E-Pack HQN Brenda Novak 4 julio 2022 - Brenda Novak - E-Book

E-Pack HQN Brenda Novak 4 julio 2022 E-Book

Brenda Novak

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Beschreibung

Una mujer a la que amar Adelaide Davies había regresado a Whiskey Creek, un lugar que en otro tiempo consideró su hogar. Volvía para cuidar de su anciana abuela y para ayudarla en su restaurante. Pero Adelaida no era feliz en el pueblo. Allí vivía demasiada gente a la que preferiría evitar, gente que había estado envuelta en la terrible noche de junio que había vivido quince años atrás. Vuelve a quererme En Whiskey Creek todo el mundo recordaba a Sophia DeBussi como a una adolescente mezquina. Especialmente Ted Dixon, cuyo amor ella despreció una vez. Vuelve a casa conmigo Cuando Presley regresó a Whiskey Creek con su hijo, tras dos años de ausencia, su vida había cambiado por completo. Había conseguido reconciliarse con el pasado y superar una conducta conflictiva, producto de una infancia difícil. Por fin pudo regresar a aquel pequeño pueblo que era lo más cercano a un hogar que había conocido nunca.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack HQN Brenda Novak, n.º 312 - julio 2022

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-225-4

Índice

 

Créditos

Índice

Una mujer a la que amar

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Vuelve a quererme

Dedicatoria

Reparto de personajes de Whiskey Creek

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Si te ha gustado este libro…

Vuelve a casa conmigo

Los editores

Dedicatoria

Reparto de personajes de Whiskey Creek

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

A Anna,

 

Realmente disfruto trabajando contigo.

Gracias por ser tan fiable, responsable y colaboradora. Tú me has ayudado a hacer de mi subasta anual on line para la investigación sobre la diabetes un acontecimiento fabuloso.

Te considero una buena amiga y una gran bendición.

Capítulo 1

 

El pasado nunca muere. Ni siquiera pasa

William Faulkner

 

 

No había manera de que pudiera llegar hasta ella, no con las manos desnudas. Y Noah Rackham no tenía otra cosa: solo su bicicleta de montaña, que yacía en el suelo a pocos pasos de distancia. En el maletín de debajo del sillín guardaba una cámara de repuesto, la pequeña herramienta de plástico que le facilitaba el cambio de rueda y un poco de grasa para la cadena, pero ni cuerda ni linterna. No habría guardado esas cosas ni aunque hubiera dispuesto de sitio. Por una vez, había salido a dar un paseo rápido antes de la puesta de sol y no había planeado demorarse más que un par de horas. Además, ya nadie se acercaba a la vieja mina. No desde que su hermano gemelo había muerto en una de sus galerías quince años atrás, justo después de que se graduara en el instituto.

–¿Hola? –arrodillándose al pie del hueco donde alguien había arrancado las tablas que protegían aquella entrada secundaria, llamó a la voz que se escuchaba abajo, en el vacío.

Escuchó su propio eco, seguido del firme goteo del agua, pero eso fue todo. ¿Por qué no respondía la mujer? Unos pocos segundos antes, había gritado pidiendo ayuda. Esa era la razón por la que se había detenido y se había acercado a investigar.

–Hey, ¿sigues ahí?

–¡Sí, estoy aquí!

Gracias a Dios que había respondido.

–Dime cómo te llamas.

–A-Adelaide… Pero mis amigos me llaman Addy. ¿Por qué?

–Quiero saber con quién estoy hablando. ¿Puedes decirme lo que sucedió?

–Solo sácame de aquí. ¡Por favor! ¡Y date prisa!

–Lo haré. Relájate ¿quieres, Addy? Ya se me ocurrirá algo.

Maldiciendo por lo bajo, se sentó sobre los talones. Delante de él, la pista que se juntaba con el sendero por el que había estado circulando desaparecía detrás de una curva cerrada. A su izquierda estaba la montaña, y a su derecha los rápidos del río, a unos treinta metros más abajo. A su espalda él veía el mismo escenario. Árboles. Maleza espesa, incluida una abundancia de robles. Tierra húmeda. Restos de la mina. Y el cielo cada vez más oscuro. No había nadie más, lo cual no era nada extraño. Muchos ciclistas y senderistas utilizaban aquel sendero, pero por lo general en los meses más cálidos, y nunca después de la puesta de sol. Las colinas de Sierra Nevada, y el pueblo de la era de la fiebre del oro en el que había crecido, estaban húmedos y helados a esas alturas de mediados de octubre.

¿Debería volver sobre sus pasos hasta la entrada principal de la mina? ¿Intentar meterse en ella como en los viejos tiempos?

Había pasado por delante de la entrada de la mina. Alguien había levantado una oxidada valla para evitar que los niños se colaran dentro. Noah no habría podido entrar por allí, no sin utilizar un corta alambres o al menos la cuña de un martillo. La entrada y aquel hueco ni siquiera podían estar conectados. Era muy probable que no fuera así, ya que en ese caso quienquiera que se hubiera quedado atrapado allí habría podido salir por la entrada… eso en el caso de que hubiera sido capaz de moverse.

Se montó en la bicicleta y se acercó hasta allí para echar un vistazo. Evidentemente la valla, con su correspondiente cartel de peligro, estaba clavada a la roca de la entrada. No podía cortarla; no tenía las herramientas adecuadas, ni nada que pudiera sustituirlas. El único objeto extraño en la zona era el ramo de flores que se marchitaba en el barro. Noah supuso que Shania Carpenter, la novia de Cody, lo habría dejado allí. Probablemente había subido a la mina para conmemorar el aniversario de cuando había empezado a salir con Cody, o la primera vez que habían hecho el amor, o… o lo que fuera. Se había casado, se había divorciado y había tenido un hijo, por ese orden, pero nunca había llegado a recuperarse de la muerte de Cody.

Como tampoco lo había hecho Noah. Tenía la sensación de que una parte de él había muerto aquella noche.

Y en ese momento la vida de otra persona podía acabar de la misma manera.

Convencido de que la entrada de la mina no era la solución a su problema, volvió al hueco. Ni siquiera habría reparado en aquella otra entrada de no haber sido por el grito de ayuda que escuchó. Las tablas que alguien había arrancado haciendo palanca estaban tan cubiertas de musgo que se confundían con el entorno.

–No voy a ser capaz de sacarte de ahí –gritó–. ¿Ves alguna otra salida? ¿Algún túnel que a lo mejor no está tapiado?

Teniendo en cuenta lo que le había sucedido a su hermano, se preguntó si sería seguro que se moviera.

–No. Yo… ¡lo he probado todo!

La histeria que destilaban aquellas palabras lo preocupó.

–Está bien. Escucha. Sé que estás… asustada, pero intenta permanecer tranquila. ¿Estás herida?

–No lo sé.

Parecía como si no tuviera aire suficiente para respirar normalmente, pero Noah no podía saber si eso se debía al miedo, al cansancio o a las heridas.

–Ayúdame, por favor.

Quería ayudarla; el problema era que no sabía cómo. El hueco era demasiado profundo para que pudiera bajar hasta ella sin cuerda. Pero si se marchaba para reunir a un equipo de rescate, no estaba seguro de que ella siguiera viva para cuando volviera. Intentar traer a otros le llevaría demasiado tiempo. Allí no había espacio para que aterrizara un helicóptero. Y tampoco sería fácil que subiera una ambulancia. Un jeep o una camioneta todoterreno podrían conseguirlo, pero aun así sería peligroso de noche. Las inundaciones de unos años atrás habían arrasado trechos del antiguo camino.

Pero si se quedaba, no tardaría en irse la luz y no tenía linterna. Aunque se las arreglara para izar a la mujer, ¿cómo cargaría con ella en plena noche?

–¿Puedes andar? –gritó.

