E-Pack secretos mayo 2021 - Rachel Bailey - E-Book

E-Pack secretos mayo 2021 E-Book

Rachel Bailey

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Beschreibung

Chantajes y secretos Rachel Bailey El mundo de Nico Jordan se hizo pedazos cuando Beth, la mujer de la que estaba profundamente enamorado, lo traicionó casándose con su hermano. Cinco años más tarde, Nico decidió que quería respuestas… y algo más. Cuando volvió a ver a Beth, el abrumador deseo que siempre había sentido por ella renació con un ímpetu arrollador. Beth jamás consiguió olvidar al único hombre al que había amado pero, aunque la atracción que había entre ambos seguía siendo fuerte, sabía que debía resistirse. El hecho de rendirse a él, aunque sólo fuera por una noche de pasión, podía desvelar su secreto.Pasado secreto JULIA JAMES Nada lo detendrá para saldar viejas cuentas del pasado... Cuando Angelos Petrakos vio a la supermodelo Thea Dauntry en un lujoso restaurante de Londres, supo que ella no era en realidad la mujer de innata elegancia que aparentaba ser... Para Thea, la reaparición de Angelos era desastrosa. Lo último que deseaba cuando un vizconde con el que estaba cenando estaba a punto de pedirle que se casara con él era que alguien le recordara su pasado. Un encuentro afortunado con el guapo magnate griego hacía unos años le había permitido forjarse su futuro. Pero Angelos nunca pudo olvidar cómo ella lo utilizó.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Secretos, n.º 248 - mayo 2021

I.S.B.N.: 978-84-1375-722-3

Índice

Créditos

Pasado secreto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Promoción

Chantajes y secretos

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Promoción

Capítulo 1

ANGELOS Petrakos relajó sus anchos hombros contra el respaldo de la cómoda silla y tomó su copa de vino para saborear con delectación una pequeña cantidad del exclusivo caldo. Miró a su alrededor para observar a los comensales del elegante restaurante de Knightsbridge, distrayéndose durante un instante de quien lo acompañaba en aquella cena de negocios.

Inmediatamente, se dio cuenta de cómo lo observaban los ojos femeninos.

Una mirada de frío desprecio se reflejó en sus ojos, negros como la noche. ¿Qué parte de su interés se dirigía hacia él como persona y cuál hacia su puesto como presidente de un conglomerado internacional con participación en negocios muy rentables?

Aquélla era una distinción que su padre viudo había sido incapaz de hacer. Tan astuto en los negocios para construir el imperio Petrakos, su padre había sido víctima de una cazafortunas tras otra, algo que había desagradado profundamente al joven Petrakos. Le había repugnado ver cómo su vulnerable padre era explotado, obligado a prestarles dinero o a promover sus carreras con su riqueza y contactos. Angelos había aprendido muy bien la lección y, por muy tentadora o atractiva que resultara una mujer, se mostraba inflexible a la hora de separar los negocios del placer. Jamás permitía que ninguna bella y ambiciosa mujer se aprovechara del interés que él pudiera sentir por ella. Así, era mucho más sencillo y más seguro.

Siguió recorriendo el restaurante, ignorando descaradamente los intentos de muchas por llamar su atención y sin dejar de prestar atención a lo que su acompañante le decía. Entonces, abruptamente, algo le obligó a agarrar con más fuerza su copa de vino. Algo había llamado su atención hasta atraer su mirada hacia una mesa colocada contra la pared opuesta.

Una mujer, sentada de perfil hacia él.

Se quedó completamente inmóvil. Después, lenta, muy lentamente, bajó la copa hacia la mesa, sin apartar su mirada de la mujer. Sus ojos eran tan duros como el acero. Entonces, interrumpió lo que su acompañante le estaba diciendo y le dijo:

–Perdóneme un instante.

Se levantó y dejó la servilleta sobre la mesa. Entonces, con paso ágil y poderoso, atravesó el restaurante.

Hacia su presa.

Thea levantó su copa, sonrió a su acompañante y tomó un delicado sorbo de agua mineral. Aunque Giles estaba disfrutando de un buen vino, ella nunca bebía alcohol. No sólo se trataban de calorías sin aprovechamiento alguno, sino que resultaba peligroso. Durante un instante, una sombra le cruzó el rostro. Entonces, Giles habló y la disipó.

–Thea...

Ella le sonrió calmadamente a pesar de los nervios que la comían por dentro. «Que lo diga, por favor...».

Se había esforzando tanto y durante tanto tiempo para que llegara aquel momento y, de repente, lo que tanto había deseado estaba al alcance de su mano.

–Thea... –volvió a decir Giles. En esa ocasión, su voz sonó más decidida.

Y, de nuevo, una vez más, él se detuvo a pesar de lo mucho que Thea deseaba que continuase.

Entonces, una sombra cayó sobre la mesa.

A Angelos le resultó curioso lo rápidamente que la había reconocido. Después de todo, habían pasado casi cinco años, pero no había tenido dudas sobre su identidad desde el momento en el que la había visto. Una parte de su cerebro sintió algo parecido a la emoción, sentimiento que él descartó rápidamente.

¡Cómo no iba a reconocerla! La reconocería en cualquier parte. No había lugar donde ella pudiera ocultarse. No obstante, en aquel momento, cuando alcanzó la mesa en la que ella se encontraba, vio en lo que se había convertido. El cambio era ciertamente notable, tanto que, durante un momento, vio lo que ella deseaba que el mundo viera.

Una mujer de una belleza espectacular. Una mujer que sería capaz de conseguir que cualquier hombre contuviera el aliento.

De todas maneras, ella siempre había sido bella, aunque no tan elegante y pulida. Su cabello, de un rubio claro y brillante, iba peinado impecablemente con un esculpido recogido sobre la nuca. El maquillaje era tan sutil que parecía que no llevaba. El brillo de las perlas en los lóbulos de las orejas, el vestido de alta costura de seda color champán...

