4,99 €
Una venganza peligrosa Jackie Ashenden La venganza se sirve mejor… ¡en el altar! Flora McIntyre se convirtió en la asistente personal de Apolo Constantinides para vengar a la familia que él destruyó. Y lo logró. Unas comprometedoras fotos, cuidadosamente manipuladas, le costó el matrimonio que iba a restaurar su buena reputación. Pero Flora no había previsto su reacción... ¡Apolo le exigió que se casara con él! Como su esposa, Flora podría destruirlo para siempre. Sin embargo, llevar su alianza en el dedo desató un peligroso deseo que lo alteró todo. ¿Cómo podía un hombre tan despiadado acelerar su pulso? ¿Y qué pasaría con su plan de venganza si se enamoraba de su marido y enemigo? Embarazada de un magnate Sandra Hyatt ¡Embarazada del hermano equivocado! Chastity Stevens estaba embarazada de un Masters, pero no del que ella creía. Aunque la habían inseminado para que concibiera un hijo de su marido, la muestra usada pertenecía a su cuñado. Al millonario Gabe Masters nunca le había interesado la mujer de su hermano, o eso era lo que siempre había querido creer. Cuando Chastity le anunció que estaba embarazada de su difunto marido, Gabe supo de inmediato que el bebé era suyo y que haría lo que fuera para ser reconocido como su padre.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 372
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
www.harlequiniberica.com
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 420 - agosto 2025
I.S.B.N.: 979-13-7017-035-6
Índice
Créditos
Una venganza peligrosa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Embarazada de un magnate
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
Flora McIntyre no quería nada de la vida.
Nada excepto la ruina total de Apolo Constantinides.
Estaba de pie al otro lado de su enorme escritorio de roble, colocado con majestuoso esplendor frente a las ventanas de su despacho de Londres, y observaba con satisfacción cómo contemplaba las fotos que había colocado frente a él.
Eran imágenes granuladas, ella se había encargado de que lo fueran, de los dos en el despacho en diversas posturas comprometedoras. En algunas, él tenía la mano en su cintura, como si estuviese abrazándola, mientras que en otras estaba inclinado sobre ella como si fuera a besarla. En otras más, Flora estaba sentada en el escritorio, con un pie sobre la rodilla de Apolo, que parecía acariciar su pierna desnuda.
Las imágenes contaban la historia de un apasionado romance, justo lo que ella esperaba.
Por fin, tras un gélido silencio, Apolo la miró con un brillo de furia apenas contenida en sus ojos verdes.
–¿De dónde han salido?
Era el hombre más controlado y frío que había conocido nunca, pero aquello parecía afectarlo de verdad.
«Qué satisfacción».
Flora intentó disimular.
–Me las enviaron de forma anónima.
Apolo volvió a mirarlas un momento, masculló una palabrota y se levantó. Le dio la espalda, contemplando el horizonte de Londres por las ventanas.
Le había llevado seis meses de cuidadosa planificación conseguir las fotos, y luego un par de semanas para elegir las que parecían más incriminatorias. Las que parecían indicar que Apolo Constantinides, inversor multimillonario, nominado al Nobel, reconocido filántropo y ganador de varios premios por sus prácticas comerciales éticas, incluyendo políticas emblemáticas contra el acoso sexual en el trabajo, mantenía una aventura con su asistente personal.
Apolo Constantinides, que acababa de comprometerse con Violet Standish, directora de una organización benéfica internacional dedicada a ayudar a mujeres que habían sufrido violencia doméstica, violencia sexual, tráfico de personas y drogadicción. La organización de Violet también había ganado varios premios y la noticia de su compromiso había recibido mucha atención de la prensa.
Por desgracia para Apolo, Flora acababa de torpedear dicho compromiso y no sentía ni una pizca de arrepentimiento. Sobre todo, porque sabía que no era un matrimonio por amor, sino un acuerdo de negocios. De hecho, se había preguntado a menudo si Apolo era capaz de sentir alguna emoción real.
Era un hombre duro, directo hasta el punto de resultar ofensivo; su compromiso con la honestidad era total. También era frío, despiadado y totalmente decidido a conseguir lo que quería.
En realidad, le estaba haciendo un favor a Violet Standish, aunque el compromiso fuera puramente estratégico. Porque pronto descubriría que se había casado con un tiburón, no con un hombre, y Flora no le desearía eso ni a su peor enemigo.
Las fotos formaban parte del plan que había puesto en marcha años atrás, después de que su padre, David Hunt, se quitase la vida tras haberlo perdido todo en un infame esquema piramidal dirigido por el padre de Apolo, Stavros Constantinides.
Que Stavros hubiera muerto en prisión no era justicia suficiente para Flora. Eso no podía compensar el dolor de su madre, Laura, después de que su padre optase por la salida más fácil quitándose la vida. Ni los años que vivieron en la pobreza porque su madre había rechazado todas las ofertas de compensación, calificándolas de «dinero manchado de sangre». Ni su soledad ni su dolor cuando su madre murió de cáncer demasiado joven. Un cáncer cuyas señales había ignorado porque estaba demasiado cansada de trabajar como para preocuparse por su salud.
No había justicia para una vida desangrada de esperanza.
La única justicia para Flora era la aniquilación de todo lo que le importaba a Apolo Constantinides.
Porque, aunque Stavros hubiera muerto, su hijo seguía vivo y era él, Apolo, quien había convencido a su padre para invertir en ese plan. Daba igual que, al final, Apolo hubiese delatado a su padre. Daba igual que posteriormente indemnizase a todos los afectados y que intentase rehabilitar el apellido familiar con sus prácticas comerciales éticas y sus donaciones filantrópicas.
