E-Pack Bianca y Deseo mayo 2021 - Julia James - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo mayo 2021 E-Book

Julia James

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Beschreibung

Una esposa para el griego Julia James Su vida era ordinaria… su proposición la convirtió en extraordinaria Rosalie Jones, limpiadora de casas, no tenía por costumbre toparse con millonarios. Por eso, la aparición de Xandros Lakaris durante su turno de trabajo no pudo resultarle más inesperada… Entre otras cosas, ¡porque se había presentado allí para decirle que su ausente padre había decidido casarla con Xandros! La buena y generosa Rosalie era como una bocanada de aire fresco. Aunque su matrimonio estaba destinado a proporcionarle una suculenta fusión de empresas, Xandros se descubrió también absolutamente impelido a ayudar a Rosalie. Quiso protegerla de la pobreza, pero eso significó introducirla en su mundo… Estrella de corazones Kira Sinclair «Esta vez lo quiero todo». El chico malo ha vuelto… a buscarla. Cuando el encantador multimillonario Finn DeLuca salió de prisión, volvió a buscar a la mujer que había dejado atrás, la madre de su hijo. Sin embargo, la diseñadora de joyas Genevieve Reilly no quería saber nada del hombre que había robado la Estrella de Railly, el diamante que pertenecía a su familia. Pero, como siempre, el ingenioso Finn se saldría con la suya y para ello iba a proponerle un trato que ella no podría rechazar…

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Seitenzahl: 368

Veröffentlichungsjahr: 2021

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca y Deseo, n.º 253 - mayo 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-727-8

Índice

 

Créditos

 

Una esposa para el griego

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Estrella de corazones

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

XANDROS Lakaris reaccionó bruscamente, sus cejas arqueadas sobre sus oscuros ojos.

–¡Maldita sea! ¿Qué sugieres que haga, entonces? ¿Salir corriendo detrás de ella y arrastrarla hasta el altar? –preguntó de manera retórica.

El hombre al que se había dirigido, Stavros Coustakis, se recostó en su sillón mientras miraba impasible a su interlocutor. Tenía los ojos verdes, algo poco usual en un griego. Al contrario que Xandros, de larga e ilustre prosapia, era poco lo que Stavros sabía de sus propios antecedentes familiares.

–Yo soy un don nadie –solía admitir Stavros de buena gana, con el cinismo que Xandros estaba acostumbrado a oír en los labios del hombre con cuya hija se había prometido en matrimonio–. Pero un don nadie muy muy rico.

La mirada de aquellos ojos verdes se tornó fría ante el estallido de Xandros.

–No, desde luego. Quedarías en ridículo. Ella me ha desafiado y por tanto no la reconozco ya como hija mía.

Xandros lo miró de reojo. Sabía que Stavros era un hombre implacable: oírle repudiar a su propia hija impresionaba. Pero también sabía que su propia reacción a la escapada de su exnovia había sido, fundamentalmente, de alivio.

No había tenido ninguna prisa en abandonar su despreocupada vida de soltero, llena de fáciles y breves aventuras gracias a su atractivo y a su desahogada posición en la sociedad ateniense. Y a sus treinta y pocos, todavía necesitaba algunos años más de aquella vida antes de encadenarse a un matrimonio.

Era aquella una preferencia que sabía que batallaba con la doblemente pesada responsabilidad que pesaba sobre sus hombros: no solo la de dar continuidad a la antigua estirpe de los Lakaris, que se remontaba a la arcana nobleza imperial bizantina, sino también la de cumplir con las obligaciones que le había endosado su padre. Porque aquel dinero tan viejo necesitaba ser continuamente repuesto bajo riesgo de terminar desapareciendo completamente.

Era esa necesidad la que había presidido la infancia de Xandros. Su abuelo había combinado la afición al gasto con desafortunadas inversiones, y la familia había estado peligrosamente cerca de arruinarse del todo por su culpa.

Las preocupaciones financieras habían sido constantes durante su adolescencia, con su padre acosado por múltiples acreedores y su madre temerosa de verse obligada a vender su bella y elegante residencia rural. Finalmente su padre se había consagrado en cuerpo y alma a restaurar la fortuna de los Lakaris y lo había conseguido para cuando su hijo llegó a la edad adulta, pero Xandros había crecido marcado por la obligación de proseguir aquella tarea y asegurarse de que la riqueza de la familia nunca volviera a correr peligro.

La oportunidad de alcanzar aquel objetivo, sobradamente, se había presentado en la perspectiva de una altamente lucrativa y recíproca fusión con el imperio Coustakis. El padre de Xandros, antes de morir, le había empujado a ello, y no solo por razones financieras. Nunca había perdido la oportunidad de recordarle la conveniencia de estrechar las relaciones con el multimillonario, y que la hija de Stavros, Ariadne, pese a los toscos orígenes de su padre, habría sido una esposa especialmente conveniente para Xandros…

Podía ver por qué. Ariadne, pese a ser algo joven para él, cumplía todos los requisitos. Era una morena impresionante, inteligente y cultivada, que se movía en el mismo círculo elitista que él. Desde el punto de vista de sus padres, poseía la ventaja añadida de que su difunta madre había procedido de una muy buena familia y, además, había sido una gran amiga de la madre de Xandros. Finalmente el propio Stavros Coustakis se había empeñado muy mucho en la alianza.

–Quiero convertirme en suegro de un Lakaris y tener un nieto Lakaris –había informado a Xandros de golpe, en cierta ocasión–. Siendo como soy un don nadie.

Pese al entusiasmo de su difunto padre y a las urgencias de su madre, no había sido una decisión fácil de tomar para Xandros. Y, sin embargo, al final, había transigido. Y lo mismo había supuesto que haría Ariadne, deseosa como había estado de escapar de su dominante padre. Era cierto que ninguno de los dos estaba enamorado del otro, pero se gustaban bastante y él había estado decidido a ser un marido leal y, con el tiempo, un amoroso padre para sus hijos. Con eso habría debido bastar, ¿no?

