Educar la mirada - Inés Dussel - E-Book

Educar la mirada E-Book

Inés Dussel

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La imagen es hoy uno de los modos de representación más extendidos. Lo visual coloniza otros registros, y estimula tanto como satura nuestra capacidad de conocer y conmovernos ante otras experiencias humanas. Si algo nos define hoy es ser espectadores de eventos visuales que condicionan nuestro vínculo con la realidad y las fantasías. Sin embargo, la reflexión sobre cómo se forma y qué produce la mirada tiene escasa presencia en la discusión cultural y pedagógica, y aún menos en la práctica educativa. En este libro, se presentan contribuciones de diversos autores que analizan las características más importantes del régimen visual actual y sus implicancias para pensar la educación y la pedagogía. Carlos Monsiváis, Rossana Reguillo, Leonor Arfuch, Sandra Carli, Nelly Richard, Jorge Larrosa, Diana Paladino, Silvia Serra, Laura Malosetti Costa, Rosa María Bueno Fischer, Estanislao Antelo, Carlos Skliar, Silvia Duschatzky, Joseph Tobin, Gustavo Fischman, David Benavente, Dino Pancani, Inés Dussel y Jan Masschelein aportan reflexiones y experiencias de trabajo que buscan construir sentidos sobre la saturación y la banalización visual a la que estamos sometidos. También postulan críticas a los usos "ilustrativos" de la imagen en las escuelas y a los discursos que elaboramos para "entenderlas", y acercan otras lecturas y otras imágenes para la educación. Este texto propone una nueva pedagogía de la mirada que, en diálogo con el mundo en que vivimos, haga lugar a vínculos más productivos entre palabras e imágenes, y contribuya a reflexionar sobre la ética del mirar, que es tanto un acto de conocimiento como un acto político.

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Inés Dussel | Daniela Gutierrez Compiladoras

Educar la mirada

Políticas y pedagogías de la imagen

Sobre este libro

La imagen es hoy uno de los modos de representación más extendidos. Lo visual coloniza otros registros, y estimula tanto como satura nuestra capacidad de conocer y conmovernos ante otras experiencias humanas. Si algo nos define hoy es ser espectadores de eventos visuales que condicionan nuestro vínculo con la realidad y las fantasías. Sin embargo, la reflexión sobre cómo se forma y qué produce la mirada tiene escasa presencia en la discusión cultural y pedagógica, y aún menos en la práctica educativa.

En este libro, se presentan contribuciones de diversos autores que analizan las características más importantes del régimen visual actual y sus implicancias para pensar la educación y la pedagogía. Carlos Monsiváis, Rossana Reguillo, Leonor Arfuch, Sandra Carli, Nelly Richard, Jorge Larrosa, Diana Paladino, Silvia Serra, Laura Malosetti Costa, Rosa Maria Bueno Fischer, Estanislao Antelo, Carlos Skliar, Silvia Duschatzky, Joseph Tobin, Gustavo Fischman, David Benavente, Dino Pancani, Inés Dussel y Jan Masschelein aportan reflexiones y experiencias de trabajo que buscan construir sentidos sobre la saturación y la banalización visual a la que estamos sometidos. También postulan críticas a los usos “ilustrativos” de la imagen en las escuelas y a los discursos que elaboramos para “entenderlas”, y acercan otras lecturas y otras imágenes para la educación.

Este texto propone una nueva pedagogía de la mirada que, en diálogo con el mundo en que vivimos, haga lugar a vínculos más productivos entre palabras e imágenes, y contribuya a reflexionar sobre la ética del mirar, que es tanto un acto de conocimiento como un acto político.

Inés Dussel

Es licenciada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires (UBA), doctora en Educación de la Universidad de Wisconsin-Madison, Estados Unidos, y Master en Ciencias Sociales con mención en Educación (FLACSO). Es coordinadora del Área Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, sede Argentina), profesora asociada en la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés, Argentina, y directora del Postítulo Docente “La escuela y las nuevas alfabetizaciones” en el CEPA, Secretaría de Educación, Ciudad de Buenos Aires. Dirige el proyecto de acción: “Nuevos medios para el tratamiento de la diversidad en las escuelas: producción de materiales y formación docente”, financiado por la Fundación Ford. Escribe regularmente para publicaciones académicas argentinas y del extranjero. Entre sus libros cabe mencionar: Currículum, humanismo y democracia en la escuela media argentina (1863-1920), (FLACSO, 1998); De Sarmiento a los Simpsons. Conceptos para pensar la escuela contemporánea (en colaboración con M. Caruso, Kapelusz, 1996); La invención del aula. Una genealogía de las formas de enseñar (en colaboración con M. Caruso, Santillana, 2000), y Haciendo memoria en el país del Nunca Más (en colaboración con S. Finocchio y S. Gojman, Eudeba, 2003).

