E-PACK Bianca noviembre 2016 - Maisey Yates - E-Book

E-PACK Bianca noviembre 2016 E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Promesa de seducción Un regalo de Navidad para el hombre que lo tenía todo. El príncipe Andres de Petras podía borrar sus pasados, aunque placenteros, pecados con una alianza de oro. Pero su futura esposa era la indomable princesa Zara, a la que el príncipe mujeriego debería seducir y coronar para Navidad. La rebelde princesa de Tirimia había pasado años guardando intacto su corazón y su futuro marido de conveniencia parecía querer que siguiera siendo así. Sin embargo, sus caricias prometían un despertar sensual irresistible. Pero, una vez que Zara le había entregado su cuerpo, no tardaría mucho en entregarle también su corazón… Las caricias de su enemigo El único hombre al que odiaba…era el único hombre al que no podía resistirse Sandro Roselli, rey de los circuitos de carreras de coches, era capaz de lograr que los latidos del corazón de Charlotte Warrington se aceleraran cada vez que lo veía, pero ocultaba algo sobre la muerte de su hermano. Sandro le había ofrecido un trabajo y Charlotte lo aceptó, decidida a descubrir su secreto. Sin embargo, la vida a toda máquina con Sandro podía resultar peligrosa. El irresistible italiano estaba haciendo que sus sentidos enloquecieran, pero ¿podría sobrevivir su aventura a la oscura verdad que ocultaba? Amantes por una semana Decidieron hacer un trato, tendrían una aventura solo durante una semana. Diez años antes, la librera Clementine Scott había chocado fuertemente con el arquitecto Alistair Hawthorne. Después de la humillación de aquella noche, ella había jurado que jamás volvería a estar con un hombre, ¡y mucho menos con el arrogante de Alistair! Pero, cuando el hermano de Clem se fugó con la hermanastra de Alistair, a Clem no le quedó elección… tuvo que acompañar a Alistair a Montecarlo para buscarlos.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 110 - noviembre 2016

I.S.B.N.: 978-84-687-9086-2

Índice

Créditos

Índice

Promesa de seducción

Portadilla

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Las caricias de su enemigo

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Amantes por una semana

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Falsa prometida

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Prólogo

EL DESFILE de ofrendas era interminable. Muestras de las riquezas de Tirimia presentadas ante el rey Kairos como si fuera un niño y aquella fuese la mañana de Navidad. Cestas llenas de las mejores frutas, cultivadas en los huertos del país vecino de Petras, obras de arte y joyas de los más celebrados artistas. Pero los embajadores de Tirimia habían reservado el regalo más espectacular para el final.

Kairos, sentado en el trono, miraba a los hombres que esperaban un gesto de admiración mientras presentaban el último regalo, al que llamaban «la joya de la colección».

–Esto le gustará, Majestad –estaba diciendo un hombre llamado Darius–. Una muestra de la belleza y gracia de Tirimia para que las relaciones entre Petras y Tirimia sigan siendo provechosas. La representación de lo lejos que hemos llegado desde la revolución. Fue sangrienta y no podemos borrar la historia, pero sí podemos demostrar que estamos dispuestos a pasar página.

Darius hablaba de la caída de la monarquía de Tirimia quince años atrás. Kairos no estaba entonces en el trono, pero su padre se había asegurado de que conociese bien la historia. Entonces los rebeldes de Tirimia habían sido una amenaza para las fronteras de Petras y recuperar la confianza entre las dos naciones estaba siendo un proceso lento; por eso les había concedido audiencia aquel día. Estaba recién instalado en el trono de Petras como rey y los dignatarios de Tirimia parecían dispuestos a impresionarlo.

Era una pena que Kairos no fuese fácilmente impresionable. Pero Tirimia poseía recursos naturales en los que sí estaba interesado y una guerra nunca era buena para ningún país, por eso observaba el desfile de ofrendas intentando disimular su impaciencia.

–Como prueba de la buena voluntad entre nuestros dos países –estaba diciendo Darius, con tono obsequioso–, le presento a la princesa Zara.

Las puertas del salón del trono se abrieron en ese momento y allí, en el centro del pasillo, flanqueada por dos hombres altísimos, Kairos vio a una mujer. Llevaba las manos delante del cuerpo, dos brillantes esposas de oro relucían en sus muñecas.

Por un momento se preguntó, alarmado, si estaba esposada. Luego ella empezó a caminar dejando caer las manos a los costados y Kairos disimuló un suspiro de alivio. Su pelo era muy largo, oscuro, sujeto en una trenza que se movía con cada paso. Su rostro estaba maquillado con puntitos dorados sobre las cejas y bajo los ojos. Poseía una exótica belleza que no encendía ningún fuego en él. No se parecía nada a su fría y rubia esposa, Tabitha, la única mujer a la que había deseado en toda su vida. La mujer que había decidido saltarse aquella importante audiencia.

Deseó que Tabitha estuviera allí para ver aquello, para ver que le regalaban una mujer. Se preguntó si sus ojos azules arderían de celos, si serían capaces de arder con alguna emoción.

Seguramente se quedaría inmóvil, pasiva. Incluso podría sugerir que aceptase el regalo. Tan poca era la estima que sentía por él en esos días.

Kairos ignoró una punzada de pesar.

–Debe de ser un error –dijo luego–. No pretenderán regalarme un ser humano.

Darius abrió los brazos.

–No necesitamos una princesa en Tirimia. Ya no.

–¿Y por eso pretenden regalármela a mí?

–Para que haga con ella lo que quiera, preferiblemente que la tome por esposa.

Otra esposa. No se le ocurría nada peor.

–Lamento decirle que ya tengo una esposa.

Aunque no lo lamentaba en absoluto.

–Si no quiere tener más que una esposa, también nos parecería aceptable que la aceptase como concubina.

–Tampoco tengo intención de tomar concubinas –replicó Kairos con sequedad.

–Si vamos a abrir nuestras fronteras con Petras, exigimos un lazo de sangre. Solo así estaremos seguros.

–Y yo pensando que Tirimia había entrado en la era moderna –murmuró Kairos, irónico, mirando a la mujer morena que irradiaba energía, pero se mantenía en silencio, con la cabeza baja–. A mí me parece una contradicción.

–Aunque nuestro país es viejo, nuestro sistema de gobierno es joven y el maridaje entre tradición y modernidad es, como mínimo, torpe. Debemos mantener contenta a la gente mientras nos movemos hacia el futuro. Me imagino que podrá entenderlo.

A Kairos se le ocurrió una idea: Andres.

Sería una ocupación perfecta para él. Y una pequeña venganza por la traición de su hermano. Y también sería bueno para el país.

–Como he dicho –siguió Kairos, mirando a los dignatarios–, ya tengo una esposa. Sin embargo, mi hermano necesita una urgentemente. Zara será perfecta para él.

Capítulo 1

VOLVER al palacio de Petras nunca había sido algo agradable para Andres. Él prefería sus diferentes áticos por todo el mundo: Londres, París, Nueva York. Y una hermosa mujer en cada uno. Era un cliché, pero se sentía cómodo siéndolo y le resultaba divertido.

Petras nunca era ni la mitad de divertido. Era allí donde su hermano, Kairos, usaba su puño de hierro, no contra la gente de Petras, sino contra él. Como si siguiera siendo un niño al que debía tomar de la mano y no un hombre de más de treinta años.

Habitualmente, su estancia en el palacio seguía una aburrida rutina: visitas a hospitales y apariciones públicas donde cada una de sus palabras era cuidadosamente elegida. Cenas con su hermano mayor y su esposa, tan tediosas como incómodas, y largas noches en su vasta cámara real… solo; porque Kairos no aprobaba que llevase a sus amantes a los sagrados pasillos de la familia Demetriou. Aunque eso tenía menos que ver con una cuestión de buenas formas y más con que Kairos quería castigarlo por pasados errores de un millón de formas diferentes hasta el día que muriese.