Estuvo a punto de soltar una carcajada. Verla así, tan elegante, tan chic, con una imagen que estaba a años luz de la que había tenido cinco largos años antes. Cinco años para crear aquella transformación. Aquella ilusión.

Aquella mentira.

Ella se volvió para mirarlo y, en menos de una décima de segundo, Angelos vio cómo la sorpresa y el shock se le reflejaban en su rostro. Entonces, menos de un segundo después, su rostro cambió de nuevo, tanto que Angelos estuvo a punto de admirarla por el férreo control que ejercía sobre sus sentimientos.

Sin embargo, no era admiración lo que sentía por ella, sino más bien...

Era algo diferente, muy diferente. Algo que llevaba enterrado profundamente más de cinco largos años, aplastado como las rocas bajo la lava y quemado para transformarse después en frío e impenetrable basalto.

Hasta aquel momento.

Se metió la mano en el bolsillo del pecho y sacó una tarjeta de visita. La dejó sobre la mesa, justo delante de ella.

–Llámame –le dijo sin más.

Con eso, se dio la vuelta y se marchó. Mientras lo hacía, sacó el teléfono móvil y apretó un botón. Recibió una respuesta inmediata.

–La rubia. Quiero un informe completo sobre ella cuando regrese a mi suite esta noche –dijo. Hizo una pequeña pausa–. Y también sobre su acompañante.

Entonces, volvió a guardarse el teléfono y se dirigió a su mesa. Su rostro seguía sin expresar emoción alguna.

–Mis disculpas –le dijo a su acompañante–. Me decía usted que...

–Thea, ¿qué diablos ha sido eso? –le preguntó Giles. Su elegante voz e impecable acento reflejaban la sorpresa que sentía.

Ella levantó los ojos de la tarjeta. Durante un momento, su rostro pareció expresar lo que sentía.

–Angelos Petrakos –oyó que decía Giles, leyendo el nombre que figuraba en la tarjeta.

Angelos Petrakos. El nombre le hería en lo más profundo de su ser. Cinco años...

Sentía cómo la sorpresa le explotaba dentro. Una fuerza destructiva que casi no podía soportar, pero que debía hacerlo. Era primordial.

Además del asombro, experimentó otra fuerza devastadora: el pánico. Un abrasador calor que le incendió el pecho y amenazó con asfixiarla. Con un esfuerzo que casi no pudo soportar, aplastó todos los sentimientos que la embargaban y recuperó el control.

«Puedo conseguirlo».

Aquellas palabras salieron de lo más profundo de su ser. Eran palabras familiares, ya conocidas, que en un pasado no muy lejano habían sido una letanía para ella, una letanía que había conseguido llevarla al lugar en el que se encontraba en aquellos momentos. A un lugar controlado. Seguro.

Parpadeó para poder centrarse de nuevo en el rostro de Giles. En el rostro del hombre que representaba para ella todo lo que había deseado siempre. Y él seguía allí, sentado aún frente a ella.

«Todo va bien. Todo sigue estando bien...».

Giles se había dado la vuelta para mirar la alta figura que atravesaba el restaurante.

–Parece que no es la clase de hombre que se molesta en mostrar buenos modales –comentó Giles con desaprobación.

Thea sintió que la histeria amenazaba de nuevo con romper su férreo autocontrol. ¿Buenos modales? ¿Buenos modales en un hombre como Angelos Petrakos? ¿Un hombre cuyas últimas palabras a Thea hacía cinco amargos años habían sido...?

Prefirió no seguir aquel curso de pensamiento. No. No tenía que pensar. Ni recordar.

Giles había vuelto a tomar la palabra. Se forzó a escuchar, a mantener bajo control unos sentimientos que amenazaban con paralizarle de puro terror. Tenía que negar lo que acababa de ocurrir. Debía olvidarse de que Angelos Petrakos, el hombre que la había destruido, había surgido de la nada como un oscuro y maligno demonio.

–Tal vez quiera contratarte –dijo Giles mirándola de nuevo–, aunque me parece un modo muy extraño de hacerlo. Extremadamente maleducado. De todos modos –añadió. Su voz había cambiado. Sonaba tímida, reservada–, ya no tienes necesidad de aceptar más contratos.... Bueno, es decir, si tú... si tú...

Se aclaró la garganta.

–Bueno, Thea, lo que te iba a decir antes de que ese hombre nos interrumpiera era... era... Bueno, ¿considerarías...?

Volvió a interrumpirse. De repente, Thea sintió que no podía moverse ni respirar. Giles la miraba como si no supiera cómo completar su frase. Entonces, levantó la barbilla y su voz ya no sonó dubitativa ni temerosa.

–Mi querida Thea, ¿me harías el gran honor de casarte conmigo?

Ella cerró los ojos. Estos se le llenaron de lágrimas. De repente, todos los sentimientos que había experimentado hacía pocos minutos y que habían amenazado con abrumarla cesaron. Abrió los ojos y sintió un profundo alivio.

–Por supuesto que sí, Giles –respondió con voz suave. Las lágrimas le brillaban en los ojos como si fueran diamantes. El alivio que experimentó era tan profundo como el océano.

Estaba a salvo. A salvo. Por primera vez en su vida. Nada ni nadie podían ya hacerle daño.

Estuvo a punto de girar la cabeza con gesto desafiante para mirar hacia el otro lado del comedor y atravesar con la mirada al único hombre al que había odiado con todo su corazón. No lo hizo. No le daría la satisfacción de saber que ni siquiera pensaba en él. Fuera cual fuera el maligno giro del destino que lo había llevado aquella noche hasta allí, le había permitido ser testigo, aunque él no supiera siquiera lo que estaba ocurriendo, de un momento de suprema alegría en su vida.

Sintió una profunda satisfacción. De hecho, resultaba de lo más adecuado que él estuviera allí, en el momento cumbre de su vida, cuando él había estado a punto de destruirla.