Daniela Gutiérrez

Docente universitaria y editora de libros desde hace 25 años, escribió también varios textos curatoriales en catálogos de obra de artistas. Investiga actualmente la aplicación de medios audiovisuales a la educación

Inés Dussel y Daniela Gutierrez

Educar la mirada

1a ed. impresa - Buenos Aires: Manantial, 2006

1a ed. digital - Buenos Aires: Manantial, 2014

ISBN edición impresa: 978-987-500-099-5

ISBN edición digital: 978-987-500-185-5

1. Educación. 2. Pedagogía de la Imágen. I. Dussel, Inés, comp. II. Gutierrez, Daniela, comp.

CDD 371.3

Agradecemos a la Fundación Ford su apoyo para la realización de este libro

Diseño de tapa: Juan Lo Bianco

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Derechos reservados

Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

© 2006, de la edición en castellano,

Ediciones Manantial SRL

Avda. de Mayo 1365, 6º piso

(1085) Buenos Aires, Argentina

Tel: (54-11) 4383-7350 / 4383-6059

[email protected]

www.emanantial.com.ar

Índice de contenidos

Introducción, Inés Dussel y Daniela Gutierrez

Parte I. Políticas, subjetividad y cultura de la imagen

1. Se sufre porque se aprende. (De las variedades del melodrama en América latina), Carlos Monsiváis

2. Políticas de la mirada. Hacia una antropología de las pasiones contemporáneas, Rossana Reguillo Cruz

3. Las subjetividades en la era de la imagen: de la responsabilidad de la mirada, Leonor Arfuch

4. Ver este tiempo. Las formas de lo real, Sandra Carli

5. Estudios visuales y políticas de la mirada, Nelly Richard

Parte II. Reflexiones sobre pedagogía de la imagen e imágenes de la pedagogía

6. Niños atravesando el paisaje. Notas sobre cine e infancia, Jorge Larrosa

7. Qué hacemos con el cine en el aula, Diana Paladino

8. El cine en la escuela. ¿Política o pedagogía de la mirada?, María Silvia Serra

9. Algunas reflexiones sobre el lugar de las imágenes en el ámbito escolar, Laura Malosetti Costa

10. El ejercicio de ver: medios y educación, Rosa Maria Bueno Fischer

11. Mirando la escuela de noche, Estanislao Antelo

12. Palabras de la normalidad. Imágenes de la anormalidad, Carlos Skliar

13. Perplejidades incesantes, subjetividades de intemperie, Silvia Duschatzky

Parte III. Experiencias en la educación de la mirada

14. Poéticas y placeres del video etnográfico en educación, Joseph Tobin

15. Aprendiendo a sonreír, aprendiendo a ser normal. Reflexiones acerca del uso de fotos escolares como analizadores en la investigación educativa, Gustavo E. Fischman

16. Artes de la comunicación y aprendizajes, David Benavente

17. Juicios y prejuicios sobre el soporte audiovisual. La mirada de los actores educativos en Chile, Dino Pancani

18. Educar la mirada. Reflexiones sobre una experiencia de producción audiovisual y de formación docente, Inés Dussel

19. E-ducar la mirada. La necesidad de una pedagogía pobre, Jan Masschelein

Acerca de los autores

Introducción

Inés Dussel

Daniela Gutierrez

La imagen es hoy uno de los modos de representación más extendidos. Ciertamente, es ésta una etapa “oculocéntrica”: el ojo al servicio de la vigilancia, el ojo del poder, el ojo del espectador, el ojo del consumidor, y así podríamos seguir una taxonomía cada día más exhaustiva y siempre incompleta. Si “ver, conocer y dominar” fue una secuencia epistemológica y política central para la modernidad del siglo XVIII,[1] la actual expansión de los medios audiovisuales extiende y transforma ese régimen de representación. La nuestra es una sociedad saturada de imágenes, donde la tentativa de territorializar lo visual por sobre otros registros de la experiencia no deja, sin embargo, de evidenciar cierta anorexia de la mirada,[2] cierta saturación que anestesia y que banaliza aún las imágenes más terribles, que nos insta como educadores a pensar una nueva pedagogía de la mirada.

