E-Pack HQN Jill Shalvis 2 - Jill Shalvis - E-Book

E-Pack HQN Jill Shalvis 2 E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

Noches de invierno Nadie pensaría que el caso de un Santa Claus malvado era el regalo de Navidades perfecto, pero Molly Malone, la encargada de la administración de Investigaciones Hunt, no era como la mayoría de la gente. Además, a ella le iría muy bien poder distraerse de las fantasías que tenía desde que había pasado la noche con su amor secreto. Jugando a enamorarse Si tienes pensado dar el salto y enamorarte será mejor que estés seguro de que haya alguien esperando para agarrarte.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack HQN Jill Shalvis 2, n.º 238 - marzo 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-652-3

Índice

Noches de invierno

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Jugando a enamorarse

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

#TraviesoOBueno

 

Lucas Knight tardó más de lo debido en darse cuenta de que había una mujer en su cama, porque tenía una resaca espantosa. Y, para empeorar aún más la situación, no recordaba absolutamente nada de lo que había ocurrido la noche anterior. Rápidamente, se puso a recapitular. En primer lugar, había un hatillo de curvas dulces y suaves pegado a él. En segundo lugar, tenía la sensación de que se le iba a separar la cabeza del cuerpo. Y, en tercer lugar, el costado le dolía como si le hubieran pegado un tiro.

Hacía dos semanas, en el trabajo, se había visto atrapado en un fuego cruzado, y aún no tenía autorización médica para dedicarse a algo que no fueran tareas ligeras. Obviamente, la noche anterior había pasado por alto esa orden, puesto que estaba palpando un trasero agradable, cálido, femenino.

«Piensa, hombre».

Con esfuerzo, recordó que se había tomado un analgésico antes de ir al pub O’Riley para reunirse con algunos amigos. En el pub se había encontrado con un cliente a quien hacía poco tiempo había ayudado a evitar pérdidas millonarias debido a un caso de espionaje industrial. El cliente había pedido unos chupitos para brindar por Lucas y… Mierda.

Sabía perfectamente que no había que mezclar analgésicos y alcohol, así que había vacilado, pero todos lo estaban esperando con los vasos levantados. Pensando que con un solo chupito no iba a ocurrir nada, había apurado el trago.

Estaba claro que se había equivocado, y esa equivocación le había metido en un buen lío, algo que llevaba años sin ocurrirle. No había vuelto a ocurrirle desde que habían matado a su hermano Josh. Dejó eso para otro momento, o para nunca, y abrió un ojo. La luz del sol que entraba por la ventana le atravesó la retina, así que volvió a cerrarlo inmediatamente.

Respiró hondo, reunió fuerzas y, en aquella ocasión, abrió los dos ojos. Estaba desnudo y completamente destapado. Y la mujer que había a su lado estaba enrollada en su edredón.

Qué demonios…

Poco a poco, comenzaron a filtrarse algunas imágenes en su cerebro. Le había ganado doscientos dólares al billar a su jefe, Archer, el director de Investigaciones Hunt, donde él trabajaba de especialista en seguridad.

Bailando con una morena muy atractiva…

Y, luego, subiendo las escaleras hacia su piso, pero no a solas.

Le dolía demasiado la cabeza como para recordar algo más, pero, claramente, la morena no solo había subido con él, sino que se había quedado. Como estaba demasiado cerca y envuelta en el edredón, no conseguía verle la cara. Lo único visible era una melena castaña, ondulada y brillante asomándose por la parte superior del edredón.

Aguantando la respiración, Lucas se alejó lentamente hasta que pudo levantarse de la cama.

El pelo de la morena ni siquiera tembló.

Con un suspiro de alivio, se puso la ropa que había dejado en el suelo la noche anterior, jurándose que no iba a volver a tomar analgésicos ni a beber alcohol en toda su vida, y se dirigió a la puerta.

Sin embargo, no fue capaz de hacerlo. No fue capaz de ser ese tipo que se marchaba sin despedirse, así que se detuvo y entró en la cocina para hacerle, por lo menos, un café. Dejarle cafeína era un buen gesto, ¿verdad? Pues sí, pero… Mierda. Se había quedado sin café. No era de extrañar; generalmente, lo tomaba en el trabajo, porque Molly, la encargada de la administración de Investigaciones Hunt, hacía el mejor café del mundo.

Y, ya que una de las ventajas de vivir en el cuarto piso del Edificio Pacific Pier y trabajar en el segundo piso era la comodidad, le envió un mensaje a la maestra del café: ¿Hay alguna posibilidad de que enviaras una taza de café a través del montaplatos?

Unos segundos más tarde, oyó un teléfono móvil que sonaba con un tono desconocido en su habitación, y se quedó helado. Si quería salir de allí antes de tener que enfrentarse a la incomodidad de la mañana del día siguiente, se le estaba acabando el tiempo.

Como no tenía respuesta de Molly, optó por el plan B y garabateó rápidamente una nota: Lo siento, tenía que irme a trabajar, tómese su tiempo.

Luego vaciló. ¿Sabría ella su nombre, por lo menos? Como no tenía ni idea, añadió: Dejo dinero para un Uber o Lyft. Lucas.

Puso algo de dinero junto a la nota e hizo un mohín, porque sabía que seguía siendo un completo idiota. Se quedó mirando su teléfono.

Molly no había respondido todavía, lo que significaba que no le iba a salvar el pellejo. Era inteligente, aguda e increíble en su trabajo, pero, por motivos desconocidos, no estaba precisamente interesada en complacer a nadie, y menos a él.

Salió de casa y cerró la puerta.

El Edificio Pacific Pier tenía más de cien años y estaba en el centro del barrio Cow Hollow de San Francisco. Era una construcción de cinco pisos, de adoquines, vigas de hierro y grandes ventanales, erigida alrededor de una fuente legendaria. En el piso bajo y el segundo había tiendas y empresas. Las plantas tercera y cuarta tenían un uso residencial y el quinto y último piso estaba ocupado por su amigo Spence Baldwin, dueño del edificio.

En aquella época del año, todo estaba decorado para Navidad, como si fuera a rodarse allí una película de Hallmark.

Lucas bajó a paso ligero los dos tramos de escaleras que había hasta el segundo piso, pasó por delante de la oficina de la administración del edificio y de las oficinas de una ONG, y llegó a la puerta de Investigaciones Hunt. Iba preparado para que Molly, que estaría ya detrás del mostrador de recepción, le echara una buena bronca, no solo por haberle enviado aquel mensaje de texto, sino por el hecho de que hubiera aparecido por allí. Estaba de baja desde el día del tiroteo y no debía volver a trabajar hasta la semana siguiente, y eso, si el médico le daba el alta. Sin embargo, no era capaz de quedarse un día más en casa, algo que no tenía nada que ver con la desconocida que había en su cama.

O, por lo menos, no todo.

Se pasó una mano por la barba incipiente. Estaba muy tenso, algo que, para ser un tipo que se había dado un revolcón la noche anterior, no tenía mucho sentido.

Tampoco tenía sentido que, junto a la puerta de Investigaciones Hunt, en un banco, hubiera dos ancianas disfrazadas de elfos. De elfos que hacían punto.

El elfo izquierdo estaba tejiendo una media de Navidad, y el de la derecha, algo que todavía era demasiado pequeño como para que él pudiera verlo. Ambos elfos sonrieron a modo de saludo, con los labios cubiertos de pintura roja muy brillante. El de la izquierda tenía una mancha de pintura en los dientes, y la gorra le temblaba sobre el pelo blanco.

El elfo derecho sacó su teléfono móvil.