«No se lo permití. Volví a salir a la superficie y ahora estoy aquí. Tengo todo lo que he deseado en la vida. ¡Vete al diablo, Angelos Petrakos! ¡Vete de mi vida para siempre!».

Entonces, miró a los ojos de Giles. El hombre con el que se iba a casar. Al otro lado del comedor, los ojos de Angelos Petrakos estaban afilados como cuchillos.

El resto de la velada quedó en un segundo plano para Thea. El alivio y la gratitud que sentía eran lo primordial, pero sabía también que aún le esperaban graves dificultades. Ella no era la esposa ideal para Giles. ¿Cómo podía serlo? Sin embargo, sabía que se esforzaría mucho para tener éxito en su matrimonio y que se convertiría en una esposa con la que él no lamentaría haberse casado, hasta tal punto que los padres de él la aceptarían sin trabas. No les defraudaría. Ni tampoco a Giles. Lo que él le estaba dando tenía un valor incalculable para ella. No permitiría que él se arrepintiera de ello.

Decidió que Giles se merecía lo mejor de ella y ella, por su parte, no escatimaría esfuerzos para dárselo. Se juró que aprendería cómo hacerlo mientras escuchaba cómo Giles le hablaba de Farsdale, la casa ancestral de Yorkshire que él heredaría algún día.

–¿Estás segura de que te gustará vivir allí? –preguntó–. Es una monstruosidad, ¿sabes?

Ella sonrió cariñosamente.

–Haré lo que haga falta. Sólo espero no defraudarte.

–Por supuesto que no –afirmó él tomándole la mano–. ¡Nunca me defraudarás! ¡Serás la más hermosa y maravillosa vizcondesa que hayamos tenido en la familia!

Angelos se puso de pie y apoyó las manos sobre la fría balaustrada de metal de la azotea de su suite y observó el río, que fluía en penumbra bajo sus pies. La oscuridad del Támesis devolvía brillos dorados, que eran las luces reflejadas de los edificios que lo flanqueaban. Desde la terraza podía ver cómo la ciudad se extendía en todas direcciones.

La zona de Londres en la que él residía cuando visitaba la ciudad era la más exclusiva de la capital. Era el Londres de los más ricos. Muchos querían vivir allí, pero pocos lo conseguían. El dinero era el principal modo de conseguirlo, pero no el único. En ocasiones, el dinero no era esencial. En ocasiones, bastaban otros atributos, en especial si se trataba de una mujer.

Agarró con fuerza la balaustrada.

El método más antiguo de todos. Eso era lo que ella había utilizado.

Respiró lentamente. Por supuesto que sí. ¿Qué otra cosa tenía ella?

El gesto que atenazaba su boca se hizo más cínico. La única diferencia es que ella aspiraba a más de lo que había querido de él en el pasado, tal y como indicaba el dossier que él había pedido.

El Excelentísimo Señor Giles Edward St John Brooke, único hijo del quinto vizconde de Carriston, cuya residencia principal es Farsdale, en Yorkshire. El señor Giles St John Brooke ha asistido a una amplia variedad de acontecimientos sociales en el último año. Se rumorea que tiene una relación que puede terminar en matrimonio, pero que se especula que tiene como impedimento que el vizconde y la vizcondesa pudieran oponerse a la misma, dado que preferirían una esposa más tradicional para su heredero.

La última frase resonó en el pensamiento de Andreas. «Una esposa más tradicional para su heredero». Tensó los labios.

¿Habrían estado tan preocupados por aquella relación que la habrían investigado? Si había sido así, ellos sólo habrían encontrado lo que su propio equipo de seguridad había hallado.

Thea Dauntry, veinticinco años. Modelo de profesión, representada por Elan, una importante agencia de modelos. Posee un estudio en Covent Garden. Nacionalidad británica. Nacida en Managua, Centroamérica. Hija de dos trabajadores de una organización religiosa que murieron en un terremoto cuando ella tenía seis años. Regresó al Reino Unido y vivió en un internado religioso hasta que cumplió los dieciocho años. Vivió en el extranjero durante dos años y empezó su carrera de modelo a los veintiún años. Buena reputación en su trabajo. No ha consumido drogas ni se le conoce otra relación sentimental aparte de la que tiene con Giles St John Brooke. Ningún escándalo. No tiene demandas de ningún tipo ante ningún tribunal ni cargos policiales.

Durante un segundo, una profunda ira se adueñó de él. Entonces, se dio la vuelta y volvió al interior del apartamento tras cerrar con fuerza las puertas de cristal del balcón.

Thea sabía que debería estar dormida, pero se sentía inquieta. No hacía más que mirar sin ver la oscuridad de su apartamento de Covent Garden. En el exterior, se podía escuchar el ruido de la calle, algo suavizado ya por lo intempestiva de la hora, aunque la ciudad de Londres nunca dormía. Thea lo sabía muy bien. Llevaba viviendo en Londres toda su vida, aunque no en aquel Londres, que estaba a años luz de distancia del Londres que ella había conocido. El Londres al que no quería regresar.

Afortunadamente, no tardaría mucho en abandonar la capital. No la echaría de menos. Se entregaría con gratitud y determinación a los páramos de Yorkshire, a la nueva y maravillosa vida que se abría para ella, una vida en la que estaría segura para siempre.

Sin embargo, incluso mientras estaba tumbada allí, escuchando el ruido del tráfico más allá en el Strand, sintió que una sombra se cernía sobre ella. Una sombra negra y cruel, que le arrojaba una tarjeta delante de ella. Una voz profunda, dura, que la había transportado al pasado.

Sin embargo, el pasado era precisamente eso, pasado. No regresaría jamás.

No podía permitir que regresara.

Giles telefoneó por la mañana. Deseaba que ella lo acompañara a Farsdale para poder recibir el anillo de compromiso, una joya de la familia, y conocer a sus padres. Sin embargo, Thea le quitó la idea.