Pero el mensaje de texto que había recibido aquella tarde en su lujosa mansión de las afueras de Atenas lo había sacado de su engaño: Xandros, al final no puedo casarme contigo. Me voy de Atenas. Lo siento, Ariadne.

Aquellas palabras volvían a resonar en aquel momento en su cabeza, con la consabida carga de alivio que lo había asaltado cuando reflexionó sobre las implicaciones de su rechazo. Con Ariadne fuera de foco, en aquel momento era libre para hacer lo que había querido hacer durante todo el tiempo: una fusión con la empresa de Coustakis sin un matrimonio de por medio.

–Muy bien –dijo fríamente Xandros–. Entonces está claro. Ariadne ya no está en la ecuación. Sin embargo, tal y como te llevo diciendo desde el principio, el matrimonio con tu hija nunca ha sido esencial para nuestra fusión.

Mantuvo la mirada clavada en los ojos de Stavros, sentado ante su suntuosa mesa forrada de oro, anhelante de salir cuanto antes de aquella mansión opresivamente suntuosa. Él prefería la decoración minimalista, como la de su propio apartamento en la ciudad. O, mejor aún, la simplicidad de su villa azul y blanca de Kallistris.

¡Kallistris! El simple nombre le elevaba el ánimo. Su isla privada, a un vuelo de helicóptero desde Atenas. El lugar al que escapaba cada vez que su trabajo o su vida social se lo permitían. La había adquirido bien joven sabiendo que siempre constituiría un seguro refugio.

Pensaba volar allí aquella misma tarde, pasar el fin de semana, huir de todo aquello. Lejos de un hombre que no le gustaba y con cuya hija no había querido casarse desde el principio y que, al parecer, tampoco había querido casarse con él. Ya podía olvidarse Stavros Coustakis de sus ambiciones por hacerse con un yerno y un nieto Lakaris.

Pero antes necesitaba una respuesta definitiva sobre la única cosa que quería: la fusión. Miraba a Stavros a la espera de su reacción. ¿Iba a seguir adelante o no con la fusión?

–Necesitaré que me firmes un preacuerdo –le soltó y en seguida miró deliberadamente su reloj, fingiendo tener prisa. Lo cual formaba parte del juego–. Esta tarde saldré para Kallistris.

De repente vio algo extraño en los ojos de Stavros. Un brillo cáustico que no le gustaba nada.

–Vaya, pues lo siento. Verás… Dado que tenías tantas ganas de que firmáramos la fusión, imaginé que más bien estarías dispuesto a volar a Londres –esbozó una sonrisa que no era tal, para alarma de Xandros–. Para recoger y traer aquí… a mi otra hija.

Y Xandros se quedó helado.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ROSALIE suspiró junto al cubo de agua jabonosa, arrodillada en el repugnante y barato suelo de linóleo que estaba fregando, frente a la igualmente repugnante cocina.

Quienquiera que hubiera alquilado aquel apartamento era un cerdo. Estaba sucio hasta decir basta. Pero había que limpiarlo. Soltó otro suspiro. Tenía que pagar el alquiler, y también le gustaba comer… Una familiar emoción se extendió por su pecho.

«¡Algún día dejaré de hacer esto! ¡Algún día dejaré de limpiar la porquería de los demás! ¡Algún día dejaré de vivir en un antro cochambroso y de pagar además una fortuna por ello! ¡Algún día…!». Algún día dejaría de ser pobre.

Porque se había criado en la pobreza. Su madre, soltera, había padecido siempre una pésima salud, de manera que Rosalie había tenido que ejercer de cuidadora suya desde siempre. Nunca había podido llevar una vida independiente, viviendo con su frágil madre en un destartalado apartamento subvencionado del East End londinense.

En cuanto a su padre…. ni siquiera sabía de su existencia. O al menos eso era lo que le había contado su madre, siempre suspirando por la única aventura, demasiado breve, que había vivido.

–¡Fue un romance tan corto! Era extranjero… ¡Y tan romántico! Estaba trabajando aquí en Londres, en una obra. Cuando descubrí que me había quedado embarazada de ti, él ya había dejado el país. Escribí a la empresa constructora, pero no debieron de localizarlo, porque jamás volví a saber de él…

Una sombra cruzó por el rostro de Rosalie. Porque si no había tenido un padre, en aquel momento ni siquiera tenía a su madre. La pobre finalmente había sucumbido a la crónica enfermedad pulmonar en el último invierno. Con su muerte, Rosalie había perdido el apartamento subvencionado y los ingresos como cuidadora de los que habían vivido las dos.

Pero al menos había ganado su libertad. Por muy grande que fuera el dolor de la pérdida, sabía que, finalmente, a los veintiséis años, podía empezar a labrarse una vida propia. Hacer algo: cualificarse, escapar de la pobreza… Suspiró mientras se enderezaba para frotarse la dolorida espalda. Llevaba fregando desde las ocho de la mañana y ya eran más de las cuatro. Todavía le quedaba una buena hora de trabajo en la cocina antes de que pudiera cerrar, entregar las llaves a la agencia y ponerse a estudiar.

Se había apuntado a clases on line de contabilidad: cualificarse constituía su hoja de salida de la pobreza. Para pagarlas tenía precisamente que pasarse todo el día limpiando casas. Se levantó con un enérgico movimiento, tiró el agua por el fregadero y rellenó el cubo. Había empuñado la fregona para acabar lo que le quedaba del suelo cuando, frunciendo el ceño, cerró el grifo. ¿Qué era lo que había oído? Sí. Alguien estaba llamando al timbre.