Y, por eso, lo que descubrió al entrar en su habitación, fue más sorprendente.

Entró quitándose la corbata, que lo ahogaba como todo allí, y cerró la puerta tras él. Y entonces se quedó helado porque allí, en medio de la cama, con las rodillas apoyadas en el pecho y el largo cabello negro cayéndole en cascada sobre los hombros, había una mujer. Se miraron durante unos segundos, en silencio. Luego ella se incorporó de un salto y apoyó la espalda contra el enorme cabecero labrado.

Aunque no había sido invitada, tampoco parecía muy entusiasmada por estar allí. Y esas dos cosas eran una anomalía.

–¿Quién eres? –le preguntó–. ¿Qué haces aquí?

Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante.

–Soy la princesa Zara Stoica de Tirimia.

Andres sabía que la familia real de Tirimia había sido expulsada del trono durante una sangrienta revolución cuando él era adolescente. No sabía que hubiese supervivientes y mucho menos una princesa que parecía más una criatura asilvestrada que una mujer.

Su piel bronceada estaba maquillada con polvo de oro, enmarcando sus ojos y sus cejas. Sus labios eran de un rosa profundo, diseñado para tentar, pero Andres intuía que dejarse tentar por ella podría ser un error. Parecía tener más intención de morderlo que de besarlo. El pelo caía despeinado por su espalda, como si se hubiera peleado con alguien o como si hubiera dado placer a un amante.

–Parece que está en el palacio equivocado, Alteza.

–No –respondió ella con sequedad–. Soy prisionera en mi propio país y me han traído aquí como regalo para el rey Kairos.

Andres enarcó las cejas, sorprendido.

–¿Estás diciendo que mi hermano te envía como regalo?

–Eso parece.

Evidentemente, ella no veía el humor de la situación. Claro que si él fuese de mano en mano como un objeto no deseado tampoco se lo vería.

–¿Te importaría esperar aquí un momento? –le preguntó.

Su expresión se volvió aún más tormentosa.

–No estaría aquí si pudiese elegir. No tengo nada que hacer más que esperar.

–Estupendo –Andres se volvió para salir de la habitación, en dirección al despacho de Kairos. Sin duda encontraría a su hermano estudiando algún documento importante, con aspecto grave y serio. Como si no acabase de regalarle una mujer a su hermano.

Abrió la puerta del despacho sin llamar y, como se había imaginado, Kairos estaba sentado tras su escritorio, trabajando.

–Tal vez te gustaría explicarme qué hace una mujer en mi cama.

Kairos no levantó la mirada.

–Si tuviera que explicar todas las mujeres que pasan por tu cama no podría hacer otra cosa.

–Tú sabes a qué me refiero. Hay una criatura arriba, en mis aposentos.

Kairos levantó la mirada entonces.

–Ah, sí, Zara.

–Sí, una princesa. Dice que está prisionera.

–Es más complicado que eso.

–Pues explícamelo.

Kairos esbozó una sonrisa, algo raro en él.

–Me la entregaron como regalo unos dignatarios de Tirimia. Como sabes, estoy intentando restablecer el comercio con ese país. Son nuestros vecinos y estar enemistados podría ser peligroso –la expresión de Kairos se volvió seria de nuevo–. Nuestro padre no quería tender puentes entre ambos países, pero yo quiero devolver a Petras su perdida gloria y esta podría ser una forma de hacerlo.

–¿Aceptando una mujer como regalo, como si fuera un reloj de oro?

–Así es. Feliz Navidad con unas semanas de antelación.

–¿Quieres que la meta en mi bolsillo y le pregunte la hora? –bromeó Andres.

–No digas tonterías. Vas a casarte con ella.

–Ah, ya entiendo. ¿Esta es tu venganza?

–Debo dirigir un país. No tengo tiempo para vengarme de nadie en detrimento de mi gente. Puede que disfrute un poco de tu indignación, pero debes casarte con ella.

–No tienes razones para seguir enfadado conmigo. Estás mejor con Tabitha que con Francesca.

–Eso es discutible –murmuró Kairos.

Andres sabía que su hermano y su mujer no estaban locamente enamorados, tal vez por las circunstancias que habían rodeado su matrimonio, pero era la primera vez que Kairos hablaba negativamente de la situación.

El hecho de que Tabitha, una vez la ayudante de su hermano, hubiera resultado ser una buena reina era una razón por la que Andres había podido absolverse a sí mismo por su indiscreción con la primera prometida de Kairos cinco años atrás, en la suite de un hotel en Montecarlo.

Estaba tan borracho que no recordaba lo que había pasado entre Francesca y él, pero las numerosas fotos y el vídeo que corría por Internet al día siguiente no dejaban lugar a dudas. Kairos se había visto obligado a cancelar la boda, humillado por su prometida y su propio hermano. No amaba a Francesca y no estaba furioso porque hubiera destrozado sus ilusiones, sino por tan pública y deshonrosa humillación.

Poco después, anunció su compromiso con Tabitha y la boda real tuvo lugar tal y como había sido planeada, pero con una novia diferente. Todo escondido bajo la alfombra, como si no hubiera pasado nada. Por eso había sido fácil para Andres olvidar el papel que él había hecho en aquella debacle.

Pero si las cosas con Tabitha no eran como parecían ser…

–¿Y qué tiene eso que ver conmigo? –le preguntó.

–Necesito tu ayuda para salvaguardar las relaciones entre Tirimia y Petras. La princesa Zara resuelve ambos problemas. Tienes que madurar de una vez y sentar la cabeza, Andres. He sido paciente contigo incluso después de lo que me hiciste. Mientras tú te dedicas a darte la gran vida por todo el mundo, yo me he hecho cargo de la responsabilidad de gobernar nuestro país.

–¿Y piensas cargarme con una mujer que parece estar aquí contra su voluntad?

–Tú sabes que tienes que casarte tarde o temprano. Eso no es una sorpresa para ti.

–Pero pensé que tendría algo que decir sobre la elección de la novia.

Kairos golpeó el escritorio con la palma de la mano.

–Los hombres como nosotros no pueden elegir. Tú le has dado la espalda a tus responsabilidades, pero yo no he podido contar con ese lujo. Uno debe casarse con la persona apropiada, no por amor. Sí, supongo que en realidad debería estarte agradecido. Me evitaste el escándalo de tener que divorciarme de Francesca, pero elegí a Tabitha a toda prisa y… es posible que tengamos entre manos algo más serio que un simple problema marital.

–¿No eres feliz?

–Nunca había esperado ser feliz. No necesito serlo –Kairos se pasó las manos por las sienes–. Lo que necesito es un heredero. Puede que no te hayas dado cuenta, pero no lo tengo. En cinco años nunca hemos intentado evitar el embarazo… en fin, seguramente esto no te interesa, pero ahora ya sabes cómo están las cosas.

–¿Qué quieres decirme? Tienes que hablar más claro.

–Puede que el próximo heredero al trono de Petras dependa de ti. Eso significa que debes casarte con una princesa.

–¿Esperas que abandone mi soltería y empiece a tener herederos a toda velocidad?

Kairos hizo un gesto con la mano.

–No te pongas dramático. Evidentemente, será un matrimonio de conveniencia, aunque tendrás que ser más discreto. Mientras la trates con respeto no tienes por qué prometerle fidelidad.

–No tengo práctica con la fidelidad. No apostaría mi vida en ello.

–Tú sabías que algún día tendrías que hacerte responsable de tu puesto y ese día ha llegado. Nuestro padre no esperaba nada de ti, pero yo espero que cumplas con tu obligación.

–No sabía que tuviese que cumplir con ninguna obligación… a menos que tú murieses.