Hubo un ligero retraso en su respuesta.

–¿Cuánto de lejos?

–Me preguntaba si tenías movilidad, para poder calibrar la situación.

–Yo… tengo movilidad.

Eso ya significaba algo. Significaba que no estaba tan malherida, así que podía sentarla en su bicicleta mientras él corría a su lado. Eso si podía llegar hasta ella.

Estaba seguro de que tenía una linterna y cuerda suficiente en la camioneta. Podría incluso llevarle comida o alguna que otra cosa que fuera de utilidad. Un suéter le haría entrar en calor, al menos. Podría usarlo él, si ella no lo necesitaba. Había hecho un día bueno, razón por la cual se había puesto sus culotes de malla fina y la camiseta, pero la temperatura estaba bajando por momentos.

–Aguanta –gritó–. Tengo que ir un momento a mi camioneta, pero volveré. Te lo prometo.

–¡No me dejes sola!

El pánico había animado aquellas palabras.

–Volveré –repitió.

La tensión le apretaba el estómago mientras ignoraba sus palabras y metía los pies en los pedales. El terreno irregular, las rocas y las raíces, desafíos que tanto solían gustarle, se convirtieron de repente en incómodos obstáculos que le hacían temblar pese a los caros amortiguadores de la bicicleta. Estaba corriendo a una velocidad que nunca había alcanzado, sobre todo en aquel trecho en particular, que requería de tanta técnica, pero no tenía otra elección. Si no lo conseguía…

No quería ni pensar en lo que podría suceder si no lo conseguía. Había visto la cabeza aplastada de su hermano. Como familia, habían tomado la decisión de no presentarlo en un ataúd abierto.

Saltaban los guijarros, expulsados por las ruedas de la bicicleta en los tramos de grava. Esperando arañar unos minutos, saltó un empinado terraplén con el que solo se atrevía cuando buscaba un máximo de dificultad.

Lo consiguió y aterrizó al otro lado sin sufrir percance alguno. Para cuando el sendero se allanó, le ardían los pulmones y le temblaban los cuádriceps, aunque sabía que eso tenía más que ver con el miedo que con el ejercicio físico. Era el propietario de Crank It Up, la tienda de bicicletas de Whiskey Creek, y competía como profesional. Gracias a interminables horas de entrenamiento, su cuerpo podía soportar esos esfuerzos. Eran los recuerdos del día en que se enteró de la muerte de su hermano y la aterrorizada voz de Addy lo que se lo estaba poniendo tan difícil.

Dado que la vida de Addy dependía de su rendimiento, se obligó a forzarse al máximo, pero la luz se estaba yendo con mayor rapidez de lo esperado. ¿Y si no podía ver lo suficiente a la vuelta? Teniendo en cuenta lo estrecho que era el sendero en algunos tramos y el escarpado cortante de uno de sus lados, su rueda podía tropezar con una roca o un surco del endurecido suelo, derribándolo y arrojándolo al río helado, un accidente al que casi seguro no sobreviviría. La pista, aunque mucho más ancha, le habría llevado el doble de tiempo.

«No te caerás». Conocía demasiado bien aquel sendero. Era en aquel lugar donde se sentía más cerca de su hermano, y no porque Cody hubiera muerto allí. Habían empezado a hacer bicicleta de montaña a los trece años, y por aquel entonces solían explorar constantemente aquellas montañas. Fue así, de hecho, como encontraron la mina. Y fue Cody quien la convirtió en un lugar muy popular durante las últimas semanas del instituto. Los chicos y chicas podían llevarse alcohol y besuquearse sin que los viera nadie ni les molestara la policía, así que el núcleo principal del equipo de béisbol había montado fiestas que ocasionalmente se habían salido de madre. Para el final, Noah había dejado de ir. No le había gustado ver a su hermano esnifar cocaína, como tampoco su manera de comportarse cuando estaba colocado. Noah había temido también que Cody dejara embarazada a Shania antes de que tuvieran oportunidad de terminar los estudios, entre otras cosas porque no había querido irse a la Universidad de San Diego State sin él. Desde que nacieron, lo habían hecho casi todo juntos.

Le había mencionado esos riesgos a Cody muchas veces, pero tantas advertencias no habían servido de nada. Aunque Shania no había estado en la fiesta, ya que sus padres la habían mandado a Europa cuando recibió su diploma, su hermano se había trastornado un poco aquella noche con tanto alcohol y tanta droga, lo cual había terminado por costarle la vida. Por lo que Noah había oído, la fiesta que Cody había organizado la noche de su graduación había sido de lo más salvaje.

Quizá si su hermano hubiera tenido un poco de cabeza, habría vuelto sano y salvo a casa como todos los demás…

Tras unos cuantos giros y vueltas, Noah alcanzó por fin la zona de grava del arcén de la carretera donde había aparcado, y aceleró en la recta.

Sudaba a mares en el instante en que frenó, pese al frío, que apenas notó mientras rebuscaba en su camioneta. Encontró una soga en la caja de herramientas y una sudadera debajo del asiento, junto con una linterna y una reserva de pilas. Transportaba ya toda su provisión de agua en una mochila anatómica a la espalda. Desgraciadamente se había bebido ya la mayor parte, pero encontró un equipo de primeros auxilios en su nevera, lo cual fue un pequeño consuelo.

Tenía lo que necesitaba, pero en caso de que las cosas no salieran bien, quería llamar pidiendo ayuda para poder tener un equipo de rescate esperando.

Había escondido el móvil debajo de la esterilla del coche para que no estuviera a la vista. Varios meses atrás había habido una oleada de robos en vehículos, cortesía de un grupo de adolescentes que fumaban droga y se pasaban todo el verano en el río. «Ratas de río,», solían llamarles.

Recogió el móvil y revisó que estuviera operativo. La cobertura era muy desigual en aquellas montañas. Pero el problema no fue conseguir señal. La batería estaba descargada.

–¡Mierda! –Noah no era una de aquellas personas que se mantenían con el teléfono pegado a la oreja las veinticuatro horas al día.

Miró la carretera arriba y abajo, esperando a que apareciera algún vehículo, pero al cabos de unos segundos se dio cuenta de que carecía de sentido quedarse allí. ¿Debería conducir hasta Jackson, que estaba más cerca que Whiskey Creek, o bien regresar a por la mujer tal como originalmente había pretendido?

Ir a Jackson le llevaría demasiado tiempo. Le había prometido que no tardaría mucho y, por alguna razón, le parecía importante guardar aquella promesa.

Se echó la cuerda al cuello, se ató la sudadera a la cintura y arrojó a un lado la cámara de recambio y las demás cosas que llevaba en el maletín de debajo del sillín. Necesitaba espacio para guardar las pilas y el contenido del equipo de primeros auxilios. Sujetó luego la linterna al manillar y partió a toda velocidad.

Tenía que llegar a la mina antes de que oscureciera del todo. De lo contrario, se vería obligado a tomar la carretera o a viajar todavía más lentamente por el sendero, y temía que quienquiera que se hubiese quedado atrapado en el hueco no pudiera sobrevivir a tanto retraso.

Capítulo 2

 

Adelaide Davies miraba fijamente el agujero que se abría encima de ella, la única cosa que podía ver en aquel espacio tan oscuro. ¿Volvería la persona que la había encontrado?

No parecía tener muchas esperanzas. No tenía manera de calcular el tiempo, pero tenía la sensación de que había pasado una hora o así desde que él le prometió ayuda.

Quizá fuera la misma persona que la había arrojado allí y había vuelto para asegurarse de que no sobreviviría. Quizá supiera que ella era culpable de algo todavía peor que lo que había hecho él, y pensara que se merecía ese final…

«¡No!», exclamó para sus adentros. «Nadie conoce la verdad. Solo yo». Tenía que sofocar el miedo que la atenazaba, o no sobreviviría emocionalmente, aunque lo hiciera físicamente. Habían transcurrido quince años desde la última vez que había estado dentro de aquella mina. De hecho, solo había estado allí una vez antes: para asistir a una fiesta de graduación de instituto cuando era alumna de segundo año.