–Creo que debes verlos tú solo cuando se lo digas –afirmó–. Yo no quiero causar un distanciamiento entre vosotros, Giles, ya lo sabes. Además, tengo una sesión de fotos esta mañana.

–Espero que sea para un ajuar de novia –comentó Giles afectuosamente–. Así te irás haciendo a la idea...

Ella se echó a reír y le colgó. La intranquilidad de la noche anterior había desaparecido, se había desvanecido con el sol de la mañana. Sentía el corazón ligero, como si tuviera champán burbujeándole en las venas. El pasado había desaparecido. Para siempre. Y no iba a regresar. No lo iba a permitir. Y eso significaba que nada, absolutamente nada, iba a hacerla retroceder.

«No puede hacer nada. ¡Nada! No tiene poder alguno. ¿Qué importa que esté en Londres? ¿Que me haya reconocido? Debería estar encantada. ¡Triunfante! Debe de ser frustrante para él ver cómo he terminado a pesar de todo lo que me hizo...».

Trató de animarse con aquellas palabras. Darse fuerza, resolución y determinación. Tal y como lo había hecho siempre. No le había quedado más opción que levantarse del suelo y salir del abismo en el que se había visto sumergida por un solo hombre. El hombre que, la noche anterior, había reaparecido como un espectro.

Sin embargo, el pasado había quedado atrás. Estaba encaminada hacia el futuro, el futuro que llevaba deseando toda su vida. Angelos Petrakos ya no podía hacerle daño.

Nunca más.

Angelos estaba sentado frente a su escritorio de caoba tamborileando lentamente los dedos. Tenía una expresión inescrutable en el rostro y los oscuros ojos velados.

Frente a él, estaba su asistente personal en el Reino Unido esperando instrucciones. Angelos casi nunca iba a Londres, dado que prefería dirigir el imperio Petrakos desde la Europa continental. Por lo tanto, ella tenía la rara oportunidad de observarlo. Más de metro ochenta, anchos hombros, estrechas caderas, rasgos muy masculinos y, principalmente, unos ojos negros completamente insoldables que le provocaban un escalofrío por todo el cuerpo, sobre el que prefería no pensar demasiado.

–¿No hubo más llamadas mientras estuve ayer en Dublín? ¿Estás segura?

–No, señor –repuso ella obligándose a abandonar sus pensamientos y a centrarse en su trabajo–. Sólo las que le dicho.

Vio que la boca de Angelos Petrakos se tensaba. Evidentemente, había estado esperando una llamada que no había llegado. La asistente personal no pudo evitar sentir una cierta compasión por quien no hubiera llamado cuando, evidentemente, se esperaba que lo hiciera. Pocos eran los que disfrutaban con la reacción de Angelos Petrakos cuando no hacían algo que él esperara de ellos.

Thea avanzaba rápidamente por la acera. Regresaba a su apartamento de la biblioteca, disfrutando aún de la luz del atardecer de aquel día de principios de verano. Se sentía más tranquila. Giles iba a regresar a Londres al día siguiente y no tenía nada que temer. Nada de lo que preocuparse. El alivio y la gratitud eran los únicos sentimientos que iba a permitirse.

Mientras se acercaba a su bloque de apartamentos, una elegante limusina le llamó ligeramente la atención, aunque no le extrañó su presencia. Estaban tan cerca de Opera House que seguramente se trataría de un chófer esperando a alguien que saliera de la ópera. Se detuvo frente a su puerta y sacó la llave del bolso. En ese momento, escuchó unos rápidos pasos a sus espaldas y, antes de que se diera cuenta, vio a un hombre a su lado, empujándola hacia la puerta.

–Nada de jaleos, señorita –dijo.

Abrió la puerta y empujó a Thea al interior del vestíbulo. Todo ocurrió en un segundo y, durante ese segundo, Thea se quedó completamente paralizada. Entonces, su instinto de supervivencia pareció despertarse y se dio la vuelta levantando rápidamente la rodilla. El hombre lanzó un gruñido, pero, cuando Thea se disponía a darle un buen codazo en las costillas, apareció otra persona, alguien que la redujo sin esfuerzo alguno.

Unos ojos oscuros la miraron. Ella se pegó a la pared con los ojos abiertos de par en par por el miedo. Pánico. Terror. Y sobre todo, un odio profundo.

Entonces, él tomó la palabra.

–Sigues siendo una rata callejera –dijo Angelos Petrakos–. Ya me hago yo cargo –añadió, refiriéndose al hombre, que aún se estaba recuperando del fuerte golpe sufrido.

Volvió a centrar su atención en Thea, que lo observaba desde la pared con los ojos entornados como los de un gato. Vio cómo el pulso le latía en la garganta.

–Arriba –le ordenó.

–Fuera de aquí –le espetó ella. Entonces, sin apartar los ojos de él, se sacó el móvil del bolso–.

Voy a llamar a la policía.

–Adelante. Mañana habrá un artículo muy interesante en los periódicos. Especialmente en Yorkshire.

Thea dudó durante un instante y luego bajó la mano. El corazón le latía a toda velocidad. Tenía que serenarse. Tomar el control de la situación. Se apartó de la pared y se irguió.

–¿Por qué vienes a visitarme a mi casa? –le preguntó.

–Te dije que me llamaras –replicó él, con voz tensa y cortante.

–¿Para qué?

–Subiremos a tu apartamento para hablar de ello –afirmó Angelos–. Te interesa hacerlo –añadió, al ver que ella dudaba.

Nada más. No lo necesitaba. Sabía que ella lo comprendía.

Un profundo odio se reflejó en los ojos de Thea, pero, a pesar de todo, se dio la vuelta y comenzó a subir por la escalera. A pesar de que su apartamento estaba en el penúltimo piso, no iba a arriesgarse a verse confinada en el ascensor con él.