–Acabo de recibir un mensaje de Louise –le dijo al elfo izquierdo–. «No lleguéis tarde a trabajar esta noche, Santa Claus se ha convertido en el Grinch. Dios Santo» –leyó. Después, alzó la vista y vio a Lucas–. Vaya, hola, joven. Estamos esperando a Molly. Tenemos un problema con un Santa Claus malvado y ella nos dijo que nos veríamos aquí.

–Un Santa Claus malvado –repitió Lucas, preguntándose si, tal vez, todavía seguía metido en la cama y lo estaba soñando todo.

–Sí. Trabajamos para él. Obviamente –añadió el elfo derecho, señalándose a sí mismo.

–Son ustedes… elfos de Santa Claus –dijo él, lentamente–. Y trabajan para él en… ¿el Polo Norte?

–Sí, claro –respondió el elfo izquierdo con un resoplido–. No, trabajamos aquí, en la ciudad, como tú, en el Pueblo de la Navidad, en Soma. Con trajes demasiado ajustados y por muy poco sueldo. Cariño, ¿no te dijo tu madre que Santa Claus no existe?

Bueno, al menos, no creían que fuesen elfos de verdad. Eso era todo un alivio. Él tenía un tío abuelo que algunas veces pensaba que era Batman, pero solo las noches que se bebía los cheques de la seguridad social con sus amigos.

–Santa nos dijo que nos daría la mitad de los beneficios para donarlas a las ONGs que nosotras quisiéramos. El año pasado, ganamos mucho, tuvimos tantos beneficios que pudimos hacer unas buenas donaciones e ir a pasar un fin de semana largo en Las Vegas.

El elfo izquierdo asintió con una sonrisa.

–Yo todavía tengo la ropa interior de Elvis que llevaba el imitador de la fiesta a la que nos invitaron. ¿Te acuerdas, Liz?

Liz asintió.

–Sí. Pero este año no vamos a tener nada de eso. Santa Claus dice que no hay beneficios, que casi no llega a cubrir costes. Pero eso no puede ser cierto, porque acaba de comprarse un Cadillac nuevo. Molly es mi vecina, ¿sabes? No, él no sabía nada. Se le daban bien ciertas cosas, como investigar y encontrar a los tipos malos del mundo, y hacer justicia. Se le daba bien cuidar de su pequeña familia. Se le daba bien, cuando estaba de humor, cocinar. Y, en su opinión, también era bueno en la cama.

Sin embargo, lo que no se le daba bien era desenvolverse en las situaciones sociales en las que había que mantener una charla cordial con otra gente, y menos con dos señoras mayores vestidas de elfo.

–En realidad, Investigaciones Hunt no acepta este tipo de casos –dijo.

–Pero Molly nos dijo que es una agencia de seguridad e investigación de elite y que trabaja para quien los necesite.

Eso no era estrictamente cierto. Muchos de los trabajos que hacían eran rutinarios, como investigaciones para compañías de seguros, investigaciones de asuntos criminales, vigilancias y comprobaciones de la situación real de las empresas. Sin embargo, había otros casos que no tenían nada de rutinarios, como investigaciones forenses, detenciones de presos que cometían un quebrantamiento de las condiciones de la libertad condicional, contratos de trabajo para el gobierno…

Cazar a un Santa Claus malvado no estaba en aquella lista.

–¿Sabes cuándo va a llegar Molly? –preguntó el elfo izquierdo. Lo estaba mirando a él, pero seguía tricotando a la velocidad de la luz–. Vamos a esperarla.

–No sé cuál es su horario –respondió Lucas.

Y era cierto. Investigaciones Hunt tenía un director que era el tipo con más mal genio que él hubiera conocido. Se llamaba Archer Hunt, y en su equipo solo cabían los mejores. Lucas se sentía honrado de formar parte de aquel equipo. Todos ellos, incluido él, estaban dispuestos a interponerse entre una bala y su compañero, y algunos, incluso, lo habían hecho.

En su caso, era algo literal.

La única mujer que había en la oficina era Molly Malone, que tenía el mismo valor que ellos, aunque en otro sentido. Ella era la que los mantenía a todos alerta. Nadie se atrevería a entrar en sus dominios y meter la mano en sus cosas para ver cuál era su horario. Sin embargo, por lo menos, él podía preguntarlo.

–Voy a ver a qué hora suele llegar –dijo, y entró en la oficina.

Encontró a Archer y a Joe comiendo donuts en la sala de descanso. Tomó uno, asintió para saludar a Archer y miró a Joe, uno de sus mejores amigos y, también, su compañero de trabajo.

–¿Dónde está tu hermana?

Joe se encogió de hombros y tomó otro donut.

–No soy su canguro. ¿Por qué?

–Ahí fuera hay dos elfos que están esperando para hablar con ella.

–¿Todavía? –preguntó Archer, y cabeceó–. Ya les he dicho que no aceptaba su caso –dijo, y salió al corredor.

Lucas lo siguió, porque, si él tenía poca habilidad para las relaciones sociales, Archer no tenía ninguna.

–Señoras –les dijo Archer–. Como ya les he explicado, nosotros no trabajamos en casos como el suyo.

–Oh, ya lo hemos oído –dijo el elfo izquierdo–. Solo estamos esperando a Molly. Ella nos prometió que nos ayudaría personalmente si usted no lo hacía.

Archer puso cara de frustración.

–Molly no lleva ningún caso en la agencia. Es la encargada de la administración.

Los elfos se miraron y recogieron su labor.

–Muy bien –dijo el elfo izquierdo–. Entonces, vamos a verla a su casa directamente.

Archer esperó a que se hubieran metido al ascensor, y se volvió hacia Lucas.

–¿Por qué has venido?

–Vaya, yo también me alegro de verte, jefe.

–Permíteme que te lo pregunte de otro modo. ¿Qué tal tienes el costado? Ya sabes, ahí donde recibiste un balazo.

–Ya no tengo herida de bala. Se ha quedado en un arañazo. Me he recuperado lo suficiente como para volver a trabajar.

–Um… –murmuró Archer, que no se había quedado muy impresionado. Más bien, se había puesto de peor humor todavía–. No he recibido el alta de tu médico.

Lucas tuvo que contener un gesto de contrariedad. Su médico le había dicho repetidas veces que tenía que seguir de baja una semana más.

–Tenemos una pequeña diferencia de pareceres.

–Mierda –dijo Archer, y se pasó una mano por la cara–. Sabes que no puedo ponerte a trabajar mientras él no te dé el alta.

–Si me quedo en casa otro día más, me vuelvo loco.

–Solo hace dos semanas que te pegaron un tiro. Estuviste a punto de desangrarte antes de llegar al hospital. Hace muy poco tiempo de eso.

–Eso es prácticamente un episodio de la antigüedad.

Archer cabeceó.

–De eso, nada. Y te dije que abortaras la misión. En vez de eso, enviaste al equipo a un lugar seguro y te metiste solo en ese barco, sabiendo que se estaba quemando porque los culpables querían que se hundiera para cobrar el seguro.

–Entré porque sabía que todavía quedaba alguien a bordo –respondió Lucas–. Querían incriminar a un adolescente que se había refugiado allí y se había quedado dormido viendo la tele. Si no lo hubiera sacado, habría muerto.

–Y, en vez de eso, el que estuviste a punto de morir fuiste tú.

Lucas exhaló un suspiro. Habían tenido aquella discusión en el hospital. Y, desde entonces, otras dos veces más. No quería volver a hablar de ello, porque, además, no se arrepentía de haber desobedecido aquella orden directa.

–Salvamos a un chaval que era inocente. Tú habrías hecho lo mismo. Cualquiera de nosotros habría hecho lo mismo.

Archer miró a Joe, que había guardado silencio durante toda la conversación.