Daba igual que Violet y él hubieran sido nominados conjuntamente al Premio Nobel de la Paz por su labor benéfica en favor de los derechos humanos y, sobre todo, de los derechos de las mujeres a nivel mundial.
Para Flora, lo único que importaba era no volver a sentir esa sensación de impotencia, de desamparo. Y lo conseguiría haciendo que Apolo lo perdiese todo. Su compromiso con Violet sería la primera víctima.
Flora permaneció de pie, en silencio frente al escritorio, observando su alta y poderosa figura.
Había pasado tres años en Inversiones Helios, inicialmente como secretaria en el departamento de Recursos Humanos, antes de ascender progresivamente hasta conseguir el puesto que anhelaba: asistente personal de Apolo.
Llevaba un año en ese puesto, ganándose su confianza y haciéndose indispensable. Él no sabía quién era porque sus padres no estaban casados legalmente, de modo que había conservado el apellido de su madre.
Ocultar el vínculo con David Hunt no había sido difícil. Al fin y al cabo, a nadie le interesaba especialmente la historia familiar de una empleada. Flora había superado la rigurosa comprobación de antecedentes que hacían a todo el personal, había firmado los acuerdos de confidencialidad obligatorios y nadie le había dicho nada.
Sin embargo, había un pequeño problema con Apolo Constantinides. Un diminuto problema que nunca había logrado resolver del todo. Y era que Apolo era el hombre más atractivo que había tenido la desgracia de conocer y cada vez que se acercaba, cada vez que la miraba, su corazón se volvía loco.
Odiaba que fuese tan atractivo.
Lo odiaba.
Medía un metro noventa, con el pelo negro siempre bien cortado, ojos del color verde de una selva profunda y cejas negras como el hollín. La nariz recta evocaba su ascendencia griega y tenía una boca que la atormentaba en sueños. También era intensamente carismático, con la autoridad de un emperador. Tenía el mundo entero en la palma de la mano y lo sabía.
Tomar esas fotos tan aparentemente comprometedoras había sido un reto tanto para su determinación como para su capacidad de disimulo, pero lo había superado.
Trabajar con él tan estrechamente era su propia terapia de exposición y, después de esas fotos, podía decir con seguridad que estaba vacunada.
Apolo se apartó bruscamente de la ventana y, a pesar de sí misma, Flora se quedó atrapada por su intensa mirada.
Aquel día llevaba su traje favorito, de lana gris oscuro, a la medida de su poderosa figura, y una sencilla camisa blanca. La corbata de seda era de una miríada de verdes diferentes que reflejaban el color de sus ojos.
–Esto es inaceptable –dijo, su tono normalmente frío y sereno encendido de ira–. Quiero una investigación exhaustiva sobre la procedencia de estas fotografías.
–No se preocupe, ya estoy en ello.
–¿Se han publicado en internet?
–Le he pedido al departamento técnico que lo compruebe –respondió ella, poniendo cara de falsa preocupación–. Por desgracia, creo que algunas se han colado en la web…
Por supuesto que sí. Ella misma las había publicado en varias plataformas.
–Quiero que esas fotos desaparezcan. Todas. Inmediatamente. –Apolo volvió al escritorio–. ¿Cómo es posible?
–No lo sé.
Él se inclinó hacia delante, agarrando el borde del escritorio con las manos, mirando las fotos como si intentase prenderles fuego con la mirada. Lo cual, dada su determinación cuando quería algo, era más que posible.
–Se hicieron en este despacho.
–Parece que sí –dijo Flora, con cautela–. Quizá usaron un teleobjetivo o instalaron una cámara en algún sitio…
–¿Has hablado con el departamento de Relaciones Publicas? –la interrumpió él, mirándola con esa concentración que siempre la dejaba sin aliento.
No le preguntó cómo se sentía ella y, considerando que también salía en las fotos, era otro motivo para odiarlo.
–Ya les he informado. También les he dicho que, a pesar de las fotos, no hay nada entre nosotros.
Y no lo había. Apolo era un jefe ejemplar. De hecho, se portaba como si no supiera que era una mujer.
Desde que empezó a trabajar en Helios, Flora buscaba pruebas de que era el hombre que convenció a su padre de participar en el plan de Stavros, pero no las había encontrado. Aunque eso no significaba que no existieran.
David Hunt siempre había buscado atajos para hacerse rico rápidamente y Apolo lo había convencido de que el plan de inversión era legítimo, por mucho que pareciese demasiado bueno para ser verdad.
Pero ese era Apolo Constantinides. Había convertido en un arte lo de «parecer demasiado bueno para ser verdad». Su padre fue a la cárcel, pero él no fue encausado. Se mostró arrepentido en las entrevistas que concedió a los medios, presentándose como una víctima de las mentiras de su padre, ganándose la compasión de todos con su honestidad y su disposición a ofrecer una compensación a las víctimas.
Sin embargo, Flora sabía la verdad. Lo único que le importaba era su reputación, y nada más. Apolo utilizaba a la gente para pulir esa reputación y cuando eran un estorbo se deshacía de ellos.
–No hay nada entre nosotros –convino él, mirando las fotos esparcidas por el escritorio con el ceño fruncido–. Pero debo contárselo a Violet…
Su móvil empezó a sonar en ese momento y frunció aún más el ceño al mirar la pantalla.
–Violet… sí, he visto las fotos. Debes saber que no hay nada entre mi secretaria y yo… –Apolo fulminó a Flora con la mirada antes de volverse hacia la ventana–. ¿Qué?
Ella se acercó al escritorio y empezó a reunir las fotos, escuchando discretamente la conversación.
–Sí, claro que sé lo que dirá la gente, pero mi departamento de relaciones públicas es excelente y…. sí, sé que los medios son siempre más duros con las mujeres, por eso yo… –Apolo no terminó la frase, pero Flora sentía la rabia que emanaba, como la brisa de un glaciar–. Encontraremos a quien ha urdido esta patraña –siguió al cabo de un momento–. No puedes permitir que esto…
Flora lo miró de reojo.
