; encuentros superficiales que no significaban nada y que no sabían a nada.

Aquella noche era diferente. Había tenido orgasmos antes, pero nada parecido a aquello. Nada tan apasionado, tan devastador. Era una experiencia completamente diferente. Estaba cayendo en la oscuridad sin saber cuándo llegaría al fondo. Lo único que sabía era que llegaría y sería más doloroso que nunca. Pero por el momento solo estaba cayendo, con él.

Su última vez. La última vez que estarían juntos.

Le daban ganas de llorar. Aquel era el final para ellos. El último clavo en el ataúd de su matrimonio. Y lo necesitaba desesperadamente. Y le dolía. Quería transportarse a sí misma al futuro, a un momento en el que ya estaría curada de las heridas que quedarían cuando se separasen por fin. Un momento en el que hubiese aprendido a ser solo Tabitha otra vez, y no Tabitha, la reina de Petras, la esposa del rey Kairos. Solo Tabitha.

Sin embargo, le gustaría que aquel momento durase para siempre. Querría agarrarse a él y no soltarlo nunca.

Y por eso tenía que apartarse. Necesitaba apartarse.

El placer se alargó, el empuje de las olas no parecía cesar y Tabitha no encontraba aliento. No podía pensar. No era justo. ¿Por qué tenía que pasar precisamente cuando había decidido pedir el divorcio? Siempre había creído que aquello estaba a su alcance, que podía ser liberado de algún modo, pero nunca habían encontrado la forma de hacerlo. Hasta ese momento. Ese último momento.

Por fin, la tormenta cesó, dejándolos saciados, agotados. Tabitha estaba exhausta, no le quedaba nada que dar. Ni rabia, ni deseo. Solo una tristeza infinita por aquello en lo que se había convertido su vida.

Miró al hombre que la abrazaba, el hombre que seguía dentro de ella. El hombre al que había hecho promesas matrimoniales.

Un hombre que seguía siendo un extraño cinco años después de hacer el amor con él por primera vez.

–Te odio –le espetó, con un tono destemplado que la sorprendió hasta a ella misma. Una lágrima se deslizó por su mejilla y no se molestó en apartarla–. Por cada uno de los cinco años que has desaprovechado, te odio. Por ser mi marido, pero no haberlo sido nunca de verdad. Por no darme un hijo. Por hacer que te desee…

Kairos se apartó, mirándola con expresión seria.

–A ver si lo adivino, también me odias por eso.

–Así es. Pero lo bueno es que después de hoy no tendremos que volver a vernos.

–No lo creo, agape. Creo que tendremos que volver a vernos muchas veces. Nuestro divorcio será muy complicado. Habrá que lidiar con los medios, con el público… habrá muchos días en los tribunales…

–Firmamos un acuerdo prematrimonial y recuerdo bien los términos –lo interrumpió ella–. No recibiré nada y me parece bien. Ya he recibido más que suficiente de ti.

Kairos no apartó la mirada mientras se inclinaba para vestirse a toda prisa.

Ya estaba, todo había terminado.

Se dirigió a la puerta con las piernas temblorosas, moviéndose como empujada por las olas.

–Tabitha –la llamo él con tono seco–. Quiero que sepas que yo no te odio.

–¿Ah, no? –cuando se volvió para mirarlo se encontró con el rostro impenetrable de una estatua.

Él negó con la cabeza, despacio, sin dejar de mirarla a los ojos.

–No, lo que siento… –Kairos hizo una pausa–. No siento nada.

Tabitha sintió como si la hubiese apuñalado en el corazón. La angustia reemplazó al placer, a la satisfacción que había experimentado unos minutos antes. No sentía nada. Incluso en aquel momento, no sentía nada.

Tuvo que aferrarse a la rabia para no derrumbarse.

–Acabas de hacerme el amor sobre un escritorio, en tu despacho –le recordó–. Deberías sentir algo.

Se hacía la valiente. Era eso o ponerse a llorar.

La expresión de Kairos seguía siendo impasible.

–No eres la primera mujer a la que hago mía en este despacho.

Tabitha tragó saliva, parpadeando para controlar las lágrimas. Si le hubiese gritado, si hubiese dicho que él también la odiaba, se habría preguntado si estaba haciendo lo correcto. Pero esos ojos negros, sin alma, no mentían. No sentía nada. Le era indiferente incluso en ese momento.

Había oído decir que el odio era mortal, pero ella sabía que no era así. Era la indiferencia lo que mataba. Y Kairos la había dejado herida de muerte.