Se señala muchas veces que “una imagen dice más que mil palabras”. Ello no siempre es cierto: hay imágenes que valen mucho y otras que valen poco, y lo mismo puede decirse de las palabras. Pero frente a aquello que nos enmudece, nos supera, nos conmueve y nos afecta, probablemente la tarea de la educación sea ofrecer palabras. Palabras nuevas, inquietas, provocadoras, explicativas, que intenten hacer hablar a las imágenes. Y también sea ofrecer imágenes, imágenes otras que den cauce al trabajo intelectual y la reflexión ética y política acerca de qué pasa con lo visual hoy.

¿Qué es la imagen? ¿Qué implica ver? ¿Qué constituye la mirada? La imagen es una producción humana; es una creación mental que nos permite imaginar, y de ese modo dar curso a nuestras propias vidas, a veces superando situaciones difíciles. La imagen, en tanto producción humana, hace suyo lo profundo, lo lejano y extenso para acercarlo a lo inmediato, cercano y específico. La mirada es retícula intensa sobre una inconmensurable variedad de experiencias. Pero también, como señala Jacques Derrida, la mirada convoca a autoridades, instituciones, filiaciones. Al fin y al cabo, ¿no será que “se necesita más de un ojo, se precisa de ojos para que nazca una mirada?”.[3] Hay un derecho de miradas que tiene varias autoridades: la del Arte con mayúsculas, la del espectador, la del director de escena, entre muchas otras. Mirar una imagen es convocar todo eso al mismo tiempo.

Una pedagogía de la mirada que apunte a una relación distinta con la imagen, una relación no anoréxica, una relación política y ética más plena, debería ofrecer otras propuestas. Hoy es frecuente encontrar que las imágenes están presentes en la formación docente y la enseñanza, ya sea como pasatiempo, como ilustración, o incorporada a prácticas de enseñanza más “clásicas” como la lectoescritura. Sin embargo, este libro parte de considerar que la cuestión de la “pedagogía de la imagen” debe ser tomada más en serio. En primer lugar, esta “pedagogía de la imagen” debe poner en cuestión toda una tradición de los sistemas educativos modernos, en los que la imagen ha sido generalmente despreciada como una forma de representación inferior y menos legítima que la escritura. En segundo lugar, cuando hoy se trae la imagen a la transmisión, se la considera un reflejo transparente de realidades simples, una ilustración casi redundante de argumentos reflexivos vinculados a otras formas de expresión (que también, equívocamente, se creen transparentes y simples). Por eso, proponer otros vínculos entre palabras e imágenes, proponer otros modos de trabajo con las imágenes, analizando la carga que contienen, “abriéndolas” en su especificidad, y poniéndolas en relación con otras imágenes, relatos, discursos e interpretaciones de esa realidad, es una tarea educativa de primer orden.

Este libro se originó en las presentaciones realizadas en el Seminario Internacional “Educar la mirada: políticas y pedagogías de la imagen”,[4] que buscó propiciar el debate sobre los medios y modos de producción de imágenes y su relación con la educación. En una sociedad en la que ha crecido la desigualdad y la fragmentación, y las situaciones de exclusión y discriminación se multiplican cada vez más, es preciso retomar viejos problemas éticos y políticos en relación con los procesos de construcción de las imágenes, con aquello que vemos y el modo como somos vistos por los demás. Hoy la formación política y ética está íntimamente vinculada a la cuestión de las identidades que promueven o que encuentran los procesos pedagógicos, junto con las imágenes como lenguaje privilegiado de la cultura contemporánea. Nos pareció importante interrogar ambos aspectos, el de la formación política y ética, y el de la formación audiovisual, al mismo tiempo. Si bien es común hablar de las “imágenes de sí” o de las “imágenes del otro”, no es tan común tomarse las “imágenes” más literalmente, analizando qué suma un idioma visual, qué aporta la cultura de los medios audiovisuales, las fotografías, el espectáculo (que muchos indican como el signo más fuerte de nuestro tiempo), del modo como constituimos nuestra manera de ser y de relacionarnos con los otros.