Estaba mirando por la ventana, su rostro de perfil tan perfecto como el de un rey en una moneda. Pero tenía la mandíbula apretada.
–Ya veo –dijo, con tono gélido–. Claro que no querría que nada comprometiese la integridad de tu organización… ¿Me dejarás al menos hacer lo correcto? Puedes hacerte pasar por la mujer agraviada. Sí, bien. Te enviaré el comunicado de prensa antes de hacerlo público.
Flora sonrió disimuladamente. Al parecer, Violet estaba rompiendo con él, justo lo que ella esperaba. El mundo debía ver lo frío y despiadado que era Apolo Constantinides, y ella estaba dispuesta a desenmascararlo.
Les haría saber a todos la verdad sobre él, aunque fuera lo último que hiciese.
Apolo no podía creerlo.
Violet había roto el compromiso.
Se suponía que su boda sería la guinda del pastel, el mayor logro después de todo el trabajo que había hecho para rehabilitar el apellido Constantinides. El matrimonio con Violet Standish, directora de una de las instituciones filantrópicas más importantes del mundo, iba a ser la unión perfecta de dos pilares de la comunidad.
Desde que anunciaron su compromiso, la confianza en el apellido Constantinides era más alta que nunca y las acciones de Helios estaban por las nubes. Todos apoyaban incondicionalmente esa relación, compartiendo opiniones, fotos y memes en las plataformas de internet. Apolo estaba totalmente satisfecho con la imagen que proyectaban. Ni siquiera le importó que la prensa los llamara «ViLo».
Pero ahora…
Violet no quería seguir adelante con el compromiso. Casarse con un hombre que le era infiel dañaría irreparablemente la imagen de su organización y, considerando que se dedicaba a ayudar a mujeres explotadas, era comprensible.
Pero ahora mismo ansiaba tener alguien a quien culpar. Alguien a quien hiciese pagar por aquel desastre.
Le dolía la mandíbula de tanto apretarla.
No sabía cómo se habían tomado esas fotos. Alguien debió haber colado una cámara en el despacho, pero todas eran imágenes inocentes. La correa del zapato de Flora se había roto, así que le dijo que se sentara en el escritorio y se arrodilló frente a ella para intentar arreglarla, eso fue todo. No estaba acariciándola, solo sujetando su pierna.
Y aquella de él recostado en la silla mientras Flora se inclinaba hacia delante…
Ella le había dicho que tenía una mancha de tinta en la camisa y él le había dejado hacer porque estaba muy ocupado hablando por teléfono.
Todas las fotos parecían comprometedoras, pero no lo eran. No la había tocado y nunca lo haría.
Alguien le había tendido una trampa.
Apolo barajó furiosamente las posibilidades. ¿Un empleado rencoroso? Podría ser. Él era un jefe exigente. ¿Una amante despechada? Probablemente no. No había tenido amantes desde su compromiso con Violet y antes de eso solo se acostaba con mujeres que querían lo mismo que él: sexo y nada más.
¿Un rival comercial? Eso era muy posible. Helios era, después de todo, una empresa multimillonaria y había quienes aún recordaban las transgresiones de su padre.
Pero se había esforzado demasiado, durante demasiado tiempo, en limpiar el apellido Constantinides, que su padre había manchado, y no iba a permitir que un idiota usara fotos torpemente montadas para hundirlo.
Apolo respiró hondo un par de veces para controlar su furia y se apartó de la ventana.
Flora amontonaba las fotos con expresión, como siempre, impasible. Desde que trabajaba para él siempre se había mostrado serena y extremadamente competente. Una empleada estupenda, que nunca se quejaba de la cantidad de trabajo que le daba.
Aquel día llevaba su uniforme habitual: una falda negra de tubo y una sencilla blusa blanca, abotonada hasta el cuello. El pelo negro, liso, recogido en un moño impecable. Flora irradiaba competencia. Nunca la había visto despeinada ni con gesto nervioso y era la mejor asistente personal que había tenido nunca.
Incluso ahora, incluso viendo esas fotos en posturas comprometedoras, parecía imperturbable.
Para él era diferente. Él tenía más que perder.
–Tendremos que redactar un comunicado de prensa. Violet ha roto nuestro compromiso.
Ninguna expresión de sorpresa asomó a los delicados rasgos de Flora. Estaba, como siempre, perfectamente serena.
–Lo siento, señor Constantinides. ¿Cuánto tiempo tengo para redactar el borrador?
Siempre lo había llamado «señor Constantinides», aunque él no se lo había pedido. Nunca le había molestado, pero aquel día, por alguna razón, lo irritó.
¿No le preocupaban esas fotos? ¿No le importaban? ¿Ni siquiera por su propio bien?
–Quiero el borrador en mi mesa lo antes posible.
–Por supuesto.
Apolo intentó calmarse. No debía delatar lo furioso que estaba. Sus emociones estaban siempre bajo llave porque, como él sabía bien, no había lugar para ellas en los negocios.
–No pareces demasiado preocupada –observó, con frialdad–. Y deberías estarlo. Este es un problema serio y te incumbe a ti también.
–Sí, lo entiendo. –Flora se encogió elegantemente de hombros–. Pero las fotos se han publicado y será casi imposible eliminarlas todas.
Lo dijo sin ningún énfasis, como si su reputación, y el buen nombre de él, no le importasen.
–No me importa lo imposible que sea –le espetó Apolo–. Quiero que desaparezcan. No permitiré que se manche mi buen nombre. Quiero que encuentren al responsable de estas fotos.
