E-Pack HQN Jill Shalvis 1 - Jill Shalvis - E-Book

E-Pack HQN Jill Shalvis 1 E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

El hechizo de un beso Willa Davis estaba intentando poner orden entre unos cachorritos cuando Keane Winters entró en su guardería para mascotas. Necesitaba que cuidara de su gata ipso facto. Sin embargo, a Willa no le hizo ninguna gracia tener que echarle una mano a un tipo que ni siquiera se acordaba de ella… Pasó accidentalmente No se puede estar un poco enamorado… Las prioridades de Elle Wheaton: amigos, carrera y zapatos estupendos. Y ese muro de músculos y terquedad que es el experto en seguridad Archer Hunt, que está por delante de todo lo demás Ese beso… Cuando el amor te vuelve loca, lo mejor es disfrutar del viaje. El atractivo Joe Malone no la llamó después de su explosivo beso, y Kylie decidió quitárselo de la cabeza… hasta que tuvo que pedirle un favor para resolver un extraño asunto.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack HQN Jill Shalvis 1, n.º 237 - marzo 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-651-6

Índice

Ese beso...

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

El hechizo de un beso

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Pasó accidentalmente

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para los mejores lectores del planeta… ¡los lectores de novela romántica! Os lo agradezco a todos vosotros todos los días.

¡Que tengáis una feliz lectura!

¡Besos!

Capítulo 1

 

#LaVidaEsComoUnaCajaDeBombones

 

 

 

 

Kylie Masters lo vio entrar en su tienda como si fuera suya, aunque hizo como que no lo veía. Era una actuación difícil que cada vez se le daba mejor. El problema era que, le gustara o no, aquel tipo con el ceño fruncido, de un metro ochenta centímetros, delgado y musculoso, que se había plantado ante ella con las manos en los bolsillos y una actitud de frustración, sí acaparaba toda su atención.

Kylie suspiró, dejó de fingir que estaba concentrada revisando el teléfono móvil y alzó la vista. Se suponía que debía sonreír y preguntar en qué podía ayudarlo. Eso era lo que hacían todos cuando estaban en su turno de trabajo detrás del mostrador de Maderas recuperadas. Tenían que mostrarles a los posibles clientes sus artículos personalizados, cuando, en realidad, lo que querían eran estar en el taller de la trastienda llevando a cabo sus propios proyectos. La especialidad de Kylie eran las mesas y sillas de comedor, lo cual significaba que llevaba un grueso delantal y unas gafas protectoras, y que siempre estaba cubierta de serrín.

Tenía el pelo y los brazos llenos de partículas de madera y, si aquel día se hubiera puesto algo de maquillaje, también las tendría pegadas a la cara. En resumen, no era así como quería estar cuando tuviera a aquel hombre delante otra vez.

–Joe –dijo, a modo de saludo.

Él inclinó la cabeza.

Bien. Así que no quería ser el primero en hablar.

–¿Qué puedo hacer por ti? –le preguntó. Estaba segura de que no había ido a comprar muebles. No era exactamente del tipo doméstico.

Joe se pasó la mano por el pelo. Lo tenía oscuro y lo llevaba cortado al estilo militar y, con aquel gesto, se puso los mechones de punta. Llevaba una camiseta negra y tenía los hombros anchos y los abdominales marcados. Llevaba también unos pantalones cargo que remarcaban la largura de sus piernas. Tenía el físico de un soldado, algo que había sido hasta hacía muy poco. El hecho de mantenerse en forma era parte de su trabajo.

Se colocó las gafas sobre la cabeza y, al apartárselas, dejó a la vista sus glaciales ojos de color azul, que podían mostrar la dureza de una piedra cuando estaba trabajando, pero que también podían suavizarse cuando él se divertía o se excitaba, o se lo pasaba bien. En aquel momento no estaba sucediendo ninguna de aquellas tres cosas.

–Necesito un regalo de cumpleaños para Molly –dijo.

Molly era su hermana y, por lo que ella sabía de la familia Malone, estaban muy unidos. Todo el mundo sabía eso, y los adoraba a los dos. Ella también adoraba a Molly.

Pero no adoraba a Joe.

–De acuerdo –le dijo–. ¿Qué quieres comprarle?

–Me ha hecho una lista –dijo él, y sacó un papel plegado de uno de los bolsillos de su pantalón.

 

Lista de regalos para mi cumpleaños:

Cachorros (¡sí, en plural!).

Zapatos. Me encantan los zapatos. Tienen que ser tan glamurosos como los de Elle.

$$$

Entradas para un concierto de Beyoncé.

Una huida para la inexorable llegada de la muerte.

El maravilloso espejo de marquetería que ha hecho Kylie.

 

–Falta un tiempo para su cumpleaños –le dijo Joe, mientras ella leía la lista–, pero me dijo que el espejo está colgado detrás del mostrador, y no quería que lo vendierais. Es ese –dijo, y lo señaló–. Dice que se ha enamorado de él. No es de extrañar, porque tu trabajo es increíble.

Kylie hizo todo lo que pudo para disimular su satisfacción.

Joe y ella se conocían desde hacía un año, el tiempo que llevaban trabajando en aquel edificio. Hasta hacía dos noches, lo único que habían hecho era molestarse el uno al otro. Así que el hecho de que él pensara que había hecho algo increíble era toda una novedad.

–Ni siquiera sabía que te habías fijado en mi trabajo.

En vez de responder, él se fijó en la etiqueta del precio que estaba colgada del espejo, y soltó un silbido.

–Yo no soy la que pone los precios –dijo ella, a la defensiva, y se irritó consigo misma por tener aquel impulso de justificarse. No sabía por qué motivo él la alteraba tanto sin hacer ningún esfuerzo, pero lo mejor era no ponerse a analizar los motivos.

Nunca.

Joe había sido miembro de Operaciones especiales y todavía conservaba la mayoría de sus capacidades, que seguía utilizando en su trabajo actual en una agencia de detectives e investigación que tenía su sede en el piso de arriba. A falta de un término mejor, él era un profesional dedicado a encontrar personas y cosas y a arreglar situaciones. En el trabajo era una persona calmada, impenetrable e implacable y, fuera del trabajo, era un listillo, también calmado y también impenetrable. Los peores días, sus sentimientos hacia él oscilaban; los mejores, él hacía que sintiera cosas que ella prefería reprimir, porque dejarse llevar por aquel camino con Joe sería como saltar en paracaídas: emocionante y excitante, pero también con el riesgo del desmembramiento y la muerte.

Mientras ella estaba rumiando aquellas cosas y otras que no debería pensar, Joe estaba mirando con los ojos muy abiertos una caja de bombones abierta que había sobre el mostrador. Un cliente se la había llevado un rato antes. Había una pequeña tarjeta en la que decía ¡Sírvete tú mismo!, y él tenía la mirada fija en el último bombón de Bordeaux, que, casualmente, eran sus preferidos. Lo había estado reservando como recompensa para última hora si conseguía pasar todo el día sin pensar en estrangular a nadie.

Misión fallida.

–Irá directamente a tus caderas –le advirtió ella.

Él la miró a los ojos con diversión.

–¿Te preocupa mi cuerpo, Kylie?

Ella aprovechó aquella excusa para mirarlo de arriba abajo. Era musculoso y delgado. Tenía un cuerpo perfecto, y los dos lo sabían.

–No quería mencionarlo –le dijo–, pero creo que está empezando a salirte un michelín.

–¿De verdad, Kylie? –preguntó él, ladeando la cabeza–. ¿Un michelín? ¿Y qué más?

–Bueno, tal vez te esté creciendo un poco el culo.

Al oírlo, él sonrió de oreja a oreja, el muy petulante.

