9,99 €
Redimidos por el amor Kate Hewitt ¿Podrían Milly y el hijo que esperaba ser la clave de su redención? El hijo inesperado del jeque Carol Marinelli La seducción del jeque… tuvo consecuencias para toda la vida. Magia y deseo Louise Fuller ¡Aristo haría cualquier cosa con tal de estar con su hijo! Una unión temporal Melanie Milburne La extraordinaria proposición del italiano: "Cásate conmigo o lo perderás todo".
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Veröffentlichungsjahr: 2019
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca y Deseo, n.º 171 - septiembre 2019
I.S.B.N.: 978-84-1328-614-3
Redimidos por el amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
El hijo desesperado del Jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Magia y deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Una unión temporal
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
NO SE vaya.
Milly James se quedó inmóvil, conmocionada al oír esas palabras pronunciadas con voz ronca por un hombre al que nunca había visto en persona: su jefe.
–¿Cómo? –se volvió lentamente parpadeando en la penumbra del despacho, cuyas cortinas estaban corridas para que no entrara la luz del sol que brillaba sobre el mar Egeo. Era un hermoso día de verano, pero en aquel despacho podía haber sido una noche cerrada de invierno. Las gruesas paredes de piedra de la villa la protegían del tórrido calor de la isla.
–No se vaya.
Era, indudablemente, una orden pronunciada con brusca autoridad. Así que ella cerró lentamente la puerta del despacho.
Ni siquiera se había dado cuenta de que él estaba allí cuando la había abierto para hacer la limpieza habitual. Había retrocedido al verlo sentado entre las sombras, apenas visible.
Las instrucciones de Alexandro Santos habían sido claras: no había que molestarlo. Nunca. Ahora, ella lo acababa de hacer sin querer, porque había oído arrancar el motor del coche y pensado que se había marchado.
Intentó divisarlo en la penumbra. ¿Estaba enfadado? ¿Cómo podía haber sido tan descuidada?
–Lo siento, kyrie Santos. No sabía que estaba aquí. ¿Necesita algo? –preguntó con una voz todo lo firme que le fue posible.
En los casi seis meses que llevaba contratada como ama de llaves, solo había hablado con Alexandro Santos una vez, por teléfono, cuando él le había ofrecido el empleo. Era la primera vez que él había vuelto a su lujoso retiro en la isla griega de Naxos desde que ella había empezado a trabajar.
Milly llevaba dos días andando de puntillas por la villa intentando no cruzarse con él, ya que le había dejado muy claro que no quería que lo molestaran. Y ahora parecía que había metido la pata hasta el fondo.
–Lo siento mucho –se disculpó ella deseando que él dijera algo que rompiera el tenso silencio–. No volveré a molestarlo…
–No importa –dijo él haciendo un gesto con la mano, que ella sintió más que vio–. Me ha preguntado si necesito algo, señorita James.
Ella deseó poder verle el rostro, pero la habitación estaba muy oscura y la escasa luz que se filtraba a través de las cortinas solo le iluminaba la parte superior de la cabeza.
Forzó la vista para ver mejor y él, como si lo hubiera notado, se levantó del escritorio y se acercó a la ventana, por lo que quedó de espaldas a ella. La escasa luz recortaba su silueta: era alto, de complexión fuerte y anchos hombros.
–Sí, necesito algo.
–¿Qué desea? ¿Quiere comer o que le limpie el despacho…? –se calló porque tuvo la repentina sensación de que él no deseaba nada de eso.
Alexandro Santos no la contestó. No se había movido y ella seguía sin verle el rostro. Sabía cómo era porque lo había visto en Internet al buscar información sobre él, cuando la había contratado: pelo negro, pómulos elevados, fríos ojos azules y un cuerpo poderoso.
Era tremendamente guapo. Ella había sentido un escalofrío al verlo. Parecía concentrado y distante a la vez y la resolución brillaba en sus ojos azules.
–¿Cuánto lleva trabajando para mí, señorita James? –preguntó él, por fin.
–Casi seis meses.
Milly trató de no ponerse nerviosa. Él no tenía ningún motivo para despedirla, ningún motivo de queja. Llevaba cinco meses y medio limpiando la villa, ayudando en el jardín y pagando las facturas domésticas. Ser ama de llaves de una casa que estaba casi siempre vacía era un trabajo fácil, pero le encantaba la villa y la isla de Naxos, y estaba muy contenta con el empleo y el sueldo.
Aunque a algunos les parecería que llevaba una vida solitaria, a ella le gustaba. Después de muchos años de vivir en los márgenes de la caótica vida social de sus padres, de ir pasando de internado en internado, con una serie interminable de fiestas disipadas entre medias, deseaba estar a solas, así como el sueldo extremadamente generoso que Alexandro le había ofrecido. No podía quitárselo ahora que ya estaba cerca de haber ahorrado el dinero suficiente para que Anna fuera feliz y estuviera a salvo para siempre.
–Seis meses –Alejandro se volvió ligeramente, de modo que ella distinguió su perfil: el cabello muy corto, la nariz recta y los labios carnosos.
Parecía una estatua, un hermoso bloque de mármol, oscuro y peligroso, frío y perfecto. Incluso en la penumbra, ella percibió su actitud distante, lejana.
–¿Es feliz aquí?
¿Feliz? La pregunta la sobresaltó. ¿Por qué iba a importarle la felicidad?
–Sí, mucho.
–Pero se debe de sentir sola.
–No me importa estar sola –se relajó un poco, porque le pareció que a él simplemente le preocupaba su bienestar. Sin embargo, aquel no parecía su jefe, un hombre que, según Internet, era un adicto al trabajo, frío y resuelto, del que se rumoreaba que era implacable con la competencia.
Un hombre que, cuando se le fotografiaba en eventos sociales, tenía una expresión dura y nunca sonreía. A veces lo acompañaba alguna elegante mujer del brazo, a la que casi nunca prestaba atención, al menos en las fotografías y vídeos que ella había visto.
–Pero es usted muy joven. ¿Qué edad…?
–Veinticuatro –él ya lo tenía que saber por su breve currículo.
–Y ha ido a la universidad.
–Sí, en Inglaterra.
Había estudiado Lenguas Modernas durante cuatro años. Hablaba bien italiano y francés, además de inglés, su lengua materna, y ahora tenía conocimientos rudimentarios de griego. Pero él ya lo sabía.
–Entonces, es indudable que aspirará a algo más que a limpiar habitaciones.
–Estoy muy contenta como estoy, kyrie Santos.
–Llámame Alex, por favor. ¿No has pensado en volver a París? Creo que trabajabas de traductora antes de venir aquí.
–Sí –y le pagaban una miseria, comparado con lo que ganaba ahora.
Pensó en los días pasados en una oficina gris traduciendo aburridas cartas de negocios. Después pensó en Philippe, con su rubio cabello, su radiante sonrisa y sus melifluas palabras, y se estremeció.
–No deseo volver a París, kyrie…
–Alex.
Ella no dijo nada, nerviosa porque no sabía dónde quería llegar él con aquellas inquietantes preguntas.
–¿Y el amor? –preguntó él de repente–. Un esposo, hijos… ¿Quieres tenerlos algún día?
Milly vaciló, sin saber qué responder. Era una pregunta inadecuada viniendo de tu jefe. Pero ¿cómo no iba a contestarla?
–Te lo pregunto porque prefiero tener a alguien de forma permanente –dijo Alex, como si le hubiera leído el pensamiento–. Si vas a marcharte al cabo de un año detrás de un hombre…
–No voy a irme detrás de ningún hombre –respondió Milly con dignidad.