Fue al vestíbulo, dejó el cubo en el suelo y entreabrió la puerta. La vista de la calle estaba casi completamente bloqueada por una alta figura masculina. Desorbitó los ojos. Un hombre alto y moreno, con unos ojos increíbles… ¿Qué diablos…?

–Busco a Rosalie Jones –dijo con una voz profunda de tono algo cortante, con un acento que no consiguió identificar.

Rosalie se lo quedó mirando fijamente, perpleja.

–¿Quién quiere saberlo? –replicó.

La aprensión hizo presa en ella. No porque pareciera extranjero: eso era algo más que común en Londres. Tragó saliva. No. Era el aire que despedía, como si procediera de un mundo completamente distinto: refinado, sofisticado. De un mundo de lujos y riqueza. Traje elegante, corbata de seda con un alfiler de oro… Un hombre así… ¿estaba preguntando por ella?

–Necesito hablar con ella –le espetó, ignorando su pregunta, impaciente–. ¿Está aquí?

–Yo soy Rosalie Jones.

–¿Tú? ¿Tú eres Rosalie Jones? Imposible.

Por un momento se la quedó mirando fijamente, absolutamente incrédulo, y Rosalie se quedó de piedra. Porque había algo más que incredulidad en su rostro. Había algo que de pronto le hacía ser agudamente consciente de su propio aspecto, de la imagen que ofrecía, de lo que él estaba viendo. A ella, en un estado de desarreglo total después de haberse pasado todo el día limpiando aquella pocilga.

Entonces de repente, el hombre adelantó un pie y entró, provocándole otra punzada de aprensión.

–¿Qué…? –empezó, indignada.

Pero el intruso ya había cerrado la puerta y se estaba volviendo hacia ella.

–¿En serio eres tú Rosalie Jones? –repitió una vez más.

Rosalie ladeó la cabeza. Parecía muy alto e intimidante en aquel vestíbulo pobremente iluminado, lo que le hacía ser rotundamente consciente del visceral impacto de su aspecto: desde su cabello negro impecablemente cortado hasta sus bien lustrados zapatos. Pasando por unos ojos magnéticos de pestañas increíblemente largas, que en aquel momento la estaban recorriendo con verdadero estupor.

–Sí –gruñó de nuevo, pero esa vez logró formular la pregunta que necesitaba hacerle sin mayor dilación–. ¿Quién es usted y qué quiere de mí?

–Me llamo Alexandros Lakaris y estoy aquí por causa de tu padre.

 

 

Xandros vio que la expresión de la muchacha se quedaba en blanco. Su propia reacción era igual de perpleja, y su perplejidad había empezado el día anterior, cuando Stavros Coustakis le soltó la noticia bomba. Todavía podía escuchar sus palabras resonando en su cabeza y el diálogo que siguió.

–¿Tu otra hija?

–Sí, tengo otra hija. Vive en Londres. Y espero que vayas allí y te la traigas. Suponiendo, claro está, que quieras que la fusión en la que estás tan empeñado se haga realidad…

–Cuéntame un poco más, por favor.

Había adoptado un tono de voz distante, neutral… nada que ver con la emoción que lo embargaba por dentro. Ya daría rienda suelta a aquellos sentimientos después. En aquel momento lo único que había necesitado era información. Y Stavros se la había proporcionado.

–Se llama Rosalie Jones. Vive con su madre… o vivía, mejor dicho, hasta hace poco. Conocí a su madre hace… déjame recordar… sí, unos veinticinco años, cuando estuve trabajando en Gran Bretaña. Tuvimos una corta aventura y después cada cual siguió su camino. Sin embargo, yo siempre he sido consciente de la existencia de mi hija, y ahora creo que es tiempo de que venga aquí, a Atenas. Para que sustituya a la que se ha escapado: Ariadne –había terminado la frase con una sonrisa, burlona–. Ansío deseoso su llegada.

Y aquello era lo único que Xandros había logrado sonsacarle. Eso y el conocimiento, tan mortificante como irritante, de que había sido manipulado. Al final, según parecía, Stavros Coustakis iba finalmente a convertirse en su suegro…

¡Bueno, pues no tendría éxito! La furia hizo presa en Xandros, empeorando aún más su mal humor. Solo había una razón para su presencia en Londres, que no era otra que hablar con aquella hija de Stavros Coustakis de la que hasta entonces no había sabido nada y desengañarla de cualquier expectativa que hubiera podido proyectarle su padre.

Porque una cosa habría sido casarse con Ariadne, a la que conocía desde hacía años, y otra hacerlo con aquella desconocida hermanastra suya, lo que habría sido un absurdo mayúsculo. ¡Lo último que quería era que aquella desgraciada muchacha se presentara en Atenas para acosarlo!

Seguía taladrando con su mirada láser a la mujer que tenía delante, incapaz de creer que fuera quien decía que era. Porque eso era algo completamente imposible… Por muy fugaz que hubiera sido la aventura que Stavros había tenido con su amante en Londres, a su hija no debería haberle faltado de nada. ¡Stavros Coustakis era uno de los hombres más ricos de Grecia! Así que su hija debería ser el equivalente londinense de Ariadne y vivir en un barrio como Chelsea, o Notting Hill, o Hampstead…

Pero la dirección de contacto que Stavros le había proporcionado en el hotel le había hecho fruncir el ceño. ¿Qué hacía la hija de Stavros Coustakis viviendo en aquel andrajoso barrio de Londres? La miró de arriba abajo, reparando en cada detalle de su aspecto: la camiseta sucia, el ancho pantalón lleno de remiendos, las manos con guantes de goma que aferraban una fregona y el cubo que apestaba a desinfectante. Se había recogido la melena en un moño en lo alto de la cabeza, del que escapaban algunos mechones. Y en cuanto a su cara…

Su expresión se transformó de repente. Se había sentido tan negativamente impactado por la primera impresión que no lo había registrado todo. Pero en aquel momento… Entrecerró los ojos mientras la contemplaba con detenimiento. Bajo aquel barniz de palidez y de cansancio, con algún que otro manchón de mugre, se escondía un rostro de rasgos finos, una boca bien dibujada y unos preciosos ojos de color… entre verde y gris.