–Le deseo suerte en su búsqueda de una nueva esposa, Majestad –le espetó.

Y luego salió del despacho, y de su vida.

Capítulo 3

DÓNDE está tu mujer, Kairos?

El príncipe Andres, su reformado hermano, entró en el despacho. Los cristales del vaso que Tabitha había roto dos días antes seguían en el suelo y también la mancha oscura en el papel pintado de la pared porque no había querido que nadie entrase en esa habitación.

Era un recordatorio de lo que había ocurrido la noche que Tabitha se marchó. Se lo decía casi tan alto como su maldita conciencia.

«No siento nada».

Mentira. Por supuesto que era mentira. Ella lo había desnudado, lo había dejado reducido a una masa de deseo que no podía controlar.

Otra mujer que se alejaba de él amenazando con dejarlo solo, con su orgullo sangrando.

No podía permitirlo, otra vez no. Por eso le había dicho que no sentía nada.

Y Tabitha se había ido.

–¿Por qué lo preguntas? ¿Qué has oído? –Kairos no se molestó en darle una explicación sobre la mancha de la pared, que su hermano estaba mirando en ese momento.

–No mucho. Zara me ha dicho que llamó para preguntar si ibas a usar el ático esta semana y me pregunté por qué demonios tendría Tabitha que recurrir a subterfugios para saber qué hacía su marido.

Kairos apretó los dientes, mirando los cristales del suelo.

«No siento nada».

Ojalá fuese cierto. Sentía… ni siquiera podía ponerle nombre a las emociones que se amotinaban en su interior. Se sentía encolerizado, traicionado. Tabitha era su mujer. La había convertido en reina de Petras y ella tenía la osadía de traicionarlo.

–¿Ninguna explicación?

–Seguramente quería ir de compras sin miedo a las consecuencias.

–Ya, claro. ¿Las arcas de Petras están tan vacías que teme que te enfades? ¿O es que ya no hay espacio para los zapatos en su vestidor?

Kairos no sabía nada sobre el vestidor de Tabitha. Nunca había mirado nada, aparte de la cama, cuando estaba en su habitación.

–Me ha dejado –dijo por fin, las palabras fueron como ácido en su lengua.

Andres tuvo la decencia de parecer sorprendido. Algo curioso porque a su libertino hermano no le sorprendía nada.

–¿Tabitha te ha dejado?

–Sí.

–¿Tabitha, que apenas frunce el ceño en público por miedo a provocar un escándalo?

Kairos se pasó una mano por la cara.

–Es la única Tabitha que conozco.

–No me lo creo.

–Yo tampoco –admitió él, mirando los cristales del suelo, como restos de un accidente de tráfico en la autopista. Sí, ese sería un buen símil de los últimos días.

«Te odio».

Tuvo que cerrar los ojos de nuevo para controlar el dolor. ¿Qué había hecho para que su esposa lo odiase? ¿No se lo había dado todo?

Un hijo. Tabitha quería un hijo.

Sí, había fallado en eso. Pero, maldita fuera, le había dado un palacio, una corona. Algunas mujeres estarían encantadas.

–¿Qué le has hecho?

–Tal vez haya sido demasiado generoso –respondió Kairos con sequedad–. Le he dado demasiada libertad. O tal vez su tiara de diamantes es demasiado pesada.

–No lo sabes –dijo Andres, con tono de incredulidad.

–Pues claro que no lo sé. No sabía que fuera tan infeliz –respondió Kairos. Pero la mentira era como un plomo dentro de su pecho.

«Lo sabías. Pero no sabías cómo solucionarlo».

–Sé que no llevo mucho tiempo casado…

–Una semana, Andres. Si vas a empezar a repartir consejos matrimoniales antes de que se haya secado la tinta de tu certificado de matrimonio reabriré las mazmorras solo para ti.

–Tal vez si hubieras abierto las mazmorras para Tabitha no se habría ido.

–No voy a tener prisionera a mi esposa –replicó él. Aunque era tentador.

Andres enarcó una ceja.

–No quería decir eso.

Kairos recordó esa última noche en el despacho. En lo que había sentido teniéndola entre sus brazos. Su reina de hielo de repente transformada en una llama viva…

«Te odio».

–No tenemos ese tipo de relación.

Andres soltó una carcajada.

–A lo mejor ese es el problema.

–No todo tiene que ver con el sexo.

–Yo creo que sí, pero puedes seguir agarrándote a tus ilusiones si eso te hace feliz.