Todo le había parecido tan excitante, tan maravilloso cuando la invitaron… Pero aquella fiesta la había cambiado para siempre. Nunca más volvería a ser la misma tímida pero feliz muchacha que había sido antes. Y, al contrario que tantas otras víctimas, sabía exactamente a quién culpar. Habían sido cinco. Cinco de los atletas más populares del pueblo, todos de clase acomodada.

Los recuerdos de aquella noche le daban náuseas. Habría acudido a la policía, habría intentado que fueran procesados como se merecían. Pero no podía, por muchas razones.

Estaba haciendo demasiado frío. Tenía que hacer algo o moriría congelada en aquel oscuro y húmero agujero. Después de miles de intentos de escalar o de excavar una salida, apenas podía moverse. Le ardían las muñecas de las heridas que se había hecho tirando de la cuerda que le había inmovilizado las manos. Todo un lado de su cuerpo estaba dolorido de la caída. Pero tenía que chillar, al menos. No podía dejar que el desánimo, la tristeza, los recuerdos ganaran la partida.

–¿Hola? ¿Puede ayudarme alguien? ¿Por favor? Estoy en la mina.

No hubo respuesta; llamar era inútil. El tipo con el que había hablado antes había desaparecido.

Con la garganta demasiado lacerada para seguir gritando, se incorporó e hizo un nuevo intento por escalar. Tenía que salvarse antes de que todo se volviera aún más oscuro. No funcionó. Las paredes eran irregulares y demasiado empinadas, y se llenó las manos de astillas cuando intentó apoyarse en el montón de vigas rotas y caídas.

«¿Y ahora qué hago?», se preguntó. La persona que la había arrojado allí abajo solo la había golpeado lo suficiente para asegurarse de que hiciera lo que quería. No la había violado. Pero en cuanto bajaba la guardia o se distraía demasiado, los recuerdos de lo que había sucedido, la noche de la fiesta, la anegaban en olas cada vez más altas como una marea. Así hasta que su mente se saturaba de pasado y no se sentía ya muy distinta de la aterrada muchacha que había sido a los dieciséis años.

Era el olor, decidió. El olor conjuraba aquella noche tan vívidamente como si acabara de vivirla.

«Dieciséis añitos y todavía no la ha besado nadie», le había susurrado uno de ellos al oído.

Abrazándose, empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás. Temblaba tan rápido que podía oír el castañeteo de sus dientes, pero era incapaz de evitarlo. ¿Estaría en estado de shock?

¿Pensaría acaso en el shock si lo estuviera?

Fuera como fuese, tenía un ojo morado. Había poca duda sobre ello. Le latía la cara allí donde había sido golpeada, con fuerza, por el puño de un hombre. Se había roto un par de uñas intentando esquivar los golpes. Sabía que le sangraban los dedos. Los intentos de excavar la tierra con los dedos para encontrar apoyos para las manos y los pies, o de hallar grietas que pudieran conducir a una salida, habían agravado las heridas. Los arañazos que se había hecho en los brazos y piernas, consecuencia de sus numerosas caídas, también debían de estar sangrando, pero no podía verlos. Ya no. La luz que se filtraba por el hueco prácticamente había desaparecido.

¿Tendría que pasar otra noche en aquel lugar?

Esa perspectiva, sumada al frío, a las ratas y al miedo de que el agujero se anegara, hizo que se meciera con mayor rapidez, hacia adelante y hacia atrás. Le dolía moverse, pero tenía que concentrarse en algo o se volvería loca.

–Tú… tú eres fuerte. Tú eres… ca-capaz. Tú puedes superar esto –aquella clase de monólogos habían sostenido su determinación durante las largas horas que había soportado allí hasta el momento… unas diecisiete, si su cálculo era acertado. Debían de haber sido al menos las tres de la madrugada cuando la sacaron de la cama…

No lo sabía con seguridad. Solo sabía que después de haber estado dos días y medio en «casa» para cuidar de su abuela, un hombre la había despertado para susurrarle que «apuñalaría a la anciana» si chillaba o intentaba escapar, y ya no había tenido necesidad de decir nada más. Habría hecho cualquier cosa con tal de proteger a su abuela Milly, incluso revivir la pesadilla de quince años atrás. Pero aquel tipo simplemente le había soltado la lacónica amenaza de que la mataría si le contaba a alguien lo de la fiesta de graduación… y luego la había arrojado al agujero de la mina.

Era un milagro que no se hubiera herido de gravedad. El desmoronamiento que se había producido tras la muerte de Cody había derribado la mayoría de las vigas de apoyo, tapando así las grietas más hondas. De no haber sido así, habría podido caer mucho más profundo.

–Hey, ¿sigues ahí abajo?

El corazón se le inflamó de esperanza. ¡El hombre que había oído antes había vuelto!

–¡Estoy aquí! –gritó–. ¿Pu–puedes ayudarme? Tienes que a–ayudarme. No quiero pasarme otra noche aquí.

–¿Otra noche? Dios, ¿pero qué te ha pasado? –le preguntó, aunque por su tono parecía ocupado y no esperaba precisamente una respuesta. Probablemente volvería a preguntarle al respecto más adelante. Por el momento, parecía concentrado en la tarea que tenía entre manos.

Cerrando los ojos, Adelaide echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas que había estado conteniendo rodaran por sus mejillas. Había superado otra experiencia traumática. Los chicos de Whiskey Creek todavía no habían conseguido romperla. Había sobrevivido. Una vez más.

–Tengo una cuerda. ¿Tendrás fuerza suficiente para agarrarte a ella mientras yo te izo?

Si lo intentaba, se caería. No solo estaba magullada y dolorida, sino que apenas había dormido tres horas antes de que la secuestraran. Vestida todavía con la camiseta y la braga con que se había acostado, temblaba violentamente. Y no había comido ni bebido nada en todo un día.

Quería ser valiente, decirle que podría hacer lo que fuera con tal de salir de allí, pero se sentía tan desvalida como un bebé. Había gastado todas sus fuerzas en resistirse al pánico y a la desesperación. Y ahora que había llegado alguien, ahora que tenía ayuda, la adrenalina que la había mantenido en pie se había agotado.

–No… No lo creo –admitió.

–No llores –le dijo él–. No volveré a abandonarte. Me quedaré aquí toda la noche si es necesario, ¿de acuerdo, Addy?

No había sido consciente de que estuviera tan sensible. Deseaba poder plantar buena cara a la adversidad, al menos hasta que volviera a casa y pudiera derrumbarse en privado. Pero no le quedaban reservas de ninguna clase.

Afortunadamente, la ternura de aquella voz y el compromiso que traslucían sus palabras hicieron que se sintiera de pronto como si la hubieran echado una cálida manta sobre los hombros.

–Yo… yo–yo te lo agradezco mucho –balbuceó, y lo decía de verdad.

–Voy a hacer un lazo. Lo único que tienes que hacer es meter la cabeza y el cuerpo por él, y sentarte encima. ¿Podrás hacerlo?

Seguía consciente. Tendría que ser capaz de hacer al menos eso.

–Lo intentaré.

Ya estaba del todo oscuro. No podía ver lo que tenía en frente de ella, y mucho menos la cuerda, pero él tenía una linterna con la que iluminaba los alrededores de la cavidad.

–Sí –respondió cuando la cuerda por poco le golpeó la cara.

–Estupendo. Ese es el primer paso. Métete en el lazo. Voy a pasar la cuerda por un tronco de árbol para evitar que caigas si pierdo pie. Luego empezaré a izarte.