En otro tiempo, se hubiera ido con Philippe, lo hubiera seguido a cualquier sitio. Hasta que descubrió la verdad, hasta que él se la contó. Aún recordaba el brillo burlón de sus ojos y la mueca cruel de su boca.
–Esa pregunta es ofensiva.
–¿Ah, sí? –Alex siguió de espaldas a ella. Era imposible saber lo que pensaba. ¿Por qué le hacía preguntas tan personales?–. ¿Y qué me dices de tener hijos? –preguntó él al cabo de unos segundos.
–No lo he pensado. De momento, no me interesa.
–¿De momento o nunca?
Milly se encogió de hombros.
–De momento no, desde luego. Tal vez nunca. En cualquier caso no a corto plazo.
Sabía lo tensas que podían ser las relaciones familiares. Y, aunque quizá tuviera instinto maternal, no deseaba ejercitarlo. Anna era su preocupación fundamental.
–¿Así que no quieres tener hijos?
Milly se ruborizó. ¿Por qué intentaba acorralarla con aquello?
–Puede que algún día –masculló–. No lo he pensado. Pero no veo por qué te interesa tanto.
–Tal vez lo entenderás.
–¿Perdón? –él no dijo nada y ella expulsó el aire que había estado conteniendo–. ¿Algo más, Alex? Si no quieres nada más, voy a…
–Eso no es todo. Tengo que hacerte una propuesta.
–¿Una propuesta? –a ella no le gustó la palabra, cargada de insinuaciones, incluso pronunciada en el tono cortante de Alexandro Santos–. No sé si…
–Totalmente respetable –ella esperó sin saber qué responder–. Una propuesta de negocios –aclaró él–. Muy generosa. Aceptaste este empleo por el sueldo, ¿verdad?
–Sí –y para alejarse de París y de los ojos burlones de Philippe. Pero no iba a contárselo.
–¿El dinero es un incentivo para ti?
–Lo es la estabilidad económica.
Y ahorrar dinero para Anna, pero eso era otra cosa que no tenía intención de explicarle. Era muy complicado, triste y sórdido, y no hacía falta que su jefe conociera detalles personales de sus empleados.
–Mi propuesta de negocios te proporcionará, sin duda, estabilidad económica. De hecho, se podría decir que es su principal beneficio, aunque reconozco que, a primera vista, puede parecerte una idea muy poco convencional.
Soltó una risa carente de alegría que a ella la habría dejado helada si no hubiese sonado tan desesperada.
–Aunque puede que no, teniendo en cuenta lo sensata y equilibrada que pareces. Creo que verás las ventajas prácticas.
Milly lo miró inquieta y totalmente perdida.
–Gracias, pero no sé de qué me hablas. ¿De qué propuesta se trata?
No estaba segura de querer saberlo. Fuera lo que fuera, no parecía normal.
¿Qué podía querer él de ella, a cambio de dinero?
No era ingenua ni tan inocente. Se imaginaba lo que podía ser, pero no se lo podía creer. Sabía que no era guapa. Tenía el cabello fino y castaño, los ojos del mismo color y era delgada y sin nada destacable en su figura. No despertaba pasiones en los hombres, a pesar de que, una vez, estúpidamente, lo había creído. Pero no iba a pensar en Philippe.
¿Y no sería igual de estúpido imaginar que un hombre como Alexandro Santos, un guapo multimillonario que podría tener a cualquier mujer que deseara, estaba interesado en ella en ese sentido? Era ridículo, y haría bien en recordarlo.
Pero, ¿qué querría? ¿Qué otra cosa tenía ella? Buscó en su cerebro posibles respuestas. ¿Y si deseaba algo raro? ¿Y si tenía alguna manía fetichista o extraña que no se atrevía a revelar a alguien que considerara respetable? No, se estaba dejando llevar por la imaginación. Tal vez lo único que quisiera fueran sus servicios de ama de llaves.
A lo mejor quería llevarla a Atenas para que limpiara el ático que tenía allí. Pero Milly se dijo que se estaba engañando, que era evidente que lo que Alex Santos le iba a proponer se salía de lo corriente.
–Alex…
Él seguía sin volverse y sin decirle nada.
–¿Vas a decirme en qué consiste tu propuesta?
Él continuó dándole la espalda al contestar con voz carente de toda emoción.
–Quiero que te cases conmigo.
Aunque Alex seguía mirando por la ventana, percibió la conmoción de Milly, que atravesó la habitación como una corriente eléctrica. Volvió la cabeza para mirarla y forzó la vista en la penumbra. Tenía los ojos como platos y los labios entreabiertos.
No era hermosa, pero había algo cautivador en su cuerpo delgado, en la orgullosa colocación de sus hombros y en su innata dignidad. Se sorprendió sintiendo deseo, algo que llevaba años sin experimentar y que era muy poco conveniente.
–No… No hablas en serio –tartamudeó ella.
–Te aseguro que sí.
–¿Por qué quieres casarte conmigo?
Era una excelente pregunta, desde luego, que Alex pensaba responder con sinceridad. No habría engaños en su matrimonio ni fingimientos en lo que quería que fuera una transacción comercial.
–Porque no tengo tiempo de encontrar a una mujer más adecuada y dispuesta.
–Vaya, gracias –le espetó ella con amargura.
–Y –prosiguió él, implacable– porque necesito un heredero lo antes posible.
Milly reculó hasta golpearse con la puerta. Buscó el picaporte con la mano.
–No te alarmes. Intento ser sincero. Sería una estupidez que cualquiera de los dos fingiera que nuestro matrimonio sería algo más que un acuerdo comercial, que, desde luego, implicaría cortesía y respeto por ambas partes.
–Pero has hablado de un heredero…
–No sería una unión solo de nombre, evidentemente –habló con calma, aunque se le llenó de imágenes el cerebro: la piel dorada a la luz de las velas, el cabello castaño sobre los hombros desnudos y con lunares…
Era absurdo, ya que su matrimonio no sería así. Además no sabía si ella tenía lunares.
–Evidentemente –repitió Milly, todavía desconcertada.
–Y el tiempo es esencial, aunque podemos discutir los detalles, suponiendo que estés dispuesta.
–Dispuesta –casi gritó ella.
La había conmocionado y ella ni siquiera le había visto aún el rostro. Pensarlo estuvo a punto de hacerlo reír, pero llevaba meses sin que nada le resultara gracioso. Veintidós meses, para ser exactos.
Una vez recuperada la compostura, Milly habló con voz firme.
–No estoy dispuesta.
–No te he dicho las condiciones.
–No me hace falta. No acostumbro a venderme.
–Estaríamos casados. No podría considerarse así.
–Yo sí lo consideraría.
Ella negó con la cabeza mientras un escalofrío la recorría de arriba abajo, una reacción visceral causada por algo similar a la repugnancia.
–Lo siento, pero no, de ninguna manera –dijo con tal vehemencia que él se quedó intrigado, además de enfadado. Era un inconveniente que ella se negara.
–Casi parece que te han hecho esa propuesta antes. Reaccionas como si recordaras algo ofensivo, como si mi propuesta te recordara otra.
–¡Por supuesto que no!
–¿Por supuesto? –preguntó él enarcando una ceja, la que ella podía verle.
–La mayoría de los hombres no acostumbra a hacer semejantes propuestas –dijo ella con voz fría y ofendida.
–¿Ah, no? Los matrimonios, en su mayor parte, son contratos comerciales, una negociación, con independencia de las emociones que los apuntalen.
–Sin embargo, nuestro matrimonio carecería de sostén emocional. Ni siquiera te conozco. Hasta hoy, no te había visto en mi vida.
–Eso no es extraño en situaciones como esta.