–Por supuesto, señor Constantinides –murmuró Flora, guardando las fotos en un sobre.
Como siempre, se mostraba imperturbable y, por alguna razón, eso le resultó extremadamente molesto.
–Déjalas donde están –le espetó–. Se las entregaré a la policía.
–Puedo hacerlo yo…
–No, lo haré yo mismo.
Realmente le costaba ocultar su enfado, lo cual era preocupante. Normalmente no tenía problemas para controlarse. Por otro lado, aquella no era una situación normal.
–Como las fotos nos conciernen a los dos, tendremos que inventar una explicación. Violet y yo hemos acordado que será ella quien rompa el compromiso, naturalmente.
Los ojos de Flora, de un gris oscuro como piedras de río, no revelaban nada.
–¿Qué sugiere como explicación?
–Negarlo solo provocará más alboroto.
Era cierto. Apolo lo había visto cuando el plan de inversiones de su padre se derrumbó. Stavros mantuvo sus declaraciones de inocencia, de que el plan era perfectamente legítimo, hasta el día del juicio y luego hasta la cárcel. Eso intensificó el circo mediático y el sensacional suicidio de una de sus víctimas echó más leña al fuego.
Él no cometería el mismo error. Al fin y al cabo, era experto en manipular su imagen pública porque había aprendido a hacerlo con sangre. Sabía que la mejor manera de lidiar con un incendio mediático era privarlo de oxígeno. O hacer que las llamas fuesen en dirección opuesta.
Por desgracia, Flora tenía razón; sería imposible retirar todas las fotos de internet. No, la única forma de abordar la situación no era negar lo que las fotos implicaban, sino darle la vuelta a las especulaciones.
Eso significaba admitir que Flora y él mantenían una relación. Sería una mentira, contraria a todas sus convicciones, pero no había otra opción. Su reputación y la de su empresa eran más importantes. Helios era una empresa modelo en lo que se refería a relaciones laborales y no podía dejar en evidencia a una de sus empleadas. Proteger a Flora de rumores y chismes era vital.
No podría decir que era una aventura pasajera, eso no lo ayudaría siendo su jefe. Sus rigurosas normas contra el acoso sexual en el trabajo habían sido elogiadas en todo el mundo como ejemplo de nuevas y progresistas prácticas empresariales, y tener una aventura con su secretaria lo convertiría en un hipócrita.
Él nunca se había pasado de la raya con sus empleadas ni lo haría jamás, y creía firmemente en esas normas porque las había redactado él mismo. Sin embargo, muchos verían aquello como una oportunidad para hundirlo.
Así que nada de aventuras pasajeras. Tendría que afirmar que Flora era algo más que una simple empleada y que su relación era más que un simple romance. Tendría que ser una gran pasión, un encuentro de almas gemelas o algo por el estilo. Todo un disparate, por supuesto. El amor era un vicio en el que nunca caería, pero esa era la mejor manera de salvar el apellido Constantinides.
A la gente le encantaban los romances, eran así de crédulos, y él lo sabía bien porque su padre le había enseñado a aprovecharse de las debilidades de los demás, convirtiéndolas en una ventaja. No era manipulación, solía decir. Eran solo negocios y en los negocios todo estaba permitido.
Apolo pronto descubrió que Stavros estaba manipulándolo, pero había aprendido esas lecciones de todos modos y en ese momento necesitaba una solución que les diera a Flora y a él mismo un mínimo de respetabilidad, por no mencionar también una salida airosa para Violet. No era la solución más elegante, ya que implicaría una mentira, pero era una mentira inofensiva que no dañaría a nadie y, lo más importante, rescataría del lodo el apellido Constantinides.
–Entonces, ¿qué sugiere que hagamos? –preguntó Flora.
–Sugiero que no lo neguemos –respondió él, sosteniendo su mirada–. De hecho, creo que la solución perfecta es que me case contigo en lugar de con Violet.
Al principio, Flora pensó que había oído mal. Porque, en serio, ¿matrimonio? ¿Con ella? ¿Estaba loco?
Entonces, cuando el intenso rayo láser de su mirada no cedió, comprendió que hablaba en serio.
Sin embargo, la idea era tan descabellada que estuvo a punto de soltar una carcajada. Lo cual era inaceptable. Debía estar alerta con él a todas horas.
Había logrado salirse con la suya con las fotos solo porque él la trataba como una extensión de sí mismo y, por eso, no le prestaba mucha atención. Que era exactamente lo que ella quería.
Lo que no quería era que la mirase como lo hacía en ese momento, como si él fuera un científico y ella un espécimen interesante que estuviera examinando a través de un microscopio.
No podía estar interesado en ella. No podía sentir curiosidad por ella. Porque, si la miraba con demasiada atención, podría descubrir quién era en realidad y eso sería un desastre. Tenía que ser lo más común y aburrida posible.
Flora intentó mantener su habitual calma.
–No lo entiendo. ¿Casarse conmigo es una solución?
Apolo se colocó detrás del escritorio, mirándola en silencio. De repente, le parecía demasiado alto y poderoso. Odiaba cómo a veces su atención se centraba en él, cómo notaba todo lo que le gustaba de aquel hombre. Se sentía inexplicablemente atraída por su cuerpo de un modo que parecía inevitable.
Incluso ahora, a punto de dar el primer paso en sus planes de venganza, no podía dejar de admirar la amplitud de sus hombros, el brillo de su pelo negro, los duros ángulos de su rostro y el profundo verde selva de sus ojos, brillando como oscuras esmeraldas.
Era el hombre más atractivo que había conocido nunca, pero no era cualquier hombre, sino el que había destruido a su familia, y lo único que debería deslumbrarla era su propia genialidad al mantener oculta su identidad durante todo ese tiempo.
