E-Pack Jazmín Tu primer amor 2 - noviembre 2019 - Varias Autoras - E-Book

E-Pack Jazmín Tu primer amor 2 - noviembre 2019 E-Book

Varias Autoras

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Beschreibung

Una larga espera Joan Elliott Pickart Había dejado su corazón en aquel lugar… y ahora regresaba para entregárselo a él. En los brazos del jefe Elizabeth Harbison ¿Cómo iba a trabajar con él si en lo único que pensaba era en volver a bailar aquella romántica canción entre sus brazos? El diario perdido Christine Flynn ¿Qué pensaría de ella si descubriera sus deseos más íntimos? Las raíces del pasado Pamela Toth Si él le daba una segunda oportunidad, ella le demostraría que su corazón le pertenecía a él y solo a él… El hogar del corazón Barbara Gale Él era el hombre de sus sueños de adolescencia… Una vez más Wendy Warren ¿Podría negar la ardiente pasión que seguía sintiendo por aquella mujer?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Jazmin Mi Primer Amor 2, n.º 180 - noviembre 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-797-3

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Una larga espera

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

En los brazos del jefe

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

 

El diario perdido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

 

Las raíces del pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

 

El hogar del corazón

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

 

Una vez más

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL SHERIFF Ben Skeeter giró por la calle principal de Willow Valley en su coche patrulla después de pasar por delante de varias de las casas que habían estado cerradas durante el verano.

Iba despacio, haciendo un gesto con la cabeza a la gente que lo saludaba con la mano. Había muchos visitantes que habían llegado al pequeño pueblo del norte de Arizona para disfrutar del esplendor del colorido de los bosques en otoño.

Apretó el volante con fuerza y el corazón pareció darle un vuelco cuando vio a Laurel Windsong caminando por la acera hacia el Windsong Café.

No estaba preparado para su repentina vuelta al pueblo hacía ya cuatro meses. Su presencia le había causado varias noches de insomnio mientras los recuerdos del pasado se agolpaban en su mente.

Si alguien sabía por qué Laurel había vuelto al pueblo y cuánto tiempo pensaba quedarse, él no había oído nada. Había ido directamente y le había preguntado a Dove Clearwater, la mejor amiga de Laurel. Ella le había dicho que Laurel le había comentado que todavía no tenía planes. Dove le había confiado que algo le preocupaba a su amiga, pero que no pensaba presionarla para que se lo contara.

Mientras Ben se acercaba al café, miró de reojo en dirección a Laurel y la vio abrir la puerta y entrar.

Laurel Windsong era realmente hermosa. Los años la habían tratado bien.

El dolor de su traición había disminuido con el paso del tiempo. Habían pasado diez años, pero aún había noches en las que pensaba en ella, recordando lo que habían compartido, todos los planes que habían hecho para el futuro, recordando la noche en que le había dicho que se marchaba.

Sí, sus heridas emocionales se habían curado lentamente. Y, entonces, ella volvía inesperadamente a Willow Valley, se ponía detrás del mostrador del café de su madre con una libreta en la mano y actuaba como si nunca se hubiera marchado.

Le había traído demasiados recuerdos del pasado y se sentía herido de nuevo, aparte de exhausto por la falta de sueño.

Había hecho lo que había podido para evitarla y, cada vez que la veía, nunca miraba directamente aquellos increíbles ojos oscuros. No había nada que quisiera decirle; ya se lo habían dicho todo hacía diez años. Solo quería que volviera a hacer las maletas y se marchara de nuevo para no volver.

Porque, mientras estuviera allí, no había lugar donde él pudiera ocultarse de la verdad que lo atormentaba: seguía enamorado de Laurel Windsong.

Apretó la mandíbula con tanta fuerza que le dolieron los dientes.

Detendría a Laurel por alborotar su paz mental, pensó. La metería en la cárcel y le diría que tenía veinticuatro horas para dejar el pueblo o que si no tiraría la llave de la celda.

–Ya empezamos, Skeeter –murmuró mientras meneaba la cabeza–. Esto es realmente maduro; muy racional.

Ben llegó al final del pueblo, se giró y volvió a conducir en sentido contrario, muy atento a todo lo que ocurría a su alrededor.

Era sábado y había muchos turistas, pero no cabía duda de que todavía llegarían más para apreciar los colores del otoño. Era bueno para los dueños de los negocios. Para él y la policía, significaba más trabajo.

Los turistas lo mantenían ocupado y, además, tenía entre manos un montón de allanamientos en las casas de verano. Las casas habían sido seleccionadas con cuidado y tenía la sensación de que era alguien del pueblo.

Había unas mil personas en el pueblo y otras tantas en la reserva. Ahora, uno de ellos estaba atacando a su propia gente y aquello lo ponía furioso.

El estómago de Ben gruñó y, al echar un vistazo al reloj, comprobó que era la hora de comer.

Quizá pudiera irse a casa y ver qué podía preparar. Podía ir a buscar algo ya preparado, aunque corría el riesgo de no hacer la digestión en toda la tarde.

No. Le apetecía algo bueno y el mejor lugar era el Windsong Café. Simplemente, ignoraría a Laurel Windsong, como hacía cada vez que comía allí, y disfrutaría de la comida. Eso era lo que siempre había hecho y seguiría haciéndolo.

Genial.

Siempre que no la mirara durante mucho tiempo.

Siempre que no se imaginara que introducía los dedos en su melena de seda negra.

Siempre que no se pusiera a revivir los exquisitos recuerdos de cuando hacía el amor con ella o de cuando la oía susurrar su nombre y declarar su amor por él.

Siempre que ignorara el hecho de que le había robado el corazón hacía muchos años y que no tenía ni idea de lo que tenía que hacer para recuperarlo.

Aparcó el coche al lado de la cafetería, comunicó por radio que iba a comer y tomó su sombrero del asiento del copiloto.

Al rato estaba entrando en el Windsong Café, con los músculos de la mandíbula en tensión.

 

 

Laurel frunció el ceño al ver a Ben Skeeter entrar en el café. Se puso a mirar lo que habían pedido los clientes, a pesar de que acababa de repasarlo todo hacía dos segundos.

Maldición, pensó. ¿Es que no tenía nada en casa para comer? ¿O por qué no iba a otro sitio? Oh, no; él tenía que ir al Windsong Café día tras día y hacer que el corazón se le acelerará y que todos los recuerdos se agolparan en su mente.

«Ben. Oh, Ben», pensó Laurel sin moverse. Hubo un tiempo en el que lo habían compartido todo: esperanzas, sueños, secretos, planes de futuro, sus corazones, sus mentes, sus cuerpos, la esencia misma de lo que eran. Habían estado tan enamorados, tan conectados que se habían visto como uno solo.

Pero aquello había sido entonces y esto era ahora y, desde que ella había llegado al pueblo, se habían evitado. Cuando no les quedaba más remedio, se trataban con educación e intercambiaban un saludo, pero nunca se miraban a los ojos. Ahora solo eran extraños; separados por diez años y sueños rotos. Ella continuaría manteniendo las distancias con Ben tal y como había hecho desde que había llegado a casa.

Solo había un problema: todavía estaba profundamente enamorada de él.

 

 

Ben se sentó en el primer compartimiento y recorrió el café con la mirada. Aún conservaba la misma decoración que cuando Jimmy y Jane Windsong lo abrieron: compartimientos con mesas de madera y asientos de vinilo rojo al lado de las ventanas y taburetes en la barra. Había una máquina de música antigua apoyada en una de las paredes y los menús forrados de plástico descansaban entre los servilleteros de metal y los saleros.

No era bonito. Nunca lo había sido. Pero era acogedor y la comida estaba bien.