–Entonces, a lo mejor deberíamos compartir el bombón –dijo él, y le ofreció el Bordeaux, acercándoselo a los labios.

Ella, sin poder evitarlo, le dio un mordisco al chocolate, y tuvo que contenerse para no clavarle también los dientes en los dedos.

Él se echó a reír como si le hubiera leído la mente, se metió la otra mitad en la boca y se lamió algo de chocolate derretido que se le había quedado en el dedo. El sonido de succión fue directamente a sus pezones, lo cual fue muy molesto. Era febrero y hacía muchísimo frío en la calle, pero, de repente, ella estaba acalorada.

–Bueno –dijo él, cuando terminó de tragar el chocolate–. El espejo. Me lo llevo –afirmó, mientras sacaba la tarjeta de crédito de otro de los bolsillos–. Envuélvelo.

–No puedes comprarlo.

Entonces, él se quedó sorprendido. Parecía que nunca le habían dicho que no.

–De acuerdo –dijo–. Ya lo entiendo. Es porque no te llamé, ¿verdad?

–Pues no –replicó ella–. No todo tiene que ver siempre contigo, Joe.

–Es verdad. Esto tiene que ver con nosotros. Y con ese beso.

Oh, no. No era posible que acabara de mencionarlo así, como si fuera intrascendente. Kylie le señaló la puerta.

–Márchate.

Él sonrió. Y no se marchó.

Demonios. Ella se había prohibido a sí misma pensar en aquel beso. Aquel beso estúpido en estado de embriaguez que la tenía obsesionada mientras dormía y mientras estaba despierta. Sin embargo, en aquel momento, todo volvió a su cabeza e hizo que se le inundara el cuerpo de endorfinas. Tomó aire, cerró las rodillas y el corazón y tiró la llave a un precipicio.

–¿Qué beso?

Él la miró con sorna.

–Ah, ese beso –dijo ella. Se encogió de hombros y tomó su botella de agua–. Casi no me acuerdo.

–Qué curioso –dijo él, en un tono de puro pecado–, porque a mí me dejó alucinado.

Ella se atragantó con el agua. Tosió y tartamudeó.

–El espejo no se vende –dijo, por fin, secándose la boca con el dorso de la mano.

«¿Que yo lo dejé alucinado?».

La cálida mirada de diversión de Joe se transformó en una seductora y carismática.

–Puedo hacerte cambiar de opinión.

–¿Sobre el espejo, o sobre el beso? –preguntó ella, antes de poder contenerse.

–Sobre las dos cosas.

No había duda de eso.

–El espejo ya está vendido –dijo ella–. Su nuevo dueño viene a buscarlo hoy.

Daba la casualidad de que el nuevo dueño era Spence Baldwin, también propietario del edificio en el que se encontraban. El Edificio Pacific Pier, para ser exactos, uno de los más antiguos del distrito Cow Hollow de San Francisco. En el primer y segundo piso del edificio había empresas de diversos tipos. En el tercero y el cuarto, apartamentos. El edificio tenía un patio empedrado con una fuente que llevaba allí desde que el terreno era una pradera llena de vacas llamada Cow Hollow.

Spence había comprado el espejo para su novia, Colbie, aunque ella no se lo iba a decir a Joe, porque Spence y Joe eran amigos, y cabía la posibilidad de que Spence acabara cediéndole el espejo a Joe.

Y, aunque no sabía por qué, ella no quería que lo tuviera Joe. Bueno, sí, sí lo sabía. Para Joe, las cosas siempre eran fáciles. Era guapo y tenía un trabajo interesante… la vida era fácil para él.

–Pues quiero encargar otro igual –dijo Joe, sin preocuparse–. Puedes hacerlo, ¿no?

Sí, y, en otras circunstancias, el hecho de que le encargaran una pieza como aquella habría sido una gran noticia. A Kylie le hacía falta el trabajo. Sin embargo, en vez de sentir entusiasmo, se sintió… inquieta. Porque, si aceptaba el encargo, tendría que mantenerse en contacto con él. Tendría que hablar con él.

Y ese era el problema: no confiaba en Joe. No, no era así. Lo que ocurría era que no se fiaba de sí misma con él. Si ella lo había dejado alucinado con el beso, él la había dejado anonadada, y la verdad era que no le costaría nada volver a besarlo otra vez y terminar pegada a sus labios.

–Lo siento, no. Pero puedes adoptar unos cachorritos para Molly.

Y, hablando de cachorritos, en aquel momento se oyó un ladrido agudo que provenía de la trastienda. Vinnie acababa de despertarse de la siesta. Después, se oyó el ruido de unas zarpas en el suelo. En la puerta de la tienda, se detuvo y alzó una pata para palpar el aire que había delante de él.

Hacía poco, su cachorro adoptado se había golpeado de cara contra una puerta de cristal. Desde entonces, hacía aquel gesto cada vez que se encontraba ante una puerta. Pobre Vinnie; tenía estrés post-traumático, y ella era su apoyo emocional humano.

Cuando Vinnie se convenció de que no había cristales ocultos, echó a correr de nuevo. Era un cachorro de color marrón oscuro, de menos de treinta centímetros de altura y menos de seis kilos, y al verlo corriendo hacia ella, sonriente, con la lengua fuera, dejando un reguero de babas a su paso, a Kylie se le derritió el corazón.

Se agachó para tomarlo en brazos, pero él pasó de largo como una bala.

Joe se había agachado y lo estaba esperando, y Vinnie saltó a sus brazos.

Joe se irguió mientras frotaba la cara contra la de Vinnie, y Kylie tuvo que hacer lo posible para no derretirse por completo. Era una mezcla de bulldog francés y teleñeco, y tenía una expresión traviesa, cómica y adorable.

–Eh, pequeñajo –murmuró Joe, sonriéndole a su cachorro, que estaba intentando lamerle la cara. Joe se echó a reír, y el sonido de su risa llegó directamente a lo más profundo de Kylie. Aquello era cada vez más exasperante.

No tenía ni idea de qué le ocurrían últimamente a sus hormonas, pero, afortunadamente, no eran ellas las que estaban a cargo. Era su cerebro. Y su cerebro no tenía interés en Joe, por muy bien que besara. Ella tenía una larga historia con el género masculino, una historia rápida, salvaje, divertida y, también, peligrosa. No era su propia historia, sino la de su madre, y ella se negaba a seguir su estela.

–Estoy dispuesto a pagar un precio más alto –dijo Joe, mientras seguía haciéndole carantoñas a Vinnie, para deleite del cachorro–. Por encargar un espejo igual.

–No puede ser –dijo ella–. Hay más encargos primero, y tengo que terminarlos a tiempo. No puedo vender un espejo que todavía no he empezado.

–Todo se puede vender –dijo Joe.

Ella cabeceó, metió la mano bajo el mostrador y sacó una pelota de tenis en miniatura de su bolso. Se la mostró a Vinnie, que comenzó a mover las patas al aire para tratar de agarrarla.

–Eres una tramposa –le dijo Joe, pero dejó a Vinnie en el suelo.

Al instante, el cachorro se puso a roncar de emoción y salió corriendo hacia Kylie, y le mostró todo su repertorio de habilidades: se sentó, le ofreció la patita, se tumbó, rodó sobre sí mismo…

–Qué mono es –dijo Joe–. ¿Te trae la pelota?

–Por supuesto –respondió ella.

Aunque, en realidad, no era lo que mejor se le daba a Vinnie. Los gruñidos, las flatulencias y los ronquidos, eso era lo que mejor se le daba. Además, se ponía como loco de repente y echaba a correr por todas partes frenéticamente, hasta que empezaba a jadear y se desmayaba. Pero no sabía llevar la pelota a su dueña.