–¿Qué es lo que quieres, Andres?

–Comprobar si estás bien.

Kairos abrió los brazos.

–¿Estoy muerto y enterrado?

Su hermano enarcó una ceja de nuevo.

–No, pero tu mujer se ha ido.

–¿Y bien?

–¿Piensas buscar otra esposa?

Tendría que hacerlo, no había otra alternativa. Aunque la idea lo llenaba de angustia. A pesar de todo, no quería a nadie más que a Tabitha.

Y después de haber saboreado la pasión que siempre había intuido entre ellos, como una promesa nunca cumplida hasta ese momento…

Olvidarla no sería tan fácil.

–No quiero una nueva esposa.

–Entonces, tendrás que recuperar a la antigua, supongo.

Kairos fulminó a su hermano con la mirada.

–Ocúpate de tu vida, que yo me ocuparé de la mía –hizo una pausa, mirando la pila de cristales rotos. Lo único que quedaba de su matrimonio–. No voy a retenerla contra su voluntad. Si Tabitha quiere el divorcio, tendrá su maldito divorcio.

Tabitha no había visto a Kairos en cuatro semanas. Cuatro semanas mirando la pared con los ojos secos. No había llorado desde que derramó esa solitaria lágrima en su despacho. Desde que le dijo cuánto lo odiaba, y lo decía en serio, con todo su corazón. No había llorado.

«¿Por qué vas a llorar por un marido al que odias?». «¿Por qué llorar por un marido que no siente nada por ti?».

No tenía sentido, de modo que no había llorado. Al parecer, ella era una persona sensata incluso cuando se trataba del divorcio.

Pero era ligeramente menos sensata cuando se trataba de otras cosas. Y, por eso, había tardado una semana en darse cuenta de que debía ir al ginecólogo. No tenía más remedio que acudir al que siempre la trataba. Era un riesgo, porque el médico era empleado de la familia real, pero la alternativa era acudir a un desconocido, un médico en el que no confiase. La noticia de su separación ya había llegado a las primeras páginas de los periódicos y si acudía a un ginecólogo particular y este hablaba con la prensa todo explotaría. No, no podía arriesgarse.

Tragó saliva mientras se sentaba sobre la camilla, esperando el resultado del análisis de sangre que acababan de hacerle.

Había esperado demasiado para ir al ginecólogo porque su ciclo menstrual nunca empezaba a tiempo. Durante años, esos retrasos le habían hecho albergar la esperanza de haber concebido un hijo por fin.

Nunca había sido así. Nunca.

Pero había pasado una semana. Y Kairos y ella habían mantenido relaciones sin preservativo. Aunque siempre era así. Durante cinco años habían mantenido relaciones sin ningún tipo de protección y no había habido hijos. El destino no podía ser tan cruel. ¿Cómo podía Dios ignorar sus plegarias durante cinco años y responderlas en el peor momento posible?

No podía ser.

Por primera vez en cinco años, cuando el médico volvió a la consulta con expresión inescrutable, Tabitha esperó que el resultado de la prueba fuera negativo. Lo necesitaba. Necesitaba escuchar esas palabras.

Sabía que no podía seguir viviendo con Kairos. Estaba confirmado: no había nada entre ellos. A él le era indiferente y ella… sentía demasiado. No podía vivir así. Sencillamente, no podía.

–Majestad –empezó a decir el doctor Anderson–. Había esperado que el rey la acompañase.

–Si lee los periódicos sabrá que el rey y yo estamos en trámites de divorcio. No he visto ninguna razón para pedirle que me acompañase.

El hombre bajó la mirada y a Tabitha se le encogió el corazón.

Un simple «no» era una respuesta sencilla y no requería la presencia de Kairos.

–Sí, sé lo del divorcio –asintió el médico–. Todos los empleados de la familia real han sido informados, por supuesto.

–¿Ya tiene el resultado de la prueba? No juegue conmigo, doctor Anderson. Ya he tenido más que suficiente.

–Yo solo…

–Esto ya no tiene nada que ver con él –Tabitha sabía que estaba empezando a parecer histérica–. Lo he dejado para que no fuese el centro de todo. No tenemos por qué seguir hablando de él.

–Pero el resultado es positivo, Majestad –anunció el médico con expresión seria–. Y supongo que debo felicitarla.

Antes de saber que iba a divorciarse, el doctor Anderson siempre se había mostrado amable con ella, pero en aquel momento era decididamente frío. Por lealtad al rey, evidentemente.