–Desgraciadamente para ti, no es el caso. Te necesito por razones políticas y prácticas –insistió su hermano, enfadado.

–Si las cosas van tan mal con Tabitha, ¿por qué no te divorcias y buscas una mujer que pueda darte los hijos que necesitas?

Kairos se rio, fue un sonido hueco, amargo.

–No puedo deshacerme de mi mujer porque no me haya dado hijos. Sería crucificado por la prensa. Además, he hecho promesas matrimoniales y pienso cumplirlas. Lo siento, pero es hora de expiar tus pecados, hermanito.

Andres estaba muy satisfecho de sus pecados y no tenía intención de expiar ninguno. Salvo el de Francesca. Si pudiese dar marcha atrás en el tiempo…

–Olvidas algo muy importante.

–¿A qué te refieres?

–Ella no quiere casarse conmigo. Me ha quedado claro en cuanto la he visto en mi habitación. Estamos secuestrando a una mujer.

–Si volviese a Tirimia, su vida correría peligro –respondió Kairos–. Está más segura aquí.

–Es medio salvaje. ¿Qué esperas que haga con ella?

–Eres un famoso playboy, ¿no? No necesitas que te diga qué hacer con una mujer.

–No es una mujer, es una criatura salvaje.

Andres recordó ese cabello oscuro despeinado, los ojos brillantes de furia, el gesto de ira. ¿Ellos iban a ser una pareja real? Haría falta una mujer dócil como Tabitha para convencer al público de que había cambiado.

Kairos se rio, algo aún más raro en él que una sonrisa.

–Soy un hombre casado, pero hasta yo he podido ver que tiene suficientes encantos como para recomendarla. Es preciosa, aunque no muy sofisticada.

–Me quedé tan sorprendido al verla en mi habitación que no me fijé en si era o no guapa.

Mentira. No era ciego y había visto sus curvas, sus generosos labios, tan sensuales. Aunque parecía capaz de atacarlo si se acercaba, era una mujer muy bella.

–Mi palabra es la ley –anunció Kairos–. Y estás en deuda conmigo, hermano. Convéncela, dómala, sedúcela. Me da igual, pero te casarás con ella.

Andres apretó los dientes. Esa conversación le parecería irreal si no hubiera sospechado que algún día su hermano le diría cuál iba a ser su destino. Era un príncipe, el segundo hijo de un rey. Siempre había sabido que no podría escapar del matrimonio, de los hijos. Solo era una cuestión de tiempo. Y el tiempo se había terminado.

–¿Alguna cosa más, Majestad? –preguntó, con tono burlón.

–No tardes mucho.

Capítulo 2

LA PRINCESA Zara Stoica, heredera de ningún trono, estaba cansada de sufrir los caprichos de los hombres. Por culpa de los hombres había sido arrancada de palacio siendo una niña, enviada a vivir en un bosque con los nómadas, a salvo gracias a su secular tradición de honor y hospitalidad. Eran hombres los que la habían secuestrado quince años después, y utilizado como peón para una supuesta unión política entre dos países. Por supuesto, también había sido un hombre, sentado en el trono de Petras, quien había decidido que era aceptable entregársela a su hermano como si fuera un regalo.

No era una sorpresa que aquella habitación fuese la de otro hombre, que le había dado un susto de muerte entrando sin avisar.

Se le ocurrió entonces que la habían instalado en la habitación del príncipe Andres, el hombre con el que debía casarse. Esa idea hizo que un escalofrío la recorriese de arriba abajo.

Se sentía inquieta encerrada en aquella habitación. Desde la ventana podía ver la ciudad, pero eso no la consolaba. Casas pegadas unas a otras, rascacielos detrás, coches recorriendo las carreteras como una línea de hormigas mareadas buscando comida desesperadamente. Ella prefería el aire fresco y limpio de las montañas, el silencio que se colaba entre las ramas de los árboles. Era insufrible ver pasar el tiempo encerrada en una habitación.

Se echó hacia atrás en la cama, hundiéndose en el suave edredón, una comodidad a la que no estaba acostumbrada.

Vivir en caravanas no era incómodo, pero no se parecía nada a aquello. Y cuando los nuevos líderes de Tirimia la llevaron de vuelta al viejo palacio no la instalaron en una habitación tan lujosa.

Zara miró el techo con molduras doradas y la enorme lámpara de araña que colgaba en el centro. No recordaba haber visto una lámpara de araña en el palacio de Tirimia, un país mucho más modesto que Petras, incluso antes de la revolución.

Experimentó una sensación de angustia mientras saltaba de la cama. No quería que un hombre, ningún hombre, fuese o no el príncipe Andres, la encontrase en la cama de nuevo. Inquieta, paseó por la habitación antes de volver sobre sus pasos para detenerse frente a una puerta cerrada. Empujó el pomo y encontró un enorme cuarto de baño al otro lado.

Era mucho más moderno que el resto de la estancia y la reluciente bañera hizo que suspirase. Anhelaba tanto sumergirse en agua caliente como anhelaba el bosque. Era una tentación, pero si ser descubierta en una cama que no era la suya había sido humillante, que la encontrase en el baño sería aún peor.

Zara se acercó a un tocador en el que había varios frasquitos de cristal y se preguntó por qué tendría un hombre tantas cremas y perfumes. Quitó la tapa de uno de ellos y se lo llevó a la nariz. Era una colonia que olía a sándalo y otras especias. Intentó recordar si el hombre que había entrado en la habitación olía de ese modo, pero no lo recordaba.

Dejó el frasquito y tomó otro que contenía una crema perfumada. Dejándose llevar por la tentación, se echó un poco en el hueco de la mano y disfrutó de la agradable sensación. Su piel se había vuelto áspera después de tantos años viviendo al aire libre, aunque ella lo consideraba una señal de fuerza.

–¿Qué haces?

Zara se volvió bruscamente, apoyándose en el tocador y tirando unos frasquitos sin darse cuenta.

–Estaba aburrida –respondió. El hombre que había entrado antes estaba en la puerta, mirándola con expresión seria.

Ella estaba acostumbrada a los hombres formidables con los que se había criado. Algunos los llamaban «gitanos» por su estilo de vida nómada, pero en realidad eran parte de un grupo minoritario que se aferraba a sus antiguas costumbres. No era una cultura guerrera en el sentido tradicional, pero sí fieramente protectora del campamento y de su gente.

El rudo exterior de esos hombres no podía ser más diferente al aspecto sofisticado y elegante de aquel extraño. Debería parecerle mucho más civilizado y, sin embargo, era esa capa de distinción lo que le daba miedo. Porque intuía algo profundo bajo el traje, algo soterrado, escondido.

Y eso no le gustaba nada. En el campamento se sentía protegida, segura de su entorno. Su pequeño mundo contenía el bosque, su caravana, las hogueras y la gente a la que conocía desde niña.

Pero allí estaba, en un país extraño, frente a un moreno y alto desconocido cuyo elegante traje de chaqueta no podía ocultar un torso ancho y fuerte. Tenía el mentón cuadrado, las cejas oscuras, la boca ancha. Era bello como un predador. E igualmente letal, pero le resultaba imposible apartar la mirada. Nunca en toda su vida se había sentido tan cautivada por un hombre. Los que había conocido hasta ese momento podían dividirse en dos categorías: aquellos con los que había crecido y aquellos a los que consideraba sus enemigos.

Aquel hombre no entraba en ninguna de esas categorías y eso lo hacía único. Esperaría antes de juzgarlo. Podría ser peligroso, pero también un aliado. Dos meses antes, cuando la secuestraron del campamento, había entendido que tenía muy pocas opciones. Si intentaba escapar de sus captores y volver al clan, ellos serían castigados. Un pobre pago por haber recibido comida, ropa y refugio durante los últimos quince años. Escapar y quedarse en Petras tampoco era factible. No tenía dinero ni documentos que la identificasen. No conocía el país, no sabía conducir y no tenía amigos.