Del techo colgaban plantas en cestas de mimbre, suspendidas por hilos invisibles. En la pared donde estaba la máquina de música, había un gran tablón lleno de dibujos de niños.

–Hombre, sheriff –saludó alguien.

–Hola, Cadillac. ¿Qué te ha traído por el pueblo?

–Necesitaba pienso para las cabras –dijo el hombre desde su taburete en la barra–. Y pensé en venir a tomarme un filete de los que prepara la señorita Windsong.

–Buena idea –dijo Ben–. ¿Qué tal todo por el poblado?

El hombre se encogió de hombros y se giró hacia su comida, y Ben supo que aquel era el fin de la conversación. Cuando los navajos acababan de hablar, acababan. Cuando dejaban de hablar en la mitad de la conversación no tenía mucho sentido, pero así era.

Así había sido siempre.

El viejo Cadillac, pensó Ben. Por su cara podría tener entre cuarenta y sesenta añosy nadie sabía su apellido.

Era un poco corto de entendederas y le encantaban los cotilleos más que respirar; pero tenía un corazón de oro y le daría a un hombre su camisa si pensara que la necesitaba más que él.

–¿Para comer?

Laurel estaba al lado de la mesa con una libreta en la mano.

–Hamburguesa, patatas y café –dijo sin apartar los ojos del mantel–. Por favor.

Laurel lo anotó en la libreta, se giró y se marchó a paso ligero.

Ya estaba, pensó Ben. Había unas diez personas mirándolo para ver si aquel era el día en el que Laurel y él hablaban. Desde que ella había vuelto, la gente que conocía su historia había estado esperando a que sucediera algo.

Pero nunca sucedía nada.

Y nunca iba a suceder.

Lo que habían tenido había desaparecido hacía mucho tiempo. Laurel había acabado con todo el día que se marchó. El motivo por el que había vuelto era todo un misterio, pero no tenía nada que ver con él. Ella había dejado de amarlo hacía diez años y quizás algún día él averiguara cómo podría dejar de amarla a ella.

 

 

Laurel pasó la nota con el pedido de Ben por la ventana que daba a la cocina.

Maldición, pensó mientras rellenaba la taza de café de Cadillac. Le había vuelto a pasar. Solo por acercarse a preguntarle a Ben Skeeter qué quería para comer, solo por haber estado cerca de él y haber podido oler su fresco aroma, ver su espeso pelo, donde ella había introducido sus dedos… solo porque Ben existía, su corazón se había desbocado y las manos le habían temblado ligeramente.

Ben, con su metro ochenta, era demasiado alto para ser un navajo. El uniforme le quedaba perfecto y el color beige acentuaba su piel morena y su pelo oscuro. Sus facciones estaban como esculpidas con un cincel; sus pómulos, su nariz recta y aquellos labios tan deseables eran la imagen perfecta de la masculinidad.

Tenía que dejarlo, pensó Laurel. Si alguna vez él se daba cuenta del efecto que tenía sobre ella, se moriría de vergüenza. Estaba claro que a él no le inquietaba lo más mínimo. Nunca la miraba, pero eso era porque todavía la odiaba por haberse marchado de Willow Valley hacía diez años.

Su voz sonaba indiferente cuando hablaba con ella; incluso, un poco aburrida al pedir la comida y jamás se molestaba en ser cortés y preguntarle cómo estaba o hablar del tiempo.

No; para Ben ella solo era un mal recuerdo. Si no fuera por el hecho de que le gustaba la comida que allí servían, ni siquiera entraría en el café. Los diez años que habían pasado, habían borrado los sentimientos que había albergado por ella una vez.

Una mujer de unos treinta años entró en el café y llamó la atención de Laurel, sacándola de sus pensamientos. La mujer era atractiva y se sentó en el compartimiento de al lado del de Ben. Mientras miraba el menú, Laurel se acercó a ella, pasando rápidamente por el lado de Ben sin mirarlo.

–Hola, Marilyn –dijo Laurel–, me alegro de verte. ¿Qué tal todo por el salón de belleza?

–Muy ocupados –dijo ella–. Me duelen los pies y solo es la hora de comer. He decidido tomarme un especial para aguantar toda la tarde –volvió a inspeccionar el menú–. Oh, Dios mío. No me digas que May ha preparado alguna de sus tartas.

Laurel sonrió.

–De acuerdo, no te informaré de que ha preparado una tarta de cerezas, pastel de calabaza con crema y una tarta de manzana para morirse. Las palabras no saldrán de mis labios.

–Qué cruel eres –dijo Marilyn riéndose–. Jamás he podido resistirme a la tarta de manzana de May desde que llegué a este pueblo, algo evidente si me miras las caderas. Ponme un trozo.

–De acuerdo –afirmó Laurel, escribiendo en la libreta–. Y a tus caderas no les pasa nada –hizo una pausa–. Marilyn, estoy pensando en cortarme el pelo.

–¡No! –dijo Ben antes de darse cuenta de que había hablado.

Laurel se giró hacia él totalmente sorprendida a la vez que Marilyn se giraba en el asiento para mirarlo y que Cadillac giraba su taburete con la misma intención. Jane Windsong estaba a punto de dejar la hamburguesa de Ben en el mostrador y la mano se quedó suspendida en el aire.

Los tres hombres que estaban sentados a la barra al lado de Cadillac giraron las cabezas para mirar al sheriff Skeeter.

–Vaya. ¿No te parece bien que Laurel se corte el pelo, Ben? –preguntó Marilyn con un brillo en la mirada.

Ben sintió una gota de sudor que le corría por el pecho.

–Bueno… esto… –dijo él–. Laurel trabaja ante el público y los visitantes esperan ver nativos americanos cuando vienen a Willow Valley. Y bueno… su pelo… contribuye a esa imagen. Simplemente estaba pensando en el negocio.

–¡Ah! –dijo Marilyn, y tosió para ocultar la risa mientras se daba la vuelta en su compartimiento.

–¿Por qué será que no me lo creo? –murmuró Cadillac, meneando la cabeza.

–A ese joven le va a crecer la nariz –dijo Jane con un susurro antes de dejar el plato–. ¡Laurel, la comida de Ben está lista!

Ella fue a buscarla.

–Aquí tienes –dijo mientras la dejaba en la mesa–. Voy a por el café.

–Gracias –dijo él mientras se ponía una servilleta en el regazo.

Laurel se marchó y volvió con una taza. Se inclinó ligeramente mientras le servía el café.

–¿Qué diablos te pasa? –susurró–. Me has hecho pasar una vergüenza terrible, Ben Skeeter. Mi pelo no es asunto tuyo.

–No quise hablar en voz alta –dijo él en voz baja–. Me sorprendió tanto como a ti lo que dije… –agarró el bote de ketchup y lo agitó sobre las patatas–. ¿Estás pensando en cortártelo?

–Quizás sí –dijo ella, levantando la barbilla–. Quizás no. Todavía no me he decidido.

–No lo hagas, Laurel –dijo Ben, mirándola directamente a los ojos–. Tienes un pelo precioso, sedoso y… recuerdo su tacto… –se aclaró la garganta y miró hacia su comida–. Vaya, acabo de verter medio bote de ketchup en las patatas.

Laurel abrió la boca para decir algo, pero se dio cuenta de que no podía hablar.

Se fue corriendo detrás de la barra y dejó la cafetera en su sitio. Después, le sorprendió recordar que tenía que dejar la nota de Marilyn en su sitio. Cuando se giró, Cadillac y los otros tres hombres estaban mirándola con una sonrisa.

–¡Qué! –dijo enfadada.

–Yo tengo que ir a por mi pienso –dijo Cadillac, bajando de su taburete.

–Yo también –dijo el hombre que estaba a su lado.

–Tú no tienes cabras, Billy –dijo Cadillac.