En la primera parte del libro reunimos las ponencias vinculadas a “Políticas, subjetividad y cultura de la imagen”. El texto inaugural de Carlos Monsiváis despliega en un recorrido histórico, imágenes de época –palabras, géneros literarios, medios masivos– que fueron construyendo, según su hipótesis, la textura melodramática que da tono latinoamericano a los procesos de subjetivación y políticos de la región. El rastro de la religión, de la moral y sus dobleces, y de la educación sentimental en distintos momentos le sirve al autor para ejemplificar cómo se aprende en nuestra lengua a declinar el verbo “ser” y, por cierto, cómo se articula ese ser con aquellos otros que le rodean. Los relatos melodramáticos en sus múltiples géneros no sólo se leen o se escuchan en las tramas de la ficción sino que han sido y son matriz de un modo de decirnos. La palabra política, la didáctica escolar, la práctica de la cultura en general conserva este tono apasionado que tan bien sintetiza y ejemplifica el autor.

Rossana Reguillo Cruz nos invita a pensar la subjetividad como la compleja trama en la cual lo social encarna en los cuerpos, dándole al individuo históricamente situado posibilidades de reproducir el orden social en donde vive, como también las de negarlo, impugnarlo o transformarlo. Si la última década del siglo pasado contuvo, con los dispositivos de excepcionalidad y lejanía los síntomas del malestar silenciado, la autora nos propone un acercamiento sin resquemores a escenas mínimas y cotidianas que, al modo de “frescos”, imágenes plásticas, interrogan acerca de qué logra mirar la mirada que mira. Éste es un concepto clave en su trabajo: entender las imágenes como administración social de las pasiones –ingresan, excluyen, califican, tematizan las palabras y lo que muestran–, tratando de producir un pacto de verosimilitud que indicaría que al “mirar todos juntos”, miramos lo mismo. Son también los medios los que proponen políticas de la mirada e instituyen su pedagogía. Sin embargo, Reguillo nos propone en su bellísimo texto desestabilizar ese modo de ver, pensar una pedagogía nueva que produzca o restituya las articulaciones políticas y simbólicas que ineludiblemente atan las distintas escenas que componen los frescos contemporáneos. Aprender a mirar de otros modos.

Leonor Arfuch y Sandra Carli plantean en sus trabajos, “Las subjetividades en la era de la imagen” y “Ver este tiempo. Las formas de lo real”, los diversos modos en que sucede la tangencia de la mirada con aquello que hoy en día nos es dado ver. Arfuch nos invita a acompañar su propio cuestionamiento de los regímenes de visibilidad; leemos en su texto el itinerario que va desde cómo la imagen consuma su poder de subjetivación en tanto la puesta en forma (cómo se nos muestra lo real) es siempre puesta en sentido, hasta la pregunta por la posibilidad de una mirada responsable. La interrogación ética es para la autora otra manera de preguntarnos por la tarea de la educación en relación con la mirada: ¿educar la mirada no será revincular el ver con tareas y saberes, sacudirlo de su contemplativa pasividad?

Sandra Carli problematiza el modo como nuestra época ofrece escasas oportunidades para toda experiencia de conocimiento que se enfrente al carácter a la vez cercano y desconocido (enigmático) de los fenómenos que nos rodean, de los hechos, de los sujetos individuales y colectivos. Las posibilidades de reflexionar sobre las formas de lo real, según la autora, van siendo progresivamente eliminadas. Luego de un lúcido análisis, propone pensar una “pedagogía de la imagen” que debería liberar la imagen de cualquier literalidad que pretenda sujetarla, una pedagogía que incluya los silencios, el afuera siempre incapturable. Una pedagogía que, a través de la imagen, invite al encuentro con la humanidad conocida y desconocida que nos rodea.