Tendría que hacer algún amigo, pensó.

Zara miró al hombre que estaba en el quicio de la puerta, preguntándose si podría ser su amigo.

No serviría de nada pelearse con él. Tendría que ser dócil… hasta cierto punto. Esperar hasta que llegase el momento de dar el paso. Fuera el que fuera.

–¿Estabas aburrida? –repitió él.

–No sé cuánto tiempo llevo aquí, pero me ha parecido un siglo.

–Tal vez deberíamos empezar de nuevo. Soy el príncipe Andres y parece que vamos a casarnos.

Zara experimentó una inexplicable oleada de calor.

–¿Ah, sí?

Esas palabras confirmaban sus sospechas. Él era el propietario de aquella habitación y en esos momentos también era su propietario.

–Eso me han dicho –Andres arqueó una ceja–. Tal vez te gustaría seguir con esta conversación en un sitio más cómodo.

El estómago de Zara emitió un ruido de protesta, el sonido hizo eco en el cuarto de baño.

–Tengo hambre –explicó.

–Eso puede arreglarse.

Andres no tardó mucho en procurar la prometida comida: una bandeja con carnes, quesos y frutas que un criado llevó a la habitación. Zara se encontró sentada en la cama de nuevo, con las piernas cubiertas por una manta, dándose un banquete.

Notaba la mirada masculina clavada en ella mientras comía en silencio. Paseaba por la habitación mirándola de soslayo, como si fuese una criatura peligrosa, y parecía tan desconcertado y molesto por la situación como ella.

Y eso, unido a la sensación placentera de la comida, la hizo sentirse poderosa. Sus necesidades siempre habían sido sencillas. Al menos lo habían sido desde que la enviaron a vivir con los nómadas a los seis años. Habían sido sencillas por necesidad, pero últimamente se habían reducido aún más. Calor, comida, refugio. Teniendo esas tres cosas sabía que podría salir adelante.

Buena comida, sábanas de seda, cremas… todo eso era extravagante para ella. ¿Y un poco de poder? Una guinda en tan inesperado pastel.

–¿Cuándo comiste por última vez?

–Esta mañana.

–Estás demasiado delgada –comentó Andres.

Sus palabras la ofendieron, aunque no sabía por qué. En el clan estaba bajo la protección del líder, Raz, quien había prohibido que ningún hombre la tocase o mirase de forma poco respetuosa, de modo que nunca había prestado demasiada atención a su aspecto.

–Creo que mis captores no se preocupaban demasiado por la calidad de mi comida.

–¿De verdad eras su prisionera?

–Me sorprende que te importe. A tu hermano no parecía preocuparle en absoluto. Me aceptó como si fuese una cesta de frutas.

–No eres una cesta de frutas, eso es evidente.

–Me han pasado de unos a otros como si lo fuera.

Zara hizo una mueca de indignación. Una vez había sido una princesa, miembro de la familia real de Tirimia. Antes de ser arrancada del seno de su familia, estar en un palacio como aquel sería su derecho.

–Supongo que debo agradecer que nadie haya intentado… probar las uvas, por así decir.

Al levantar la mirada se encontró con los ojos oscuros y el brillo que había en ellos la golpeó directamente en el estómago.

–Sí, eso hubiera sido una vergüenza. Me alegro de que tus uvas sigan… intactas.

–Sorprendente en estas circunstancias, diría yo.

–Una vez fuiste la princesa de Tirimia –dijo él, con un tono vagamente acusador.

–He sido reemplazada, pero no por otra princesa sino por un falso gobierno que finge preocuparse por la libertad del pueblo cuando, en realidad, solo están interesados en su propio poder.

–Pensé que toda la familia real había sido asesinada durante la revolución.

Zara sintió una oleada de frío en el corazón. Le ocurría siempre que pensaba en su familia, en sus padres, en su hermano mayor. Los recuerdos habían empezado a desvanecerse como viejas fotografías, pero lo que quedaba era tan duro y terrible como siempre; esa sensación helada cuando supo de su destino. Tan fría como la propia muerte. Había tardado meses en volver a ser ella misma. Meses en volver a sentir algo más que ese frío que se había apoderado de su pecho.

–Evidentemente, no fue así –respondió con voz estrangulada–. Todos los demás… mi madre, mi padre, mi hermano, todos fueron asesinados. La doncella personal de mi madre tenía familia en el bosque, gente que practicaba antiguas costumbres. Me llevó con ellos y me han protegido y cuidado durante todos estos años.

–Hasta ahora –dijo Andres.

–No fue culpa suya. Me secuestraron durante una emboscada.

–¿Y no puedes volver con ellos?

Zara sopesó la respuesta y las posibles implicaciones. Si decía que sí, ¿la ayudaría a escapar o insistiría en casarse con ella?

La idea de un matrimonio le resultaba ridícula, absurda. Ella no estaba preparada para ser la esposa de nadie y no tenía interés en ello. De hecho, le parecía una pesadilla volver a llevar una corona, ocupar un trono…

Sería como tener una diana en la espalda y estaría en un pedestal donde sería un objetivo fácil.

Había vivido esa pesadilla una vez y no tenía intención de revivirla. Debería decirle que la llevase a su casa… pero no podía volver. Era demasiado peligroso y egoísta. Los nómadas la protegerían con sus vidas, y era muy probable que sus vidas fuesen el precio.

Según Raz, su padre había sido un hombre de profundas convicciones que luchaba por cambiar las anticuadas costumbres de Tirimia. Entre otras cosas, había hecho un pacto con la tribu de Raz para preservar su soberanía dentro del país.

Y por eso había sido asesinado.

Por lealtad y respeto hacia su padre, Raz había arriesgado a su tribu para protegerla a ella. No, no volvería a ponerlos en peligro. Tendría que rescatarse sola.

–No puedo volver con ellos, sería demasiado peligroso.

–Estupendo –comentó Andres, aunque su tono parecía decir todo lo contrario.

–Pero no me casaré contigo –Zara tomó una uva de la bandeja, sujetándola entre el pulgar y el índice–. No tengo el menor deseo de casarme.

–¿Por qué? –preguntó él, quitándole la uva de los dedos–. ¿Te preocupa que caten tus uvas? –cuando metió la fruta en su boca, Zara se sintió extrañamente transfigurada.

–No te conozco –consiguió decir.

–Tenemos mucho tiempo. Puedes hacer una lista de razones.

–No tendré una lista completa hasta que te conozca mejor.

–Creo que lo que acabas de describir es el matrimonio: dos personas que no se conocen bien y están cegadas hacia los defectos del otro hasta que el tiempo y la proximidad los fuerza a reconocer que han elegido mal.

–Haces que suene tan apetecible… –bromeó ella, inclinándose para tomar un higo de la bandeja.

–No soy un gran creyente en la institución del matrimonio.

–Entonces ¿por qué vamos a casarnos?

–Porque mi hermano ha dicho que ha de ser así y así será. Pertenecer a una familia real sin ser el heredero, tiene muchas ventajas, y una de ellas es que he podido olvidarme de mis responsabilidades hasta pasados los treinta y dos años, mientras Kairos ha tenido que llevar sobre los hombros el peso del deber, el honor y todas esas cosas que me hacen sentir escalofríos. Lo malo es que también yo estoy bajo su mando –Andres clavó en ella sus ojos oscuros. Estaba muy cerca. Demasiado cerca.

Y olía a esa colonia que había encontrado en el cuarto de baño.

–Entiendo –murmuró Zara, con un nudo en la garganta–. ¿Vas a decirme que también tú eres un prisionero?

Andres se irguió y ella casi suspiró de alivio. Por alguna razón, tenerlo tan cerca la turbaba de una forma inexplicable.

