E-Pack Bianca marzo 2020 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Bianca marzo 2020 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

El mar de tus sueños Susan Stephens El apasionado beso de un desconocido despertó una pasión que no podía rechazar. El heredero oculto del jeque Sharon Kendrick Habían guardado su relación en secreto… ¡hasta que Zuhal descubrió que tenía un heredero! En el reino del deseo Clare Connelly Ella le dio un hijo….y conseguiría convertirla en su reina. Silencios del pasado Melanie Milburne Ella tenía un secreto… y cada vez resultaba más difícil ocultarlo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. E-pack Bianca, n.º 188 - marzo 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-337-5

 

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

En el reino del deseo

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

El heredero oculto del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

El mar de tus sueños

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Silencios del pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

MATTHIAS Vasilliás adoraba tres cosas en la vida: la luz del ocaso, el país que gobernaría en una semana y las mujeres, aunque a estas solo para relaciones breves y basadas exclusivamente en el sexo.

La brisa sacudió el visillo de gasa y él observó la tela flotar, cautivado por su belleza y fragilidad, por la fugacidad del instante. Por la mañana se marcharía y la olvidaría. Volaría a Tolmirós para afrontar su futuro.

Su viaje a Nueva York tenía otro objetivo, no había planeado conocer, ni mucho menos seducir, a una mujer virgen, cuando a cambio de un regalo tan precioso no podía ofrecer nada permanente.

Él prefería a mujeres expertas, que comprendían que un hombre como él no pudiera hacer promesas de ningún tipo. Algún día se casaría, pero la elección de esposa sería política, una reina a la altura del rey, capaz de gobernar el reino al lado de su esposo.

Pero, hasta entonces, Matthias disponía de aquella noche con Frankie.

Ella le recorrió la espalda con las uñas y Matthias dejó de pensar, adentrándose en ella, apoderándose de la dulzura que le ofrecía al tiempo que gritaba su nombre en la tibia noche neoyorquina.

–Matt.

Usó la versión abreviada de su nombre. Había sido una novedad conocer a una mujer que no sabía que era el heredero de un poderoso reino europeo a punto de ser coronado. «Matt» resultaba sencillo, fácil, y en pocas horas, dejaría de existir.

Porque gobernar Tolmirós significaba abandonar su amor por las mujeres, el sexo y todo lo que hasta entonces habían sido sus pasiones fuera de las exigencias de ser rey. En siete días, su vida cambiaría drásticamente.

En siete días sería rey. Estaría en Tolmirós, ante su pueblo. Pero, por el momento, estaba en aquella habitación, con una mujer que no sabía nada de él ni de sus obligaciones.

–Esto es perfecto –gimió ella, arqueando la espalda y ofreciéndole sus endurecidos pezones.

Y él ignoró su sentimiento de culpabilidad por haberse acostado con una joven inocente para saciar su deseo.

Tampoco ella quería complicaciones. Los dos lo habían dejado claro desde el principio. Solo compartirían aquel fin de semana. Pero él estaba seguro de estar utilizándola para rebelarse por última vez, para ignorar la inevitabilidad de su vida. Porque estando allí, con ella, se sentía un ser humano y no un rey.

Atrapó uno de sus senos entre sus labios y rodó la lengua alrededor del pezón a la vez que se adentraba más profundamente en ella y se preguntaba si alguna otra mujer había sido un molde tan perfecto para él.

Tomándola por el rubio cabello, le levantó la cabeza para besarla profundamente, hasta que jadeó y su cuerpo quedó a su merced. Matthias se sintió poderoso, pero con un poder que no tenía nada que ver con el que experimentaría en unos días, ni con las responsabilidades que le esperaban.

Por su país renunciaría a placeres como el que representaba Frankie. Pero al menos durante unas horas, sería sencillamente Matt, y Frankie sería suya…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tres años después

 

Las luces de Nueva York centelleaban en la distancia. Matthias contempló la ciudad desde la terraza de su ático de Manhattan mientras recordaba la última vez que había estado en aquel mismo lugar, aunque evitando pensar en la mujer que lo había hechizado.

La mujer que le había entregado su cuerpo y que se había quedado grabada en su mente. Susurró su nombre, seguido de un juramento porque, dado que en un mes se iba a anunciar su compromiso, no debía permitirse ni pensar en ella. Todo Tolmirós esperaba que el rey se casara y proporcionara un heredero. Matthias había huido de su destino tanto como había podido, pero había llegado la hora. Su familia había muerto cuando era adolescente y la idea de tener hijos y el temor de perderlos era un miedo con el que cargaba como si fuera una pesada losa.

Pero su pueblo necesitaba que tuviera una esposa adecuada, culta y preparada para reinar. Cerró los ojos y a quien vio fue a Frankie la tarde que la conoció, con la ropa manchada de pintura, el cabello recogido en una coleta y una sonrisa contagiosa. Sintió un nudo en el estómago. Su reina no tendría nada que ver con Frankie. Lo que habían compartido escapaba a toda lógica, había sido un affaire que solo en cuestión de horas lo había sacudido hasta la médula, y había sabido que Frankie era una mujer capaz de hacerle olvidar sus obligaciones, una sirena que lo atraía hacia el abismo. Por eso había hecho lo que se le daba mejor: encerrar sus emociones y dejarla sin mirar atrás.

Pero desde que había vuelto a Nueva York no dejaba de pensar en ella. La veía en todas partes; en las luces que centelleaban como sus ojos, en la elegancia de los esbeltos edificios, aunque ella fuera de baja estatura; en su viveza y su mente despierta… Y no podía evitar pensar en volver a verla, por simple curiosidad o para conseguir olvidarla.

En el presente era rey, ya no era el hombre con el que ella se había acostado. Pero sus deseos y sus necesidades eran las mismas. Contempló de nuevo la ciudad y la idea fue tomando forma.

¿Qué mal podía hacer una visita al pasado, solo por una noche?

 

 

–La iluminación es perfecta –dijo Frankie animada, observando con ojos de artista las paredes de la galería.

La exposición se inauguraba al día siguiente y quería que todo estuviera perfecto. Estaba entusiasmada. Durante años había luchado por subsistir; abrirse camino como artista era una proeza, y una cosa era morirse de hambre por amor al arte cuando una era libre y otra, tener la responsabilidad de un niño de dos años y medio que no paraba de crecer, al mismo ritmo que las facturas.

Pero aquella exposición podía marcar el punto de inflexión que tanto había esperado, la oportunidad de abrirse paso en el competitivo mundo artístico de Nueva York.

–Había pensado en usar focos más pequeños para estos –dijo Charles, indicando algunos de los paisajes favoritos de Frankie, unas manchas abstractas con los colores del amanecer.

–Quedan muy bien –comentó Frankie, sintiendo un nuevo escalofrío de nervios.

Los cuadros eran su alma, en ellos plasmaba sus pensamientos, sus sueños, sus temores. Incluso los retratos de Leo, con su increíble mata de pelo negro, sus intensos ojos grises y sus largas pestañas, estaban allí. Él era su corazón y su alma, y su imagen colgaba en las paredes de la galería y sería contemplada por miles de personas.

–La puerta –murmuró Charles al oír un ruido que Frankie no había percibido.

Estaba acercándose a un retrato de Leo en el que se reía a carcajadas a la vez que lanzaba al aire unas hojas de árboles que había recogido del suelo. Frankie había querido captar la euforia del instante y había tomado numerosas fotografías al tiempo que intentaba memorizar las inflexiones de la luz. Luego había trabajado en el retrato hasta la madrugada y había conseguido lo que era su especialidad: captar el espíritu, atrapar en el lienzo un instante de la vida.

–La inauguración es mañana por la noche, señor, pero si quiere ver la colección…

–Me encantaría.