–¿Qué te hace pensar que quiero casarme?
–Nada. Como te he dicho, se trata de un acuerdo de negocios. Creo que lo que te atraerá de mi propuesta es la estabilidad económica, nada más.
Ella no dijo nada y Alex se volvió un poco para verle el rostro. Tenía los ojos muy abiertos y los labios apretados.
Parecía inquieta, pero también se veía que estaba en un dilema. Mientras la miraba, ella se mordisqueó los labios mirando a todos lados. Parecía que a una parte de ella le tentaba su propuesta, aunque no quisiera reconocerlo.
–Estabilidad económica –dijo ella, por fin–. ¿A qué te refieres?
–A que haré que merezca la pena que te cases conmigo.
Ella negó con la cabeza.
–Parecería que me estoy vendiendo a un desconocido. Creo que el matrimonio debe tener al menos una base emocional, si no hay amor.
Él ladeó la cabeza.
–Tus palabras parecen cínicas.
–¿Cínicas?
–Como si no te las creyeras. Quieres, pero no quieres.
–Lo que crea o deje de creer no es de tu incumbencia ni tiene nada que ver con esta conversación –le espetó ella–. La respuesta sigue siendo negativa.
–¿Por qué? ¿No te interesa?
–¿Por qué?
Parecía incrédula, pero también acorralada, en sentido figurado y literal, ya que tenía la espalda apoyada en la puerta y respiraba pesadamente, por lo que él veía cómo le subían y bajaban los pequeños senos. Algunos mechones se le habían escapado de la cola de caballo y le enmarcaban el rostro en forma de corazón. Se dijo, con sorpresa, que era encantadora.
Al tomar la decisión de casarse con ella, no había tenido en cuenta su aspecto. La tenía a mano, era adecuada y su baja posición social le permitiría manejarla a su antojo. Era lo único que necesitaba.
–Sí, ¿por qué? –repitió él–. ¿Por qué ni siquiera estás dispuesta a considerar mi oferta? ¿No tienes ninguna pregunta sobre la naturaleza del acuerdo?
–Ya la has dejado muy clara.
–¿Te refieres al sexo?
–Claro.
–¿Desapruebas tener sexo con tu esposo?
–Desapruebo casarme con alguien por el que no siento nada y al que ni siquiera conozco.
–Sin embargo, la gente lleva siglos haciéndolo.
–De todos modos.
–Me has dicho que no te interesaba el amor.
–En este momento de mi vida no me interesa.
–O tal vez nunca, creo que has dicho. ¿Entonces?
–Eso no significa que quiera casarme contigo –parecía irritada. Alex sonrió fríamente.
–¿Cinco millones de euros te harían cambiar de opinión?
Ella abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir. Y lo miró con los ojos como platos.
–Eso es mucho dinero –musitó.
–En efecto. ¿Te interesan ahora los detalles?
Ella se mordió el labio inferior.
–¿Crees que voy a cambiar de opinión solo por dinero? Es insultante.
–La estabilidad económica es un poderoso incentivo.
–No soy una cazafortunas –estalló ella, como si se le estuviera abriendo una vieja herida.
–Ya lo sé, Milly.
–No voy a venderme.
–No dejas de repetirlo, pero considerarlo así resulta desagradable. Te recuerdo que estamos hablando de casarnos, no de que seas mi amante.
–Pero sigue siendo cierto, de todos modos.
–No necesariamente. Es un trato del que ambos nos beneficiaremos.
La victoria parecía más cerca. Era difícil de alcanzar, pero posible. Ella no se había marchado hecha una furia ni lo había abofeteado. Era cierto que aún no le había visto el rostro. Todo llegaría a su debido tiempo.
–¿Por qué no te sientas, Milly?
–Muy bien –se dirigió a una de las sillas que había frente al escritorio y se sentó con los pies cruzados y las manos en el regazo, como una matrona respetable–. ¿Podemos encender la luz? Apenas te veo y nunca te he visto en persona, lo que es ridículo, teniendo en cuenta la naturaleza de la conversación.
Él se puso tenso, pero trató de relajarse.
–No me gusta la luz.
–No serás un vampiro, ¿verdad? –era una broma, desde luego, pero ella parecía tener sus dudas.
–Por supuesto que no –se volvió hacia ella situando la cabeza en un ángulo que ocultara lo peor–. La encenderé enseguida, después de que hayamos hablado de los detalles.
–¿Por qué yo? ¿Por qué no has elegido a otra mujer más adecuada?
–Porque estás aquí y porque no te importaría seguir en la isla. En los seis meses que llevas a mi servicio, has demostrado ser trabajadora y digna de confianza o eso es lo que dice Yiannis, el encargado de todo lo referente a la casa.
–¿Yiannis te ha estado dando información sobre mí?
–Se ha limitado a transmitirme su aprobación.
–Ah –parecía sorprendida–. Su esposa y él son muy amables conmigo.
–Me alegro –dijo él con voz suave.
Todo parecía muy prometedor. Era evidente que a ella le gustaba vivir allí y que quería el dinero. Lo único que quedaba por ver era si ella soportaría mirarlo y compartir su cama.
–¿Y eso es todo lo que le pides a una esposa? –preguntó Milly.
–Sí.
–¿De verdad? ¿Te da igual lo que le guste o le disguste?, ¿su sentido del humor, su sentido del honor?, ¿la clase de madre que será?
Alex apretó los dientes.
–No puedo permitirme el lujo de que todo eso me importe –la última aventura de Ezio lo había impulsado a solucionar aquello lo antes posible.
Milly no dijo nada y Alex observó las emociones que traslucía su rostro: miedo, indecisión y algo más también, algo más oscuro… Sentimiento de culpa o, tal vez, pesar. Estaba seguro de que su propuesta le había tocado la fibra sensible.
–¿Y por qué un heredero? –preguntó ella, por fin–. ¿No es un concepto anticuado?
–Es biológico.
–Aún así.
–Quiero dejarle el negocio a mi hijo.
–¿Un varón?
–O a mi hija, me da igual.
Ella ladeó la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados.
–¿Por qué?
–Porque, si no lo hago, lo heredará mi hermanastro, que probablemente lo llevará a la quiebra en cuestión de meses.
–No se trata de un título aristocrático, ¿verdad? ¿Por qué lo heredaría él?
Alex respiró hondo e intentó relajarse mientras lo invadían los recuerdos. Christos, pálido y débil, con la mano extendida hacia él, rogándole. Y Ezio, borracho en una discoteca, sin molestarse en aparecer para despedirse de su padre biológico.
–Porque es lo que estipuló mi padrastro en el testamento. El negocio era suyo y me lo dejó en herencia al morir, con la condición de que, si yo moría, pasaría a mi hermanastro.
–Todo eso me parece muy arcaico.
Alex agachó la cabeza.
–Los vínculos familiares son fuertes en este país.
–Pero se trata de tu padrastro. No es carne de tu carne.
–Para mí, ha sido más que un padre –contestó Alex con brusquedad. La emoción le hacía difícil hablar–. Y el testamento no tiene lagunas. Es la única opción que tengo.
–¿Y no te planteas la adopción o un vientre de alquiler?
–Como te he dicho, el tiempo es esencial. Tengo treinta y seis años y quiero que mi hijo sea adulto cuando herede el negocio. Además, creo que un niño debe tener un padre y una madre. La familia es importante para mí –sintió un agudo dolor en su interior, que intentó calmar rápida y fríamente, que era la única forma en que sabía hacerlo para poder seguir viviendo.
–¿Y si no me quedo embarazada? No hay ninguna garantía.