–Negarlo solo empeorará la situación, de modo que admitir que tenemos una aventura es nuestra única opción –dijo él entonces.
Eso no era lo que Flora esperaba. Había pensado que lo negaría todo. Apolo odiaba las mentiras y ella contaba con su indignación al ser acusado de algo que no había hecho para atrincherarse. Y, sí, eso empeoraría las cosas. Ella quería que empeorasen.
Lo que no había anticipado era que decidiese mentir.
–¿Q-qué? –preguntó, incapaz de evitar un ligero tartamudeo.
Su penetrante mirada la clavó en el sitio.
–Admitiremos que hay algo entre nosotros. Sin embargo, no lo llamaremos una aventura, ya que eso implica algo temporal y sórdido, así que debe ser una gran pasión. Una a la que intentamos resistirnos y fracasamos. Terminé pidiéndote que te casaras conmigo y, naturalmente, tú dijiste que sí.
Flora parpadeó mientras intentaba asimilar lo que estaba diciendo. ¿Una gran pasión que terminó en una propuesta de matrimonio?
La sensación de tener el control de la situación que ella misma había urdido empezó a disiparse y eso no podía pasar.
Iba a tener que recalibrar todo su plan.
–Ya veo –consiguió decir.
–¿Tienes dudas? –preguntó Apolo, con el familiar tono de impaciencia que usaba cuando alguien lo cuestionaba–. Esto mitigará el daño de las fotos y quizá incluso genere algo de compasión pública, sobre todo si parece que estamos perdidamente enamorados. También le dará a Violet la oportunidad de mostrarse magnánima y noble al permitirnos ser felices.
No se equivocaba, incluso ella lo veía. Saldrían de la situación con algo de dignidad; una dignidad que ella había esperado que Apolo no tuviese.
«Deberías haber esperado que él encontrase la solución perfecta. Es demasiado listo como para no hacerlo».
Flora se humedeció los labios, repentinamente secos.
–Pero no estamos enamorados –dijo, más para ganar tiempo que como protesta.
Apolo la miró frunciendo el ceño.
–No, claro que no. No se trata de la realidad, Flora. Se trata de las apariencias.
Cuando rodeó el escritorio y se dirigió hacia ella, Flora tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un paso atrás. Estar cerca de él siempre era un problema, ya que resultaba difícil disimular la reacción que provocaba su proximidad. Sin embargo, no podía ceder terreno. Apolo lo notaría y se preguntaría por qué, y ya estaba haciendo demasiadas preguntas.
Era un hombre que se hacía cargo de cualquier situación y si no tenía cuidado también se haría cargo de aquella.
No podía permitir que eso sucediera. Tenía que actuar antes que él.
Flora se mantuvo firme cuando Apolo se detuvo frente a ella y echó la cabeza hacia atrás para encontrarse con su intensa mirada.
–Por supuesto –dijo, con una calma que no sentía–. La imagen es lo más importante.
–Tendremos que ser vistos juntos en público. También necesitarás un anillo. La boda tendrá que ser un circo, no hay escapatoria, pero la gente pronto se olvidará de esas fotos.
Estaba demasiado cerca, pensó Flora. El aroma de su colonia masculina era delicioso y sentía un deseo casi irresistible de inclinarse e inhalarlo profundamente…
–Estaremos casados durante seis meses o quizá un año –continuó Apolo–. Luego nos divorciaremos cuando se calme el alboroto y aquí no ha pasado nada.
«¡Cálmate, idiota! ¡No puedes olfatearlo cuando está arruinando tus planes de venganza!».
–¿Me estás escuchando, Flora?
Apretando los dientes, ella intentó concentrarse. ¿De qué estaba hablando? Un anillo. Una boda. Estarían casados seis meses, un año… divorcio.
«Se está haciendo cargo de todo y tú estás dejando que lo haga».
–Sí, estoy escuchando –dijo por fin–. Y espero que todo esto sea solo de cara a la galería.
Apolo volvió a fruncir el ceño.
–Será un matrimonio falso, por supuesto, pero será legal. Yo aborrezco las mentiras, ya lo sabes.
–Sí, claro que lo sé.
Las palabras escaparon de su boca sin que pudiese controlarlas, al igual que el deje de sarcasmo.
Él la miró con gesto serio.
–No pareces tratar esta situación con la debida preocupación.
Maldito fuera. Y maldita fuese ella misma por dejar que la sacase de sus casillas. Esa atracción era un problema y ya debería haber encontrado una solución. Esperaba que ignorarla la hiciese desaparecer, pero no había sido así. Al contrario, parecía haber empeorado.
Era una estupidez. Básicamente, había ignorado a los hombres en su afán por llegar donde estaba y había sido fácil porque nunca había deseado a ninguno. Parecía una especie de broma kármica que el único hombre que la había afectado fuese el hombre al que odiaba, al que esperaba destruir.
–Estoy preocupada, pero no tenemos que casarnos de verdad –dijo por fin–. Podría ser una boda falsa…
–No –la interrumpió él, rotundo–. Será una farsa, pero legalmente debe ser real. No quiero que se descubra más tarde que todo era una mentira.
La idea de filtrar un matrimonio falso a la prensa se fue por la ventana.
–No, claro que no –dijo Flora.
–No voy a tolerar que el apellido Constantinides aparezca en sórdidos titulares. Estas fotos, vengan de donde vengan, son un montaje y no me van a tener como rehén.
Debería haber previsto que Apolo actuaría con rapidez y decisión. Al fin y al cabo, nunca se había quedado de brazos cruzados ante un problema. Tomaba decisiones y actuaba.
–En realidad, estoy de acuerdo. Negarlo solo fomentaría más rumores. Aunque quizá una boda de verdad sería algo excesivo.
La mirada de Apolo se volvió particularmente intensa.