Dos palabras y una voz tan familiar… Frankie sintió un escalofrío muy distinto del anterior. No era de ansiedad o anticipación, sino de reconocimiento instantáneo, un temblor y un pálpito de añoranza.

Se volvió lentamente, como si con ello se separara de la realidad en la que súbitamente se encontró sumida. Pero en cuanto vio al hombre que estaba con Charles, el mundo colapsó a su alrededor.

«Matt».

Era él.

Y los recuerdos volvieron en cascada: cómo se había despertado y él no estaba; ni había dejado una nota, ni nada que pudiera recordar su presencia, excepto la extraña sensación que le había quedado en el cuerpo tras hacer el amor, y el deseo de volver a sentirla.

–Hola, Frances –dijo él mirándola con los ojos que ella tan bien recordaba. Los mismos ojos que Leo.

Habían pasado tres años desde que lo había visto y, sin embargo, Frankie lo recordaba tan vívidamente como si hubieran estado juntos el día anterior.

Habría deseado deslizar la mirada por su cuerpo, regodearse en cada milímetro de él, rememorar la fuerza de su complexión, la asombrosa delicadeza con la que, por contraste, la había poseído por primera vez, cuando la había sostenido en sus brazos al tiempo que se llevaba los últimos vestigios de su inocencia.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se cruzó de brazos y le sostuvo la mirada, que él posaba en ella con igual intensidad.

–Matt –musitó, sintiéndose orgullosa de que no le temblara la voz–. ¿Estás buscando una obra de arte?

Una fuerza invisible parecía atraerlos, pero Frankie optó por ignorarla.

–¿Me enseñas tu trabajo? –preguntó él a su vez.

Frankie recordó los retratos de su hijo y, por temor a que identificara de inmediato la consecuencia de su fin de semana juntos, decidió hacer lo posible para que no los viera.

–Muy bien –dijo precipitadamente, caminando hacia otra sala–. Pero tengo poco tiempo.

De soslayo, vio que Charles fruncía el ceño. No era de extrañar que estuviera confuso. Aun no conociendo a Matt, era evidente que tenía suficiente dinero como para comprar toda la obra. De haber sido otro, tampoco a ella se le habría pasado por la cabeza rechazarlo.

Pero se trataba de Matt, el hombre que había irrumpido en su mundo, la había seducido y había desaparecido. Representaba un peligro y no pensaba pasar con él más tiempo que el imprescindible.

«Es el padre de tu hijo», le recordó su conciencia. Y estuvo a punto de pararse en seco al ser consciente de las implicaciones morales de esa afirmación.

–Cuando la señorita Preston concluya, le acompañaré yo mismo –dijo Charles.

Matt se volvió y declaró:

–Me basta con la señorita Preston.

Frankie vio que Charles se sonrojaba. Su galería, Charles la Nough, era famosa en Nueva York y él estaba acostumbrado a ser tratado con respeto, incluso con admiración. Que lo despidieran con aquella indiferencia, era una experiencia nueva para él.

–Si te necesito te llamaré –intervino Frankie para suavizar el golpe.

–Muy bien –replicó Charles. Y salió de la sala.

–No hacía falta que fueras tan grosero –comentó Frankie.

Pero en aquella ocasión la voz le salió temblorosa. Matt estaba muy cerca de ella, podía olerlo y sentir el calor que irradiaba. Y aunque intentó no reaccionar, su cuerpo, que llevaba tanto tiempo aletargado, despertó a la vida.

Alzó la barbilla en un gesto desafiante.

–Ahora que estamos solos, ¿puedes decirme qué haces aquí? Dudo que quieras comprar uno de mis cuadros.

 

 

Matt la observó detenidamente. Creía recordarla a la perfección y, sin embargo, al verla en aquel momento, apreció decenas de mínimos detalles en la Frankie Preston que tenía ante sí, que había pasado por alto al conocerla.

Lo que no había cambiado era que le resultaba la mujer más interesante que había visto en su vida sin que pudiera señalar por qué. Todo en ella le fascinaba: desde sus felinos ojos verdes, hasta su nariz levemente respingona y las pecas que la salpicaban, y sus labios… aquellos labios rosas y sensuales que se habían abierto con un gemido cuando él los había besado.

Aquel día, tres años atrás, Frankie salía de una clase de arte con un lienzo enrollado en una bolsa, unos vaqueros manchados de pintura y un top blanco, y caminaba tan distraída que se había chocado con él y le había manchado el traje de pintura azul.

La nueva Frankie llevaba un vestido negro con un generoso pero discreto escote, un collar amarillo y sandalias de cuero. Era una versión más elegante, pero seguía siendo muy ella, tal y como él la recordaba.

¿Cabía la posibilidad de que se la hubiera inventado? ¿Habría sido una fantasía? ¿Hasta qué punto había llegado a conocerla si apenas habían pasado juntos unas horas?

–¿Qué te hace pensar que no he venido a comprar? –preguntó.

Frankie apretó los labios, que tenía pintados en un tono rosa intenso que hacía pensar que había estado comiendo cerezas.

–Porque mi arte no te interesa.

Matt pensó en el cuadro que colgaba en su despacho, que había comprado anónimamente a través de un marchante. Era la pieza en la que Frankie trabajaba el día que se conocieron.

–¿Por qué dices eso?

Ella se ruborizó.

–Me acuerdo muy bien de cómo me engañaste fingiendo estar interesado en mi trabajo. Pero ya no soy tan estúpida. ¿Qué te trae a la galería, Matt?

Oír aquella versión de su nombre en labios de Frankie le provocó una mezcla de sentimientos. Vergüenza, porque no haberla corregido significaba que, efectivamente, no había sido honesto con ella. Placer, porque era la única mujer que lo llamaba así; en cierta medida era un nombre que les pertenecía y que se repetiría en sus oídos para siempre tal y como ella lo había pronunciado en el momento del clímax.

La deseaba.

Después de tres años, se enorgullecía de haberse marchado y hacer lo correcto, de haber sido fuerte y resistir la tentación por el bien de su reino.

Pero…

¡Cuánto la deseaba!

Aproximándose lo bastante como para aspirar su fragancia a vainilla y mirándola fijamente, dijo:

–Voy a casarme. Pronto.

 

 

Frankie oyó aquellas palabras como si le llegaran de muy lejos, y, cuando sintió algo en el estómago, se dijo que era alivio. Porque aquel matrimonio significaba que estaba a salvo de las ráfagas de deseo que la estremecían, del absurdo anhelo que la devoraba de revivir el pasado a pesar de cómo había concluido.

–Enhorabuena –consiguió articular–. ¿Así que es verdad que quieres un cuadro como regalo para tu esposa? –Frankie se volvió hacia las obras–. Tengo unos paisajes preciosos. Muy románticos y evocativos –dijo precipitadamente mientras en su mente se repetían las palabras de Matt: «Voy a casarme. Pronto».

–Frankie… – Matt habló con un tono autoritario que hizo que ella se volviera, maldiciéndolo porque bastaba con oír su nombre en sus labios para recordar cómo lo había pronunciado mientras le mordisqueaba el cuello, antes de succionarle los pezones…

Matt estaba tan próximo a ella que sus cuerpos se rozaron y Frankie sintió una descarga eléctrica. Tragó saliva y retrocedió. ¡Iba a casarse!

–¿Qué estás haciendo aquí?

Frankie no se molestó en disimular que Matt formaba parte de un pasado decepcionante. No por el fin de semana en sí, sino por haberse levantado sola, por haber descubierto que estaba embarazada y no conseguir dar con él, por la vergüenza de haber tenido que contratar a un detective, que tampoco había conseguido encontrarlo.