–Vaya –exclamó Billy–, entonces, iré a ver cómo compras el pienso para las tuyas.

–Bien –aceptó Cadillac mientras dejaba dinero en la barra.

Los otros dos hombres decidieron que acompañarían a Cadillac. Ninguno de ellos se esperó por sus cambios ni miraron al sheriff mientras salían del café.

Ben dejó escapar un suspiro e intentó apartar el tomate de las patatas.

Si no hubiera sido porque realmente estaba hambriento, se habría marchado de allí. Vaya. Qué manera de hacer el estúpido. Acababa de hablar por primera vez con Laurel desde que regresó y solo había dicho tonterías.

Pero solo imaginarse que se iba a cortar su maravilloso pelo negro había sido demasiado.

Después, Laurel se había acercado a él llena de furia. Utilizaba la misma colonia de siempre y, cuando lo miró directamente a los ojos, él había tenido que utilizar toda su fuerza de voluntad para no pasarle la mano por el cuello y atraer sus labios a los de él y…

Se removió inquieto en su asiento al sentir el calor que lo recorría por dentro y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba mirándolo.

Cadillac y sus amigos debían de estar en la tienda, pensó sin aliento, contándoles a todos lo que había sucedido en el Windsong Café entre el sheriff y Laurel. Los turistas que allí hubiera no tendrían ni idea de lo que había sucedido, pero los del pueblo… ni siquiera quería pensar en ello.

Acabó su comida, dejó dinero en la mesa y agarró su sombrero y su radio. Se deslizó por el banco, se giró y se chocó de lleno con Laurel, que llevaba la comida de Marilyn.

La agarró por uno de los hombros con su mano libre para que no se cayera.

–Lo siento –dijo sin soltarla–, no te había visto. ¿He tirado algo? No. Bueno.

–¿Me dejas pasar, por favor? –dijo Laurel, mirando a un botón del centro de la camisa de Ben.

–Enseguida –dijo él sin apartar la mano de su hombro–. Siento mucho haberte avergonzado por lo del corte de pelo. Me pasé.

–Sí, te pasaste, sheriff Skeeter. Ahora, Marilyn está esperando su comida.

Ben se puso el sombrero, le quitó el plato y el vaso de leche para Marilyn y se lo dejó a la mujer encima de la mesa.

–Que aproveche –dijo Ben, y después se volvió hacia Laurel que lo miraba sorprendida–. ¿Me perdonas o no por decir en voz alta lo que pensaba sobre cortarte el pelo?

–No –negó ella, poniéndose en jarras–. Porque Cadillac y sus amigos ya estarán corriendo la voz. Y todo crecerá como una gran bola mientras va pasando de persona en persona.

–Bueno, sí, pero…

–Y ahora, –continuó Laurel–, si me corto el pelo, todos pensarán que lo hago porque tú dijiste que no debería hacerlo. Y, si no me lo corto, todos pensarán que estoy haciendo lo que tú dijiste que debía hacer.

Ben sonrió.

–Podría cortarte un poco las puntas, Laurel –dijo Marilyn–. Eso les haría un lío. Porque te cortas el pelo, pero no te lo cortas. ¿Qué te parece?

–Lo pensaré –dijo Laurel.

–Cómete tu comida, Marilyn –dijo Ben con el ceño fruncido.

Marilyn se rio.

–No te enfades, Ben. Tú eres el que ha formado este lío. Yo solo estoy intentando ayudar.

La radio que llevaba en la mano sonó, acabando con la conversación.

–Tengo que irme –se despidió él–, hasta luego.

Mientras salía, Laurel se quedó mirándolo. Después, comenzó a limpiar la mesa.

–Bueno, habéis tardado cuatro meses o así, Laurel –dijo Marilyn–. Y os habéis dicho más de tres o cuatro palabras. Interesante. Muy interesante.

–Cómete tu comida, Marilyn –soltó Laurel, lo que hizo que la dueña del salón de belleza estallara en carcajadas.

 

 

Para sorpresa de Laurel, las horas siguientes pasaron rápidamente y fue capaz de no pensar en nada. El café estaba lleno y las otras dos camareras y ella trabajaron sin parar. Jane y los ayudantes de la cocina no dejaron de preparar comidas en toda la tarde.

Durante la pausa antes de la cena, limpiaron la barra, las mesas, barrieron el suelo y lo fregaron y rellenaron los saleros.

Cuando Laurel tuvo que reemplazar el bote de ketchup que Ben había vaciado, volvió a recordarlo todo.

Ben no quería que se cortara el pelo, pensó mientras revisaba las servilletas. Incluso había dicho que tenía un pelo precioso y que recordaba su tacto…

Se sentó en un taburete de la barra y apoyó la cara en una mano.

¿Y qué le importaba a Ben lo que ella hiciera con su pelo? ¿Y por qué había recordado su tacto? Aquello no tenía sentido. Ben Skeeter la odiaba. Ella era la persona que le había roto el corazón al romper su promesa. Entonces, ¿por qué…?

–Pareces muy pensativa –dijo Jane, sentándose al lado de su hija–. Hemos estado tan ocupadas que no hemos tenido tiempo de hablar. ¿Te encuentras bien después de tu… encuentro con Ben?

Laurel suspiró.

–Me imagino que sí. Todo ha sido tan… raro. Menos mal que la mayoría de los clientes de hoy eran turistas y no tendré que soportar la mirada de toda la gente del pueblo.

–De todas formas tendrás que hacerlo –dijo Jane riéndose–. La gente os ha estado observando desde que volviste, esperando a que sucediera algo. Ahora, Ben Skeeter no quiere que Laurel Windsong se corte el pelo. Imagínate lo contentos que se van a poner todos con la noticia.

–Genial –dijo Laurel–. ¿Qué haríamos sin Cadillac? Deberíamos deshacernos de nuestros teléfonos.

–Solo te queda esperar a que suceda algo interesante –dijo Jane–. Algo como que… no sé… que alguien robe el banco.

–Eso no va a suceder –objetó Laurel.

–No –dijo Jane–. Vas a tener que sonreír y aguantar hasta que la gente se canse. Casi me caigo redonda cuando Ben dijo que no tenías que cortarte el pelo. Desde luego, parece que le importa, ¿verdad?

–¡Mamá! –exclamó Laurel mientras se levantaba–. Estás haciendo lo que todos los demás deben de estar haciendo ahora. Estás especulando sobre lo que sucedió y disfrutando con ello. Deberías avergonzarte. ¿Dónde está tu lealtad hacia tu única hija?

–Bueno, cariño –dijo Jane con una sonrisa–. Tienes que reconocer que ha sido todo un espectáculo.

–Ya que hablamos de esto, muchas gracias.

–Lo entiendo, cariño –aceptó Jane–. Ahora me voy a casa un rato a poner los pies en alto antes de que llegue la gente para la cena. Todo está preparado. ¿Quieres venir conmigo?

–No, gracias. Me siento intranquila –dijo Laurel–. Creo que voy a ir a dar un paseo y… ¡Sí, claro; una idea genial! Mientras paseo por la acera, todos me mirarán. Pensándolo mejor, me voy a ir contigo. Después, me voy a encerrar en el armario.

Capítulo 2

 

AL LLEGAR a la pequeña casa donde Jane y Jimmy Windsong habían vivido desde que se casaron, Jane decidió ir a ver a una vecina anciana que se encontraba un poco indispuesta.

Laurel se fue a su cuarto, se quitó los zapatos y se tiró en la cama, con la esperanza de dormir un rato; sobre todo para no tener que pensar en lo que había sucedido en el restaurante con Ben.