Efectivamente. Estaba delante de la hija de Stavros.

–¿Por causa de mi padre? –repitió ella.

 

 

La fregona escapó de los nerviosos dedos de Rosalie. Se le nubló la vista, el mundo pareció emborronarse…

Aquel hombre no podía haber dicho aquello. «Porque yo no tengo padre. Nunca lo he tenido…».

Estaba diciendo algo en otra lengua, no sabía cuál. No sabía nada excepto que el mundo se desdibujaba y ella tenía la sensación de estar cayendo… De repente, sintió una mano de acero cerrándose sobre su brazo y se vio sentada en la cocina, ante la desvencijada mesa.

El intruso estaba en aquel momento frente a ella, y ella lo miraba como a través de una neblina. Al ver que estaba hablando de nuevo, se obligó a escucharlo.

–Sí. Tu padre, Stavros Coustakis…

–¿Stavros Cous-Cous…? –en vano intentó pronunciar aquel nombre extranjero.

Su visitante la miraba ceñudo, y una parte de su cerebro que no debería estar funcionando registró los rasgos como esculpidos de su rostro y aquellos ojos increíblemente negros, que le proporcionaban una belleza casi absurda por lo apabullante.

–Stavros Coustakis.

Lo oyó repetir el nombre con una voz con acento. Parpadeó varias veces.

–¿Mi… mi padre?

La cuestión sonaba estúpida, ya que acababa de decírselo, pero pudo ver que ejerció su efecto sobre el visitante, porque su ceño se profundizó aún más.

–¿No lo sabías? ¿No sabías que Stavros Coustakis era tu padre? –inquirió, incrédulo.

–No –reconoció ella.

La palabra «padre» resonó en su cabeza. Era una palabra que no había usado nunca… ¿para qué? Una palabra que apenas tenía que ver con ella, porque ese hombre no existía… o no había existido más que durante aquellas escasas y patéticas semanas en la vida de su madre.

Pero de pronto, en aquel preciso instante, existía.

–¿Cómo me ha encontrado? –le preguntó atropellada, mirando ávidamente al hombre que se había presentado allí para soltar aquella bomba en su vida… una vida que, de repente, podía cambiar para siempre.

«¡Mi padre sabe de mi existencia! ¡Ha enviado a alguien a buscarme!», exclamó para sus adentros emocionada.

–Eso es algo que tendrás que preguntarle tú misma.

–¿Dónde está?

–Vive en Atenas.

¿Atenas? Rosalie desorbitó los ojos. ¿Su padre era griego? En su cabeza resonó la voz de su madre: «Era extranjero… ¡Qué romántico! Estaba trabajando en Londres…».

–Sí.

El tono del hombre era cortante. Vio que su expresión se endurecía, como si le estuviera escondiendo algo.

–En cuanto a las otras preguntas que puedas tener, tendrán que esperar –miró a su alrededor–. Recoge tus cosas, que nos vamos.

–¿Cómo?

La expresión de furia volvió a asomar a sus ojos oscuros.

–Te llevo a Atenas. Con tu padre.

 

 

A bordo del coche con chófer, Xandros se volvió para mirarla. Seguía teniendo una expresión de perplejidad en el rostro, como si fuera del todo consciente de lo que estaba pasando. «Pues ya somos dos», pensó sombrío.

Había ido a Londres con la única intención de poner sobre aviso a la hija inglesa de Stavros sobre las maquinaciones de su padre. Pero, en aquel momento, su furia con Stavros había encontrado un nuevo motivo. Diablos, siempre había sabido que el tipo era cruel, y el repudio de Ariadne era una buena prueba de ello, pero lo que le había hecho a esa otra desgraciada hija suya era… imperdonable.

Mantenerla en la ignorancia sobre su padre, y mantenerla además en aquella abyecta pobreza… Un oscuro brillo de furia asomó a sus ojos. ¿Que Stavros quería que le llevara a su hija inglesa a Atenas? Pues bien, ¡él estaría encantado de satisfacerlo!

Ella se había prestado de buen grado… ¿y por qué no? Acababa de descubrir que tenía un padre del que no había sabido nada… ¡por supuesto que querría conocerlo! ¿Y para qué esperar? ¡Obviamente nada la retenía allí, en Londres! ¡No si tenía que verse obligada a fregar pisos para sobrevivir!

De modo que había esperado a que ella dejara a un lado cubo y fregona, recogiera su gastado abrigo y su viejo bolsón y se marchara con él así, sin más. Había dejado la llave del apartamento en el buzón y se había subido al coche de Xandros.

No le había hecho más preguntas y Xandros se había alegrado de ello. Responderlas habría resultado difícil. Apretó los labios. Que Stavros se lo dijera a la cara. En aquel momento había tenido asuntos prácticos más urgentes de los que ocuparse, como por ejemplo si tenía pasaporte. Ella había respondido que sí y le había dicho que lo tenía en su residencia, esto es, el cuartucho que tenía alquilado. El coche se había detenido allí, en otra mísera calle no lejos de la del apartamento que había estado limpiando, y Xandros había fruncido todavía más el ceño. El edificio se caía a pedazos.

Diez minutos después de haberse metido en el portal salpicado de basura y botellas vacías, la muchacha había vuelto a salir cargada con una vieja maleta para volver a subir al coche.