Tabitha estaba ligeramente mareada. Sentía como si estuviera a punto de desmayarse y agradecía estar sentada en la camilla. Si hubiera estado de pie seguramente se habría caído al suelo.

–¿Positivo?

–Basándome en las fechas que me ha dado, yo diría que está de…

–Sé exactamente de cuánto tiempo estoy –lo interrumpió Tabitha.

Las imágenes de esa noche aparecieron en su mente. Kairos sentándola en el escritorio, hundiéndose en ella, derramándose en su interior mientras perdían la cabeza en un momento de placer inusitado. Sí, no había duda de cuándo había concebido. El día uno de enero.

El primer día del año, el que marcaba un nuevo comienzo. Y lo único que tenía era una cadena que la ataba a Kairos cuando por fin había decidido recuperar su libertad.

Tenía que ocurrir en ese momento, cuando había dejado escapar el férreo control sobre sí misma, cuando había olvidado sus inhibiciones. Había muchas razones por las que se había controlado con mano de hierro durante todos esos años. Siempre había sospechado que no podía confiar en sí misma, que sería un desastre actuar sin pensar en las consecuencias.

Había hecho bien en desconfiar.

Tabitha cerró los ojos, angustiada.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó el doctor Anderson.

–¿Tengo aspecto de estar bien? –replicó ella, hiriente.

–Yo solo… ¿el bebé es hijo del rey?

Tabitha levantó la cabeza, airada.

–Es mi hijo. Eso es lo único que puedo pensar en este momento.

El doctor Anderson vaciló.

–Solo quería comprobar que no había hecho algo que no debía.

En ese momento la puerta de la consulta se abrió de golpe. Tabitha volvió la cabeza y el corazón empezó a golpearle con fuerza el esternón. Allí estaba Kairos, como un ángel caído, vibrando de ira.

–Déjenos solos –le ordenó al médico.

–Por supuesto, Majestad.

El médico salió a toda prisa de la consulta. Al parecer, la confidencialidad entre médico y paciente no existía cuando se trataba del rey.

Quien pronto sería su exmarido la miraba como si fuese la más baja y vil de las criaturas. Como si tuviera algún derecho. Como si pudiera juzgarla después de lo que había dicho. Después de lo que había hecho.

–¿Qué ocurre, Kairos? –le preguntó, intentando mostrar una calma que no sentía. Era su especialidad. Después de tantos años ocultando sus sentimientos bajo una máscara, era tan fácil para ella como respirar.

–Parece que voy a ser padre –él la miraba con un brillo de ira en los ojos. La indiferencia, la calma que había mostrado la noche que lo dejó plantado en el despacho habían desaparecido. En ese momento casi temblaba de emoción.

–Estás haciendo suposiciones.

Kairos golpeó la camilla con las manos.

–No juegues conmigo, Tabitha. Los dos sabemos que es hijo mío.

–No, tú no puedes saberlo. Llevábamos mucho tiempo sin acostarnos juntos antes de la última vez –le espetó. El dolor la volvía cruel. No lo sabía. Nunca le habían roto el corazón antes de Kairos.

–Soy el único hombre con el que has estado en toda tu vida. Eras virgen antes de que te hiciese mía por primera vez. Y, sinceramente, dudo que te echases en brazos de otro amante después de estar conmigo.

Ella tragó saliva, mirándose las manos.

–Lo dices como si me conocieras bien, pero los dos sabemos que no es así. Y también sabemos que no sientes nada por mí.

–En este momento siento muchas cosas.

–Acabo de enterarme, no es que te lo haya ocultado. ¿Y a qué viene entrar así, como un cavernícola?

–El doctor Anderson me llamó. ¿Por qué no me habías dicho que ibas a hacerte una prueba?

–Porque no –respondió ella mirando la pared–. Eso es lo bueno del divorcio, que ya no tengo que incluirte en mi vida. Soy mi propia persona, no una mitad de la pareja más disfuncional del mundo. Pero te lo hubiese contado… aunque solo fuera porque la prensa no me permitiría mantenerlo en secreto.

–Qué honesto por tu parte. Ibas a informarme de mi futura paternidad porque los medios de comunicación no te permitirían mantenerlo en secreto. Dime, ¿habrías dejado que me enterase por los periódicos?

–Es lo que te hubieras merecido. No he notado tu ausencia en las últimas cuatro semanas porque es así como me he sentido siempre, sola. El sexo una vez al mes no puede compensar eso.