–Tendrás que hacerte una revisión médica completa antes de casarnos –se encogió de hombros–. El resto depende de Dios.
–¿Querrías tener más de un hijo?
Él estuvo a punto de echarse a reír. Sabía que ella, desde luego, no querría después de haberlo visto.
–No, uno bastará. Luego te dejaré en paz.
–¿Tendría que vivir en la isla el resto de mi vida?
–No serías una prisionera, si te refieres a eso.
–¿Habría alguna… relación entre nosotros?
–Nos trataríamos con educación y respeto.
–¿Y más allá de eso?
–¿Es eso lo que quieres?
–No lo sé. Es todo tan inesperado… No soy capaz de pensar con claridad.
–Pero ¿lo estás considerando?
–No debería– negó con la cabeza y suspiró–. Ni siquiera sé por qué lo estoy haciendo, aunque solo sea un poco. Muy poco –dijo a modo de advertencia.
–Tal vez por los cinco millones –afirmó él en tono ligero invitándola a que compartiera con él su sentido del humor.
Ella le lanzó una mirada irónica y algo cálido brotó en el interior de él, algo inesperado. ¿Cuándo había intercambiado una mirada con alguien por última vez, incluso a oscuras?
–Sí, puede que tenga que ver con eso.
–No te lo reprocho.
–No deberías, puesto que eres tú quien me los ha ofrecido. Pero tal vez me lo debería reprochar a mí misma –afirmó ella con brusquedad.
El momento había pasado y la calidez que él había sentido se esfumó.
Alex la observó mientras se levantaba y paseaba por el despacho frotándose las manos como si tuviera frío.
–No puedo alquilarme como si… –se interrumpió al tiempo que negaba con la cabeza–. No, lo siento. Ni puedo ni quiero –se volvió hacia él con decisión y se disculpó con la mirada–. Lo siento. Espero que esto no afecte a nuestra relación laboral.
Alex la miró sin dejar traslucir su enfado y decepción. En efecto, se sentía muy decepcionado, mucho más de lo que esperaba. Sabía que encontraría a otra persona. Sin embargo, le dolía el rechazo de ella porque lo vivía como algo personal, aunque sabía que no debería hacerlo. Y lo más gracioso de todo era que ni siquiera había encendido la luz.
MILLY no podía dormir. Miraba el techo mientras la luz de la luna se filtraba por la contraventana y se reflejaba en el suelo de baldosas de la habitación. Tras el brusco final de la conversación con Alexandro Santos aquella tarde, cuando él la había despedido del despacho, después de que ella hubiera rechazado su propuesta, no había dejado de repasar cada segundo de la extraña entrevista.
«Quiero que te cases conmigo».
¿Cómo podía haberle propuesto algo semejante? ¿Y cómo se había visto ella tentada, aunque hubiera sido unos segundos?
Se dio la vuelta en la cama y golpeó la almohada en un vano esfuerzo por encontrar un poco de paz. Desde que había dejado a Alex, se había mantenido ocupada preparando la mousaka para la cena, barriendo los alrededores de la piscina y pagando algunas facturas mientras se preguntaba qué pasaría después.
¿Hallaría él una razón para despedirla? No quería perder el empleo. Ganaba el triple de lo que cobraba cuando traducía en París y le gustaba la espaciosa villa, su hermoso y florido jardín, la enorme piscina, que Yiannis y Marina, su esposa, le hicieran una visita de vez en cuando y el pueblo de Halki, que se hallaba muy cerca.
Le gustaba comprar en el mercado y el pequeño café con sus mesas desvencijadas donde se sentaba a veces a tomar un café después de comprar. Le gustaban las noches tranquilas y estrelladas, en las que solo se oía el sonido de las olas. Le gustaba la soledad y sentirse a salvo. No quería marcharse.
Entonces, ¿por qué había rechazado la proposición matrimonial de Alex?
Se levantó de la cama con un gemido de frustración. Se puso una fina bata y bajó al piso inferior. Abrió la puerta del jardín sin hacer ruido. El dormitorio de Alex se hallaba en la otra ala de la casa, a la que ella solo iba para limpiar.
Afuera, el aire era fresco y olía a buganvilla y flores de naranjo. La luna brillaba en la plácida superficie de la piscina. Milly se acercó y se acurrucó en una hamaca. Suspiró y notó que la tensión que se le había acumulado en los hombros desde que había visto a Alex disminuía un poco.
Le encantaba la paz y la soledad de aquel lugar. Después de una vida de fiestas e internados, estar sola era como un bálsamo. Y la villa le parecía un hogar, el primero que verdaderamente había tenido.
Cinco millones de euros. No dejaba de pensar lo que podría hacer con esa cantidad: pagarle la universidad a Anna, pagarse la universidad para ella misma, comprarse una casa y sentirse segura para siempre. Aunque el dinero no diera la felicidad contribuía a ella. Y la idea de tener seguridad económica, tanto para ella como para la única persona a la que quería, después de una vida de caótica incertidumbre, era, sin lugar a dudas, tentador.
¿Y qué si se casaba con un hombre al que no conocía? En su vida, el amor romántico había sido una broma, en el mejor de los casos; una mentira, en el peor. Había visto a sus padres enamorarse y desenamorarse con abrumadora facilidad. Y su única relación con el amor la había dejado hastiada y avergonzada.
No deseaba esa clase de relación. No quería correr ese riesgo. Al menos, Alex era sincero sobre lo que sentía, que era mucho más de lo que se podía decir de Philippe.
Entonces, ¿por qué no iba a casarse con alguien por razones prácticas? Que Alex hubiera hablado de un hijo le había despertado un sorprendente deseo. Un hijo suyo, alguien a quien querer y a quien no pudieran arrebatarle. Una familia. No se había dado cuenta de su espíritu maternal hasta que Alex había hablado de ello. Pero ahora se imaginaba a un bebé en sus brazos, besándolo en la frente. Sería una madre mucho mejor que la suya.
Se quedó inmóvil al oír un sonido procedente de la casa. Se apretó contra la hamaca tratando de hacerse invisible. Por el rabillo del ojo vio que Alex se acercaba a la piscina, vestido solo con los pantalones del pijama. La luz de la luna le iluminaba los impresionantes músculos del pecho.
La mirada de Milly se elevó de su torso a su rostro y, como si él hubiera notado no solo su presencia, sino también su mirada, volvió la cabeza sin mover el cuerpo.
–¿No puedes dormir? –preguntó él con voz ronca y sensual. Ella apretó los brazos con fuerza en torno a las rodillas.
–¿Cómo has sabido que estaba aquí?
–Te has dejado la puerta abierta y tengo buena vista –se acercó a la tumbona. Los músculos del pecho se le tensaron mientras la luz de la luna los iluminaba. Cuando se hallaba a pocos metros de distancia, aún en la oscuridad, volvió a hablar–. ¿Por qué no puedes dormir, Milly? ¿Porque piensas en mi propuesta?
–Sí –afirmó ella, ya que era evidente–. ¿Cómo no voy a hacerlo? Es la única proposición de matrimonio que me han hecho.
–Siento que no haya sido más romántica –dijo él en tono seco–. Pero seguro que te harán más; es decir, si no decides cambiar de opinión.
–No debería hacerlo.
–Pero te lo estás planteando.
Él parecía muy seguro y ¿por qué no iba a estarlo? Era un hombre guapo, poderoso y rico, en tanto que ella era una mujer normal e insignificante. Probablemente se esperaba que ella se apresurara a aceptar el trato.
–Es mucho dinero –dijo ella al tiempo que se estremecía–. Para mí sería de mucha ayuda, así como para otra persona a la que quiero.