–Yo… –empezó Matt, dando un paso hacia delante que los dejó a pocos centímetros. Tenía un gesto tenso e irradiaba crispación–: Quería volver a verte antes de casarme.

Frankie examinó el comentario desde distintos ángulos, pero no logró comprenderlo.

–¿Por qué?

Con las aletas de la nariz dilatadas, Matt la miró fijamente.

–¿Piensas alguna vez en los días que pasamos juntos?

La comprensión y la furia alcanzaron a Frankie simultáneamente. Emitiendo un juramento que habría recibido la desaprobación de su madre adoptiva, saltó:

–¿Me tomas el pelo, Matt? ¿Estás a punto de casarte y pretendes rememorar el pasado? –se alejó de él, adentrándose en la sala con el corazón desbocado.

Matt la observaba con una intensidad que le impedía respirar. Pero sobre todo le enfurecía que apareciera después de tanto tiempo para preguntarle por aquel maldito fin de semana.

–¿O no querías solo rememorarlo? Dime que no has venido por otro revolcón en el heno –exclamó, cruzándose de brazos–. Dudo que estés tan desesperado por tener sexo como para que estés haciendo un itinerario, visitando a tus amantes del pasado.

Un músculo palpitó en la barbilla de Matt como reacción al insulto. Matt como fuera su apellido era claramente un puro macho alfa y, evidentemente, no llevaba bien que se cuestionara su sexualidad.

–Y no, no pienso en aquel fin de semana –añadió Frankie antes de que él hablara–. Para mí no eres más que un grano de arena en mi vida. Y, si pudiera borrar lo que pasó entre nosotros, lo haría –mintió, pidiendo mentalmente perdón por traicionar a su hijo.

–¿Ah, sí? –preguntó él con el mismo tono suave y sensual que había usado tres años atrás.

–Sí –afirmó Frankie, subrayando el monosílabo con una mirada incendiaria.

–¿Así que no piensas en lo que sentías cuando te besaba aquí?

A Frankie la tomó desprevenida que le acariciara delicadamente la barbilla, acelerándole el pulso y causándole un vuelo de mariposas en el estómago.

–No –dijo con voz levemente temblorosa.

–¿O en cómo te gustaba que te tocara aquí? –Matt deslizó los dedos por su escote hacia la curva de sus senos.

Frankie tuvo que rezar para no dejarse arrastrar por aquellos recuerdos, por la perfección de lo que habían compartido. Por una fracción de segundo, habría querido sucumbir a ellos. Habría querido pretender que no tenían un hijo en común y que volvían a estar en aquella habitación de hotel, solos ellos dos, ajenos al mundo exterior. Pero habría sido un ejercicio inútil.

–No –se sacudió la mano de Matt de encima y se separó de él, pasándose las manos por las caderas–. Han pasado tres años. No puedes aparecer ahora, después de haber desaparecido del mapa…

Matt la observó con una mirada impenetrable.

–Tenía que verte.

Frankie sintió que se le contraían las entrañas ante la posibilidad de que tampoco él hubiera podido olvidar su noche juntos. Pero estaba segura de que eso era lo que había hecho. Se había marchado sin mirar atrás. En tres años no había contactado con ella. No había dado señales de vida. Nada.

–Muy bien, pues ya me has visto –dijo con firmeza–. Ahora ya puedes irte.

–Estás enfadada conmigo.

–Sí –Frankie le sostuvo la mirada sin ocultar su dolor ni su sentimiento de haber sido traicionada–. Me desperté y habías desaparecido. ¿No crees que tengo derecho a estar enfadada?

Un músculo palpitó en la mandíbula de Matt.

–Acordamos que solo se trataría de un fin de semana.

–Sí, pero no quedamos en que tú te escabulleras en mitad de la noche sin tan siquiera despedirte.

Matt entornó los ojos.

–No me escabullí –y como si recuperara la calma, volvió a componer un rostro inexpresivo–. Además, hice lo mejor para los dos.

Frankie pensó que era extraño que fueran esas palabras las que hicieran saltar por los aires la rabia que llevaba tanto tiempo contenida en su interior.

–¿En qué sentido era lo mejor para mí? –preguntó con voz chillona, palideciendo.

Matt suspiró como si tratara con una chiquilla recalcitrante que estuviera poniendo a prueba su paciencia.

–Tengo una vida muy complicada –dijo, no como disculpa, sino con una frialdad que no incluía la más mínima contrición–. Aquel fin de semana fue un error. En retrospectiva, no debía haber permitido que sucediera. No debí involucrarme con alguien como tú.

–¿Alguien como yo? –repitió Frankie con una calma que ocultaba la indignación que la quemaba por dentro–. ¿Pero acostarte con alguien como yo sí estuvo bien?

–Me he expresado mal –dijo él, sacudiendo la cabeza.

–Pues explícate mejor.

Matt habló lentamente, como si temiera que no fuera a comprenderlo.

–Te deseé en cuanto te vi, Frankie, pero sabía que no podía haber entre nosotros nada más allá del fin de semana. Creo que te lo dejé claro, pero te pido perdón si esperabas algo más –fue a aproximarse a ella, pero al ver que Frankie se tensaba, se detuvo–. Hay puestas en mí ciertas expectativas respecto a mi futura esposa, y tú no eres el tipo de mujer a quien podría elegir.

Frankie estalló indignada:

–¡Yo no quería casarme contigo! Solo esperaba la mínima cortesía de que el hombre que me había desvirgado se despidiera de mí. ¿Se te ocurrió pensar en cómo me sentiría cuando desapareciste del hotel?

Frankie tuvo la leve satisfacción de percibir algo parecido a la culpabilidad en el rostro impasible de Matt.

–Tenía que irme. Siento haberte hecho daño…

Frankie sacudió la cabeza. Claro que le había hecho daño, pero no pensaba admitirlo.

–Lo que me duele es tu estupidez. Que carezcas de decencia y de entereza moral.

Matt echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiera abofeteado, pero ella, bajando la voz, continuó:

–Fuiste mi primer amante. Para mí, acostarme contigo significó algo. Y tú simplemente desapareciste.

–¿Qué esperabas, Frankie, que te preparara el desayuno, que mientras tomábamos unos huevos revueltos te anunciara que volvía a Tolmirós y que te olvidaría?

Ella lo miró despectivamente.

–Pues no parece que me hayas olvidado.

Contuvo el aliento, esperando la respuesta de Matt con los labios entreabiertos.

–No –admitió él finalmente–. Pero me marché porque sabía que era mi deber, porque era lo que se esperaba de mí –exhaló el aliento bruscamente y luego tomó aire–. No he venido para molestarte, Frankie. Lo mejor será que me vaya.

Y esas palabras, que evidenciaban el desequilibrio de fuerzas que había entre ellos, despertaron en Frankie una intensa rabia. Matt había decidido volver para verla, la había tocado como si el deseo siguiera recorriéndolos… Él decidía los tiempos, él tenía el poder, él tenía el control. Creía que podía marcharse cuando quisiera y decidir cuándo dar el encuentro por terminado. ¡Por qué demonios se creía con ese derecho!

–¿Te has preguntado alguna vez si aquella noche tuvo consecuencias, Matt? ¿Te has siquiera planteado que quizá yo no pude olvidar lo que compartimos con tanta facilidad como tú?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

POR UNA fracción de segundo, Matthias tuvo la seguridad de haber interpretado erróneamente el comentario de Frankie. Siendo el heredero al trono de Tolmirós, Matthias jamás había asumido el menor riesgo en sus relaciones sexuales. Tampoco aquel fin de semana.

–Sabía que no habría ninguna consecuencia –dijo, encogiéndose de hombros como si el corazón no se le hubiera parado por un instante–. Y estaba convencido de que lo mejor para ti era cortar todo contacto.