–Contén tu venenosa lengua por un momento. Tenemos un asunto serio al que enfrentarnos.

–No hay ningún asunto al que enfrentarse –replicó ella, llevándose una protectora mano al abdomen.

–¿Qué creías que iba a sugerir? –Kairos la miró con un gesto de incredulidad–. No pensarías que iba a sugerir que te librases de nuestro hijo, ¿verdad? Que tú y yo estemos pasando por un momento difícil…

–No, no había pensado que quisieras eso. ¿Y qué quieres decir con «un momento difícil»? No estamos pasando por un momento difícil, Kairos. Al contrario, estamos pasando por el mejor momento en muchos años. Ya no estamos juntos y eso es lo que ambos necesitamos.

–No, ya no. Eso es imposible.

Tabitha se levantó, sintiéndose un poco mareada.

–No soy de tu propiedad, puedo divorciarme de ti si quiero.

–Soy el rey de Petras.

–Y yo soy una ciudadana estadounidense.

–Y también ciudadana de Petras.

–Estoy dispuesta a tirar mi pasaporte de Petras al río. Mientras me dejes en paz, claro.

–No vamos a hablar de esto aquí –dijo Kairos con los dientes apretados–. Vístete, nos vamos.

–He venido en mi coche.

–En mi coche, con mi chófer, que te ha traído desde mi ático, en el que te alojas ahora mismo.

–Hablaremos de eso más tarde –respondió Tabitha, notando que le ardían las mejillas. Que le recordara que dependía de él para no quedarse en la calle era humillante. Particularmente después de haber dicho que no quería nada de él.

–He enviado al chófer a casa, así que yo te llevaré.

Kairos se quedó frente a la puerta, con los brazos cruzados y los ojos clavados en ella.

–Date la vuelta. Tengo que vestirme.

–No es nada que no haya visto antes, agape.

–Raras veces.

Las hirientes palabras quedaron suspendidas en el aire y Tabitha se sintió culpable. Sí, su desastrosa vida marital era en parte culpa suya, pero que la tocase solo por sentido del deber había empezado a desesperarla.

Al final, era más fácil cerrar los ojos y pensar en otras cosas. Esperar que todo fuese rápido, no sentir ninguna conexión con él, levantar un muro alrededor de su corazón y de su cuerpo. Cuanto menos sintiera durante el sexo, menos doloroso sería cuando terminase. Menos decepcionante cada vez que Kairos se levantaba inmediatamente después, o cada vez que el resultado de las pruebas era negativo. Menos disgustada porque cualquier intimidad entre ellos tenía como único objetivo engendrar un hijo que ocupase el trono.

Sí, los rápidos y decepcionantes encuentros en la oscuridad habían sido en parte culpa suya.

–Como desee, Majestad –asintió él mientras se daba la vuelta.

Tabitha mantuvo los ojos clavados en su espalda mientras se quitaba la bata del hospital, fijándose en cómo la chaqueta se ajustada a sus anchos hombros. Era un hombre muy atractivo, no podía negarlo. Y también era un canalla.

Cuando terminó de vestirse carraspeó y Kairos se dio la vuelta, su fiera expresión flaqueó por un momento. En sus ojos había una emoción a la que Tabitha no podía poner nombre.

–Vámonos –dijo entonces.

–¿Dónde vamos?

–Al palacio –Kairos vaciló–. Tenemos cosas que discutir.

–No quiero discutir sobre nada ahora mismo. Acabo de descubrir que estoy embarazada, pero tú tenías que saberlo al mismo tiempo, por supuesto.

–Debías de sospechar que vendría.

–¿Y crees que eso hace que…? –a Tabitha se le quebró entonces la voz–. No debería sentirme triste en este momento. Te odio por eso también. Debería sentirme feliz al saber que estoy embarazada, pero tú me has robado esa felicidad.

–¿Quién te la ha robado, Tabitha? No he sido yo quien ha pedido el divorcio.

–No, pero has dejado bien claro lo que sientes por mí y ahora es como un veneno que corre por mis venas. No tiene arreglo.

Kairos no dijo nada mientras salían de la consulta. El coche estaba en la puerta, uno de los deportivos que tanto disfrutaba conduciendo.

Su marido era un hombre discreto, responsable, serio. Pero le gustaban los coches veloces y disfrutaba conduciéndolos. Demasiado para su gusto, pero Kairos nunca pedía su opinión.