–Ah, puede que ese sea el motivo más poderoso de todos –Alex se sentó en la hamaca que había frente a la de ella, con el rostro vuelto hacia la piscina–. ¿Quién es esa persona?
–Mi hermana; mejor dicho, mi hermanastra, pero es como si fuera mi hermana. Es la persona más importante del mundo para mí, la única… –Milly se calló por la emoción que le causaba pensar en ella–. Haría lo que fuera por ella.
–¿Salvo casarte conmigo?
–Por eso me lo estoy pensando.
–Verás, no sería una tortura. No te molestaría salvo cuando fuera necesario.
¿Molestarla? ¿Así era como consideraba su posible relación? Sin embargo, a ella le consoló saber que su vida no tendría que cambiar mucho.
–La mayoría desea algo más de su matrimonio.
–La mayoría –reconoció él–, pero creo que tú no –se volvió para mirarla a los ojos, aunque la oscuridad le seguía ocultando buena parte del rostro–. ¿Me equivoco?
–No lo he pensado mucho. No tengo… –se interrumpió y dirigió la mirada a la piscina–. No tengo mucha experiencia en idilios y amor romántico –dijo finalmente, resuelta a ser sincera–. Y la que he tenido me ha quitado las ganas.
–Entonces, esta es la solución ideal.
–¿Por qué no quieres tú que haya idilio y amor en tu matrimonio? Supongo que esa es la razón de tu propuesta de negocios.
–No le veo sentido –contestó él al tiempo que se encogía de hombros.
–¿Al idilio?
–Ni al amor. A esa clase de amor. Y creo que tú tampoco.
Era inquietante que pareciera leerle el pensamiento. ¿Qué veía en su rostro con aquella oscuridad? ¿Qué revelaba ella sin darse cuenta?
–He visto a lo que puede conducir. Y no me fío de él. No estoy dispuesta a correr el riesgo.
–Entonces, creo que haremos una excelente pareja.
–No es tan sencillo –apuntó ella negando con la cabeza.
–Claro que no. Resolveremos los problemas en cuanto des tu consentimiento. Soy una persona razonable, Milly.
La forma en que pronunció su nombre hizo que se estremeciera, aunque tal vez se debiera al aire frío de la noche.
–Nada de todo esto me parece muy razonable. Estamos hablando de casarnos, de tener un hijo…
–Es totalmente razonable. El amor es lo que no lo es, ese ridículo sentimiento que domina nuestra razón y ambición cuando es algo tan endeble y efímero. El propio concepto es absurdo, una locura. ¿Por qué vas a confiar la vida a un sentimiento pasajero?
–Sin embargo, la gente lo hace.
–Pero tú eres más inteligente, igual que yo.
Ella estuvo a punto de echarse a reír ante su arrogancia. Pero sabía que tenía razón. Ella era más inteligente.
–¿Lo ves? –él le sonrió–. Somos la pareja perfecta.
–Ni siquiera te he visto el rostro –le espetó Milly. Y aunque él no se había movido, pareció haberlo hecho, como si se hubiera quedado todavía más inmóvil de lo que ya estaba, con todos los músculos en tensión–. Como es debido –le aclaró ella–. Solo hemos hablado en la oscuridad, lo cual resulta algo extraño. Es evidente que eres un hombre reservado, pero ¿no debería ver el rostro del hombre con el que puede que me case?
–Lo soy, en efecto –Alex se calló durante unos segundos–. Hay una razón para explicar la oscuridad.
Milly lo miró confusa, forzando la vista para adivinar su expresión, sin conseguirlo.
–¿Ah, sí?
–Sí, pero ya es hora de que la sepas y de que veas aquello a lo que tal vez accedas –se dirigió rápidamente a la puerta de la terraza y encendió las luces exteriores. Milly parpadeó ante su brillo. Entonces, Alex se volvió hasta quedarse frente a ella, que lanzó un grito ahogado.
Su rostro…
Tenía un lado de la boca extrañamente desplazado hacia arriba.
–Puede que ahora entiendas mejor mis razones para desear un matrimonio de conveniencia.
Milly estaba paralizada, sin saber si seguir mirándolo o apartar la vista. ¿Se sentiría insultado si lo hacía? ¿Sería una falta de respeto? En cualquier caso, no podía dejar de mirarlo. ¿Qué le había pasado desde que había visto sus fotos en Internet?
–Sé que estás en estado de shock –afirmó él de forma desapasionada, como si le diera igual que la mitad de su rostro estuviera llena de cicatrices, mientras la otra mitad era perfecta. Era la del hombre guapo que reconocía de las fotos, aún más guapo por el daño que mostraba el otro lado.
–¿Cómo…?
–Un incendio –contestó él escuetamente. Y Milly supo que no diría nada más y que ella no preguntaría–. Me imagino que mi rostro quita las ganas a muchas mujeres que serían posibles candidatas a casarse conmigo. Tal vez a ti también.
–Tus cicatrices no tienen nada que ver con que acepte o no –dijo ella cuando pudo hablar, pero temió no haber parecido convincente. Pero era porque estaba en estado de shock. No lo había sospechado. Nunca se lo hubiera imaginado.
No había habido rumores en Internet ni en el pueblo, donde la mayoría lo conocía. Yiannis y Marina no le habían dicho nada.
–Muy bien –Alex la miró a los ojos–. ¿Quieres casarte conmigo?
Alex sabía que debería haberle dado tiempo para que asimilara la existencia de las cicatrices, pero odiaba que lo miraran y despreciaba la compasión que inevitablemente aparecía en los ojos de quienes lo hacían cuando había luz. Por eso intentaba que fueran pocos.
En los casi dos años transcurridos desde el incendio, solo algunos asesores y empleados lo habían mirado a los ojos. No daba la oportunidad a nadie más, si podía evitarlo. Entraba en el despacho por una puerta privada y, mientras estaba allí, casi nunca salía. Hacía todo lo que podía hacer desde allí por teléfono o correo electrónico. Cuando no estaba trabajando, estaba solo, ya fuera en Atenas o en la isla. Viajaba en su avión o su yate privado para evitar susurros y miradas inevitables.
Algunos empleados de confianza le habían visto el rostro, pero sabía que no hablarían. Nunca había tenido muchos amigos y ahora tenía menos. Hablar de amantes era un chiste. En conjunto, llevaba una vida solitaria, pero era la única que soportaba.
Sin embargo, sabía que llegaría el momento en que la mujer que fuera a ser su esposa tendría que mirarlo a la cara y se estremecería. Y lo odiaba intensamente. No sería como su padre, no sería esa clase de persona. Era una elección que renovaba cada día deliberada y tranquilamente, porque tenía que hacerlo.
–Tengo… Tengo que pensar –tartamudeó Milly. Seguía mirando las cicatrices entrecruzadas que le cubrían toda la mejilla derecha. Comenzaban en el nacimiento del cabello y acababan en la boca, elevando el labio en una media sonrisa que él no podía cambiar. También tenía otras cicatrices en el cuello y el hombro–. Es un paso importante.
–Pues no lo pienses mucho –contestó Alex–. Porque, si te niegas, tendré que pedírselo a otra lo antes posible.
–¿Tienes otra candidata? –ella parecía más aliviada que ofendida.
Aún no la tenía, pero se encogió de hombros.
–Hay diversas posibilidades –ninguna de las mujeres que conocía aceptaría casarse con él con aquel aspecto. Tampoco él quería hacerlo, ya que eran seres superficiales, insulsos, a los que solo interesaban la apariencia y el dinero, y él solo poseía uno de esos dos atributos.
Se dio cuenta de que la quería a ella, porque parecía sensata y digna de confianza. Tenía la impresión de que podrían llevarse bien, que era lo único que pedía. Lo único que se permitía desear.