–No, no soy un prisionero, solo un príncipe. Eso significa que hay ciertas expectativas que debo cumplir. He pasado la última década y media viviendo una vida depravada y, en general, dando la espalda a mis responsabilidades. Pero todos tenemos que enfrentarnos a nuestro destino tarde o temprano y tú eres el mío.

Qué arrogante. Llamarla «su destino» cuando había sido secuestrada y llevada allí contra su voluntad… hablar de deberes como si fueran una pesada carga cuando su padre había perdido la vida luchando por lo que creía justo. ¿Qué hacía aquel hombre con su puesto? Nada, aparentemente.

–Hablas de ser un príncipe con desdén. Yo soy una princesa, pero me he visto obligada a vivir escondida por culpa de mi título. Mis padres fueron asesinados porque eran reyes y tú te quejas de ser forzado al matrimonio por tu hermano. Lamento mucho que tu vida de placeres vaya a ser interrumpida por el deber.

–¿Debería ofrecer mi cuello a la guillotina en lugar de mi mano en matrimonio?

–Mis padres murieron cumpliendo con su deber –insistió ella.

–Y lo siento, pero no siento no tener que enfrentarme a los mismos peligros. Este no es el mismo país y yo no me encuentro en la misma situación.

–Tienes muchas oportunidades y, sin embargo, hablas de tu posición con una gran falta de respeto.

–Y aun así, tú serás mi mujer.

–Nunca –afirmó ella, sabiendo que debía parecer la criatura salvaje que él creía que era.

–¿Cuáles son tus opciones, agape? –le preguntó Andres, usando un término cariñoso que la sorprendió–. Tú misma has dicho que no puedes volver a casa. ¿Dónde irías si no te quedases aquí conmigo?

Zara intentaba encontrar una respuesta, pero no se le ocurría ninguna.

–A ningún sitio –dijo Andres por ella–. La infelicidad por culpa de un matrimonio forzado podría ser peor que la muerte, pero hemos chocado contra un muro, no tenemos alternativa.

–Siempre hay alternativa –replicó ella. No sabía de dónde salía esa convicción, pero estaba segura de que era cierto–. Yo vivo gracias a esa verdad. Porque en lugar de rendirse, la doncella de mi madre decidió salvarme. Porque en lugar de enviarme de vuelta al palacio, el clan decidió cuidar de mí. Siempre hay alternativa, uno puede elegir.

–Supongo que tienes razón –asintió él, su oscura mirada era demasiado intensa–. Pero esta es mi elección. Estoy en deuda con mi hermano y es una deuda de honor. No estoy en posición de desobedecer sus órdenes y he decidido obedecerlas.

–¿Y mis opciones?

–Me temo que, en esta situación, tus opciones son mínimas. No voy a mentirte.

–¿Mínimas? Nulas, más bien.

Andres se encogió de hombros, como desdeñando la protesta.

–Tal vez, pero es la realidad. Te guste o no, tú, la princesa Zara Stoica, serás mi esposa para Navidad.

Capítulo 3

ALTEZA.

Andres levantó la cabeza para mirar al criado que estaba en la puerta del despacho con expresión preocupada. Andres y Kairos habían pasado la tarde jugando a las cartas y bebiendo whisky. Posiblemente evitando a las mujeres de sus vidas.

Aún no se podía creer que hubiera una mujer en su vida, aparte de las temporales compañeras de cama. Zara era, aparentemente, su prometida, pero no la quería en su cama por el momento.

No podía imaginarse acostándose con esa criatura como no podía imaginarse metiendo la mano a propósito en las fauces de un león. Otra razón por la que había pedido al personal que la instalase en otra zona del palacio.

Había pasado parte de la noche hablando de ese matrimonio con Kairos. Por supuesto, serían meras figuras decorativas, aunque activamente involucrados en eventos sociales, algo particularmente importante ya que podrían ser ellos los que diesen un heredero a la corona.

Pero eso significaba que debían ser tan respetables como Kairos y Tabitha, algo sobre lo que Andres tenía serias dudas.

Y su inquietud aumentó al ver la expresión preocupada del criado.

–La princesa Zara se niega a mudarse de habitación.

Andres tiró las cartas sobre la mesa.

–¿Cómo que se niega?

El hombre se aclaró la garganta.

–Se ha mostrado muy… insistente. Dice que está cómoda donde está.

Kairos emitió un bufido.

–¿Ya se niega a dejar tu cama?

Parecía… envidioso, celoso tal vez. Pero no podía estar más equivocado.

–No es eso.

Kairos enarcó una ceja y Andres reconoció sus propias facciones en el hombre que lo miraba. Era raro ver el parecido entre su hermano y él, pero lo veía en ese momento.

–Mi mujer tiene su propia habitación.

–Y la mía la tendrá también –dijo Andres–. Tal vez lo mejor sea una jaula de oro. Una con candado –añadió, dejando escapar un suspiro–. No sé cómo esperas que la convierta en una princesa.

–Es una princesa –le recordó Kairos.

–Ya sabes a qué me refiero.

–He pensado que tal vez necesites tanta energía para domarla que acabes domándote a ti mismo en el proceso.

Andres fulminó a su hermano con la mirada. Tal vez podría domar a Zara, pero el suyo era un caso perdido. Sin decir nada, se dirigió hacia la puerta y el criado se apartó.

–Si tú no puedes hacer que salga de la habitación, tendré que hacerlo yo mismo.

Subió los escalones de mármol de dos en dos y se dirigió en tromba hacia la habitación, pero, cuando empujó la puerta, su futura esposa no estaba por ningún lado. La puerta del baño se hallaba abierta y cuando asomó la cabeza oyó un grito, luego un chapoteo… y en la bañera había una mujer muy mojada y muy indignada.

–¿Qué haces aquí? –exclamó, como si fuera ella la princesa y él un simple criado.

En fin, siendo justo, ella pertenecía a la realeza. Pero, por lo que sabía, solo había regido sobre un campamento de nómadas.

–Este, Alteza, es mi cuarto de baño. Te han pedido que te mudes a otra ala del palacio, pero acabo de saber que te niegas.

–Estoy cómoda aquí –Zara se hundió en el agua con expresión airada, demostrando que mentía. No estaba cómoda, al menos en ese momento.

–Qué terrible coincidencia, resulta que yo también me siento cómodo aquí –arguyó Andres–. En mi habitación, con todas mis cosas.

–Me trajeron aquí contra mi voluntad –le recordó ella–. Este no es mi sitio y estoy asustada.

Andres dejó escapar un bufido de incredulidad y enfado. No sabía por qué su reacción era tan desproporcionada. No le costaría nada dormir en otra habitación y, sin embargo, se negaba a ceder. Probablemente porque Kairos estaba manipulándolo como si fuera una marioneta. No tenía más remedio que obedecer a su hermano porque era el rey de Petras, pero no iba a dejar que aquella criatura lo manipulase también. Y no lo haría. Si iba a casarse con él, debía entender que no podía manejarlo a su antojo.

Él tenía fama de frívolo playboy, pero solo hasta que lo ponían a prueba. Siendo un príncipe, poca gente se atrevía a desafiarlo, pero Zara estaba haciéndolo y no iba a permitirlo.

–No creo que estés asustada –comentó, acercándose a la bañera.

Zara se hundió en el agua hasta sumergir la barbilla, con sus enormes ojos clavados en él.

–Pues claro que sí. Eres muy grande, mucho más que yo, y estás invadiendo mi espacio.

–Perdone, Alteza –Andres se acercó a la bañera y apoyó las manos en el borde, inclinándose hacia delante–. Eres tú quien ha invadido mi espacio. Yo no te he invitado a venir, no he clavado una rodilla en el suelo para pedir tu mano y tampoco te he cedido mi habitación.