–No estoy de humor para aguantar tus fantasías de ser piloto de Fórmula 1 –le espetó, cruzando los brazos y golpeando el suelo con el pie.

–Qué graciosa. Yo tampoco estoy de humor para soportar tu antipatía y, sin embargo, aquí estamos.

–Te has ganado mi antipatía a pulso.

–Estás tan enfadada… cuando llevas años sin decir nada.

–¿Qué debería haber dicho, señor?

Él soltó un bufido.

–«Señor». Como si fueras tan respetuosa.

Tabitha arqueó una ceja.

–Como si tú te lo merecieras.

Subió al coche y se abrochó el cinturón de seguridad mientras él se sentaba tras el volante.

–¿Qué ha pasado, Tabitha? ¿Qué ha pasado?

–Nada. Tú mismo lo dijiste, no hay nada. Y ya no puedo vivir con eso.

–Vamos a tener un hijo y, evidentemente, el divorcio está fuera de la cuestión –dijo Kairos mientras pisaba el acelerador.

–Pienso seguir adelante con los trámites. No puedes obligarme a seguir casada contigo aunque seas el rey de Petras. No soy un mero súbdito en tu país, tengo mis derechos.

–¿Ah, sí? ¿Y con qué dinero vas a contratar a un abogado para defender esos derechos? Todo lo que tienes es mío.

–Encontraré la manera –insistió ella.

No sabía si podría hacerlo. Era cierto, no tenía nada. Nada en ningún sitio. Había llegado al palacio de Petras desde un hogar pobre, con unos padres que siempre estaban peleándose. Su madre tiraba cosas a la cabeza de su padrastro cada vez que se enfadaba…

Y eso fue antes del desastre.

En su casa nunca había dinero ni comida suficiente. Solo había rabia, broncas continuas. Esa era su herencia, lo único que tenía. Y la razón por la que había jurado que su vida sería diferente. Mejor.

Kairos conducía sin decir una palabra y Tabitha tardó un momento en darse cuenta de que no se dirigía al palacio. Una sensación de miedo la paralizó entonces. Se dio cuenta de que no sabía de lo que era capaz su marido porque no lo conocía. Había estado casada con aquel hombre cinco años y aquel día sabía menos de él que el día que se casaron.

Había sido su secretaria durante tres años, antes de casarse con él. Tres años en los que había cultivado un encandilamiento adolescente. Entonces Kairos sonreía más, se reía con ella a veces.

Pero eso fue antes de la muerte de su padre, antes de que el peso de la nación recayese sobre sus hombros. Antes de que su compromiso con Francesca se rompiese por culpa de su impetuoso hermano menor. Antes de verse forzado a buscar una esposa a la que nunca había deseado y menos amado.

Esos años como su secretaria habían sido como estar en la entrada de un bosque. Lo miraba y pensaba: «Lo reconozco, es un bosque». Ser su mujer era como dar un paseo por él, descubrir nuevos peligros, descubrir que era tan oscuro que apenas podía ver lo que tenía delante. Descubrir que no tenía ni idea de dónde llevaba el sendero que había entre los árboles y donde podría encontrar su libertad. Sí, cuanto más se adentraba en ese bosque, menos sabía.

–No pensarás lanzar el coche al río o algo así de dramático, ¿verdad? –le preguntó, medio en broma.

–No seas boba. Llevamos cinco años intentando engendrar un heredero y no voy a estropearlo todo ahora que lo hemos conseguido.

–Ah, pero de no ser así te lanzarías por un precipicio. Me alegra saberlo.

–¿Y dejar a Andres en el trono? No digas tonterías.

–¿Dónde vamos? ¿Qué tienes planeado? –le preguntó, sintiendo que se le erizaba el vello de la nuca.

–¿Yo? Tal vez no tenga nada planeado. Tal vez solo estoy siendo espontáneo.

–No lo creo.

–¿Estás convencida de que yo no te conozco y, sin embargo, crees conocerme a mí, agape? Eso no es justo.

Tabitha no creía conocerlo, pero no pensaba admitirlo.

–Eres un hombre, Kairos. Un hombre particularmente previsible, además.

–Si me importase tu opinión me sentiría dolido. Por suerte, no me importa.

Kairos entró en el aeropuerto privado que usaba la familia real y a Tabitha se le encogió el corazón. Sus sospechas habían sido confirmadas.

–¿Dónde crees que vamos?

–Esta es la situación, mi querida esposa: o vienes conmigo ahora o haremos esto en Petras.