Angelos subió tras ella, admirando las esbeltas líneas de su cuerpo. Iba vestida de un modo informal, un vestido sujeto por un cinturón, leggings y botines, pero los materiales de las prendas eran de primera calidad y ella llevaba el atuendo con una elegancia que podría haber sido innata, pero que él sabía muy bien que no lo era. Su elegancia, al igual que el resto de su imagen, había sido adquirida, desde la suave caída de su cabello, que llevaba recogido con un pasador, al tono de voz con el que tan elegantemente le había ordenado que se marchara de allí.

Sin embargo, todo aquello sólo había sido una ilusión, una mentira. Angelos se encargaría de desenmascararla.

Thea le permitió que entrara en su piso. A continuación, dejó el bolso.

–Bien, tú dirás –le espetó, con las manos en las caderas y un aire de desafío y beligerancia en la mirada.

Durante un largo instante, Angelos la observó. Ella no sólo había transformado su imagen, sino que había madurado, como si fuera un buen vino. Se había convertido en una mujer en su máxima expresión de belleza. Esbelta, elegante, con una belleza luminiscente.

Percibió un sentimiento que se apoderaba de él, pero ese sentimiento, al igual que la belleza de ella, era irrelevante en aquel momento. Resultaba evidente lo que ella estaba haciendo. Atacaba para no tener que defenderse. Angelos sabía por qué. Ella no tenía defensa alguna. ¿Se habría dado ya cuenta? Él había mostrado sus cartas cuando le había mencionado Yorkshire. Por eso no había llamado a la policía. Sin embargo, este hecho no impedía que luchara para tratar de defender lo que era indefendible.

Igual que había hecho en el pasado.

Angelos apretó los labios y la miró durante unos instantes. Impasible. Inescrutable. Tomándose su tiempo. Provocando tensión en ella. Entonces, deliberadamente, miró a su alrededor.

–Veo que te va bien...

–Sí.

–Y que planeas que te vaya mejor aún. ¿De verdad crees que puedes conseguir que Giles St John Brooke se case contigo? ¿Contigo?

–Ya me lo ha pedido y yo he aceptado –replicó ella, desafiante.

Para Thea fue un momento muy dulce. Al ver cómo el rostro de él se tensaba y la furia le corroía la mirada, fue más dulce aún.

Entonces, la furia despareció. El rostro de Angelos se convirtió en una máscara. Se dirigió hacia el sofá y se dejó caer sobre él. Notó que a ella no le gustaba.

–Thea Dauntry –musitó–. Un nombre adecuado para la esposa de un aristócrata. La excelentísima señora de Giles St John Brooke –dijo, con opulencia–. Vizcondesa de Carriston –añadió, tras una pausa.

La miró de arriba abajo con gesto insultante. Entonces, volvió a tomar la palabra.

–Bueno, dime, ¿qué piensa él de tu pequeño secreto? ¿Qué piensa él de... Kat Jones?

La voz de Angelos cortó a Thea como si se tratara de una cuchilla. Un frío escalofrío le recorrió la espalda. El nombre parecía flotar entre ellos, cortando la presa que dividía el pasado del presente.

Los recuerdos, como una insoportable y fétida marea, se apoderaron de ella.

Capítulo 2

KAT SUBIÓ corriendo la escalera mecánica de la estación de metro, sin importarle si empujaba a la gente que estaba de pie. Tenía que darse prisa. Ya llegaba veinte minutos tarde. Una parte de su ser le dijo que era una pérdida de tiempo. La recepcionista por la que Kat sentía tanta antipatía y que siempre la miraba como si no se hubiera lavado aquella mañana se lo había dado a entender poco más o menos.

En realidad, resultaba difícil mantenerse limpia y fragante en el mísero estudio en el que vivía, que sólo tenía un lavabo resquebrajado en un rincón. Sólo se podía lavar por partes y principalmente con agua fría, para no tener que meter monedas en el contador, aparte de cuando iba a la piscina pública y utilizaba las duchas que había allí.

«Un día, tendré un cuarto de baño con una ducha y una bañera del tamaño de un campo de fútbol».

Tenía un largo listado de cosas que iba a tener «un día». Y para empezar a conseguirlas, aunque sólo fuera una ínfima parte, necesitaba aquel trabajo. Para ello, tenía que llegar a tiempo, antes de que hubieran visto a todas las chicas. ¿Y si la escogían a ella de entre la multitud de aspirantes? ¿Y si así conseguía otros castings, otros trabajos, otras sesiones fotográficas?

Si, si, si...

Respiró profundamente para tranquilizarse mientras salía por el torno. Efectivamente, todo pendía de un hilo, ¿y qué? Había llegado hasta allí, ¿no? E incluso aquella distancia había sido, en un momento de su vida, mucho para ella.

Todo había sido demasiado para ella. No había tenido nada más que el orfanato. No tenía ni idea de quién era responsable de su existencia. Ciertamente, no se trataba de quien la había engendrado. De hecho, él ni siquiera lo sabía ni le importaba. Ni siquiera se había molestado en comprobar si la mujer con la que se había acostado en aquel caso particular se había quedado embarazada. En cuanto a la mujer en cuestión, lo único que Kat sabía era que se la había declarado incapaz de criar a su propia hija. Los del servicio social se habían presentado cuando ella tenía cinco años, para encontrarla hambrienta, llorando y con hematomas en sus delgados brazos. El último recuerdo que Kat tenía de su hogar era el de su madre gritándole obscenidades a la policía y a la trabajadora que la sacaron de su casa. De lo demás, no recordaba nada.

Seguramente, era lo mejor.

Jamás se había sentido cómoda en el orfanato y había dejado el colegio en cuanto pudo. Después, tuvo varios empleos de los que en algunas ocasiones la despidieron por llegar tarde y en otras se marchó ella porque no le gustaba aceptar órdenes de la gente.