–Entonces, ¿por qué yo?
Alex se dijo que se engañaba al creer que era adecuada por sus modestas cualidades. No, había algo más. La deseaba como un hombre desea a una mujer. El deseo era peligroso y ridículo, y hacía que se sintiera vulnerable de un modo que detestaba.
–Estás aquí y eres adecuada. Además, necesitas el dinero.
–Al menos eres sincero, y eso me gusta –suspiró y apartó la mirada para dirigirla al agua–. Me encanta esto –dijo con suavidad.
–Es un buen comienzo.
–Pero no es suficiente.
–Pero, si no quieres que haya amor en tu matrimonio, ¿por qué no aceptas?
–Porque me parece que renunciaría a mi vida.
–Tendrás toda la libertad que desees.
–Salvo la de casarme con otro.
–Es cierto. No aceptaré que nos divorciemos. Un niño necesita a ambos progenitores.
–Yo tampoco lo aceptaría –replicó ella con firmeza–. Cada uno de los míos se ha casado varias veces. Yo nunca me divorciaría.
–Pues es otro punto en el que coincidimos.
–Pero no te conozco. No sé si eres amable, digno de confianza, bueno… ¿No debería saberlo?
Por supuesto que sí, pero él sabía que no podía prometerle nada de eso. No era amable y no había sido de fiar. En cuanto a bueno…
–Supongo que tendrás que fiarte de mi palabra.
–¿Y si nos casamos y resulta que tu palabra carece de valor? ¿Y si me maltratas?
–¿Maltratarte? –se había ofendido–. Nunca haría daño a una mujer.
Ella seguía pareciendo indecisa cuando volvió a mirarlo.
–No es que crea que lo harías, desde luego, pero no te conozco, Alex.
–Pues pregúntame lo que quieras.
Ella se quedó callada mirándolo llena de frustración.
–Ni que esto fuera una entrevista.
–Más o menos.
Ella suspiró mientras negaba con la cabeza. Y Alex notó que se alejaba de él. Las cicatrices lo habían hecho perder, como era de esperar.
–No creo que pueda hacerlo –dijo ella apartando la mirada. Parecía culpable–. He visto a mi madre casarse por dinero varias veces, con resultados desastrosos, tanto para ella como para mi hermana. No quiero imitarla –seguía sin mirarlo–. Lo siento.
–No tienes que disculparte –dijo él en tono seco. No iba a discutir ni, desde luego, a suplicar–. Considera este asunto cerrado –añadió antes de dirigirse a la casa.
CUANDO Milly se despertó a la mañana siguiente, supo que Alex se había marchado. Eran las seis pasadas y acababa de amanecer. Le pareció oír el eco de la hélice del helicóptero que indicaba su partida. Tal vez fuera eso lo que la había despertado.
Se levantó y se dirigió a la ventana. Abrió las contraventanas para sumergirse en la magnífica vista del sol, la arena, el mar y el cielo. El agua del Egeo brillaba bajo el cielo azul de otro día de verano. Pero Milly se sentía extrañamente vacía.
La noche anterior, en cuanto Alex volvió al interior de la casa, Milly se preguntó si había tomado la decisión correcta, y no solo por el dinero. En efecto, el dinero le vendría bien, sobre todo para Anna, pero ¿y si aquella era la única proposición matrimonial que le hacían? Y lo más importante, ¿y si era la mejor?
Recordó la mueca burlona de los labios de Philippe al mirarla. «¿De verdad creías que me enamoraría de un ratoncito como tú?».
No, no iba a pasar por lo mismo otra vez. Entonces, ¿por qué no aceptar? Él no la engañaría ni le haría daño y tendría estabilidad económica, cierta compañía e incluso un hijo. Tras las turbulencias emocionales y económicas de su infancia, ¿quién era ella para mofarse de todo eso?
Se preguntó por qué lo había rechazado, aunque lo sabía: porque su madre se había casado por dinero, no por amor, y no quería ser como ella.
«Pero esto sería distinto», insistió una voz en su interior.
«¿De verdad lo sería?», intervino otra voz.
Se alejó de la ventana para ducharse y vestirse. Le esperaba un día muy ocupado, por lo que debía dejar de pensar. De todos modos, se preguntó cuándo volvería Alex y cómo serían las cosas cuando lo hiciera.
La casa parecía más vacía de lo habitual mientras barría y quitaba el polvo. Aplazó lo inevitable: limpiar la habitación de Alex, deshacer la cama y lavar las sábanas. Antes le había parecida una habitación más, pero ahora era distinto.
Después de haber comido sola en la mesa de la cocina, decidió no posponerlo más. En el piso de arriba, recorrió de puntillas el pasillo en el que solo había el dormitorio de Alex y dos habitaciones de invitados. Contuvo el aliento como si esperara que alguien fuera a aparecer. Nadie lo hizo, por supuesto.
Milly abrió la puerta y entró en la habitación, escasamente amueblada. Había una enorme cama, con las sábanas y el edredón revueltos, en cuya almohada aún se distinguía la marca de la cabeza de Alex. No había adornos, fotos ni recuerdos.
La habitación era lujosa e impersonal, como la de un hotel. Comenzó a deshacer la cama, con el corazón acelerado y la boca seca. ¿Por qué estaba así?
Sin pensarlo, se llevó la funda de la almohada al rostro y aspiró un olor masculino a almizcle. Lo seguía sosteniendo cuando le vibró el móvil. Se sobresaltó y soltó la funda.
Se sacó el teléfono del bolsillo de los vaqueros y miro la pantalla. Era Anna.
–¿Anna? ¿Estás bien? –Milly no podía contener la ansiedad siempre que hablaba con su hermana. Su situación era muy precaria y era muy joven.
–Estoy bien, Milly –la voz de Anna era tranquila y algo triste. Milly sabía que odiaba vivir con su padre, que era el padrastro de Milly, uno de ellos, y Milly no la culpaba. La situación era desesperada, pero no podía hacer nada al respecto. Carlos Betano tenía la custodia de su única hija más por un cruel capricho que por amor o afecto.
–Estupendo –Milly se alejó de la cama de Alex y miró el mar–. Espero que puedas venir al final del verano –dijo intentando que su voz pareciera alegre, como si lo que decía pudiera hacerse realidad–. Al menos durante unas semanas.
–Si él me deja –musitó Anna, en tono dudoso. Milly suspiró.
Carlos Betano y la madre de Milly se habían casado cuando Milly tenía catorce años, y Anna, cuatro. Mientras sus padres se habían dedicado a gastarse el dinero que les quedaba en fiestas, ya que eran aristócratas venidos a menos, Milly se había portado como una madre con Anna, pero la separaron de ella cuatro años después, tras el inevitable y enconado divorcio. En los años posteriores, el contacto con su hermanastra había sido escaso. La veía una o dos veces al año, a pesar de sus intentos.
Había tantas probabilidades de que Carlos le prohibiera la entrada a Milly a su destartalada villa de las afueras de Roma como de que la dejara entrar, solo porque le divertía ser cruel. Mientras tanto, celebraba fiestas libertinas a las que invitaba a toda clase de depravados, y apenas prestaba atención a su hija, nacida de un matrimonio anterior. La madre de Anna había muerto cuando era una niña. Milly estaba desesperada por sacarla de allí, y cinco millones de euros, indudablemente, la ayudarían a conseguirlo.
Pero había rechazado a Alex Santos y mientras oía la voz de su hermana se preguntó por qué había sido tan egoísta.