–Vinnie, tráemela –dijo Kylie, y se la lanzó a unos cuantos metros de distancia.

El cachorro dio un ladrido de alegría y salió disparado hacia la pelota. Como siempre, el mayor problema fue el frenado, y se pasó de largo. Para corregir su trayectoria, volvió sobre sí mismo bruscamente, derrapó y se deslizó hacia la pared. Después, se recuperó y corrió de nuevo hacia la pelota.

Pero no se la llevó a Kylie. La tomó con los dientes y se fue rápidamente a la trastienda. Seguramente, se llevaba su tesoro a la camita.

–Sí, se le da estupendamente el juego –dijo Joe con una expresión seria.

–Todavía estamos trabajando en ello –respondió ella.

Justo en aquel momento, un hombre salió de la parte trasera del local y se reunió con ellos en el mostrador.

Gib era su jefe y su amigo, y el hombre del que había estado enamorada mucho tiempo, aunque él solo sabía las dos primeras cosas, porque a ella nunca le había parecido buena idea salir con su jefe. Además, él nunca se lo había pedido. Era el dueño de Maderas recuperadas, y Kylie le debía mucho. Él la había contratado cuando ella había decidido seguir los pasos de su abuelo y ser ebanista. Gib le había dado la oportunidad de ganarse una excelente reputación. Era un buen tipo, y tenía todas las cualidades que debía tener un hombre, en su opinión: era bondadoso, paciente y dulce.

En otras palabras, lo opuesto a Joe.

–¿Algún problema? –preguntó Gib.

–Estaba intentando hacer una compra –dijo Joe, señalando el espejo con un gesto de la cabeza.

Gib miró a Kylie.

–Te dije que era extraordinario.

Gib casi nunca hacía cumplidos, y Kylie se sorprendió. Después, se puso muy contenta.

–Gracias.

Él asintió y le apretó la mano. Aquello la dejó sin palabras, porque… él nunca la tocaba.

–Pero el espejo ya está vendido –le dijo a Joe.

–Sí –respondió Joe, aunque no dejó de mirar a Kylie ni por un momento–. Eso ya lo he entendido.

De repente, había cierta tensión en el ambiente, una tensión extraña que Kylie no supo entender. Sus padres eran adolescentes cuando ella nació, así que se había criado con su abuelo. Había aprendido cosas poco habituales para una niña, como, por ejemplo, a manejar un cepillo de mesa o una regruesadora sin perder los dedos, y a hacer apuestas en las carreras de caballos. Además, se había hecho una persona introvertida. No se abría con facilidad a los demás y, por ese motivo, nunca se había dado el caso de que hubiera dos tipos interesados en ella a la vez. De hecho, durante largas temporadas, no había habido ningún tipo interesado.

Así pues, con el beso de Joe todavía dándole vueltas por la cabeza, que Gib mostrara interés después de años hizo que se sintiera como una adolescente con pánico. Señaló la trastienda con el dedo índice.

–Yo, eh… tengo que irme –dijo, y salió corriendo como si tuviera doce años en vez de veintiocho.

Capítulo 2

 

#SiLoConstruyesÉlVendrá

 

 

 

 

Una vez a solas, Kylie se apoyó en la puerta del taller y se tapó la cara ardiente con las manos. «Bien hecho, Kylie. Has quedado estupendamente».

–¿Qué te pasa? –le preguntó Morgan, la nueva aprendiza de Gib. Era una muchacha que, después de algunos encontronazos con la ley, había conseguido encauzar su vida y, aunque no tenía experiencia en la ebanistería, tenía mucho entusiasmo por aprender.

–Nada –murmuró Kylie–. No he dicho nada.

–No, pero has gemido un poco.

Kylie suspiró y se acercó a la mesa donde tenían la cafetera para servirse una taza de café.

–¿Sabes lo que me pasa? Que los hombres existen. Los hombres son lo que tiene de malo la vida.

Morgan se echó a reír como si estuviera de acuerdo y siguió apilando piezas de teca para un proyecto de Gib. Aparte de eso, el enorme taller estaba en silencio, porque los otros dos trabajadores tenían el día libre. Reinaba la calma.

Kylie pasaba muchas horas allí. Para ella, aquel lugar era como un hogar que la reconfortaba. Sin embargo, aquel día no sentía aquella paz, pese a estar delante de su banco de trabajo con varios proyectos pendientes y con Vinnie acurrucado a sus pies, mordiendo la pelota. Intentó concentrarse en el trabajo. Tenía que hacer el tablero de una mesa con una pieza de caoba.

Gib entró al taller. Era un hombre grande y estaba en buena forma gracias a todo el trabajo físico que tenía que hacer en su profesión. Era tan guapo que muchas mujeres suspiraban por él, y Kylie nunca había sido inmune a él, ni siquiera cuando eran jóvenes. Él le hizo una señal para que apagara la máquina con la que estaba trabajando.

–¿Qué pasaba ahí fuera? –le preguntó.

–¿A qué te refieres?

–A esas vibraciones –dijo él, señalando con un gesto de la barbilla hacia la tienda–. ¿Hay algo entre Joe y tú?

–Claro que no –dijo ella. Como estaba muy nerviosa y necesitaba hacer algo con las manos, se sirvió otra taza de café mientras Gib la observaba.

Lo conocía desde que estaba en el colegio, y sabía interpretar la expresión de su rostro: era feliz, tenía hambre, le apetecía hacer deporte, estaba concentrado en el trabajo y estaba enfadado. Aquel era su repertorio. Ella sabía que también tenía una expresión de lujuria, pero nunca la había visto.

Sin embargo, en aquel momento, su expresión era completamente nueva e indescifrable.

–Voy a hacer una barbacoa después del trabajo –le dijo Gib–. Deberías venir.

Ella se quedó mirándolo con asombro.

–¿Quieres que vaya a tu casa a cenar?

–¿Por qué no?

«Sí, claro, ¿por qué no?». Llevaba tanto tiempo esperando a que le pidiera que saliera con él, que no sabía qué hacer. Miró a Morgan, que, disimuladamente, le hizo un gesto de aprobación estirando los pulgares hacia arriba.

–Bueno –dijo Gib–, ¿vas a venir?

–Claro –respondió ella, tratando de utilizar el mismo tono despreocupado–. Muchas gracias por invitarme.

Él asintió y se fue hacia su puesto, donde estaba haciendo una estantería que parecía un roble. Sus creaciones eran preciosas y cada vez tenían más demanda. Estaba haciendo realidad su sueño, algo que le había enseñado el abuelo de Kylie cuando Gib era su aprendiz.

Ella se giró hacia su mesa. Estaba haciéndola para uno de los clientes de Gib, porque él había tenido la amabilidad de recomendársela a ese cliente.

Después de unas horas de concentración, se dio cuenta de que eran las seis en punto y de que se había quedado sola en el taller. Recordó vagamente que Gib y Morgan se habían ido hacía una hora, y que ella se había despedido sin mirar, moviendo la mano.

Cerró con llave el taller, metió a Vinnie en el transportín con sus juguetes y tomó su bolso de la estantería que había debajo del mostrador. El bolso se había inclinado y el contenido había caído al suelo. Al recogerlo, se dio cuenta de que le faltaba algo: su pingüino.

Era una talla de unos diez centímetros de longitud que le había hecho su abuelo hacía años; era lo único que conservaba de él y siempre lo llevaba consigo, como si fuera su amuleto. Si tenía aquel pingüino, su último lazo con su abuelo, todo iría bien.