A los dieciocho años, Kat descubrió algo que cambió su vida completamente. Para siempre. Obtuvo acceso a los registros de su nacimiento y a los que hablaban de su familia. Aún recordaba el momento en el que ocurrió todo. Se quedó mirando los documentos, leyendo las breves notas escritas sobre ella de un modo muy oficial.

Padre, desconocido. Madre, fichada por la policía por prostitución y adicción a las drogas. No intentó rehabilitarse en ningún momento. Murió de sobredosis a la edad de veintitrés años .

El odio se había apoderado de ella. Odio hacia la mujer a la que apenas recordaba. Sus únicos recuerdos eran que la pegaba y la gritaba mucho y que, con frecuencia, no estaba en casa, lo que obligaba a Kat a sacar comida del frigorífico o incluso de la basura. Una madre que había amado las drogas más que a su propia hija. Sí, el odio era un sentimiento adecuado para una madre como aquélla.

Después, Kat había leído la siguiente anotación, en aquella ocasión sobre los padres de su madre.

Padre, desconocido. Madre, prostituta callejera, alcohólica. Murió atropellada por un vehículo a la edad de veinte años. La hija fue recluida en un orfanato.

El escalofrío que le había recorrido el cuerpo le había helado la sangre. Permaneció mirando el documento mucho tiempo. Sólo veía rechazo en él. Todas las madres rechazando a sus hijas. Generación tras generación. Entonces, lenta, muy lentamente, había levantado la cabeza. Los ojos le escocían de tanto llorar. Su rostro había adquirido una expresión fiera, casi salvaje. Se juró que ella no sería así. Que ella no seguiría aquel camino. Que conseguiría salir adelante fuera como fuera...

Su resolución fue absoluta y la acicateó para conseguir algo en la vida desde aquel momento. Para escapar del círculo vicioso que amenazaba con hacerla caer al mismo agujero que había engullido a su madre y a su abuela.

Evidentemente, había dos cosas que podían hacerla caer. La bebida y las drogas. Las dos cosas eran la razón por la que su madre y su abuela se habían convertido en prostitutas. Necesitaban conseguir dinero para pagar su adicción. También tendría que descartar el sexo. El sexo hizo que ella creciera sin su padre, que se criara con subsidios y la empujaría a ser madre soltera. Tal y como había ocurrido con su madre y con su abuela...

Sexo, drogas y alcohol quedaban prohibidos para ella. A partir de aquel momento, dejaría de ir dando bandazos. Tenía por fin un objetivo, una razón. Todo eran escalones para poder salir de la vida que había llevado hasta entonces y conseguir la que realmente deseaba.

Sin embargo, ¿cómo iba a conseguir esa vida? Iba a trabajar. Iba a trabajar de verdad, pero, ¿haciendo qué? Había abandonado los estudios con las cualificaciones mínimas. ¿A qué podía dedicarse?

Katya se lo mostró. La conoció en un albergue para indigentes en el que ella tenía una cama. Era polaca, rubia y de busto rotundo. Se había hecho amiga de Kat con la afirmación de que tenían el mismo nombre, el mismo color de cabello, la misma edad y la misma determinación por salir adelante. El padre de Katya era minero y se había quedado tullido en una explosión. Su madre tenía tuberculosis. Tenía ocho hermanos y hermanas más pequeños.

–Yo los cuido –dijo Katya simplemente–. Voy a ser modelo en revistas de destape –anunció a Kat–. Se gana mucho dinero y en mi país nadie verá esas revistas, por lo que no me importa.

Kat trató de convencerla para que no lo hiciera.

–Sí, voy a hacerlo –afirmó Katya con resolución–, pero tú, con tu físico, podrías ser modelo de verdad.

Kat soltó una carcajada.

–Miles de chicas quieren convertirse en modelos.

–¿Y qué? –preguntó Katya encogiéndose de hombros–. Algunas lo consiguen. ¿Por qué tú no?

Las palabras de Katya resonaron en el pensamiento de Kat durante un tiempo, despertando su interés y seduciéndola poco a poco.

¿Y por qué ella no?

Empezó a mirarse en el espejo. Estaba delgada, como debía estarlo una modelo, dado que no tenía mucho para gastarse en comida ni en nada. Y era muy alta. Huesos largos. Estudió su rostro. Ojos grandes, de color gris. Rostro ovalado. Pómulos marcados. Nariz recta. Los dientes estaban bien. No se maquillaba nunca. ¿Para qué, cuando evitaba el sexo, y por lo tanto a los hombres, como si fueran la peste?

Se encogió de hombros. No sabía si su rostro encajaría o no, pero podría intentarlo.

–Necesitarás un book –le explicó Katya–. Ya sabes, fotos para demostrar lo fotogénica que eres. Pero cuestan mucho dinero.

Kat tomó dos empleos. Seis días a la semana, trabajaba en una zapatería por el día; y todos los días de la semana trabajaba como camarera, por la tarde. Llegaba a tiempo todos los días. Aceptaba todas las órdenes e instrucciones que se le daban sin discusión. Se mostraba cortés con los clientes, aunque estos no lo fueran con ella. Apretaba los dientes, se cuadraba de hombros y hacía su trabajo. Ahorraba cada penique de todo lo que ganaba.

Fue un proceso lento y duro. Tardó seis meses en ahorrar lo suficiente, pero, libra a libra, consiguió la cantidad de dinero necesaria para poder hacerse un book. En ese momento, lo único que le quedaba era encontrar un fotógrafo. Katya le recomendó uno. Kat se mostró escéptica, dada la línea de trabajo de su amiga, pero por fin aceptó. Desde el primer momento, no le gustó Mike lo más mínimo, pero Katya estaba con ella, por lo que no se marchó. Le gustó aún menoscuando él le pidió que se desnudara. Él afirmó que sólo era para ver su figura. Tampoco le gustó el hecho de que a él no le gustara que se negara.