Él no le había preguntado cuánto pesaba y cuál era su envergadura. Era un hombre, y se suponía que tenía que ser más alto y más grande que ella. Pero no todos los tipos lo eran. Con su uno ochenta y tres, ella era más alta que la mayoría de las mujeres y también más que un buen número de hombres. Aunque siempre había sido delgada, no estaba segura de que aquel hombre fuera lo suficientemente fuerte como para poder izarla.

¿Debía decirle que el trabajo podía ser más difícil de lo esperado y arriesgarse a que, en vez de intentarlo, se marchara en busca de ayuda?

No. No podía esperar ni un segundo más. Quizá la dejara caer en mitad de la ascensión, pero si esa iba a ser su única esperanza de salir de aquel agujero cuanto antes, estaba dispuesta a correr el riesgo.

Tras enjugarse las lágrimas, hizo lo que él le decía.

–Lista.

–Eso es lo que quería oír. ¿Ves? Todo saldrá bien. Lo único que necesito es que mantengas la cuerda debajo de tu trasero. ¿Podrás hacerlo?

No tenía otra elección. No si quería salir de allí.

–Sí.

–Perfecto. Allá vamos.

La cuerda se tensó tanto que se le clavó en los muslos, pero no pasó nada.

El terror se apoderó de ella. ¡La tarea era excesiva para él, tal como había temido! Reprimió un gimoteo, preparándose para el momento en que él admitiera su derrota. Pero entonces empezó a tirar de ella, centímetro a centímetro.

Permanecer suspendida en el aire, completamente dependiente de un desconocido al que ni siquiera podía ver, resultó aterrador. Pero el hombre estaba intentando ayudarla, y eso era mejor que estar sola en la mina. Cualquier cosa era mejor que estar sola.

Cuando al fin alcanzó la abertura, no pudo ver mucho más que lo que había visto dentro del agujero, pero el contacto del aire frío le confirmó que estaba fuera.

«Estoy libre». Ahogó un sollozo. No tenía fuerzas para arrastrarse fuera del agujero, pero él la agarró de los brazos y tiró por última vez de ella antes de dejarse caer en el suelo, a su lado.

–Ya… está –dijo él, como si los problemas de Addy se hubieran acabado.

De alguna forma, aquella mina seguía manteniéndola cautiva. Y mucho se temía que eso siempre fuera a ser cierto.

Despreocupada del polvo y de la grava, rodó hasta quedar boca arriba, contemplando el cielo estrellado.

–Gracias.

A su lado, él se incorporó. Podía oír sus movimientos pero lo único que distinguía era su oscura figura.

–Menos mal que oí tus gritos. ¿Estás muy herida?

Hacía frío, más que dentro de la mina, gracias al viento, pero no le importaba.

–Yo no-no estoy segura.

–¿Tienes algo roto?

Aliviada de que le estuviera dando la oportunidad de recuperarse antes de enfocarle la cara con aquella linterna, se protegió los ojos con el brazo en caso de que lo hiciera sin que ella estuviera preparada.

–No lo creo. Solo estoy… asustada y dolorida.

Volvió a escuchar la voz: «cuéntale a alguien lo de la graduación y te mataré. Y apuñalaré también a la anciana, ¿me entiendes? Nadie quiere oírlo. Lo pasado es pasado. Y en caso de que no te hayas enterado por haber estado fuera tanto tiempo, el padre de Cody es ahora alcalde. Ir a la policía no te servirá de nada. Considera esto como un pequeño… aviso».

¿Cuánto se atrevería a contarle sin meterse en problemas? No podía decirle que se había caído en la mina y esperar que la creyera. Una vez que él pudiera ver con claridad, descubriría que estaba en ropa interior y que tenía un ojo casi cerrado de lo morado que estaba. Las marcas de la cuerda en las manos le darían también que sospechar.

Pero no podía ser sincera, o el hombre que había hecho aquello podría pensar que se estaba yendo de la lengua, que era precisamente lo que temía.

–Yo, er… soy sonámbula –era una evidente mentira, que probablemente podría ser interpretada como una negativa a responder, pero esa parecía ser su única opción.

–¿Tú… eres sonámbula?

Cuando levantó la linterna, intentó taparse. Su conjunto de top ceñido y braga de Victoria’s Secret era de lo más exiguo, pero era muy poco lo que a esas alturas podía hacer con su ropa interior.

Afortunadamente, él no pareció concentrarse en su estado de desnudez. Estaba demasiado sorprendido por el estado de su rostro. Sabía que eran sus heridas lo que habían llamado su atención cuando la tomó de la barbilla para mirarla con mayor detenimiento.

–Y un cuerno sonámbula.

–Yo, er… me golpeé la cara cuando me caí.

–Ya –el sarcasmo con que pronunció la palabra indicaba que no se lo creía en absoluto–. ¿Por qué me mientes, Addy? Tú conoces a la persona que te hizo esto, ¿verdad?

No de la manera que él pensaba…

–¿Fue tu marido, tu novio o tu… amante?

–No. No estoy ca-casada –y menos mal. Lo había estado una vez, por un periodo de tiempo tan breve que ni siquiera merecía la pena mencionarlo. Decir «sí quiero» a Clyde Kingsdale había sido un error desde el principio. Afortunadamente, ella se había dado cuenta casi inmediatamente.

–Tienes que estar protegiendo a alguien –dijo él–. No necesitas contármelo a mí. Pero espero que se lo cuentes a la policía.

Incapaz de soportar el deslumbramiento de su linterna, giró la cabeza.

–No hay razón para meter en esto a la policía. Solo… solo fue un estúpido error por mi parte.

No volvió a enfocarla. Dejó la linterna a su lado para ayudarla a ponerse la sudadera que había traído. La fina franela la abrigó, pero no lo suficiente como para que dejara de temblar.

–¿Dónde vives?

–En Whiskey Creek. Por el momento –añadió porque aún no había asumido el hecho de que, dependiendo de si convencía a su abuela o no, podría necesitar quedarse más tiempo de los pocos meses que había previsto.

–¡Hey! Yo también soy de Whiskey Creek –dijo él con evidente sorpresa–. ¿Cómo te apellidas?

–Davies.

–¿Nos conocemos?

¿Cómo podía saberlo? Lo único que había visto de él era su figura oscura, borrosa. Era alto y musculoso. Fuerte, porque en caso contrario no habría podido izarla a pulso. Pero eso era todo lo que sabía. Ni siquiera podía ver el color de su cabello.

–Quizá –repuso ella–. ¿Quién eres? –eran bastantes las posibilidades de que reconociera su nombre. Gran era la propietaria de Just Like Mom’s, uno de los restaurantes más populares de la zona, y ella solía ayudarla con el local.

Había previsto algún grado de familiaridad, pero oír su nombre fue un verdadero shock.

–Noah Rackham.

No dijo nada, no podía decir nada. Se sintió como si él acabara de descargarle un puñetazo en el estómago.

–Mi padre tenía un negocio de tractores y alquiler de vehículos a pocos kilómetros del pueblo –le explicó él.

La descarga de adrenalina fresca le permitió levantarse, pese al dolor que el movimiento causó en su lastimado y magullado cuerpo.

–¿El hermano de Cody? –sintió el impulso de arrancarse la sudadera que él le había dado.

Noah también se levantó.

–Eso es. ¿Le conociste?

Parecía complacido, ilusionado. Ella habría podido echarse a reír, solo que temía acabar en una celda acolchada si empezaba a hacerlo. De toda la gente que podía haber pasado por allí para ofrecerle su ayuda, tenía que haberse topado con el hermano gemelo de Cody. No podía imaginarse mayor ironía.

–¿Eras amiga de Cody? –le preguntó él, intentando interpretar su reacción.