Después de mirar al techo durante quince minutos, dejó escapar un suspiro y decidió darse por vencida. Se sentó en la cama y se quedó mirando por la ventana que daba a un pequeño patio en la parte de atrás de la casa. Una brisa caprichosa empujaba a una hoja de castaño, que había caído de la rama del árbol, haciendo un remolino; después, la levantó alto y la llevó muy lejos hacia aventuras desconocidas.

Hacía diez años, pensó Laurel, ella había sido como esa hoja. Había dejado todo lo que conocía, su habitación, su casa, el encantador pueblo de Willow Valley, a su madre, a sus amigos y a Ben. Había cruzado el país para ir a la universidad en Virginia, donde le habían dado una beca. Había acabado su carrera y había empezado a trabajar como psicóloga infantil.

Entonces, estaba llena de optimismo y entusiasmo, segura de que iba a lograr grandes metas, que iba a ayudar a los jóvenes que la necesitaran, cambiar sus vidas. Ella iba a desenredar sus líos, solucionar sus problemas, llevar sonrisas a sus semblantes serios.

Laurel meneó la cabeza y se rodeó con los brazos sin apartar los ojos de la ventana.

Menudos sueños grandiosos había tenido, pensó. Había pasado por alto cuánto echaría de menos a sus seres queridos de Willow Valley; la nostalgia que la invadiría por las noches haciendo que se sintiera muy sola.

Por culpa del dinero no había podido regresar con mucha frecuencia durante los años que había estado fuera; pero, cuando volvía a casa, había saboreado cada momento. Había pasado muchas horas con su mejor amiga, había hablado hasta bien entrada la noche con su madre, había ido a dar largos paseos con el abuelo, escuchando atenta cada una de sus palabras cargadas de sabiduría.

Pero nunca había vuelto a hablar con Ben Skeeter.

No se habían dirigido la palabra en casi diez años. Hasta esa tarde en el café.

Diez años, pensó Laurel, mientras observaba a unas ardillas jugar en el patio. Diez años habían pasado y allí estaba ella, en su habitación. Había vuelto hacía cuatro meses en busca de consuelo. Su madre era la única persona del pueblo que sabía lo que había pasado en Virginia.

Ni siquiera se lo había dicho a su mejor amiga ni al abuelo. Pero los navajos nunca presionaban a nadie para que hablara. Según sus creencias, cuando a una persona se le hacía una pregunta cuatro veces seguidas, esta estaba obligada a responder; pero nadie iba a hacerle eso. Y ella se lo agradecía porque no soportaría tenerles que decir que no.

Se puso de pie.

Estaba volviendo a pensar demasiado, se amonestó. No debía volver al mismo tema porque solo servía para deprimirse. Tenía que dejar aquel papel de víctima y superar lo que había sucedido en Virginia para continuar con su vida.

¿Continuar? ¿Hacia dónde?, se preguntó mientras se dirigía hacia la puerta. ¿Hacia un futuro junto a su madre en el restaurante? Su madre parecía muy contenta con su presencia, pero…

–Deja ya de pensar, Laurel Windsong –se dijo en voz alta, enfadada–. Apaga tu mente y cállate.

El pasillo conducía a un pequeño salón comedor y a la cocina. Allí encontró a su madre sentada a la mesa con una taza de té y el periódico.

–Hola –saludó Laurel–. ¿Qué tal está la señora Henderson?

Jane sonrió.

–Estaba a punto de salir para ir a echar una partida de cartas. Tan bien como siempre.

–Me alegro –dijo Laurel, sentándose al otro lado de la mesa–. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Su madre cerró el periódico.

–Claro.

–Papá se murió cuando yo tenía dieciséis años. ¿Durante todo este tiempo has pensado alguna vez en volver a casarte? Solo tienes cuarenta y seis años, mamá, todavía eres muy joven. ¿No te gustaría compartir tu vida con alguien?

–Dios santo –exclamó Jane–. ¿A qué viene esto ahora?

–No lo sé. Estoy intentando pensar en mi futuro; pero no lo tengo nada claro. Entonces, he pensado en ti. Me preguntaba si te gustaba tu vida tal y como es.

Jane se rio.

–Ah, mi hija la psicóloga intentando meterse en mi mente. Bueno, que tengas buena suerte, mi vida. Para responder a tu pregunta te diré que sí, que estoy muy contenta y soy feliz. Con respecto a lo de casarme… No. Eso no sucederá nunca. Tu padre es el hombre de mi vida, aunque ya no esté. Me enamoré de él a los quince años y ya nunca podré amar a otro. Me casé a los dieciocho, te tuve a ti a los diecinueve, abrí el Windsong Café y ahí me quedaré hasta que esté vieja y arrugada.

Laurel escuchaba a su madre atentamente, sin interrumpirla.

–El amor que compartí con tu padre era especial y maravilloso, Laurel, y eso solo sucede una vez en la vida; nunca me conformaría con menos. Me imagino que el amor que Ben y tú compartisteis era de la misma naturaleza, pero… Oh, perdona, no debería haber dicho eso. Ha sido muy insensible por mi parte.

–Tienes razón –afirmó Laurel–, yo también pensé que lo nuestro era especial; pero estaba equivocada. Yo quería ir a la universidad, pero él no quiso entenderlo y esperar por mí. Me dio un ultimátum: o me quedaba en Willow Valley mientras él iba a la Academia de Policía en Fénix y me casaba con él cuando terminara o acabábamos. Y eso fue lo que sucedió. Nosotros no compartimos el mismo amor que papá y tú.

–Yo no estoy tan segura –dijo Jane.

–Mamá, es evidente. Yo estaba decidida a ir a la universidad y Ben… no importa. Sigo haciéndolo. Me paso el día soñando con el pasado y me voy a volver loca. Ahora solo debo pensar en mi futuro; en lo que voy a hacer con mi vida. Por favor, no te ofendas; pero no me gustaría pasarme toda la vida sirviendo cafés.

–Por supuesto que no –dijo Jane–. Este lugar no era tu sueño; era el de tu padre y el mío. Tú solo estás ahí de paso hasta que decidas qué hacer. Todavía tienes la herida abierta por lo que pasó en Virginia, Laurel. Ten paciencia. Sé amable contigo misma. Ve paso a paso y espera a que tu paz interior vuelva. Volverá.

–Tal vez –aceptó Laurel–. Pero no he progresado mucho desde que regresé. Hace mucho tiempo que debería haber dejado de sentir lástima por mí, por lo que sucedió. Pero vamos a cambiar de tema. ¿Había algo interesante en el periódico?

–Dove ha escrito un artículo precioso sobre las hojas del otoño y cómo nunca nos defraudan año tras año, como una promesa de la naturaleza. Nuestra Dove tiene mucho talento como escritora.

–Sí –asintió Laurel–. Escribe fenomenal. Y creo que las alfombras y las mantas que teje en su telar son extraordinarias.

–Sí –Jane se acabó el café–. Ah, y hay otro artículo que habla de un robo en una de las casas de verano. Quienquiera que esté haciéndolo, sabe muy bien las casas que están vacías. Eso indica que debe de ser alguien de por aquí. Asusta pensar que alguien que vive entre nosotros esté haciendo algo así.

Laurel frunció el ceño y asintió.

–Según el artículo –continuó Jane–, Ben ha dicho que la policía ha incrementado las patrullas de vigilancia y que no descansarán hasta que den con el culpable –hizo una pausa–. Y dime, Laurel Windsong, ¿vas a cortarte esa magnífica melena?

Laurel se encogió de hombros.

–No lo sé. Me llega por la cintura cuando me lo suelto. No creo que llevar una trenza día tras día sea muy sofisticado para alguien de veintisiete años.

–Lo es –dijo Jane con una sonrisa– si eres mitad navajo. Tienes el pelo de tu padre, su piel morena y sus ojos negros como el azabache. Si no fuera porque tus facciones son suaves y porque eres alta y delgada, todos pensarían que no eras hija mía. Pero, de todas formas, es tu pelo y puedes hacer con él lo que quieras.