La sesión duró una eternidad. Katya tuvo que retocarle peinado y maquillaje muchas veces y ella tuvo que cambiarse de ropa constantemente. No le gustó que Mike la colocara en las poses, que la moviera como si fuera una muñeca de trapo, pero sabía que, después de todo, una modelo era una percha. No se trataba de una persona. Sería mejor que se acostumbrara.

Por fin terminó y cuando las fotos estuvieron listas, Kat se quedó asombrada. El rostro que durante toda su vida no le había parecido nada del otro mundo era, de repente, maravilloso. Ojos enormes, pómulos afilados como cuchillos y la boca...

–Estoy fantástica –dijo. Se sentía como si estuviera mirando a una desconocida–. ¡Gracias! –exclamó mientras le daba un fuerte abrazo a Katya.

No vio la extraña expresión que Katya tenía en la mirada.

A la mañana siguiente no fue a trabajar. Muy nerviosa, se dirigió a la agencia de modelos que había seleccionado para mostrar por primera vez su book.

Para su sorpresa, la contrataron, aunque después el proceso fue largo y lento. Los contratos eran pocos y la competencia para conseguirlos, en especial los mejores, despiadada.

Como al que en aquellos momentos se dirigía a toda velocidad. Para empezar, el casting se iba a rea lizar en un elegante hotel de Park Lane. La sesión de fotografías se iba a llevar a cabo en Montecarlo. Tendrían que posar sobre yates en el puerto deportivo. Sintió una tremenda excitación mientras salía de la estación de metro. No había estado en el extranjero en toda su vida.

Mientras entraba en el hotel, iba tan nerviosa que no se fijó en la elegante limusina que se había detenido en la entrada ni prestó la menor atención a la persona que descendía de ella. Desgraciadamente, cuando ella trataba de entrar por la puerta giratoria del hotel, él se interpuso en su camino.

–¡Perdón! –le espetó ella. Hizo intención de adelantar al desconocido y pasar por la puerta la primera.

El hombre simplemente giró bruscamente la cabeza y se volvió a mirarla. Entonces, le impidió el paso. Kat lo miró con desaprobación. Observó la altura, el traje oscuro, la piel morena y los fuertes rasgos que le aceleraron los latidos del corazón. Cuando unos ojos oscuros, dominantes, se cruzaron con los suyos, el pulso se le aceleró de nuevo. Se dijo que la razón era que llegaba tarde y no tenía tiempo que perder. Ningún otro motivo.

–Mire, ¿se va a mover o no? –le espetó con impaciencia mientras lo miraba con beligerancia.

Algo se reflejó en aquellos ojos oscuros, algo que le hizo sentir de nuevo aquella extraña sensación.

–¿Sería tan amable de permitirme que pase al maldito hotel? –le dijo, tratando de hablar en tono burlón con un acento más elegante.

Los ojos volvieron a brillar, aunque en aquella ocasión de un modo diferente. Aquella vez, el pulso de Kat no se aceleró. Sintió una extraña sensación en el estómago.

Entonces, él dio un paso atrás. No dijo nada. Tan sólo le indicó con un gesto de la mano que pasara primero. Lo hizo con desprecio, algo que a ella no le gustó. Se metió en la puerta y giró la cabeza.

–Muchísimas gracias –repuso, con un tono ácido y exagerado–. ¡Qué amable de su parte!

Algo brilló en los ojos del desconocido, lo que a Kat tampoco le gustó. Se limitó a girar la cabeza y a entrar en el vestíbulo del hotel.

–Pijo estúpido –musitó. Entonces, decidió apartar de su pensamiento aquel incidente.

Quince minutos más tarde estaba sentada en una silla mirando deprimida a la habitual horda de modelos de aspecto fantástico. Se sentía nerviosa, más de lo habitual en un casting. Seguramente era por la habitación en la que se encontraba. Era el lugar más elegante en el que había estado nunca y se sentía fuera de lugar. Todos los que allí había eran muy elegantes. Como el tipo que la miró por encima del hombro por atreverse a pasar delante de él.

Decidió apartar aquellos pensamientos y centrarse en lo que allí le había llevado. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en decidir si ella era una de las elegidas.

Sabía que no era una candidata fuerte para una sesión tan elegante como aquélla. Su aspecto y su estilo quedaban bien para un reportaje con una imagen más urbana, pero si aquél tenía que ver con yates, necesitarían chicas que con una imagen más chic.

Siguió mirando sin hablar con nadie, como siempre hacía en los castings hasta que, de repente, una mujer muy elegante de mediana edad comenzó a leer los nombres.

Kat no era una de las elegidas.

Se encogió de hombros figuradamente. ¿Qué era lo que se había imaginado? Con el resto de las chicas que no habían sido elegidas, recogió sus cosas y se preparó para marcharse. En aquel momento, se abrió una puerta al otro lado de la estancia y entró alguien.

Kat lo reconoció inmediatamente. Era el hombre con el que se había chocado en la entrada del hotel. Por el modo en el que todos lo saludaban, debía de ser una persona muy importante. Kat decidió que si él era el pez gordo que manejaba todo aquello, prefería no haber sido elegida. Tomó su bolso y se puso de pie. Entonces, se dirigió hacia la puerta.

Antes de que pudiera salir, la voz de la mujer de mediana edad resonó en la sala.

–Tú, la del pelo rubio y corto con el vestido verde. Espera.

Kat se detuvo lentamente y se dio la vuelta. La mujer le indicó con impaciencia que se acercara.

–Eres Kat Jones, ¿verdad?

Kat asintió, pero miró por encima de la mujer hasta el hombre que estaba a poca distancia. El hombre del que ella se había burlado. Vio que la estaba observando con expresión inescrutable, pero notó algo que, de repente, le hizo sentirse muy rara.

Empezó a andar hacia él.