Se alegraba de no poder verle el rostro. Habría sido como encontrarse con un fantasma, sobre todo allí, en la mina.

–En realidad, no –respondió–. Yo estaba algunos cursos más atrasada que vosotros en el instituto, pero… lo recuerdo.

Nunca había podido olvidarlo, pero no porque hubieran sido amigos. Cody no solo la había violado, sino que había convencido a sus compañeros del equipo de béisbol para que se sumaran a la diversión. Y, cuando él regresó después de que los otros se hubieran marchado, ella hizo todo lo necesario para salvarse.

Capítulo 3

 

Noah no sabía cómo interpretar la actitud de Addy. Aunque ella decía que habían ido al mismo instituto, no se acordaba de ella. Tampoco la reconocía por haberla visto por el pueblo. Por supuesto, aquello podía deberse al estado en el que se encontraba su rostro. Alguien se lo había dejado irreconocible.

Mientras conducía con el acompañamiento de una emisora de rock clásico, ella iba a su lado, todo lo encogida que podía estarlo una mujer de su altura, protegida por el cinturón de seguridad y apoyada contra la puerta de pasajeros. Noah le había dicho ya en tres ocasiones que podía tumbarse en el asiento, convencido de que así habría estado mucho más cómoda. Pero ella se comportaba como si temiera acercarse excesivamente a él. Cada vez que la tocaba se tensaba, lo que no le había facilitado precisamente la tarea de sacarla de la carretera y ayudarla a subir a la camioneta. Todo aquel proceso había tardado un par de horas.

–¿A qué hospital vamos? –le preguntó Noah.

Addy alzó la cabeza.

–¿Perdón?

Noah desvió la mirada de los faros que se acercaban a ellos desde el otro carril.

–¿A qué hospital quieres que te lleve? Tengo un botiquín de primeros auxilios, pero con eso no vamos a tener suficiente.

–No voy a ir al hospital.

–¡Pero estás herida! Y tiemblas como si estuviéramos a diez grados bajo cero aquí dentro.

También él se había quedado frío, pero gracias al calor de la calefacción del coche, en aquel momento estaba muerto de calor.

–De verdad que creo que debería verte un médico.

–Gran idea, ¿y qué les voy a contar?

Su tono dejaba claro que era una pregunta retórica, pero Noah la contestó de todas formas.

–¿Qué tal si les cuentas la verdad?

Addy apoyó la cabeza contra la puerta.

–No, gracias, me recuperaré.

–No te estás haciendo ningún bien a ti misma y lo sabes. Si vuelves con el canalla que te ha dejado así, es posible que vuelva a hacerlo otra vez. Y, a lo mejor, la próxima vez no habrá nadie cerca que pueda ayudarte.

Ella había tenido suerte de que la oyera. ¿Qué habría pasado si no hubiera salido a montar en bicicleta aquel día? O si hubiera elegido un lugar diferente para hacerlo. Solo cuando se sentía particularmente nostálgico o echaba mucho de menos a Cody, recorría el que había sido el camino favorito de los dos hermanos.

–Precisamente lo que espero evitar es que se repita un incidente como este.

Noah bajó el volumen de la radio, donde sonaba We Will RockYou, de Queen.

–¿Qué quieres decir? ¿Crees que irá a buscarte si le denuncias?

Addy alzó la mano.

–Mira, te agradezco tu ayuda, pero… ¿Y si lo dejamos en paz?

–Tienes que dejar constancia de tus lesiones. Si cambias de opinión, podrás hacer un informe más adelante y así tendrás pruebas para documentar lo ocurrido.

–No pienso hacerlo, pero gracias –musitó ella.

–Si decides poner una denuncia, necesitarás fotografías.

–No voy a denunciar.

Evidentemente, estaba encubriendo a alguien. Ninguna mujer terminaba abandonada en el fondo de una mina, en ropa interior y en mitad de la noche, sin que alguien la ayudara a ello.

–Me gustaría que te viera un médico.

–Si es necesario, ya iré más adelante.

–¿Y por qué no ahora, cuando es evidente que lo necesitas?

–Si me llevas al hospital, me iré andando. Por favor, llévame a mi casa. O si eso es mucha molestia, déjame en una cabina de teléfono para que pueda llamar a alguien.

–Estaré encantado de llevarte a tu casa, es solo que… –¿tenía derecho a seguir presionando? No. Ni siquiera conocía a aquella mujer–. No importa. Haz lo que quieras.

Aquella mujer no era su problema. Pero la verdad era que, por mucho que se lo dijera, la situación no le parecía más fácil. Y odiaba ver que quienquiera que la había atacado iba a irse de rositas.

–Gracias.

Lo había dicho tan bajo que Noah apenas había podido oír su respuesta. Pero se había ablandado o, por lo menos, eso parecía, y él estuvo tentado de continuar insistiendo.

–¿Dónde está tu casa? –preguntó en cambio, resistiendo aquel impulso.

Addy había cerrado los ojos. Noah podía ver su perfil gracias a las luces del salpicadero y pensó que si no fuera por la hinchazón del rostro y los moratones, sería una mujer guapa. Y, desde luego, tenía unas bonitas piernas.

–Voy a casa de Mildred, en Mulberry Street.

–¿Te alojas en casa de Milly?

La viuda que regentaba Just Like Mom’s era una de las personas que mejor le caían del pueblo. No tenía la menor idea de qué relación podía tener su acompañante con ella. Le había dicho que se apellidaba Davies, pero aquel era un apellido muy corriente, y Milly llevaba tanto tiempo viviendo sola que a Noah no se le había ocurrido establecer ninguna relación entre ambas.

–De momento, sí.

Noah aceleró la camioneta para adelantar a un coche.

–¿Eres pariente de Milly o…?

–Soy su nieta.

La visión de una rubia larguirucha, pecho plano y tupida melena rubia asaltó su mente. Había acudido a todos los partidos de béisbol del instituto. Incluso se había acercado a él en una ocasión, después de que hubiera conseguido un jonrón, y le había felicitado entre tartamudeos.

¿Era posible que la mujer que estaba a su lado fuera aquella tímida adolescente?

Desde luego, había dejado de tener el pecho plano. De eso no cabía duda. Pero continuaba teniendo una melena abundante. Aunque apelmazado y despeinado en aquel momento, era uno de sus mejores rasgos debido a su color rubio intenso y a su importante volumen.

Noah regresó a su carril antes de mirarla de nuevo.

–¿Cuánto tiempo llevas en el pueblo?

Addy mantenía los ojos cerrados. Noah imaginaba que la cabeza le latía como un martillo neumático, pero aun así no se quejaba.

–Desde el sábado.

–Quiero decir… antes de que llegaras el sábado.

–Yo nací en Whiskey Creek.

–Entonces deberíamos conocernos, ¿no?

–No necesariamente.

–Conozco bastante bien a las personas del pueblo, sobre todo a las que tienen aproximadamente mi edad.

–En aquella época estabas demasiado pendiente de tu propia vida.

Había un ligero trasfondo en aquella frase, pero lo suficientemente sutil como para que Noah no pudiera hacer ninguna alusión al mismo. En cualquier caso, no creía que hubiera estado más absorto en su propia vida que cualquier adolescente.

–¿En qué sentido?

–Eso ahora no importa.

–¿Estamos hablando de cuando yo tenía diez, quince o… veinte años? Porque vivir tan pendiente de uno mismo a los veinte años resulta menos halagador, por supuesto.

Un músculo se tensó en la mejilla de Addy. Después suspiró y abrió los ojos, como si estuviera a punto de explicarle todo su pasado para que así la dejara en paz de una vez.

–Hasta que llegué a octavo, pasaba todos los veranos con Milly –hablaba con palabras entrecortadas–. Después, mi madre se fue a Alemania para estar con su… ¿su tercer marido quizá? Y yo me quedé con mi abuela.

