E-Pack Bianca y Deseo abril 2023 - Kim Lawrence - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo abril 2023 E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Pack 346 Esposa por encargo KimLawrence ¡Su inocente secretaria se había convertido en su prometida! Ezio Angelos, mujeriego y multimillonario, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para salvar su acuerdo más importante. Incluso convencer a su remilgada asistente personal, Matilda Raven, para aceptar una misión de seis meses en Grecia: ¡Ser su esposa de conveniencia! Tilda, que era huérfana, estaba desesperada por ayudar a su hermano a empezar de cero antes de que fuese demasiado tarde. La propuesta de Ezio era una buena oportunidad y su relación iba a ser estrictamente profesional. No obstante, desde que se habían casado, saltaban chispas entre ambos. ¿Era Tilda la única que se preguntaba cómo sería cambiar la sala de reuniones por el dormitorio? En el corazón de la tormenta Adriana Herrera Estaba aislada por la nieve con un hombre al que debía resistirse… La directora de reparto Perla Sambrano sabía que Gael Montez era el actor perfecto para su nuevo proyecto. Todo saldría bien si era capaz de olvidar la atracción que había entre ellos y dejaba a un lado su corazón. Los hombres Montez hacían daño a las mujeres a las que amaban. O al menos eso era lo que Gael creía. La única manera de proteger a Perla era mantener su relación estrictamente dentro del ámbito profesional. Sin embargo, una tormenta de nieve los aisló en la casa de él y provocó un milagro de Navidad que ninguno de los dos había planeado…

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Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 346 - abril 2023

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-926-0

Índice

 

Créditos

Esposa por encargo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

En el corazón de la tormenta

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LAS puertas de cristal se abrieron sin hacer ruido.

Tilda Raven se sacudió las gotas de lluvia de la melena castaña y ondulada, que casi le llegaba a la cintura cuando la llevaba suelta, como ese día, aunque casi siempre se la recogía en una apretada cola de caballo.

No se detuvo. Tenía una misión, una misión que se vio interrumpida por un guardia de seguridad que se interpuso en su camino.

–¿Tiene cita? –le preguntó–. Ah, lo siento, señorita Raven, no la había reconocido.

Tilda intentó ocultar su impaciencia y se obligó a sonreír, aunque la sonrisa no le llegó a los ojos verdes que ocultaba detrás de las gafas de montura gruesa y cristales rosados que cubrían gran parte de su rostro.

Apartó la mirada del hombre uniformado y la posó en el reloj art déco que había encima del mostrador de la recepción. Sí, todavía podía estar a las tres si… Apretó la mandíbula. Iba a estar de vuelta a las tres, punto.

El egoísta de su jefe no se lo iba a impedir.

Le debía una explicación y tenía que dársela en persona. Había tomado una decisión y no había marcha atrás, aunque Ezio podía llegar a ser muy persuasivo.

No le iba a gustar lo que iba a decirle y estaba preparada para lo peor.

En esa ocasión, lo más importante no era él, sino su hermano, Sam.

Sam era su prioridad.

«Más vale tarde que nunca».

Tilda se sintió culpable al recordar el gesto preocupado de su hermano con la máscara de oxígeno puesta. Se llevó la mano a la garganta, sintió que le costaba respirar, el sonido de los latidos de su corazón le retumbó en los oídos… «Ya está bien, ya está bien», se repitió en silencio, intentando tranquilizarse.

Sam estaba bien.

Y ella siguió andando por el impresionante recibidor del edificio Angelos.

Tilda todavía se admiraba cada vez que entraba en él, pero aquel día no le interesaban sus obras de arte eclécticas, sus modernas esculturas, su suelo de hormigón pulido ni la cuidada iluminación. Volvió a mirar el reloj y apretó el paso.

Se sintió como una persona sentenciada a muerte apresurándose a disfrutar de su última comida… La imagen hizo que frunciese el ceño. Ella no estaba sentenciada, aquella había sido su decisión, pero odiaba llegar tarde.

Tanto mejor, porque a Ezio Angelos no le gustaba que le hiciesen esperar ni que le diesen excusas. Aunque lo de ella no era una excusa, sino una dimisión. Y no porque le hubiesen hecho una oferta mejor o porque no le gustase el trabajo, a pesar de que su jefe tenía muchas de las cualidades que ella despreciaba en un hombre.

Había muchas personas dispuestas a pasar por alto aquellos defectos porque Ezio Angelos era un hombre muy guapo y también era rico, pero Tilda era muy exigente. Y el hecho de que su jefe tuviese las pestañas muy largas, los pómulos marcados y los labios carnosos no le daba ningún derecho a ser tan arrogante.

¡Y era la arrogancia personificada!

Además, carecía de empatía y se comportaba de manera despiadada con las mujeres bellas, a las que usaba como si se tratasen de maquinillas de afeitar desechables. Y su jefe griego tenía una barba fuerte y oscura que le requería muchas maquinillas de afeitar.

A pesar de todo ello, Ezio, que había ganado una fortuna en el campo de la inteligencia artificial, era muy buen jefe. Era exigente, por supuesto, pero justo, no la trataba con condescendencia y el trabajo nunca era aburrido. Era frenético, pero no aburrido.

Ezio era adicto a la adrenalina y la palabra «imposible» suponía un reto para él. Intentar mantenerse a su ritmo era agotador y Tilda no solía conseguirlo, pero le encantaba intentarlo.