La miró de nuevo en aquel momento. Ofrecía un aspecto algo mejor, vestida como iba con unos vaqueros y una sudadera. Se había arreglado un poco el pelo y despedía un fuerte olor a desodorante, que no a sudor agrio por haberse pasado todo el día limpiando. Seguía teniendo, sin embargo, la tez pálida y sucia, y se la notaba agotada. Solo los luminosos ojos de color verde gris aportaban belleza a aquel rostro…

Retiró rápidamente la mirada mientras sacaba su móvil. ¿Qué podía importarle a él el aspecto de la hija inglesa de Stavros Coustakis? Su impulsiva decisión de llevársela a Atenas solo había estado motivada por la furia que la había asaltado por la crueldad con que la había abandonado Stavros, dejándola en una abyecta pobreza…

«¡Quizá Stavros se avergüence ahora de tener que mantenerla! O ella podría contratar a un abogado para denunciarlo… o incluso dar a conocer su caso en algún tabloide. Lo que no sucedería, desde luego, era la desquiciada idea de Stavros de que aquella desgraciada y maltratada hija inglesa, una verdadera desconocida para él, hiciera de sustituta de la perdida Ariadne».

Apretó los labios. Porque si eso significaba ver frustrada cualquier esperanza de conseguir la fusión que tanto ansiaba… bueno, pues tendría que resignarse. De ninguna manera consideraría la idea de salvar la fusión desposándose con Rosalie Jones. No dedicaría a ese pensamiento ni un segundo de su tiempo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ROSALIE aferraba con fuerza su viejo bolsón con la mirada en la ventanilla tintada del coche. Se había sentado lo más lejos posible de su acompañante, que estaba en aquel momento revisando sus mensajes de móvil sin prestarle atención alguna. No le importaba. Ella tampoco quería su atención.

Alexandros Lakaris: así le había dicho que se llamaba. Pero quién era no era lo importante. Como tampoco el hecho de que fuera el hombre más fabulosamente guapo que había visto en su vida. Con unos ojos increíbles, de negras y larguísimas pestañas, que la habían mirado con tanto desdén…

¿Pero por qué habría de importarle lo que pensara de ella? Lo único importante era lo que le había dicho. «Mi padre… ¡existe!», exclamó para sus adentros. «¡Es real! ¡Y me ha encontrado! ¡Quiere conocerme! ¡Mi padre!».

Las palabras desfilaban atropelladas por su cabeza como un torrente. Se sentía como si estuviera flotando. Flotando había registrado su cuartucho en busca de su pasaporte y se había desnudado luego a toda prisa para lavarse con agua fría en la minúscula pila de la cocina. Tenía el pelo hecho un desastre y, aunque había necesitado desesperadamente una buena ducha, lo único que había podido hacer había sido rociarse con desodorante y cambiarse de ropa.

Desde luego no había conseguido impresionar a Stavros Lakaris, ya que seguía teniendo aquel brillo desdeñoso en los ojos. Pero… ¿a quién le importaba lo que pudiera pensar de ella? Lo único importante era la maravilla que estaba viviendo. «¡Oh, mamá! Si pudieras verme ahora mismo…».

Frunció el ceño al ver que el coche estaba aminorando la velocidad frente a un elegante hotel cerca de Hyde Park Corner.

–¿Qué pasa? ¿No vamos al aeropuerto?

–El vuelo sale mañana. Yo apenas acabo de aterrizar en Londres. Te quedarás en mi hotel esta noche.

–¡Yo no puedo permitirme un lugar así! –exclamó horrorizada.

–Pero tu padre sí –la miró de arriba abajo–. Y también puede permitirse comprarte algo de ropa nueva antes de que vayas a verlo. Deberías salir de compras. Tienes tiempo.

Volvió a mirarla de arriba abajo, esa vez con una especial intensidad. Rosalie experimentó una súbita sensación de extremada consciencia de sí misma, como si estuviera ardiendo por dentro.

–Y quizá quieras aprovechar también las instalaciones del hotel. La peluquería, el salón de belleza… ese tipo de cosas.

Rosalie lo miró dubitativa, pensando que todo aquello sería escandalosamente caro.

–Carga los gastos a la habitación –sugirió él, como si hubiera percibido sus reservas.

–No quiero hacerle demasiado gasto a mi padre…

Vio asomar un brillo de diversión a sus ojos, como si se estuviera riendo por dentro.

–Créeme –le aseguró con voz seca–. Se lo puede permitir.

Rosalie frunció el ceño.

–¿Está seguro? –inquirió dubitativa. Se le estaba empezando a revolver el estómago–. Señor Lakaris, lo único que sé de mi padre es lo que me dijo mi madre: que era extranjero y que estuvo trabajando en una obra. Que era un simple albañil. Por eso…

–Digamos que ha prosperado bastante desde entonces –la interrumpió–. Ahora tiene a otros trabajando para él.

Pero seguía frunciendo el ceño. ¿Sería verdad lo que le estaba diciendo ese hombre? Alexandros Lakaris, con su elegante traje y su alfiler de corbata de oro, con su coche con chófer, era evidentemente un ricachón. ¿Y quién si no otro ricachón habría podido utilizarlo a él como mensajero?

–¿Conoce usted bien a mi padre?

–Tenemos una relación de negocios. Acepté recogerte y llevarte a Atenas por esa razón.

Abrió la boca para hacerle más preguntas, pero él ya se estaba bajando del coche. Un portero apareció por su lado para abrirle la puerta y hacerse cargo de su maleta.

No podía sentirse más confusa. ¿Podría realmente su padre permitirse todo aquello? ¿Un hotel como aquel, ropa nueva para ella? El portero le estaba abriendo una enorme puerta de cristal y Rosalie se apresuró a entrar, mirando a su alrededor. Vio un gran atrio también de vidrio y kilómetros de suelos de mármol.