Pero había desaparecido. Lo buscó por toda la tienda, pero no lo encontró. Con un nudo de pánico en la garganta, llamó a Gib, pero él tampoco lo había visto. Llamó a Morgan, a Greg y a Ramon, los otros dos ebanistas, pero nadie había visto su pingüino. Volvió a llamar a Gib.

–No está por ningún sitio.

–¿No te lo has dejado en alguna parte y se te ha olvidado? –le preguntó él, en un tono racional.

–No. Sé dónde estaba: en mi bolso.

–Aparecerá mañana –le dijo él–. A lo mejor está con esa regla que me perdiste la semana pasada.

Ella se sintió frustrada.

–No me estás tomando en serio.

–Claro que sí –dijo él–. Estoy preparando todo para la barbacoa, haciendo mis famosos kebabs. Para ti. Así que vente para acá.

–Gib, creo que alguien me ha robado el pingüino.

–Mañana por la mañana te ayudo a buscarlo, ¿de acuerdo? Lo encontraremos. Vamos, ven ya.

–Pero…

Pero nada, porque él ya había colgado. Kylie miró a Vinnie.

–No me ha hecho ni caso.

Vinnie estaba muy cómodo en el transportín, y se limitó a bostezar.

Ella suspiró y salió de la tienda. Al atravesar el patio, se relajó. Adoraba aquel edificio. Notó el empedrado bajo los pies y observó la gloriosa arquitectura de aquello que la rodeaba: las ménsulas de ladrillo y la viguería de hierro, los enormes ventanales.

Había humedad en el ambiente. Estaba anocheciendo y las guirnaldas de luces que habían colocado en los bancos de hierro forjado que había alrededor de la fuente estaban encendidas.

Kylie pasó por delante de la Tienda de Lienzos y de la cafetería, que ya estaban cerradas, como la mayoría de los locales.

Sin embargo, el pub sí estaba abierto, y ella decidió parar un momento. Casi todas las noches, alguna de sus amigas estaba allí. Aquella vez encontró a la administradora del edificio, Elle, a la hermana de Joe, Molly, y a Haley, que era optometrista y tenía la óptica en el segundo piso.

Sean, uno de los propietarios del pub, estaba detrás de la barra. Estaba muy moreno, porque había hecho un viaje a Cabo con su novia Lotti, y acababan de volver. Sean sacó una galleta para perros de un frasco que tenía debajo de la barra y se la dio a Vinnie.

Vinnie se la tragó entera.

–¿Lo de siempre? –le preguntó a Kylie.

–No, esta noche, no. No me voy a quedar. Aunque… bueno… ¿Un café rápido?

Elle y Molly llevaban traje. Elle, porque dirigía el mundo. Molly, porque dirigía la oficina de Investigaciones Hunt, la agencia de detectives en la que trabajaba Joe. Haley llevaba una bata blanca y unas gafitas adorables.

Por su parte, ella no se preocupaba en absoluto de la moda, así que llevaba unos pantalones vaqueros, una sudadera de los Golden State Warriors y algo de serrín pegado a la ropa. Tenía más ropa para estar en casa y para dormir que para salir a la calle.

Haley estaba hablando de su última cita, que había salido muy mal. La mujer con la que había salido había hecho circular el rumor de que se habían acostado para vengarse de una antigua novia. Haley suspiró.

–Las mujeres son un asco.

–Bueno, los hombres tampoco son para tirar cohetes –dijo Molly.

–Gib me ha pedido, por fin, que salga con él –soltó Kylie.

Todas soltaron un jadeo muy dramático, y ella se echó a reír. Llevaba un año trabajando en su taller, y no había parado de deshacerse en elogios hacia él.

–Me va a hacer una barbacoa en su casa esta noche.

Otro jadeo colectivo. Kylie supo que estaban muy contentas por ella. Y ella también estaba muy contenta.

¿Verdad?

Sí, claro que sí. Había esperado aquello mucho tiempo. Entonces, ¿por qué no dejaba de pensar en Joe y en aquel maldito beso? No se le iba de la cabeza cómo había deslizado el brazo por sus caderas y cómo había hundido la otra mano en su pelo, cómo se lo había agarrado lentamente con el puño para sujetarla mientras la besaba despacio, profundamente. Había sido el beso más erótico de toda su vida…

Porque se saboteaba a sí misma. Por eso. Había heredado aquel rasgo de su madre, que era especialista en sabotearse a sí misma. Su droga eran los hombres. Los hombres equivocados. Y ella no estaba dispuesta a seguir sus pasos.

En aquel momento entró una mujer en el pub y se dirigió hacia la barra. Tenía el pelo negro, con algunos mechones teñidos de morado. Lo llevaba recogido con un lapicero, a modo de moño alto. Llevaba una camiseta con la leyenda Keep Calm and Kiss My Ass, unos pantalones vaqueros muy ajustados y unos botines que hicieron suspirar a Elle y a Molly. Se llamaba Sadie, y era tatuadora. Trabajaba en la Tienda del Lienzo.

Saludó a Sean con un gesto de la cabeza y le dijo:

–Ponme unas alitas, unas patatas fritas y lo que tengas de postre. Bueno, y ¿sabes qué? Ponme doble ración de todo eso.

Miró a Kylie y al resto de las chicas, y les dijo:

–Cuando necesitas un minuto para tranquilizarte en el trabajo, porque la violencia no está bien vista.

–Y que lo digas –le respondió Molly–. Bonita ropa, por cierto.

Kylie suspiró.

–Yo tengo que aficionarme un poco a la moda.

–Mi única afición es intentar cerrar la puerta del ascensor antes de que se suba alguien más –dijo Sadie.

Elle asintió.

–Eh, si alguien dijera que se ha acostado contigo cuando no es verdad, ¿qué harías? Haley tiene un problema.

–En primer lugar, no te molestes en negarlo. No te va a servir de nada –dijo Sadie–. En vez de eso, úsalo. Dile a todo el mundo lo inútil que era e invéntate que tenía fetiches raros, como… que gritaba el nombre de su madre justo antes del orgasmo, o algo por el estilo. Hay que destruir al sujeto.

–Vaya, eso es muy buena idea –dijo Haley.

–No es la primera vez que me pasa –dijo Sadie.

Kylie se tomó el café de un trago y se puso en pie con Vinnie.

–Bueno, cariño, nos vamos a casa de Joe.

Todo el mundo se quedó mirándola con asombro, y ella se corrigió rápidamente.

–Quiero decir que nos vamos a casa de Gib.

Elle la señaló.

–Ha dicho Joe.

Haley asintió.

–Claro que ha dicho Joe.

–Espera, espera. ¿Joe, mi hermano? –le preguntó Molly.

–Yo no conozco a otro Joe, ¿y tú? –inquirió Elle.

–Y está buenísimo –añadió Haley–. ¿Qué pasa? –preguntó, al ver que todas la miraban–. Soy lesbiana, no es que esté muerta.

Molly hizo un gesto de horror y se tapó los oídos con las manos.

–Por favor, chicas. Es mi hermano.

Con desesperación, Kylie le hizo otro gesto a Sean.

–Creo que necesito otra dosis de cafeína.

Molly le dio un golpecito en el hombro.

–Y yo necesito que me digas lo que pasa entre Joe y tú.

–Para llevar –le dijo Kylie a Sean.

Él la miró con asombro.

–¿Cuántos cafés te has tomado ya hoy?

–No demasiados –dijo ella, y tomó un sorbito. Tenía las manos temblorosas. Miró a Molly, y le dijo–: La respuesta a tu pregunta es «nada». Entre Joe y yo no hay nada, aunque estoy segura de que no nos caemos demasiado bien el uno al otro, no te enfades.

Molly se encogió de hombros.

–Es una persona peculiar. Yo lo quiero porque es mi hermano, así que no me enfado.