Angelos Petrakos observó cómo ella se acercaba. Parecía cautelosa. No le extrañó. Debía de estar recordando aún lo grosera que se había mostrado con él en la entrada del hotel. La miró atentamente. Para su gusto, resultaba demasiado delgada, aunque sus rasgos eran espectaculares. El cabello corto y desfiladono era lo que le gustaba en una mujer. Él prefería las mujeres elegantes y femeninas, no las recién salidas del barrio como aquélla.

Sin embargo, aquella jovencita tenía algo....

La miró de nuevo de arriba abajo y vio un gesto en sus ojos que le sorprendió. A aquella joven no le había gustado el modo en el que la había mirado. Ese hecho resultaba curioso, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una modelo y que se ganaba la vida cuando la gente la miraba. Sin embargo, a ella no le había gustado que él la mirara, lo que era otra anomalía. Normalmente, las mujeres disfrutaban con que él las mirara. Hacían cola para tener ese privilegio, pero aquella muchacha parecía estar dispuesta a sacar las uñas. Decididamente, Kat era un nombre muy apropiado para ella.

Su nombre era irrelevante. Lo que importaba era si valía para la campaña. Decidió pensárselo. Le hizo una señal al director creativo de la agencia de publicidad que había sido seleccionada para la campaña.

–Ponla en la lista –ordenó–. Y que las seleccionadas vuelvan a venir aquí a las siete de la tarde.

Con eso, salió de la sala.

A las siete menos cinco, Kat salió del tocador. Allí se había puesto su traje de noche, aunque se había maquillado y se había peinado en casa. Sabía que tenía buen aspecto. El traje de seda color humo, con sus finos tirantes, le sentaba como un guante. Lo había comprado en unas rebajas y el suave color le iba muy bien a su propia palidez. Además, unas sandalias de tacón alto le levantaban las caderas y le daban un cierto aire de firmeza a su modo de caminar.

Sin embargo, se sentía muy nerviosa. Además, había otro sentimiento que no quería experimentar.

Ya sabía quién era aquel hombre. Se trataba de Angelos Petrakos. No era el dueño de la compañía de yates, sino el dueño de la empresa que era dueña de la compañía de yates. Decidió que no iba a amilanarse ante él por mucho que deseara aquel trabajo. Si él deseaba contratarla, bien, pero no iba a mostrarse sumisa con él bajo ningún concepto.

Aún no comprendía por qué él la había elegido. No se parecía en nada a las otras candidatas, elegantes y muy femeninas. No le importaba tampoco. Ya no podía hacer nada para que la eligieran a ella. Todo dependía de lo que quisiera el pez gordo.

No obstante, sentía una extraña sensación, desconocida para ella. No dejaba de pensar en el momento en el que se encontró con él en la puerta del hotel y en el modo en el que él se había dirigido a ella en la sala. Aquella sensación no le gustaba. Hacía que se sintiera vulnerable, algo que jamás había querido sentirse.

Apretó el paso y se dirigió a la sala en la que debía presentarse. Cuando llegó, vio que las demás chicas ya habían llegado. Angelos Petrakos estaba ya allí, hablando con uno de los encargados. Sin mirarlo, Kat ocupó su lugar junto al grupo.

Angelos levantó la mirada. Sus ojos se dirigieron inmediatamente a la chica que él había añadido al listado de candidatas.

Estaba muy hermosa. Sin poder comprender por qué, todas las presentes, a pesar de ser de una bellezaindiscutible, palidecían a su lado. Él no podía dejar de mirarla.

¿Qué era lo que aquella joven tenía que le había hecho romper la imagen que le había dado a su equipo creativo? Les había dicho que la modelo para aquella campaña debía tener un aspecto elegante que encajara con la nueva línea de yates de lujo que Petrakos Marine estaba a punto de lanzar.

Se sentó tras la mesa y se dirigió a su director creativo.

–Que caminen.

Observó deliberadamente a las otras chicas mientras se paseaban de un lado a otro como si estuvieran en una pasarela. Entonces, se fijó en la rubia. Decidió que a ella no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer ni tampoco exhibirse. Notó el resentimiento en su actitud.

–Ya basta.

Las chicas se detuvieron y regresaron a la mesa. El director creativo se inclinó sobre Angelos para decirle algo al oído, pero él se lo impidió. No dejaba de mirar a las chicas con rostro impenetrable. Entonces, simplemente dijo:

–Tú, tú y tú.

Una era rubia, con el cabello hasta la cintura. La segunda era una morena de aspecto aristocrático y la tercera una mujer asiática. Todas serían ideales para la campaña.

Tras haber tomado la decisión, dejó el resto al personal. Cuando se levantó, miró a la chica que estaba al final de la fila. Parecía incluso más distante que antes. El resto de las que habían sido rechazadas se habían formado en grupos, algunas se encogían de hombros; otras miraban desconcertadas, pero la rubia del vestido de color humo se limitó a quedarse inmóvil, con una expresión inescrutable en el rostro. Entonces, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta con fingida indiferencia.

Angelos fue detrás de ella. La alcanzó cuando estaba a punto de tomar las escaleras para bajar al vestíbulo. Le agarró el brazo. Ella se detuvo en seco y, tras darse la vuelta, le dedicó una mirada de desaprobación.

–¡Nada de manosear la mercancía, cielo! –le espetó. Trató de soltarse, pero sin conseguirlo.

–Tal vez tenga trabajo para una modelo más. Estoy dispuesto a considerarlo –dijo él. Le soltó el brazo–. Lo hablaré contigo en mi suite.

–Que te zurzan –replicó ella. Con eso se dio la vuelta, pero él le agarró de nuevo el brazo.

–Te estás equivocando conmigo –le informó él con voz gélida–. Esto tan sólo tiene que ver con el hecho de que seas o no apropiada para esta campaña. Nada más

Angelos se dirigió hacia el ascensor sin molestarse en ver si ella lo estaba siguiendo. Sabía que lo haría.