Zara cruzó las piernas bajo el agua y levantó los brazos para ocultar sus pechos como pudo. Andres no alcanzaba a distinguir los detalles de su cuerpo bajo las burbujas y esa muestra de pudor solo sirvió para llamar su atención hacia lo que ella intentaba esconder.

Era preciosa, no podía negarlo. Piel suave, dorada, ojos grandes, oscuros, tan llamativos sin maquillaje como cuando estaban maquillados. Tenía unas pestañas largas y espesas, los labios gruesos, los pómulos altos, dándole un aire orgulloso y sensual que haría que cualquier hombre girase la cabeza.

En lo referente al aspecto físico tenía todo lo que él podría buscar en una esposa. Eran sus maneras lo que dejaban mucho que desear. De hecho, sus maneras dejaban todo que desear.

No había pensado mucho en qué clase de mujer le gustaría tomar como esposa porque no quería pensar en esas obligaciones, aunque sabía que algún día tendría que hacerlo. Pero había pensado que se casaría con una mujer sofisticada, una que le hiciese la vida más fácil. El accesorio perfecto para acudir a un acto oficial, tan necesario y tan sencillo como un bonito par de gemelos.

Pero Zara no era un par de gemelos como no era una cesta de fruta.

–Estoy disgustada –dijo ella entonces con tono airado–. Me arrancaron de mi hogar hace dos meses y desde entonces me han tenido prisionera en el palacio…

–Eso me han dicho. Y, aunque siento compasión por ti, no sé qué esperas que haga al respecto. Tú misma dijiste que no puedo devolverte a tu familia. No quieres casarte conmigo, también me lo has dicho. Así que tengo una corta lista de las cosas que no puedes hacer y de las que no quieres hacer, pero me vendría bien saber si hay algo que te interese.

–Me siento cómoda en esta habitación, en este baño… o lo estaba hasta que apareciste tú. Podrías dejar que me quedase aquí, ya que al menos me resulta familiar.

–¿Eres tan frágil que mudarte a una habitación al otro lado del pasillo trastoca tu sensibilidad?

–¡Soy muy frágil!

Andres tenía la impresión de que si hubiera estado de pie habría dado una patada en el suelo para remarcar tal afirmación.

–Eres muchas cosas, pero yo diría que frágil no es una de ellas.

–Vete –dijo ella entonces, dando órdenes como si fuera una reina.

–No –replicó Andres–. No pienso irme.

Metió las manos en el agua, sin importarle que se le mojasen las mangas de la camisa, y le pasó un brazo por los hombros y el otro bajo las rodillas para sacarla de la bañera, desnuda y empapada. No la miró, mantuvo los ojos clavados en la puerta mientras salía del baño para entrar de nuevo en el dormitorio.

–¿Qué estás haciendo? –Zara intentaba zafarse. Era sorprendentemente fuerte y resultaba difícil sujetarla.

Y también era muy suave. Suave al tacto, suave como debería serlo una mujer.

Y, de repente, experimentó una oleada de deseo que lo tomó por sorpresa. Intentó ignorarla, apretando los dientes mientras luchaba contra la tentación de mirar su cuerpo desnudo. Aquello no tenía nada que ver con el sexo. Estaba reclamando el territorio que ella intentaba arrebatarle. Si iba a casarse con aquel demonio tendría que demostrarle que él llevaba el mando y que ella no iba a dictarle lo que tenía que hacer.

Y eso incluía a su cuerpo.

Tenía que tomar el control de ella y de sí mismo. No había otra opción. Tendría que ser firme con Zara.

–Vamos a aclarar las cosas –empezó a decir–. Esto no es un hotel, es mi habitación. Y esta –añadió, tirándola sin miramientos sobre el edredón– es mi cama. Y yo hago dos cosas en la cama: practicar el sexo y dormir. Si piensas quedarte aquí, tendrás que compartir esas dos cosas conmigo. Si no es así, puedes buscarte otro alojamiento.

De nuevo, contuvo la tentación de mirarla, aunque se imaginaba que su cuerpo desnudo sería un delicioso banquete. Pero su intención era asustarla, no violentarla.

Zara se enterró bajo el edredón, furiosa.

–Eres un bruto –lo acusó.

–Vamos a casarnos –le recordó él–. Y no he dicho o hecho nada tan terrible –Andres sabía muy bien que estaba portándose como un cavernícola, pero le daba igual.

–No te conozco.

–Me conocerás bien en un par de meses. Podríamos empezar ahora mismo.

–¡De eso nada!

–Entonces, tendrás que irte de mi habitación. Estoy cansado –Andres levantó una mano y empezó a aflojarse el nudo de la corbata.

Zara agarró el edredón blanco con las dos manos, clavando en él los dedos como garras.

–No te atreverías –murmuró. Pero su tono incrédulo lo animaba aún más.

Sin dejar de mirarla, Andres se quitó la corbata y empezó a desabrocharse el primer botón de la camisa.

–Como he dicho, estoy cansado y esta es mi cama. Y ya te he dado la lista de actividades que hago en ella.

Cuando se desabrochó el segundo botón de la camisa vio que Zara abría los ojos como platos. Se desabrochó un tercero, luego un cuarto, acercándose cada vez más a la cama. Su corazón se había acelerado. No iba a tocarla. Sabía que aquello terminaría con ella escapando antes de que pudiese hacer nada, pero eso no impedía que se le calentase la sangre.

Él era un hombre civilizado que jamás se aprovecharía de una mujer, pero su cuerpo no parecía haber recibido el mensaje. En ese momento, su cuerpo solo parecía entender que él era un hombre y ella una mujer. Una mujer muy bella.

Y, de repente, empezó a olvidar qué estaba haciendo allí.

Cuando se desabrochó el último botón de la camisa, Zara se levantó de un salto, envolviéndose en el edredón, con el pelo mojado cubriendo parte de su cara. Y con todo eso, aún intentaba tener un aspecto imperioso.

–Muy bien, de acuerdo, dormiré en otra habitación –Zara pateó el edredón para dar un paso adelante–. Voy a vestirme. Cuando vuelva, espero que todo esté arreglado.

Se alejó muy digna con los hombros erguidos y todo su cuerpo vibrando de rabia, y Andres disimuló una sonrisa mientras sacaba el móvil del bolsillo para decirle al edecán de su hermano que la princesa estaba lista para ocupar su nueva habitación.

Zara volvió antes de que el hombre apareciese. Se había puesto un pijama rosa que le daba un aspecto mucho más juvenil y menos belicoso.

–¿Me iré pronto? –preguntó.

–Ah, ahora estás impaciente.

–Me has convencido con tus argumentos.

Andres se rio, divertido ante una abierta hostilidad que le parecía irresistible. No estaba acostumbrado a esa reacción en las mujeres. Claro que no estaba acostumbrado a estar comprometido con una mujer y menos con una que no quería saber nada de él.

–La mayoría de las mujeres no salen corriendo cuando me quito la camisa.

Zara esbozó una sonrisa burlona.

–Yo no soy como la mayoría de las mujeres.

Él se pasó una mano por el mentón, mirando el cuerpo escondido bajo el pijama.

–Eso podría ser un problema.

–¿Por qué?

–Porque espero que seas una mujer normal en lo que se refiere a nuestro matrimonio. Debes ser a la vez una esposa para mí y una princesa para mi país.

Y él tenía que ser el príncipe que su hermano necesitaba que fuera.

–No estoy hecha para eso –se apresuró a decir Zara.

–Y, sin embargo, mi hermano cree que sí. Eres la única candidata, de hecho. Así que tenemos un problema.

En sus ojos podía ver un brillo de miedo y, por primera vez, se cuestionó cómo estaba llevando el asunto. Estaba enfadado por las manipulaciones de su hermano y lo pagaba con ella, pero Zara no era culpable de nada.

–No tienes nada que temer. Ni de mí ni de Kairos, aunque mi hermano pueda parecer un tirano a veces. Ninguno de los dos va a hacerte daño.