Nelly Richard cierra la primera parte del libro actualizando un debate de fondo: el que se dio, en el pasado, entre los estudios literarios y los culturales, hasta llegar a lo que se denomina hoy “Estudios de la cultura visual”. No se trata sólo de lograr una transdisciplina y formular para ella una nueva pedagogía, sino más bien de pensar cuál es el cambio real de la época que da lugar a la necesidad de una práctica renovada. Es imposible que la apertura hacia el “mundo-imagen” y la intromisión de ese mundo en la vida cotidiana no nos haga pensar en mutaciones mucho más densas e interesantes que el avance de la técnica. La tecnología y las realidades socioculturales, sostiene Richard, han trastocado las formas de ver. Si el arte crítico y la mirada política deben contrariar la hegemonía del mercado, necesitamos pensar cómo educaremos la mirada, pero la autora nos pregunta: ¿cómo redefinir políticamente lo artístico cuando mirada e imagen, bajo el auge posmodernista, parecerían haber sido ambas desactivadas por la fusión de lo económico y lo cultural que recubre todos los productos y los mensajes bajo una misma retórica –masificada– de los estilos cotidianos? La tarea es rasgar las superficies demasiado lisas con marcas de descalce, marcas que abran huecos (de distancia, de profundidad, de extrañeza) en la planicie de la comunicación ordinaria. Debemos educar la mirada para ver bajo la lisura los quiebres y dobleces del pensar insatisfecho. Richard nos apunta, muy inteligente y sugestivamente, que “el devenir político de la forma-arte consiste precisamente en querer empujar la mirada hacia los bordes de tumulto, de discordia y de irreconciliación, que le sirven de arriesgado montaje al juicio crítico, cuando éste se propone mostrar que ninguna forma coincide plácidamente consigo misma”.

La segunda parte del libro reúne los trabajos presentados en el seminario, que relatan diversas experiencias, alcances y limitaciones de la alfabetización audiovisual. Si el espacio del Seminario Internacional permitió compartir y reflexionar acerca de las variadas pedagogías de la imagen, también fue ocasión de interrogar las políticas que gestionan sus usos en relación con lo educativo, es decir, las imágenes de la pedagogía.

Jorge Larrosa nos propone compartir su trabajo sobre cine e infancia, y nos interroga acerca de la naturaleza del cine y de la infancia. Seguimos con nuestra mirada a un niño que recorre determinado paisaje. Multiplicidad de miradas y puntos de vista: el del niño, el nuestro como lectores y el de Larrosa mismo, y acaso oportunidad de pensar en la educación de la mirada. Se nos presenta el cine como una ocasión de salvar las imágenes de nuestra voracidad, de nuestra voracidad estética, ideológica, política, de nuestra voracidad moral también, y devolverlas al silencio. Una nueva pedagogía de la imagen sería ensayar precisarla, ajustarla, ampliarla, multiplicarla, inquietarla, ponerla a pensar. Para el autor el cine nos abre los ojos, los coloca a la distancia justa y los pone en movimiento. Tal vez sea ésa la relación entre el cine y la infancia: la creación, a través de la mirada, de una distancia, seguramente infranqueable, entre el silencio de los niños y todas nuestras palabras.

Diana Paladino acompañó su exposición con la proyección de las dos brevísimas películas de intervenciones quirúrgicas filmadas por el doctor Posadas entre los años 1897 y 1900, momento inaugural del uso del cine como recurso pedagógico. Sin pretender extender un inventario de los eclécticos vínculos que existieron entre el cine y la escuela, la autora señala diversos momentos de inflexión en este vínculo en cuanto a los modos de apropiación y consumo cinematográfico. Su intervención actualiza preguntas: ver películas en el ámbito escolar está aceptado, pero ¿de dónde adquiere esta práctica su legitimidad? ¿Qué se sabe acerca de cómo los docentes utilizan el cine? ¿Los docentes ven cine? Paladino orienta su tarea hacia la necesidad de reinstalar el cine en el imaginario escolar de hoy, como algo más que un simple recurso didáctico.