–No solo no nos caemos bien –puntualizó Kylie–, además, nos irritamos el uno al otro. Solo con respirar. Todo el tiempo.

–Um… –dijo Molly, y miró a Elle–. ¿Estáis oyendo lo mismo que yo?

–Sí. El clásico caso de protestar demasiado.

–No –dijo Kylie–. De verdad.

–Está en periodo de negación –dijo Elle.

–¿Lo ves? Por eso nunca se debe negar nada –dijo Sadie, con calma.

–¡Lo niego porque no es verdad! –exclamó Kylie–. Lo de Joe no es nada.

–Y ahora hay un «lo de Joe» –dijo Haley–. Fascinante.

–Bueno, adiós –dijo Kylie, tomando el transportín de Vinnie–. Nos vamos a la barbacoa.

Vinnie se animó al oírlo. Vinnie adoraba la comida.

–Que es en casa de… ¿quién, otra vez? –preguntó Haley, con inocencia.

–En casa de Joe –dijo Kylie. Rápidamente, se tapó la boca con la mano–. ¿Qué me pasa?

Sus amigas sonrieron.

–No, no. Voy a casa de Gib –se corrigió, con horror, y deletreó el nombre–: G-I-B. Gib –dijo. Y, antes de empeorar aún más la situación, se marchó.

Dejó a Vinnie en casa, con un abrazo y su cena. A los treinta minutos, estaba en el porche de casa de Gib. Él había heredado una pequeña residencia victoriana en Pacific Heights. Era una casita muy mona, de ancianita, y todo el mundo que la visitaba se reía de él por quedársela.

A Gib no le importaba. En San Francisco, la vivienda estaba por las nubes, así que él había acondicionado la casa para adecuarla a sus expectativas. Había añadido un par de toques modernos, una televisión de ochenta pulgadas y otra nevera, y se había dado por satisfecho.

Kylie llamó, pero él no respondió. Seguramente, porque la música estaba a todo volumen, y porque había mucha gente dentro de la casa.

Aquello no era una cita. Era una fiesta.

Se sintió como una tonta y se dio la vuelta para marcharse. Justo en aquel momento, Gib abrió la puerta.

–¡Eh! –exclamó. Al verla, sonrió–. ¡Has venido! Oye –le dijo, en voz más baja, mirando hacia atrás subrepticiamente, por encima de su hombro–: Han aparecido unos cuantos amigos por sorpresa, y han…

Desde detrás, alguien le rodeó la cintura con ambos brazos. Entonces, apareció la cara sonriente de Rena, su bellísima y perfecta exnovia, que apoyó la barbilla en su hombro.

–Hola, Kylie –dijo, y lo estrechó con afecto–. ¿Qué tal estás?

–Bien –dijo Kylie, automáticamente, sin apartar la mirada de Gib.

Él le dijo, en silencio, formando las palabras con los labios:

–Lo siento.

Sin embargo, Kylie era la que más lo sentía. Se sentía una completa idiota.

–No puedo quedarme. Ha surgido algo y tengo que…

Gib se zafó de Rena, la agarró, tiró de ella hacia dentro y le puso una copa de vino en la mano.

–Quédate, bebe. Diviértete –le dijo, y bajó la voz–. De verdad, lo siento muchísimo. No la esperaba. Quédate, por favor.

Kylie se tragó el vino y, después, reuniendo valor, bailó con Gib. Dos veces. Y le pisó solamente una vez.

Cuando quedó claro que Rena no iba a marcharse antes que ella, Kylie se marchó a casa justo antes de la medianoche, porque, al igual que Cenicienta, tenía que trabajar a la mañana siguiente.

Como estaba un poco frustrada y muy cansada, no se dio cuenta de que había un sobre marrón en el suelo, un sobre que alguien había metido por debajo de la puerta. Saludó a Vinnie, que estaba adormilado y tan adorable como siempre, y fue a la cocina a sacar el helado del congelador y tomar un poco. Al apoyarse en la encimera con la cuchara y el bote, vio el sobre, que estaba justo delante de la puerta.

Era extraño, porque había recogido todo el correo aquella tarde, al dejar a Vinnie. Dejó el helado en la encimera y tomó el sobre. Dentro había una foto Polaroid que le paró el corazón.

Era un primer plano de su pingüino de madera en peligro mortal, colocado como si fuera a caerse del Golden Gate Bridge a la bahía.

¿Qué demonios…?

Alguien le había robado el pingüino y, lo que era peor, la estaba provocando con él. ¿Por qué? No se le ocurría ningún motivo, y se dio cuenta de que tenía que hablar de aquello con alguien. ¿Con quién? No podía ser con Gib, porque no quería ir corriendo a llorar al hombro de su amor platónico como una damisela en apuros en pleno siglo XXI. Podía ir a la policía, pero ya se imaginaba cómo iba a ir la denuncia: «Hola, alguien me ha robado mi pingüino de madera y está fingiendo que lo tira a la bahía».

Se reirían de ella.

No podía hacer nada, pero quien hubiera hecho aquello la conocía o, por lo menos, sabía dónde vivía. Se asustó. Comprobó que todas las cerraduras de las ventanas y las puertas funcionaban bien. Después, acostó a Vinnie, apagó la luz y se metió en la cama.

Y se quedó allí despierta, atenta, sobresaltándose con cada pequeño crujido de la casa.

Dos minutos después, se levantó, tomó a Vinnie y se lo llevó consigo a la cama. Normalmente, Vinnie no tenía permitido subirse a la cama, así que se puso muy contento y se acurrucó en la almohada, junto a ella. Una ráfaga de viento hizo chocar la rama de un árbol contra su ventana, y ella se puso rígida.

–¿Has oído eso?

Vinnie, que debía de sentirse seguro, cerró los ojos.

Pero Kylie, no. No pudo dormir ni un segundo y, a la mañana siguiente, sabía perfectamente que no podía seguir así. Necesitaba respuestas.

Lo cierto era que detestaba tener que pedir ayuda. La habían educado para que contara solo consigo misma, así que iba contra su instinto. No obstante, el miedo la motivó. Necesitaba hablar con alguien a quien se le dieran bien aquellos asuntos.

Archer, el director de Investigaciones Hunt, fue la primera persona en la que pensó. Podría acudir a él. Sin embargo, él sabía que ella no andaba muy bien de dinero, así que no querría cobrarla, y ella se sentiría culpable por apartarlo de su trabajo para atenderla.

Se estrujó el cerebro, pero solo se le ocurrió otra respuesta: Joe. Podría hacerle el espejo a cambio de su ayuda.

Mierda.

Capítulo 3

 

#AjústenseLosCinturonesEstaNocheVamosATenerTormenta

 

 

 

 

A Joe Malone nunca le habían gustado las mañanas. Cuando era pequeño, la alarma para despertarse era su padre dando golpes con una sartén sobre los fuegos de la cocina. Más tarde, en el ejército, era alguien de rango más alto gritándole al oído.

Aquel día solo se levantó por una cuestión de responsabilidad. Trabajaba en una agencia de detectives que aceptaba investigaciones de delitos en general y en el ámbito de pequeñas y grandes empresas. Hacían labores de seguridad y vigilancia, y elaboraban informes sobre corporaciones. Algunas veces, hacían trabajo forense, perseguían a acusados que hubieran quebrantado la libertad condicional, hacían trabajos para el gobierno, y más cosas. El director, Archer Hunt, era un jefe muy duro, pero aquel era el mejor trabajo que él había tenido en la vida. Era el segundo al mando y se encargaba de las Tecnologías de la Información. Aunque no había empezado en ese campo, en realidad…

No, él había empezado su carrera allanando moradas.