Además, tenía una autonomía con la que jamás habría soñado y Ezio nunca hacía comentarios inapropiados acerca de su físico ni la hacía sentirse incómoda, como le había ocurrido en otras empresas. Tampoco había sugerido nunca que le pareciese demasiado joven como para tomársela en serio. Aquello se debía en parte a las gruesas gafas que Tilda llevaba puestas a pesar de no necesitarlas y a la ropa con la que se vestía para ir a trabajar, con la que no parecía tener veintiséis años, sino unos cinco más. Aunque, en realidad, no debería haber tenido que disfrazarse para demostrar que era una persona de fiar.

Un gesto de pesar cruzó su rostro. Iba a echar de menos aquel trabajo. Y también ver la cara que ponía la gente cuando explicaba que era la asistente personal de Ezio Angelos… Sí, sí, Ezio Angelos…

Apartó la espalda de la pared del ascensor al llegar al último piso y pensó que, tal vez, no fuese necesario dimitir. Tal vez ya estuviese despedida. Ezio no era precisamente conocido por su paciencia y le estaba haciendo esperar.

Tilda miró un instante su teléfono para ver si tenía algún mensaje de Sam, pero no. Eso solo la tranquilizó en parte. La noche anterior tampoco había recibido ningún mensaje a pesar de que Sam no estaba en su club de ajedrez, como ella había pensado, sino en el hospital.

Solo se había enterado gracias al dueño de una pequeña tienda, que había sido muy amable, sobre todo, teniendo en cuenta que Sam había intentado robar una lata de cerveza. El hombre lo había acompañado en la ambulancia cuando Sam había sufrido un ataque de asma por intentar que los chicos populares del colegio lo aceptasen en su grupo. El peor ataque de asma que había tenido en muchos años.

De no haber sido por el tendero, que había llamado a una ambulancia y había renunciado a denunciar a Sam, todo sería diferente en esos momentos.

Tilda se estremeció solo de pensarlo.

Le debía mucho a aquel hombre… Hasta le había dado un beso de agradecimiento y había aceptado sus consejos acerca de cómo tratar a Sam. En realidad, había necesitado esos consejos.

El ascensor se abrió directamente ante una habitación muy grande en la que estaba su propio escritorio. Vio la sombra de su secretaria distorsionada a través de la mampara de cristal. Todavía, después de cuatro años, le sorprendía tener su propia secretaria.

Fue hacia la puerta abierta, detrás de la cual había un despacho espectacular, lleno de ventanales, que ella, más que un despacho, había considerado siempre la guarida del que desde hacía cuatro años era su jefe, al que veía como un depredador.

Respiró hondo, entró en la guarida y se estaba girando a cerrar la puerta cuando Rowena salió de su despacho y le susurró:

–Está de muy mal humor.

Y al mismo tiempo hacía un dramático gesto de cortar el cuello a modo de advertencia.

A Tilda no le hizo falta la advertencia. Incluso sin verle la cara, ya que Ezio estaba mirando por la ventana, se dio cuenta de que estaba muy tenso mientras escuchaba a la persona que le hablaba por el teléfono puesto en altavoz, a la que ella reconoció de inmediato: Saul Rutherford.

La imagen de aquel hombre al que llamaban «el zorro plateado», toda una leyenda, le cruzó la mente. A pesar de que rondaba los setenta años, Saul seguía al frente de una exitosa empresa tecnológica y era una persona influyente.

–Preferiría dejar que mi empresa se hundiese antes de permitir que Baros clavase sus garras en ella –lo oyó bramar Tilda.

–No es cuestión de que eso ocurra, ¿no, Saul? –le respondió Ezio en tono pausado, sin delatar la tensión que emanaba de todo su cuerpo.

Se giró y entrecerró ligeramente los ojos negros al verla. Luego, apoyó con firmeza un dedo moreno en el periódico que había abierto encima de la mesa.

Incluso antes de ver la fotografía, que había sido tomada dos años antes y modificada digitalmente, Tilda torció el gesto al leer el titular falso que la precedía, que representaba una brutal escalada en las historias que iban filtrando poco a poco fuentes cercanas a la «pareja».

Era el momento de que Ezio hablase directamente con Athena. Porque la idea de ignorarla no estaba funcionando… Tal vez el hecho de ignorarla fuese parte del problema.

O tal vez se tratase de una venganza, de rencor o…

Tilda sacudió la cabeza y se dejó de especulaciones.

Le resultó difícil aceptar que ya no estaba implicada en los proyectos ni en los problemas de su jefe. Ya no era su trabajo proponer ideas que Ezio no quería ver, ni debía temer que este le arrancase la cabeza de un mordisco por haberse tomado la molestia de hacerlo.

Centrarse en las ventajas de su nueva situación no consiguió que se sintiese mejor, aunque aquello no se trataba de cómo se sentía ella, sino de estar al lado de su hermano.

Ezio no era su problema, pero Athena Baros era el problema de él. A Tilda le sorprendía que ese tipo de situación no se diese con más frecuencia, teniendo en cuenta cómo abandonaba Ezio a todas las mujeres que pasaban por su vida, aunque, en general, ninguna parecía guardarle rencor. De hecho, ninguna antes había filtrado toda una serie de historias falsas para dar a entender que habían retomado su historia de amor.

A pesar del silencio de Athena Baros y de que fuentes cercanas a la influencer y socialité lo negaban, según una encuesta que habían hecho en Internet, nueve de cada diez personas estaban convencidas de que la pareja no solo estaba prometida, sino que, además, Athena estaba embarazada.

Tilda se preguntó si Ezio habría visto aquella encuesta. Ella, por supuesto, no se lo había preguntado. A Ezio le daba igual lo que dijesen de él, pero aquello era diferente porque no se trataba de un tema personal, sino profesional, y Ezio no jugaba nunca con el trabajo.