Silvia Serra retoma los interrogantes y los sitúa en las particularidades del encuentro entre el discurso del cine y el pedagógico. Algo los une pero también es preciso detenernos en las mutuas exclusiones, las marcas negativas que cine y pedagogía arrojan uno sobre el otro. Serra sintetiza inteligentemente esta preocupación en torno a cuestiones muy diversas y a la vez muy específicas del encuentro. En principio ambos discursos tienen que ver con la experiencia y el orden de la transmisión, ya que ambos se legitiman como pasadores de cultura. Sin embargo, los dos tienen como práctica central la mirada; he aquí –paradójicamente– una de las mayores dificultades del encuentro: ¿qué es lo que cae en el discurso escolar cuando el cine entra en él? ¿Qué se pone en jaque? La productividad que las complicidades y las diferencias portan, permite que ambos regímenes discursivos reconozcan la mutua alteridad y quizás allí, donde cada uno pone al otro en duda, lo lleva a sus límites y lo disloca, sea posible finalmente habilitar un espacio donde otra mirada pedagógica tenga lugar.

Laura Malosetti Costa reflexiona sobre el poder de las imágenes, toma los estudios visuales desde el pictorial turn y propone trabajar ese poder de forma reflexiva en la educación. Al revisitar “imágenes poderosas” (monumentos e imágenes de héroes y escenas fundantes de las mitologías nacionales), Malosetti invita a detenerse en lo que condensan, y trabajar sobre las reapropiaciones y debates que las ponen en relación con la historia política y cultural de nuestros países.

Rosa Maria Bueno Fischer nos presenta como fruto de su trabajo una propuesta metodológica que en el campo educativo resulta útil para acercarnos al estudio de los medios masivos, en particular la televisión. Al partir de su lectura de los trabajos de autores como Foucault, Deleuze, Sarlo y Martín Barbero la autora presenta un modo de investigar el lenguaje audiovisual que intenta dar cuenta de los discursos que, proponiéndose verdades hegemónicas, lo atraviesan y buscan producir determinadas subjetividades. Utilizar el análisis del discurso es una herramienta que a la autora le permite leer, en las imágenes que los medios producen, las prácticas discursivas y no discursivas que construyen un modo determinado de ver la vida contemporánea.

Los trabajos de Estanislao Antelo, Silvia Duschatzky y Carlos Skliar presentan distintas reflexiones con las imágenes y sobre ellas. En los tres casos, la construcción de relatos a partir de las imágenes dio paso a experiencias diferentes de producción de saberes y de trabajo con los docentes y alumnos. “Mirando la escuela de noche”, de Estanislao Antelo, utiliza con fines exploratorios todo un arsenal de cine y literatura, una experiencia para ver un vasto repertorio de prácticas escolares que no son aquellas que habitualmente sirven como objeto de investigación. “Perplejidades incesantes, subjetividades de intemperie”, de Silvia Duschatzky, es un texto construido de miradas, de imágenes y de la posibilidad de la autora de volverlas núcleo fértil de pensamiento acerca de las formas en que son habitadas las escuelas, y en qué modo la escuela hoy es capaz de producir nuevas configuraciones, nuevos planos de experiencia a partir de las múltiples expresiones de lo real. Carlos Skliar pone imágenes en palabras. “Palabras de la normalidad. Imágenes de la anormalidad” es un texto bello y poético donde se opacan los modos de nombrar aquello que procuraba seducir la mirada con saberes y sabores especializados. Las palabras de Skliar nos invitan a desanudar la mirada del juicio, a liberar el ojo de su sometimiento a la medición, lo insano es enigma y misterio que más bien pide olvidar palabras. No hay anormalidad a no ser pura y siempre anormalidad. La verdad es anormal, los ideales son anormales, la muerte es anormal, lo normal es anormal.

En la tercera parte del libro, se presentan algunas experiencias en “educar la mirada”. Los textos de Joseph Tobin y Gustavo Fischman nos presentan indagaciones acerca de los aportes que los estudios de la imagen pueden dar a las investigaciones etnográficas en el campo de la educación. “Poéticas y placeres del video etnográfico en educación” nos ofrece la posibilidad de liberarnos del peso de las habituales películas didácticas y del análisis etnográfico meramente observacional al que han sido sujetos los clásicos videos educativos. Tobin, en el relato de su experiencia, da cuenta de cuánto es posible ampliar los objetivos de esta práctica: es posible considerar también la importancia de provocar la reflexión personal, cuestionar nuestras convicciones, crear cosas bellas, entretener y dar placer. Finalmente, el material producido es un material estéticamente más rico, más entretenido y más desafiante, que no sólo gusta, sino que además es también un aporte para la mayor efectividad de las ciencias sociales. En “Aprendiendo a sonreír, aprendiendo a ser normal”, las reflexiones de una maestra sobre sus propias fotos escolares como recurso metodológico en la entrevista en profundidad ayuda a considerar la posibilidad y el atractivo de re-incorporar en las agendas de los investigadores aspectos visuales que tradicionalmente no fueron considerados y pueden ser de gran interés y utilidad.