Alexandros Lakaris caminaba a su lado como si fuera el dueño del lugar, sintiéndose de lo más cómodo en aquel suntuoso hotel. Aquel era su mundo, un mundo de lujos. Casi tuvo que correr para alcanzarlo, aferrando su bolsón y sintiéndose prácticamente desnuda en aquel ambiente, rodeada de gente tan fina y elegante. Por un instante se encogió por dentro, pero luego se recompuso y alzó la barbilla.

«Detesto ser pobre», se dijo. «¡Pero no me avergüenzo de ello! ¿Por qué habría de hacerlo?». Pero quizá… quizá ese problema, precisamente, se había acabado para ella. Quizá a partir de aquel momento dejara de ser pobre…

Un brillo de entusiasmo asomó a sus ojos: de entusiasmo, de expectación y de un placer que nunca antes había conocido. Contempló aquel espectacular atrio, embebiéndose de la vista. Dios, ¡iba a disfrutar de aquello!

–La llave de tu habitación. Estás en la planta quinta.

Alexandros Lakaris le estaba ofreciendo un cartón doblado que contenía una tarjeta de plástico. De nuevo estaba frunciendo el ceño. Ya casi se estaba acostumbrando a ello.

Pero… ¿qué podía importarle a ella su desaprobación? Aquel hombre no era nada para ella… Tan solo el chico de los recados de su padre.

–Gracias. Avíseme por favor cuando necesite que esté lista mañana.

Y, sin esperar su respuesta, se dirigió hacia los ascensores. El guapísimo y ricachón Lakaris tendría que esperar hasta el día siguiente para volver a mirarla con aquel ceño desaprobador. En cuanto a ella, sabía exactamente lo que iba a hacer. Entró en el ascensor y pulsó el botón de la quinta planta. Tenía los hombros rígidos de una larga jornada de trabajo. Tenía cansados los músculos de brazos y piernas y sentía los dedos como si fueran de papel de lija.

El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas y salió a un lujoso pasillo alfombrado. Mientras se dirigía a su habitación, pensó de nuevo en lo mucho que había cambiado su vida. Al día siguiente estaría volando a Atenas… ¡su primer viaje al extranjero!, a conocer a un padre al que nunca había conocido y que, milagrosamente, parecía haber descubierto su existencia. ¿No era fantástico? Y ese día, esa noche, se encontraba en aquel hotel increíble e iba a disfrutar de cada minuto… ¡Totalmente!

No podía esperar…

 

 

Xandros se estaba ajustando minuciosamente su pajarita ante el espejo del baño. Se había vestido para una cena formal en la sede de una de las cámaras de comercio de la City a la que había decidido asistir para aprovechar el viaje a Londres. Sería una provechosa ocasión para empezar a trabajar en lo que ya no podía retrasar por más tiempo: los planes de una fusión comercial alternativa a la originaria.

Esbozó un gesto de descontento y exasperación. Sus esperanzas de cara a la fusión con Coustakis se habían evaporado por causa de su rotunda negativa a colaborar en el ofensivo plan de Stavros. «¿Realmente pensaba ese hombre que yo iba a cambiar a Ariadne por esa otra hija suya, una mujer totalmente desconocida?». Era algo absurdamente irreal, de mal gusto tanto para él como ella.

Pensó en la desgraciada muchacha inglesa que, en un impulso, se había traído a aquel hotel. Sabía lo que latía detrás de aquel impulso, que no era solamente su furia contra Stavros. Su expresión se ensombreció de golpe. La pobreza siempre resultaba aterradora.

Los recuerdos de su propia precaria infancia lo asaltaron. Sus padres hablando en susurros, preocupados, planificando las economías que tendrían que hacer. Su madre quejándose de que al final terminarían perdiendo la casa familiar de los Lakaris. Su padre trabajando largas horas en la oficina, intentando salvar los bienes que su abuelo se había esforzado en dilapidar.

El hecho de que lo hubiera conseguido no le había ahorrado la tensión y la incertidumbre, por no hablar del miedo atroz, que habían dominado su infancia y juventud desde entonces. De manera que el lujo que en aquel momento disfrutaba, y que disfrutaba a fondo, era algo que no podía valorar más.

Por eso mismo esperaba que la hija inglesa de Stavros, después de haber conocido la pobreza durante toda su vida, condenada como se había visto a fregar pisos para sobrevivir, pudiera alcanzar, ella también, una vida más fácil.

Se alegraba de haberla aconsejado que se arreglara, que visitara el salón de belleza y se comprara ropa decente antes del vuelo a Atenas. Al fin y al cabo, era la hija de uno de los hombres más ricos de Grecia… ¡y debía empezar a parecerlo!

¿Qué aspecto tendría cuando se vistiera apropiadamente? Evocó la potencial belleza que se escondía detrás de su triste apariencia, con sus luminosos ojos de color verde gris. Tenía una buena figura, pese a sus vaqueros baratos y su sudadera: tentadoramente esbelta y, sin embargo, de senos grandes.

Pero ahuyentó de pronto aquellos pensamientos, por inapropiados. Sentía pena por ella… eso era todo. No había nada más.

Y partió hacia su cena, decidido a sacarse a Rosalie Jones de la cabeza.

 

 

Rosalie suspiró deleitada. Aquello era una verdadera maravilla… Todo había sido una verdadera maravilla desde que llegó a aquel hotel. ¡Qué habitación! Una cama enorme, cortinas de satén, un armario y una mesa, una inmensa pantalla de televisión y un baño que era para morirse… Nada más entrar, había lanzado su bolsón sobre la cama, se había quitado sus gastadas zapatillas y se había puesto a bailar de puro gozo. Luego se había tumbado en la mullida cama y abierto el folleto que describía las instalaciones del hotel.

Momentos después había descolgado el teléfono de la habitación para reservar una larga visita al spa: manicura, pedicura, peluquería, masaje… ¡el paquete al completo!