También para él. Prefirió no arriesgarse a llamarla y darle explicaciones.

–¿Qué te hizo pensar eso?

Matt frunció el ceño.

–¿Quieres decir que sí hubo consecuencias?

–¿Por qué estamos usando eufemismos? Pregúntame lo que realmente quieres saber.

Nadie se había dirigido a él así, y a Matthias le resultaba tanto provocador como inquietante. Frankie despertaba en él pasiones que debía ignorar para concentrarse en lo que fuera que Frankie había querido decir.

–Eres tú quien ha insinuado que nuestra noche juntos tuvo complicaciones.

–Lo que quiero decir es que tu arrogante afirmación de que tomaste las medidas suficientes para protegerme de las posibles ramificaciones de acostarte conmigo no es correcta.

Las palabras de Frankie volaron a su alrededor como filos de cuchillos.

–¿Quieres decir que te quedaste embarazada? –exigió saber mientras la sangre le fluía aceleradamente hasta ensordecerlo.

Por un instante, se imaginó esa posibilidad, su bebé creciendo en el vientre de Frankie, y sintió un orgullo inicial al que siguió un instantáneo dolor, porque era imposible. La frente se le perló de sudor con la mera idea de un bebé. Aunque fuera inevitable y necesario, todavía no estaba preparado para abrazar la realidad, para asimilar la idea de una personita de su sangre, una persona que podría serle arrebatada en cualquier momento.

–Tuve cuidado. Siempre tomo precauciones.

–¡Qué encantador! –Frankie se cruzó de brazos–. Cuéntame más detalles de las otras mujeres con las que te has acostado, por favor.

Matt apretó los dientes. No había querido ser grosero, pero la verdad era que se tomaba muy en serio ser responsable en sus relaciones sexuales.

–¿Qué demonios quieres decir? –preguntó airado.

Frankie tomó aire y contestó:

–Está bien. Sí, me quedé embarazada.

Sus palabras golpearon a Matt en el plexo solar como cañonazos.

–¿Qué?

Por primera vez en su vida se quedó sin palabras. Cuando su familia murió y el país, consternado, se había vuelto hacia él, un joven de quince años que acababa de perder a sus padres y a su hermano, que había permanecido con ellos atrapado en un coche mientras expiraban, Matthias había sabido lo que se esperaba de él. Al recibir la noticia, había encerrado su dolor por la pérdida de su familia en un compartimento de su corazón para entregarse a él más adelante, y se había mostrado fuerte y seguro: un perfecto heredero al trono.

Frankie se masajeó las sienes y fijó sus ojos como océanos verdes en él con una angustia evidente.

–Me enteré un mes después de que te fueras.

De pronto nada tenía sentido en su mundo, nada encajaba.

–¿Estabas embarazada?

Frankie hizo una mueca.

–Eso acabo de decir.

Matt cerró los ojos; se le aceleró la sangre.

–Deberías habérmelo dicho.

–¡Lo intenté! Fue imposible encontrarte.

–Todo el mundo puede ser localizado.

–Excepto tú. «Matt» era todo lo que sabía de ti. En el hotel no supieron decirme quién había reservado la suite. Solo sabía tu nombre y que eras de Tolmirós. Claro que quise decírtelo. Pero intentar encontrarte fue como buscar una aguja en un pajar.

¿No era eso lo que él había pretendido, una noche sin complicaciones? Excepto que todo lo relacionado con Frankie había sido una complicación, incluida la forma en que se le había quedado grabada en el alma.

–¿Así que tomaste una decisión así por tu cuenta? –preguntó furioso, pensando en su pérdida, en la pérdida para su reino.

–¿Qué decisión? –Frankie palideció–. No había ninguna decisión que tomar.

–Decidiste abortar sin darme la oportunidad de conocer a mi hijo –dijo Matt sintiendo una opresión en el pecho.

Frankie exhaló bruscamente.

–¿Qué te hace pensar que abortara?

Matt la miró mientras la pregunta pendía entre ellos. Cuando tenía nueve años, había recorrido el palacio corriendo arriba y abajo, pasando por precipicios estrechos desde los que podía ver la ciudad a sus pies, había corrido hasta colapsar sobre la hierba y contemplar las nubes con los pulmones ardiéndole y la sensación de tener el cuerpo acribillado por agujas. Así se sintió en aquel instante.

–Quieres decir… –Matt intentaba comprender, pero no lo lograba–. ¿No abortaste?

–Por supuesto que no.

Matt se quedó paralizado un instante y de pronto algo se iluminó en su cerebro, un recuerdo de algo que en el momento no había registrado. Dando media vuelta, salió de la sala hacia una sala más reducida, que daba a un espacio central, y contempló la pared que Frankie había tenido a su espalda cuando él entró. Había estado tan concentrado en ella que no había comprendido el significado de lo que veía. Pero en ese momento miró los cuadros, diez retratos de un mismo niño, y la sangre se transformó en lava en sus venas al tiempo que sentía un profundo orgullo, un sentimiento posesivo primario y un intenso dolor.

«Spiro».

Estaba ante una versión más joven de sí mismo y de su hermano. Unos ojos que se habían clavado en los de él con dolor y angustia al tiempo que perdía la vida. Unos ojos que le habían suplicado que lo ayudara. Unos ojos que finalmente se habían nublado y habían muerto mientras Matthias los observaba, impotente.

Por un instante miró al suelo con la respiración entrecortada y el pulso acelerado y tomó aire mientras esperaba que el familiar pánico remitiera.

–Es mi hijo –afirmó. Y no necesitó volverse para saber que Frankie estaba detrás de él.

–Tiene dos años y medio –musitó ella con voz ronca–. Se llama Leo.

Matthias cerró los ojos mientras asimilaba la información. Leo. Dos años y medio. Spiro tenía nueve al morir, y el mismo gesto de pícaro. Mejillas redondeadas en las que se formaban hoyuelos cuando sonreía, ojos que centelleaban con sus secretos y sus bromas. Matt apartó aquellos recuerdos, negándose a dejarse ahogar por ellos. Solo en mitad de la noche, cuando el tiempo se detenía y las estrellas en su infinita sabiduría prometían escucharlo, dejaba aflorar sus recuerdos, y permitía que su corazón gimiera.

Volvió a concentrarse en los cuadros, inspeccionándolos detenidamente. En varios de ellos, Leo, su hijo, jugaba. Se reía con una alegría y una vitalidad que la diestra mano de Frankie había captado a la perfección. En otros, posaba para el retrato. El último lo dejó boquiabierto. Leo miraba de frente con una expresión inquisitiva, una ceja enarcada y los labios curvados en una suave sonrisa. Tenía los ojos grises, como él. En realidad, todo su rostro parecía una copia del suyo. Pero las pecas que punteaban su nariz eran de Frankie, al igual que la desafiante y burlona actitud.

Matthias se sintió abrumado por las emociones. ¿Además de los rasgos físicos, qué cualidades personales habría heredado el niño que estaba destinado a ser el futuro rey de su país?

–¿Dónde está? –preguntó con gesto serio.

Percibió que Frankie se tensaba y también percibió que el universo estaba formado por una serie de ligamentos y fibras que conectaban su cuerpo con el de ella. Se volvió con una mirada metálica.

–¿Dónde-está-el-niño? –preguntó de nuevo, cada palabra convertida en una bala.

Todos los mitos que le habían inculcado, las creencias de su pueblo sobre la fuerza y el poder que corría por sus venas, y que también recorrían las de su hijo, acudieron a su mente. Pero no se trataba solo de linaje real o del hecho de haber descubierto que tenía un heredero. Se trataba de un sentimiento profundo, de una necesidad perentoria, como hombre, como padre, de conocer a su hijo.