Joe se encogió de hombros, admitiendo que sí, que él habría hecho mismo. Y Archer, también. Lucas lo sabía perfectamente.

–Mierda –dijo Archer, por fin–. De acuerdo. Voy a dejar que trabajes, pero solo algo ligero, hasta que el médico me diga personalmente que ya estás al cien por cien.

Lucas no se atrevió a sonreír, ni a dar un puñetazo al aire en señal de triunfo.

–Muy bien.

A Archer se le pasó el mal humor. Sonrió ligeramente.

–Todavía no sabes cuál es el trabajo ligero que te voy a encomendar.

–Cualquier cosa será mejor que seguir en casa –dijo él, fervientemente.

–Me alegro de que digas eso –respondió Archer, y señaló con el dedo hacia la puerta–. Molly va a querer que nos tomemos en serio a esos elfos. Lleva meses pidiéndome que le asigne un caso, pero todos han sido demasiado arriesgados hasta el momento.

Lucas se frotó el costado. Lo que había dicho Archer era la pura verdad.

–¿Y?

–Y tú vas a tener que asegurarte de que no acepta el caso de los elfos. Todavía no está preparada.

Joe asintió, y a Lucas se le escapó una carcajada seca. Entendía por qué el jefe de Molly no quería permitir que se hiciera cargo de un caso, pero su hermano, Joe, debería tener más sentido común.

–Pero vosotros la conocéis, ¿no? –les preguntó Lucas–. Nadie puede decirle a Molly lo que tiene que hacer.

–Improvisa –respondió Archer, sin dejarse conmover–. Y ten en cuenta que todavía estás de baja, así que ten cuidado –añadió. Después, miró a Joe–. Danos un minuto.

Joe miró a Lucas y salió de la habitación.

–¿Tienes algo más que decirme? –le preguntó Lucas a su jefe

–Sí. No estropees esto. Y no te acuestes con ella.

Por supuesto, él nunca había sido demasiado exigente con respecto a las mujeres, pero en aquella ocasión estaban hablando de Molly. Era la hermana pequeña de un amigo y compañero de trabajo, lo cual significaba que no estaba dentro de sus límites. Por lo menos, de día.

De noche era otra cosa, porque Molly había aparecido en varios de sus sueños y fantasías. Era su secreto, porque le gustaba estar vivo.

–No, por supuesto que no. Nunca me acostaría con ella.

Archer miró hacia atrás para asegurarse de que Joe se había marchado.

–Elle y yo te vimos tonteando con ella ayer, en el pub.

–¿Qué?

–Sí. ¿En qué demonios estabas pensando? Tuviste suerte de que Joe llegara tarde.

¿Que él había tonteado con Molly? ¿Se había vuelto loco? Hacía mucho tiempo que había aprendido a ignorar la corriente de electricidad que había entre ellos, porque no tenía intención de mezclar trabajo y placer, y menos en hacerle daño a Molly.

Porque sabía que, al final, iba a hacerle daño.

Eso, sin tener en cuenta lo que le haría después Joe a él. Y, si Joe no lo mataba, Archer estaría encantado de rematarlo. Los dos tendrían derecho. Pero él no iba a pensarlo. Su trabajo ya había sido un obstáculo insalvable, en varias ocasiones, entre la mujer de sus sueños y él, así que había cambiado de prioridades. Adoraba a todas las mujeres, no solo a una.

Salvo que… En algunas ocasiones, como hacía dos semanas, cuando había estado a punto de morir en el trabajo, sabía que estaba engañándose a sí mismo. Durante aquella baja, por ejemplo, se había sentido más solo de lo que quería admitir. Veía a tipos como Archer y Joe, que habían conseguido que sus relaciones sentimentales funcionaran, y se preguntaba qué era lo que estaba haciendo mal.

Pensó en la mujer a la que había dejado en su cama. Tal vez, para empezar, debiera recordar el nombre de las mujeres con las que se acostaba.

–De verdad –le dijo a su jefe–, no ocurrió nada con Molly anoche.

–Um…

–No, de verdad. Parece que estuve con otra persona.

Archer enarcó las cejas.

–¿La morenita nueva de la barra? –preguntó. Después, le dio una palmadita en el hombro a Lucas–. Bueno, pues me alegro de saber que no vas a tener que morir hoy.

–Bueno, la verdad es que, cuando Molly se entere de que me has puesto a vigilarla, nos va a matar a los dos.

–Por eso no se va a enterar.

Lucas se quedó mirando fijamente a Archer.

–¿Se supone que no puedo contárselo?

–Exacto. Ya lo vas entendiendo.

Él no sabía mucho del pasado de Molly, salvo que le había ocurrido algo malo hacía mucho tiempo y que todavía tenía cierta cojera a causa de lo sucedido. Joe nunca hablaba de la difícil infancia que habían tenido su hermana y él, pero a los dos les costaba mucho confiar en los demás. Cabeceó y miró a Archer con un gesto de contrariedad.

–Esto es mucho peor que una vigilancia.

–¿Es peor que la muerte? –preguntó Archer.

Mierda.

Lucas bajó de nuevo las escaleras para darse una ducha y cambiarse de ropa. Necesitaba tener la cabeza clara cuando se encontrara con Molly, además de llevar preparada una buena historia, porque no podía decirle la verdad. Y eso iba a ser difícil, porque Molly era muy lista, demasiado lista.

Entró en su habitación, encendió la luz y se quedó helado.

La morena todavía estaba en su cama.

La luz la despertó. Dio un jadeo y se incorporó de golpe, sujetando la sábana con las dos manos por debajo de su barbilla. Tenía el pelo revuelto alrededor de la cara.

Y no era una cara desconocida.

Era la cara de Molly.

Molly era quien estaba en su cama. Lo primero que pensó Lucas fue: «Oh, mierda». Lo segundo, que, después de todo, sí iba a morir aquel día. Lenta y dolorosamente.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

#NoSabenQueSabemosQueLoSaben

 

Molly Malone no tenía mucha experiencia a la hora de afrontar la mañana siguiente. No le gustaba demasiado salir. En realidad, lo que más le apetecía después de trabajar era ponerse ropa cómoda y relajarse, no tener que arreglarse y salir con cualquier tipo que pensara que a la tercera cita ya tenía que pasar por la cama.

La noche anterior había sido diferente por varios motivos. Uno de aquellos motivos estaba a los pies de la cama. Tenía el pelo revuelto y un gesto hosco, y las manos, en las caderas. Llevaba unos pantalones de estilo militar muy arrugados, y la misma camiseta negra de la noche anterior, una camiseta que marcaba sus músculos y que podía hacerle la boca agua a cualquier mujer.

Pero no a ella. Ella alzó la barbilla al notar su tenso silencio. Lucas era hombre de pocas palabras. Era capaz de decir mucho más exhalando un suspiro de fastidio.

–¿Qué pasa? –le preguntó.

–Estoy… confundido.

Seguramente, eso no era fácil de admitir para un tipo que siempre sabía lo que tenía que decir y lo que tenía que hacer. Sin embargo, tenía que admitir que verlo así, un poco desconcertado, la atraía. Sí, algunas veces, a ella le gustaba vivir en el lado salvaje de la vida.

–¿Y por qué estás confundido?

Él clavó sus cálidos ojos de color castaño en los de ella, pero no respondió.

–Anoche no parecía que estuvieras muy confundido –dijo Molly con más arrogancia de la que en realidad sentía.

Él frunció el ceño. Pero, además, palideció. Y eso, teniendo en cuenta que había heredado su precioso color oscuro de piel de su madre brasileña, era toda una hazaña.

–A lo mejor deberías contarme lo que ocurrió anoche –le dijo Lucas.

–Tú, primero. ¿Qué recuerdas?

–Estábamos en el pub –dijo él, y volvió a arrugar el ceño–. Y, después, me desperté en la cama contigo.

Vaya. Uno de los clientes más antiguos de Investigaciones Hunt había aparecido en el pub y había hecho un brindis por Lucas, «que me ha salvado el pellejo y la vida». Entonces, había apurado un chupito de licor y había esperado que Lucas lo siguiera.

Y Lucas lo había hecho.

Después, se había relajado, había dejado de tener su acostumbrada actitud tensa, pero ella era la única que se había dado cuenta. Para asegurarse de que llegara sano y salvo a su habitación, lo había acompañado. Él se había comportado como un listillo y le había estado dando la lata mientras ella le ordenaba que se acostara, y le había preguntado si en otra vida había sido la malvada enfermera Ratchet.

Aquello había dado en el blanco, porque ella había tenido que ser una enfermera malvada durante casi toda la vida para cuidar de su padre.

–Molly –le dijo él, en un tono tirante. Estaba claro que se le había terminado la paciencia.

Muy bien. Quería saber lo que había ocurrido. Y aquella recapitulación podía ser muy divertida.

–Pues, para empezar, me dijiste que siempre habías estado enamorado de mí.

–Es mentira.

Bueno, sí, era mentira. Eso no se lo había dicho. Vaya.

–¿Tan seguro estás de que es mentira? –le preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta. No podía estar muy seguro de no habérselo dicho, porque, cuando ella había conseguido llevarlo hasta casa, ya estaba completamente ido. Y, como siempre lo había visto manteniendo el control de sí mismo al cien por cien, eso la había dejado preocupada.

En realidad, llevaba muy preocupada por él dos semanas, desde que le habían pegado un tiro durante una misión. Al pensarlo, todavía se le encogía el estómago. Según Archer y Joe, Lucas siempre decía que estaba bien, pero tenía unas ojeras muy marcadas, y un aire de tristeza que ella reconocía muy bien.

Era la tristeza de un dolor antiguo y enterrado.

Al recibir aquel balazo, se le habían despertado muy malos recuerdos, y ella lo entendía a la perfección.

Lucas seguía a los pies de la cama, con las manos en las caderas y una expresión de descontento.

–Sigue contándome.

Ella se había criado en una casa llena de testosterona, con su padre y su hermano, y había aprendido desde muy joven a manejar la psicología masculina. Su mejor estrategia siempre había sido utilizar el sentido del humor.

–No sé si debería decirlo. Parece que te va a dar una rabieta –respondió, sonriendo.

Él apretó la mandíbula.

–Yo no tengo rabietas. Quiero saber qué dije exactamente. Y qué hice.

Así que no se acordaba, lo cual representaba a la vez una decepción y una oportunidad.

–Dijiste, y cito textualmente: «Voy a volverte loca, nena».

Él cerró los ojos y murmuró algo sobre ser hombre muerto…

Sin embargo, ella se dio cuenta de que no había dudado que la había seducido. Interesante. Incluso… emocionante. Aunque no cambiara nada las cosas. No estaba interesada en él, y punto. Sentir interés por él significaba ponerse en una situación de riesgo y vulnerabilidad.

Y eso no iba a volver a suceder. Nunca.

No. Ya tenía veintiocho años y había aprendido la lección, gracias.

Pero empezó a sentirse un poco insultada por la actitud de Lucas…

–No estoy segura de cuál es el problema –dijo.

–¿Me estás tomando el pelo?

Su voz sonaba ronca y sexy, demonios. Y estaba claro que todavía no había probado la cafeína.

Y ella, tampoco. Peor aún, la noche anterior no se había desmaquillado a causa del estrés y la preocupación por el hombre que tenía delante, así que, seguramente, parecía un mapache.

Un mapache muy despeinado.

Ignoró a Lucas y apartó el edredón. La ropa de cama de Lucas era de muy buena calidad; iba a tener que pedirle a Archer que le subiera el sueldo para poder permitirse algo parecido.

De repente, fue como si él se hubiera tragado la lengua, y ella se miró. Como no quería acostarse con la ropa de salir, había tomado prestada una de las camisetas de Lucas. Le llegaba hasta la mitad de los muslos y era más suave que ninguna de sus propias camisetas, y la verdad era que no se la iba a devolver.

–¿Esa camiseta es mía? –preguntó él.

–Sí.

Lo curioso era que, en el trabajo, Lucas era un tipo estoico, imperturbable, calmado. No había nada que pudiera alterarlo. Por el contrario, en aquel momento, no estaba tan tranquilo; pensaba que se habían acostado y, aunque lo estaba disimulando muy bien, tenía un ataque de pánico.

Él miró a la silla y vio su vestido y, debajo, los zapatos de tacón. Sobre los zapatos estaba su sujetador de encaje color champán. Lucas cerró los ojos y se pasó una mano por la mandíbula.

–Estoy perdido.

Ella se cruzó de brazos.

–¿Es que no te acuerdas de nada?

Él abrió los ojos.

–¿Hay mucho de lo que acordarse?

–Vaya –respondió ella, en tono de enfado. No sabía por qué estaba provocando a un oso pardo, pero el hecho de que él se sintiera tan infeliz al pensar que se había acostado con ella le resultaba insultante.

–Por favor, solo dime que todo fue de mutuo acuerdo –dijo él, con una absoluta seriedad.

Bueno, pues si se iba a poner en plan héroe con ella… Molly suspiró.

–Por supuesto que nuestra noche ha sido de mutuo acuerdo.

Él asintió y se sentó en la silla en la que estaba su vestido.

–Eh –prosiguió Molly–. Yo no he dicho que haya estado mal.

–¿Y qué te parece si los dos decimos que no ha ocurrido nada en absoluto?

Ah, no. No iba a dejar que se librara tan fácilmente. Enarcó una ceja.

–¿O que sí?

Quería levantarse ya y vestirse, pero, por las mañanas, la pierna derecha no le funcionaba a la perfección. La tenía entumecida desde la rodilla hasta el muslo, y siempre tardaba unos minutos en llevar a cabo todo el proceso. Y necesitaba un bastón. Tenía un bastón junto a la cama, algo que odiaba. Gimoteaba y jadeaba de dolor mientras se ponía en pie y conseguía, poco a poco, que la pierna le funcionara.

Así pues, no pensaba hacer todo aquello con público. Tenía su orgullo.

–Creo que tu teléfono móvil está sonando en la otra habitación –dijo.

–Mierda –dijo él. La señaló antes de girarse hacia la puerta–. No te muevas de ahí.

Sí, claro. En cuanto salió, ella se levantó de la cama. Como era de esperar, su pierna derecha no aguantó, y ella se cayó de rodillas.

–Ay… Demonios… –susurró, al notar la descarga de dolor por el nervio. Cerró los ojos con fuerza y respiró lentamente para soportar el dolor mientras se levantaba, tal y como había aprendido a hacer.

–No me estaba llamando nadie… –dijo Lucas, mientras entraba de nuevo en la habitación. Rápidamente, se acercó a ella y la ayudó a levantarse agarrándola por las caderas–. ¿Estás bien?

–¡Sí! –exclamó ella.

Le apartó las manos de golpe y trató de apartarlo, pero él era enorme e inamovible, y siguió allí, sujetándola, hasta que, por fin, Molly consiguió que la pierna la sustentara.

–Ya está –murmuró, y dio un par de pasos para alejarse. Era muy consciente de que llevaba muy poca ropa, y de que él era una presencia muy poderosa.

Y, también, de que la estaba mirando con lástima.

–He dicho que estoy bien.

Él alzó las manos.

–Te he oído perfectamente.

–Pero no te lo crees.

–No puedo creerlo, porque estás pálida de dolor –dijo Lucas–. Siéntate.

–No.

–Molly –dijo él, en un tono de frustración–. Por favor.

Entonces, ella cedió y se sentó a los pies de la cama. En aquel preciso instante, la pierna volvió a fallarle, pero ella lo disimuló a la perfección.

–Tenemos que hablar de una cosa –le dijo Lucas, con mucha seriedad.

–No voy a ponerle nota a tu actuación de anoche –replicó ella.

–No es eso… –empezó a decir él, pero, al instante, entrecerró los ojos–. Espera, ¿qué significa eso?

–Nada.

–Entonces, ¿estás diciendo que estuve fatal?

Ella se echó a reír.

–Bueno, si no lo recuerdas, es que no pudo estar muy bien, ¿no?

Por supuesto, ella solo estaba bromeando, pero él frunció el ceño como si nunca se le hubiera pasado por la cabeza el hecho de ser algo menos que asombrosamente bueno.

–¿De qué querías hablar? –le preguntó.

Aunque todavía estaba distraído, cabeceó.

–Había dos elfos esperándote en la entrada de la oficina esta mañana.

Ella enarcó una ceja.

–¿Sigues borracho?

–No, claro que no. Eran tu vecina y una amiga suya. Hablaban de un Santa Claus malvado.

–La señora Berkowitz –respondió ella–. Ha estado trabajando en un pueblecito navideño en Soma y cree que hay algo podrido.

–No puedes llevar ese caso, Molly. Tienes que rechazarlo.

Ella enarcó las cejas.

–Sé que no acabas de decirme lo que tengo que hacer. Aunque hayamos dormido juntos.

Lo dijo para provocar una reacción en él, y lo consiguió.

–Está bien. En primer lugar, esto –dijo Lucas, moviendo un dedo entre ella y él– no ha sucedido.

–Estás muy seguro, ¿eh?

Por el modo en que él abrió y cerró la boca, quedó claro que no estaba seguro de nada en aquel momento. Ahora que ya estaban los dos enfadados, ella se levantó de nuevo, y sintió el mismo dolor en la pierna. No vio la manera de impedir que él notara su cojera, pero se acercó a su ropa de todos modos y empezó a vestirse sin mirarlo.

–¿Te levantas así todas las mañanas? –le preguntó Lucas, en un tono calmado.

–No. Normalmente, me levanto de buen humor, pero, entonces, me encuentro con algún idiota.

–Me refiero a tu pierna –dijo él–. Tienes mucho dolor.

Ella suspiró. En realidad, siempre sentía dolor.

–Estoy bien.

Se puso el vestido por debajo de la camiseta. Después, sin quitársela, porque tenía la intención de quedarse con ella, fue hacia la puerta.

–Tengo que irme.

–Espera –le dijo él, alcanzándola en la puerta–. Con respecto a lo de anoche…

–Sí, ya lo sé. No quieres que se entere nadie y bla, bla, bla.

–Ocurriera lo que ocurriera anoche –replicó Lucas, mirándola con intensidad–, no puede volver a pasar.

Ella se quedó decepcionada, aunque sabía perfectamente que la noche anterior no había pasado nada. Sin embargo, estaba enfadada con él por decirle que no podía volver a suceder, así que dio un resoplido.

–No te preocupes. Con una frasecita como «Te voy a volver loca, nena», no va a volver a pasar.

Él empezó a asentir, pero se detuvo. Hizo un gesto de dolor.

–¿Hice que…? Mierda –musitó. Se miró las botas. Después, miró a Molly a los ojos, con cara de preocupación–. Hice que te sintieras bien, ¿no?

Al pensarlo, ella notó un pequeño cosquilleo en las zonas erógenas, y eso la molestó aún más. Se encogió de hombros.

Él se quedó horrorizado.

–¿No?

Lo cierto era que ella estaba segura de que, si Lucas se lo proponía, conseguiría sin esfuerzo que ella se sintiera bien. Era un tipo listo, con capacidad de resolución, seguro de sí mismo y muy agudo. En el trabajo era muy dinámico y tenía un gran instinto que casi nunca le fallaba, dos cualidades que, sin duda, también le favorecerían en la cama, y a las mujeres que tuvieran la suerte de estar allí con él. Todos aquellos rasgos eran muy atractivos en un hombre… para una mujer normal.

Pero ella no era una mujer normal. Así pues, sonrió una última vez, vagamente, y fue hacia la puerta.

Él posó la palma de la mano sobre la superficie para mantenerla cerrada.

–Aparta –le dijo ella.

–Todavía llevas puesta mi camiseta.

Y, si se la llevaba al trabajo, todo el mundo se daría cuenta de que habían pasado la noche juntos. Se la quitó, se la arrojó y abrió la puerta de par en par.

–Molly –dijo él, con exasperación–. Los elfos. El caso del Santa Claus malvado. Dime que no lo vas a aceptar.

–No puedo decirte eso, porque ya no te hablo –respondió ella.

Bajó las escaleras, pasó por delante de la tienda de artículos para mascotas, la tienda de artículos de oficina y el nuevo centro de spa, y fue directamente a la Tienda del lienzo. Una de las personas que trabajaba allí, Sadie, le había hecho a Molly el único tatuaje que tenía, y de la experiencia había surgido una amistad.

Sadie la saludó con la mano. Estaba con Ivy, la dueña de la camioneta de tacos de la calle que había detrás del edificio. Ivy, como ella, iba a veces a la tienda de tatuajes en busca de calma y cordura, algo que Sadie siempre era capaz de proporcionar junto a una dosis de sarcasmo.

Las dos se habían hecho amigas suyas, y era como si se conocieran de toda la vida.

–¿Cómo va todo? –preguntó Molly.

–Bueno, teniendo en cuenta que es un día laborable… –dijo Ivy, y se encogió de hombros. Bajó de un salto del mostrador y se dirigió hacia la puerta–. ¡Intentad que sea bueno! –exclamo, antes de desaparecer.

–¿Y tú? –le preguntó Molly a Sadie.

Sadie miró el pequeño árbol de Navidad que había puesto en la tienda. Debajo del abeto había varios regalos, y ella suspiró.

–Ninguno de los paquetes que tiene mi nombre ha ladrado todavía, y eso es un poco decepcionante, pero… –dijo. Entonces, se fijó en la ropa de Molly y abrió unos ojos como platos–. Vaya, vaya. Un momento. Ayer llevabas esa ropa cuando te vi. Ayer. ¿Acaso Molly Malone está haciendo el camino matinal de la vergüenza, lo nunca visto?

Molly hizo un mohín.

Y Sadie sonrió.

–Vaya, pues la Navidad ha llegado con antelación para mí. ¿Recordaban su funcionamiento todas tus partes?

–Bueno, en realidad, no es lo que parece.

–Ah… –murmuró Sadie.

–¿Me dejas que me duche aquí?

–Claro –dijo Sadie–. Y, a cambio de los detalles, te dejo ropa limpia.

Aquel era un buen trato, porque Sadie tenía una ropa increíble. Aquel día llevaba un top muy bonito y vaporoso, unos pantalones vaqueros ajustados y unos botines que habrían hecho babear a Molly si no estuviera alterada por la noche y la mañana que había tenido.

–Nada de detalles –le dijo a su amiga–, pero te invito a un café y una magdalena de la cafetería en el primer descanso que tenga si tienes Advil.

Sadie sacó un frasquito de su bolso.

–Bienvenida a la madurez, donde el Advil lo es todo. ¿Quién es él?

–¿Quién?

Sadie puso los ojos en blanco, y Molly suspiró.

–No te lo voy a decir.

Sadie ladeó la cabeza y la observó.

–Lucas.

–Cómo demonios…

A Sadie se le salieron los ojos de las órbitas.

–¿En serio? ¿He acertado? –preguntó, y se echó a reír–. Buena elección –dijo, con cara de aprobación.

–No, no. No es ninguna elección –dijo Molly–. Es…

–¿Guapísimo?

Bueno, sí, eso sí.

–¿Perfecto?

–No –respondió Molly rápidamente–. No es perfecto.

–Pues mejor –dijo Sadie–. El elegido nunca debería ser perfecto.

–Y tampoco es el elegido –dijo Molly–. Eso es absurdo.

Por muchos motivos, uno de los cuales era que, aunque Lucas era increíblemente serio y profesional en el trabajo, fuera del trabajo no lo era. Le gustaba mucho jugar, y tenía un encanto y una manera de flirtear que atraía a las mujeres con facilidad. Pero a ella, no.

Ella tenía problemas para confiar en un tipo como él.

–Bueno –dijo Sadie, asintiendo–. No estás lista para el elegido. Bueno, pues que sea el elegido de una noche. Antes de que venga otra y se lo lleve.

Molly abrió la boca y volvió a cerrarla para no decir nada de lo que pudiera arrepentirse. Como, por ejemplo, que acababa de darse cuenta de que no le gustaba nada la idea de que Lucas se acostara con otra mujer. Y eso era algo muy incómodo, así que tenía que superarlo rápidamente.

Veinte minutos después, cuando entró en la oficina de Investigaciones Hunt, ya no le parecía divertido el jueguecito de dejar que Lucas pensara que se habían acostado. La señora Berkowitz ya no la estaba esperando, pero había otro millón de cosas que sí, como, por ejemplo, una batalla con el seguro de salud de Investigaciones Hunt por una parte de la cobertura del tratamiento médico de Lucas.

A ella le encantaba su trabajo. En su familia no había dinero para ir a la universidad, y, aunque ella tenía pensado sacarse una beca para estudiar, había tenido que abandonar aquellos planes al destrozarse la pierna. Por pura desesperación, había empezado a trabajar de administrativa mientras Joe estaba en el ejército. Había cambiado de trabajo en varias ocasiones y había ido mejorando su capacidad laboral hasta que Joe había vuelto a casa y había conseguido trabajo para él y para ella en Investigaciones Hunt.

Sin embargo, después de pasarse dos años detrás del mostrador de la recepción, quería más. Le había rogado a Archer que le permitiera hacer las comprobaciones de la situación de las empresas y recabar la información necesaria para apoyar las investigaciones, y él se lo había concedido encantado, porque esas dos tareas representaban una sobrecarga de trabajo para los demás. Y ella lo había hecho muy bien, les había proporcionado información muy valiosa durante todo el año. Aunque tenían a un encargado de Tecnologías de la Información, el propio Lucas, ella sabía que podía llegar a ser tan buena como él con un poco de formación.

Seguramente.

De todos modos, aunque le encantaba haber metido un pie en el campo de la investigación, no se sentía satisfecha. Quería algo más.

Quería participar en las misiones.

Archer le había dicho que, aunque era muy inteligente y le agradecía todo lo que estaba haciendo, no podía permitir que resultara herida. Y Joe había sido mucho menos diplomático todavía; directamente, se había negado a hablar de aquel tema con ella. Y lo entendía; la apariencia física era muy poderosa a la hora de crear impresiones, y ella tenía aspecto de debilidad, no de fuerza.

No le quedaba más remedio que demostrarles que estaban equivocados.

–Necesito que nos envíe la documentación por fax –le dijo el agente de seguros, después de tenerla esperando treinta minutos–. Esto ya se lo dije la semana pasada.

–Claro –dijo Molly–. Voy a buscar mi DeLorean para volver a 1987 y recoger mi fax. ¿Es que no puedo enviarles las páginas escaneadas?

–No aceptamos documentación escaneada. Tiene que ser enviada por fax o por correo ordinario.

Necesitaba más cafeína para soportar aquello. Después de la llamada, fue a la sala de personal y se encontró con Archer. Lo señaló con el dedo índice.

–Has echado a esas encantadoras ancianitas que necesitaban que las ayudaras.

–No aceptamos ese tipo de casos.

Ella lo fulminó con la mirada.

–¿Te refieres a los casos de ancianos?

–Estamos ocupados hasta dentro de cinco meses. No tengo a nadie disponible.

–¿O es que no tienes interés?

Archer estuvo a punto de exhalar un suspiro.

–Mira, sé que estás aburrida. Sé que quieres hacer más cosas. Lo entiendo. Estoy trabajando en ello. Pero no voy a asignarte un caso sin que tengas la formación y la experiencia necesarias. Cuando estés preparada, tendrás casos propios, te lo prometo. ¿De acuerdo?

Ella suspiró.

–De acuerdo.

–Eres una empleada muy valiosa de esta agencia, Molly. No estoy tratando de aplacarte. Lo único que te pido es un poco de paciencia hasta que estés lista.

–¿Y estás seguro de que no es al revés? ¿De que tú no estás preparado para mí?

Al oír aquello, Archer se rio.

–El mundo no está preparado para ti –dijo, y se puso serio de repente–. Pero lo estará, y, cuando sucedan las cosas, tú estarás preparada y podrás trabajar con seguridad.

–¿Y mientras?

–Mientras, voy a pedirte que te hagas cargo de la investigación y la información de un par de casos. Ya te lo he enviado por correo electrónico.

Sabía que le estaba arrojando un hueso, pero estaba dispuesta a aceptarlo. Aunque ya se le estaba acabando la paciencia. Y, más aún, cuando se encontró a Joe un poco más tarde.

–No vas a hacerte cargo de ningún caso –le dijo su hermano, mientras le daba un mordisco a un sándwich. Acababa de volver de una operación en la que había tenido que intervenir todo el equipo y tenía tres minutos antes de marcharse a una vigilancia de otro caso.

Su trabajo sí que era interesante, demonios.

–Creo que tengo derecho a hacer el trabajo que yo quiera –respondió con frialdad.

Joe suspiró y bajó el sándwich. Eso de que su hermano apartara la comida era muy raro, y quería decir que se había puesto muy serio.

–Molly, escúchame. No puedo imaginarte a ti haciendo el trabajo que hago yo, corriendo peligro constantemente.

–Pero tú sí lo haces. ¿Crees que yo no me preocupo? ¿O que Kylie no se preocupa? –preguntó ella, refiriéndose a su novia.

–No quiero que te pase nada –respondió él con terquedad.

Las palabras que no pronunció fueron «otra vez». Porque los dos sabían a qué se estaba refiriendo en realidad: a aquel momento de su vida en que ella se había adentrado en su mundo y había estado a punto de morir. Todavía tenía las cicatrices, por dentro y por fuera.

Y él se culpaba por ello.

Pero ella, no.

–Mira, Joe –le dijo, suavemente, con la esperanza de conseguir que la entendiera y terminar de una vez por todas con aquella conversación–. Soy inteligente, tengo recursos y soy fuerte.

Él asintió.

–Todo eso lo he aprendido de ti –le dijo ella, y le apretó una mano. Sonrió al ver que él se quedaba sorprendido–. Tú siempre me has cuidado, Joe. Siempre. Y te lo agradezco muchísimo. Pero estoy bien, ¿de acuerdo? Estoy muy bien. Y ya es hora de que me sueltes, de que me permitas tomar mis propias decisiones.

–No sé si puedo –reconoció él–. Pero lo voy a intentar.