Había invertido mucho tiempo y esfuerzo en cerrar el acuerdo con Rutherford. Tilda sabía que formaba parte de su visión para el futuro de Angelos Industries. Y si su jefe se proponía algo, esperaba que ella hiciese lo mismo, y ese era el problema. Tilda había estado completamente entregada a su trabajo y no le había quedado tiempo para las cosas realmente importantes.

Y tal vez no fuese la madre de Sam, pero era lo más parecido a una madre que Sam tenía en esos momentos.

Levantó la barbilla y pensó que no podía flagelarse por los errores cometidos en el pasado, había cambiado sus prioridades. Iba a centrar toda su energía en cuidar de su hermano, en evitar que fuese por el mal camino y echase a perder su vida.

Lo ocurrido había sido un aviso e iba a prestarle atención.

–Aunque no unamos fuerzas para este proyecto, Rutherford tiene el respeto de la industria y unos estados financieros acordes. Sin embargo, si te unes a nosotros pasaremos a jugar en una liga superior… –dijo Ezio.

–¿Quieres que me meta en la cama contigo cuando te estás acostando con la hija de Baros, con esa víbora…? Lleva años intentando hacerse con mi empresa.

Tilda vio cómo Ezio guardaba silencio un instante y se llevaba la mano a la frente.

–Athena y yo tuvimos una aventura hace años.

Tilda fue consciente del esfuerzo que estaba haciendo Ezio. Nada más empezar a trabajar para él se había dado cuenta de que nunca daba explicaciones a nadie, así que aquello debía de estar costándole un enorme esfuerzo.

«Bienvenido al mundo real», pensó ella, incapaz de sentir pena. Ezio no era consciente de lo afortunado que era… Y no por su riqueza y su poder, Tilda no lo envidiaba por eso, sino por la seguridad que tenía en él mismo.

 

 

–Baros no tiene nada que ver en esto, Saul, nunca ha tenido nada que ver –aseguró Ezio.

¿Cómo era posible que descartase la posibilidad de que George Baros, el padre de Athena, estuviese detrás de aquello? Saul y George Baros llevaban cincuenta años enfrentados.

¿Estaba Athena ayudando a su padre al utilizar su aventura con Ezio para evitar un acuerdo que beneficiaría a quien, durante mucho tiempo, había sido el enemigo de su padre?

Además de unas piernas increíbles, Athena también tenía un sentido del humor muy retorcido y muy pocos escrúpulos, pero a Ezio no le había importado porque lo suyo con ella no había sido nada más que una breve aventura, sin amor ni dramas.

–Saul, puedo…

El sonido de un teléfono colgado con fuerza en otro despacho lejano resonó en la habitación.

 

 

Tilda contuvo la respiración y contuvo las ganas de echarse a reír. ¡Alguien le había colgado el teléfono a Ezio! Casi sintió ganas de aplaudir.

El silencio se extendió hasta que Ezio lo rompió jurando en su idioma nativo.

–¿Qué pretende Athena conseguir con esto? –inquirió.

Se pasó una mano por el pelo moreno y después volvió a adoptar la pose que había tenido unos minutos antes, con los pies separados, la espalda recta y la vista clavada en la ciudad.

Era el momento de que Tilda aportase algo, pero en esa ocasión no tenía ganas de hacerlo.

Ni tenía ganas de que la tratasen con desprecio.

Se sintió indignada de repente. Había llegado tarde por primera vez en cuatro años y su jefe ni siquiera le había preguntado si le había ocurrido algo. Entonces, recordó que Ezio solo pensaba en él y eso alimentó su resentimiento.

–¿De verdad no sabes por qué lo está haciendo?

Ezio se giró hacia ella y la miró con incredulidad.

Ella no se encogió, sino que lo miró fijamente a los ojos.

–Athena y yo lo dejamos hace dos años –dijo él.

–Tú la dejaste a ella… No es lo mismo –comentó Tilda con desaprobación.

Casi se disculpó después de aquello, pero se contuvo, se recordó que estaba a punto de dimitir y que ya no estaba obligada a alimentar el ego de su jefe ni a decir lo que este esperaba oír.

–Tal vez quiera que te des cuenta de que sigue viva –reflexionó–. Tal vez.

Él la miró con perplejidad de arriba abajo, como si fuese la primera vez que la veía.

–Athena no mezcla el sexo con las emociones… –le respondió él, consciente de que había estado a punto de disculparse delante de su asistente personal.

Su asistente personal que, por primera vez, había llegado tarde y…

Si le hubiesen pedido que describiese a Matilda Raven con una palabra habría sido pulcra. Pero en esos momentos no le parecía pulcra, sino… diferente. Se fijó en la melena castaña que le caía sobre una mejilla y sobre la espalda de una chaqueta guateada que estaba mal abrochada.

–Llegas tarde y… ¿qué llevas puesto? –le preguntó, diciéndose al mismo tiempo que le daba igual lo que su asistente personal llevase puesto.

Sacudió la cabeza y se sentó bruscamente en el sillón ergonómico, de madera clara y metal, que había detrás el escritorio, clavando la mirada en sus dedos largos y morenos.

Oyó que Matilda respiraba hondo antes de hablar.

–Lo siento. Sé que no es buen momento, pero me marcho.

Él levantó la mirada mientras suspiraba con frustración. En los últimos cuatro años, Matilda Raven solo se había tomado algo de tiempo libre para ir al dentista y, justo después, había vuelto a su puesto de trabajo, aunque él la había mandado inmediatamente a casa porque no podía entender ni una palabra de lo que le decía. En esos momentos le estaba diciendo que era un monstruo sin sentimientos y había llegado tarde justo cuando su presencia había sido necesaria.