–¿Por qué? ¿Qué importa si el matrimonio es real o no?
El corazón de Flora latía con fuerza y sin razón aparente. A veces hacía eso, dirigir su atención hacia ella como un depredador acechando a su presa y siempre la dejaba sin aliento.
Había sido tan estricta durante ese año, siempre aparentando serenidad y control. Nunca lo cuestionaba. Nunca hablaba de sí misma. Nunca hacía nada que llamase su atención. Estaba tan satisfecha consigo misma por haber logrado guardar sus secretos que quizá se había vuelto demasiado complaciente.
–No me importa, pero… en fin, yo podría estar saliendo con alguien o tener una pareja.
Apolo ni siquiera parpadeó.
–¿Estás saliendo con alguien?
–No, pero…
–¿Pero qué?
–¿Y los gastos? Organizar una boda de verdad sería tirar el dinero.
–No me importan los gastos –dijo él con sequedad–. Estoy intentando protegerte a ti también, Flora. Lo entiendes, ¿verdad? Soy tu jefe, no lo olvides. Se supone que Helios es un líder mundial en cuanto a relaciones laborales. No voy a poner en peligro nuestra reputación y eso significa que esto debe ser lo más real posible. –Apolo se cruzó de brazos–. Será mejor para ambos si parece un apasionado romance que termina en una boda de cuento de hadas. Eso hará que el público se olvide de las fotos.
Ah, qué listo era. Debería haber sabido que encontraría la forma de darle la vuelta a la situación. Debería haberse metido en política, ya que era capaz de hacer quedar bien hasta al mismísimo diablo.
Quizá las fotos habían sido una idea estúpida.
«Deberías haberte centrado en el tráfico de información privilegiada».
Las fotos, por supuesto, no eran su único plan. Tenía una lista de todo lo que iba a hacer para asegurar la destrucción total y absoluta de Apolo Constantinides. Apuntar al monolito de su reputación personal era el primero de sus objetivos y el más fácil de socavar; al menos eso fue lo que pensó cuando aceptó el puesto de asistente personal.
Al principio pensó en seducirlo, pero enseguida descartó esa idea, ya que Apolo era un hombre totalmente desapasionado y ella no tenía suficiente experiencia. Así que, en cambio, optó por unas fotos manipuladas.
Ahora todo se había complicado, pero aún podía salvar la situación. Tenía que mantener la calma y no delatar lo mucho que la había desconcertado con esa sugerencia.
–Muy bien. ¿Añado todo esto al borrador del comunicado de prensa o prefiere hacerlo usted mismo?
Apolo torció el gesto. Flora lo miraba con la misma calma de siempre y eso le pareció… irritante. Normalmente, su serenidad era lo que más apreciaba de ella, pero no ese día, cuando estaba furioso porque alguien se había atrevido a pensar que podía arruinarlo.
Pero, fuera quien fuera, no se saldría con la suya. Se casaría con la mujer a la que habían utilizado en tan burda trama y saldría de todo aquello como vencedor.
A Violet no le importaría. Había firmado un acuerdo matrimonial con ella por el prestigio que su nombre le otorgaría. Iba a restaurar definitivamente la reputación del apellido Constantinides, que su padre había destrozado, aunque fuera lo último que hiciese.
Y no era solo por su propio bien. Tenía miles de empleados en todo el mundo que perderían sus empleos si Helios se hundía, así como las organizaciones benéficas que se beneficiaban de su dinero. Y por último, pero no menos importante, por la memoria de su madre, Elena, quien creía firmemente en su marido y quedó desconsolada cuando acabó en la cárcel.
Había fallecido unos años antes, por complicaciones de una neumonía, y lo último que le pidió fue que limpiase el apellido familiar. No mencionó el papel que él había desempeñado en la caída de su padre, pero aun así él lo había oído alto y claro.
«Todo esto fue culpa tuya».
Se equivocaba, por supuesto. El plan de su padre estaba condenado al fracaso desde el principio y tarde o temprano alguien lo habría delatado. Que hubiera sido su hijo era algo que sus padres no habían podido superar, pero Apolo no lo lamentaba. Sí, él denuncio a su padre ante la policía. Sí, a cambio obtuvo inmunidad judicial, pero no lo hizo por eso. Lo hizo porque un hombre se suicidó al enterarse de que el plan era una estafa, un hombre al que él mismo había reclutado. Sí, entregar a Stavros había sido lo correcto.
No se sintió culpable por enviar a su padre a la cárcel, ni entonces ni ahora, porque Stavros no se sentía culpable por todas las personas a las que había engañado, por todas las vidas que había destruido.
Se lo había vendido como una especie de plan Robin Hood. Según él, lo que hacían era simplemente robar a los ricos para dárselo a los pobres. Apolo quería a su padre y trabajar en la empresa familiar era lo que siempre había deseado. Sin embargo, ese cariño lo había cegado. No era un plan de inversión en nuevas tecnologías para comunidades empobrecidas, sino un plan que le permitió a Stavros quedarse con el dinero de todos los inversores para saldar sus propias deudas.
Le había dicho, justo antes de ir a la cárcel, que lo único que quería era asegurar la supervivencia de la empresa por su bien y el de su madre. No mencionó que su mala gestión había llevado a Helios a la ruina o que no tenía a nadie a quien culpar de su situación más que a sí mismo. Por eso, Apolo decidió que la única manera de mitigar el daño causado por su padre era convertir Helios en la empresa más rentable posible para ofrecer a las víctimas una compensación decente. Por suerte, él tenía un don para las finanzas, pero le había costado mucho trabajo y determinación recuperar la confianza que Helios había generado antes de que su padre lo arruinase todo.