Noah pasó por alto el detalle sobre el número de matrimonios de su madre, imaginando que no sería sensato hacer ningún comentario al respecto cuando lo que pretendía era que se relajara.

–¿Se casó con un alemán? ¿Y cómo le conoció? Porque supongo que eso fue antes de que existieran las citas por Internet.

Addy sonrió.

–Sí, por supuesto. Se conocieron a través de una agencia de citas. Es americano. Después de salir durante algún tiempo, se casaron. Después, él aceptó un contrato con el ejército para trabajar como consultor y tuvo que trasladarse a Frankfurt. Mi madre tenía muchas ganas de conocer Europa.

–¿Y por qué no te fuiste a vivir con tu padre?

–Mi padre murió en un accidente de moto antes de que yo naciera.

–Lo siento.

–Estaba participando en una carrera cuando murió. Mis padres no estaban casados y tengo la impresión de que mi padre no habría querido formar parte de mi vida en el caso de que hubiera sobrevivido.

Noah decidió evitar también aquel tema.

–Entonces, ¿en la época a la que te refieres éramos adolescentes? –le sonrió–. Lo que significa que yo no había cumplido todavía los veinte.

Addy no se dio prisa en asegurarle que con su comentario anterior no había pretendido hacerle una crítica. De manera que Noah no pudo evitar preguntarse si no habría sido intencionado.

–Sí –respondió–. Yo estuve viviendo con mi abuela hasta que me gradué en el instituto.

A Noah le resultaba extraño que su madre hubiera renunciado a ella para viajar por Europa, pero no quería profundizar en el que, seguramente, sería un tema delicado para Addy. Tenía más interés en averiguar por qué no se acordaba de ella, y por qué ella se mostraba tan… esquiva. Jamás se había encontrado con una persona tan decidida a guardar las distancias con él desde el primer momento. Cualquiera habría pensado que se había acostado con ella para después no volver a llamarla, pero Noah jamás había hecho nada parecido antes de ir a la universidad. Había sido al intentar enfrentarse al dolor causado por la pérdida de Cody cuando había recurrido a cualquier forma de distracción, y el sexo había sido la mejor de las opciones.

–Lo que quiere decir que coincidimos en el instituto Eureka durante… ¿dos años, quizá?

–La primera vez que me fijé en ti, tú ya estabas haciendo el bachillerato.

Parecía recordarle perfectamente y eso le hizo sentirse ligeramente incómodo. ¿Habría estado enamorada de él? ¿Sería esa la razón por la que parecía mantener las distancias? ¿Había sido víctima de un amor no correspondido? A diferencia de su hermano, él no había mostrado gran interés por las chicas hasta que pasó a la universidad.

–¿Y eso fue en el campo de béisbol?

–No, fue en los pasillos del instituto, pero también te vi muchas veces en el campo. No me perdía uno solo de tus partidos.

De modo que había sido ella la chiquilla que le había saludado en aquella ocasión, de una manera tan incómoda. Y… ¿le había visto jugar? ¿Específicamente a él? Quizá había acertado también con lo del flechazo. La chiquilla que se le había acercado después de lo del jonrón se había puesto colorada desde el momento en que la miró, como arrepentida de haber cedido a su impulso y llamado su atención.

–Entonces eres una fan del béisbol –estuvo a punto de explicarle que se acordaba de haberla visto, pero entonces ella le interrumpió:

–Ya no.

¿Por qué tenía la sensación de que había un matiz personal en aquella respuesta, también? ¿Cómo si le estuviera diciendo que ya no era su fan?

–¿Qué tiene de malo el béisbol? –«¿o yo mismo?», pensó para sus adentros.

–El béisbol se ha convertido en una especie de símbolo para mí.

–Eso es muy misterioso.

Se había tornado fría otra vez, distante.

–Soy una persona misteriosa.

–Así que no piensas decírmelo.

–No tiene importancia.

Pero él sentía curiosidad. Siempre le había encantado el béisbol, y todavía seguía jugando softball en una liga del instituto mixto. Para él, los deportes siempre habían simbolizado un desafío.

–Escucha, si en aquel entonces dije o hice algo que hiriera tus sentimientos, sinceramente no lo recuerdo.

Ella intentó otra sonrisa, pero esa vez no se pareció en nada a la que le lanzó antes, en respuesta a su comentario sobre las citas por Internet.

–Tú no hiciste nada malo –le dijo–. Soy yo. No me encuentro en mi mejor momento.

Podía entender por qué. Tenía que sentirse fatal. Así que le dio un respiro.

–No hay problema.

Condujo durante un buen rato en silencio antes de romperlo de nuevo.

–¿Adónde fuiste después del instituto?

Ella mantenía fija la mirada al frente, en el parabrisas, en lugar de volverse hacia él como habría hecho la mayoría de la gente en una conversación. Su resistencia le dio la impresión de que no le gustaba mirarlo. Estuvo a punto de mirarse en el espejo, para ver lo que el sudor y el barro habían hecho con su cara durante su recorrido en bicicleta.

–A la Academia de Cocina de California, en San Francisco –contestó ella.

–¿Eres chef?

Seguía sin mirarlo.

–Era. Dejé mi trabajo hace una semana.

–¿En la zona de la bahía?

–No, en Davis.

–¿Por qué lo dejaste? ¿Planeabas volver a Whiskey Creek? ¿O estás en el pueblo de visita?

Bajándose en su asiento, flexionó las piernas y las escondió debajo de su camiseta.

–No sé muy bien cuánto tiempo me quedaré. Me vine porque la abuela necesitaba mi ayuda. Se está haciendo mayor y le cuesta moverse. No debería conducir, por ejemplo, y sin embargo me visita una vez al mes.

–¿No sueles venir?

–No he vuelto desde que me gradué.

–¿Por?

–No me gusta volver a los sitios. Pero no quiero que le pongan una ayuda a domicilio. Eso nunca fue lo que yo me imaginé para ella. Y también habrá que tomar alguna decisión con el restaurante.

–Darlene Bigelow lo lleva por ella, y parece que muy bien. ¿No va a continuar?

–Pienso conservar a Darlene el mayor tiempo posible, pero espero que la abuela acceda a vender el restaurante y se vaya a Davies conmigo.

A Noah no le gustó cómo sonaba eso.

–Detestaría ver cómo el restaurante pasa a manos de otra persona –dijo–. Just Like Mom’s es una institución en Whiskey Creek.

Ella se aclaró la garganta.

–Por mucho que desee lo contrario, la abuela no vivirá para siempre.

–Pero tú tienes experiencia en restaurantes. Y necesitas trabajo –sonrió, esperando tentarla para que se tomara su sugerencia en serio, pero ella negó con la cabeza.

–Soy una buena chef. Ya encontraré algo en alguna parte.

–Entonces, teniendo en cuenta que no querías volver al pueblo, fuiste muy generosa al dejar tu trabajo.

–En realidad no fue algo tan altruista –admitió ella–. Mi exmarido iba a hacer de director, así que maté dos pájaros de un tiro.

Noah no tuvo más remedio que ajustar el calor de la calefacción. A esas alturas apenas podía respirar.

–Tu ex, ¿eh? Vaya mala suerte.

Ella se encogió de hombros.

–La suerte no tuvo mucho que ver en ello. Su familia era la propietaria del restaurante. Así fue como nos conocimos. Pero después de nuestro divorcio, él perdió su trabajo, en una empresa de control de plagas, y desde entonces no ha sido capaz de encontrar nada. Ellos se sintieron obligados a ayudarle, por supuesto. Y si yo les hubiera obligado a escoger entre nosotros… bueno, ya te imaginas a quién habrían elegido.

–La sangre es más espesa que el agua.

–Exacto.

–¿Así que… estás divorciada?