Zara no pareció muy aliviada.

–Pero vas a utilizarme.

–Eres una princesa, Zara. Si no te hubieran expulsado del palacio para llevarte a vivir con unos gitanos también tendrías que enfrentarte a un matrimonio de conveniencia. Como yo sabía que tendría que casarme algún día, aunque no esperaba que fuese tan pronto.

–No te atrevas a darme una charla sobre la responsabilidad de la realeza. Mi vida como princesa me fue arrebatada.

–Pero ahora vas a recuperarla y para ello tienes que casarte conmigo.

–No lo esperaba –insistió ella con tono seco.

–¿No pensabas casarte nunca?

–Solo tengo veintiún años.

–No eres tan joven. ¿De verdad nunca has pensado en casarte?

Zara se encogió de hombros.

–Si hubiera sido miembro del clan en el que me criaron, seguramente ya estaría casada. Pero no lo era, solo estaba bajo su protección y no se esperaba eso de mí.

–¿Esa es tu manera de decir que no tenías intención de casarte?

Su expresión se ensombreció.

–He vivido escondida todos estos años para evitar un destino como este, pero sabía que tendría que irme de allí si quería vivir una vida normal.

–Esto no es exactamente normal.

–Desde luego.

–Tendrás que ser formada –dijo Andres entonces.

Zara enarcó una ceja.

–¿Formada?

–Creo que podrías ser una esposa ideal. Tienes belleza para ello. Solo necesitas… que te domen.

–¿Tan salvaje soy?

–No tienes sentido del decoro. Que pretendieses quedarte con mi habitación lo deja claro. Tu pelo, tu actitud… irradias algo…

–¿Qué?

Andres dejó escapar un largo suspiro.

–Irradias algo y eso no es bueno para una princesa. Debes ser plácida, serena. Como he dicho antes, debes ser domada.

Zara apretó los puños, airada. Su largo pelo oscuro le caía por la espalda dándole un aspecto aún más salvaje.

–Me niego a ser domada.

Andres no sabía qué decir y le molestaba que lo hiciera sentir acorralado. Kairos había dado una orden y él tenía pecados que expiar.

Aunque se preguntaba por qué estaba esforzándose tanto. Sabía que iba a fracasar. Su padre siempre le había dejado claro que fracasaría; se lo había dicho de niño, de adolescente, incluso cuando ya era un adulto. Kairos era el responsable, el heredero, y afortunadamente se tomaba su papel muy en serio. Andres era con el que siempre se podía contar para montar un escándalo o provocar un desastre.

Esa era la razón por la que se le había prohibido tomar parte en cualquier acto oficial. La razón por la que se quedaba en su habitación cuando había una cena oficial mientras el resto de la familia hacía su trabajo.

Su padre había muerto, pero aún sentía sus fríos ojos clavados en él. Y la decepción en su tono cada vez que le hablaba.

Le había dado a Kairos su palabra y no se echaría atrás. No, en aquella ocasión triunfaría. Solo era un matrimonio y ella solo era una mujer. ¿Cómo iba a fracasar?

Era un playboy famoso por su encanto con las mujeres y podía seducir a aquella criatura salvaje.

–No puedes negarte –le advirtió–. ¿Qué es lo que quieres, aparte de libertad? Me encargaré de que lo tengas. Podemos hacer un intercambio.

Ella vaciló por un momento.

–Quiero que se garantice la seguridad de las personas que me han cuidado durante estos años.

–Esas serán las condiciones para firmar un tratado de alianza con Tirimia. Tendrás más poder aquí, en este trono, que escondida en un bosque. Eso puedo prometerlo. Kairos es un rey bueno y justo, y tú serás una princesa. Eso tiene que ser mejor que vivir escondida como un ratoncillo.

Zara frunció sus oscuras cejas.

–Te gusta compararme con animales.

–Te pareces más a un animalillo que a una mujer en este momento… tristemente para mí –dijo Andres. Y él se parecía más a un lobo que a un hombre–. Dejarás que te convierta en una verdadera princesa y, a cambio, yo te daré lo que desees –en ese momento sonó un golpecito en la puerta–. Será el criado para llevarte a tu habitación.

Ella asintió con la cabeza.

–Muy bien.

Parecía casi sumisa y Andres descubrió que no le gustaba.

«Eso no tiene sentido».

No, no lo tenía. Pero nada de lo que había ocurrido en las últimas doce horas tenía sentido en absoluto.

–Empezaremos mañana. Nos veremos en el estudio después del desayuno.

–¿Qué piensas hacer?

–Domarte, por supuesto –respondió Andres.

Capítulo 4

AL PARECER, la idea de domarla en realidad significaba intentar enterrarla en kilómetros de sedas y tules.

Zara no se sentía domada en absoluto. Al contrario, estaba indignada. Aunque ese había sido su estado de ánimo dese que la sacó de la bañera para tirarla en su cama la noche anterior.

Solo con recordarlo le ardía la cara; el calor resultaba exacerbado por el frío de la seda en la que la modista estaba envolviéndola en ese momento. Estaba furiosa. La había sacado de la bañera, apretándola contra él como si tuviera todo el derecho a tocarla, como si fuera suya. Era exasperante.

Pero no estaba tan enfadada como debería. Claro que estaba en un palacio fabuloso, probándose unos vestidos que jamás había soñado con lucir, así que era natural.

–No baje los hombros –le ordenó la modista con tono seco.

–Ya la has oído –escuchó la voz de Andres detrás del biombo–. No te muevas o tardará más.

–No soy una niña –replicó ella, dirigiéndose a los dos–. No me gusta que me hablen en ese tono.

–Entonces, no se mueva –repitió la modista.

Zara tuvo que contener el deseo de moverse solo para molestar.

Ser el centro de atención le resultaba extraño. Aunque había tenido una experiencia parecida cuando fue a vivir al campamento. Entonces era una curiosidad, una niña que acababa de perder a su familia y estaba traumatizada. Pero en el campamento los recursos eran limitados y siempre llevaba ropa de segunda mano o de poca calidad.

En su vida antes de la revolución estaba segura de que habría experimentado momentos como aquel, pero había una especie de velo sobre esos años que le impedía recordar. Todo estaba reducido a sensaciones, imágenes fijas, olores y sabores.

Solo tenía seis años cuando se la llevaron del palacio, de modo que había pasado mucho más tiempo viviendo fuera del palacio que en él.

Estaba intentando odiar aquello, pero no le resultaba fácil. El vestido que llevaba en ese momento era irresistible. Nunca se había imaginado que encontraría irresistible un vestido, pero aquel se lo parecía.

El corpiño era ajustado, con flores bordadas sobre la seda blanca. La falda flotaba a su alrededor como una nube rosa. Y, la verdad, le gustaría odiar algo tan poco práctico, pero era demasiado bonito.

Pero, aunque le costaba odiar el vestido, sí podía odiar a Andres.

–¿Le gustaría ver este, Alteza? –la modista se dirigía a Andres como si ella no estuviese allí.

–¿Por qué no?

Parecía aburrido y eso era insultante. Aunque si se hubiera mostrado entusiasmado seguramente también se habría ofendido. No podía ganar con ella, no iba a dejar que lo hiciera.

No pensaba dejarse engatusar. No iba a casarse con él. Encontraría otra salida.

«Aunque dicen que se cazan más moscas con miel que con vinagre. Y necesitas su ayuda».

Zara decidió ignorar tal pensamiento. Sí, era cierto que lo necesitaba, pero no iba a darle la clase de miel que esperaba un hombre como él. Andres no había sido ambiguo sobre sus intenciones. La noche anterior le había dicho que si no se iba de la habitación…

La modista apartó el biombo que la separaba del imponente príncipe y Zara tomó aire, con los pechos empujando contra el estrecho corpiño del vestido. Era muy consciente de que sus ojos estaban clavados precisamente en esa parte de su cuerpo. Lo hacía para incomodarla, no podía haber otra razón. Los hombres no perdían el tiempo mirándole el pecho. Los hombres no perdían el tiempo mirándola.