–¿Tú crees? Probablemente todo el pueblo sabe lo que Ben Skeeter opina de eso. Mira que… No me hagas hablar.

–Creo que la escena del café fue muy bonita –dijo Jane.

–Por favor, mamá –se quejó Laurel mientras se ponía de pie–. Voy a refrescarme antes de volver al trabajo.

Jane se quedó mirando a su hija mientras se alejaba, maravillada por su belleza.

–Oh, Jimmy –susurró–, nuestra niña está tan confundida, está tan triste… y yo no sé qué hacer para ayudarla.

 

 

Mientras el sol se ponía, Ben caminaba por la calle principal antes de acabar su jornada.

Siete vecinos le habían preguntado ya si iba a ir a cenar al Windsong Café. Algo que nunca solía hacer porque prefería prepararse algo en casa después de un día de trabajo. También se había dado cuenta de las sonrisas y las miradas divertidas de los dueños de las tiendas que incluso habían salido a la puerta de sus comercios para saludarlo.

Estaba claro que la noticia de su estúpido encuentro con Laurel había corrido como la pólvora. No había nada que él pudiera hacer o decir; solo cabía esperar a que sucediera algo interesante que atrajera la atención de todos.

Ben aminoró la marcha conforme se acercaba a la heladería.

Dios. Oh, Dios, pensó con un gemido. Laurel y él habían pasado incontables momentos allí, tomándose un helado, planeando su futuro juntos.

Eran tan jóvenes… Y habían estado tan seguros de que todo saldría como ellos querían; que sus sueños encajarían como un puzle para crear un hermoso cuadro.

Pero, entonces, Laurel había decidido que quería más de lo que él podía ofrecerle. Necesitaba algo más que su amor y la vida que podían tener en Willow Valley después de casarse. Todo se había roto, como si una mano invisible hubiera deshecho el puzle.

Durante los años que ella había estado ausente, él había intentado construirse una nueva vida, pero le faltaban algunas piezas. Su vida estaba incompleta sin ella. Había aprendido a vivir sin ella; pero ahora había vuelto y…

Ben se paró en seco al ver a un niño de unos cinco años que lo miraba con los ojos muy abiertos.

–Hola –lo saludó Ben–. ¿Dónde está tu mamá?

–En esa tienda –dijo el niño, señalando a la heladería–. ¿Eres un indio de verdad?

Ben asintió.

–Sí. Un navajo.

–¡Vaya! ¿Y eso es una pistola de verdad?

–Sí.

–¡Vaya! ¿Por qué llevas una pistola en vez de un arco con flechas?

–Verás, no me caben en el cinturón, por eso tuve que decidirme por la pistola.

–¡Vaya! –repitió el niño–. ¿Y disparas a los malos?

–Solo si es necesario.

–¿Tú eres malo o bueno?

–¿Yo? Yo soy muy bueno, de verdad.

–Me alegro.

–Jacob –llamó una mujer que salía apresurada de la heladería–. Te he dicho mil veces que no salgas sin mí –levantó los ojos hacia Ben–. Lo siento mucho, en cuanto me descuido…

–Es un indio de verdad, mamá –dijo Jacob–. Dispara a los malos con su pistola porque el arco y las flechas no le caben en el cinturón.

–Eso es –dijo Ben riéndose.

La mujer lo miró con una sonrisa compungida.

–Gracias por ser paciente con él. Y disculpe si lo ha molestado.

–En absoluto –respondió él.

–Bueno –dijo la madre–. Vamos, Jacob.

Ben se quedó mirándolos mientras se alejaban; la madre, explicándole que tenía que quedarse a su lado.

«Qué niño tan gracioso», pensó Ben mientras se calaba el sombrero. Laurel y él habían hablado de los hijos que tendrían. Sí, habían hablado mucho de eso. Qué broma tan pesada.

–Olvídalo ya –se amonestó entre dientes–. Es hora de volver a casa.

 

 

Ben vivía en una casa rodeada de árboles en el extremo del pueblo que lindaba con la reserva. La casa estaba apartada de la carretera y la estructura del frente tenía amplios ventanales con unas vistas espectaculares de la montaña.

El interior de la casa era abierto y ventilado. Tenía un salón con una chimenea rodeada por estanterías llenas de libros. Una cocina con comedor, un baño pequeño y una habitación.

Arriba había dos habitaciones con un baño entre las dos. El segundo dormitorio lo utilizaba de estudio y allí tenía un ordenador y más libros.

Estaba amueblado con muebles rústicos y sobre los suelos de madera había alfombras hechas a mano por los navajos. De una de las paredes colgaba un tapiz de Dove Clearwater. Entre los libros de los estantes había cerámica y cestas hechas por sus amigos de la reserva.

Entró en la casa a través del garaje que tenía una puerta que comunicaba con la cocina. Subió al dormitorio, se cambió su ropa de trabajo por unos vaqueros y una camiseta vieja, guardó la pistola en una caja de seguridad en su armario y volvió a la cocina para prepararse algo de comer.

Enseguida, estaba sentado a la mesa con una tortilla de jamón, queso y pimientos y un vaso de agua helada.

Después de comer, recogió la cocina y se sentó en su sillón favorito a ver las noticias. Aunque no logró concentrarse.

Laurel nunca había visto su casa, pensó mirando a su alrededor. ¿Qué pensaría? ¿Le gustaría para vivir allí? ¿O tendría una decoración demasiado masculina? Eso tenía fácil arreglo.

Mientras salían juntos, habían dibujado innumerables veces la casa de sus sueños. Ya habían decidido la habitación que sería la de ellos y…

–Maldición, Ben –se dijo en voz alta, dándole un golpe al sillón–, ¿qué estás haciendo?

Se llevó las dos manos a la cara y echó la cabeza hacia atrás, obligándose a pensar en otra cosa, a dejar de pensar en Laurel Windsong.

«Piensa en… en los robos en las casas de verano».

Había llamado a las comisarías de Flagstaff y Prescott por si acaso ellos estaban teniendo los mismos delitos. Pero le habían dicho que no tenían ningún problema. Parecía que el problema era solo suyo. Se llevaban cosas poco pesadas como las televisiones, los DVD, los ordenadores, rifles, incluso se habían llevado algún microondas.

¿Por qué? Aquellas cosas no valían demasiado cuando se vendían en el mercado negro y era un gran riesgo. Aquello significaba que probablemente eran jóvenes; adolescentes aburridos que lo hacían para entretenerse y que no sabían en el lío en el que se estaban metiendo. Porque él los atraparía; no le cabía la menor duda de eso. Tarde o temprano, cometerían un error y los atraparía. Oh, sí.

Entonces llegarían las lágrimas y las esperanzas de futuro rotas.

Una imagen de Laurel apareció con nitidez en su mente.

–Sí, bueno –se dijo pensativo–. Eso pasa muchas veces en la vida. Se toman decisiones y los bonitos rompecabezas que uno construye se destruyen de manera que ya no es posible recomponerlos.

Hizo una pausa.

–Maldición, estoy hablando otra vez solo –meneó la cabeza–. Quizás debería comprarme un perro.

 

 

Laurel entró en la cocina del Windsong Café y se dirigió hacia su madre que estaba preparando unas hamburguesas y unos filetes en una gran plancha.

–Si una persona más –dijo Laurel con las manos en las caderas–, si solo una persona más me pregunta si me voy a cortar el pelo, se va a caer el techo de los gritos que voy a dar.

Jane sonrió mientras le daba la vuelta a la carne.

–Sabías que iba a suceder, cariño –dijo Jane mirando a su hija–. Pensaba que estarías preparada para aguantar la avalancha.