Necesitaba una rehabilitación total y completa del apellido Constantinides. No bastaba con indemnizar a las víctimas, sino que también era necesario reformar las prácticas comerciales de la empresa en todo el mundo.
Había maneras de invertir de forma ética y honesta. Había maneras de ser transparente y de priorizar el bienestar de las personas sin que eso afectase a los resultados. Y, de hecho, se podían tener ambas cosas.
Tampoco quería que nadie más cayera en las trampas de charlatanes como su padre, así que dedicó una rama de Helios a investigar y exponer esquemas Ponzi y otras prácticas comerciales ilegales. También donó una parte significativa de su fortuna. De hecho, era todo lo que su padre no había sido: un auténtico Robin Hood. Quitaba a los ricos, él mismo, para dárselo a quienes lo necesitaban.
Tampoco era un hombre que transigiera y no cedería en su deseo de frustrar los planes de quienquiera que hubiese intentado arruinarlo.
Sin embargo, esperaba más objeciones por parte de Flora.
Ella pareció sorprendida por la sugerencia de un matrimonio, pero no la rechazó de antemano. Aunque su curiosidad se avivó cuando protestó ante la idea de un matrimonio de verdad.
Flora nunca había cuestionado sus decisiones, ni una sola vez, y era lo mejor porque él creía que una asistente personal debía hacer que todo fuese más fluido y fácil, no más complicado.
Nunca había querido conocerla personalmente ni que le contase detalles de su vida. No le interesaba.
Sin embargo, ahora le intrigaba que, de todas las decisiones que había tomado desde que empezó a trabajar para él, aquella fuese a la que ponía objeciones. Él quería que fuese un matrimonio legal, pero solo sobre el papel. Así que, ¿cuál era el problema?
¿Pensaba que eso complicaría su vida o que sentía algo por ella?
Se tomó un momento para observarla.
No era una belleza tradicional, pero su rostro tenía cierto… interés. Y el uniforme acentuaba una figura exuberante y femenina, algo que quizá no estaba de moda, pero ahora que la miraba era… de nuevo, interesante.
Pero no debería mirarla de ese modo, se dijo. Le gustaba predicar con el ejemplo y quienquiera que le hubiese tendido la trampa lo sabía, ya que lo había golpeado donde más daño podía hacerle.
Vio entonces que Flora se había puesto colorada, lo cual era extraño. Nunca se había sonrojado. ¿Había sido por mencionar una gran pasión? ¿Se sentía abochornada o simplemente le incomodaba que la observase de ese modo?
«¿Por qué sientes curiosidad por ella?». «Solo es tu asistente personal».
Nunca antes había sentido curiosidad por Flora.
–Puedes añadirlo al borrador –dijo después de un momento–. Pero primero tendremos que acordar qué historia vamos a contar sobre nuestra aventura amorosa.
Ella asintió, con calma.
–Nos conocimos en la oficina, obviamente. Y después de unos meses trabajando juntos, nos dimos cuenta de que estábamos enamorados.
Dijo todo eso con el mismo tono desapasionado de siempre y eso no podía ser si iban a actuar como si estuviesen locos de amor.
–Se supone que deberíamos estar hablando de una pasión irresistible, no de una presentación de PowerPoint.
Flora torció el gesto.
–No sabía que tuviéramos que desplegar una pasión irresistible ahora mismo.
Apolo guiñó los ojos al percibir el deje de sarcasmo.
Él era experto en leer a la gente; era algo que su padre había aprovechado cuando era más joven y aún creía que el plan de inversión era una oportunidad maravillosa. Él había sido la cara visible del plan y había leído los archivos de todos los posibles inversores para detectar cualquier debilidad o vulnerabilidad. Disfrutaba presumiendo de su talento tanto como Stavros disfrutaba utilizándolo. Incluso ahora, aunque sabía dónde podía llevar eso, lo usaba para su propio beneficio en los negocios. Aunque no para engañar a la gente. Él no era como su padre.
–Esto no es un juego, Flora. Se trata de la reputación de Helios y de las miles de personas que empleamos. Yo soy esta empresa y, si caigo, todos los demás caerán también.
Flora asintió.
–Muy bien. ¿Cómo debo hablar del asunto entonces?
Apolo se sorprendió por el casi imperceptible tono de fastidio. ¿Estaba enfadada con él? ¿O eran las fotos? No había parecido molesta, aunque debería.
–No pareces que te preocupen esas fotografías.
La miró fijamente, notando un destello en la profundidad de sus ojos de color carbón.
Ella bajó las pestañas. Unas pestañas largas y espesas, de un negro profundo. No recordaba haberlas notado antes y no sabía por qué se fijaba ahora.
–Me han sorprendido –dijo ella por fin–. Pero ahora son de dominio público y no puedo hacer nada al respecto.
–¿Y de verdad no sabes quién las envió? ¿No tienes idea de quién podría ser?
Su mirada permanecía velada y eso era frustrante. No le gustaba no poder leer a la gente. Le hacía pensar que le ocultaban algo. Ya no era el ingenuo de los veinte años, cuando creía que todo lo que decía su padre era la pura verdad. Ahora lo cuestionaba todo.
Apolo levantó su obstinada barbilla con los dedos para mirarla a los ojos.
–Sabes algo sobre esas fotos, ¿verdad? –preguntó en voz baja–. Dímelo, Flora.
Flora se quedó sin aliento. Parecía incapaz de moverse, toda su atención centrada en la firme presión de los dedos que sujetaban su barbilla. Cálidos, largos y fuertes. No habría podido apartarse aunque quisiera.
La mirada de Apolo la dejó clavada en el suelo y se dio cuenta de que sus ojos no eran solo de color verde oscuro como siempre había pensado. Era como si alguien hubiese hecho añicos una esmeralda, con algunos fragmentos de color verde hierba más claro, mientras que otros eran más oscuros, del color de los abetos y los pinos. De muchos tonos, como su corbata, y todos perfectamente enmarcados por espesas pestañas negras.