Se olvidó de aquellos viejos recuerdos, se puso la ropa de correr y llegó al punto de reunión sin matar a nadie por mirarlo mal. Se trataba de toda una hazaña, teniendo en cuenta lo temprano que era.

Spence lo estaba esperando y, sin decir una palabra, le entregó un café. Esperó a que la cafeína hubiera hecho efecto, y le dijo:

–Llegas tarde.

–No ha sonado la alarma –respondió Joe.

–Porque tú no usas alarma –replicó Spence.

Cierto. Él tenía un reloj interno. Era una de las cosas que podía agradecerle al ejército.

–¿Estás bien? –le preguntó Spence–. Normalmente, a estas horas estás de mal humor, pero no parece que estés especialmente malhumorado hoy.

–Vete a la mierda.

Spencer era muy rico, y tan inteligente, que una vez había estado trabajando para un gabinete estratégico del gobierno. Joe no era rico, aunque también había trabajado para el gobierno, en su caso, para el ejército. Sin embargo, no era su cerebro lo más demandado, sino el hecho de que podía ser letal cuando fuese necesario.

Su improbable amistad con Spencer había comenzado en la partida de póquer semanal que se celebraba en el sótano del Edificio Pacific Pier. Spence era el dueño del edificio, así que jugaba al póquer con desenfreno. Él jugaba al póquer del mismo modo que vivía la vida: de un modo temerario. Eso les había unido.

A Spence tampoco le gustaba madrugar, y no era precisamente tierno, así que aceptó el «Vete a la mierda» de Joe como un «Estoy bien». Entonces, tiraron los vasos de café a una papelera y empezaron a correr. Aquel día, llegaron a las escaleras de Lyon Street, un tramo de 332 peldaños. La tortura de subirlo aumentaba porque, con la niebla de aquella mañana, no se veía el último tercio, y parecía un ascenso interminable, una meta inalcanzable. Ellos no permitieron que eso les detuviera. Se esforzaron más aún, tratando de superarse el uno al otro.

Cuando llegaron al final de la escalera, no se detuvieron, sino que entraron en Presidio, un parque en el que se podía correr kilómetros por pistas forestales. Casi inmediatamente, la ciudad quedó atrás y se desvaneció detrás del bosque de eucaliptos.

Spence estaba en una forma física excelente, pero, para Joe, el entrenamiento era su forma de ganarse la vida. Ocho kilómetros después, Joe adelantó a Spence y llegó el primero al edificio, entre jadeos, sudando.

–Estás loco –le dijo Spence, sin aliento. Se inclinó hacia delante y se apoyó con las manos en las rodillas–. Espero que hayas dejado atrás a tus demonios.

–No corro lo suficiente como para conseguir eso –dijo Joe.

Spence se irguió con el ceño fruncido.

–¿Lo ves? Sabía que pasaba algo. ¿Están bien tu padre y Molly?

–Sí, están bien, y yo, también –dijo Joe, cabeceando. No sabía lo que le ocurría, aparte de sentirse inquieto. Su padre era… bueno, era su padre.

–¿Es por el trabajo? –le preguntó Spence.

Joe cabeceó. Su trabajo era gratificante y le proporcionaba la dosis de adrenalina diaria que necesitaba.

–Estoy bien –repitió.

–Sí, eso es lo que tú dices –respondió Spence, y agitó la cabeza–. Voy a estar aquí. Vamos a quedarnos en San Francisco unos cuantos meses.

Spence se había enamorado, no hacía mucho tiempo, de Colbie Albright, una autora de libros fantásticos que vivía en Nueva York. Desde entonces, habían estado repartiendo su tiempo entre las dos ciudades, pero los dos preferían San Francisco y vivían en un ático del quinto piso del Edificio Pacific Pier donde trabajaba Joe.

Colbie había sido fantástica para Spence. Había conseguido que fuera más humano que nunca, y mucho más feliz. Joe se alegraba por él, aunque no entendía enteramente la vida que vivía Spence en nombre del amor. Entendía la necesidad o el deseo de compartir la vida, pero no pensaba que él tuviera nada que ofrecer. Era un soldado curtido en el ejército que se había convertido en experto en seguridad, y sabía cómo proteger a los demás, pero ¿qué más podía darle a una mujer? ¿Enseñarle a manejar un arma? ¿Enseñarle cómo incapacitar a un hombre en un segundo y medio? No eran cosas que quisiera saber o que necesitara saber una persona normal.

Y, en el sentido emocional, tenía aún menos que ofrecer. Después de todo lo que había visto y había hecho, ni siquiera estaba seguro de poder abrirse ni poder sentir la vulnerabilidad necesaria para sustentar una relación. Sin embargo, no estaba seguro de si Spence lo entendería, así que se limitó a asentir.

–Gracias –le dijo.

Se despidieron, y Joe se fue a casa a ducharse. Llegó a trabajar a las siete y dos minutos de la mañana.

–Llegas dos minutos tarde –le dijo Molly, su hermana, desde el mostrador de la entrada de Investigaciones Hunt. Se puso de pie y fue a recoger su iPad.

Aquel día, su cojera era más notable de lo habitual, y eso significaba que tenía dolor. Al verlo, Joe sintió la vieja punzada de la culpabilidad. Sin embargo, no dijo nada, porque ella se enfadaba cuando sacaba el tema o, peor aún, se echaba a llorar, como había sucedido la última vez.

Él odiaba que su hermana llorara, así que jugaban a un juego con el que él estaba muy familiarizado. Un juego llamado «Ignora todos los sentimientos».

–Ya sé que llego tarde, gracias –le dijo.

Él era el hermano mayor. Tenía treinta años y Molly, veintisiete, pero ella pensaba que estaba a cargo de él. Y las cosas no eran así.

Habían tenido que crecer y madurar rápidamente. En su vecindario, no tenían más remedio. Su padre sufría estrés postraumático crónico después de haber luchado en la guerra del Golfo, así que él era quien había estado a cargo de la familia desde muy temprano. Eran muy pobres. Él se había juntado con malas compañías muy pronto, y había hecho cosas que no debería haber hecho, con tal de poder tener un techo y comida.

–Archer está cabreado –le dijo Molly, en voz baja.

Archer era un obseso de la puntualidad. Llegar a la hora en punto significaba llegar tarde. Y llegar dos minutos después de la hora debida era algo imperdonable. Joe alzó una caja de la pastelería.

–He traído sobornos.

–Oh, dame, dame eso –dijo ella.

Su hermano le mostró la caja, pero no se la cedió cuando ella trató de quitársela.

–Elige uno.

–¿Es que no te fías de mí? –le preguntó Molly, mientras tomaba uno de los donuts.

–No se trata de eso. Es que, si bajo la guardia, eres capaz de morderme los dedos para comerte todos los demás donuts.

–¿Y?

–Y… que me hiciste jurar, ante la tumba de mamá, que no te iba a dar más de un donut por día.

–Eso fue la semana pasada.

–Sí, ¿y qué?

–Que la semana pasada tenía el síndrome premenstrual y me sentía gorda. Necesito otro donut, Joe.

–Dijiste que me ibas a matar mientras dormía si cedía –le recordó él.

–Eso puede suceder de todos modos.

Él se quedó mirándola. Sabía que era una Malone que quería otro donut. Y como sabía que nunca había sido capaz de decirle que no, se lo dio.

–Gracias –dijo ella–. Y buena suerte –añadió, con la boca llena, señalándole la puerta del despacho de Archer con un gesto de la barbilla–. Te está esperando.

Magnífico. Otra batalla. Algunos días, su vida le parecía un videojuego. Entró en el despacho, donde estaban su jefe, Archer, y su novia, en el sofá, discutiendo.