–Yo también lo pensaba, pero esto es realmente ridículo –comentó ella.

–No –dijo su madre riéndose–. Esto es Willow Valley. Algunas cosas no cambian. Y el gusto por los rumores es una de ellas. La gente del pueblo lleva esperando cuatro meses a que suceda algo, cualquier cosa, entre Ben y tú. Y por fin ha sucedido. Seguro que él está pasando por lo mismo que tú.

–Se lo merece –dijo Laurel–. Él es el que ha abierto la boca. Todavía no entiendo por qué lo ha hecho.

–¿Ah, no? –preguntó Jane, mirando a su hija con las cejas levantadas.

–Adiós –se despidió Laurel mientras se dirigía al comedor–. No pienso hablar más de esto; tengo clientes que atender.

–Adiós –contestó su madre, riéndose de nuevo–. O mejor aún, hagoonee, para que veas lo bien que hablo navajo.

May, una señora baja y regordeta de unos sesenta años, sacó un pastel del horno y lo dejó en una encimera para que se enfriara.

–Parece que Laurel está nerviosa, ¿verdad? –dijo con una sonrisa.

–Sí –afirmó Jane mientras les daba la vuelta a unos filetes–. Me encantaría que Ben y ella pudieran resolver sus diferencias; pero diez años es mucho tiempo.

–No para el amor –dijo May, riéndose–. Jane, ¿te acuerdas de cuando llevábamos a los niños al parque? Extendíamos una manta y los dejábamos jugar. Estaban Laurel, Ben, Dove y mi Joseph. Eran preciosos. Dios santo, los años han pasado volando, ¿verdad?

–Ni que lo digas.

Jane sirvió las hamburguesas y los filetes en unos platos y los llevó hacia la ventana que comunicaba con el restaurante.

–Me imagino que no vas a decirme por qué ha vuelto Laurel –le preguntó la mujer.

–Lo siento, May –dijo Jane–, se lo prometí.

–No importa, puedo esperar. Pero veo en sus ojos que está triste y eso me rompe el corazón. Tampoco creo que Ben sea muy feliz desde que Laurel se marchó. ¿Y la pobre Dove? ¿Con aquellos sueños de ir a la universidad y estudiar periodismo? Al final acabó en la reserva cuidando de sus hermanos después de la muerte de sus padres.

–Y los ha educado muy bien. Ahora, tendría que pensar un poco más en sí misma y buscar un marido.

–Yo pensé lo mismo de ti cuando murió Jimmy –dijo May.

–¿Qué? –preguntó Jane mirando a su querida amiga.

–Esperaba que te volvieras a casar, que tuvieras más hijos; Jimmy no habría querido que te quedaras sola, Jane, lo sabes.

–Pero no estoy sola –protestó Jane–. Estoy muy a gusto con mi vida. Es curioso, pero acabo de tener esta conversación con Laurel. ¿Qué os pasa a todos?

May se rio.

–Por cierto –dijo la mujer–, ¿se va a cortar el pelo?

 

 

Esa noche, Laurel se dio una ducha, se lavó el pelo, objeto de tantas murmuraciones, y se sentó en la cama para cepillárselo. Entonces, recordó lo que Ben le había dicho de él en el café: que era precioso y sedoso y que recordaba lo que se sentía cuando…

Ella sabía perfectamente lo que había querido decir. Después de hacer el amor, ella solía acurrucarse a su lado mientras él deslizaba los dedos por su pelo, repitiendo el gesto una y otra vez sin cansarse.

De repente, sintió que se acaloraba al recordar cuando Ben y ella hacían el amor. Se levantó de la cama y comenzó a caminar inquieta por la habitación, sin dejar de cepillarse el pelo.

No podía quedarse en Willow Valley, decidió. Tenía que marcharse, poner distancia entre Ben y ella. Pero, después de lo que había sucedido en Virginia, ¿adónde podía ir? ¿Qué podía hacer con su vida? Adoraba aquel pueblo y a su gente y había pensado que viviría el resto de sus días allí con Ben y sus hijos… pero…

–¡Dios! –exclamó Laurel, dejándose caer sobre la cama–. ¿Qué voy a hacer?

Capítulo 3

 

TE LO prometo, Dove –dijo Laurel–, si pesco un pez, me voy corriendo. No sé cómo he dejado que me convenzas. Solo he venido a la reserva para pasar una tarde de domingo tranquila contigo, ¿te acuerdas?

–Pescar es relajante –comentó Dove–. Estamos sentadas en la hierba, el cielo y el agua tienen un tono azul precioso, las hojas de los árboles tienen un color espectacular, hace un día de otoño muy agradable. Es tu actitud la que no cuadra.

–Tienes razón –afirmó Laurel entre risas.

–Bueno, siempre podemos volver a la casa y dejarme que te corte el pelo.

–Oh, no empieces –se quejó Laurel con un gruñido–. Estoy intentando olvidarme de ese tema.

–Tarde o temprano teníais que tener una conversación. Ese silencio era ridículo.

–Yo no diría que lo que sucedió fue exactamente «tener una conversación» –apuntó Laurel con el ceño fruncido–. Todo el pueblo habla de cómo Ben Skeeter le dijo a Laurel Windsong que no debía cortarse el pelo. Tú te lo cortaste hace un par de años, ¿te dijo Ben algo?

–No –negó Dove, moviendo la cabeza para menear su oscura melena que le llegaba por los hombros–. Me dijo que me quedaba muy bien; pero no está enamorado de mí.

–Tampoco está enamorado de mí, Dove –dijo Laurel con calma–. Lo que tuvimos fue hace muchísimos años. Lo que dijo en el café sobre el pelo fue por costumbre o un reflejo o lo que sea. Ah, olvídalo. No quiero seguir hablando de esto.

Laurel hizo una pausa.

–No quería hablarte de este tema porque estaba esperando a que lo sacarás tú. Pero ya que no lo haces tendré que preguntarte. Háblame de tus planes –dijo Laurel mirando a su mejor amiga.

–¿Qué planes? –preguntó Dove confundida.

–Eso es. No hemos hablado de que tengas ningún plan. Seguro que tienes que estar pensando en tu futuro –dijo Laurel–. Los mellizos han crecido y se han marchado y Eagle está acabando el instituto. Después, te toca a ti, Dove. Abandonaste todos tus planes para criar a tus hermanos y ya lo has conseguido. Querías ir a la universidad y estudiar periodismo, ¿te acuerdas?

Dove se encogió de hombros.

–De eso hace diez años. Ahora ya soy mayor.

–¿De qué me estás hablando? –preguntó Laurel, dejando la caña a su lado en la hierba.

–No sé, Laurel. No estoy mal aquí en la reserva, viviendo en la casa en la que crecí. Escribo algunos artículos para el periódico y sacó un dinero de los tapices. ¿Para qué cambiar?

–Hay una gran diferencia entre no estar mal y estar bien –dijo Laurel–. A mí me suena como si te estuvieras conformando con mucho menos de lo que quieres solo porque es más fácil.

–Estás equivocada –dijo Dove–. Tenía grandes sueños cuando tenía diecisiete años, pero todo cambió cuando mis padres murieron. Crie a mis hermanos y me siento como una madre cuyo último pajarillo está a punto de dejar el nido. De acuerdo, ahora me toca a mí. Me toca vivir tranquilamente, sin tantas responsabilidades; pero no tengo energía para comenzar una vida totalmente nueva y diferente e irme a la universidad. Aquí estoy bien.

–Oh, Dove, eso me suena a una existencia bastante solitaria. Hace un par de semanas incluso me dijiste que no salías con nadie.