–¿Cuánto tiempo necesitas? –le preguntó él.

No le preguntó para qué lo quería. Su vida personal no le incumbía siempre y cuando no afectase a su trabajo. Volvió a fijarse en su ropa y no pudo evitar añadir:

–¿Llevas vaqueros?

Matilda bajó la vista.

–Sí. Y estoy dimitiendo.

–Pues has elegido un buen momento.

Ella sacudió la cabeza, como desconcertada con su tranquila reacción.

Ezio pensó que aquel no era el mejor momento para que Matilda negociase un aumento de sueldo.

–¿Y si dejamos a un lado los dramas? ¿Cuánto quieres? ¿No puedes esperar un poco? O, mejor todavía, ¿por qué no te pones en contacto con recursos humanos y les dices que yo he autorizado un aumento … el que tú estimes conveniente? Necesito averiguar si…

–¡No! –espetó ella.

Ezio frunció el ceño y ella puso los brazos en jarras y lo fulminó con la mirada. Se había sonrojado y Ezio se dio cuenta de que ni siquiera iba maquillada.

Nunca la había visto vestir de un color que no fuese negro, normalmente iba siempre de traje, con una falda recta y camisa blanca. A veces se ponía pantalones, pero nunca la había visto con vaqueros y pensó que aquellos realzaban unas piernas que eran demasiado largas para una persona de tan poca estatura y que su trasero era… Ezio se aclaró la garganta y levantó la vista muy a su pesar.

No era la primera vez que admiraba un trasero femenino, pero nunca lo había hecho en el trabajo. Era muy escrupuloso a la hora de mantener su vida privada fuera del trabajo y esperaba lo mismo de sus empleados. Si era realista tenía que admitir que siempre se creaban vínculos, pero, cuando eso ocurría, esperaba que aquella línea entre lo personal y lo profesional se siguiese observando.

Era perfectamente posible hacerlo, lo mismo que era posible fijarse en la belleza de su asistente personal, a pesar de los esfuerzos de esta por ocultarla.

Volvió a mirarla a los ojos, que eran de un color indeterminado detrás de los cristales rosados de las enormes gafas. A él le daba igual cómo se vistiese, lo importante era que siempre podía confiar en su inteligencia, templanza y pragmatismo y, por supuesto, en su total discreción.

Ezio apretó los dientes e hizo un esfuerzo por sonreír.

–Mira, Matilda, ¿por qué no volvemos a empezar la conversación? Es evidente que has tenido algún contratiempo esta mañana.

«Aunque seguro que no tan serio como el mío», pensó, felicitándose por ser tan tolerante.

 

 

Tilda se subió las gafas y se cruzó de brazos. Su jefe no la estaba escuchando, no había oído lo que le había dicho.

–No vas a conseguir nada con esa sonrisa.

A él pareció divertirle el comentario.

–Y soy Tilda, no Matilda. Todo el mundo lo sabe.

–Pensé que te llamabas Matilda.

–Sí, pero eso da igual. He venido a dimitir.

–¿A dimitir?

Ella asintió y disfrutó al ver que Ezio la miraba con incredulidad.

–Y, ¿sabes qué? Que me lo estás poniendo muy fácil porque eres un… un…

Estudió su rostro y apretó los labios para no decir algo desacertado.

Era mejor no decirlo. Ezio era el hombre más guapo del planeta y lo más irónico era que, posiblemente, su arrogancia le impedía ser consciente de ello. La seguridad que tenía en sí mismo no tenía nada que ver con su dinero ni con su belleza, sino que formaba parte de él.

Tilda respiró hondo e intentó recuperar la cordura, pero fracasó cuando él la miró fijamente. Notó que se le hacía un nudo en el estómago. Ya había visto antes aquella mirada, había visto cómo su rostro perfectamente simétrico se convertía en hielo y cómo sonreía de manera peligrosa justo antes de entrar a matar… en un sentido financiero.

–¿Un qué? –le preguntó él dejándole claro con su tono que estaba muy enfadado.

Ella levantó la barbilla. Al fin y al cabo, llevaba cuatro años queriendo decírselo. ¿Por qué no hacerlo?

–Un arrogante, un egoísta…

Se interrumpió y contuvo un sollozo.

–Continúa, por favor, me resulta fascinante.

–No debería haber dicho eso… Me ha gustado trabajar para ti, pero eso no significa que seas una buena persona. Sé que me vas a decir que no me has despedido a pesar de que he llegado tarde, pero si no me despides es porque sabes que voy a recuperar las horas. No me has preguntado qué me pasa porque lo cierto es que no te interesa lo más mínimo. Eres el hombre más egoísta y egocéntrico que conozco.

–Un monstruo.

«Un monstruo muy bello».

–Deberías haber pensado en eso antes de ser tan sincera.

Ezio tocó el botón del interfono que había encima de su escritorio.

–Rowena, por favor, llama a seguridad y que acompañen a la señorita Raven fuera del edificio.

Tilda levantó la barbilla.

«Tal vez no sea el mejor momento para pedir una carta de recomendación», reflexionó.

Hubo un largo silencio y, entonces, se oyó:

–No puede echar a alguien por llegar tarde.

El inesperado apoyo de su tímida y apocada secretaria hizo que Tilda se emocionase.

–No te preocupes, Rowena, quiero marcharme –le dijo ella, resistiendo el impulso de dedicarle un aplauso.

No quería tener nada más en su conciencia ni quería ser la responsable de que la valiente joven perdiese su puesto de trabajo.

Ezio levantó ambas manos.

–¿Qué pasa hoy, es el día de protestar en el trabajo? –inquirió, pasándose una mano por el pelo.