–Necesito el mando a distancia para enseñarte mi presentación de PowerPoint –decía Elle.

Archer hizo un gesto negativo.

–Te he dicho que yo no lo tengo.

–Estás sentado encima, ¿a que sí? –dijo ella.

Archer estuvo a punto de sonreír.

–Vaya, qué curioso, la confianza en la pareja desaparece en cuanto está en juego el mando a distancia.

Elle suspiró.

–Eres imposible.

–E irresistible –dijo él–. No olvides irresistible.

–Umm… –murmuró Elle.

Joe carraspeó para anunciarse, porque, si les daba un minuto más, cabía la posibilidad de que decidieran solucionar aquello desnudándose. Sí, eran polos opuestos, pero estaban locamente enamorados.

Y eso era estupendo para ellos. Sin embargo, él prefería una guerra. Sabía cómo manejarse en una guerra. La guerra tenía normas. Uno luchaba, y tenía que ganar a cualquier precio.

En el amor no había reglas. Y, que él supiera, nadie podía ganar en el amor.

Soportó una mirada fulminante de Archer, que habría conseguido amedrentar a cualquiera. Él no se asustaba fácilmente, pero se mantuvo a distancia del sofá y les lanzó la caja de donuts.

Archer la agarró al vuelo y asintió.

Soborno aceptado.

–¿Dónde están los demás? –preguntó Joe, refiriéndose al resto del equipo que trabajaba en Investigaciones Hunt.

–He pospuesto la reunión matinal –respondió Archer, y mordió un donut de chocolate–. Cosa que sabrías si hubieras llegado puntual.

Habían pasado exactamente cuatro minutos de su hora de entrada al trabajo, pero no dijo nada. Archer detestaba las excusas.

–Bueno, me voy a trabajar –dijo Elle, de camino hacia la puerta, llevándose la caja de donuts.

–Muy bien. ¿Qué está pasando con Kylie? –le preguntó Archer.

Joe se enorgullecía de estar siempre preparado, pero aquello le sorprendió con la guardia baja.

–Nada. ¿Por qué?

–¿Nada?

Aquello no tenía buena pinta porque, normalmente, Archer no charlaba por charlar. Eso significaba que sabía algo.

–Corre el rumor de que os habéis besado. ¿Es cierto? –inquirió su jefe.

Dios. Aquel beso había sucedido en el callejón que había junto al patio del edificio, a oscuras. Él estaba seguro de que no había nadie más en los alrededores.

–¿Cómo es posible que siempre lo sepas todo?

Archer se encogió de hombros.

–Uno de los grandes misterios de la vida. ¿Es necesario que hablemos de los riesgos de hacerle daño a una de las amigas de Elle?

–Pues claro que no –dijo Joe, mirando hacia atrás para asegurarse de que Elle ya se había marchado–. No es nada personal, pero tu mujer está loca.

Archer sonrió.

–Mira, tío, si una mujer no te ha dejado ver lo loca que está, es que no le gustas tanto.

Mientras Joe procesaba aquello, Archer continuó.

–Te he puesto al mando del caso Rodríguez –dijo–. Tienes a Lucas en exclusiva. Es una buena oportunidad para entrar en la residencia familiar a las diez para hacer una vigilancia. La información está en la carpeta. Aprovecha la ocasión.

Joe asintió. Lucas era un buen amigo, además de compañero de trabajo. Era inteligente y hábil, y tenía mucho carácter cuando era necesario. Por otro lado, a él le vendrían muy bien las dos horas que quedaban hasta la reunión para estudiar el expediente. Se trataba de un testamento, y algunos miembros de la familia habían contratado a Investigaciones Hunt para demostrar que se les estaba ocultando una parte importante del patrimonio. Era una familia grande en la que todos se estaban demandando entre sí. En aquel caso no sería necesario arriesgar la vida ni algún miembro del cuerpo, y eso siempre era una ventaja. Salió del despacho de Archer y se dirigió al suyo. Mientras recorría el pasillo, escribió a Lucas un mensaje.

 

Joe: Te voy a enviar por correo electrónico la información de nuestro nuevo caso.

Lucas: Ya la tengo. Has llegado tarde.

Joe: ¡Dos minutos!

Lucas: Da igual. Te toca pagar.

 

Quien llegara tarde tenía que invitar a donuts. Mierda. Joe le envió un mensaje a Tina, la dueña de la cafetería que había en el patio y le pidió más donuts, porque a Lucas había que pagarle con donuts o con tiempo de pelea en el ring. Joe había recibido entrenamiento en artes marciales mixtas, pero ni siquiera él podía ganar a Lucas en el ring. Además, le gustaba su cara tal y como la tenía. Así pues, donuts.

Acababa de sentarse en la butaca de su escritorio cuando alguien irrumpió en el despacho.

Kylie.

Llevaba una chaqueta de tipo marinero de color amarillo, llena de pelo de Vinnie, y unos pantalones vaqueros con un roto en la rodilla y unas botas robustas. Estaba preparada para el trabajo y tenía una expresión desafiante. Y no había nada que a él le gustara más que un desafío, sobre todo, si tenía un envoltorio tan bonito: Kylie era una extraordinaria ebanista y tenía el temperamento de una artista, lo cual significaba que no tenía miedo de decir lo que pensaba.

Él se había fijado en Kylie hacía un año, cuando ella había empezado a trabajar en Maderas recuperadas. Había sentido un enorme interés, tanto, que incluso se había detenido de vez en cuando delante de la tienda solo para verla trabajar con aquellas enormes herramientas. Tenía que admitir que volverse loco con aquello era un poco ridículo.

Además, aunque había creído ver una chispa de interés en sus ojos, ella siempre la reprimía con tanta rapidez, que él no sabía si solo era que se estaba haciendo ilusiones. Así que no había querido pensar más en ello.

Hasta hacía tres noches, en una fiesta del pub O’Riley’s, que estaba en el patio del edificio. La fiesta era para Spence y Colbie. Habían cantado en un karaoke con algo de alcohol en el cuerpo y habían jugado al billar y, al final, aunque Joe no pudiera creérselo, se habían dado aquel beso tan abrasador.

Habían salido a tomar un poco de aire fresco a la vez. Estaban mirando la fuente y, al minuto siguiente, estaban en el callejón. Ella se había girado hacia él, le había mirado los labios con anhelo y, al instante, los dos estaban intentando tragarse las papilas gustativas del otro.

Él llevaba desde ese momento intentando negarse la realidad a sí mismo: que la deseaba desde hacía mucho tiempo.

Sin embargo, desde el beso, ella se había dedicado a ignorarlo, cosa que le molestaba, a decir verdad.

–Buenos días –le dijo–. Deja que lo adivine. Has venido por otro beso –añadió, sonriendo–. Siempre vuelven por más.

Ella entrecerró los ojos y se quedó mirándolo fijamente a medio camino entre la puerta y su escritorio. Parecía que quería matarlo.

–Muda –dijo–. Me gusta.

Entonces, Kylie se puso en jarras.

–He venido por una cuestión de trabajo.

–Decepcionante –replicó él.

Ella soltó una carcajada irónica.

–Vamos. Los dos sabemos que yo no soy tu tipo.

Era lista. Dura. Sexy. Y todo eso, sin saberlo. Era exactamente su tipo.

–¿Por qué piensas eso?

–Porque no voy a medio vestir ni tengo unas tetas postizas de tamaño gigante.

Él sonrió. Le estaba tomando el pelo y, por algún extraño motivo, a él le encantaba.

–Además, no eres demasiado simpática –dijo–. Y a mí me gusta la simpatía.

–Um… Seguro que la simpatía está en tu lista de prioridades justo detrás de… ¿una buena personalidad?