–Laurel –dijo Dove lanzando el anzuelo más lejos–, piensa en esto: salgo con alguien, luego queremos casarnos, después, llegarán los niños. Niños, Laurel. ¿No lo entiendes? Ya he criado a tres niños. Ya he hecho lo del ratoncito Pérez, los he ayudado con los deberes, he aguantado sus cambios hormonales de la adolescencia. No quiero tener que volver a pasar por todo eso. Y cualquier hombre con el que saliera en serio querría tener una familia; pero yo no puedo.

–Pero…

–No.

–Pensarías de otra forma si estuvieras enamorada –dijo Laurel.

–No –Dove hizo una pausa–. Hablando de planes, ¿cuáles son los tuyos?

Laurel meneó la cabeza.

–De momento vivo al día. Sé que quizás esté hiriendo tus sentimientos al no contarte lo que sucedió en Virginia; lo que me hizo volver a casa, pero no puedo hablar de eso aún.

–Lo entiendo –dijo Dove–. Estoy aquí para escuchar cuando estés lista. Solo me preguntaba si tus intenciones eran quedarte aquí y trabajar en el café.

–No. Ya se lo he dicho a mi madre para que no se sienta decepcionada cuando… cuando decida qué voy a hacer con mi vida.

–Hay cosas peores que vivir en Willow Valley o aquí en la reserva –dijo Dove–. Es muy tranquilo. Mi hermano piensa alistarse en el ejército cuando acabe el instituto. Creo que ese tipo de vida tan organizado le irá bien; es muy inquieto y quiere marcharse de aquí lo antes posible. Creo que le irá bien. ¿Y yo? Estaré encantada de no tener que preocuparme por más adolescentes. Cada día sucederá, más o menos, lo que yo quiero que suceda.

–Dove, eso suena más como la vida de una persona de ochenta y siete años, no de veintisiete.

Dove se encogió de hombros.

–Me gusta esa imagen. Volver a tener el control de mi vida. De una vida… tranquila.

Laurel no se quedó convencida.

Las dos amigas permanecieron varios minutos en silencio, perdidas en sus pensamientos.

–Me gusta Marilyn Montgomery –dijo Laurel por fin–. La conocí nada más volver y sentí una unión con ella instantánea, como si la conociera desde hacía mucho tiempo. Me dijo que llevaba aquí cinco años, pero nunca habíamos coincidido durante mis visitas.

–Es un encanto –aseguró Dove–. Y realmente relanzó la peluquería cuando la compró. Tiene mucho éxito.

–No me ha contado por qué se vino a Willow Valley –dijo Laurel–. Yo no le he preguntado. Me imagino que si quisiera que lo supiera, me lo habría dicho.

–Creo que nadie sabe de dónde viene o por qué se ha venido aquí; ni siquiera Cadillac –comentó Dove entre risas–. Él la llamó «la mujer misteriosa» durante una temporada, hasta que se aburrió del tema y pasó a otra cosa. No obstante, es una persona muy respetada y apreciada por todos.

–Me alegro –dijo Laurel.

–Parece que viene alguien –dijo Dove–. Quizá sea el abuelo. Suele venir algún domingo que otro para ver si estoy pescando en su sitio. Muchos domingos cenamos pescado –inclinó la cabeza agudizando el oído–. Sí, definitivamente alguien se acerca a caballo.

–El abuelo es fantástico –dijo Laurel–, todo el mundo lo llama así y en realidad es tu bisabuelo.

Dove se giró y se puso una mano sobre los ojos para protegerse del sol.

–Sí, es Thunder, el caballo del abuelo. No cabe duda, pero… vaya…

–¿Vaya? –preguntó Laurel, girándose para mirar hacia donde estaba mirando su amiga–. Ese es… Dove, ese es Ben con el caballo del abuelo –miró hacia la derecha y a la izquierda–. No quiero que…

–Por favor, deja de buscar un lugar para esconderte. ¡Por el amor de Dios!, no creo que os pase nada por saludaros educadamente.

Laurel miró a su amiga, después volvió a mirar hacia atrás. Estaba sentada delante de un árbol de manera que él no podía verla.

Se alisó el jersey y los vaqueros y se pasó las manos por el pelo para asegurarse de que no se había despeinado. Miró a su amiga y vio que la estaba mirando con una sonrisa.

Ben paró el caballo a unos metros, desmontó y dejó las riendas en el suelo. Thunder comenzó a comer hierba.

–Ya at eeh –saludó Ben, caminando hacia Dove.

–Hola –contestó Dove, sonriendo–. ¿Por qué llevas el caballo del abuelo?

–Fui a hacerle una visita –dijo Ben–, y… –se dio cuenta de un movimiento y giró la cabeza–. Oh, hola, Laurel; no me había dado cuenta de que estabas ahí.

–Hola, Ben –saludó ella, y agarró su caña–. Estaba pescando.

–Si no te gusta pescar –dijo él con el ceño fruncido–, tienes miedo de atrapar a un pez y tener que quitarle el anzuelo.

–Caramba, caramba –exclamó Dove–, vaya memoria que tienes, Ben Skeeter.

–Bueno, sí –dijo él, encogiéndose de hombros. Se quitó el sombrero y volvió a ponérselo–. Será mejor que me marche. No quería interrumpiros.

–Por el amor de Dios –dijo Dove–, sois absolutamente ridículos. Ben, siéntate y cuéntanos por qué llevas el caballo del abuelo. Y tú, Laurel, deja de mirar al agua como si fuera la cosa más fascinante que has visto en la vida.

–Dove –la reprendió Ben, acomodándose en la hierba–, cuando te pones en plan maternal, pareces un sargento.

–No te quepa duda –aseguró Dove–. Mis hermanos estarían de acuerdo.

–El abuelo dijo que no se encontraba bien –explicó Ben– y que Thunder necesitaba hacer ejercicio. Yo le dije que lo podía sacar. Se quedó sentado en su mecedora favorita, sin hacer nada, lo cual no es muy típico de él.

–¿Te dijo que no se encontraba bien? –preguntó Laurel con los ojos muy abiertos–. El abuelo no se queja nunca de nada. ¿Ha ido al médico?

–Ya se lo pregunté –dijo Ben–, pero hizo como si no hubiera hablado. Había terminado y eso era todo.

–No me gusta nada –comentó Dove, meneando la cabeza–. Suena muy raro en él. Pasaré por allí esta tarde para llevarle la cena a ver qué me dice.

–Buena idea –Ben arrancó una paja del suelo y comenzó a mordisquearla–. Me dijo otra cosa justo cuando yo salía por la puerta.

–¿Qué? –preguntó Dove.

Tiró la paja al suelo y suspiró.

–¿Ben? –lo apremió Laurel, inclinándose ligeramente hacia él–. ¿Qué te dijo?

–Neasjah –dijo Ben lentamente, mirando a Laurel a los ojos.

–¿Búho? ¿El abuelo dijo búho?

–Sí.

–Oh, Dios mío –dijo Dove–. Búho significa muerte. Voy a verlo ahora mismo –añadió, haciendo el amago de levantarse.

–Dove, espera –la detuvo Ben–. Yo no lo haría. Si se imagina que he venido aquí a contarte esto, se cerrará y no dirá ni una palabra. Seguro. Espera a la hora de la cena; a ver si entonces te cuenta algo.

–De acuerdo. ¿Llevaba su medalla?

Ben asintió.

–Bueno, eso es algo normal; pero… ojalá no hubiera dicho búho.

–Vamos a tranquilizarnos –dijo Ben–. Estamos acostumbrados a que tenga una salud perfecta. Pero ya tiene ochenta años y es normal que tenga algunos achaques.

–Pero ¿por qué iba a decir neasjah? –replicó Dove.