A su turno, Dino Pancani y David Benavente relatan experiencias de trabajo en Chile. Son sus ejes las posibilidades de ofrecer ámbitos de formación en las Artes de la comunicación y la indagación acerca de los juicios y prejuicios sobre el soporte audiovisual en la mirada de los actores educativos de su país. En ambos vemos la preocupación por incorporar el lenguaje audiovisual a la formación y el debate educativo, y la confirmación de que las imágenes producen conmociones allí donde las palabras, de tanto repetirlas, ya no dicen tanto.

Inés Dussel nos ofrece un análisis de cómo se “educa la mirada”, a partir de las reflexiones que sucedieron durante el desarrollo de un proyecto de producción de audiovisuales y formación docente desarrollado en FLACSO/Argentina. La experiencia problematiza y cuestiona la presunción de una identificación total entre “ver” y “saber”, y plantea la necesidad de trabajar y debatir la representación visual en su estatuto de verdad.

Finalmente Jan Masschelein nos invita a caminar. Entiende “educar la mirada” de un modo radical y novedoso: no en el sentido de “educare” (educar-enseñar) sino como “e-ducere”: salir, estar fuera, partir. Sostener la atención, caminar hasta el agotamiento, no querer llegar a “algo”, es un modo de des-aprender, de liberar la propia mirada en el sentido de despojarla de cualquier prejuicio o destino prefijado para intentar una pedagogía pobre.

Esperamos que la lectura del libro nos convoque a reflexionar, y nos deje con los ojos sorprendidos y atentos allí donde las cosas son acontecimientos, experiencia, vida, preguntas. Como dice John Berger, un experto en este campo de relación entre las imágenes y las palabras, hay que ir “en busca de una zona de experiencia en la que el acto de mirar equivalga a un encuentro”. Berger convoca la imagen de su nieta Mélina cuando aprende a caminar. Mirarla es entrar en esa zona de experiencia donde lo que vale es “la tensión de las piernas, de una mirada, de una lengua, de una atención, de una soledad”.[5] Mirar es promover un movimiento común de acercamiento. No importa tanto el nombre que le pongamos a esa experiencia, en tanto estemos dispuestos a asumirla, a tomarla en serio, a pensarla como una ocasión de aprender. Que este libro nos ayude a entrar a esa zona muchas veces al día, mirando las calles, la gente, las escuelas o las imágenes de los medios con esa sensibilidad y esa atención.

Referencias bibliográficas

Penhos, Marta: Conocer, dominar. Imágenes de Sudamérica a fines del siglo XVIII, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.

Antelo, Marcela: “El apetito del ojo. De Leonardo da Vinci a la imagen digital”, conferencia pública dictada en la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, el 18 de febrero de 2005 (mimeo).

Derrida, J. y Fathy S.: Rodar las palabras. Al borde de un film, Madrid, Arena Libros, 2004.

Berger, John y Trivier, Marc: Esa belleza (My Beautiful), Madrid, Bartleby Editores, 2005.

[1]. Véase Marta Penhos (2005).

[2]. Véase Marcela Antelo (2005).

[3]. Véase Jacques Derrida y Safaa Fathy (2004).

[4]. El Seminario Internacional se desarrolló en Buenos Aires en junio de 2005, fue organizado por FLACSO/Argentina y la Fundación OSDE, y contó con el apoyo de la Fundación Ford.

[5]. Véase John Berger y Marc Trivier (2005), pág. 64.