Frankie se puso en guardia, y Matthias comprendió en ese instante lo que se decía sobre el instinto de protección de las madres hacia sus cachorros. Aunque era menuda, en aquel momento parecía capaz de destrozarlo con sus propias manos si amenazaba a su hijo.

–Está fuera de la ciudad –dijo evasiva, mirando hacia la puerta, más allá del vestíbulo donde debía de estar el dueño de la galería.

Pero su miedo no estaba justificado porque él no suponía la menor amenaza para su hijo. Con la disciplina que lo caracterizaba, Matt recuperó el control de sus emociones. Tenía que dominarse en la misma medida que lo había hecho en el pasado, al perder a su familia.

Entonces, el mundo se había tambaleado y él había tenido que redefinir sus parámetros para seguir adelante. El presente le exigía volver a hacerlo. Tener un heredero era lo que motivaba la necesidad de casarse, y resultaba que ya tenía heredero. No tenía más opción que llevárselo consigo a Tolmirós. El futuro incluía a la mujer que tenía ante sí y a su hijo. Todas las razones por las que la había dejado seguían vigentes, excepto la existencia de un hijo común.

–No tenía ni idea de que te hubieras quedado embarazada.

–¿Cómo ibas a saberlo? Supongo que te marchaste en cuanto me quedé dormida.

Frankie se equivocaba. La había observado un buen rato mientras dormía a la vez que pensaba en su reino y en las responsabilidades que le esperaban cuando volviera. Frankie había sido una distracción, un capricho que se había permitido cuando estaba a punto de aceptar su destino. Pero había resultado ser como arenas movedizas, y por eso había tenido que marcharse lo antes posible, porque había intuido que cuanto más se quedara, más se hundiría en ellas y más difícil le resultaría escapar. Además, se había consolado diciéndose que no le había hecho ninguna promesa; le había dicho que solo estaría en Estados Unidos un fin de semana, que eso era todo lo que le ofrecía, así que no había mentido en ningún momento

–Si me hubieras dejado tu teléfono te habría llamado. Pero desapareciste. Ni siquiera el detective que contraté logró encontrarte.

–¿Contrataste a un detective?

Matt sintió un inmenso alivio y gratitud al saber que Frankie no había pretendido ocultarle la existencia de su hijo. Que había querido que fuera parte de su vida. Por su lado, ¿cómo habría reaccionado él de saber que estaba embarazada? Se habría casado con ella. Que fuera o no apropiada como reina habría sido de menor importancia para su pueblo que el hecho de que fuera la madre de su heredero.

Por eso sabía que solo había una manera de actuar y que debía convencer a Frankie lo antes posible.

–Sí –contestó ella. Y, cuando tragó, Matt fijó la mirada en su cuello y su cuerpo se contrajo al recordar cómo la había besado allí y había sentido su pulso bajo su delicada piel–. Pensé que debías saberlo.

–Y estabas en lo cierto –Matt sabía que podía apelar al sentido de la justicia que fluía por sus apasionadas venas–. ¿Podemos cenar juntos? –antes de que Frankie rechazara la invitación, añadió–: para hablar de nuestro hijo. Supongo que entiendes lo importante que es para mí.

Frankie lo miró con desconfianza, pero, finalmente, asintió.

–Está bien, pero una cena breve. Le he dicho a Becky que estaría de vuelta para las nueve.

–¿Quién es Becky?

–Mi vecina. Me ayuda con Leo cuando estoy trabajando.

Matt prefirió no pensar en el hecho de que su hijo, el heredero al trono de Tolmirós, un niño que valía miles de millones de dólares, estuviera al cuidado de una mujer cualquiera de Nueva York.

–Está bien, tomemos un bocado –sugirió.

–¿Qué le parece? –el dueño de la galería apareció repentinamente–. ¿No cree que tiene un enorme talento?

–Un talento excepcional –contestó Matthias. Y no mentía–. Quiero comprar todas las obras de aquella pared –dijo, indicando la que incluía los cuadros de su hijo.

Frankie lo miró con ojos desorbitados.

–¿Perdona?

Matthias sacó una tarjeta de su cartera.

–Si llama a este número, mi mayordomo se encargará del pago y de la entrega.

Saludando con una inclinación de cabeza, posó la mano en la cintura de Frankie y la llevó hacia la puerta principal. La sorpresa la mantuvo callada, pero en cuanto salieron a la tibia brisa del atardecer neoyorquino, se separó bruscamente y se volvió hacia él airada.

–¿Por qué has hecho eso?

–¿Por qué te extraña que quiera comprar los retratos de mi hijo?

Frankie apretó los dientes y Matthias comprendió que todavía tenía que asimilar que desde ese momento tendría que compartir a su hijo. Más aún, que los retratos del heredero al trono no podían estar a la venta en una galería pública.

–No –admitió ella a regañadientes, consciente de que su determinación empezaba a flaquear.

–Vamos –Matt indicó un lujoso coche con las ventanillas tintadas que esperaba a la puerta.

Cuando estuvieron cerca, Zeno, su chófer y guardaespaldas, bajó para abrirles la puerta.

Al ver su gesto reverencial, Frankie frunció el ceño. Para Matthias, ese tipo de comportamiento formaba hasta tal punto parte de su rutina diaria que ya ni siquiera lo percibía.

–No sé ni cómo te apellidas –musitó ella al tiempo que se deslizaba sobre el asiento de cuero blanco.

Matt estaba deseando hacerle un montón de preguntas. ¿Le habría dado Frankie su apellido a su hijo de haber sabido cuál era? La idea de que hubiera crecido con un apellido que no fuera Vasilliás le producía una profunda frustración.

Pero puesto que no podía confiar ni en sus más leales sirvientes, tendría que reservar las preguntas para más tarde. Se llevó un dedo a los labios para indicar a Frankie que guardara silencio, mientras reflexionaba sobre el efecto que los últimos sucesos tendrían en el matrimonio que había planeado concertar.

 

 

–Pensaba que te referías a cenar en un restaurante –dijo Frankie cuando el coche se detuvo ante un edificio de acero en la plaza de las Naciones Unidas.

Había llegado allí en un silencio absoluto, hasta que Matt había hablado con el chófer en su lengua, con aquella voz ronca y profunda que le aceleraba el pulso a Frankie y que le hacía estremecer con sensaciones que prefería mantener enterradas.

–Los restaurantes no son lo bastante privados.

–¿No sabes hablar bajo?

–Frankie, te prometo que esto es mucho mejor –Matt la miró intensamente, suplicándole que, por aquella vez, le hiciera caso sin protestar.

Una parte infantil y testaruda de Frankie habría querido rebelarse, pero la lealtad a su hijo le hizo callarse. Siempre había querido lo mejor para Leo. Ella había vivido torturada por el rechazo de sus padres biológicos y se había jurado que Leo jamás sentiría nada parecido, que no crecería creyendo que su padre no lo había deseado.

–Está bien –dijo con un suspiro–. Pero no puedo quedarme mucho tiempo.

–Esta conversación va a necesitar su tiempo.

Matt bajó del coche y ella lo siguió. Él la tomó por el codo y cruzaron las puertas automáticas del edificio. El ascensor estaba esperando con un guarda de seguridad apostado a un lado. Frankie no recordaba tanto personal en el pasado. Solo el chófer, y entonces no le había extrañado. Solo había pensado que Matt tenía dinero; pero era evidente que en aquellos tres años debía de haber amasado una fortuna.

–¿Has recibido una amenaza de muerte o algo así? –masculló cuando las puertas del ascensor se cerraron.

Matt la miró entre resignado e impaciente, pero no contestó. Pero, cuando las puertas del ascensor se abrieron a lo que solo podía ser descrito como un palacio en un ático, indicó al guardaespaldas que los dejara solos.