–¿Por qué no iba a dejarte? Es algo que no le afecta y puede que quiera tener la casa para él solo –pero las dos sabían que eso a Carlos no le importaba–. ¿Cómo va todo?
Hablaba con Anna casi todos los días, pero, a pesar de tales conversaciones diarias y de que ella le asegurara que estaba bien, Anna no conseguía disipar su ansiedad y deshacer el nudo que se le había alojado en el estómago seis años antes, cuando las habían separado.
–Bien –contestó Anna suspirando–. Anoche volvió del casino de mal humor.
–¡Ay, Anna…!
–No me crucé con él, y esta mañana ya se había ido.
–Pero ¿qué haces? –odiaba la idea de que su hermana se pasara el día deambulando sola por la decrépita casa, pero Carlos ya se había negado a dejarla ir a Naxos el verano entero.
–Leo, toco –Anna tocaba el violín y a Milly le encantaba oírla–. Es mejor que él no esté. La semana pasada… –Anna se interrumpió y Milly sintió un escalofrío.
–¿Qué?
–No importa.
–Claro que importa. Dímelo, Anna, por favor.
–¿Para qué? –preguntó esta con voz temblorosa–. No puedes hacer nada.
–¿Qué pasó? Tengo que saberlo.
–Nada, de verdad. Invitó a unos amigos y se emborracharon. Y uno de ellos entró en mi habitación…
–¿Qué? –preguntó Milly horrorizada. Ante la idea de un tipo borracho en la habitación de su hermana pequeña le dieron ganas de irse corriendo a Roma a toda velocidad–. ¿Qué pasó, Anna? ¿Intentó hacerte algo?
–No, volvió a salir. Incluso se disculpó.
Milly volvió a respirar, pero estaba muy asustada. Creía que Anna no le estaba contando todo. ¿Y si la próxima vez el invitado borracho no era tan educado? ¿Y si su hermana corría más peligro del que Milly se temía? Con su cabello rubio y sus grandes ojos azules, Anna era preciosa y casi una mujer. A algunos de los depravados amigos de Carlos les resultaría irresistible.
–¿Puedes cerrar la puerta con llave por dentro? Porque deberías hacerlo todas las noches.
–Desde entonces, pongo una silla bajo el picaporte. De verdad que no pasa nada, Milly.
Claro que pasaba. Milly respiró hondo para no llorar. No quería que Anna se sintiera peor.
–Siento lo que te ha pasado, Anna. No es esa vida la que deseaba para ti –Milly le había prometido cuidar de ella, cuando era pequeña, protegerla. Pero se veía impotente.
Le enviaba dinero cuando podía y había abierto una cuenta en el banco a su nombre. Era lo único que podía hacer.
«Sin embargo, con cinco millones de euros, podrías hacer mucho más. Incluso podrías sobornar a Carlos para que te diera la custodia».
–No es culpa tuya, Milly. En realidad, te llamaba para otra cosa. Hay una plaza en la academia. Me han mandado un correo electrónico esta mañana.
–La academia… –Milly sabía que Anna llevaba años soñando con ir a una prestigiosa academia de música de Roma, pero no había plazas ni tampoco tenía dinero para hacerlo. Carlos no se la pagaría y Milly no podía permitírselo, a pesar de su buen sueldo.
–Es estupendo, Anna, pero…
–Sé que es mucho dinero –dijo Anna en voz baja–. Y que no podrás pagarlo todo. Pero voy a dar clases de música a unos vecinos. No es mucho, pero ayudaría.
Milly dudaba que su hermana ganara lo suficiente dando clases de violín para cubrir la diferencia, pero no soportaba desilusionarla ni poner fin a su sueño.
–¿Qué dice Carlos?
–No se lo he dicho ni tengo intención de hacerlo. Le da igual dónde acuda a clase y puede que se niegue porque sí. Además, no tiene dinero suficiente y, si lo tuviera, no se lo gastaría en mí.
–Pero…
–Puedo falsificar su firma. Lo he hecho otras veces, cuando se le olvida firmar algún documento. Me marcharía y volvería a casa a la misma hora que ahora, aunque él no se fija. Estoy segura de que podría funcionar, Milly. Pero el dinero…
–Veré qué puedo hacer –los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar que su hermana trataba por todos los medios de hacer realidad su sueño ella sola. Era muy joven, pero muy madura. Milly no soportaba imaginarse las escenas de disipación de las que sería testigo en casa de su padre, cuando Carlos invitaba a sus horribles amigos. Y cuando pensaba en uno de esos hombres amorales entrando en su habitación…
Tenía que hacer algo.
–Gracias, Milly. Te lo agradezco de verdad.
–No te prometo nada –Milly se sintió obligada a prevenirla, aunque quería prometérselo todo–. Mándame un correo electrónico con los detalles de los precios e intentaré que los números cuadren –aunque dudaba que fuera a conseguirlo, a no ser que tuviera cinco millones de euros.
–De acuerdo. Lo que pasa es que la plaza no estará disponible eternamente. Me han dicho que debo pagar la matrícula a finales de esta semana.
–A finales de esta semana –repitió Milly consternada–. Mándame un correo. Lo estudiaré esta tarde y si puedo conseguir el dinero te lo enviaré lo antes posible– aunque ¿cómo iba a hacerlo? Pero quería hacerlo desesperadamente.
«¿Hasta qué punto?», le susurró la vocecita interior después de que Milly hubiera acabado de hablar. ¿Hasta el punto de casarse con Alex Santos? Eso solucionaría los problemas de Anna. «¿De verdad quieres que esté a salvo?».
Milly cerró los ojos con fuerza intentando eliminar el susurro, pero sin resultado.
«¿De verdad?».
–Una mujer quiere verlo, kyrie Santos.
Alex frunció el ceño al oír la voz de la recepcionista por el intercomunicador.
–¿Una mujer? Ya sabe que no tengo ninguna cita –la recriminó. Todos los empleados de la oficina central de Atenas sabían que no aceptaba visitas sin cita previa. Nadie lo veía en su despacho, al que entraba por una puerta privada y hasta donde llegaba en un ascensor que lo llevaba directamente. Siempre tenía la puerta cerrada.
–Lo sé, pero la mujer insiste…
–¿En verme? –¿quién sería? Daba igual–. Pues dígale que no…
–En que es su prometida –se apresuró a corregirle la mujer–. Lo siento, pero no sabía si…
Alex trató de asimilar lo que acababa de oír. ¿Su prometida?
Sintió crecerle en el pecho la esperanza. Milly. Tenía que ser ella. ¿Había cambiado de opinión y había ido a Atenas a decírselo? Estaba sorprendido y agradecido.
–Que pase –se levantó de la silla y se acercó a la ventana intentando controlar la emoción.
Después de haberse marchado de la villa, lo había invadido la frustración. No quería dar importancia al rechazo de ella, pero se la daba.
Solo era un ama de llaves, pero deseaba que se casara con él porque, sorprendentemente, teniendo en cuenta la rapidez con que había decidido pedírselo, quería que fuera ella y no otra. La deseaba con sorprendente intensidad. Se había pasado las últimas noches despierto imaginándose que la acariciaba, que con la boca… Pero la noche de bodas, si llegaba a tener lugar, sería un ejercicio de resistencia, no una experiencia apasionada.
Oyó que la puerta se abría y se cerraba, y que ella suspiraba como si estuviera armándose de valor. Y probablemente fuera así. Sabía que no era fácil mirarlo.
–Kyrie Santos –dijo ella en voz baja.
–Alex –le recordó él sin volverse para que no le viera las cicatrices, en las que ella ya estaría pensando.
–He reconsiderado tu oferta –dijo Milly con decisión–. Si es que sigue en pie.