–Llama a seguridad, Rowena –le dijo Tilda–. Me vendrá bien algo de ayuda para sacar mis cosas. Luego, miró a Ezio y añadió:

–Aunque habría podido hacerlo por mis propios medios, gracias.

Estaba a punto de girarse cuando vio de nuevo el periódico encima de la mesa y se inclinó para tomarlo.

–Si quieres acabar con esa historia, cásate con otra, con otra de esas a las que has tratado como si fuesen basura, tal vez.

Sus palabras se quedaron ahí. En otra ocasión, el gesto de incredulidad de Ezio le habría hecho reír, pero en aquel momento Tilda sintió que estaba a punto de llorar.

Apretó los dientes, y tiró el periódico encima de la mesa sin darse cuenta de que la pulsera de plástico que le habían puesto a Sam en el hospital y que ella se había metido en el bolsillo de los pantalones cuando su hermano se la había quitado en el taxi se había caído a sus pies. Antes de que le diese tiempo a recogerla, Ezio salió de detrás del escritorio y se agachó a por ella.

–¿Qué es esto? –preguntó Ezio, clavando la mirada en su pálido rostro y dándose cuenta por primera vez de lo blanca que estaba–. ¿Has estado en un hospital?

La tensión de su pecho se debía a una emoción que prefería no analizar.

–¿Por qué no me lo has dicho? –inquirió.

Teniendo en cuenta aquella información, se dio cuenta de que se había comportado mal, pero cómo iba a saberlo si ella no se lo había dicho.

–¿Por qué no me lo has preguntado? –replicó Tilda, abandonando por completo el tono educado que solía emplear incluso cuando gritaba–. No he sido yo, sino mi Samuel.

Tilda alargó el brazo para pedirle la pulsera, pero en vez de devolvérsela, Ezio le preguntó:

–¿Samuel? ¿Quién es Samuel?

¿Tenía novio?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ES tu novio?

–Mi hermano.

Según Rowena, a la que le encantaba hablar de su novio, Tilda no enviaba las señales adecuadas cuando un hombre le interesaba.

Tal vez tuviese el listón demasiado alto, había sugerido su secretaria antes de añadir que era una mujer muy guapa y, además, una buena persona, que era lo que más contaba. Tal vez no fuese tan buena persona porque le había divertido ver cómo la chica se esforzaba en brindarle un consuelo que ella no necesitaba.

Lo cierto era que no le interesaba tener una relación seria y no echaba de menos tener sexo porque nunca lo había tenido. Había decidido muy joven que no iba a perturbar la vida de su hermano con la entrada y salida de su vida de un montón de hombres.

Tal vez el amor fuese otra cosa, pero Tilda no sabía cómo distinguir este de una atracción y estaba convencida de que había que besar a muchos sapos antes de encontrar al príncipe azul.

 

 

¿Tenía un hermano? Ezio se preguntó si le había hablado del tema en alguna ocasión. Le tendió la pulsera de plástico.

Tilda resopló y se la guardó en uno de los múltiples bolsillos de la chaqueta.

–Tengo que irme a casa.

–¿Y tus padres…?

Ella lo miró fijamente y Ezio recordó haber leído en el informe que le habían preparado antes de contratarla que sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico.

–¿Tú eres su tutora?

Tilda asintió.

–¿No hay nadie más?

–Estamos bien –le dijo ella–. Sam es un buen chicho. Es solo que… ha frecuentado malas compañías.

–¡Ah!

¿Cuántas familias de delincuentes dirían lo mismo? Seguro que unas cuantas…

Ella levantó la barbilla.

–¿Qué quieres decir con eso? –lo retó ella.

–¿Tu hermano sigue en el hospital?

De repente, a Tilda se le llenaron los ojos de lágrimas. Parpadeó rápidamente para evitar derramarlas.

–No, ya está en casa.

–Entonces, no ha sido nada grave.

–Supongo que depende de lo que se considere grave, pero la mayoría de las personas considerarían grave un ataque de asma que ha requerido una hospitalización. Si hubiese estado solo… Pero no lo estaba, por suerte. Yo no estaba con él porque me había quedado a trabajar hasta tarde. Paso más tiempo contigo que con mi hermano y…

Tragó saliva antes de terminar:

–No tengo nada más que decir.

–¿Necesitas algo de tiempo?

–Tengo todo el tiempo del mundo. ¡Estoy despedida!

–Creo recordar que has dimitido tú.

Ella guardó silencio un instante.

–Todo irá bien –dijo, intentando tranquilizarse–. Tal vez alquile nuestra casa y busque algo más barato donde vivir con Sam… Tal vez en Cornwall.

De repente, su rostro se iluminó.

–Solíamos ir allí de vacaciones todos los años. Era un lugar tranquilo y Sam…

Se interrumpió y se llevó las manos a la boca.

De no haberla visto tan estresada, Ezio le habría dicho que no había muchas casas en alquiler en Cornwall, que, además, era un lugar muy caro porque se trataba de un destino turístico, pero pensó que no era el momento de darle una bofetada de realidad.

 

 

Una profunda sensación de impotencia invadió a Tilda como una nube negra que se cerniese sobre su habitual optimismo. No era capaz de ver una salida que tuviese un final feliz, solo podía ver muros que bloqueaban su camino.

Su casa valía mucho y, además, había reservado el dinero que les había pagado el seguro para el futuro de Sam. Aunque tal vez no le quedase otra opción, odiaba la idea de tener que vender la casa familiar, en la que tantos recuerdos tenía. No obstante, fuesen adonde fuesen, Sam sería siempre el recién llegado que intentaba encajar y ella no tenía ni idea de cómo ayudarlo.