Él se echó a reír.

–Tan joven y tan sarcástica. Tienes una opinión muy mala de mí.

–Sí, tengo la costumbre de pensar siempre lo peor –respondió Kylie, y dejó un sobre en su mesa–. Necesito contratarte para que encuentres una cosa.

Como parecía que hablaba en serio, él tomó el sobre y lo abrió. Dentro había una fotografía Polaroid de algo que parecía un pingüino de madera cayendo del Golden Gate al agua.

–Necesito que encuentres esa figura tallada.

Él la miró, y volvió a mirar la foto.

–Qué gracioso.

–No estoy de broma.

Él volvió a mirarla, y se encontró con una expresión solemne. Sus ojos, de color marrón claro tenían una mirada muy seria. Ella estaba ojerosa y no, no parecía que estuviera de broma.

–Está bien. ¿Qué es lo que estoy viendo?

–Es una figurita de madera de un pingüino. Mide diez centímetros. Me la robaron ayer.

–¿Y por qué no llamas a la policía?

–Porque se reirían de mí –dijo ella. Al ver que él también quería echarse a reír, Kylie suspiró–. Quiero recuperar la figura, Joe.

–¿De verdad? ¿Igual que yo quería comprar el espejo ayer para Molly?

–Con respecto a eso… Si haces esto por mí, si encuentras mi figurita, te haré un espejo nuevo para Molly.

–Entonces, ¿es que estamos haciendo un trato?

–Sí.

Interesante. La miró a los ojos, que eran del mismo color que el whiskey que él había estado bebiendo antes de que se dieran aquel famoso beso, y pensó: «¿Por qué demonios no iba a hacerlo?». Teniendo en cuenta que, normalmente, en sus trabajos solía haber muerte y violencia, y que tenía que tratar con la escoria de la población, aquello podía ser un alivio. Ayudaría a aquella chica tan mona y alocada y, además, podría hacerle a su hermana el regalo de cumpleaños que quería.

–De acuerdo.

–¿De acuerdo? –preguntó ella, aún muy seria–. ¿Tenemos un trato?

Claramente, había algo más que Kylie no le estaba contando. Para empezar, él se dio cuenta de que sus ojeras no tenían nada que ver con el hecho de que se sintiera molesta por tener que hablar con él. Estaba nerviosa. Lo disimulaba bien, pero estaba asustada, y eso hizo que él reaccionara.

–¿Cuándo lo viste por última vez? –le preguntó.

–Si lo supiera, no estaría aquí.

Joe suspiró.

–¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido?

–Anoche, justo antes de cerrar la tienda. Lo vi ayer por la mañana, así que pudo desaparecer en cualquier momento del día. El problema es que yo dejo el bolso debajo del mostrador, pero algunas veces, si tengo que ocuparme de la tienda, estoy en el taller hasta que entra algún cliente, y puede que no me dé cuenta inmediatamente.

–Entonces, tu bolso no siempre está vigilado.

–Eso es.

Él no se molestó en decirle que tenía suerte de que aquello no le hubiera ocurrido antes. Kylie ya lo sabía. Lo tenía escrito en la cara. Y también estaba claro que detestaba tener que pedirle ayuda.

–Pero ¿por qué iba a robarte alguien esta figura y a enviarte esta foto?

–No lo sé, y no me importa. Quiero recuperarla.

–Sí, sí importa.

–¿Por qué?

–Porque sí. Me da la sensación de que no conozco las partes buenas de esta historia. ¿Va a ser esto como el juego Clue? ¿El coronel Mustard en la biblioteca con la pistola?

Ella se puso en pie.

–Esto no es ningún juego, Joe. Y, si no vas a ayudarme, ya encontraré a alguien que quiera hacerlo –dijo, y se fue hacia la puerta.

En aquel momento, Joe se dio cuenta de que había encontrado a alguien más obstinado que él mismo. Y, según sus amigos y su familia, eso era imposible.

Capítulo 4

 

#AspirabaAlTítulo

 

 

 

 

Joe alcanzó a Kylie justo cuando salía de su despacho. La agarró por la muñeca y la obligó a que se volviera hacia él.

–No he dicho que no fuera a ayudarte, Kylie.

Cuando él pronunció su nombre, ella le miró los labios. Y, en aquel instante, él se dio cuenta de que ella se acordaba perfectamente de su beso.

–Entonces, ¿vas a ayudarme?

–Sí, te voy a ayudar.

–A cambio del espejo –le dijo ella; claramente, no se fiaba de él, y quería dejar bien claros los términos del acuerdo–. Nada más.

Él sonrió.

–¿Y qué tiene eso de divertido?

Ella entrecerró los ojos.

–Dilo, Joe.

Él se rio.

–Está bien, está bien. Mi ayuda a cambio del espejo. ¿Sabes una cosa? Puede que seas la mujer más cabezota que he conocido, y eso ya es decir mucho.

–Haz el favor de no compararme con las mujeres con las que sales –le dijo ella–. O lo que hagas con ellas. Todos sabemos que solo te acuerdas de cómo se llaman porque las llevas a la cafetería por las mañanas y ves su nombre escrito en los vasos de café.

Bueno, en cierta época de su vida, eso era cierto, pero estaba empezando a tomarse las cosas con más calma. Acababa de cumplir treinta años y ya no se divertía tanto ligando. Aunque eso no iba a reconocerlo delante de Kylie.

–Para ayudarte en esto necesito que me des algunos detalles. Todos, en realidad.

–Está bien.

Entraron de nuevo en el despacho, y ella pasó de largo las sillas de las visitas y se acercó a la ventana para mirar al patio.

–Ese pingüino no vale nada, salvo para mí –le dijo–. Era de mi abuelo, y es lo único que tengo de él.

–Tu abuelo Michael Masters, ¿no?

–Sí.

–Era un artista. Un ebanista como tú. ¿Tienen valor sus obras?

–No la tenían –dijo ella, sin volverse–. Por lo menos hasta que murió, hace casi diez años.

Por su tono de voz, que era cuidadosamente monótono, él supo que aquello no era ninguna broma para ella.

–¿Cuántas figuras hay como esa?

–Yo solo conozco esta. Mi abuelo me la hizo a modo de juguete. Me dijo que los pingüinos se quedan con sus familias para siempre. Creo que una vez mencionó que había otro pingüino, pero yo nunca lo vi.

–¿Y quién sabía que existía este?

–Nadie. El pingüino era un juguete para que yo me divirtiera de pequeña. Que yo sepa, nunca hizo ningún otro para vender.

Sin embargo, estaba claro que había otra persona que sí lo sabía. Kylie se dio la vuelta y lo miró. Al ver su expresión de vulnerabilidad y dolor, Joe se quedó sin aliento. Mierda. Iba a hacer aquello de verdad. Iba a buscar un pedazo de madera. Él nunca tomaba sus decisiones basándose en la emoción, por lo menos, desde aquel lejano día en que tuvo que buscar a su hermana. Se dejó dominar por las emociones, y estuvo a punto de hacer que la mataran.

–Cuéntame más cosas de tu abuelo.

–Murió en un incendio en su taller.

–¿Estabais muy unidos?

–Sí. Yo vivía con él en aquel momento.

–¿Y tú resultaste herida?

–No estaba allí aquella noche.

Joe percibió toda la culpabilidad de su tono de voz. Con el corazón encogido, le dijo:

–Vaya, Kylie, lo siento muchísimo.

–Fue hace mucho.

Sí, pero él sabía muy bien que el tiempo no curaba aquellas cosas.

–¿Y tus padres?

–¿Qué quieres saber de mis padres?

–¿Por qué vivías con tu abuelo, y no con ellos?

Kylie se encogió de hombros.