Alex siguió mirando por la ventana mientras el corazón le latía con fuerza.
–Sigue en pie.
–Entonces, he venido a decirte que me casaré contigo, Alex –le temblaba la voz de la emoción, tal vez de miedo. ¿Le tenía miedo o solo la repelían las cicatrices? Tal vez las dos cosas.
–¿Por qué has cambiado de idea?
–He tenido más tiempo para pensar.
–¿Y a qué conclusión has llegado? –preguntó él en tono sarcástico.
–Que cinco millones de euros son un buen trato –contestó Milly con sinceridad–. Y que servirán de inmensa ayuda a mi hermana.
Parecía resignada a su destino, a él. Estaba firmando su sentencia de muerte por el bien de su hermana. No había ninguna otra razón. Tendría que soportarlo a él para obtener lo que quería. ¿Acaso esperaba otra cosa? Claro que no. Era el trato que le había ofrecido, por lo que no había motivo alguno para sentirse dolido.
–Muy bien –dijo Alex con frialdad–. Haré que redacten el acuerdo prematrimonial enseguida. Cuando lo hayas firmado, nos casaremos inmediatamente.
–Inmediatamente… –repitió ella, que parecía aturdida ante la perspectiva.
–No hay tiempo que perder. Ya te he dicho que quiero un heredero. Mañana por la mañana te harán un examen médico –oyó que ella ahogaba un grito, pero le dio igual. Era la verdad.
–Pero tenemos que hablar de muchas cosas. Cómo vamos a hacer que nuestra unión funcione y qué precauciones va a haber…
–¿Precauciones? –preguntó él en tono duro
–Voy a poner mi vida en tus manos –contestó ella con la misma dureza–. Necesito garantías, salvaguardas.
–Muy bien, las tendrás.
–¿Por qué no te vuelves y me miras? –le espetó ella en tono irritado–. No me gusta hablar con tu espalda.
Él apretó los labios y se tragó la respuesta espontánea que le iba a dar: «Creí que no querrías mirarme». No iba a rebajarse diciéndolo. Se volvió con una expresión de aburrido desdén.
–Aquí me tienes.
–Sí –ella lo miró fijamente y tragó saliva. Estaba pálida–. ¿Y ahora qué?
–Ahora vamos a hablar de las condiciones, de las garantías que has mencionado –se sentó al escritorio y le indicó que tomara asiento frente a él–. ¿Te parece?
–Muy bien –Milly se sentó.
Dos días antes estaban el despacho de la villa hablando de las condiciones en teoría. Y ahora iban a hacerlo en la realidad. Todo había cambiado porque ella había accedido a ser su esposa. Se casarían. Pero no estaba tan contento como creía que lo estaría.
–¿Por qué no me dices qué propones?
–Propongo que nos casemos inmediatamente –dijo él en tono casi aburrido–. El contrato prematrimonial estará listo mañana y podemos casarnos pasado mañana. Haré que se den prisa en entregarnos la licencia.
–¿Y qué dirá el contrato prematrimonial?
–Que recibirás cinco millones de euros, que me tendrás que devolver si te divorcias.
–¿Y si tú te divorcias?
–No lo haré. Pero para que te tranquilices, añadiré al contrato que recibirás otros cinco millones, si me divorcio de ti.
–Qué frío resulta todo esto –afirmó ella negando con la cabeza.
–Aséptico, no frío. Es un acuerdo económico, Milly, como ya sabemos.
–Sí, pero ¿vamos a conocernos, aunque sea un poco? ¿Hablaremos como es debido?
–Estamos hablando.
–He dicho como es debido, disfrutando de nuestra mutua compañía como amigos, siendo compañeros, sobre todo si vamos a ser padres. Y acerca de eso, ¿cómo vamos a criar a nuestro hijo?
–Lo hablaremos a su debido tiempo.
–¿No quieres conocerme ni que te conozca, aunque solo sea un poco?
Él la miró durante unos segundos preguntándose si de verdad quería que fueran amigos y por qué. ¿Quería conocerlo verdaderamente o era un bálsamo para su conciencia, porque se sentía culpable por haber accedido a esa boda? De todos modos, él no deseaba conocerla porque complicaría las cosas y las haría más peligrosas. Desearla físicamente ya le parecía excesivo, algo que no debiera alimentar.
–Muy bien. Te alojarás en el Hotel Grande Bretagne los próximos días. Esta noche podemos cenar juntos y hablar –hizo una mueca y la cicatriz le tiró del labio–. Empezar a conocernos, como deseas, y ponernos de acuerdo en las condiciones.
MILLY se miró al espejo, incrédula. ¿Aquello estaba sucediendo de verdad? Todo le había parecido surrealista desde que Alex la había acompañado fuera de la oficina y una secretaria la había conducido hasta la limusina que la esperaba.
Unos minutos después llegaba al lujoso hotel y a la suite presidencial. Milly había recorrido las habitaciones llenas de antigüedades y cuadros, el salón, el comedor y dos dormitorios con baño, mientras se preguntaba si el resto de su vida iba a ser así. Le parecía imposible.
Aunque sus padres tenían título de nobleza, eran aristócratas venidos a menos y vivían de lo que les quedaba de la herencia. Milly estaba acostumbrada a fríos pisos con tuberías con fugas y la calefacción cortada, y a internados de tercera categoría.
Cuando se hubo marchado de casa vivió incluso más modestamente en un piso de estudiantes en Luxemburgo y luego en un minúsculo estudio de París. Pero aquello era algo totalmente distinto, por lo que se sentía extraña.
Pero no tuvo mucho tiempo para reflexionar, ya que acababa de entrar en la habitación cuando el personal del hotel le llevó la comida. Poco después llegó una estilista de una boutique cercana cagada de maletas llenas de ropa para que eligiera lo que deseara. Milly estaba abrumada.
¿Qué querría Alex Santos a cambio de todo aquello? Lo sabía perfectamente: un heredero. La idea la hizo estremecerse. Le resultaba increíble que hubiera accedido a casarse con un hombre al que no conocía, pero le parecía que no había tenido más remedio. Después de haber hablado con Anna, se había dado cuenta de que haría lo que fuera para que su hermana fuera feliz. Y si casarse con un desconocido era el precio a pagar, así sería.
Creía que Alex Santos era un hombre decente, o al menos lo esperaba. Sin embargo, no tenía ninguna base para suponerlo.
Al menos tendría la oportunidad de saber más de él antes de firmar nada. Era confiar demasiado en la conversación que tendrían esa noche, pero era lo único que tenía. Cabía esperar que, después de la cena, supiera más del hombre con quien se iba a casar. Tal vez incluso le cayera bien, lo cual sería una base tan sólida como cualquier otra para un matrimonio; mucho mejor, desde luego, que el amor.
Hizo una mueca al recordar la despreocupación con la que Philippe le había dicho: «Cariño, te quiero. Me enamoré de ti nada más verte…».
Y se lo había creído como una idiota. Quería creérselo porque deseaba que su vida no fuera como la de su madre, Angelique Dubois, que se había casado tres veces por dinero y que ahora vivía en Los Ángeles con su famoso esposo, que no dejaba de entrar y salir de centros de desintoxicación. Milly no lo conocía y llevaba años sin ver a su madre, salvo en las revistas del corazón.
Volvió a mirarse al espejo y deseó parecer más elegante. Había tardado mucho en peinarse y maquillarse con los productos de alta calidad que le habían proporcionado, pero, al final, se había desmaquillado y pasado el cepillo por el cabello porque pensó que estaba exagerando y que, al final, iba a parecerse a su madre.
Tausende von E-Books und Hörbücher
Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.
Sie haben über uns geschrieben: