E-Pack HQN Julia Justiss mayo 2022 - Julia Justiss - E-Book

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Julia Justiss

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Beschreibung

Deshonrada Cuando se es un libertino... El diplomático Max Ransleigh, al que conocían como Max el Magnífico, era famoso por su encanto, pero una traición política le hizo perder su cargo y reputación. No parecía el salvador más adecuado para una joven de buena familia. Pero la señorita Caroline Denby no necesitaba que la salvaran; bien al contrario, quería que arruinaran su reputación. Para Caroline, el matrimonio equivalía a una sentencia de muerte, así que cuando conoció a Max, pensó que era la solución a sus problemas. Ahora, solo tenía que convencer a aquel libertino para que hiciera algo útil con su fama. La misteriosa dama Tan solo un verdadero libertino podía redimirla. Will Ransleigh, sobrino ilegítimo del conde de Swynford, estaba dotado del porte aristocrático propio de la nobleza, pero también tenía la astucia y el ingenio de un granuja de la calle. Para limpiar el buen nombre de su primo, decidió embarcarse en una misión que iba a llevarle al otro lado del continente, a un mundo de intriga internacional... y a los brazos de Elodie Lefevre, la dama de sociedad que había manchado el honor de los Ransleigh. ¿Mujer fatal, espía o dama en apuros? Su sensual hechizo le tenía cautivado, pero Will debía mantenerse alerta y lograr descubrir quién era en realidad la misteriosa madame Lefevre...

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Seitenzahl: 688

Veröffentlichungsjahr: 2022

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack HQN Julia Justiss, n.º 305 - mayo 2022

I.S.B.N.: 978-84-1105-847-6

Índice

Créditos

Índice

Deshonrada

Nota de la autora

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Si te ha gustado este libro...

La misteriosa dama

Nota de la autora

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Si te ha gustado este libro...

Mientras escribo esta nota, se están celebrando los Juegos Olímpicos de Londres 2012; y mientras los atletas cuentan sus historias, yo me recuerdo repetidamente que no habrían llegado a estar entre los mejores sin muchos años de dedicación y trabajo duro.

Pero a veces, tras dedicar todas tus energías a la consecución de un objetivo, se produce una catástrofe inesperada que destruye en un momento cualquier posibilidad de alcanzar dicho objetivo; entonces, entre los restos de su sueño, el asombrado superviviente se ve obligado a probar un camino distinto.

Ese fue el caso de Max Ransleigh, elMagnífico, hijo de un conde y líder carismático de un grupo de primos a los que se conocía como «los granujas de los Ransleigh». Con su padre en la Cámara de los Lores, Max se había preparado durante toda su vida para ejercer un cargo diplomático de primer nivel; y cuando le ofrecieron la posibilidad de ser ayudante del duque de Wellington en el Congreso de Viena, pensó que sería de utilidad en su carrera.

Sin embargo, todo se vino abajo tras el intento de asesinato del duque, en el que estaba involucrada una francesa de la que Max era amigo. Ahora, ni el valor que había demostrado en Waterloo le podía devolver su reputación perdida.

Tras volver de la guerra y descubrir que sus antiguos asociados y hasta su propio padre le daban la espalda, Max decidió acudir a sus primos y dirigirse a la casa de campo de Alastair. No sabía que su tía, la madre de Alastair, había organizado una celebración para dar a conocer a su hija pequeña, que pronto viajaría a Londres para presentarse en sociedad.

Mientras Max se lamentaba por la pérdida de un futuro convencional, Caroline Denby conspiraba para destruir el suyo. Heredera única de un barón rico, tenía buenas razones para rechazar el matrimonio y las presiones de su madrastra, lady Denby, quien creía que el matrimonio era el fin último de toda mujer. Pero Caroline solo deseaba volver a Kent y dirigir el criadero de caballos que habían fundado su padre y ella.

Cuando Caroline descubre que el infame Max Ransleigh se aloja en la casa de su anfitriona, decide que es exactamente el granuja que necesita. Si mancillaba su reputación, sus pretendientes se alejarían de ella, lady Denby concentraría sus esfuerzos matrimoniales en su hija pequeña y ella podría seguir con su vida y sus caballos.

Pero, a veces, el objetivo que ansiamos no es el camino que el destino nos depara. Y un amor inesperado se convierte en la mayor bendición de nuestras vidas.

Muy pronto, a lo largo de los años 2013 y 2014, llegarán las historias de los otros granujas: Will el Apostador, hijo natural del hermano del conde, para el que no había un juego que no pudiera ganar; Alastair el Ingenioso, un filósofo y poeta que estaba decidido a superar a Byron hasta que una traición humillante lo transformó en el peor granuja de Inglaterra y, por último, Dominic el Dandy, el hombre más guapo del regimiento, quien volvió de Waterloo mutilado, lleno de cicatrices y en busca de algo que diera sentido a su vida.

Si queréis saber más sobre el trasfondo de mis libros y acceder a fragmentos y actualizaciones, me podéis encontrar en mi sitio web, www.juliajustiss.com; en Facebook, www.facebook.com/juliajustiss y en Twitter, @juliajustiss. Siempre estaré encantada de atender a mis lectores.

Prólogo

Viena, enero de 1815

Max Ransleigh oyó un vals distante y un murmullo de voces cuando salió de la antesala. Rápidamente, caminó hacia la mujer de cabello oscuro que se encontraba en la oscuridad, en el extremo más alejado del vestíbulo. Esperaba que su cuerpo no tuviera más marcas de los malos tratos a los que la sometía su primo.

–¿Qué ocurre? No te ha vuelto a pegar, ¿verdad? –preguntó–. Me temo que no puedo quedarme. Lord Wellington llegará al salón verde en cualquier momento, y detesta que le hagan esperar. De hecho, no habría venido si tu nota no me hubiera parecido urgente.

–Sí, lo sé. Ya me habías hablado de tu cita. Por eso sabía dónde encontrarte.

Su voz suave y de ligero acento francés sonó tan encantadora como de costumbre. Y sus ojos oscuros inspeccionaron la cara de Max con el fondo de tristeza que había despertado su instinto protector desde el principio.

–Has sido muy amable conmigo –continuó–. No tendría palabras suficientes para mostrarte mi agradecimiento... Pero Thierry me ha pedido que le consiga unos pasadores nuevos para su uniforme y no sé dónde encontrarlos. Perdóname por molestarte con un problema tan nimio. Lo quiere para la recepción de mañana, y ya sabes que si no satisfago sus exigencias...

Max se sintió profundamente disgustado ante el hecho de que Thierry St. Arnaud fuera capaz de descargar su resentimiento sobre la delicada y dulce mujer que estaba a su lado. Pensó que encontraría alguna excusa para retarlo a un combate de boxeo y demostrarle lo que se sentía al sufrir una paliza.

Giró la cabeza, miró la puerta del salón verde e intentó que su impaciencia no fuera demasiado obvia.

–No te preocupes. No podré acompañarte hasta mañana, pero conozco una tienda que no está lejos de aquí. Y ahora, te ruego que me disculpes... me están esperando.

Él se dio la vuelta y ella le agarró de la manga.

–Solo unos segundos más, por favor. El simple hecho de estar contigo hace que me sienta más valiente.

Max se sintió halagado por su confesión y triste por los aprietos que sufría. Como hijo menor de un conde, estaba acostumbrado a que la gente acudiera a él en busca de todo tipo de favores. Y aquella pobre viuda pedía muy poco.

Inclinó la cabeza y le besó la mano.

–Estoy encantado de ayudarte. Pero Wellington me arrancará el pellejo si le hago esperar... sobre todo cuando está a punto de empezar la conferencia de plenipotenciarios.

–Lo comprendo. Un aspirante a diplomático no se puede permitir el lujo de molestar al gran Wellington.

Ella abrió los labios como si fuera a añadir algo más, pero los cerró enseguida y los ojos se le empañaron de lágrimas.

–Lo siento mucho, Max.

Max estaba a punto de preguntar por qué le pedía disculpas cuando el sonido de un disparo rompió el silencio.

Sin pensarlo, la puso a su espalda para protegerla de cualquier peligro y se giró. Su oído de soldado le dijo que el disparo procedía del salón verde; del lugar donde Wellington debía de estar en ese momento.

–¡Quédate en las sombras hasta que vuelva!

Max corrió hacia la puerta con el corazón en un puño. Cuando entró en el salón, vio sillas caídas y un montón de documentos esparcidos por el suelo. Olía a pólvora y había humo.

–¡Wellington! ¿Dónde está?

Un cabo, que intentaba arreglar el desorden con ayuda de dos soldados, contestó:

–Lo han sacado por la puerta de atrás.

–¿Ileso?

–Sí, creo que sí. El viejo estaba junto al fuego, quejándose de su tardanza... Si no se hubiera girado hacia la puerta cuando se abrió, pensando que sería usted, la bala le habría alcanzado en el pecho.

Max se acordó de los ojos llenos de lágrimas, de la extraña disculpa y, muy especialmente, de las palabras que había pronunciado la dama de cabello oscuro cuando salió a su encuentro: «Ya me habías hablado de tu cita. Por eso sabía dónde encontrarte».

¿Estaría involucrada en el intento de asesinato de lord Wellington?

Fuera como fuera, no lo llegó a saber. Cuando llegó al vestíbulo, había desaparecido.

Capítulo 1

Devon, otoño de 1815

–¿Por qué no nos vamos?

Max Ransleigh miró a su primo Alastair y esperó una respuesta. Estaban en la galería, contemplando la gran entrada de mármol de Barton Abbey.

–Pero si acabamos de llegar... Fíjate en esas pobres gentes –Alastair señaló a los criados que arrastraban el pesado equipaje de varias invitadas–. Seguro que esos baúles están llenos de vestidos, zapatos, sombreros y otras fruslerías parecidas que se pondrán para desfilar delante de sus posibles postores. Creo que necesito un buen trago de brandy.

En ese momento, se oyó una voz femenina cargada de reproche.

–Si te hubieras molestado en escribir para avisar de que volvías a casa, podríamos haber cambiado la fecha de la fiesta.

Max se dio la vuelta y se encontró ante Grace Ransleigh, señora de Barton Abbey y madre de Alastair.

–Lo siento, mamá... Ya sabes que no soy bueno escribiendo cartas.

Alastair se inclinó para dar un abrazo a la pequeña mujer de cabello oscuro. Max notó que su primo se había ruborizado, pero no le extrañó; a fin de cuentas, su madre lo había pillado en un comentario poco caballeroso.

–Lo sé, y reconozco que me sorprende –Grace sostuvo un momento las manos de su hijo–. De niño eras incapaz de dejar tu pluma y tu tintero... siempre estabas apuntando algo.

En los ojos de Alastair hubo un destello de dolor, pero fue tan breve que Max pensó que lo habría imaginado.

–Ha pasado mucho tiempo desde entonces, mamá.

La mujer lo miró con tristeza.

–Es posible, pero una madre no olvida nunca. Y en cualquier caso, estoy tan contenta de tenerte aquí que estoy dispuesta a perdonarte por no anunciarme tu regreso. Han sido demasiados años de guerra, siempre preocupada por la posibilidad de que te pasara algo –afirmó–. Pero me temo que tendrás que soportar la fiesta. Como ves, los invitados han empezado a llegar. Ya no la puedo suspender.

Grace soltó las manos de su hijo y se giró hacia su sobrino.

–Me alegro mucho de verte, querido Max.

Max le dio un beso en la mejilla.

–Yo también me alegro, tía Grace. Pero de haber sabido que tenías fiesta, no te habría molestado con mi presencia.

–Tonterías –dijo con firmeza–. Barton Abbey siempre ha sido un hogar para los Ransleigh y siempre lo será, Max. Al margen de lo que puedan cambiar... las circunstancias.

–Eres muy amable. Más que papá.

Max lo dijo con amabilidad, aunque en su pecho ardía la familiar llama de la rabia, el rencor y el arrepentimiento. Al fin y al cabo, era consciente de que se habían presentado en mal momento, justo cuando Grace se disponía a dar una fiesta para un grupo de damiselas en busca de marido y de jóvenes en busca de esposa. Alastair y él lo habían sabido media hora antes, cuando el mayordomo les abrió las puertas de Barton Abbey.

–¿Qué te parece si nos tomamos la copa de la que hablabas antes? –preguntó Max.

–En la biblioteca hay una licorera –intervino Grace–. Le pediré a Wendell que os lleve un poco de jamón y de queso. Estoy convencida de que vuestro apetito no habrá cambiado mucho en estos años.

–Dios te bendiga, mamá... –dijo Alastair, sonriendo.

–Gracias, tía –aceptó Max.

Ya se alejaban cuando la madre de Alastair declaró, dubitativa:

–Supongo que no querréis asistir a la fiesta...

–¿Con tantas vírgenes? ¡Por supuesto que no! –se burló su hijo–. Incluso en el caso de que Max y yo hubiéramos desarrollado un imperdonable gusto por la compañía de seres tan inocentes, mi respetable y casada hermana sería capaz de envenenarnos para alejarnos de ellas. Vamos, Max... larguémonos de aquí antes de que el perfume que emana de esos baúles nos atufe a los dos.

Alastair dio una palmadita a su primo y se detuvo un segundo para besar la mano de su madre.

–Dile a las chicas que nos vengan a visitar más tarde, cuando sus virginales invitadas se hayan acostado.

Max siguió a Alastair hasta la biblioteca, una sala grande con sillones de cuero y una mesa enorme.

–¿Seguro que no te quieres ir? –preguntó mientras servía dos copas.

Alastair soltó un gruñido.

–Maldita sea, Max, esta es mi casa. Voy y vengo cuando quiero, al igual que mis amigos. Además, sé que te alegrarás de ver a Jane y a Felicity... Wendell me ha dicho que lo de la fiesta es cosa de Jane. Cree que Lissa necesita mejorar su experiencia con hombres solteros antes de entrar en el mercado del matrimonio –respondió–. Menos mal que Wendell nos lo ha advertido, porque algunas de las invitadas están locas por encontrar esposo.

Max se acercó a su primo y le dio su copa de brandy.

–Cualquiera diría que mi fama de mujeriego, combinada con mi completa falta de interés hacia las vírgenes, mantendría alejadas a mis pretendientes –continuó Alastair–. Pero, como bien sabes, mi riqueza y mi condición de noble las atrae... afortunadamente, tu presencia en la casa me ofrece una excusa perfecta para evitarlas. Brindo por ti, primo. No solo me has salvado del aburrimiento, sino de la fiesta de Jen.

Max aceptó el brindis.

–Me alegra saber que mi arruinada carrera sirve de algo... –dijo con amargura.

–Oh, vamos, tu carrera no está arruinada. Solo es un contratiempo pasajero. Más tarde o más temprano, el Foreign Office te declarará inocente de lo que pasó en Viena.

Max sacudió la cabeza. Él también había pensado que el asunto se resolvería con rapidez. Hasta que habló con su padre.

–No sé, Alastair. Aún existe la posibilidad de que me sometan a un consejo de guerra.

–¿Después de lo de Hougoumont? –preguntó con sorna–. Quizás te someterían a consejo si hubieras abandonado a tu unidad en Waterloo, pero ningún tribunal te juzgará por haber participado en la batalla en lugar de quedarte en Inglaterra, como te habían ordenado. En el Estado Mayor son conscientes de que muchos te deben la vida.

–Aun así...

–No, Max. Ni los oficiales de la Horse Guards, que son ridículamente rígidos con los asuntos disciplinarios, se atreverían a llevarte a juicio.

–Espero que tengas razón. Como dijo mi padre cuando se dignó a hablar conmigo, ya he manchado suficientemente el buen nombre de la familia.

Max pensó que eso no era lo peor que le había dicho el conde de Swynford durante su reciente y dolorosa entrevista.

Mientras él se mantenía en silencio, sin hacer nada por defenderse, su padre lo acusó de haber avergonzado a la familia y de haber complicado su trabajo en la Cámara de los Lores, donde luchaba por mantener una coalición. Y no contento con sus recriminaciones, le había ordenado que se mantuviera lejos de la casa de los Ransleigh en Londres y de la mansión que tenían en Hampshire.

Luego, cuando terminaron de hablar, Max se marchó tan deprisa que ni siquiera tuvo ocasión de hablar con su madre.

–¿Es que el conde sigue sin entrar en razón?

Max no dijo nada. Alastair lo miró a los ojos y suspiró.

–Mi querido tío es casi tan rígido y obstinado como nuestros viejos generales. ¿Estás seguro de que no quieres que hable con él?

–Sabes perfectamente que discutir con mi padre solo sirve para que se reafirme en sus puntos de vista. Además, podría enfadarse contigo y castigarte como me ha castigado a mí, para gran dolor de nuestras respectivas madres. No, olvídalo. Agradezco tu sentido de la lealtad; te lo agradezco más de lo que podría expresar con palabras, pero...

A Max se le quebró la voz.

–No hace falta que digas nada –Alastair alcanzó la licorera, rellenó las copas y alzó la suya a modo de brindis–. ¡Por los granujas de los Ransleigh!

–Por los granujas.

Max se animó un poco mientras intentaba recordar cuándo había acuñado Alastair el lema de los Ransleigh.

Si la memoria no le fallaba, había sido en Eton, durante su segundo año de estudios, después de que un profesor los echara de clase por alguna infracción olvidada tiempo atrás y se refiriera a ellos de ese modo. Más tarde, los cuatro primos introdujeron una botella de brandy en su dormitorio y brindaron por primera vez con la frase del profesor.

La referencia de los granujas se extendió por la facultad. Con el tiempo, quedó indisolublemente unida a los cuatro y los unió más. Estuvieron juntos en los trabajosos días de Eton, los relajados de Oxford y los duros de la guerra, que tampoco logró separarlos. Alastair, que había sufrido un desengaño amoroso de lo más humillante, se alistó en caballería y juró morir en batalla. Pero sus primos se alistaron para cuidar de él.

Como cuidaron de Max tras el intento de asesinato de lord Wellington en el Congreso de Viena. Porque al volver a Londres, descubrió que había caído en desgracia y que los únicos que seguían a su lado eran, por supuesto, sus primos.

Su vida había cambiado de la noche a la mañana: de tener un cargo diplomático que lo mantenía ocupado todo el tiempo a estar de brazos cruzados, sin más quehacer que unas cuantas distracciones perfectamente ociosas. Con su carrera diplomática en ruinas y un futuro incierto, Max ni siquiera se atrevía a pensar lo que habría sido de él si no hubiera contado con el apoyo de Alastair, Dom y Will.

–Sé que tu madre no lo admitiría nunca, pero es obvio que nuestra llegada es un inconveniente para ella. Y puesto que no vamos a probar los productos que se ofrecen en su fiesta, ¿no crees que deberíamos irnos a otro sitio? A tu cabaña de caza, tal vez.

Alastair echó un trago y sacudió la cabeza.

–Es demasiado pronto para ir de caza. Además, sospecho que mi madre está más preocupada por la moralidad de sus jóvenes invitadas que avergonzada por nuestra presencia. Ten en cuenta que sigues siendo el hijo de un conde –le recordó–. Aunque te hayan retirado del servicio diplomático.

–Retirado del servicio y expulsado por mi propia familia –observó Max.

–Sí, eso es cierto. Pero tienes el encanto necesario para seducir a cualquiera de las vírgenes de Jane, si tal fuera tu propósito.

–¿Y por qué lo iba a ser? Pensé que lady Mary sería una buena esposa para un diplomático, pero perdió todo interés por mí cuando me retiraron el cargo y, por mi parte, he perdido todo interés en el matrimonio.

Max habló con naturalidad, como si el desengaño que se había llevado con Mary fuera irrelevante. No quería que su primo supiera lo mucho que le había dolido; sobre todo, porque había roto con él después de que su padre lo expulsara.

–Si fuera posible, me iría contigo a cualquier otro sitio; por lo menos hasta que esas jovencitas se marchen. Pero no se me ocurre ninguno –declaró Alastair–. Además, tengo que encargarme de unos asuntos de la finca... y no quiero volver a Londres ahora, en plena temporada de teatro. Desirée sería capaz de buscarme, encontrarme y montarme otra de sus escenas, que ya me aburren.

–¿Es que no quedó satisfecha con las esmeraldas que le regalaste cuando te la quitaste de encima?

Alastair suspiró.

–Me temo que no. Quizás cometí un error al recomendarle que limitara su histrionismo al escenario –admitió–. En todo caso, me he cansado de su naturaleza posesiva... Al principio, era apasionada en la cama e ingeniosa, pero luego, con el paso del tiempo, empezó a ser tan estricta y tediosa como las demás.

La expresión de Alastair se volvió tan amarga como dura. Max sabía lo que significaba, porque la había visto muchas veces en su semblante desde el desengaño amoroso de su juventud. Y como en otras ocasiones, volvió a maldecir en silencio a la mujer que le había causado tanto dolor; una mujer que había roto su compromiso de la forma más pública y humillante que se pudiera imaginar.

A pesar de ello, sintió la tentación de criticarlo por el desdén que mostraba hacia las mujeres en general. Pero se contuvo.

Sabía que Alastair no se lo habría tomado bien; y, por otra parte, él mismo sintió una punzada de dolor al acordarse de la mujer de pelo oscuro que lo había engañado en Viena con una historia triste y una cara bonita.

Qué diferente habría sido su vida si hubiera reservado sus hazañas a los campos de batalla y no se hubiera empeñado en hacer de caballero andante. Teniendo en cuenta lo que le había pasado, estaba dispuesto a conceder a su primo que ninguna mujer, exceptuadas las que vendían su amor en encuentros breves, merecía la pena.

–Yo tampoco siento el menor deseo de volver a Londres –le confesó–. Debo mantener las distancias con mi padre y con el Gobierno, lo cual afecta a la mayoría de mis antiguos amigos. Y en cuanto a la hermosa señora Harris...

Alastair lo miró con interés y esperó a que terminara la frase.

–Tuve que empeñar tanto tiempo y tacto para desenredarme de ella que prefiero mantenerme lejos de la capital hasta que se enrede con alguien más.

–Entonces, podríamos ir a Bélgica, a ver los progresos de Dom. Por lo que tengo entendido, Will se ha quedado allí para cuidar de él –Alastair soltó una carcajada–. ¡Típico de Will! ¡Encontró una excusa para quedarse en el continente mientras tú y yo volvíamos a casa! Aunque afirma que no sigue en Bruselas por Dom, sino por todos esos diplomáticos y oficiales ricos que están dispuestos a jugarse su fortuna en una mesa de juego.

–No sé si Dom apreciaría nuestra visita. La última vez que lo vi, estaba bajo los efectos del láudano que le daban para aliviarle el dolor de la amputación... Se quejó de que no hacía más que molestarle con mis atenciones y me ordenó que volviera a Inglaterra e intentara aplacar a mi padre y al Estado Mayor del Ejército.

–Sí, también intentó echarme a mí, pero no me podía ir hasta estar seguro de que se recuperaría –Alastair apretó los dientes y apartó la mirada–. A fin de cuentas, fui yo quien os arrastró al Ejército. Si alguno de vosotros hubiera caído en la guerra, no me lo habría perdonado.

–Tú no nos arrastraste a nada –protestó Max–. Habríamos ido de todas formas, como la práctica totalidad de nuestros amigos de Oxford.

–Aun así, no estaré completamente tranquilo hasta que Dom vuelva a casa y empiece a vivir otra vez. Deberíamos ir a Bélgica y animarlo un poco.

Max comprendía el punto de vista de su primo, aunque no estaba de acuerdo en la conveniencia de volver al continente. El proceso de recuperación de Dominick, un hombre tan guapo que en el regimiento lo llamaban «el Dandy», iba a ser duro. Había perdido un brazo y tenía media cara marcada para siempre por un tajo de sable.

–Sinceramente, creo que deberíamos dejarlo en paz durante una temporada. Cuando tu vida se hunde de repente, necesitas un poco de soledad para replantearte las cosas... Fíjate en mí, por ejemplo. Han pasado varios meses desde que me retiraron del servicio y sigo sin saber qué hacer. Tú tienes tus tierras y tus propiedades, pero yo...

Max se rio sin humor y sacudió una mano en un gesto de frustración.

–La encantadora señora Harris fue un buen divertimento, pero todavía estoy por encontrar una ocupación que no dependa de la buena voluntad de mi padre. Por desgracia, el cuerpo diplomático me ha cerrado las puertas de la única carrera que siempre me gustó. Y dudo que ahora, con mi reputación mancillada, me acepten en la iglesia... en el remoto caso de que sintiera la llamada de Dios –ironizó.

Alastair sonrió y sacudió la cabeza.

–¿Tú? ¿El amante de casi todas las actrices de Londres, desde Drury Lane hasta el Royal Theatre, convertido en el padre Max? No, no te veo con sotana.

–Siempre me puedo unir a la Compañía de Jesús y marcharme a la India a hacer fortuna. Sería un monje y, al final, me comería un tigre –bromeó.

–Pobre del tigre que intentara devorarte... –replicó su primo–. Pero si la India no te resulta atractiva, ¿por qué no te quedas en el Ejército? A tu padre le molestaría mucho. Se lo tomaría como una burla.

–Y yo lo disfrutaría –ironizó Max–. Sin embargo, es imposible. A pesar de mis servicios en Waterloo, lord Wellington no ha olvidado que me estaba esperando a mí cuando atentaron contra su vida en Viena.

Alastair asintió.

–Bueno, estoy seguro de que se te ocurrirá algo. Eres un líder natural, y el más listo de los granujas –dijo–. Pero ten cuidado con lo que haces mientras estemos en Barton Abbey... No querrás que una de las vírgenes de Jane te eche el lazo, ¿verdad?

–¡Por supuesto que no! Lo único bueno del desastre de Viena es que ya no soy el heredero de mi familia, honor que ahora recae en mi hermano –contestó–. Han dejado de presionarme para que me case, y no voy a permitir que una alcahueta maliciosa me robe mi libertad.

Alastair alcanzó la licorera, rellenó las copas y propuso un nuevo brindis.

–¡Por la libertad entonces!

Max miró a su primo. Definitivamente, no tenía la menor intención de casarse. Y mucho menos de permitir que Jane lo condenara a un matrimonio concertado tan frío y carente de pasión como el de sus propios padres.

–Por la libertad.

Capítulo 2

–¡No, no, tonta! ¡Sacúdelo antes de colgarlo!

Caroline Denby, que estaba sentada en el sofá de una de las habitaciones de invitados de Barton Abbey, alzó la cabeza. Su madrastra le quitó el vestido de noche a la desventurada doncella y lo sacudió.

–¿Lo ves? Se hace así –lady Denby colgó el vestido y se giró hacia su hijastra–. Caroline, querida, ¿por qué no dejas ese libro y supervisas el trabajo de Dulcie? Entre tanto, yo me aseguraré de que esta chica no arrugue toda nuestra ropa.

Caroline cerró el libro a su pesar.

–De acuerdo...

Estaba contando las horas que faltaban para volver a Denby Lodge y a sus caballos. Barton Abbey le parecía un lugar lúgubre y la fiesta un acontecimiento deprimente. Además, odiaba la idea de perder casi diez días de entrenamiento. Los caballos de su padre gozaban de una fama bien ganada en el Ejército y en los círculos hípicos, y no quería que la obsesión de su madrastra por desposarla se interpusiera en su trabajo.

Pero Caroline tenía otro motivo para desear volver a los cercados y a los establos de Denby Lodge, que le resultaban tan cómodos y familiares como las viejas botas de montar de su difunto padre. Cuando estaba allí, casi podía sentir la bondadosa presencia de sir Martin, cuidando de ella y de sus animales como lo había hecho durante toda su vida.

Lo echaba terriblemente de menos.

Suspiró y lanzó una mirada a Dulcie. La criada había abierto un baúl y estaba sacando las blusas, ballenas y medias, envueltas todas en papel.

Caroline pensó que debía estar agradecida a su madrastra por haber permitido que supervisara la ropa interior mientras ella se encargaba de los vestidos; así no tendría que mirarlos hasta que se viera obligada a ponerse uno. Aunque puesta a elegir, prefería cualquiera de esas prendas de colores espantosos a terminar casada.

–Está bien, ayudaré a Dulcie. Pero cuando termine, saldré a montar a Sultán.

Su madrastra abrió la boca con la evidente intención de llevarle la contraria, y Caroline se apresuró a recordarle la promesa que le había hecho.

–Dijiste que, si consentía en asistir a la subasta de ganado de la señora Ransleigh, podría montar todos los días.

–¡Caroline, por favor! –protestó lady Denby, ruborizada–. No hables de la fiesta de nuestra anfitriona en esos términos.

Lady Denby señaló a las criadas con la cabeza, para recordarle que no estaban solas, pero Caroline se encogió de hombros.

–¿Y cómo quieres que hable? Unos cuantos caballeros que buscan esposas ricas y evalúan su aspecto y su pedigrí antes de cerrar el trato... Es lo mismo que hacen en las ferias de ganado, lo mismo que hacen cuando quieren comprar uno de los caballos de mi padre. Aunque supongo que a las hembras de este lugar se nos ahorrará la humillación de que nos examinen los dientes y las piernas.

–Por Dios, Caroline... –dijo su madrastra en tono de reproche–. Tu analogía es tan deplorable como vulgar. Del mismo modo en que una dama desea asegurarse del carácter de su pretendiente, un caballero necesita saber que la mujer a quien le ofrece matrimonio es fértil y de buena cuna.

–Y rica.

Lady Denby hizo caso omiso del comentario.

–¿Por qué no te permites el placer de disfrutar de las atenciones de un joven atractivo? Sé que no quieres pasar otra temporada en Londres.

–Y también sabes que no estoy interesada en casarme –declaró con hastío–. Olvídate de mí y concentra tus esfuerzos en buscar marido a Eugenia. Es bella, tiene dote suficiente como para atraer al caballero que más le guste y, por lo demás, lo está deseando. ¡Piensa en cuánto esfuerzo te ahorrarías si se compromete ahora! No tendrías que llevarla a Londres en primavera.

–A diferencia de ti, Eugenia arde en deseos de ir a la ciudad. Y aunque no quiero ser descortés contigo, te recuerdo que te estás haciendo mayor... Si no te casas pronto, te quedarás para vestir santos.

–Eso no me preocupa –replicó–. Además, te olvidas de Harry.

–Caroline, la India es un lugar pagano y poco saludable, lleno de saqueadores, fiebres y todo tipo de peligros. Comprendo que no quieras admitirlo, pero existe la posibilidad de que el teniente Tremaine no vuelva.

Lady Denby miró a su hijastra con una intensidad repentina, como si hubiera pensado algo que no se le había ocurrido hasta entonces.

–No es posible que Tremaine fuera tan irresponsable e indecoroso como para pedirte que lo esperaras, ¿verdad?

Su hijastra sacudió la cabeza y dijo:

–No, por supuesto que no.

–Eso espero, porque habría sido muy poco apropiado; sobre todo, teniendo en cuenta que se marchó a Calcuta cuando aún no te habías repuesto de la muerte de tu padre –declaró–. Sé que Tremaine y tú os conocéis desde niños y que te sientes cómoda con él, pero tienes que ser razonable. ¿Qué pasará si no vuelve? Estoy segura de que podrías encontrar a otro caballero igualmente... complaciente.

Lady Denby no tuvo que entrar en detalles para que Caroline entendiera lo que había querido decir con su apelación a la complacencia de Harry. Con él no necesitaba ocultar que prefería los caballos y los perros de caza a los vestidos de noche y la costura; no tenía que disimular sus intereses, muy poco habituales en una mujer, ni fingir deferencia femenina ante las opiniones y decisiones de los hombres.

Si debía contraer matrimonio, estaba dispuesta a sacrificarse y a casarse con su querido amigo de la infancia, por el que sentía el mismo tipo de afecto cálido que había sentido por su padre, pero no iba a arriesgar su vida por el primer seductor que pusiera el ojo en su dote o en los caballos de Denby.

Por desgracia, tenía tanto dinero que, a pesar de su carácter, le sobraban pretendientes. Y Caroline desconfiaba de su presunta tolerancia. Sabía que, cuando se casara, su esposo tendría control legal sobre ella y sobre sus propiedades, incluidos los establos. Si no se andaba con cuidado, terminaría como su prima Elizabeth, cuyo marido había malgastado toda su fortuna antes de abandonarla.

–En los cinco años transcurridos desde que Harry se alistó, no he encontrado a nadie que se parezca a él.

–¡Porque no lo has buscado! Convenciste a tu difunto padre de que te mantuviera lejos de fiestas y actos sociales... Si yo no hubiera insistido, no habrías ido a Londres el año pasado. Por Dios, no es normal que una jovencita se niegue a casarse.

Caroline quiso protestar, pero su madrastra se le adelantó.

–¿Por qué no concedes una oportunidad a los invitados de la señora Ransleigh? Es posible que conozcas a un caballero que te guste... Lo digo por tu bien –declaró con desesperación–. Solo quiero lo mejor para ti.

Caroline se acercó a su madrastra y le dio un abrazo cariñoso. Sabía que la preocupación de lady Denby era sincera, sin embargo, no compartía su concepto de lo que era mejor para una dama.

–Sé que solo quieres lo mejor para mí, pero yo no puedo ser la esposa de un hombre corriente. ¿Cómo crees que reaccionaría cuando me viera con pantalones y botas de montar, con los pies hundidos en el barro y el pelo lleno de paja? Además, yo no poseo tu carácter dulce, que te permite escuchar con interés fingido al más estúpido de los caballeros. Soy más dada a criticarlo con descaro, incluso en público.

–Tonterías. Sé que a veces eres impaciente con los que no están a la altura de tu ingenio, pero tienes un gran corazón y nunca has sido maleducada... Debes casarte, Caroline. Aunque solo sea porque fue el último deseo de tu padre.

Caroline arqueó una ceja con escepticismo.

–¡Es cierto, lo fue! Comprendo que desconfíes de mí, teniendo en cuenta que tu padre no hizo ningún esfuerzo por casarte, pero me lo pidió en su lecho de muerte. Me urgió a encontrarte un buen esposo, un hombre que te hiciera feliz.

Caroline sonrió.

–Te creo... Llevaste tanta alegría a su vida e hiciste tantas cosas por él que no me extraña que, al final, lo convencieras para que me instara a casarme.

Lady Denby suspiró.

–Sí, fuimos muy felices. Y por cierto, siempre te he estado agradecida por tu apoyo. Cuando me casé con él, temí que te pusieras en mi contra. A fin de cuentas, estabas acostumbrada a tenerlo solo para ti.

Caroline se rio.

–¡Y me puse en tu contra con toda mi alma! Intenté mostrarme hosca, distante y rencorosa, pero tu buen carácter y tu evidente preocupación por nuestro bienestar terminó por imponerse a mi mal humor.

Lady Denby la miró con intensidad.

–No estarás preocupada por la posibilidad de ser madre, ¿verdad? Sé que siempre te ha parecido una especie de maldición, y que temes el peligro que implica el parto. Pero créeme, el riesgo merece la pena. Lo sabrás cuando tengas a tu primer hijo. Es una sensación tan dichosa que no quiero que te la pierdas.

Caroline prefirió no recordarle que muchas mujeres, incluida su madre, habían muerto por el deseo de sentir esa dicha. La conocía lo suficiente como para saber que no habría servido de nada y, por otra parte, empezaba a estar cansada de la conversación. Si lady Denby insistía con lo del matrimonio, terminaría por perder la paciencia con ella.

–Está bien; te prometo que haré un esfuerzo con los caballeros que me presenten. Y ahora, será mejor que me vista para salir a montar... –Caroline le dedicó una sonrisa pícara–. Pero no te preocupes por mi aspecto. Dejaré mis pantalones habituales y me pondré la ropa que se espera de una dama.

Lady Denby se estremeció y su hijastra rompió a reír. Justo entonces, Eugenia entró en la habitación y las miró con espanto.

–¡Traigo noticias terribles, mamá!

–¿Qué sucede?

–¡Tenemos que hacer el equipaje y marcharnos de inmediato!

–¿Marcharnos? –preguntó su madre.

Antes de que la hermanastra de Caroline pudiera responder, lady Denby se giró hacia las dos doncellas y dijo:

–Dejadnos a solas, por favor.

Las criadas se marcharon en seguida.

–¿Y bien? ¿Qué calamidad justifica que tengamos que hacer las maletas cuando acabamos de llegar? ¿Es que la señora Ransleigh está enferma?

–No, no es eso; es que su hijo, el señor Alastair Ransleigh, se ha presentado de improviso –respondió Eugenia–. ¡Su fama es atroz! ¡La señorita Claringdon afirma que mantiene relaciones con actrices y mujeres de vida disipada!

–¿Ah, sí? ¿Y qué sabes tú de mujeres de vida disipada? –preguntó su hermanastra con una sonrisa.

Eugenia se ruborizó.

–Nada, por supuesto... salvo por las cosas que se rumoreaban en el colegio. Me limito a decir lo que la señorita Claringdon me ha contado. Su familia tiene muchos contactos y, además, ella estuvo en Londres la primavera pasada.

–¡Oh, pobre señora Ransleigh! –declaró lady Den-by–. Es una situación envenenada... No puede echar de casa a su propio hijo.

–Sí, supongo que es embarazoso para ella, pero no nos podemos quedar. La señorita Claringdon afirma que el simple hecho de conversar con él basta para arruinar la reputación de una dama –dijo Eugenia–. ¡Qué inconveniente! Tenía muchas ganas de entablar amistad con algunas de las personas a las que veré en Londres durante la siguiente temporada de actos sociales... ¡Y eso no es todo!

–¿Que no es todo? ¿Hay más noticias malas? –preguntó lady Denby.

Eugenia frunció su perfecto ceño.

–Me temo que sí. Alastair Ransleigh no ha venido solo; está en compañía del honorable señor Maximilian Ransleigh.

–¿Y qué tiene eso de malo? –se interesó Caroline, recordando algunas de las cosas que su madrastra le había contado en Londres–. ¿No es acaso el hijo menor del conde de Swynford, un hombre guapo, rico y con una carrera política prometedora?

–Lo era, pero sus circunstancias han cambiado. La señorita Claringdon me lo ha contado todo –contestó Eugenia–. Pero no me extraña que no te enteraras del escándalo, Caro... fue cuando sir Martin cayó enfermo y tuviste que volver a casa.

–¿Qué pasó? –dijo lady Denby.

–Ah... recuerdo que lo llamaban Max elMagnífico. Era el preferido de la sociedad londinense, un caballero capaz de persuadir a cualquier hombre y de hechizar a cualquier mujer. Sirvió con honor en el Ejército, y le encargaron que fuera ayudante de lord Wellington en el Congreso de Viena.

–Sí, lo recuerdo... –declaró su madre.

–Era una misión perfecta para un diplomático, pero alguien atentó contra la vida de lord Wellington y Maximilian Ransleigh cayó en desgracia. Por lo visto, mantenía algún tipo de relación con una sospechosa.

Caroline la miró con interés. Antes de viajar a Calcuta, Harry le había dicho que lord Wellington, comandante en jefe de los ejércitos aliados y de las tropas de ocupación en Francia, se había visto obligado a llevar guardia personal tras recibir varias amenazas de asesinato.

–¿Eso es todo lo que sabes?

–La señorita Claringdon no conoce los detalles, pero dice que lo obligaron a volver a Inglaterra y que, más tarde, cuando Napoleón escapó de Elba y reunió un nuevo ejército, Maximilian Ransleigh desobedeció la orden de permanecer en Londres y viajó a Bélgica para unirse a su regimiento.

–¿Luchó en Waterloo?

–Creo que sí. Y por lo que tengo entendido, existe la posibilidad de que lo sometan a un consejo de guerra –explicó–. En cualquier caso, el conde de Swynford se enojó tanto que lo expulsó de su casa... y lady Mary Langton, que se iba a casar con él, rompió el compromiso.

–Pobre hombre.

Eugenia se encogió de hombros.

–Supongo que lo de lady Mary le afectó mucho, porque juró que no se casaría con nadie. Desde entonces se ha dedicado a perder el tiempo en Londres con su primo Alastair, siempre en compañía de alguna actriz o de mujeres de mala fama.

Caroline se acordó de otra cosa que Harry le había contado. Maximilian y sus tres primos, a los que llamaban «los granujas», habían coincidido con él en la universidad antes de que se alistaran en el Ejército y lucharan contra los franceses en España. Según Harry, eran hombres fuertes y valerosos que no huían nunca del peligro.

–La señorita Claringdon estuvo a punto de romper a llorar cuando me lo dijo. Al parecer, había puesto los ojos en Maximilian antes de que empezara a salir con lady Mary... pero ahora, con la vida disipada que lleva, ninguna dama decente se atrevería a dejarse ver en compañía de semejante hombre.

–De un hombre que es hijo de un conde –le recordó lady Denby–. Qué lástima.

–¿Qué hacemos? ¿Nos vamos entonces, mamá? ¿O prefieres que nos quedemos y que evitemos a esos dos caballeros?

Lady Denby tardó unos momentos en responder.

–La señora Ransleigh y su hija mayor, lady Gilford, son personas muy respetadas; de hecho, lady Gilford es la anfitriona joven con más influencia del mundillo social. Estoy segura de que hablarán en privado con los caballeros y que, cuando les hayan explicado la situación, se marcharán de la casa o se mantendrán alejados para no comprometer de ningún modo a los invitados.

–Es decir, para que no arruinen inadvertidamente la inocencia de ninguna joven –dijo Caroline, que guiñó un ojo a su hermanastra.

Lady Denby asintió.

–Exacto. Y aunque sé que la señora Ransleigh solventará el problema, será mejor que vaya a buscarla y me interese al respecto.

Caroline estalló en carcajadas.

–Y dime, ¿cómo lo vas a hacer? ¿Te vas a presentar delante de ella y le vas a decir que no quieres que su disoluto hijo y su depravado sobrino anden por ahí, poniendo en peligro la reputación de tus hijas?

Eugenia soltó un grito ahogado, pero lady Denby sonrió y dio una palmadita a su hijastra en el brazo.

–Sí, será una situación embarazosa, pero te aseguro que afrontaré el problema de una forma bastante más discreta que esa.

–Pídele que encierre a los caballeros en el ático o en el sótano –bromeó Caroline–, para que ninguna de las invitadas pierda su virtud.

–No deberías tomártelo a broma –intervino Eugenia con gesto de preocupación–. El futuro de una dama depende de que su reputación sea intachable. Además, no veo qué hay de divertido en semejante calamidad... sobre todo, después de que la señorita Claringdon me dijera que lady Melross llegó esta tarde.

Lady Denby gimió.

–¡La peor chismosa del país! ¡Qué mala suerte! Será mejor que os andéis con cuidado. A lady Melross le encantan los escándalos, haría cualquier cosa por descubrir alguna fechoría de la que pueda cotillear en Londres.

–De acuerdo –Caroline se puso seria al ver tan agitada a su madrastra–. Por mí no te preocupes. Me portaré bien.

–En fin, voy a hablar con nuestra anfitriona –dijo lady Denby–. Eugenia, te acompañaré a tu dormitorio y te quedarás en él hasta la cena, mientras yo me informo del estado real de... de la situación.

–Hazlo, por favor –le rogó–. ¡No abriré la puerta a nadie hasta que me digas que este lugar es seguro!

–En tal caso, será mejor que os deis prisa –dijo Caroline.

Estaba ansiosa por perderlas de vista. Temía que su madrastra se acordara de que iba a salir a montar y le prohibiera salir de la habitación, lo cual la habría condenado a un enfrentamiento desagradable. No iba a permitir que su obsesión por las convenciones sociales y las habladurías le impidiera montar el mejor caballo que había entrenado.

En cuanto se fueron, alcanzó el tirador de la campanilla para llamar a Dulcie y pedirle que la ayudara a vestirse. Mientras sacaba la ropa, suspiró y pensó que habría estado infinitamente más cómoda con los pantalones y las botas que había guardado con disimulo en su portmanteau. No tenía intención de ponérselos cuando sus anfitriones o los invitados la pudieran ver, pero estaba decidida a usarlos durante sus salidas diarias al alba.

En ese momento cayó en la cuenta de que el peligro de cruzarse con Maximilian y Alastair era demasiado real. Si la señora Ransleigh les pedía que salieran de la casa, existía la posibilidad de que se retiraran a los establos.

Pero, a pesar de la alarma de Eugenia, Caroline no sintió ninguna aprensión por ello. En primer lugar, porque dudaba que la encontraran tan atractiva como para intentar violarla en el pajar y, en segundo, porque estaba convencida de que su reputación no sufriría en absoluto si la veían hablando con los dos caballeros.

Momentos después llamaron a la puerta. Era Dulcie.

Caroline se desnudó a toda prisa y se puso la ropa de montar del mismo modo, por miedo a que su madrastra regresara. De hecho, no se tranquilizó hasta que salió de la casa y tomó el camino de los establos.

Mientras avanzaba, miró los campos con curiosidad. Pero solo vio al mozo de cuadra que le había ensillado a Sultán.

Disfrutó tremendamente del paseo, tan encantada como siempre de montar un caballo tan magnífico y tan obediente a la vez. Y cuando ya volvía a los establos, tuvo que admitir que se sentía algo decepcionada por no haber visto a Maximilian y Alastair. En su opinión, enfrentarse a unos canallas de verdad podía ser muy interesante.

Sin embargo, sabía que su madrastra se habría llevado un disgusto si hubiera hablado con ellos, tanto por su mala reputación como por el hecho de que lady Melross se encontrara en Barton Abbey. Si esa cotilla se llegaba a enterar, carecería de importancia que su hipotética conversación se hubiera reducido al tiempo o a los caballos; antes de que cayera la noche, la habría convertido en poco menos que una perdida.

Ya estaba desmontando cuando tuvo una idea. Quizás no fuera tan malo que la vieran con uno de ellos. Si su reputación se resentía, se ahorraría el espanto de tener que desfilar por las fiestas de Londres y sería inaceptable para cualquier pretendiente, excepción hecha de su amigo Harry Tremaine.

La idea le pareció tan audaz que se emocionó y tiró de las riendas sin querer, haciendo que Sultán girara la cabeza. Caroline le susurró unas palabras cariñosas y respiró hondo. Su pulso se había acelerado. Pero cuanto más lo pensaba, más le gustaba el plan.

Durante el camino al dormitorio, sopesó la idea desde todos los puntos de vista posibles. Lady Denby se sentiría muy consternada al principio, pero Eugenia y ella se marcharían pronto a Londres y el pequeño escándalo se olvidaría rápidamente entre los compromisos y el ajetreo. Al fin y al cabo, iba a ser la primera temporada de su hermanastra en la capital.

Cuando llamó a Dulcie para que la ayudara a desnudarse y a ponerse uno de sus espantosos vestidos de noche, ya había tomado la decisión.

Ahora solo tenía que encontrar a uno de los granujas y convencerlo para que mancillara su buen nombre.

Capítulo 3

Tres días después, a última hora de la tarde, Max Ransleigh estaba leyendo un libro en el invernadero, a la sombra de unas palmeras que le protegían del sol. Alastair había salido a comprar vacas o gallinas para sus tierras, y él había optado por quedarse allí tras echar un vistazo a la agenda que le había preparado su tía, donde detallaba las actividades diarias de sus invitados.

Se sentía embargado por una inquietud que ya le resultaba familiar. No deseaba participar en las actividades sociales de su anfitriona, pero extrañaba mucho, intensamente, su trabajo para el Gobierno. Estaba acostumbrado a desempeñar un papel activo en el mundo de la política, a moverse con facilidad entre los invitados de fiestas y reuniones, a solicitar opinión a los caballeros presentes y a dar conversación a las damas.

Max sabía comportarse con todo el mundo, de todas las edades y condiciones, desde los más elocuentes hasta los más tímidos. Cuando hablaba con alguien, su interlocutor quedaba convencido de que sus palabras le habían parecido fascinantes y de que había estado con un hombre inteligente, atento, encantador y carismático.

Tenía don de gentes; un don que ya no podía aprovechar.

Angustiado y enojado al mismo tiempo, despreció la belleza de la puesta de sol y se quedó mirando la estructura de hierro del invernadero. Necesitaba algo a lo que poder dedicar su energía; algo que mereciera la pena.

Estaba tan abstraído que tardó más de la cuenta en oír los pasos que se acercaban, y cuando los oyó, pensó que sería Alastair y giró la cabeza con una sonrisa.

Pero la sonrisa se le heló en los labios.

En lugar de su primo apareció una joven que se detuvo ante él. Llevaba un vestido de color morado, con una verdadera erupción de volantes de encaje, lentejuelas irisadas y grandes nudos de rosas envueltas en más encajes y decoradas con perlas. Le pareció tan vulgar y excesivo que se quedó atónito.

–¿Señor Ransleigh?

Max dejó el libro en el banco y se levantó. Por el aspecto de la joven, debía de ser una de las invitadas de su tía Grace; en cuyo caso, cometía un error terrible al estar a solas con él. Especialmente sin la compañía de una mujer de mayor edad.

–¿Se ha perdido, señorita? –Max lanzó una mirada hacia la entrada del invernadero–. Si busca la casa, tome ese camino y gire a la izquierda. Pero dese prisa. Supongo que su carabina la echará de menos.

Max señaló la puerta, dando por sentado que la joven se marcharía, pero lejos de volver sobre sus pasos, se acercó un poco más.

–No estoy buscando a mi carabina, sino a usted –afirmó–. ¡Y ha resultado ser muy escurridizo! Llevo tres días buscándolo.

Su afirmación lo desconcertó un poco más. Estaba seguro de que su primo y él serían la comidilla de los invitados y de que le habrían advertido sobre la conveniencia de mantenerse alejada de ellos.

Como no la había visto en toda su vida, supuso que tendría que hablar con Alastair por algún motivo y que se había confundido de persona. Aunque le extrañó que una joven respetable quisiera reunirse en secreto con un granuja tan famoso, y que el propio Alastair, a quien le gustaban las mujeres refinadas y con experiencia, estuviera en tratos con una de las virginales invitadas de su madre.

–Lo siento, señorita, pero se ha equivocado de persona. Soy Max Ransleigh, y debo recordarle que mi compañía no está precisamente bien vista en la actualidad. Por su bien, insisto en que se vaya de inmediato y...

–Sé quién es, señor –lo interrumpió–. He venido a buscarlo porque tengo una propuesta que quizás le interese.

Max parpadeó.

–¿Una propuesta?

–Sí. Me llamo Caroline Denby. Soy la hija del difunto sir Martin Denby, el dueño de los establos Den-by.

Max asintió.

–Encantado de conocerla, señorita... Y permítame que le exprese mis condolencias por la muerte de su padre, de cuyos excelentes caballos he oído hablar. Pero si necesita hablar conmigo, es mejor que organice un encuentro a través de la señora Ransleigh. No puede quedarse aquí. Si alguien nos ve, se arriesga a perder su buena reputación.

–Precisamente –dijo–. Y no me basta con arriesgarme a perderla. Quiero que se hunda por completo.

La afirmación de Caroline fue tan inesperada que Max, el hombre que siempre tenía réplica para todo, se quedó boquiabierto.

–Verá... es una situación complicada –continuó ella–. No me quiero casar, pero mi dote es tan generosa que nunca me faltan pretendientes y, por si eso fuera poco, mi madrastra está empeñada en que el matrimonio es el estado natural de una mujer.

Max la dejó hablar.

–Pues bien, he pensado que si me encuentran en una situación comprometedora con un hombre de mala fama, mi reputación quedaría irremediablemente mancillada y mi madrastra tendría que renunciar a sus planes, aunque solo fuera porque ningún caballero de honor se querría casar conmigo.

Al comprender por fin sus intenciones, Max inclinó la cabeza a modo de despedida. Estaba indignado.

–Buenos días, señorita Denby.

Ya había llegado a la puerta cuando ella lo alcanzó y le tiró de la manga para detenerlo.

–Por favor, señor Ransleigh... Sé que es una propuesta descabellada y hasta quizás insultante para usted, pero le ruego que me escuche.

–Señorita Denby, es la propuesta más extravagante, ofensiva y absurda que he oído en mi vida. Huelga decir que quedará entre nosotros, pero espero sinceramente que su madrastra no se llegue a enterar, porque estoy seguro de que la encerraría y la sometería a un régimen de pan y agua durante un mes.

Caroline se limitó a sonreír.

–Pobre lady Denby. Dudo que me encerrara y, si lo hiciera, me escaparía por la ventana a la menor oportunidad –declaró–. Concédame unos minutos de su tiempo, señor Ransleigh. A fin de cuentas, ya le he insultado y enojado bastante. No tiene nada que perder.

Max suspiró. Se sentía atrapado entre la curiosidad y la prudencia. Pero al final ganó la curiosidad.

–Muy bien, señorita Denby, explíquese. Pero sea breve.

–Como ya he dicho, mi dote es sustanciosa, y por mi edad, ya debería haberme casado. Pero mi padre me conocía bien y no me presionó nunca en tal sentido... Durante los diez últimos años, trabajamos juntos en los establos Denby y logramos que se hicieran famosos. Yo no tengo más ambición que continuar con mi trabajo.

Max asintió.

–Por desgracia, mi madrastra insiste en que me case. Y por culpa de mi dote, no tiene dificultad para encontrarme pretendientes. Ni siquiera les importa que no posea ninguno de los atributos que la mayoría de los caballeros buscan en una mujer.

–¿Tan terrible sería? –preguntó él–. Me refiero a lo de contraer matrimonio.

–Prefiero volver con mis caballos.

–¿Y no ha considerado nunca la posibilidad de casarse?

–Bueno, tengo un amigo especial. Pero está en la India, con el Ejército y tardará en volver –contestó.

–¿Y no cree que ese amigo especial se llevará un disgusto cuando sepa que han destrozado su reputación?

Ella hizo un gesto de desdén.

–A Harry no le importaría. Dice que la mayor parte de las convenciones sociales son una estupidez.

–Puede que no piense lo mismo en este caso. Está en juego el honor de la mujer con quien se quiere casar –observó él.

–Sí, tendré que explicarle la situación, por supuesto, pero Harry y yo somos amigos desde la infancia. Comprenderá que solo lo he hecho por... reservarme para él.

–Veamos si lo he entendido. Pretende que la descubran en una situación comprometida conmigo, ¿verdad?

–Sí.

–Y que luego yo me niegue a casarme con usted y la deje en una situación tan difícil que aleje a sus pretendientes. Por lo menos, hasta que su amigo Harry vuelva de la India.

Ella asintió con firmeza.

–Exacto.

–Señorita Denby, le aseguro que, aunque el mundo me considere un granuja, sigo siendo un caballero, no me dedico a arruinar la reputación de personas inocentes. E incluso en el caso de que me decidiera a ayudarla, ¿quién me asegura que no cambiará de opinión más tarde y que no querrá casarse conmigo? No se lo tome a mal, señorita, pero no tengo la menor intención de contraer matrimonio.

–Ni yo, señor Ransleigh.

Él sacudió la cabeza.

–Si está tan empeñada en perder su reputación, ¿por qué no se dirige a mi primo Alastair? Su fama es más escandalosa que la mía.

–Lo sopesé, pero no me pareció adecuado. En primer lugar, esta es la casa de su madre y no querría dejarla en evidencia; en segundo, me han dicho que sufrió un desengaño amoroso y que desprecia a las mujeres y, en tercero, pensé que usted entendería particularmente bien mi problema.

–¿Yo? ¿Por qué?

–Porque sabe lo que se siente cuando se es víctima de decisiones ajenas que marcan el destino –respondió.

Max la miró con interés. Aunque su propuesta le parecía ciertamente estrafalaria, sintió una intensa simpatía por aquella mujer que había perdido a la única persona que podía garantizar su independencia, y que ahora se veía presionada para interpretar un papel que no quería interpretar.

–Sé que usted lo comprende, señor Ransleigh. Cuando una mujer se casa, se ve obligada a renunciar a todo lo que posee, incluido su propio cuerpo, que pasa a ser propiedad de su esposo. Además, sabe que muy pocos caballeros permitirían que su esposa se dedique a criar caballos... y no puedo permitir que un desconocido me robe la libertad y arruine o venda los establos. El legado de mi padre es demasiado importante. Harry es el único a quien se lo confiaría.

A pesar de sus argumentos, Max pensó que debía rechazarla categóricamente y alejarla de él antes de que alguien los descubriera. Pero la historia de Caroline Denby le intrigaba y le divertía a la vez.

–¿Está enamorada de ese hombre?

–¿De Harry? –ella apartó la mirada–. Es mi mejor amigo. Nos llevamos muy bien.

–¿Solo se llevan bien? ¿Nada de suspiros, sonetos y declaraciones apasionadas? Creía que todas las mujeres soñaban con esas cosas.

Caroline se encogió de hombros.

–No tengo nada en contra del amor, pero yo no soy como Eugenia, mi hermanastra, una joven delicada que lee novelones románticos e inspira a los hombres a escribir poesía. Harry se casará conmigo cuando vuelva. Solo necesito una solución temporal para salir del paso.

–¿Por qué no le pidió que se comprometiera formalmente con usted?

Ella suspiró.

–Si en aquella época hubiera pensado con claridad, le habría rogado que anunciara nuestro compromiso antes de su marcha, pero mi padre acababa de morir y yo... no podía pensar en otra cosa –le confesó–. Semanas después, mi madrastra me empezó a presionar. Cree posible que Harry no vuelva de la India, e insiste en presentarme en sociedad con la esperanza de que me case con algún caballero.

–La compadezco sinceramente, señorita Denby, pero debería pensar en su familia. ¿No comprende que, si me presto a su plan, el escándalo resultante será devastador para su madrastra y su hermanastra?

–Quizás lo sería si nos descubrieran abrazados en una fiesta de Londres y usted se negara a casarse conmigo, pero aquí no tendrá consecuencias; se olvidará rápidamente. Además, Eugenia es una Whitman, no una Denby; no corre el peligro de pagar por mis pecados.

Él arqueó una ceja.

–Yo no estaría tan seguro de que se olvide rápidamente, como dice; la alta sociedad es menos tolerante de lo que imagina. Pero en cualquier caso, me honra que me haya elegido a mí para su... inusual propuesta.

Ella se rio.

–Dudo que se sienta precisamente honrado. Y hablando de honor, ¿es verdad que luchó en Waterloo?

–Sí, en la infantería ligera –respondió, extrañado por la pregunta.

–Entonces, estuvo en Hougoumont..

–En efecto.

–Pues no debería preocuparse, señor Ransleigh. La infantería ligera luchó con tanto valor que se ha ganado muchos admiradores, y cuando el resto del Ejército vuelva a casa, tendrá apoyo de sobra... Entre tanto, ¿por qué no aprovecha su tiempo libre y su reputación de granuja para ayudar a una dama en apuros?

–Ayudar a una dama y arruinar su reputación son dos cosas bien diferentes –sentenció con ironía.

A pesar de sus palabras, Max sintió la tentación de aceptar su propuesta. Caroline Denby era la mujer más sorprendente con la que se había encontrado; tenía carácter e ingenio, dos virtudes que le agradaban. Pero no podía aceptar. Aunque estuviera convencida de lo contrario, su plan causaría tanto alboroto que él se vería obligado a casarse con ella por una simple y pura cuestión de honor.

Ya se disponía a darle una negativa cuando bajó la vista y descubrió lo que su espantoso vestido ocultaba. La señorita Denby podía ser una mujer poco común, pero los generosos y redondeados pechos que asomaban por su escote eran definitiva y muy sensualmente femeninos.

Sin poder evitarlo, sus sentidos se pusieron en alerta. Notó el aroma a jazmín y a azahar del invernadero, que hasta entonces le había pasado desapercibido, y se imaginó acariciando aquellos pechos y jugando con sus pezones hasta arrancarle gemidos de placer. Tuvo que sacudir la cabeza para recuperar su sangre fría.

–Señorita Denby, ¿es consciente de lo que deberíamos hacer para que su reputación quedara irremediablemente dañada?

Caroline se ruborizó, confirmando las sospechas de Max. Ya había imaginado que, a pesar de su atrevimiento, era la inocencia personificada.

–Sí, soy consciente. Tendrían que encontrarnos a solas en una situación comprometida. Sin embargo, usted es un hombre de mundo y supongo que sabrá encargarse de ese problema... solo le ruego que no me deje embarazada.

Max sonrió, sorprendido.