–Nuestro matrimonio fue tan corto que ni siquiera tengo esa sensación.

Aquella mujer era un verdadero enigma. Se inclinó hacia delante, esperando que ella le mirara, pero… nada. Era casi como si la repugnara. Quizá oliera mal. Después de tanto ejercicio, era posible.

–¿Consecuencia de alguna noche de borrachera en Las Vegas?

Estaba bromeando y sabía que ella era consciente de ello.

–Por desgracia, ambos estábamos sobrios. Simplemente… la cosa salió mal.

–¿Cómo?

–Pensé que él sería sincero conmigo. Y él pensó que yo soportaría que se viera con otras mujeres.

Noah sabía que no debía preguntar, pero no pudo evitar resistirse.

–¿No será él quien te hizo eso?

–No.

–Entonces no entiendo cómo no me dejas que te lleve al…?

–¿Con quién te casaste al final?

Le había interrumpido porque no quería soportar la presión a la que le estaba sometiendo. Aquella era la primera pregunta de tipo personal que le hacía. Pero él sabía que se trataba de un simple intento para distraerlo.

–Con nadie.

–¿Cómo te ganas la vida?

–Soy ciclista profesional. Corro sobre todo en Europa, en primavera y verano. Ahora que estamos fuera de temporada, me quedo en casa y me ocupo de la tienda de bicis, algo de lo que me alegro. Me harta viajar tanto.

–¿Eres el dueño de Crank It Up?

–¿Has estado allí?

–No, la vi el sábado cuando entré en el pueblo. Compraste el edificio donde estaba la antigua caja de ahorros.

–Eso es.

–¿Y el negocio… va bien?

–Afortunadamente el ciclismo de montaña se ha convertido en un deporte muy popular. Por lo general, el negocio marcha.

–¿Ves a Kevin Colbert?

Detectó en su voz una extraña ronquera que no había escuchado antes, pero no supo a qué atribuirla.

–De cuando en cuando.

–¿Con quién se ha casado?

–Con Audrey Calhoun. Eran ya pareja en el instituto, ¿te acuerdas? Se juntaron en tercero.

–Me acuerdo. ¿Así que siguen en Whiskey Creek?

–Sí. Viven en esa nueva urbanización que no está lejos de la mansión Pullman… donde se celebran las bodas y demás. Él trabaja ahora de profesor de educación física en el Eureka. Es también el entrenador del equipo de rugby.

–No sé por qué, pero no me sorprende.

–Siempre fue un jugador bastante decente.

–¿Niños?

–Tres.

–¿Y Tom Gibby?

Parecía conocer a todos sus antiguos compañeros de equipo.

–Sigue por aquí. Es funcionario de correos. El tío más guapo del instituto terminó convirtiéndose en el marido y padre más devoto de todos, un verdadero hombre de familia. No te lo vas a creer. Se casó con Selena.

–¿La hermana pequeña de Parley Mechem?

No pudo saber si se había quedado sorprendida. Como tampoco podía saber si le caía bien la gente de la que estaban hablando. No daba indicios ni de una cosa ni de la otra.

–Sí. Debía de tener unos doce años cuando estábamos en el instituto.

Ella apoyó la barbilla sobre las rodillas.

–¿Continúan siendo amigas Cheyenne Christensen y Eve Harmon?

–Definitivamente.

Una leve sonrisa curvó sus labios.

–Me habría sorprendido que no lo fueran. Siempre estuvieron muy unidas.

–Excepto Gail, que se trasladó a Los Ángeles, la banda entera sigue reuniéndose.

–¿Te refieres a tu banda? –inquirió ella.

Menos los jugadores de béisbol. Él no solía frecuentar tanto a sus antiguos compañeros de equipo, aunque de cuando en cuando tomaban algo juntos.

–Sí. Veo a Eve, a Cheyenne y a los demás en la cafetería los viernes. Pero… toda esa gente estaba en mi clase, que no en la tuya. ¿Frecuentabas tú a los alumnos mayores? –no recordaba haberla visto en ninguna de las fiestas, bailes u otros encuentros. Aquel momento en el campo de béisbol era el único recuerdo que conservaba de ella.

–A finales de aquel año tuve algunos amigos mayores porque coincidimos en las clases.

–¿Qué clases tenías?

–Clases avanzadas de Economía, Historia Mundial. Química. Lo típico. Hice Cálculo con Cheyenne y con Eve.

Noah soltó un silbido.

–Eso no era normal. ¿Estudiaste Cálculo en segundo año? ¿Clases avanzadas? Debías de ser una empollona. Una empollona tímida –añadió, combinando las dos imágenes que en ese momento tenía de ella.

–Era muy ingenua –reconoció, rotunda.

Habían llegado a Jackson, así que aparcó delante del primer restaurante de comida rápida que pudo encontrar. Ella se había tragado dos barritas energéticas y bebido su agua, pero necesitaba una comida en condiciones.

–¿Qué te apetece?

Addy abrió mucho los ojos como si sus acciones la sorprendieran.

–Nada. Pensé que tú querrías cenar. Puedo esperar.

–No hay razón para ello. Ya estamos aquí, y se nos está haciendo tarde. En Whisky Creek no habrá nada abierto.

Ella desvió la mirada al reloj del salpicadero, que marcaba las once y media.

–La abuela tendrá comida. La verdad es que no me gustaría que me vieran así.

–Estás en una camioneta oscura. Nadie se fijará en ti. Déjame comprarte algo de comer.

Vaciló.

–Vamos. Te ayudará con ese dolor de cabeza.

–¿Cómo sabes que tengo dolor de cabeza?

Esperó a que finalmente le mirara, y esbozó una mueca que habría sugerido a cualquiera que efectivamente tenía dolor de cabeza.

–Está bien –cedió–. Tomaré una hamburguesa. Gracias.

–¿Algo más?

–No, es suficiente. Te enviaré un cheque por correo ya que no llevo dinero encima.

Suponiendo que debía de estar bromeando, Noah se echó a reír.

–No subirá de un par de dólares. Y aunque quisiera que me los devolvieras, ¿por qué habrías de enviármelos por correo? Vivimos en el mismo pueblo, ¿recuerdas?

–Cierto, pero nuestros caminos no volverán a cruzarse.

Eso no podía saberlo. Ella solo llevaba de vuelta unos pocos días, y uno se lo había pasado en la mina. Sus caminos podían encontrarse. Pero, por alguna razón, ella no quería que eso sucediera.

–Creo que puedo permitirme invitarte a una hamburguesa.

Después de pedir dos dobles de queso, dos raciones de patatas y dos batidos por la ventanilla, le preguntó:

–¿Has estado en contacto con alguien de Whiskey Creek desde que te marchaste?

–Aparte de la abuela y de Darlene, no.

No parecía que estuviera particularmente encariñada con toda la gente a la que había mencionado.

–¿Saben tus amigos que has vuelto?

–Todavía no. No he venido aquí a socializar. He venido a ayudar.

Eso ya lo había dicho, pero… ¿acaso la mayoría de la gente no hacía de manera automática las dos cosas?

Noah se apoyó en el volante.

–Podría contarle lo tuyo a mi padre. Ahora es el alcalde del pueblo. Cuando se jubiló, decidió de repente meterse en política. Nos dejó pasmados. Pero el caso es que ahora tiene mano con la policía. Si le cuento lo que te sucedió, sé que pondría al jefe Stacy a investigar la situación… discretamente. ¿Supondría eso alguna diferencia?

Ella meneó la cabeza en un decidido «no».

–Yo me encargaría de ello –insistió él–. Y nadie se enteraría. Confía en mí.

–¡No! Por favor. No quiero que tu padre sepa nada de esto.

–¿Por qué no?

–Preferiría no difundirlo. ¿Qué te importa a ti que informe o deje de informar sobre lo que pasó?