Para dominar la tensión que sintió, Frankie se distrajo observando la belleza del espacio y de las vistas privilegiadas de Nueva York. Una gran puerta automática se abría a una gran terraza con una piscina. Frankie supuso que nadar en ella debía de ser como flotar sobre la ciudad.

–Matt –dijo, volviéndose sin saber qué iba a decir.

Él la estaba observando con gesto de concentración.

–Me llamo Matthias Vasilliás.

Frankie pensó que el nombre completo le iba a la perfección. Que «Matt» resultaba demasiado vulgar para alguien como él, exótico e inusual.

–Muy bien –dijo, alegrándose de conseguir sonar casi desdeñosa–. Matthias.

Él la miró con una sorpresa que la desconcertó.

–¿No has oído hablar de mí?

Frankie se alarmó.

–¿Debería?

Él esbozó una sonrisa sarcástica.

–No.

Pero Frankie se tomó el monosílabo como una crítica.

–¿Vas a explicarme a qué se debe tanta seguridad? –preguntó con el ceño fruncido.

Él suspiró.

–Esto no es nada. En Tolmirós, el dispositivo de seguridad es mucho mayor.

–¿Por qué? ¿Eres una celebridad?

–Algo así.

Matt fue a la cocina, sacó una botella de vino, sirvió una copa y se la dio. Frankie la tomó mecánicamente.

–Explícamelo, Matt… Matthias.

Él entornó los ojos como si oír su nombre completo en sus labios le resultara tan extraño como a ella, aunque tenía que reconocer que le gustaba cómo sonaba.

–Mi familia se mató hace años en un accidente, cuando yo tenía quince años –aunque habló sin la más mínima emoción, Frankie pudo imaginarse cómo debía de haberse sentido.

–Lo siento –musitó.

Él frunció los labios.

–Ha pasado mucho tiempo.

–Pero supongo que todavía es doloroso.

–Me he acostumbrado a estar solo. Mi tío paterno asumió muchas de las responsabilidades de mi padre. Yo era demasiado joven.

–¿Qué responsabilidades?

–Tras su muerte se decidió que yo asumiría mi papel al cumplir treinta años –aunque Matthias la miraba, era evidente que su mente revivía el pasado–. Una semana antes de cumplirlos, te conocí. Solo estaba en Nueva York de paso, disfrutando de un último viaje sin este grado de… compañía –concluyó.

–¿A qué se dedicaban tus padres?

Pero no se trataba de un diálogo, sino de un monólogo. Y Frankie estaba tan ansiosa por recibir una explicación que no le importó.

–No debería haberme acostado contigo, pero eras tan…No sé cómo explicarlo. Te deseé en cuanto te vi –la miró fijamente y Frankie sintió que se le helaba el corazón. Para él había sido así de sencillo–. Sabía que no podía durar.

–Pero, aun así, me sedujiste. ¿Se te ocurrió pensar en cómo me sentiría yo?

–No –Matthias cerró los ojos–. Me dije que eras como yo y que esperabas lo mismo. De haber sabido que eras virgen…

–No te mentí deliberadamente –masculló Frankie–. Todo fue tan… incontrolable.

Matthias inclinó la cabeza a modo de confirmación.

–Eso es el pasado. Ahora debemos ocuparnos del futuro.

Y por fin llegaban al punto de discutir la custodia de su hijo, algo que Frankie había creído que nunca se produciría. Pero en aquel instante, cara a cara con el padre de su hijo, no tenía la menor intención de negarle el derecho a ver a su hijo.

–Cuando me fui, volví a Tolmirós y asumí la posición que me correspondía por derecho de nacimiento –continuó él.

Frankie frunció el ceño.

–¿A qué tipo de negocios se dedica tu familia?

Matthias esbozó una sonrisa que pareció más una mueca.

–No es un negocio, Frankie. Me llamo Matthias Vasilliás y soy el rey de Tolmirós.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

NO TE HE entendido bien –Frankie se rio con incredulidad–. Es una broma, ¿no?

Pero miró a su alrededor con ojos nuevos, observando el lujo que la rodeaba, y comprendió al instante que quien podía disfrutar de él tenía que tener una posición privilegiada. Pero no era solo eso. De pronto lo vio todo a través de aquella información y le pareció obvio. Incluso cuando había ido al hotel, había algo en Matt distinto a cualquier otra persona que hubiera conocido. Le había hablado de mitos ancestrales y le había transmitido algo mágico. Había sido excepcional. Un rey.

–No es una broma. Aquel fin de semana que pasé contigo fue la forma de anular la realidad que me esperaba, de fingir que no iba a ascender al trono en cuestión de días.

Frankie apenas le oía. Era un rey. Lo que significaba que… Retrocedió hasta chocar con el sofá y sentarse en él antes de vaciar la copa de un trago.

–Sí –añadió Matthias como si intuyera lo que pensaba–. Nuestro hijo es mi heredero. Es un príncipe, Frankie.

–Pe-pero… No estábamos casados –adujo ella, asiéndose a cualquier posible excusa–. ¿No hay una ley que impida que sea tu heredero?

El rostro de Matthias se ensombreció.

–Complica las cosas –dijo tras una pausa–. Pero eso no cambia el hecho de que representa el futuro de mi pueblo.

Frankie tragó saliva.

–Mi familia ha reinado en Tolmirós desde hace más de mil años. Las guerras y las hambrunas han acabado con los países vecinos, pero Tolmirós ha permanecido estable y próspero. El mito de nuestro primer gobernante forma parte de la cultura popular, y según él, nuestra familia está en el origen de la prosperidad del país. Leo no es solo un niño, es la personificación de un mito y reinar en Tolmirós es su destino, igual que es el mío.

La magia que estaba creando Matthias de nuevo iba envolviendo a Frankie, que veía cómo su hijo se alejaba de ella hacia un país remoto. Pero Leo no era solo un príncipe: era su hijo, el bebé que había cobijado en su vientre, a quien había cuidado cuando estaba enfermo, al que había leído un cuento cada noche, a quien había consolado cuando tenía pesadillas.

–Mi pueblo lo necesita, Frankie. Representa su futuro.

Ella cerró los ojos, angustiada.

–Hablas como un rey, no como un padre –se volvió a mirarlo–. No es más que un niño de dos años y medio, y a ti solo te importa que su destino sea gobernar un país que no conoce. ¡Ni siquiera me has preguntado nada sobre él!

Los ojos de Matthias brillaron ante la verdad que había en esa acusación.

–¿Crees que no ansío conocer cada detalle sobre él? ¿No crees que estoy deseando conocerlo y estrecharlo entre mis brazos? Por supuesto que sí. Pero primero necesito que comprendas lo que va a suceder. Debemos actuar con prontitud si queremos controlar esto.

–¿Qué tenemos que controlar?

Matthias resopló con impaciencia.

–Nuestro matrimonio.

–¿De qué estás hablando? –Frankie palideció–. ¡No pienso casarme contigo!

–Me temo que esa decisión dejó de estar en nuestras manos en el momento en que Leo fue concebido.

–No estoy de acuerdo.

–Deja que te aclare una cosa: voy a criar a mi hijo como tal, y como mi heredero.

–Muy bien, puedes ser su padre y hasta educarlo como heredero de tu maldito país –estalló Frankie airada. Matthias frunció el ceño–. Pero no puedes aparecer después de tres años y pretender dirigir nuestras vidas. Como tú mismo has dicho, lo que compartimos aquella noche fue pasajero, fugaz. No eres más que un tipo al que, para serte sincera, habría preferido no conocer.

–Puede ser. Pero el caso es que nos conocimos. Y ahora tenemos un hijo. Debemos casarnos, Frankie. ¿No entiendes que no hay otra opción?

Frankie sintió el miedo vibrar en su pecho.