En aquel instante, horas después, desaparecido todo dolor y fatiga, con la piel y el cabello deliciosamente suaves, se hallaba recostada en los almohadones de la inmensa cama, viendo la televisión y haciendo zapping. Después de llenarse el estómago con la exquisita comida que le había subido el servicio de habitaciones, estaba picando unos deliciosos bombones acompañados de una botella de vino blanco del minibar. El paraíso. ¡Un auténtico paraíso!

«¡Y pensar que esta mañana me desperté sin tener la menor idea de que el día acabaría así!». Y que al día siguiente se subiría a un avión para conocer al padre que nunca había conocido…

«¡Oh, mamá, ojalá hubieras podido disfrutar de esto tú también! Saber que el hombre del que te enamoraste hace tantos años nos ha descubierto finalmente de nuevo…!». Se llevó la copa a los labios, embargada por la emoción. Acababa de dejarla de nuevo sobre la mesilla cuando llamaron a la puerta. Al principio se sobresaltó, hasta que se dio cuenta de que debía de tratarse del servicio de habitaciones, de regreso para recoger el carrito de la comida.

Levantándose de la cama, se dirigió hacia la puerta en bata y zapatillas y la abrió sin pensar. Pero no era el servicio de habitaciones, sino Alexandros Lakaris.

 

 

A su vuelta de la cena, Xandros había dudado entre comprobar que la hija de Stavros se encontraba bien o no. Un mínimo sentido de responsabilidad acabó venciendo su resistencia. Por mucho que aquella chica no tuviera nada que ver con él, se sentía responsable por haberla sacado de su entorno familiar para depositarla allí, en lo que era un ambiente completamente ajeno para ella. Sería mejor que se asegurara de que estuviera bien y que no hiciera nada estúpido. Como por ejemplo abrir la puerta sin preguntar antes.

–Tenías que haber preguntado antes de abrir –le recriminó.

Por un instante le pareció que desorbitaba los ojos. Pero en seguida se recuperó.

–Creía que era el servicio de habitaciones. ¿Qué quieres?

Parecía de lo más indiferente.

–Quería asegurarme de que te encontrabas bien –respondió en el mismo tono.

–Estoy bien. ¡Maravillosamente bien, de hecho!

Su actitud de indiferencia se evaporó con su exclamación, iluminado su rostro de alegría. Estaba radiante, y Xandros, contemplándola, se quedó sin aliento. No era solo su sonrisa lo que le provocaba aquel efecto. Indudablemente había aprovechado todos los tratamientos posibles del salón de belleza del hotel.

Su cutis era en aquel momento terso y brillante. Habían desaparecido las ojeras de unos ojos bien perfilados, de aquel color verde gris tan singular, bajo unas cejas exquisitamente delineadas. Se había lavado y cortado la melena, recogida en un moño suelto, con delicados rizos enmarcando su rostro. Se había hecho también la manicura. Podía ver la mano suave de largos dedos con la que intentaba cerrarse los pliegues de la bata, que sin embargo revelaban parte de una piel fina y blanca además de la elegante columna de su cuello…

Sin el menor esfuerzo por su parte, Xandros experimentó una inequívoca y masculina punzada de deseo… tan intensa que a punto estuvo de alzar una mano para levantarle la barbilla y así saborear aquellos labios de seda…

«¡Diablos!», exclamó para sus adentros. «¿Acaso estoy loco?». En seguida ahuyentó aquellos pensamientos. Enredarse con la hija inglesa de Stavros debería ser algo impensable. Inconcebible.

–Bueno, quería decirte que mañana después de comer necesitaremos salir para el aeropuerto. Eso significa que dispones de toda la mañana para ir de compras. En recepción te conseguirán una asistente personal para que puedas aprovechar mejor el tiempo. Despreocúpate de los gastos. Yo los cubriré hablando directamente con las tiendas y ya haré cuentas luego con tu padre.

Iba a disfrutar remitiéndole una abultada factura a Stavros, y no solo por lo mucho que le debía a su hija, a la que había descuidado durante tanto tiempo. Estaba seguro de que Stavros había previsto la sorpresa que se había llevado a la vista de lo diferente que era aquella hija suya de Ariadne. Seguro que se había divertido solo de imaginárselo. Y lo mismo con la turbación que habría debido producirle la perspectiva de aceptar como novia a una muchacha tan poco conveniente en aras de conseguir la tan ansiada fusión de sus empresas.

Apretó los labios. Estaba claro que no solamente no tenía intención de casarse con ninguna de las dos, sino que además pensaba jugar su propio juego. Porque iba a disfrutar enormemente entregando a Stavros a una Rosalie Jones que presentara el aspecto que debería tener la hija de uno de los hombres más ricos de Grecia. Entregándosela… y marchándose luego con viento fresco.

Porque Stavros Coustakis no volvería ya a manipularlo. Había terminado con él. Para siempre. Se obligó a volver a la realidad.

–Cuando hayas terminado de comprar, nos encontraremos en el vestíbulo del hotel y saldremos para el aeropuerto –dijo con tono pragmático, impersonal–. Así que hasta mañana. Que descanses –y se volvió para dirigirse a su habitación.

Porque lo mejor que podía hacer en aquel momento era no pensar en la hija inglesa de Stavros Coustakis. Ni en lo radiante de su sonrisa…

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ROSALIE subió al coche que el hotel había enviado para recogerla, con su preciado ajuar de compras, en el lujoso complejo comercial de Knightsbridge donde había pasado tres fabulosas horas en manos de su asistente personal.

Había sido el paraíso… ¡toda una fantasía hecha realidad!, probarse prenda tras prenda, a cada cual más preciosa. ¡Y todo gracias a su padre! Un padre al que no había conocido… ¡y que no había sabido nada de ella hasta el momento!