–Quizás no se dio cuenta de que estaba hablando en voz alta y estaba pensando en otra cosa –explicó Ben–. O quizá se ha dado cuenta de que su salud ya no es tan buena y que su próximo viaje será…

–No –negó Dove meneando la cabeza.

–Todavía no –aseguró Laurel.

–Vamos a esperar –dijo Ben.

Los tres se quedaron en silencio, pensando en su querido abuelo.

–¡Oh! –gimió Laurel de repente al darse cuenta de que la caña que aún tenía entre las manos comenzaba a dar tirones.

–Agárrala fuerte –le pidió Ben–, por la forma en la que se curva, seguro que es una buena pieza, Laurel.

–No la quiero –gritó Laurel, agarrando la caña con las dos manos.

–Ni se te ocurra soltarla –dijo Dove–. Yo sí la quiero. Puedo preparar una cena fantástica con ese pez. Seguro que se trata de una trucha enorme y al abuelo le encantan las truchas asadas. Comienza a recoger el sedal. Vamos.

–No sé hacerlo –gritó Laurel.

–Ben, ayúdala –pidió Dove entre risas–. Esto es demasiado. ¿A que va a ser Laurel la campeona del día? ¡Oh, Dios mío!

–Echa la caña hacia ti –dijo Ben– al mismo tiempo que empiezas a darle vueltas al carrete.

Laurel se echó para atrás e intentó recoger el sedal, pero no lo consiguió.

–No funciona –dijo ella–, se me va a escapar. No es una trucha, es una ballena.

Ben se deslizó sobre la hierba y se sentó detrás de ella, colocándole una pierna a cada lado. Después la rodeó con los brazos para cubrir con una mano la mano que tenía la caña y con la otra, la del carrete.

Dove abrió los ojos encantada al ver lo que había hecho Ben.

–Creo que Thunder se está poniendo nervioso con tantos gritos –dijo mientras se ponía de pie–. Voy a darle un paseo hasta que consigáis sacar la ballena.

–Ben, no creo… –dijo Laurel.

–Chsss –la interrumpió él–. Concéntrate en la cena del abuelo. De acuerdo. Vamos a tirar de la caña a la vez que recogemos el sedal… Eso es. Suavemente.

Era hombre muerto, pensó Ben, mirando al cielo antes de volver a dirigir su atención a lo que estaba haciendo. Dios santo, era una delicia sentir a Laurel tan cerca. Su cuerpo se estaba volviendo loco, estaba encendido por el deseo, ardiendo.

El aroma de ella era fantástico: una mezcla de colonia, aire fresco y rayos de sol. Tenía la mejilla apoyada contra su pelo sedoso. Un pelo que evocaba demasiados recuerdos sensuales de cuando lo llevaba suelto sin trenza y él deslizaba los dedos entre los mechones. Laurel.

«Piensa en el pez», se dijo a sí mismo. «Piensa en cualquier cosa menos en lo que amabas a esta mujer y en lo que te está haciendo ahora».

Pescado. Abuelo. Cena.

Ben volvió a tirar de la caña, cubriendo aún las manos de Laurel.

«Por el amor de Dios», pensó Laurel. Se iba a caer desmayada. El corazón le latía tan rápidamente que le zumbaban los oídos. Tenía las mejillas ardientes y sabía que debían de estar coloradas. Estaba atrapada entre los brazos de Ben Skeeter y tenía una sensación maravillosa, exquisita y tan… tan… Aquello estaba muy mal. No; muy bien, no lo sabía… no podía pensar…

Lo deseaba. Oh, cuánto lo deseaba.

Recordó lo que era hacer el amor con él y las imágenes eran tan reales que podía sentir sus labios, su sabor, inhalar su aroma masculino. Y sus pechos… deseaba que se los acariciara. Sentir sus manos, su boca, su…

Ay, cuánto amaba a Ben Skeeter. Allí era donde quería estar. En sus brazos. El hombre con el que se habría casado, con el que habría tenido hijos y con el que habría deseado pasar el resto de su vida. Así era como debía haber sido si todas sus esperanzas y todos sus sueños se hubieran hecho realidad. Ben.

Pez. El pez, pensó Laurel. La ballena. La cena del abuelo. «Céntrate, Laurel. Céntrate en ese pez».

De repente, el pez dio un salto, hizo una pirueta en el aire y volvió a desaparecer en el agua.

–Vaya –dijo Ben–. ¿Has visto el tamaño de esa cosa? Precioso. El abuelo se va a dar un festín esta noche. Vuelve a tirar… así… despacio. Muy bien. Vamos a conseguirlo, Laurel.

Laurel giró la cabeza y lo miró, dándose cuenta demasiado tarde de lo cerca que estaban sus labios.

–No deberíamos… no deberíamos… –tartamudeó ella, luchando por recordar lo que quería decir–. ¿No necesitamos una red, o algo así?

–No importa –dijo él con la voz ronca.

Después, antes de darse cuenta de lo que iba a hacer, agachó la cabeza y capturó los labios de Laurel con los suyos. Le separó los labios y le introdujo la lengua para encontrar la de ella mientras ella le devolvía el beso con total abandono.

Laurel cerró los ojos para saborear todas las sensuales sensaciones que invadían su cuerpo. La erección de Ben presionaba su cuerpo con más fuerza conforme el beso adquiría intensidad.

Era excitante. Era fantástico. Era un beso por el que llevaban esperando diez años y ahora no deseaban que terminara nunca. Eran los recuerdos del pasado que volvían con fuerza apoderándose del presente.

Ben la rodeó con los brazos y ella soltó la caña para pasarle las manos por el cuello. Él levantó la cara por un segundo para tomar aliento y, después, su boca volvió a cubrir la de Laurel.

La caña se deslizó por la hierba detrás del pez. Al rato, el pez saltó en el agua, libre del anzuelo; pero ni Laurel ni Ben pudieron verlo.

Oh, sí, pensó Laurel embriagada. Después, la realidad comenzó a abrirse paso entre la nube sensual que la envolvía. Oh, no. ¿Qué diablos estaba haciendo? Estaba besando al hombre al que amaba con cada fibra de su ser. El hombre que la odiaba con la misma intensidad porque pensaba que lo había traicionado al romper sus promesas y… No. No debería hacer aquello. Tenía que parar.

Laurel deslizó las manos hacia el pecho de él y lo empujó. Él se separó de ella y se quedó mirándola a los ojos, invadido por el deseo.

–Suéltame –susurró ella y, después, tomó aliento para cobrar fuerzas e intentar zafarse de su abrazo–. Ahora, Ben. Lo digo en serio.

Ben la soltó y ella se alejó de él, sin atreverse a levantarse porque sabía que las piernas no le sostendrían.

Ben tomó aliento, recogió las piernas y apoyó la cabeza en las rodillas, haciendo un esfuerzo por recuperar el control. Levantó la cabeza lentamente y miró a Laurel.

–No… no debería haber sucedido –dijo ella, consciente de que su voz no era más que un murmullo.

–Pero ha sucedido –dijo él con la voz aún ronca por el deseo–. Y los dos lo hemos disfrutado; no intentes negarlo.

–Somos… somos jóvenes y estamos sanos; eso es todo. Se nos ha escapado de las manos y no debería haber sucedido, Ben. Y no volverá a suceder. Los diez años que han pasado no se pueden borrar de un plumazo. No; esto no puede volver a pasar.

–Ya veremos.

–¿Qué se supone que significa eso?

–Olvídalo, –dijo Ben, echándose el sombrero para atrás–. Simplemente, olvida todo el maldito asunto.

–Eso pretendo –le aseguró ella y se arriesgó a ponerse de pie. Miró a su alrededor–. ¿Qué le ha pasado a la caña?

Dove se asomó detrás de un árbol y se dirigió hacia ellos, con las riendas de Thunder en una mano.