–No.

–¿No? –repitió Matthias. Y estalló en una carcajada de incredulidad–. No puedes decirme simplemente que no.

–¿Porque eres un rey?

Matthias entornó los ojos.

–Porque soy su padre y haré lo que haga falta para que vuelva a casa.

–¡Ya tiene una casa!

–Es el heredero de Tolmirós y su lugar está en el palacio.

–¿Contigo?

–Y contigo. Serás mi esposa, la reina de un país próspero y feliz. No te estoy pidiendo que renuncies a Leo o que te mudes a un país mísero. Ni siquiera tendrías que vivir conmigo. Podrías elegir cualquiera de mis palacios como lugar de residencia. Tu vida mejoraría considerablemente.

–¿Estás seguro? Después de todo, estaría casada contigo.

–¿Y?

–¡Ni siquiera te conozco! –las palabra escaparon de la boca de Frankie al tiempo que su cuerpo las contradecía. Su cuerpo conocía bien a Matt. Tanto que aunque estuviera vestido podía verlo desnudo: su musculoso pecho, su piel morena, sus anchos hombros. Y sus entrañas se humedecieron al recordar cómo la había poseído total y plenamente.

–Llegaremos a conocernos lo bastante como para formar una familia y ser unos buenos reyes –replicó Matthias desapasionadamente.

Pero su calma no se contagió a Frankie.

–¿Así de sencillo?

–No tiene por qué ser complicado.

–¿No habías dicho que ibas a casarte? ¿No tendrá nada que decir tu prometida?

–Todavía no he seleccionado esposa.

Frankie pensó que iba a estallarle la cabeza.

–¿Seleccionar esposa? Suena como si se tratara de elegir al azar la carta de una baraja.

–No tiene nada de azar –dijo Matt, negando con la cabeza–. Cada una de las mujeres ha sido elegida por sus cualidades para ser mi esposa.

–Pues vuélvete a tu maldito país y cásate con una de ellas.

Matthias deslizó la mirada por su cuerpo y Frankie sintió que se le ponía la carne de gallina.

–Piénsalo un momento –dijo él finalmente–. ¿Qué pasaría si volviera a Tolmirós y me casara con otra? Ella se convertiría en la reina y en la madre adoptiva de Leo. Porque te aseguro que voy a luchar por su custodia, y a ganarla –Frankie sintió un escalofrío porque supo que no mentía–. Ganaré y lo criaré. ¿No preferirías evitar una guerra por su custodia, una batalla pública que vas a perder seguro? ¿No preferirías simplemente casarte conmigo?

–¿Simplemente? –aquello no tenía nada de simple–. Lo que preferiría es que desaparecieras de nuevo.

Matthias emitió un sonido parecido a una risa sin un ápice de humor.

–Lo que prefiramos da lo mismo dada la situación en la que nos encontramos. Tengo un hijo, un heredero. Y debo llevármelo conmigo a casa. ¿No lo entiendes?

La ciudad brillaba como miles de gemas contra un terciopelo negro. Frankie tragó, deslizando los ojos ansiosamente por la vista mientras su cerebro intentaba buscar una alternativa.

–Pero el matrimonio es tan…

–¿Sí?

–Es demasiado –Frankie se volvió hacia él y el corazón le saltó en el pecho.

¿Casarse con aquel hombre? Imposible. Matt había personificado muchas de sus fantasías, pero el deseo que con el tiempo, de haber recibido la atención apropiada, podía haberse convertido en amor, se había transformado, en su ausencia, en resentimiento.

Se lo había tragado la tierra y ella había conseguido asumirlo.

De pronto aparecía y ¿esperaba que se casara con él?

–No sé por qué. La gente lo hace todo el tiempo –dijo él, sirviendo dos whiskys y dándole uno a Frankie, quien, aunque no acostumbraba a beber, lo aceptó sin parpadear.

–¿Qué hacen todo el tiempo? –preguntó sin conseguir aclararse la mente.

–Casarse por razones prácticas.

Fue el turno de Frankie de hacer un ruido entre la risa y el gemido.

–La gente se casa porque se ama –lo contradijo con vehemencia–. Porque quieren compartir su vida. Porque han encontrado a la persona con la que quieren compartir su futuro.

Frankie se expresó apasionadamente, desde la profundidad de su alma; eran palabras que lo significaban todo para ella. Pero a medida que pronunciaba cada una, Matthias parecía alejarse de ella. Su rostro se crispó hasta que sus facciones se endurecieron y sus ojos parecieron dos ascuas.

–¡Qué idea tan fantasiosa! –dijo él finalmente–. Pero no tiene nada que ver con lo que te estoy ofreciendo.

Era tan insultante que Frankie resopló de impaciencia.

–Tampoco es lo que te pido. Me refiero a que el matrimonio sí tiene un significado.

–¿Por qué? –preguntó él mirándola fijamente y dando un paso hacia ella–. ¿Por qué no basta con que sea lo más lógico?

Frankie negó con la cabeza, desviando la mirada para poder pensar racionalmente.

–Lo lógico sería pensar cómo vamos a arreglar esto –pensar en compartir a Leo le resultaba doloroso, pero sabía que debía hacerlo por el niño–. Eres su padre, y siempre pensé que debías formar parte de su vida. Para empezar, puedo llevar a Leo a visitarte a Tolmirós y que poco a poco vaya asimilando la idea de ser el heredero al trono. Incluso es posible que él mismo quiera pasar más tiempo contigo. Y tú podrás venir a verlo siempre que estés en Nueva York, por supuesto –sí, así todo quedaba en orden. Satisfecha consigo misma, Frankie concluyó–: No hay ninguna necesidad de que nos casemos.

–Te equivocas –replicó Matthias al instante–. Y debemos celebrar la ceremonia este mes. Tanto tú como Leo tenéis mucho que aprender sobre mi pueblo.

–Espera un momento –exclamó Frankie alzando las manos–. No puedes hablar como si ya estuviera decidido que voy a casarme contigo. ¡No puedes obligarme a hacerlo!

–¿Estás segura? –preguntó él en tono amenazador.

–Por supuesto que si. ¿O es que crees que no soy capaz de tomar mis propias decisiones?

–Al contrario. Por eso mismo pienso que vas a tomar la mejor decisión posible. Pero te advierto de que al margen de lo que pienses o sientas, no tengo la menor intención de dejar el país sin mi hijo. Sería mucho mejor para todos si tú nos acompañaras como mi prometida.

Frankie contuvo el aliento ante la brutalidad que implicaban aquellas palabras.

–¿Estás amenazando con quitármelo?

–Te estoy pidiendo que te cases conmigo.

–Más bien ordenándomelo.

–Pidiéndotelo –corrigió Matthias, aproximándose hasta casi tocarla y usando un tono dulce, como si quisiera ahuyentar sus temores–. Te estoy pidiendo que seas razonable, y que no me obligues a luchar por mi hijo.

Frankie sintió un frío helador al tener la certeza de que Matt cumpliría su amenaza. Aunque tenía unos ahorros y sus padres adoptivos vivían confortablemente, no eran ni mucho menos ricos. No podría contratar a un abogado del nivel que sería necesario para defenderse del de Matthias. De hecho, quizá él, por ser rey, tenía un privilegio diplomático por el que no necesitaría ni tan siquiera llevarla a juicio.

–¡Eres un bastardo! –exclamó. Y, al retroceder, se chocó contra el frío cristal del ventanal que había a su espalda.

–Soy el padre de un niño de dos años y medio, cuya existencia no conocía hasta hace unas horas. ¿Tan irracional te parece que quiera criarlo?

–Lo irracional es que quieras que nos casemos.