–Tómate un tiempo. Tu puesto te estará esperando.

A Ezio parecieron sorprenderle tanto sus propias palabras como a ella. De repente, Tilda se sintió esperanzada, aunque también sintió desconfianza.

–¿Por qué estás siendo tan comprensivo?

Tenía que haber trampa.

–Da igual, no necesito tomarme un tiempo. Necesito todo mi tiempo.

Consciente de que había levantado demasiado la voz, hizo un esfuerzo por controlarse antes de añadir:

–No puedo trabajar. Me pides demasiado y…

Sintió que se rompía de verdad, que se ponía a temblar. Pensó que nada podría volver a funcionar… Estaba sola y había roto la promesa que le había hecho a sus padres durante el funeral, la promesa de cuidar de Sam.

Estaba aterrada.

Por fin, se llevó la mano a los labios para intentar recuperar el control que había perdido delante de Ezio.

Este se había quedado inmóvil mientras ella se derrumbaba.

 

 

Ezio la observó mientras se descomponía… pensó que se iba a romper. Y sintió algo que prefería no saber qué era, pero que hizo que se le encogiese el corazón en el pecho. El grito de angustia que había emitido su asistente personal se había acallado, pero él podía seguir oyéndolo, sintiéndolo. Vio que seguía llorando con el rostro tapado por las manos, oyó sus sollozos apagados.

Las lágrimas femeninas no solían afectarlo. En circunstancias normales, evitaba cualquier situación en la que estuviesen presentes, pero aquello era diferente. Aquella no era una mujer cualquier, era Matilda, su estirada y hermética asistente personal.

–Tal vez deberías hablar con alguien –le sugirió, pensando en su madre, que siempre había dicho que no habría podido soportar a su frío, dogmático e infiel marido de no haber ido a terapia.

Aunque Ezio pensaba que le habría salido mucho más barato dejarlo.

Matilda levantó la mirada. No se equivocó pensando que Ezio le estaba ofreciendo que hablase con él, sino que se dio cuenta de que la estaba invitando a marcharse. Asintió.

–¿Podrías pedirle a Rowena que llame a un taxi? –le preguntó en voz baja.

Él supo que había lágrimas detrás de las enormes gafas y, sin saber por qué, pensó en otro despacho y en otra mujer con lágrimas en los ojos.

Aunque en esa ocasión se habían invertido los papeles. La mujer había sido su jefa por aquel entonces, una mujer mayor, bella, carismática, que le había contado que no era feliz en su matrimonio. Él había sido un joven estúpido y romántico, que había querido jugar a ser un héroe … El recuerdo de la posterior humillación le impidió ofrecerle a Matilda un hombro en el que llorar.

Apretó los labios al recordar la patética caballerosidad que lo había hecho fantasear con rescatar a aquella mujer y convertirse en el padre de sus hijos.

Por suerte, no lo había hecho. Era demasiado egoísta para ser padre. Era, en resumen, como su propio padre. Y pensaba que era mejor no tener hijos a tenerlos y ver cómo crecían sin tener ninguna conexión con ellos.

Su padre había sido tan severo como su abuelo y nunca había sido cariñoso con él. Había empezado limpiando suelos en la empresa familiar, sin que nadie supiese que era el hijo del jefe, y había querido educarlo a él igual.

Así que Ezio había entrado en la empresa nada más terminar la universidad, como cualquier otro joven recién graduado. Y nunca se le había ocurrido preguntarse si alguien sabía quién era ni sospechar que el equipo directivo conocía su identidad.

Consideraba que había tenido suerte con su primera jefa, una mujer que mostraba una cara valiente al mundo, pero cuya vulnerabilidad real le había permitido verla llorar.

Le resultaba difícil creer que hubiese podido ser tan ingenuo, que hubiese querido protegerla. Había estado enamorado.

Los sollozos de Matilda le hicieron volver al presente, le hicieron pensar en un animal herido.

–Lo siento. Estaré bien en un minuto.

Ezio se dio cuenta de que tenía la cabeza agachada y juró. Parecía tan frágil, tan rota… Sintió que se conmovía y volvió a jurar.

Entonces, sin pensarlo, le dijo:

–¡Ven aquí!

Tilda levantó la cabeza y lo vio con los brazos extendidos y las palmas de las manos hacia arriba. Dio un grito, avanzó y apoyó la cabeza en su pecho. No le importó quién era, necesitaba aquel calor humano.

Su gemido causó dolor a Ezio, que sintió cómo Matilda temblaba entre sus brazos. Se mantuvo rígido, pero apoyó las manos en sus hombros.

Cuando ella levantó la cabeza por fin, parecía avergonzada, retrocedió y apartó la mirada.

–Lo siento… Lo siento –balbució–. Nunca lloro. O casi nunca. Debo de estar…

–Siéntate antes de que te caigas –le pidió él en tono impaciente.

¿Qué más daba? Matilda no podía pensar nada peor de él.

Ezio nunca se había parado a pensar qué pensaban acerca de él las personas, sus empleados, pero le afectó conocer la opinión de su asistente personal.

La acercó al sofá de cuero para que se sentase.

–Por favor, no seas amable conmigo –le rogó Tilda, echándose a reír al pensar a quién le acababa de decir aquello–. No quiero ponerme otra vez a llorar.

–Yo tampoco lo quiero.

Tilda se ruborizó al oír su tono de voz.

–Lo siento, estaré bien enseguida. Yo… No quieres saber nada de esto…

–Es terapéutico, o eso dicen. Y, no te preocupes, de todos modos, es probable que no te escuche.

Ella se echó a reír.