–Inténtalo con todas tus fuerzas –le sugirió ella.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

#SantaMalvado

 

Cuando Molly llegó a casa, aquella noche, estaba agotada. Vivía en Outer Sunset, a veinte minutos del trabajo si no había tráfico. Pero siempre había tráfico.

Cuando subió los pocos escalones que había hasta su apartamento, se encontró a tres elfos esperándola. Se habían multiplicado.

El elfo de menor estatura era la señora Berkowitz, su vecina. El otro elfo era la señora White, la compañera de tricot de la señora Berkowitz. Ella no conocía al tercer elfo, que debía de tener unos diez años menos que los otros dos.

–Buenas noches, señoras –dijo Molly, sonriendo con ganas por primera vez en todo el día–. Qué buen aspecto tienen.

–Gracias, querida –dijo la señora Berkowitz–. Pero tu jefe ha dicho que no aceptaba nuestro caso.

–Sí, ya me he enterado. Lo siento mucho…

–Necesitamos que nos ayudes. Nuestro jefe nos está robando.

Molly se apoyó en la barandilla de su porche.

–¿Saben con certeza que es así?

–Sí. Dice que no hay beneficios y no puede pagarnos, pero tiene dinero. Solo con el bingo ya gana bastante. Yo he visto los fajos de billetes. Necesitemos que nos ayudes –insistió la anciana, con tanta vehemencia, que le temblaron las orejitas de elfo.

Molly miró a la señora White, que asintió. Y, después, miró al tercer elfo.

–Te presento a Janet –dijo la señora Berkowitz, señalando a su amiga, que era una mujer de aspecto amable, un poco rellenita–. Nos oyó hablando del dinero y quiere unirse a la causa.

–¿A la causa? –repitió Molly.

–Sí, a la causa de Santa Claus –respondió la señora Berkowitz, con una expresión muy seria–. Hemos trabajado mucho durante todo el año. No vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras nos roban, eso no está bien.

Si era cierto, no estaba bien en absoluto. Los hombres que formaban parte de su vida no entendían su necesidad de involucrarse, pero deberían. Había aprendido de ellos que había que actuar con ética, aunque nadie más lo creyera.

–Vamos a llegar al fondo de esto –les prometió a las ancianas.

La señora Berkowitz se quedó aliviada.

–Oh, gracias. Te lo agradecemos muchísimo. Y, por supuesto, vamos a pagarte, pero hasta que no tengamos nuestro dinero…

–No se preocupe –dijo Molly–. De todos modos, yo no tengo licencia de detective. Pero, si llegamos al fondo de este caso, tal vez pueda convencer a mi jefe para que me permita conseguirla, así que, ya ven, nos estamos ayudando las unas a las otras.

–Gracias –dijo la señora Berkowitz con fervor–. Eres una bendición.

Varias horas después, Molly estaba sentada en su cama, mirando el ordenador portátil. Había investigado sobre el pueblo de la Navidad, sus propietarios y el salón de bingo. El local del bingo estaba alquilado por la misma empresa que alquilaba el terreno contiguo y el aparcamiento del pueblo de la Navidad. St. Michael’s Bingo. A pesar del nombre de la empresa, no tenía relación con ninguna iglesia ni con ninguna organización caritativa en concreto. Y la señora Berkowitz tenía razón: según las puntuaciones en Yelp y otras críticas, parecía que el bingo tenía mucho público y era muy célebre.

Así pues… ¿por qué no había podido Santa Claus pagar a sus elfos?

¿Y por qué no encontraba los nombres de la gente que dirigía St. Michael’s Bingo? En la página web solo aparecía una fotografía del pueblo y el horario de apertura, además de la dirección. No había otras formas de contacto, ni un número de teléfono.

Molly llamó a la señora Berkowitz.

–¿Quién dirige el pueblo y el salón de bingo?

–Santa.

Molly se frotó el entrecejo.

–¿Y se llama de alguna manera ese Santa Claus?

–Santa.

Molly se echó a reír.

–El tipo que se pone el traje de Santa Claus. ¿Cómo se llama?

–Ah. Nosotras le llamamos Nick el Loco.

–¿Por San Nicolás? –preguntó Molly.

–No, porque está loco.

–¿Y por qué está loco?

–Bueno, para empezar, ha tenido ya cuatro mujeres. Y todas trabajan para él, aunque lo odian. Por eso está loco. Siempre está de mal humor. Si yo tuviera cuatro exmujeres, no querría que trabajaran para mí.

–¿Y este señor tiene algún apellido?

–Seguramente, pero yo no sé cuál es. Podría preguntárselo a alguna de sus exmujeres en el próximo turno. Pero ahora tengo que colgar, cariño. Estoy viendo Jeopardy!

Molly colgó. Tenía que investigar más, pero, para poder hacerlo, necesitaba su ordenador del trabajo y programas informáticos más específicos. Con idea de levantarse muy temprano, se acostó.

Y soñó con unos ojos de color marrón, cálidos y profundos, del mismo tono que su cosa favorita del mundo: el chocolate. Soñó con la deliciosa sonrisa que los acompañaba, y con unas manos que la acercaban a un cuerpo, pero no para dormir…

 

 

A la mañana siguiente, Lucas estaba mirando por los prismáticos y, al mismo tiempo, observando la pantalla de su tableta, en la que podía ver a tiempo real las imágenes del edificio que estaban vigilando, en el que habían instalado cámaras ocultas. Hacía todo lo posible por concentrarse en el trabajo, en vez de en lo cruel que era la vida, que le había dado la oportunidad de acostarse con Molly pero le había negado la posibilidad de recordar ni un solo minuto.

¿Era su cuerpo tan curvilíneo y suave como parecía con aquellos trajes de oficina tan sexis que llevaba siempre?

Y ¿qué llevaba debajo? ¿Encaje? ¿Seda? Él no tenía ninguna preferencia. Le encantaba todo. ¿La habría desnudado lentamente y le habría pasado las manos por todo el cuerpo? ¿La habría besado? ¿Tendría ella aquel sabor tan delicioso que él se imaginaba?

–Aquí hace un calor insoportable –murmuró Joe.

Como su amigo llevaba horas quejándose, Lucas no respondió. Además, Joe tenía razón: allí hacía mucho calor.

–Tengo hambre –dijo Joe.

Lucas bajó los prismáticos y se quitó el auricular de uno de los oídos.

–¿Algo más?

–Se me ha dormido el trasero.

–¿Y qué quieres que haga yo, exactamente? –le preguntó Lucas.

–Era por decir algo –respondió Joe, y exhaló un suspiro–. Llevamos aquí toda la vida.

Se refería a la furgoneta de vigilancia. Estaban a una hora al norte de San Francisco, en Sonoma, en el circuito de carreras Sonoma Raceway. Y, sí, para estar en diciembre, hacía demasiado calor. Además, se les había acabado la comida hacía unas horas.

Él tenía la misión de vigilar y recabar cualquier prueba, pero había recibido órdenes tajantes de mantenerse al margen de cualquier acción. Joe estaba allí para cubrirle las espaldas si las cosas se complicaban.

Y él sentía un gran agradecimiento por tener aquel trabajo, por muy insignificante que fuera.

–Solo era por decir algo –repitió Joe.

–¿Qué es lo que has dicho?

Joe le echó una mirada torva.

–¿Por qué no me has escuchado?

«Porque estoy teniendo fantasías sexuales con tu hermana, que está desnuda debajo de mí, diciendo mi nombre entre gemidos…».

–Esto no va a ocurrir hoy –dijo Joe, mientras se quitaba los auriculares–. La información estaba equivocada.

La información sobre la que se basaba la vigilancia de aquel día la había recopilado Molly, y él la había revisado con minuciosidad.