–¿Hacer qué exactamente?

–Llegar a un acuerdo sobre qué vamos a hacer ahora que estamos esperando un hijo. Y cuando digo llegar a un acuerdo quiero decir que yo decidiré. No olvides que soy el rey. Las leyes que rigen para el resto de los ciudadanos de Petras no se me aplican a mí.

Tabitha lo miró, furiosa.

–¿Desde cuándo? Nunca has sido particularmente flexible, pero tampoco has sido un dictador.

–Tampoco he sido padre nunca. Y es la primera vez que mi esposa amenaza con dejarme.

–No he amenazado con dejarte, Kairos. Te he dejado. Hay una diferencia.

–Da igual. Ven conmigo y hablaremos del asunto. Si te niegas, conseguiré la custodia de nuestro hijo y no volverás a verlo. Te doy mi palabra. Y, al contrario que tú, cuando doy mi palabra la cumplo.

Capítulo 4

KAIROS miró a su mujer, sentada frente a él en el avión privado. Tenía la sensación de que estaba tramando su asesinato. Por suerte, Tabitha no era muy fuerte o empezaría a temer que le clavase un cuchillo. Aunque en ese momento parecía capaz de intentar asesinarlo con un simple tenedor. Y era en cierto modo comprensible, pero debía salvaguardar sus intereses y eso pensaba hacer.

No podía ser blando.

Tabitha estaba esperando un hijo, su heredero. Por fin.

En cualquier otro momento eso hubiera sido causa de celebración. Había cumplido la promesa hecha a un padre al que nunca había podido complacer del todo.

En cuanto lo descubrió, su único pensamiento fue cómo iba a retener a Tabitha a su lado. No sabía qué haría después, pero había logrado llevarla al avión y se dirigían a su isla privada en la costa griega. La villa siempre había sido usada por la familia real de Petras para pasar las vacaciones, pero nunca había llevado a Tabitha allí porque no había tomado vacaciones desde que se casaron.

Por supuesto, aquellas no serían unas vacaciones. Algunos podrían llamarlo secuestro, pero él era un rey, de modo que tal vez podría clasificarlo como una especie de «detención política». Después de todo, Tabitha llevaba en su seno al heredero del trono de Petras y si se fuera del país sería ella quien estaría secuestrando al niño.

Al menos, así era como Kairos justificaba su comportamiento. Y era el rey, de modo que solo tenía que darse explicaciones a sí mismo.

Tabitha no parecía enfadada, sino tan serena como siempre, con las manos sobre el regazo, las piernas cruzadas por los tobillos y el precioso cuello estirado mientras miraba por la ventanilla. Conseguía parecer a la vez flemática y arrogante, algo que solo podía hacer Tabitha.

Su matrimonio era tan superficial que podía estar días enteros sin verla. Aunque estuviesen en la misma habitación. Miraba en su dirección, pero nunca la veía de verdad. Era fácil estar una semana sin hablarse, comunicándose a través de los empleados del palacio.

Pero en las últimas cuatro semanas todo había cambiado. Tabitha le había pedido el divorcio, él le había rasgado la ropa para tomarla como si fuera un salvaje y estaban esperando un hijo.

En las últimas cuatro semanas habían ocurrido más cosas que en los cinco años que llevaban casados. No podía perdonarse por haber actuado como lo hizo esa noche. Estaba furioso, encolerizado porque Tabitha quisiera dejarlo después de todo lo que había hecho por ella. Furioso porque sus planes no iban a cumplirse.

Se había imaginado que estarían casados para siempre. Nunca se le había ocurrido pensar que se divorciarían.

–¿Estás cómoda? –le preguntó, porque no se le ocurría otra cosa que decir y le resultaba incómodo el papel de bestia sin civilizar.

Él era un hombre responsable, civilizado. Su padre le había inculcado la importancia de la corona desde niño y Kairos siempre se lo había tomado muy en serio.

El control era fundamental. El deber, el honor, el sacrificio.

Y le sorprendía lo fácil que había olvidado todo eso en cuanto su esposa le mostró los papeles del divorcio.

Por eso estaba intentando recuperarla.

«Y por eso la has secuestrado». «Estupendo».

–Sí, mucho –respondió ella con un hilo de voz–. Pero no tengo que decirte lo cómodo que es tu avión privado. Ya lo sabes.

–Desde luego.

–¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para ti antes de viajar en este avión?

–Un par de meses, creo –respondió él como si no lo recordase bien. Pero sí lo recordaba. Había algo tan ingenuo y sincero en su reacción ante el avión privado… un contraste total con la indiferencia de su antigua prometida, Francesca.

Ya entonces había comparado a las dos mujeres. Francesca estaba hecha para ser una reina, por eso la había elegido. El amor nunca tuvo nada que ver. Había nacido en el seno de una familia aristocrática y la habían educado para ser la esposa de un líder político desde la infancia.

Por supuesto, todo eso le había explotado en la cara cuando se acostó con su hermano. Seguramente no había sido su intención que se hiciese público, truncando sus posibilidades de convertirse en reina de Petras, pero el vídeo había corrido por las redes como la pólvora y la boda fue cancelada.

Necesitaba encontrar una esposa a toda prisa y por eso eligió a Tabitha. Una decisión lógica, había pensado entonces.

Tal vez todas las mujeres estaban destinadas a volverse locas en algún momento de su vida. Su madre lo había hecho cuando dejó a su marido y a sus hijos una noche para no volver nunca. Francesca también cuando se acostó con Andres. Evidentemente, Tabitha era la nueva víctima de esa ola de locura.

«O tal vez lo seas tú».

Kairos apretó los dientes.

–Entonces me impresionó –estaba diciendo Tabitha–. Y sigue impresionándome. Lo que no me impresiona es que me hayas secuestrado.

–Ha sido una negociación, no un secuestro. Me imagino que entenderás la diferencia.

–El resultado es el mismo, ¿por qué iba a importarme la semántica?

–El avión te impresionó mucho –insistió Kairos.

–No me digas que te acuerdas.

–Pues claro que me acuerdo. Eras muy joven y estabas emocionada por todo lo que veías en Petras. Especialmente todo lo que tuviese que ver con el palacio y la familia real. Yo sabía que provenías de una familia modesta…

–Es una forma muy generosa de describirla.

–Una familia pobre entonces. Sí, lo sabía. Pero eras inteligente, entusiasta y la persona perfecta para ese puesto. Estabas motivada en parte por tu pasado, seguramente más que las otras candidatas.

–¿Por eso me elegiste para ser tu esposa?

Kairos sabía que había algo oculto tras esa pregunta, pero no entendía qué.

–Por eso y porque te conocía bien.

Ella soltó un bufido mientras descruzaba las piernas y volvía a cruzarlas luego en dirección opuesta.

–Ah, me conocías. Qué romántico.

–¿Te prometí romance alguna vez, Tabitha? –le preguntó él con tono glacial–. No, no lo hice. Te dije que te sería fiel y lo he sido. Te dije que sería leal y lo he sido. Que cumpliría con mi deber para con mi país… He hecho todo eso. Eres tú quien ha decidido que no era suficiente.

No le había mentido. No le había prometido romance o emociones que, en su opinión, eran una señal de debilidad. Había prometido un compromiso y lo había cumplido.

Pero ella no parecía entenderlo. Había pensado que Tabitha era como él, que entendía que el sacrificio, el deber y el honor eran más importantes que las emociones.

–Un matrimonio en teoría es diferente a un matrimonio de verdad. No puedes hacerme responsable por suponer algo antes de… tener una relación.

–Todo el mundo hace promesas antes de casarse.

–Y a veces los matrimonios se rompen porque, a pesar de las buenas intenciones, la relación no funciona.

–Yo no soy vidente. No sé por qué me haces responsable de no cumplir expectativas de las que nunca me hablaste. Aparte de no poder ver el futuro, tampoco sé leer tus pensamientos.

–Aunque pudieras, seguramente pensarías que no merecían la pena.

–¿Cuándo te has vuelto tan antipática? –le preguntó Kairos entonces, sin disimular su mal humor–. No eras así antes de casarnos.

–Antes de casarnos me pagabas por ser tu secretaria, no tu mujer.

–Cuando te propuse matrimonio dejé muy claro que el nuestro no sería un matrimonio normal, que lo importante era cumplir con mi deber.

–Bueno, entonces tal vez nada haya cambiado. Nada más que yo –Tabitha se cruzó de brazos y giró la cabeza, como dando por terminada la conversación.

Kairos apretó los dientes y decidió no volver a hablar con ella hasta que aterrizasen. Una vez en la isla no podría escapar hasta que él lo permitiera.

Si eso podía considerarse un secuestro, que así fuera.

Pero no iba a aceptar el final de su matrimonio sin pelear y cuanto antes se diera cuenta Tabitha, mejor para todos.