Y ahora iba a conocerlo… ¡aquella misma tarde! Se sentía embargada de entusiasmo y de felicidad. De regreso en el hotel, se dedicó a guardar las compras en las nuevas maletas que había adquirido. En aquel momento lo único que tenía que hacer era comer en el restaurante del hotel y estar lista a las dos y media para salir hacia el aeropuerto.

De repente su expresión cambió. Alexandros Lakaris le había dejado claro como el agua que ella no era más que una tarea para él, un encargo de su padre. Era por eso por lo que ella había decidido tratarle como si fuera el chico de los recados de su padre. La pasada noche, cuando él se presentó en su habitación más guapísimo que nunca vestido de etiqueta, tuvo que obligarse a no desorbitar los ojos de admiración y a recordarse que él no era nada ni nadie para ella…

Bueno, ¿y acaso no era obvio? Ella tampoco era nada ni nadie para él. Por eso lo había tratado con aquella indiferencia, de manera impersonal.

Una hora después, ahíta tras otra deliciosa comida, y vestida ya esa vez como correspondía a un entorno tan suntuoso, abandonaba el restaurante para dirigirse al vestíbulo.

 

 

Xandros desviaba de cuando en cuando la mirada hacia la entrada del restaurante del hotel donde, según le habían informado en recepción, la hija de Stavros estaba comiendo. Él había tenido una comida de negocios en la City y en aquel momento estaba listo para salir rumbo al aeropuerto.

Una mujer estaba saliendo del restaurante, contoneándose sobre sus altos tacones, resaltada su alta y elegante figura por una chaqueta entallada color azul marino y una ajustada falda hasta las rodillas. Un pañuelo de seda azul celeste ondeaba a su espalda a cada paso, adornado el largo y elegante cuello con un doble collar de diminutas perlas de cristal del mismo color. Largos y ondulantes mechones rubios enmarcaban un rostro preciso, perfectamente maquillado. La hija de Stavros. Rosalie Jones.

La sorpresa y el estupor lo dejaron sin habla. Porque en ese momento, mientras aquella mujer se dirigía hacia él, solo existía una palabra capaz de describirla: impresionante.

La recorrió con la mirada, reparando en cada detalle. Ya había visto algo de aquella belleza la noche anterior, pero ahora…con aquella ropa, exquisitamente maquillada, con aquel peinado fabuloso, aquellas largas y bien torneadas piernas estilizadas por los altos tacones… constituía una auténtica revelación. Una revelación despampanante.

En lo más profundo de su ser, volvió a experimentar la punzada que le había asaltado la noche anterior cuando la vio en bata. Solo que, esa vez, con una mayor intensidad… Porque esa vez, a la vista de aquella belleza, no tenía la menor oportunidad de sofocarla. O, mejor dicho, no quería hacerlo. Lo que quería era disfrutar del puro y crudo masculino placer de contemplarla, de admirarla. Porque de todos los hombres presentes en aquel momento en el vestíbulo del hotel, era él hacia quien se dirigía…

Una sensación de lo más agradable.

–¿Qué? –se detuvo frente a él–. ¿Nos vamos ya?

Xandros dio un respingo, consciente de que todavía la estaba mirando alelado.

–Al aeropuerto –le recordó ella–. Ya pasé por recepción antes de la comida. El conserje me guardará mi vieja maleta. Será mejor que recoja las nuevas.

Se dirigió al mostrador, y Xandros se detuvo por un momento a admirar la vista de su trasero. Un trasero deliciosamente redondeado… No dejó de mirarlo mientras abandonaban el hotel, hasta que subió al coche. Una vez sentados, le comentó:

–Veo que fuiste de compras.

Ella se volvió hacia él, en medio de una vaharada de perfume caro.

–¡Oh, sí! ¡Fue fantástico!

Al igual que la noche anterior, una irrefrenable sonrisa iluminó su rostro. Y, de la misma forma, Xandros volvió a quedarse sin aliento.

–La asistente personal se mostró muy eficaz. ¡Sabía perfectamente lo que me quedaba mejor y me ahorró muchísimo tiempo! –parecía entusiasmada.

Xandros se dio el gusto de recorrerla de nuevo con la mirada.

–Estás pero que muy bien.

–Quiero presentar el mejor aspecto para mi padre. Quiero que se sienta orgulloso de mí. Que se alegre de haber descubierto que existo después de tantos años de ignorancia. Ojalá mi pobre madre hubiese vivido para ver esto. ¡Qué feliz se habría sentido!

Xandros mantuvo una actitud indiferente, reflexionando sobre sus palabras. Le dolía que estuviera tan equivocada sobre el ser tan cruel e inhumano que la había engendrado. Y le dolía también enterarse de lo muy dura que había sido su vida.

–¡Pobre mamá! –continuó ella, triste–. Apenas había conocido a mi padre cuando él tuvo que marcharse. No consiguió localizarlo nunca, y por eso él nunca supo de mi existencia –se mordió el labio, aferrando con fuerza el asa de su elegante bolso de marca–. Y pensar que terminó triunfando en la vida sin que supiera nada de nosotras hasta ahora… La salud de mi madre nunca fue buena y tuvimos que sobrevivir de pensiones de invalidez porque nunca más se sintió con fuerzas para trabajar, y yo tuve que cuidar de ella durante todo el tiempo. Fue duro. Muy duro…

Xandros la miraba enternecido a la vez que indignado por dentro.

–Quiero decir que yo tampoco pude conseguir un trabajo decente, ni tampoco una educación universitaria, debido a que tenía que cuidarla –continuó ella–. Por eso tengo que hacer lo que hago ahora. Vivo gastando lo menos posible, ahorrando hasta el último céntimo. Empecé a hacer un curso on line para formarme… ¡Pero ahora todo ha cambiado! ¡Ahora todo va a ser maravilloso!