La última vez que estuvieron tan cerca fue cuando se inclinó sobre él con el pretexto de revisar una mancha inexistente en su camisa. Apolo estaba hablando por teléfono, sin prestarle atención, mientras ella pensaba en la minicámara que había escondido en una estantería, con la esperanza de haber programado bien el temporizador para que las fotos salieran como ella quería. Entonces estaba tan ansiosa que ni siquiera había tenido tiempo de pensar en su proximidad.
Ahora, sin embargo, toda su atención estaba puesta en ella y no tenía nada que la distrajese.
Había cometido un desliz, se había traicionado a sí misma de algún modo y eso había llamado su atención.
Qué tonta, pensó. No podía permitirse errores con un hombre como aquel.
La miraba como si pudiera leer sus pensamientos y ella tenía que protegerse de alguna manera.
Tenía que recordar que odiaba a ese hombre. Apolo era la causa directa de la destrucción de su familia y de todos los años de miseria que siguieron. No podía dejar que la afectase solo porque sus estúpidas hormonas femeninas lo encontraban insoportablemente atractivo.
Después de todo, ella sabía dónde llevaba eso. Su madre había sido una romántica empedernida que lo había dejado todo para seguir a su padre. A Flora le había pasado lo mismo. Idolatraba a su padre, siempre feliz, optimista y divertido.
Él las protegería, decía. Nunca dejaría que les pasara nada malo.
Pero había mentido.
No las había querido en absoluto porque si lo hubiera hecho no se habría quitado la vida, dejándolas solas.
Flora no era como su madre, una ingenua romántica con la cabeza llena de pájaros. El amor no sostenía a nadie y esos sueños se disipaban como el humo ante cualquier asomo de realidad.
La realidad era un piso ruinoso encima de una freiduría y pasar muchas noches comiendo judías de lata porque su madre estaba sirviendo cervezas en un pub, intentando ganar lo suficiente para pagar las facturas.
La realidad era ver a su madre sucumbir poco a poco a una muerte lenta y dolorosa.
El amor era una mentira y nunca volvería a creer en él.
Aquello no era amor, sino una simple atracción física, pero no podía dejarse dominar por ella. Y tampoco podía dejar que Apolo viese ningún signo de vulnerabilidad. Él ya veía demasiado, esos ojos de color esmeralda recorriéndola, buscando debilidades, sondeando vulnerabilidades.
Flora se quedó donde estaba, bloqueando el delicioso aroma de su colonia e ignorando el calor de su cuerpo.
–No sé nada, se lo aseguro –dijo por fin.
Eso no pareció satisfacerlo, pues su atención se intensificó, provocando un extraño calor por todo su cuerpo. Le ardían las mejillas y, sin pensar, retrocedió un par de pasos, poniendo algo de distancia entre ellos.
Apolo no dijo nada, pero su mirada se volvió especulativa.
¿En qué estaba pensando? Apartarse de él tan bruscamente solo aumentaría su curiosidad. Cuando alguien le interesaba, o lo sorprendía, le hacía todo tipo de preguntas, sin aburrirse nunca con las respuestas. Y nadie parecía capaz de resistirse cuando ponía en ellos toda su atención.
A Flora, en cambio, le daba miedo. Siempre se había preguntado si sería capaz de mantener la fachada afable, capaz y aburrida si Apolo decidía fijarse en ella.
Al parecer, no era así.
Se alisó la falda y jugueteó con un botón de la blusa, intentando ocultar lo nerviosa que estaba.
–Quizá sea un empleado descontento –sugirió–. O un rival.
Él seguía mirándola, en silencio.
–¿Me tienes miedo, Flora?
Ella no pudo ocultar su sorpresa.
–¿Qué? No, claro que no.
–¿Estás segura? Me lo ha parecido.
Se había delatado, maldita fuera.
Se le estaba escapando el control de la situación y eso no podía pasar. Tenía que calmarse y hacerlo mejor.
Su padre siempre había convencido a su madre de sus a menudo grandiosos planes para ganar dinero. Y ella nunca aprendió la lección; las quimeras de David Hunt eran solo eso, quimeras. Mientras que Flora estaba segura de que su apuesto y maravilloso padre cuidaría de ellas como había prometido.
Pero, al final, no había cuidado de ellas en absoluto. Al parecer, ni ella ni su madre habían sido lo suficientemente importantes y cuando murió las dejó solas. Impotentes ante el dolor y la ruina…
Nunca volvería a estar tan completamente a merced de otra persona.
Mantendría el control de sus emociones, de sí misma y, lo más importante, de sus planes de justicia.
Ceder un ápice de control sería un terrible error porque Apolo era de los que solo se conformaban cuando conseguían todo lo que querían.
–Me ha sorprendido, eso es todo –dijo por fin, mirándolo a los ojos–. ¿Por qué iba a tenerle miedo?
Él le dirigió una mirada inexpresiva.
–Sería un poco extraño que te alejases de mí cuando estemos juntos en público. Así que, vuelvo a preguntar: ¿me tienes miedo?
–No. –Flora levantó la barbilla y dio un paso adelante–. ¿Necesita que se lo demuestre?
Algo brilló en lo más profundo de sus ojos, algo oscuro y hambriento que provocó una descarga eléctrica por todo su cuerpo. Había visto ese brillo antes, cuando hacía un buen trato o cuando alguien le proponía un interesante reto comercial. Pero nunca la había mirado a ella así y se quedó sin aliento.
«Has llamado la atención de un depredador».
Pero no podía demostrar que le tenía miedo. Ella ya no era la víctima indefensa de nadie.