Ezio sí la escuchó cuando empezó a hablar más con ella misma que con él, despacio al principio, como si se hubiese hecho una grieta en un embalse que tuviese dentro y este se estuviese vaciando.

La historia contenía muchos detalles superfluos y un innecesario odio hacia ella misma, pero, en resumen, Ezio entendió que su hermano era casi un genio que había tenido malas compañías… De hecho, Matilda repitió varias veces lo de las malas compañías.

–Entonces, ¿todo lo que le ha ocurrido a tu hermano es responsabilidad tuya?

–¿De quién si no? –inquirió ella.

–Tu hermano es joven, pero no es un niño. ¿No piensas que debería asumir la responsabilidad de sus propios actos?

–Sabía que no lo entenderías. No sé por qué te lo he contado –le respondió ella, sacudiendo la cabeza–. ¡Olvídalo!

Y se puso en pie.

–Entonces, ¿dices que tu hermano es un genio…?

–No lo sé, es probable. Es muy inteligente, pero yo pienso que las etiquetas no ayudan. Aunque, ¿qué sé yo? No quiero presionarlo, quiero que tenga una vida normal. Está desesperado por encajar, pero no es fácil sacando tan buenas notas. Tengo miedo por él y no sé qué hacer…

 

 

Tilda volvió a enterrar el rostro entre las manos. Tenía que dejar de compartir su angustia con un hombre al que no le importaba lo más mínimo su vida.

En realidad, lo prefería así. La frialdad y la objetividad de Ezio le servían de antídoto o, al menos la empujaban a recuperar el control.

–¿Quieres algo? ¿Un vaso de agua?

Tilda negó con la cabeza.

–Estoy bien.

–Ya están aquí los guardias de seguridad –anunció la secretaria con tono disgustado a través del interfono.

–¿Para qué? No necesito a ningún guardia –le respondió Ezio–. Necesito coñac.

La joven no pudo evitar echarse a reír.

–¿Cuántos vasos?

Ezio miró a su asistente personal.

–Prepara mejor una infusión.

Cuando esta llegó, Tilda agarró la taza con ambas manos y miró a Ezio con cautela.

–¿Tú no vas a tomar?

–No.

–Mira, estoy bien, es solo que…

Él suspiro.

–Estás a punto de derrumbarte –le dijo.

Ella lo fulminó con la mirada.

–Siéntate un momento, estoy pensando… –añadió Ezio.

Tilda apretó los dientes.

–Ya no trabajo para ti, no tengo que hacer lo que me digas.

Hizo una mueca al darse cuenta de que se estaba comportando como una niña. En realidad, Ezio nunca la había tratado con desprecio durante su relación laboral. Si lo hubiese hecho, se habría marchado de allí mucho antes.

–Tal vez tengas razón –continuó él muy despacio, mirándola fijamente.

–Suelo tenerla, pero no te das cuenta.

–Sí que me doy cuenta, tienes un don natural para pensar con originalidad.

–¿Se supone que es un cumplido?

–Es una realidad –le respondió él sin rastro de cariño–. Has dicho que la mejor manera de hacer callar a Athena era casándome con otra persona.

–Sí. Pienso que podría funcionar.

–Estupendo, problema resuelto.

Solo un hombre tan cínico y sin ningún límite moral podía haberse tomado sus palabras en serio.

Tilda dejó la taza sobre el escritorio. No sabía si Ezio se estaba burlando de ella o si le estaba hablando en serio, pero pensó que no le importaba.

–Estaré pendiente de la prensa –comentó con desgana.

–Siéntate, por favor, Matilda.

–¡Me llamo Tilda!

Él aceptó la corrección encogiéndose de hombros.

–Seis meses… ¿Tilda? ¿Qué me dices?

–Que me compadezco de la mujer que tenga tan pocos escrúpulos como para casarse contigo.

Él sonrió.

–Tú tienes escrúpulos para los dos.

–Pero ya no trabajo aquí, así que, si me perdonas, voy a recoger mis cosas antes de marcharme.

Él levantó una mano para que esperase. Ella suspiró.

–Mira, sé que esto no te viene bien, pero tengo que ayudar a mi hermano. Tengo que apartarlo…

–De las malas influencias. Lo sé. ¿Qué te parece Grecia? ¿Está lo suficientemente lejos?

La pregunta la confundió.

–¡Grecia!

Nunca había estado en las oficinas de Atenas, pero había visto imágenes cuando hacían reuniones por Internet. Las vistas desde la sala de reuniones eran impresionantes.

–¿Es que Agnes se va? –le preguntó, refiriéndose a la mujer de mediana edad que trabajaba en la oficina de Atenas.

Aunque hubiese una vacante allí, no podía mudarse a Atenas. ¿O sí?

–No, Agnes no se va y no te estoy ofreciendo otro trabajo, sino, más bien, un papel… ¿Qué te parecería un contrato temporal… de seis meses?

–¿Me estás proponiendo un ascenso? –preguntó ella, sabiendo que no podría rechazarlo sin más.

Si le ofrecía algo más flexible, tendría tiempo para buscar otro empleo pero ¿Grecia? Era una locura. Estaba demasiado lejos. Aunque, tal vez eso fuese bueno.

–Eso depende un poco de tu punto de vista.

Ella decidió darle la oportunidad de explicarse.

–¿De verdad? No quiero limosnas.

Él suspiró.

–Te estoy sugiriendo que pasemos los próximos seis meses casados, en Grecia. Será tiempo suficiente para que la gente piense que lo hemos intentado y que tú has decidido que es imposible vivir conmigo.

Tilda lo miró con incredulidad.

–Evidentemente, habría que hacerlo lo antes posible.