Sí, había estado muy protegida entre los nómadas, pero no había sido difícil para el líder de su clan apartar a los hombres. Al contrario, Zara a veces sentía que se apartaban de ella.

El brillo de deseo de los ojos de Andres no podía ser real y eso hacía que fuera más ofensivo, aunque no debería ser así. Las cosas con aquel hombre sencillamente no tenían sentido, eso era algo que tenía que aceptar.

–¿Y bien? –preguntó, la frase sonó como una orden.

Él se llevó una mano al mentón, como si tuviera que pensarlo.

–Ahora pareces más una princesa que ayer.

–Supongo que eso depende del punto de vista cultural –replicó ella, enarcando una ceja.

–¿Ah, sí?

–Entre mi gente, el maquillaje dorado es la marca de una estirpe real. Y una marca de belleza. El vestido que llevaba ayer, púrpura con hilo de oro, también dejaba eso claro. Este es solo un vestido bonito.

–Es alta costura –replicó la modista con tono agrio.

–¿Vas a dejar que me hable así? –preguntó Zara entonces.

–Eres tú quien la ha ofendido.

–Mis disculpas –murmuró, aunque no se arrepentía. Era difícil permanecer serena cuando se sentía manipulada, forzada, aprisionada–. Estoy cansada –Zara levantó la voluminosa falda para sentarse al borde de la cama, con la tela ondulando a su alrededor.

–Me imagino que probarse vestidos durante todo el día debe de ser agotador –replicó Andres, irónico.

–¿Tan agotador como estar sentado, mirando a otra persona probarse vestidos?

–Probablemente no tan agotador como tomar medidas a una chica antipática y respondona –Andres se apoyó en la pared y cruzó los brazos sobre el pecho–. Elena –dijo, dirigiéndose a la modista–, me imagino que te vendría bien descansar un rato.

–Sí, Alteza –a la mujer no parecía hacerle gracia ser despedida de ese modo, pero obedeció.

Zara estaba segura de que jamás se acostumbraría a eso. Al hecho de que, al final, tendría que obedecer a Andres y Kairos.

«Tampoco tenías ningún poder en el campamento. Estabas en una especie de pedestal, pero no podías elegir».

Interrumpió esos pensamientos cuando Elena salió de la habitación, dejándola a solas con Andres.

–¿Y bien? –preguntó–. ¿Tengo el aspecto que pretendías?

–Aún te falta mucho –respondió él, burlón–. Aún pareces un poco salvaje.

–Tal vez porque soy un poco salvaje. ¿Se te ha ocurrido pensar que eso no va a cambiar? Por mucho que cambies mi exterior, por dentro no voy a cambiar nunca.

–El aspecto exterior es el mejor sitio para empezar. Cambiar quién eres por dentro es una tarea mucho más difícil.

–¿Hablas por experiencia?

Él esbozó una sonrisa.

–Desde luego.

–Si tú no has conseguido cambiar después de tantos años viviendo en el palacio, ¿por qué crees que podrás cambiarme a mí en unos meses?

–No tengo que cambiarte, solo hacer que parezca que has cambiado. Y en eso tengo mucha experiencia.

–Pensé que el objetivo era domarme.

De nuevo, Andres sonrió, pero Zara no sabía por qué.

–Deja que te haga una pregunta: ¿crees que yo estoy domesticado?

Zara lo miró de arriba abajo, desde el traje de chaqueta perfectamente cortado hasta las aristocráticas facciones. Podría estar cincelado en piedra. Una estatua griega imbuida de vida más que un hombre nacido de una mujer.

Era tan bello… No encontraba nada femenino en esa descripción. También diría que las montañas y el bosque de Tirimia eran bellos, a la vez que peligrosos e implacables. Tenía la impresión de que Andres era esas dos cosas. Su hermano, Kairos, emanaba fuerza, autoridad. Con Andres, eso era menos aparente. Pero ella podía verlo, podía sentirlo.

Tal vez porque la había sacado de la bañera el día anterior para tirarla sobre la cama sin miramientos.

–No, no lo estás.

–Pero lo parezco. O, más bien, lo parezco cuando me conviene.

–¿Eso es lo que sugieres, que haga el papel de princesa cuando estemos en público?

–Me gustaría que estuvieras un poco más domesticada porque no tengo intención de recibir un mordisco –algo cambió en sus ojos mientras decía esas palabras, algo que Zara no podía entender. Había mucho de eso entre ellos.

–Nunca he mordido a nadie, así que tu preocupación es infundada.

–¿Seguro? –Andres dio un paso adelante, clavando en ella sus ojos–. Si te abrazase ahora mismo y te tirase en la cama, ¿no me morderías?

Su corazón latía tan rápido que apenas podía respirar.

–¿Por qué ibas a hacer eso?

–¿Eres tan ingenua que no sabes lo que un hombre quiere de una mujer?

–No, claro que no –respondió ella con un nudo en la garganta.

–Tú sabes lo que un marido quiere de su esposa.

Era como si se hubiera desatado un incendio en su interior, quemando sus zonas más íntimas. Debería estrangularlo con su propia corbata por atreverse a hablarle de ese modo. Y no debería estar tan acalorada.

–Pero no soy tu mujer –le recordó.

Andres le levantó la barbilla con un dedo, con los ojos clavados en los suyos. Debería apartarse, pensó Zara. Debería darle una patada. Pero no hizo ninguna de esas cosas.

–Serás mi mujer, en todos los sentidos. Y me gusta ese vestido –murmuró, mirándola con descaro–. Aunque tal vez me gustaría más si estuviera en el suelo. Si te lo quitase, si intentase hacerte mía, ¿entonces me morderías?

–Inténtalo –respondió ella con voz temblorosa–. Inténtalo y lo comprobarás, canalla.

–Si crees que insultándome harás que me aparte, lamento decepcionarte.

Se acercó un poco más. Sus labios estaban a un centímetro de los suyos y Zara descubrió que no quería apartarse, sino inclinarse hacia él. Podía sentir que una conexión empezaba a formarse entre ellos, física, real, tangible. Y no quería romperla. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que alguien la tocó? Siempre había estado tan sola, tan apartada de todos…

–Tristemente para ti, decepcionar a la gente es lo que mejor hago –dijo Andres entonces, apartándose.

–He logrado contener el deseo de sacarte las tripas con los dientes –bromeó Zara–. Tal vez no sea tan salvaje como crees.

–Y tal vez yo no sea tan civilizado como tú crees.

–Si estás intentando asustarme para que me someta a tus planes de matrimonio, te advierto que no va a funcionar –Zara tuvo que aclararse la garganta.

Él se rio, pero era un sonido seco, carente de humor.

–No necesito que te sometas, necesito que cooperes.

–No te estás mostrando muy flexible.

–En este caso soy inflexible porque mi hermano lo es. Estoy en deuda con él. Una vez lo decepcioné y no puedo volver a hacerlo. Esta es una forma de expiar mis pecados y tú eres mi penitencia.

–Supongo que, en ese caso, hacerme tuya será como arrastrarte sobre un montón de cristales rotos.

Andres se rio y Zara hizo una mueca. Estaba intentando parecer sofisticada para escandalizarlo, pero él ni siquiera había tenido la decencia de mostrarse sorprendido.

–Al contrario, me imagino que hacerte mía será la parte más agradable de nuestra forzosa unión.

–¿Por qué casarnos? –preguntó ella, a la desesperada–. ¿Por qué no…? En fin, no sé qué sugerir porque sigo sin saber por qué me necesitas.