–Yo lo deseo tan poco como tú –Matthias resopló y sacudió la cabeza–. Aunque no es del todo verdad: sigo deseándote. Esta noche he venido porque estaba pensando en nuestro fin de semana juntos y quería volver a acostarme contigo.

Frankie se mordió la lengua para reprimir la palabrota que le subió a los labios.

–¿Cómo te atreves? ¿Después de todos estos años pensabas que te bastaba con aparecer para que cayera rendida a tus pies?

–Así fue entonces –apuntó él con una insufrible arrogancia.

Frankie habría querido abofetearlo.

–¡Porque no te conocía!

–Tampoco me conoces ahora –dijo él aproximándose y hablando con una suavidad que estaba cargada de sentido común, como si quisiera hacerla caer bajo su hechizo.

Su proximidad le aceleró el corazón a Frankie y sus mejillas se sonrojaron, pero hizo lo posible por disimular el efecto que tenía sobre ella.

–No sabes que soy un hombre que ha ganado casi todas las batallas que ha librado. Ni que estoy acostumbrado a conseguir lo que quiero. No sabes que tengo la fuerza de diez ejércitos a mi espalda, la riqueza de una nación a mis pies y el corazón de un guerrero en mi pecho.

Dio un paso más adelante y, posando los dedos en la mejilla de Frankie, la miró fijamente.

–¿Crees que no sé que consigues lo que quieres? –dijo ella, alegrándose de sonar sarcástica–. Aquel fin de semana decidiste tenerme y fíjate lo que ha pasado.

Fueron las palabras equivocadas. Al instante la asaltaron los recuerdos de las deliciosas horas que habían pasado juntos. Con su cuerpo tan próximo, tan fuerte, tan ancho, la tentación de alzarse de puntillas y buscar con sus labios el lóbulo de su oreja, la línea de su mentón y finalmente aquellos voluptuosos labios, la dejó casi sin respiración. Su espíritu de artista no pudo evitar concentrarse en aquellos labios perfectos mientras los esculpía mentalmente.

–No estás saliendo con nadie –no se trató de una pregunta, sino de una afirmación.

–¿Qué te hace pensar eso? –preguntó ella ofendida.

Había algo enigmático y peligroso en la mirada de Matthias, algo que hablaba de promesas y de deseos. Algo que le paró el corazón y le calentó la piel.

–No reaccionas a mí como una mujer que estuviera enamorada de otro hombre.

Frankie tomó aire, pero el oxígeno no le llegó a los pulmones.

–¿Qué quieres decir?

Matthias esbozó una sonrisa burlona.

–Que me miras con expresión hambrienta. Que tiemblas porque estoy cerca de ti –deslizó los dedos hasta la base del cuello de Frankie, donde le latía el pulso, y ella maldijo a su cuerpo por traicionarla–. No deseas casarte conmigo, Frankie, pero deseas volver a estar conmigo casi más de lo que necesitas respirar.

¡Que fuera verdad no significaba que estuviera bien! Además, había una diferencia entre los instintos animales y las decisiones inteligentes. ¡Ella no iba a ser tan estúpida como para ser la víctima de su magnetismo sexual! No por segunda vez. Por más que ya empezara a quedar atrapada en su red….

–No –dijo con firmeza, desplazándose a un lado y enorgulleciéndose de su aparente determinación, aunque le temblaran las piernas y se le hubieran endurecido los pezones–. Y que no esté saliendo con nadie no significa que esto no sea una locura. No voy a casarme contigo.

Matthias le dio la espalda y recorrió la habitación con una tensión que se percibía en todos sus músculos. Ella lo observó temblorosa mientras intentaba ordenar sus confusos pensamientos.

–¿Qué otra opción tenemos? –preguntó él finalmente, todavía de espaldas a ella. Miraba por la ventana y en su voz había una amargura que angustió a Frankie–. ¿Qué otra opción? –repitió –. Tengo un hijo. Es un príncipe y de él depende el destino de mi país. Tengo que llevarlo a casa. Se lo debo a mi gente –dijo con firmeza. Luego se pasó la mano por el cabello y se volvió hacia Frankie–. Y tú se lo debes a Leo, Frankie –la miró fijamente con una expresión abierta y sincera–. Tú quieres criarlo conmigo, ¿verdad?

Consciente de que Matthias tenía razón, Frankie sintió una presión en el pecho.

–Quiero criar a mi hijo feliz y bien adaptado, que se sienta amado por sus padres –dijo finalmente–. Eso no significa que tengamos que casarnos.

–Cuando nos conocimos, me hablaste de tu infancia –dijo él con una firme dulzura–. Me hablaste de las tardes de verano en la montaña; de los juegos de mesa en invierno; de la lectura frente a la chimenea. Me dijiste cuánto echabas de menos tener un hermano o una hermana, que soñabas con tener una gran familia en la que hubiera mucho ruido y alegría. Dijiste que tu familia lo era todo para ti. ¿Quieres privar a nuestro hijo de todo eso?

Frankie lo observó consternada porque, por más que le irritara, Matthias tenía razón. Eso era lo que ella siempre había querido desde el instante en que había experimentado la primera sensación de rechazo; desde que había comprendido que la adopción y el abandono iban de la mano. Si había unos padres dispuestos a aceptarla era porque otros habían elegido abandonarla.

Cerró los ojos y dejó escapar un sonido gutural.

Matthias observó su bello rostro y, viendo que empezaba a quebrar su voluntad, siguió presionándola.

–Cásate conmigo por el bien de nuestro hijo. Desde el momento en que fue concebido, lo que queramos tú o yo es secundario; tenemos la obligación de actuar de acuerdo a su mejor interés.

Frankie estaba de acuerdo con cada una de aquellas palabras. Y de pronto la fuerza que la atraía hacia el matrimonio se hizo inevitable. Supo que acabaría por acceder, pero todavía no estaba dispuesta a admitirlo.

–Es demasiado –susurró ella, mirándolo entre la confusión y la desconfianza–. Incluso si fueras una persona… normal, sería absurdo casarme contigo. Pero además eres rey, y yo soy la mujer menos apropiada para ocupar una posición como esa.

–Tu papel principal sería el de esposa y madre de mis hijos. No tendrías demasiados deberes como reina. De todas formas, creo que te infravaloras.

Pero Frankie había dejado de escuchar después de una de sus palabras.

–¿Hijos? ¿En plural?

–Uno no es suficiente –dijo él. Y su rostro adoptó un gesto de preocupación que Frankie no entendió.

–Yo no quiero tener más hijos.

–¿No te gusta ser madre?

–Claro que sí. Adoro a Leo. Y, si bastara con poner un huevo, tendría cuatro más. Pero desafortunadamente, para proporcionarte más herederos tendríamos que…

–¿Que…? –preguntó Matthias con una sonrisa burlona.

–¡Cállate! –le espetó Frankie, masajeándose las sienes.

–Vamos a casarnos –dijo Matthias, como si diera por sentado que ya había aceptado–. ¿No crees que deberíamos tratar la cuestión del sexo?

Que pudiera aparentar tal calma en medio de una conversación tan turbadora enfureció a Frankie.

–Si es que nos casamos –puntualizó–, el sexo no formaría parte del acuerdo.

Matthias se rio.

–¿De verdad?

–De verdad. Y no tiene ninguna gracia. El sexo, como el matrimonio, debería significar algo. Te ríes como si lo que digo fuera una estupidez, y no lo es.

–Eres una ingenua –Matt sacudió la cabeza–. Como la virgen inocente de hace tres años. El sexo es una función biológica, dos cuerpos buscando el placer mutuo. El matrimonio es una alianza que beneficia a ambas partes. Hasta quienes lo ocultan tras palabras como «almas gemelas» o «amor» lo saben.

–¿Qué palabras usarías tú?

–Conveniencia, compañía, sexo.