–De acuerdo. Entendido –y sin embargo detestaba sentirse tan… fuera de control cuando había algo que deseaba controlar–. Es solo que… me supera dejar así este asunto –explicó–. Quienquiera que te hizo esto merece ser castigado.

–Eso no es asunto tuyo.

En eso tenía razón.

La cajera del restaurante abrió la ventanilla para recoger el dinero y esbozó una radiante sonrisa en el instante en que le reconoció.

–¡Hola, Noah!

A punto estuvo de poner los ojos en blanco ante aquel entusiasmo. Aquella chica debía de tener unos diecisiete años.

–Hola, Cindy.

–¿Qué andas haciendo por aquí?

Un calculado hoyuelo apareció en su mejilla. Cindy no vivía en Whiskey Creek, pero él la veía cuando ella iba a visitar a su hermana casada, que resultaba que era vecina suya.

–Acabo de volver de dar una vuelta. ¿Qué tal los estudios? –esperaba que eso sirviera para recordarle su edad.

–Bien. ¿Quieres algo más?

Tal como él le había prometido, nadie se había dado cuenta de que iba acompañado. Pegada como estaba Adelaide a la puerta, las sombras la ocultaban completamente. No creía haber tenido nunca como acompañante en su camionera a una mujer que se hubiera sentado tan lejos de él. Solo podía suponer que, después de todo lo que había pasado, tenía miedo de los hombres.

–No, gracias.

Cindy contó su cambio y le entregó el ticket junto con la bolsa.

–Bueno, si te apetece algo más tarde, ya sabes dónde encontrarme.

Incómodo por la insinuación, fingió no darse cuenta.

–Gracias.

Le tendió la comida a Adelaide. ¿Habría reparado en la proposición que acababa de recibir? Esperaba que no. Porque no reflejaba adecuadamente su carácter.

Por qué le importaba eso tanto, era algo que ignoraba.

Addy estiró las piernas mientras se sentaba mejor, y él volvió a subir la calefacción para que se sintiera cómoda.

–Si no vas a la policía, ¿qué le dirás a Milly? –le preguntó.

–Todavía no lo he pensado.

–Realmente creo que deberías denunciarlo.

–Vaya, eso lo cambia todo.

El sarcasmo de su tono le tomó por sorpresa.

–¿Perdón?

Ella levantó la barbilla, nada dispuesta a ceder.

–No puedo, ¿de acuerdo? Si lo hago, quienquiera que hizo esto le hará daño a mi abuela. Me lo dijo.

–¿Pero por qué alguien habría de querer haceros daño a ella o a ti?

Ella no contestó.

–¿No vas a responder?

–Lo que me ha sucedido no es más que una cosa rara. Si me olvido de ella, no volverá a suceder.

–Ya puedes esperarlo.

Ella no dijo nada.

–¿Y si Milly ha denunciado ya tu desaparición?

Evidentemente nada encantada con la idea, ella se mordió el labio.

–¿Se lo habría permitido el jefe Stacy? Solo ha sido un día. ¿No son… tres los días que necesita la policía para investigar la desaparición de un adulto?

–Depende de las circunstancias.

–Ya –ella hundió los hombros, como si sus probabilidades de pasar desapercibida no fueran tan buenas como había esperado–. Me sacaron de la cama.

–¿Cómo sucedió?

–Mi habitación tiene una puerta que da al exterior, al porche que rodea la casa. La dejé abierta para ventilarla. Y él cortó la puerta de rejilla.

–Luego no te fuiste con él tranquilamente en su coche. Supongo que la policía ya está implicada.

Ella se metió una patata frita en la boca.

–Entonces… le diré a todo el mundo lo mismo que te dije a ti.

–Que estabas sonámbula.

Tuvo que enrollarse las mangas de la sudadera. Eran demasiado anchas y resbalaban por sus largos y finos brazos.

–¿Por qué no?

Las marcas de sus muñecas sugerían que se las habían atado, lo cual lo enfadó más que cualquier otra cosa.

–Porque nadie te creerá.

Sobre todo una vez que los demás vieran lo que estaba viendo él.

–Eso no importa.

–Lo único que importa es que no descubran la verdad, ¿eh?

Había estado engullendo a toda velocidad la comida, pero en ese momento se lo tomó con más calma.

–Básicamente.

Noah se detuvo en el semáforo en el que tenía que girar para ir a Whiskey Creek.

–Estás siendo absurda –dijo, frustrado. Pero entonces se le ocurrió algo en lo que no había pensado antes–. Espera un momento. No te… violó, ¿verdad?

Llevaba las bragas, y parecían intactas. La camisa tampoco la tenía rota. Pero aquellas marcas de las muñecas…

–No, no lo hizo –dijo, pero había hablado demasiado rápido y las lágrimas que inundaron sus ojos la desmentían.

Maldijo para sus adentros. Era un imbécil por no haberse dado cuenta antes. Había sido golpeada, pero su sudadera le había cubierto las muñecas hasta que empezó a comer. Y la manera en que había reaccionado cuando la interrogó le llevaba a creer que ella conocía a la persona que la había herido, y que incluso estaba intentando protegerla. Eso hablaba a gritos de violencia doméstica, que no de violación… al menos de violación a manos de un desconocido.

Si había sido agredida sexualmente, quizá se estuviera negando a ir al hospital porque no quería que nadie lo descubriera, y pasar así por la humillación.

O quizá no tuviera confianza alguna en que eso sirviera de algo.

–Adelaide, por favor –le dijo–, déjame llevarte al hospital. Sé que eso será humillante y… horrible, pero… pero creo que no deberías tomar esa decisión en tu, er… condición actual.

Una lágrima asomó entre sus pestañas y resbaló mejilla abajo mientras terminaba de engullir la comida.

–Tú no sabes nada.

Un coche hizo sonar la bocina detrás de ellos. El semáforo había cambiado a verde y Noah ni se había dado cuenta.

–Sé que esta es… una situación difícil –dijo mientras aceleraba–. Pero… ellos tienen lo que llaman un protocolo de violación. Necesitas que te tomen una muestra de su ADN lo antes posible –se esforzó por encontrar cualquier argumento que pudiera convencerla–. No querrás que nadie más resulte herido, ¿verdad?

Ella se cubrió los oídos.

–¡Basta! Él no hará daño a nadie más. Eso no es un problema.

¿Podría creerle? ¿O no se trataba más que de una bienintencionada ilusión?

En cualquier caso, su expresión le rompió el corazón. Había llegado a su límite. Un empujón más y se desmoronaría.

–Está bien –dijo–. No insisto más.

Después de aquello no volvieron a hablar. Cuando llegaron a la casa, Noah pensó que ella se bajaría y se marcharía sin despedirse. Aunque no podía distinguir a Milly en las ventanas, todas las luces estaban encendidas. Podía sentir la impaciencia de Adelaide por refugiarse detrás de aquella puerta cerrada. Pero en el último momento se volvió hacia él, con la mano en el picaporte.

–¿Será esto… un secreto entre los dos?

La miró fijamente.

–¿A qué te refieres con esto?

Ella vaciló, obviamente intentando precisar lo que le estaba pidiendo.

–Simplemente… no montes ningún escándalo acerca de lo ocurrido. Eso es todo. Deja que sea yo quien hable.

–No voy a montar ningún escándalo. Pero si tu abuela ha avisado a la poli, se enterará más gente. Y aunque no llegue a las noticias de difusión estatal, aparecerá en el periódico semanal. No podrás evitar salir en las páginas de la Gold Country Gazette.

Ella hundió los hombros como si reconociera la verdad de aquella frase.

–Sí, supongo que tienes razón –empezó a quitarse la sudadera.

Noah la detuvo.

–Quédatela. Me dan camisetas y sudaderas gratis durante todo el tiempo, y fuera hace frío.