–El instinto me dice otra cosa.

Y su instinto casi siempre acertaba. Lo había refinado mucho en la Agencia Antidroga, donde había trabajado cinco años de agente encubierto. En varios de sus casos había tenido que investigar grandes fraudes a compañías de seguros, y uno de esos casos había sido el que le había costado el amor de su vida, aunque fuera de manera indirecta.

No iba a pensar en eso.

De cualquier modo, aquella misión iba a ir según lo previsto. Su cliente, un fabricante de automóviles muy importante, tenía un problema. Algunos de sus empleados estaban haciendo horas extra cuando se había resbalado el eje de un camión, que había caído al suelo. Siete de los empleados habían declarado heridas de diferente gravedad, aunque ninguno de ellos hubiera recibido un golpe. Tres de los empleados habían vuelto a sus puestos de trabajo, pero los otros cuatro seguían de baja y habían presentado una demanda contra el fabricante.

Lucas había investigado con ayuda de Molly, ya había descubierto que los cuatro empleados eran amigos de toda la vida, tanto, que hasta iban juntos de vacaciones. Todos tenían la baja médica, pero Molly había encontrado registros de sus tarjetas de crédito que los situaban tres fines de semana seguidos en el circuito de carreras de coches de Sonoma, el Sonoma Raceway.

Estaban tomando clases de conducción de coches de carreras.

–Puede que tengas razón –le dijo Joe, al ver que entraban dos coches al aparcamiento.

De cada uno de los vehículos salieron dos hombres. Por las fotografías y las descripciones que tenían de ellos, Lucas y Joe supieron al instante que se trataba de los trabajadores supuestamente heridos en el accidente laboral.

–Demonios –murmuró Joe, mientras hacía fotografías de los hombres–. ¿Lo tienes?

–Sí –dijo Lucas, sin dejar de grabar en vídeo la entrada de los empleados al circuito–. ¿Todavía quieres marcharte?

–Cállate.

Cuando los hombres hubieron entrado en el circuito, Lucas y Joe salieron de la furgoneta para conseguir más pruebas, y para asegurarse de que los empleados subían de verdad a los coches de carreras.

–Siempre se me olvida lo buena que es –murmuró Joe, mientras ocupaban su sitio de espectadores en las gradas– Molly.

Lucas no respondió. Porque él nunca olvidaba lo buena que era Molly.

Salvo por lo de la otra noche…

Capítulo 4

 

 

 

 

 

#BahPatrañas

 

Lucas y Joe no pudieron enseñarle la grabación de los empleados conduciendo coches de carreras a todo el mundo hasta el día siguiente, después del mediodía. El equipo se había reunido en la sala de juntas para poner en común información sobre una operación que acababan de terminar. Archer, Joe, Lucas, Max, Reyes y Porter, además de Carl, el dóberman de cuarenta y cinco kilos de Max. Todos iban vestidos todavía con la ropa de su última misión, y eso significaba que todavía estaban llenos de adrenalina después de haber terminado una peligrosa operación con éxito.

Lucas no había tomado parte de la acción, pero había estado otra vez ocupándose de la vigilancia, en la furgoneta, lo cual era un asco. Sin embargo, Archer se había negado a permitirle que hiciera algo más hasta que su médico le hubiera dado el alta, algo que no iba a suceder hasta después de una semana más.

Lucas pensó en pedirle a Molly que llamara a su médico y le dijera que él había estado a la altura de la acción unas noches antes, pero, con su suerte, seguro que ella le diría que esa acción no había merecido tanto la pena.

En aquel momento, estaban dando un informe oral de la misión.

–Buen trabajo –les dijo Archer, después de haber oído todo lo que habían hecho–. No podríamos haber resuelto este caso tan rápidamente sin tu ayuda.

Lucas abrió la boca para darle las gracias, pero se dio cuenta de que Archer estaba hablando con Molly.

Ella sonrió al oír aquel cumplido, poco frecuente en su jefe, y Lucas cabeceó ligeramente, pensando que Archer y Joe se equivocaban al intentar cortarle las alas.

Cuando terminó la reunión, todo el mundo se marchó de la sala. Lucas permaneció allí sentado y abrió el ordenador portátil, porque uno de sus cometidos era escribir el informe. Otro motivo para odiar a su jefe.

Su madre lo llamó por teléfono y él puso la llamada en altavoz para poder seguir tecleando.

–Lucas Allen Knight –dijo.

Llevaba cuarenta años en los Estados Unidos, pero todavía tenía un ligero acento de su país natal, Brasil, y el sonido de su voz siempre le hacía sonreír.

Bueno, normalmente.

–Me has estado ignorando –le reprochó a su hijo.

Él exhaló un suspiro.

–Hola, mamá. No, no te he ignorado, lo que pasa es que he tenido mucho trabajo…

–Cariño, no te esfuerces. Sé que este trabajo, al contrario que el anterior, no te exige que estés desaparecido durante semanas.

Era cierto y, en parte, el motivo por el que volvía a tener una vida, aunque no estaba seguro de merecérselo.

–Bueno, y ¿qué tal estás, cariño?

Él no le había contado que le habían disparado, ni que estuviera de baja médica. Si se lo hubiera contado, tanto ella como Laura, su hermana mayor, se habrían lanzado sobre él como perros hacia un hueso. Unos perros dulces y cariñosos, pero, de todos modos…

–Estoy muy bien, te lo prometo. Te llamo este fin de semana para contarte mi vida.

–Querrás decir que vas a venir a verme este fin de semana.

Oyó un resoplido y se dio la vuelta. Vio que Molly estaba allí, escuchando la conversación sin ningún reparo.

–Mamá –dijo él–. Tengo mucho trabajo. ¿Por qué no eres más comprensiva?

–Soy muy comprensiva. Con todas las madres cuyos hijos no van a visitarlas. ¿Sabías que el hijo de Margaret Ann Wessler sí viene a visitarla. Y el hijo de Sally Bennett, también.

–Voy a ir a verte –dijo él, por fin.

–Y vas a venir a la fiesta familiar de Navidad el fin de semana que viene.

–Mamá…

–Va a venir todo el mundo, Lucas. Incluso mi exmarido.

–¿Te refieres a mi padre? –le preguntó él, con ironía. Sus padres llevaban divorciados veinte años, y eran amigos. Más o menos. De cualquier modo, habían cumplido con su deber de la mejor manera posible, incluyendo las celebraciones festivas.

–Sí –dijo su madre con un suspiro–. Y, si no apareces, la gente me va a preguntar por qué no viene a verme mi hijo.

–Está bien, sí. La fiesta de Navidad. Iré.

–Y a la Nochebuena, que es dos semanas después. Y el día de Navidad, también, porque…

–Mamá…

–No me digas que vas a trabajar ese día. Si me lo dices, llamo personalmente a tu jefe. No creas que no lo voy a hacer.

Él se imaginó a su madre llamando a Archer para echarle una bronca y sonrió.

–Allí estaré.

–Muy bien, hijo –respondió su madre, en un tono más cálido, lo cual era lógico, porque había conseguido lo que quería desde el principio–. Y trae a una novia a la fiesta…

–Lo siento –dijo él–. No te oigo bien, hay interferencias…

–¡Lucas!

–Voy a entrar a un túnel –añadió él, e imitó el sonido de las interferencias antes de colgar.

–Necesitas un poco más de flema en esos ruidos –dijo Molly con cara de diversión–. ¿Siempre le dices mentiras a tu madre?

–Cuando puedo librarme de una buena ––dijo él. Apartó el ordenador portátil y la miró–. ¿Acaso tú nunca les dices alguna mentira a tus padres para conservar la cordura?

–No.