–Supongo que sabes que, así dicho, parece que me acabas de pedir que me case contigo –comentó ella, sintiéndose como una tonta.

–Te estoy proponiendo una manera de alejar a tu hermano de unas personas y de un entorno que están resultando peligrosos para él al mismo tiempo que acallamos los rumores de Athena, que tienen bloqueado mi acuerdo con Rutherford… Así que los dos salimos ganando.

Ezio se dio cuenta de que estaba muy pálida.

–¿Estás bien? –le preguntó–. No me gusta perder, ya lo sabes, pero ahora la cuestión es si tú estás dispuesta a hacer cualquier cosa por tu hermano.

La miró con la cabeza inclinada y ella pensó que era bueno, muy bueno, pero ya lo había visto utilizar aquella táctica antes y eso no ayudaba.

 

 

Ezio se impacientó al ver que Matilda no reaccionaba, entonces, se le ocurrió que podía mostrarse reticente por otro motivo.

–¿Tienes pareja? –le preguntó, frunciendo el ceño al pensar en la posibilidad de que su asistente tuviese una vida amorosa y sexual–. Si tuviese veinte años menos, Saul podría hacerme la competencia.

–¿Estás sugiriendo que yo he coqueteado con él? –inquirió ella, indignada–. Si hay alguien que no está siendo profesional aquí, ese eres tú, no yo.

Ezio separó los labios para negarlo y se dio cuenta de que su asistente tenía razón, había hablado como un amante celoso.

–Está bien, lo reconozco, no pienso que seas su tipo.

–Ni el tuyo tampoco –replicó ella–. Además, has dado en el clavo de por qué la idea es una locura.

–¿Yo?

–Ambos sabemos que un multimillonario, de la edad que fuera, jamás se casaría con una mujer como yo.

–¿Piensas que no eres lo suficientemente atractiva?

–Me siento bastante segura de mí misma, gracias. Además, sé que mi valía no está basada en mi aspecto físico, aunque también sea consciente de que soy bastante guapa.

–Seguro que sí.

–Mi problema es que no quiero dedicar el veinte por ciento de mi vida a perseguir una perfección que no se consigue sin una buena luz y un máster en maquillaje. No haría eso por ningún hombre.

–¿Y piensas que es lo que quiero yo en una mujer?

–Pienso que es lo que tú y cualquier otro hombre rico quieren en una mujer –replicó Tilda.

–Así que, básicamente, soy un superficial.

–Eres obscenamente rico.

–Y tú eres competente, inteligente y, aunque no tengas una buena opinión de mí, me gusta tu pragmatismo. Tal vez esta no te parezca una buena solución, pero lo es.

–¿Me lo estás diciendo en serio? ¿No es una broma?

–No sueles tardar tanto en entender las cosas. Como es evidente, llegaremos a un acuerdo económico que os dé tanto a ti como a tu hermano una seguridad económica.

–Pero no puedo marcharme sin más. ¿Qué hay de la escuela y…?

Él sonrió.

–Conozco un colegio que está bastante cerca de mi casa. Tiene fama internacional y un enfoque educativo… diferente.

–¿Tú fuiste allí?

–Digamos que no me iba bien en el colegio al que habían ido mi padre y mi abuelo, así que pasé los tres últimos años de mi escolarización allí.

–Pero debe de ser un lugar muy caro.

–Lo es, pero eso ya no será un problema para ti. De hecho, el dinero no volverá a ser un problema nunca. Ni tu hermano, tampoco –puntualizó, sabiendo que aquel era su punto débil.

–¿Y viviríamos en tu casa?

–Es un lugar en el que se puede tener intimidad, con buenas vistas y desde el que se llega en un momento en helicóptero a las oficinas de Atenas.

–Pensé que tenías una casa en Atenas… Da igual. Seguro que esa casa es maravillosa, pero yo vivo aquí.

–Pensé que ibas a mudarte a Cornwall.

Tilda apartó la mirada. No estaba preparada para aceptar esa derrota.

–Todavía no he decidido lo que voy a hacer.

–Entiendo que te sientas reacia… que no quieras apartar a Sam de sus estupendos amigos.

Ella retrocedió al oír aquello y Ezio supo que acababa de ganar.

–Debería pedir que trajesen champán –comentó, mirando la taza con la infusión.

Ella lo ignoró.

–Tengo que volver con Sam. Le he dicho…

–Me parece una buena oportunidad para conocerlo y acordar los detalles de nuestro acuerdo.

Ella lo miró con sorpresa.

–¿Conocer a Sam? No, no puedes, tienes una reunión y… Ah, tienes que ir a buscar a Ellie Watts para cenar con ella antes del estreno de su película.

–Eso se puede cancelar, ¿no?

–¡No! Es… es una mujer importante. Dicen que es favorita al Oscar a la mejor actriz.

Y, según los rumores, la última conquista de Ezio.

–Y yo acabo de prometerme.

–Pero no es verdad. Además, se tarda mucho tiempo en preparar los documentos necesarios para casarse. Y ni siquiera te he dicho que sí.

Aunque tampoco le había dicho que no y, a juzgar por su expresión, Ezio estaba convencido de que iba a acceder.

–¿Quieres que me ponga de rodillas? –le preguntó.

–Todo está yendo demasiado deprisa –protestó ella.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

SI Sam te odia, se ha terminado.

Él la miró como si aquello lo divirtiese y con cierto desdén.

–¿Permites que un niño te dicte cómo vivir tu vida?

Tilda pensó que darle explicaciones a una persona que solo pensaba en sí misma era una pérdida de tiempo y de energía, así que decidió zanjar la conversación.

–¡Por supuesto que no! Y no es un niño.