E-Pack Bianca julio 2022 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

La prometida del italiano Kim Lawrence "Quiero que te quedes, pero como mi esposa". Sin protocolo Heidi Rice El príncipe acudirá a la recepción en la embajada… solo si ella acepta ser su Cenicienta. Regalo de bodas Cathy Williams El acuerdo: una cita con el millonario. La consecuencia: ¡un secreto de nuevo meses! Matrimonio olvidado Annie West No podía recordar su matrimonio… pero a él lo encontraba irresistible.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca, n.º 310 - julio 2022

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-223-0

Índice

 

Créditos

Índice

La prometida del italiano

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Sin protocolo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Regalo de bodas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Matrimonio olvidado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Zúrich, año y medio antes

 

Maya y Beatrice habían salido pronto, aunque no solas, ya que el minibús que llevaba a los turistas desde la estación de esquí al aeropuerto de Zúrich iba lleno. Se habían quedado aislados debido a un potente frente tormentoso, que había hecho que se cerraran las pistas de esquí los cuatro días anteriores.

A pesar de que la tormenta había pasado, el minibús se había desviado antes de llegar a la terminal. Los mensajes de la compañía aérea que las hermanas habían recibido no eran muy alentadores ni útiles, y los detalles sobre la seguridad del aeropuerto resultaban muy vagos.

Corrían rumores en Internet y también en el bar del hotel cercano al aeropuerto donde Maya y Beatrice habían decidido esperar hasta que saliera el avión.

No eran los únicos viajeros que habían elegido hacerlo, ya que el bar se hallaba atestado de pasajeros enfadados y frustrados que esperaban noticias.

–No estaría mal que nos dieran una respuesta antes de Navidad –comentó Beatrice con el ceño fruncido mientras se sentaba a la barra y volvía a mirar la pantalla del móvil.

–Voy a ir a preguntar.

–Muy bien –dijo Bea sin apartar la vista de la pantalla.

Maya suspiró. No había señales de deshielo. Habían discutido en la estación de esquí y, aunque habían hecho las paces, el ambiente seguía siendo muy frío. Su hermana le había dicho algunas cosas que Maya no se quitaba de la cabeza.

«Qué gracia que precisamente tú me des consejos. Tú, que nunca has tenido una relación con un hombre. En cuanto uno medio decente se te acerca, lo alejas».

A Maya le habían dolido sus palabras.

«Salí meses con Rob».

«Y lo dejaste como a los demás. Y tampoco es que haya habido muchos más. Nunca te han partido el corazón por la sencilla razón de que no te has arriesgado».

«Tú sí, y mira cómo estás», había contestado Maya lamentándolo inmediatamente. «Lo siento, Bea, pero detesto verte tan triste. Sé que has decidido dejar a Dante, pero es evidente que sigue…».

«No hables mal de Dante», le había dicho su hermana, que llevaba varios días haciendo justamente eso. «Sí, he dejado a Dante, pero a veces la gente deja a su pareja. Y la gente se muere. Así es la vida. Y al menos yo tengo una vida». Los ojos azules de Beatrice se habían llenado de lágrimas. «Perdona, no quería decir eso».

Se habían abrazado y reconciliado, pero Maya sabía que su hermana hablaba en serio y que probablemente era verdad.

Pensó en decir algo ingenioso y alegre para animar a su hermana, pero decidió que nada de lo que dijera la haría sentir mejor.

Mientras se alejaba para estirar las piernas miró a Beatrice, que parecía muy desgraciada.

Era difícil ver sufrir a alguien a quien quería.

Quería a Beatrice. A pesar de lo mucho que se peleaban, había un vínculo inquebrantable entre ambas. Sabía que siempre podría contar con ella.

El vínculo no sería más fuerte si fueran hermanas biológicas y los padres de Beatrice no hubieran adoptado a Maya. En realidad, esta creía que era más fuerte, porque tenía una hermana de verdad con la que no tenía relación. Su hermana, hermanastra mejor dicho, solo era un nombre y un rostro en una foto: Violetta. Era evidente que, al igual que la madre biológica de ambas, Violetta no quería conocer a Maya ni sentirse avergonzada por su existencia.

Buscar información sobre su madre biológica era una de las pocas cosas que Maya había hecho sin decírselo a Beatrice ni a su madre adoptiva.

Cuando consiguió comunicarse con Olivia Ramsey, no estaba segura de qué esperar. Esta la invitó a comer. Maya estuvo a punto de contárselo a Beatrice y a su madre, pero no lo hizo. Había pasado año y medio, y también el momento de revelar el secreto.

Y aliviaba el sentimiento de culpa que seguía sintiendo diciéndose que, de ese modo, no corría el peligro de que ellas creyeran que no le bastaban como familia, porque lo eran todo para Maya.

Para ser totalmente sincera, su renuencia a contarles el secreto iba de la mano del deseo de no revivir la forma en que Olivia Ramsey la había rechazado. Aquella mujer bien vestida y de evidente buena posición económica, que la había dado a luz, solo quiso verla para decirle que no había sitio en su vida para la hija a la que había renunciado. Enseñarle la foto de la hija con la que sí quiso quedarse fue el tiro de gracia para la esperanza de Maya de establecer una relación con ella.

No recordaba exactamente qué había respondido a Olivia. Algo así como que le parecía bien y que le agradecería que le entregara una historia médica de la familia por si la necesitaba algún día, a lo que Olivia accedió.

Al preguntarle sobre su padre biológico, esta le contestó que no sabía cómo se llamaba, pero que era muy guapo. Y le explicó, en el mismo tono neutro en que había transcurrido el resto de la conversación, que ella se habría quedado con Maya, si su rico y casado amante del momento se hubiera creído que el bebé era suyo. Pero ¿cómo iba a saber Olivia que se había hecho una vasectomía?

–¡Ay!

La persona que tiraba de la maleta ni siquiera se dio cuenta de que había chocado con Maya, que se ocultó tras un tiesto con una palmera para observar a un joven artista que, en el vestíbulo del hotel, se dedicaba a hacer caricaturas de los recién llegados.

Se frotó la dolorida espinilla y suspiró. La escapada a la estación de esquí, decidida repentinamente, estaba condenada al fracaso desde el principio. Comenzó mal y fue a peor.

Ni siquiera habían llegado al chalé que tan buenos recuerdos de las vacaciones de infancia le traía, cuando comenzó a tener migraña.

Era una señal, reflexionó Maya con pesar, del grave error que suponía el intento de recuperar el pasado. Pero cuando el dueño, un viejo amigo de la familia, se lo ofreció a Beatrice y a ella, tras una cancelación de última hora, les pareció que no debían desaprovechar la oportunidad, ya que, ¿qué mejor lugar, dijo Beatrice, para que Maya se inspirara para la colección de invierno que estaba diseñando para el lanzamiento, largamente pospuesto, de su marca de moda?

Pero trabajaron poco. Y no debido a la migraña de Maya ni al atractivo de las pistas de esquí, sino a la llegada de Dante, el exmarido de Beatrice, que apareció con la fanfarria habitual correspondiente a su posición de príncipe heredero de San Macizo y volvió a sembrar el caos en la vida de las hermanas.

Maya le perdonaba que, por su culpa, su marca de moda no hubiera despegado la primera vez, pero no que hubiera convertido a su hermana, que antes de enamorarse de él era una persona optimista, de las que siempre veía el vaso medio lleno, en una mujer desgraciada. Ahora, cuando sonreía, era evidente que fingía, pues sus ojos seguían transmitiendo tristeza.

Desde su punto de observación, Maya dejó de pensar en el matrimonio de su hermana y contempló fascinada al joven artista realizando las caricaturas con unas cuantas líneas.

En otro tiempo, Maya creyó poseer talento artístico, pero su juvenil confianza en su capacidad no había resistido las burlas y la forma de humillarla de su padrastro.

Ese hombre ya había desaparecido de la vida de las hermanas, y Maya había recuperado la mayor parte de la seguridad en sí misma.

Era probable que, sin darse cuenta, Edward le hubiera hecho un favor, porque había numerosos artistas con mucho más talento que ella.

Mientras observaba al joven pensó que era muy bueno, aunque no todos parecían contentos con sus divertidos retratos. Pero él no se lo tomaba a mal.

–La cantidad prima sobre la calidad –el joven le lanzó el comentario girando la cabeza. Ella se sobresaltó como si la hubiera pillado en falta.

–Creo que tiene mucho talento –Maya sonrió saliendo de detrás de la palmera y acercándose al joven que estrujaba su última creación rechazada y emprendía una nueva.

–Me paga las facturas, al menos algunas. Y es mejor que morirse de hambre en un ático. ¡Otra vez no, por favor! –exclamó al apagarse las luces del hotel.

–¿Es un corte de luz?

–¡Quién sabe! Lleva así toda la mañana. Ah, ahora vuelve.

Su mano volvió a volar sobre el papel y la caricatura cobró vida por arte de magia.

Ella examinó el rostro que aparecía. Una poderosa nariz dividía en dos el rostro de altos pómulos; el labio superior de la boca era sensual y contrastaba con el inferior, firme y algo cruel; la barbilla hendida y la mandíbula, que parecía esculpida en granito, completaban el efecto extremadamente austero.

Si el dueño de aquellos ojos de pestañas largas y rizadas poseía en realidad la mitad de la arrogancia, seguridad en sí mismo y autoridad que en el papel, era evidente que no iba a ser un cliente potencial del artista.

A Maya no le parecía que el sujeto del retrato fuera alguien dispuesto a reírse de sí mismo.

Alzó la vista con curiosidad buscando el modelo. No fue difícil reconocerlo, y no solo porque destacaba por su altura. Era un hombre muy alto y atlético que llevaba un abrigo negro. Su cabello negro, largo y ondulado, peinado hacia atrás, dejaba a la vista su ancha frente. Maya pensó que era difícil que pasara desapercibido.

Percibió no solo el dominio de macho alfa que proyectaba incluso a distancia, sino también el antagonismo que le producía. Decidió centrarse en eso y pasar por alto el cosquilleo que sentía en la pelvis.

Se dijo que solo cabía amarlo u odiarlo, sin término medio. Se sentía repelida y fascinada a la vez, pero la belleza siempre era fascinante, aunque solo se pretendiera encontrar en ella un defecto. Y aquel hombre era estéticamente muy agradable.

El artista avanzó hacia él con el bloc en la mano. Maya volvió a la realidad que la rodeaba. Se dio cuenta, avergonzada, de la intensidad con la que había mirado al hombre, como si estuviera… Agachó la cabeza al tiempo que notaba calor en las mejillas, mientras la expresión «hambrienta de sexo», le acudía al cerebro.

No era algo que negara, en sentido literal, pero era una expresión que, en cierto modo, implicaba que era algo malo. Tal vez lo fuera para algunos, pero, en su caso, el celibato era una decisión consciente, no cuestión de mala suerte ni de miedo, como su hermana le había dicho.

Beatrice era apasionada, y ella precavida. Además creía poseer un débil impulso sexual, por lo que no envidiaba a la pobre Bea.

A veces se preguntaba si su hermana creía haber encontrado con Dante aquello de lo que sus padres habían disfrutado, antes de la desaparición del padre.

¿Cómo se sabía si lo habías hallado? Suponiendo, en primer lugar, que esa persona especial existiera, lo más probable era que la pasaras de largo en la calle. Tal vez por eso la mayoría, o eso le parecía, se conformaba o, como Beatrice, imaginaban que habían encontrado su media naranja, pero, cuando las cosas se torcían, acababan solos e infelices

¿O acaso Bea tenía razón? Tal vez solo tenía miedo de ofrecer su amor a un hombre que la rechazara o de quererlo y perderlo, como le había sucedido a Bea.

Apartó tales pensamientos y se distrajo mirando al modelo de la caricatura.

No había posibilidad de confundirlo con su alma gemela, se dijo mientras se frotaba los antebrazos porque sentía un cosquilleo, a pesar de las capas de ropa.

Decidió no analizar excesivamente tal reacción física a un desconocido porque, aunque algunas personas, Bea incluida, afirmaban que sentirse atraída por alguien no podía decidirse, ella creía que siempre había elección. En su caso, la cabeza siempre predominaría sobre el corazón y las hormonas, no a la inversa.

Y también había que considerar el aspecto puramente práctico. En aquel momento de su vida, el amor o el sexo, ¿acaso había diferencia?, sería una complicación.

Bea y ella intentaban introducirse en el mundo de la moda, y una de las dos debía estar centrada. Su hermana sufría el trauma del divorcio, por lo que ella debía llevar las riendas.

Miró a su hermana, que seguía sentada y con la vista pegada a la pantalla del móvil. En aquellos momentos no era la mejor representación del amor. Maya estaba resuelta a que su felicidad no dependiera de un hombre.

No concebía llegar a sentirse así; no era esa clase de persona. Pero si un hombre la hacía desgraciada, lo abandonaría sin mirar atrás.

 

 

El calor y la aglomeración de gente eran insoportables. Samuele estuvo a punto de volver a salir a la calle, donde nevaba intensamente. Pero tenía dos horas de espera por delante, a juzgar por lo que le había dicho su contacto, que poseía información confidencial sobre la situación en el aeropuerto. Así que sufrir un ataque de hipotermia no iba a resultar de mucha ayuda.

¿Lo haría cualquier otra cosa?

Se sentía muy frustrado sabiendo que había un avión privado esperándolo en la pista, tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Pero esperar allí era la mejor posibilidad de volver a Roma a tiempo para estar con su hermano Cristiano antes de que entrara al quirófano.

Agarró el móvil pensando en volver a llamarlo, pero decidió esperar hasta que le confirmaran la salida del vuelo. No quería prometerle algo que no pudiera cumplir.

Cristiano se hallaba en una grave situación, que no era culpa suya, e iba a tener que sufrirla solo, porque su esposa, a la que adoraba, tenía un problema con los hospitales. Violetta no soportaba las cosas desagradables de la vida ni estaba dispuesta a apoyar a su esposo, mientras le hacían una biopsia cerebral para descubrir los motivos de los insoportables dolores de cabeza y otro síntomas que llevaba padeciendo en silencio los seis meses anteriores.

 

 

«Rompió a llorar cuando se lo conté», había dicho Cristiano.

Las lágrimas femeninas no afectaban a Samuele; mejor dicho, no todas. Después de tantos años, las casi silenciosas lágrimas de su madre le seguían haciendo un nudo en el estómago al recordarle la impotencia que había sentido de niño.

Sin embargo, las lágrimas puramente cosméticas o vertidas para manipular lo dejaban frío. Y las de Violetta eran las dos cosas.

La ira y el desprecio que le provocaba Violetta le hizo fruncir aún más el ceño. Cerró los puños. ¿Qué les pasaba a los hombres de la familia, que siempre elegían mal a sus esposas?

Se consideraba afortunado por no haber encontrado el supuesto «amor de su vida». Tenía claro que, si lo veía acercarse, saldría corriendo en dirección opuesta. Estaba seguro de que, a corto plazo, no necesitaría zapatillas deportivas, porque el amor era un concepto ficticio, y él no estaba viviendo la escena final de una comedia romántica de Hollywood.

Se dirigió al bar pensando en su hermano, por lo que tardó unos segundos en darse cuenta de que le habían hecho una pregunta.

Miró el rostro del joven y, seguidamente, la caricatura que le mostraba. Era muy buena, porque en el papel vio a un hombre tan inabordable que ni siquiera su hermano confiaría en él.

La ira que experimentaba hacia sí mismo y la frustración al no haber podido salvar a Cristiano de un matrimonio tóxico ni de la enfermedad estallaron, pero no como una erupción volcánica, sino de forma gélida.

–¿Eso es lo mejor que sabe hacer? Me parece que no le espera un futuro prometedor. Francamente, espero que tenga un plan B –se sintió satisfecho durante unos segundos, aunque de inmediato lo asaltó el sentimiento de culpa.

Lo único que había hecho aquel joven era estar en el lugar y en el momento equivocados y tener un futuro, a diferencia de Cristiano, que tal vez no lo tuviera.

–No pasa nada –dijo el joven comenzando a alejarse

En lugar de devolverle el dibujo, Samuele se sacó la cartera del bolsillo. Pensó con cinismo que era más fácil solucionar un problema con dinero que presentando excusas.

Pero antes de que pudiera hacer nada, apareció una mujer de melena rizada que se interpuso entre ambos. Había surgido tan deprisa que Samuele no supo de dónde venía. Lo fulminó con la mirada, con los brazos en jarras.

La mujer se volvió y dirigió una cálida mirada al joven, antes de girarse de nuevo hacia Samuele y decirle con deprecio, pero sin alzar la voz:

–¡Tiene más talento en el dedo meñique que usted en todo el cuerpo!

Decir que Samuel se quedó desconcertado ante semejante ataque sería quedarse corto. En otro momento le hubiera gustado seguir escuchando aquella voz que, contrastando con la delicada constitución de la mujer, era baja y ronca.

Se la imaginó susurrándole cosas al oído, lo que decía mucho del estado mental en que se hallaba, ya que, en aquel momento, esa voz temblaba de una emoción que no era cálida ni íntima.

La sorpresa inicial se evaporó y se convirtió en algo igualmente intenso, mientras los enormes ojos castaños de ella se fijaban en su rostro. La atracción que experimentó fue tan poderosa que comenzó a excitarse.

Aunque ella no le llegaba al hombro, era perfecta, preciosa. No podría pasar desapercibida aunque lo intentara.

La miró de arriba abajo. Llevaba ropa de colores llamativos. Lo más oscuro eran las botas de nieve. En su hermoso rostro, enmarcado por los mechones rizados que se le habían soltado de la cola de caballo, destacaban los ojos, que despedían fuego.

Su delicada estructura ósea transmitía una sensación de fragilidad y sensualidad. La piel inmaculada indicaba juventud y vitalidad. Tenía la nariz pequeña y una boca grande, de labios carnosos que, en aquellos momentos, formaban un mohín.

Se los quedó mirando demasiado tiempo, sin darse cuenta de que el deseo que sentía se reflejaba en sus ojos. No recordaba haber experimentado una reacción tan instantánea, intensa y visceral ante ninguna otra mujer.

 

 

La forma en que la miraba aquel hombre… Su enfado evitó que Maya se marchara corriendo, lo que hubiera indicado al hombre que solo era valiente en apariencia.

Si lo fuera en realidad, no se le habría pasado por la cabeza la idea de observar en silencio aquel despliegue en público de crueldad y fingir que no lo había visto.

Saber que lo había pensado hizo que se enfadara consigo misma casi tanto como con el objeto de su ira, mientras sus ojos se encontraban. La forma en que él la miraba la hizo sentirse vulnerable y comenzó a temblar por dentro.

Cerró los ojos para eliminar la sensación de vulnerabilidad y apretó los dientes. Al volver a abrirlos se sintió aliviada al ver la expresión de la mirada de él había cambiado. Alzó la barbilla. No era de esas mujeres que se derretían porque un hombre la mirara como si la deseara.

Se centró en el desprecio que había visto en sus ojos al hablar con el artista, en cada desdeñosa sílaba que había pronunciado y que a ella le recordaron las que solía pronunciar su padrastro. La situación era distinta, pero el significado seguía siendo el mismo: «eres una inútil, no sirves para nada, no merece la pena ni que lo intentes».

Ya no era una niña con la cabeza gacha mientras lo escuchaba, mientras su padrastro destruía su autoestima, y no iba a quedarse de brazos cruzados viendo que le sucedía a otra persona.

–Todo el mundo se cree crítico de arte, sobre todo quienes son incapaces de entender el talento artístico. Usted no lo reconocería aunque le mordiera la mano.

Él suspiró y se sacudió la nieve que aún le quedaba en las botas.

–No está siendo uno de mis mejores días.

Tenía la voz profunda y con un leve acento extranjero, lo cual aumentó la fascinación de ella.

–¿Cuánto quiere? –preguntó al joven por encima de la cabeza de Maya.

–Cree que comprando puede arreglar las cosas –murmuró ella. Todo en él delataba riqueza y exclusividad, pensó mientras observaba sus anchos hombros.

Y se percató de que la adrenalina que le corría por las venas no se debía exclusivamente a la ira.

Era un hombre desagradable y abusador, pero ella se avergonzó al reconocer que no era en absoluto inmune a su magnetismo masculino.

Respiró hondo y rompió el hechizo de aquellos ojos. No iba a caer en la lujuria por un desconocido.

–Tiene talento –dijo volviéndose hacia el joven– y usted –añadió dirigiéndose al hombre y dejando de sonreír– no va a destruir su seguridad en sí mismo ni a hacerlo dudar de su valía –alzó la barbilla, desafiante, y pensó: «Mientras yo pueda evitarlo».

 

 

Samuele había recibido muchas miradas de antipatía en su vida, pero ninguna parecida al odio con el que lo miraba aquella desconocida.

Se preguntó qué tendría que hacer para que le sonriera. «Probablemente, caer muerto a sus pies», le sugirió una sarcástica voz en su interior.

–Y no consienta –añadió ella volviendo a sonreír al joven– que nadie le diga lo contrario.

–Estoy bien… –comenzó a decir el artista.

Ella lo interrumpió.

–No se disculpe nunca por la mala educación de otro ni deje que nadie lo manipule. Tiene que creer en sí mismo.

Samuele se debatía entre el enfado y la diversión.

–¿Qué es usted: su novia o su profesora?

–Soy alguien a quien no le gusta que abusen de los demás –abrió mucho los ojos mirándolo con burlona admiración–. Un hombre grande y duro como usted, ¿qué carencia trata de compensar? ¿Lo ha dejado su novia?

–¿Se está preguntando si el puesto está vacante?

–Ni lo sueñe –contestó ella ruborizándose.

–Sueño cosas muy interesantes –afirmó él con voz melosa.

–No me interesan. Ni tampoco sus insinuaciones.

Volvió a irse la luz. En la oscuridad se oyó el sonido de un vaso rompiéndose y varias risitas y gritos.

Maya notó una leve sensación en los labios, como el aleteo de una mariposa. Suspiró y se estremeció, pero la sensación desapareció inmediatamente. Se preguntó si se lo había imaginado.

Las luces se encendieron de nuevo.

El hombre había desaparecido.

El artista le entregó la caricatura que le había hecho a ella, con una mirada de admiración.

–¡Es usted una fiera!

–Y que lo diga.

Era Beatrice que se acercó a ella y la abrazó.

–Siento mucho lo que te dije antes. Sé que solo tratabas de ayudarme. Me he portado muy mal.

–No… no…

–Claro que sí. En realidad, creo que tienes razón: no quieres sentirte como yo me siento ahora. ¿Quién era el tipo al que gritabas?

–Ni idea.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MAYA dejó el teléfono y se apartó del rostro un mechón que se le había escapado del moño. Bostezó. Si no hubiera estado esperando la llamada, ya se habría acostado, lo que, la mayoría consideraría muy triste, teniendo en cuenta que era viernes, que tenía veintiséis años, estaba soltera y vivía en Londres.

Sabía que debía hacer algo con respecto a su falta de vida social. Aunque, paradójicamente, esa noche la habían invitado a celebrar el compromiso de una compañera de trabajo. Pero tuvo que renunciar a ir porque esperaba una llamada de su madre, que había viajado ese día al extranjero a ver a Beatrice y había prometido llamarla en el momento en que llegara.

Alguien le había preguntado dónde había ido su madre y ella respondió que a San Macizo.

No tuvo que dar más explicaciones, porque la exótica isla era el lugar donde transcurría una reciente película que había sido un éxito de taquilla, por lo que había aparecido frecuentemente en los medios de comunicación. La conversación derivó hacia su cuñado y su aspecto de estrella de cine. Lamentablemente, Dante, el heredero del trono de San Macizo, ya no estaba disponible, porque se había casado con una inglesa.

Maya podía haber dicho que la inglesa era su hermana Beatrice, que, tras haberse reconciliado con su esposo, se había convertido en princesa y madre.

Bea volvía a estar embarazada y sufría intensas náuseas matinales, por lo que Maya se alegraba de que su madre estuviera allí para ayudarla y disfrutar de su maravillosa nieta, que era ahijada de Maya.

Pero no dijo nada, y no porque no estuviera orgullosa de su relación con la familia real de la isla, sino porque se temía que le hicieran preguntas como: «Si tu hermana es una princesa, ¿cómo es que trabajas de escaparatista en unos grandes almacenes?».

La respuesta, según Bea, era que Maya era demasiado orgullosa, obstinada y estúpida para aceptar ayuda cuando se le ofrecía. Maya valoraba los intentos de ayudarla porque sabía que eran bienintencionados y sinceros, pero aunque tardara más en llegar donde quería, para ella significaría mucho saber que lo había hecho sola, sin recurrir a sus familiares y a su cuenta bancaria.

Volvió a bostezar. ¿Se podría beber el vino que había abierto el fin de semana anterior?

En ese momento llamaron a la puerta.

A esa hora de la noche, la única persona que podía llamar era el repartidor de pizzas, pero no había pedido ninguna.

Desconcertada, pero no alarmada, se ciñó la bata con el cinturón antes de abrir la puerta.

Era una mujer, y no estaba sola. Antes de ser tía, Maya no habría adivinado la edad del bebé que la mujer llevaba en brazos, pero ahora calculó que tendría entre tres y cuatro meses. Pero no estaba en condiciones de adivinar nada, ya que se había quedado paralizada de la sorpresa.

–¿Violetta?

Aunque no podía ser, la mujer que tenía enfrente, alta delgada, con el aspecto de haber salido de las páginas de una revista de moda, con la larga melena brillante y los ojos azules perfectamente maquillados, era la misma que había visto en la foto que su madre biológica le había enseñado, su hermanastra. Maya aún la conservaba.

–¿Eres Mia?

–Maya.

–Mamá te ha descrito muy bien, pero te habría reconocido en cualquier sitio.

–¿Ah, sí?

–Desde luego. Hay una conexión entre nosotras. La noto, hermanita. ¿Tú no? –se inclinó a besar el aire a ambos lados del rostro de Maya, no para evitar el contacto, sino para no aplastar al bebé–. Aunque tú eres mayor, ¿verdad? Pero seguro que estás preciosa si te maquillas.

Maya parpadeó confusa.

–No…, sí… –negó con la cabeza y respiró hondo–. ¿Qué pasa?

–Necesitaba ayuda.

Maya observó horrorizada que los hombros de su hermanastra comenzaban a temblar y que las lágrimas empezaban a caerle por las mejillas.

–¿Puedo hacer algo por ti?

–No debería haber venido… Lo siento mucho. Debería haberte llamado, pero temía que te negaras, y no tengo dónde ir. Eres nuestra única esperanza, así que, por favor, no nos eches –rogó mientras estrechaba al bebé con fuerza.

–Claro que no… –se interrumpió al oír a alguien respirando pesadamente, antes de que apareciera un hombre llevando maletas bajo ambos brazos.

–No hay ascensor y lleva mucho equipaje.

–¡Pobrecito! Mia iba a ayudarte –dijo Violetta volviéndose hacia ella–. Este hombre, George, ¿verdad?, ha sido un ángel. ¿Dónde tengo el monedero? ¿Te importa pagarle, Mia? Y no te olvides de darle una buena propina.

«¿Mia?». Cosas perores le habían llamado. Buscó el monedero, pagó al taxista y metió el equipaje. Al acabar, Violetta y el bebé se habían aposentado en el sofá del salón, desde el que Violetta observaba la decoración. Era evidente que no le gustaba.

Maya esperó. Su hermanastra susurró:

–Lo siento.

–¿Qué sientes?

La respuesta hizo que Violetta frunciera levemente el ceño y mirara el rostro de Maya con ojos calculadores.

–Presentarme sin avisar, pero estaba desesperada. Aunque te juro que llevo mucho tiempo queriendo conocerte.

–¿Ah, sí? Creía que tu madre… Olivia me dijo que ninguna de las dos querías tener nada que ver conmigo.

Maya se mordió el labio inferior, enfadada por el temblor de su voz.

–Cuando mamá te conoció, yo me hallaba en un estado de vulnerabilidad. Fue una época de mi vida de la que aún me resulta difícil hablar. Mamá es muy protectora. Más tarde, temí que me guardaras rencor, aunque… –se le quebró la voz–. Aunque Cristiano decía que debería… Lo siento.

Miró a su alrededor, impotente, hasta que Maya agarró una caja de pañuelos de papel que había en el escritorio.

–¿Quién es Cristiano?

–Mi esposo –Violetta se pasó suavemente un pañuelo por las mejillas. A Maya le pareció increíble que el maquillaje continuara impoluto–. Pero murió sin conocer a nuestro querido Mattio.

Maya miró al bebé, ¡su sobrino!, con los ojos como platos, llena de pesar por su madre y por él. ¿Cómo se recuperaba uno de semejante tragedia?

–Lo siento mucho.

El bebé agarró un mechón del cabello de su madre, que lanzó un grito. Su expresión de trágico sufrimiento se transformó en otra de enfado.

–Deja que te ayude –Maya le abrió la mano al bebé para soltar el mechón.

–¡Y ahora me he quedado sin nada!

Mientras Maya buscaba algo que decirle que no resultara superficial y trillado, le ofreció otro pañuelo, que su hermanastra rechazó mientras se echaba el brillante cabello hacia atrás.

–Tienes a tu hijo, y él te tiene a ti –dijo Maya con voz ronca notando que iba a llorar. Tragó saliva–. Lo único que necesita un niño es que lo quieran –añadió, aunque sabía que el amor no pagaba las facturas–. Debe de resultar difícil, en el plano económico, estar sola para criarlo y…

–¡Pero Mattio es un Agosti!

Maya negó con la cabeza, confusa.

Su ignorancia sorprendió a Violetta.

–Es el heredero de la mitad de la fortuna de los Agosti.

–Ah… –Maya asintió vagamente, aunque pensó que, por muy útil que fuera el dinero, a aquel niño le iría mejor si su padre viviera.

–Yo debería haber heredado el dinero de Cristiano, ya que soy su viuda, pero mi esposo cambió el testamento, y sé de quién fue la culpa. Aunque no me supone un problema que el dinero vaya a parar a Mattio –añadió apresuradamente al observar la expresión de Maya.

Esta asintió. Se reprochó que le resultara difícil creerla. ¿Cómo podía culpar a aquella mujer? Debería estar molesta, si pensaba heredar.

–No me gusta tener que pedir a Samuele cada céntimo. Fue él quien hizo que Cristiano le dejara controlar la fortuna de nuestro hijo.

–¿Quién es Samuele?

–El hermano mayor de Cristiano. Me odia. Estaba celoso porque Cristiano cesó de dejarle decidir todo. No culpo a mi querido Cristiano: fue Samuele quien lo puso en mi contra. Veo que no me crees. ¡Nadie lo hace! –gritó–. No lo entienden. Creen que Samuele se preocupa de la familia y también de mí.

Maya se apretó las sienes. Lo que Violetta le contaba le resultaba terriblemente familiar.

–Sé muy bien que alguien puede aparentar ser distinto de como es.

Antes de que su padrastro se casara con su madre y la de Beatrice, Maya pensaba que era la persona que todos creían: cariñoso, considerado y capaz de volver a hacer feliz a su madre. Después de casarse, comenzó el maltrato de forma tan sutil e insidiosa que su madre no se dio cuenta de que la estaba aislando de sus amigos, de su red de apoyo social e incluso de sus hijas.

Maya no se percató entonces, pero ahora sabía que Edward consideraba lo unida que se hallaba a su madre como un obstáculo para su necesidad de controlar por completo la vida de su esposa.

«Niña bonita», la llamaba mientras se dedicaba a hacerla creer que era una inútil y una mentirosa.

–Se denomina control coercitivo –afirmó Maya–. Pero no estás sola.

Ella tampoco lo había estado: Beatrice la había ayudado. Ahora le tocaba a ella ofrecer ayuda a otra mujer, de lo cual se alegraba.

–¡Lo entiendes! Pero no hay nada que puedas hacer, porque Samuele lo tiene todo: dinero, poder y creo que ahora… –se le quebró la voz y besó al bebé en la cabeza–. No, sé que ahora intenta quitarme al bebé, pero nadie me creerá. Y tal vez tengan razón.

–No lo pienses ni por asomo. Debes creer en ti misma –replicó Maya con firmeza.

–He venido siguiendo un impulso. Estaba muy agobiada y necesitaba espacio para decidir qué hacer.

–Puedes quedarte aquí todo el tiempo que necesites.

–¿En serio?

«¿En qué jardín te estás metiendo?».

Inmediatamente avergonzada de aquella inseguridad momentánea, Maya sonrió:

–En serio.

 

 

Maya se acostó de madrugada y, a pesar de que estaba agotada, durmió intranquila, despertándose con frecuencia. Al hacerlo volvía a recordar que la habitación de Beatrice ya no estaba vacía, sino que la ocupaba su hermanastra, a quien no conocía y con quien, teniendo en cuenta por lo que estaba pasando, debería sentir un vínculo. La desconcertaba que no fuera así.

Pero no era realista esperar que lo sentimientos se materializasen por arte de magia, y no ayudaba que Maya comparara a Violetta con Beatrice y que su hermana biológica quedara en segundo lugar.

Sin embargo, lo que sentía por Mattio compensaba con creces lo que no sentía por Violetta. Se había puesto nerviosa cuando esta, afirmando que estaba exhausta, le pidió que cambiara al bebé y le diera de comer.

Y se sorprendió al comprobar que le dolía un poco devolvérselo. Se preguntó si Olivia habría sentido lo mismo al darla en adopción. ¿Oírla llorar habría despertado el mismo instinto que Maya había experimentado al oír a Mattio llorando en la habitación de al lado?

Se levantó de la cama y se miró al espejo mientras agarraba la bata de detrás de la puerta. Su rostro delataba la falta de sueño.

Lo único positivo era que no había tenido el sueño recurrente que deseaba y temía a la vez. Al despertarse nunca recordaba los detalles. Le quedaba una vaga sensación erótica, una profunda añoranza, el recuerdo de un voz melosa y un sentimiento de vergüenza que le duraba hasta que se tomaba la segunda taza de café.

Parecía imposible que el encuentro fortuito, hacía meses, con un desconocido alto y arrogante hubiera dejado semejante huella en su inconsciente. Se llevó la mano a los labios. ¿La había besado o se lo había imaginado?

Un grito del bebé hizo que se olvidara de los ojos oscuros de aquel hombre. Al salir de la habitación creyó que el niño lloraba con más fuerza, pero lo cierto era que carecía de experiencia en llantos de bebé.

Su sobrina probablemente lloraría, pero cuando la veía, lo cual no era frecuente, la pequeña Sabina, una niña feliz, siempre estaba sonriendo, riéndose o examinando el mundo a su alrededor con sus grandes ojos.

Sonrió con cierta tristeza al recordar su último viaje a San Macizo. Se alegraba de que su hermana hubiera hallado la felicidad que se merecía y que se hubiera reconciliado con su esposo, pero preferiría que Beatrice hubiera encontrado todo eso más cerca de su hogar.

Se acercó a la puerta del dormitorio y llamó.

–¿Necesitas ayuda, Violetta? –esperó, pero solo oyó a Mattio llorando.

Repitió la pregunta en voz más alta y no le sorprendió no obtener respuesta, ya que apenas se oía a sí misma a causa del llanto del bebé. Volvió a llamar y abrió la puerta despacio.

–¿Violetta? –la habitación estaba vacía, salvo por la cuna portátil del bebé, cuyos sollozos le partieron el corazón.

Se acercó a la cuna. El rostro del bebé estaba rojo como un tomate. Tenía los ojos hinchados de llorar y al ver a Maya no se tranquilizó del todo, pero le tendió las manos.

Maya sintió una extraña sensación de opresión en el pecho. Tragó saliva al notar que los ojos se le llenaban de lágrimas.

–¿Dónde está tu mamá? –preguntó negándose a analizar qué significaban que las almohadas de la cama estuvieran intactas–. ¡Violetta!

A causa del grito, el niño comenzó a llorar de nuevo.

–No, no. Lo siento –respiró hondo y sacó al bebé de la cuna. Se lo colocó torpemente en la cadera–. Vamos a buscar a tu madre.

La opresión del pecho, fruto del pánico, se convirtió en una roca que le oprimía el corazón al recorrer el piso entero.

–No puede ser –murmuró. Pero era así y debía enfrentarse a ello–. No te preocupes, todo va a salir bien –dijo al bebé, que se había quedado dormido, agotado de llorar.

Tenía que haber una explicación lógica, se dijo. Entonces vio una nota apoyada en una foto de Beatrice con Dante, que la miraba con total adoración. Había un nombre en el sobre.

No su nombre, sino Mia.

Miró el sobre y el miedo le hizo un nudo en el estómago.

«¿Por qué sigues prolongándolo? Es mejor acabar cuanto antes».

Aunque, a veces, era mejor no saber.

Observó a Mattio dormido, con el dulce rostro manchado de lágrimas. Decidió volver a acostarlo.

Una vez hecho, como la carta no iba a marcharse, y el bebé, cuando se despertara, necesitaría comer y que lo cambiara, buscó pañales y ropa limpia. Tardó unos minutos, y la carta seguía allí, pero ella ya no tenía cosas más importantes que hacer.

La agarró, exasperada, rasgó el sobre y, apenas había comenzado a leerla cuando sonó el timbre de la puerta, lo que la sobresaltó.

 

 

Samuele levantó el dedo del timbre y llamó con el puño cerrado, ansioso por eliminar la última barrera entre su sobrino y él.

Respiró hondo y se dijo que, aunque Violetta era un mal bicho, una mujer egoísta, fría y manipuladora, no haría daño a su hijo. Ese pensamiento no disminuyó su frustración porque, aunque fuera verdad, sabía que ella no dudaría en utilizarlo para sus fines. Aquella viuda vengativa no ponía las necesidades de nadie por encima de su propio interés, y la maternidad no había modificado su actitud.

Samuele sabía que el rencor de Violetta no iba dirigido contra su hijo, sino contra él, lo cual no implicaba que el niño no fuera a sufrir las consecuencias. Se sentía culpable por no haberlo previsto.

Había prometido a Cristiano que cuidaría de su hijo. Fijó la dura mirada en la puerta: sería fiel a su promesa.

Oyó el ruido de la llave en la cerradura y retrocedió esperando a… ¿quién?

 

 

Aún con las palabras de la nota resonándole en el cerebro, Maya giró la llave con mano temblorosa, sin darse cuenta de que no podía estar echada, ya que Violeta había abierto la puerta para marcharse.

¡Qué desesperada debía de estar para dejar a su hijo con una completa desconocida! En la nota decía que volvería a por Mattio, y Maya estaba segura de que lo haría. Se emocionó al pensar que tal vez fuera ella la que había llamado.

Abrió la puerta con fuerza: no era su hermanastra, sino otra persona que le resultaba familiar. La sonrisa de bienvenida se le borró de los labios.

Se quedó clavada en el sitio al reconocer al hombre. Se miraron a los ojos durante unos segundos. Fue Maya la que primero dirigió la palabra a quien, meses atrás, había desencadenado algo en su interior que aún se negaba a admitir.

–¡Oh, no! ¡Usted!

 

 

Samuele se quedó en estado de shock. La miró de arriba abajo. Apretó los dientes al notar que el deseo se apoderaba de él.

Su reacción ante aquella mujer fue tan visceral como la primera vez, cuando, despidiendo fuego con los ojos, ella le reprochó haber sido tan grosero con el artista. Su mirada se detuvo en sus carnosos labios. Había pensado en ellos a menudo, desde aquel día, deseando haber seguido su instinto y haberla besado para probar su sabor.

–¿Es usted la hermana? –y probablemente parte del plan de Violetta para extorsionarlo.

Maya contraatacó con otra pregunta.

–¿Usted es el cuñado? –el hombre de sus sueños, el hombre al que había visto año y medio antes durante breves segundos, pero que le había dejado una huella indeleble era quien perseguía a Violetta.

Él enarcó una ceja y habló con desdén.

–Soy Samuele Agosti y, como seguramente sabrá, he venido a llevarme a mi sobrino a Italia.

No había perdido la arrogancia que ella recordaba de Zúrich ni, por desgracia, un ápice de su masculinidad.

Maya se cruzó de brazos.

–Pues ha hecho el viaje en vano.

–¿Dónde está ella?

La pregunta no iba dirigida a Maya, sino al interior de la casa.

Maya alzó la barbilla.

–Haga el favor de marcharse –intentó cerrar la puerta, pero el pie de él se lo impidió–. El hogar de un niño se encuentra donde se halla su madre… –Maya se interrumpió, consternada, al darse cuenta de que la madre de Mattio no estaba allí.

Ella era lo único que se interponía entre aquel hombre y su sobrino.

–No parece muy segura de eso.

–De lo que estoy segura es de que voy a llamar a la policía, si no se va ahora mismo.

–Cuando se profiere una amenaza, hay que cumplirla o, al menos, convencer a la persona a la que se dirige de que va a hacerlo.

Su sonrisa era desafiante y el aura masculina que desprendía, su presencia, llenaría un estadio. Aquello no era un estadio, sino un pequeño vestíbulo, lo que a ella la hizo sentir insignificante.

Al darse cuenta, sacó pecho. Le daba igual quién fuera: aquella era su casa. Se irguió todo lo que daba de sí y consiguió adoptar una actitud de seguridad, lo cual fue un milagro, ya que ni siquiera iba convenientemente vestida.

–No me estoy marcando un farol –dijo ciñéndose aún más la bata con el cinturón–. Váyase.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DÓNDE está ella?

La pregunta la puso a la defensiva.

–¿Quién?

Su fingida ignorancia lo molestó, pero no tanto como reconocer su desconcertada reacción ante la mujer que le impedía el paso. No sabía cuánto tiempo llevaba allí plantado, con las hormonas revolucionadas como si fuera un adolescente.

¿O como un hombre que llevaba mucho tiempo privado de sexo?

Le pareció que esa explicación era más aceptable. El sexo era como cualquier otra necesidad, nada complicada si uno no se imaginaba que había algo más que una mutua atracción. Por intenso que fuera, el deseo solo duraba unas semanas.

–¿No cree que deberíamos hablar dentro?

Ella se asustó.

–¡No!

Su respuesta le resultó inesperada. Ella seguía allí, obstinada, con la mano en el marco de la puerta.

–No creo que debamos hablar.

–¿Bromea? –preguntó él al tiempo que comenzaba a sentirse admirado al ver que ella agarraba con más fuerza el marco y le bloqueaba el paso con su menudo cuerpo.

Más fuerte que su admiración fue la imagen de agarrarla por la cintura y apartarla de su camino, lo que lo hizo fruncir el ceño.

 

 

Maya apretó los labios y mantuvo su postura desafiante, aunque, a decir verdad, comenzaba a sentirse estúpida. Su gesto era inútil.

«Olvídate del porqué y el cómo y céntrate en el ahora», se dijo. Y en aquel momento, ella no representaba un obstáculo para él, que podía levantarla y apartarla de su camino con una sola mano. Le preocupó que la posibilidad de que lo hiciera le acelerara la respiración. Lo observó y volvió a ver lo que ya sabía: tenía el físico de un dios griego que hacía mucho ejercicio; mejor dicho, de un dios italiano.

«Así que nada ha cambiado desde que babeaste por él cuando lo conociste».

–¡Violetta! –llamó él alzando la voz.

Maya gimió.

–Muy bien –suspiró. Era mejor decirle la verdad, o parte de ella, ya que, si no, despertaría a Mattio. Carraspeó–. No está aquí, pero…

–¿Y Mattio?

–Tampoco está aquí.

Sam enarcó las cejas.

–Miente muy mal. Ya basta. Me da igual quién esté en la casa, además de mi sobrino, que debe venir conmigo.

–¡Aquí no hay nadie!

Pero Samuele se imaginó que tenía a un amante en la cama.

–¿Va usted siempre vestida así a mediodía?

Maya se ruborizó al darse cuenta de lo que pensaba.

–Mi vida sexual no es asunto suyo.

«Menos mal que no sabe que carezco de ella».

«La vida sería más interesante si fuera asunto suyo».

–Puedo quedarme aquí todo el día.

–No, no puede.

–Yo… –se detuvo al oír el llanto de un bebé.

–¡Mire lo que ha conseguido! –exclamó ella uniendo las manos como si fuera a rezar.

Él no respondió de inmediato.

Unos segundos después, ella susurró:

–Creo que se ha vuelto a dormir.

–No voy a marcharme sin Mattio.

Ni su voz ni su rostro indicaban que fuera a ceder.

–Así que creo que ha llegado el momento de que me invite a entrar.

–¿Y si no lo hago? ¿Va a empujarme para entrar? Le aviso que llamaré a la policía.

Él levantó la vista del cuello del camisón de ella, que no pudo evitar un estremecimiento de excitación.

–Puede hacerlo, si Violetta de verdad no está aquí. Estoy seguro de que la situación le interesará mucho a la policía

De repente, a ella se le ocurrió que bien podía ser el caso. Valoró las opciones que tenía y se percató de que no eran muchas.

Dando un suspiró se apartó y él, sin decir nada más, entró.

–Entre, por favor –dijo ella con sarcasmo mientras lo fulminaba con la mirada, que ahora dominaba el pequeño salón.

Este observó la modesta habitación, con sus montones de libros y su maniquí de costura, pero en lo que se fijó fue en el cochecito de bebé y los pañales. Después desvió la vista hacia un conejo de peluche y se le hizo un nudo en la garganta, al recordar cuando estaba nuevo y que había sido la forma de su hermano de decirle que iba a ser tío.

«¿Vas a ser padre?», le había preguntado.

«Tal vez», había respondido su hermano al tiempo que le entregaba el juguete. «Vuelvo a tener cáncer, Sam. La semana que viene empiezo con la quimioterapia. Así que este niño te va a necesitar a su lado».

«¡Te tendrá a ti!», había exclamado él. «Lo venciste una vez y volverás a hacerlo».

«Desde luego».

Habían seguido fingiendo y eludiendo la verdad hasta el último momento. Samuele a veces pensaba que era su hermano quien lo había estado protegiendo, no al contrario.

Maya lo observó mientras se inclinaba a agarrar el juguete. Al incorporarse, distinguió algo así como una expresión de vulnerabilidad en su rostro. Estuvo a punto de sentir empatía por él, pero, entonces, él la miró con ojos fríos y despiadados.

–¿Dónde se esconde Violetta?

–En ningún sitio –incapaz de sostenerle la oscura mirada, desvió la vista hacia el conejo–. Ha… salido.

–¿Dónde ha ido y cuándo va a volver? –preguntó él mientras se sentaba en la silla más cercana.

Maya se esforzó en reprimir el pánico al ver que estiraba las largas piernas.

–No lo sé –contestó, segura de que no parecía convincente.

Él entrecerró los ojos.

–¿Qué es lo que no sabe: dónde ha ido o cuándo va a volver?

–Ninguna de las dos cosas.

–Sabe usted muy poco.

–Sé que está sentado en una de mis sillas y que no lo he invitado a entrar. Seguro que eso es ilegal.

Él sonrió.

–Solo si fuera un vampiro.

Ella apretó los labios ante su falta de seriedad, pero pensó que no se necesitaría mucho para verlo en el papel de vampiro sexy.

–Mire, esto es absurdo.

«Igual de absurdo que imaginarte que le ofreces el cuello».

–La esperaré.

–¡No! –Maya tragó saliva–. Espero a… –se interrumpió cuando un leve murmullo, amplificado por el monitor de bebés, invadió la habitación–. Se ha vuelto a despertar.

Samuele se levantó de un salto. Maya pensó en interponerse en su camino para evitar que llegase a la puerta de la habitación que seguía considerando de Beatrice, a pesar de que ella solo había pasado unas noches, antes de que su vida cambiara de dirección.

«¿Qué habría hecho Bea?».

«No lo habría dejado entrar».

Beatrice no estaba allí y no podía seguirle solucionando los problemas. Maya no iba a dejarse intimidar nunca más.

Se situó entre la puerta y él y lo observó avanzar, imponentemente alto, al tiempo que levantaba las manos como si así fuera a detenerlo.

–Hay unas normas –afirmó ella.

Él pareció desconcertado.

–¿Qué normas?

–Si Mattio se ha vuelto a dormir, no lo despierte, por favor.

Contuvo el aliento mientras volvía a imaginarse que él la levantaba con las fuertes manos, lo que le produjo de nuevo una sensación ambigua en el estómago.

Carraspeó.

–Ha tardado mucho en dormirse.

Samuele la miró y asintió.

–¿A qué juega Violetta? ¿Qué plan han tramado ustedes dos?

–Lamento arruinarle esa teoría de la conspiración con cosas tan inconvenientes como los hechos, pero no hemos tramado ningún plan, ni hay un «ustedes dos».

–¿No es su hermana?

–Mi hermanastra.

–Ha venido a verla, le ha dejado al niño, así que deben de estar unidas.

Maya soltó una breve risa.

–La conocí anoche, cuando apareció con Mattio.

A pesar de que le resultaba inverosímil, Samuele se inclinó a creerla, pues no había falsedad en su voz.

–Así que la está utilizando. Típico.

–No tergiverse lo que digo.

–¿Cuándo se ha ido?

–No lo sé. Me he despertado y he encontrado una nota –se llevó la mano al bolsillo–. Parece verdaderamente desesperada

Él rio y dijo algo en italiano que parecía una grosería.

–Es verdaderamente astuta.

–Probablemente sufre depresión posparto. Una madre necesita apoyo –dijo ella pensando que él no debía de conocer el significado de esa palabra.

–Le ha dejado al bebé y la sigue defendiendo. Es cierto que no conoce a su hermana.

–Sé lo bastante de ella, al igual que de usted.

Los oscuros ojos de él se fijaron en su rostro sofocado.

–Ah, así que tengo mala reputación –afirmó él sonriendo–. ¿Qué le ha dicho la madre? De hecho, no se moleste en contestarme. Me lo imagino, pero debería reconocer la posibilidad de que Violetta se haya tomado algunas libertades artísticas.

–Probablemente la hace sentirse incompetente.

–¿Se está proyectando?

Ella se sonrojó, enfadada.

–¡Usted no me hace sentir incompetente! –exclamó alzando la barbilla–. Ni usted ni nadie.

–No me parece que lo sea –le aseguró él recorriéndole el cuerpo con la mirada antes de posarla en su rostro. Sus rasgos eran de los que cortaban el aliento, pero había una determinación en el mentón y una fiereza en la mirada directa que le producían admiración.

Sorprendida por su respuesta, Maya dio un paso atrás.

«¿Qué es, entonces, lo que le parezco?».

Descartó la pregunta, por parecerle irrelevante, y avanzó el paso que había retrocedido. Se ciñó aún más la bata mientras una vocecita interior le decía que era más de mediodía y seguía en camisón.

–No hablaba de mí –dijo mirándolo a los ojos con aparente calma.

–¿Ah, no? –Samuele se encogió de hombros mirando la puerta del dormitorio–. Si usted lo dice… –suspiró y se pasó la mano por el cabello–. He venido a ver a Mattio. ¿Está ahí dentro? –preguntó indicando con la cabeza la puerta de la derecha.

–Esa es mi habitación.

«Madre mía, Maya, ¿qué edad tienes?», pensó mientras notaba el calor que le subía por el cuello. Sin hacer caso de su reacción, fulminó a Samuele con la mirada.

–No ha venido a verlo, sino a llevárselo, y no voy a permitírselo.

–No le he ocultado lo que he venido a hacer, y si va a volverme a amenazar con la policía… –era evidente que esa posibilidad no lo asustaba–. En su lugar, me lo pensaría dos veces. Si intervienen las autoridades, y teniendo en cuenta lo que es la burocracia, es probable que no me vaya de aquí con Mattio, sino que se lo lleve una asistenta social. Después, cuando haya conseguido una orden judicial que me conceda la custodia temporal, me lo llevaré a casa.

–¿Ha pedido una orden judicial?

–Lo haré –no era mentira.

–¡Pero Violetta es su madre! ¿Acaso los tribunales no conceden siempre la custodia a la madre?

Él soltó una carcajada y la miró con compasión.

–Suele ser así, pero depende de cómo sea la madre, ¿no cree?

–Violetta no está aquí para defenderse.

–Precisamente –afirmó él en tono seco. Parecía que la discusión lo aburría–. Ha abandonado a su hijo en manos de una desconocida, en un país extranjero. Eso puede plantear objeciones legales.

–¿En un país extranjero?

–Mattio es italiano. Es miembro de la familia Agosti.

–También Violetta.

–No, si Charlie toma cartas en el asunto.

–¿Charlie?

–El próximo que la va a mantener.

–Me niego a seguir escuchándolo.

–¿La verdad duele?

–Lo tergiversa todo.

–¿Ah, sí? –levantó las manos en un gesto que reforzaba la desdeñosa incredulidad que expresaba su rostro.

–Para que una mujer abandone a su hijo… –Maya negó con la cabeza y le examinó el rostro buscando una señal de que era capaz de comprender lo que eso suponía–. ¿Se hace idea de la terrible situación en que debe de hallarse?

–Ya veo que está dispuesta a considerarla una víctima. Le prometo que no lo es en absoluto. Mire, Mattio no es responsabilidad suya…

–No se trata de responsabilidad, sino de… –cerró los puños mientras intentaba hallar las palabras.

–¿De qué?

–De… –se obligó a mirarlo a los ojos, aunque sabía que no sería una experiencia agradable–. Un niño necesita que lo quieran, y usted no desea estar con él ni lo quiere.

–¿Ahora me dice lo que deseo y lo que no?

–Lo único que desea en controlarlo todo.

Samuele esbozó una leve sonrisa que no le llegó a los ojos. En aquel momento se conformaría con reprimir sus más bajos instintos. Negó con la cabeza. Mejor no seguir por ahí. Lo importante era que controlaba la situación.

–Se ha tragado el anzuelo que le ha lanzado Violetta, ¿verdad?

–¡No me he tragado nada! No soy idiota, aunque veo que le convendría que lo fuera.

Samuele no reaccionó inmediatamente. No tenía sentido que lo hiciera. Era evidente que ella creía lo que decía, pero el enfado de él comenzaba a amenazar su forzada tranquilidad.

Creía estar preparado para cualquier situación a la que tuviera que enfrentarse para recuperar a Mattio, pero en todas ellas la adversaria era Violetta, a la que conocía.

Aquella mujer era una desconocida y era imprevisible. Le resultaba un misterio que una mujer con su aspecto no lo utilizara para seducir. Si quisiera, hechizaría a un hombre con un leve parpadeo, pero lo único que deseaba era convencerlo con una lógica defectuosa y obstinados argumentos.

Si no tuviera asuntos más importantes en la cabeza, tal vez lo habría tentado saber algo más de ella, aunque el instinto le indicaba que Maya Monk suponía graves complicaciones para las que probablemente no estaba preparado.

De todos modos, lo intrigaba y era increíblemente hermosa.

Negó con la cabeza. Todo sería más fácil, si ella no creyera lo que decía y si a él no lo inquietara el hecho de no haber detectado en ella los trucos que siempre esperaba en una mujer guapa.

Su inquietud aumentó, cuando ella sonrió somo si se le hubiera ocurrido una idea maravillosa.

–¿Y la madre de Violetta? ¿No podría venir y cuidar a Mattio hasta que su hija regrese? ¿Por qué me mira así?

–También es su madre, si he entendido bien el parentesco.

–No tenemos relación. Olivia tiene su propia familia y yo tengo la mía –lo que daría para que su madre o su hermana estuvieran con ella, apoyándola y ofreciéndole consejos sobre el bebé.

–Es duro que te rechacen.

Ella se estremeció. No le gustaba que él le adivinara el pensamiento.

–No soy una víctima. Me adoptaron cuando era un bebé y, como le digo, tengo familia.

–Olivia murió hace seis meses.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

FUE como observar la vida de una flor en cuestión de segundos: florecer, apagarse y marchitarse.

Aunque era irracional, Samuele se sintió culpable por haberle quitado la esperanza.

–Lo siento, no lo sabía.

¿Ella se disculpaba?

–No lo sienta, no era nada para mí –por lo que había visto, Olivia era una mujer vanidosa y egoísta que había transmitido aquellas deliciosas cualidades a su hija.

–Tampoco para mí, supongo. Tampoco la conocía. ¿Cómo…? No sufrió, ¿verdad?

Samuele solo conocía los datos clínicos: Olivia había muerto tras las complicaciones surgidas por una chapucera operación de cirugía estética. Fue a decírselo, pero la ansiedad de sus ojos lo detuvo.

–No, no sufrió.

Antes de que ella agachara la cabeza, vio en su rostro que parecía aliviada.

Así era como se sentía uno mintiendo para que otro se sintiera mejor, una experiencia nueva para él que no pensaba repetir en mucho tiempo.

–Ya veo que su hermana no se lo ha dicho, antes de dejarle al niño.

Maya suspiró.

–Estaba alterada. Probablemente creyó que ya lo sabía –afirmó mientras pensaba en las numerosas ocasiones en que su hermanastra podía habérselo contado–. Estaba desesperada.

Desesperada no, pensó Samuele mirando a su alrededor, pero sí muy con las cosas tan claras como para pensar en pasar una noche allí.

–Es una viuda con un bebé.

–No me parece que sea usted completamente ingenua, así que créame si le digo que lo tenía todo planeado, cara. La ha engañado como a una idiota.

–Eso es absurdo –¿lo era? Recordó pequeños detalles de la noche anterior que sembraron en ella la semilla de la duda–. La vi, estaba… –de repente lo miró con los ojos como platos–. ¿Qué me ha llamado?

Él negó con la cabeza, de forma poco convincente, fingiendo inocencia.

A ella, el cariñoso calificativo la había penetrado como miel caliente. Al pensarlo notó calor en el vientre.

–Sabe que no va a volver, ¿verdad?

La miró casi con compasión, así que ella desvió la vista negándose a aceptar las sospechas que él le estaba creando y preocupada porque sus revolucionadas hormonas le alteraran el juicio. Por otro lado, si lo que decía era verdad…

–No voy a marcharme sin Mattio.

«No voy a marcharme sin Maya»