PARTE I POLÍTICAS, SUBJETIVIDAD Y CULTURA DE LA IMAGEN

1. Se sufre porque se aprende (De las variedades del melodrama en América latina)

Carlos Monsiváis

I. La Poesía: “que es mucho lo que sufro / que es mucho lo que lloro”

En el siglo XIX latinoamericano los ejes culturales de la vida urbana son la poesía y el teatro. En la poesía (que se memoriza por necesidad, al ser parte de la vida cotidiana de –por lo menos– las clases medias), el melodrama se produce en el espacio donde las desdichas del personaje se apoyan en la solidaridad de los lectores. Un ejemplo perfecto es el “Nocturno (a Rosario)” de 1873 del mexicano Manuel Acuña (1849-1873), que asume por su cuenta el temperamento romántico (melodramático) de su tiempo:

¡Pues bien!, yo necesito

decirte que te adoro,

decirte que te quiero

con todo el corazón;

que es mucho lo que sufro,

que es mucho lo que lloro,

que ya no puedo tanto,

y al grito en que te imploro

te imploro y hablo en nombre

de mi última ilusión.

A la fama del poema, el más conocido en la segunda mitad del México del siglo XIX, contribuye más que ampliamente un hecho: poco antes de suicidarse, el joven Acuña lo escribe al convencerse del desamor de Rosario:

Esa era mi esperanza...

mas ya que a sus fulgores

se opone el hondo abismo

que existe entre los dos,

¡adiós por la vez última,

amor de mis amores;

la luz de mis tinieblas,

la esencia de mis flores;

mi lira de poeta,

mi juventud, adiós!

Los poemas melodramáticos, idearios del desvarío, convierten a declamadores, lectores y memorizadores de textos en “poetas de ocasión”, y ubican el “ateísmo laico” en la fatiga de amar sin esperanzas. Durante el auge de los poetas románticos de América latina (siglo XIX), se usa del énfasis para otorgarle “contenido humano” a la obtención de lo imposible, el amor puro que no depende del comportamiento real de la persona amada (cada poeta inventa su Dulcinea del Toboso). Por eso el mexicano Manuel M. Flores (1833-1882), en un rapto de soledad, le declara a una ramera, a la mujer fácil: “¿Eres el vicio tú? ¡Adoro el vicio!”. Y la poesía modernista o muy influida por el modernismo, incluye los temas y las tramas hoy calificables de melodramáticas, es decir, provistas del sentimentalismo que aspira a la catarsis. Así, la uruguaya Juana de Ibarbourou escribe: “Milagro, mis manos florecen / rosas en mis dedos crecen”. Y Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) afirma su fe grandilocuente:

Quiero morir cuando decline el día,

en alta mar y con la cara al cielo,

donde parezca sueño la agonía

y el alma un ave que remonta el vuelo.

No escuchar en los últimos instantes

ya con el cielo y con el mar a solas,

más voces ni plegarias sollozantes

que el majestuoso tumbo de las olas.

¿Este tipo de poesía es melodramática desde el principio? Ya no lo sabremos nunca, porque entre el siglo XIX y el registro actual de lo melodramático se interponen gustos imperiosos en su momento, exaltaciones de la familia, costumbres. Melodrama es aquello al que se le reconoce ese status y que, por lo mismo logra continuar. En el mundo de habla hispana, el paradigma del melodrama de intención poética es Don Juan Tenorio (1844), del español José Zorrilla (1815-1893). Los tres elementos centrales de Don Juan –el drama del seductor profesional, el debate sobre la seducción y la honra, y, sobre todo, el fluir hipnótico de los versos– hacen que año a año el Don Juan se represente de modo pródigo en los Días de Muertos. El público se estremece al oír los parlamentos y al comprobar la exactitud de su memoria:

Por donde quiera que fui

la razón atropellé,

la virtud escarnecí,

a la Justicia burlé

y a las mujeres vendí.

Yo a las cabañas bajé,

yo a los palacios subí,

yo a los claustros escalé,

y en todas partes dejé

memoria amarga de mí.

La condición de melodrama bendecido por la musicalidad del verso explica en América latina la persistencia de la obra, las múltiples parodias y las representaciones en escuelas, vecindades, plazas públicas, teatros. Las generaciones sucesivas se fascinan con el seductor irresistible, su caudal de jóvenes mancilladas, su desobediencia al padre, su burla de las leyes de Dios. Y el mayor hechizo se cifra en la musicalidad de un melodrama:

¿No es verdad, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Un público de teatro, si es sincero, teatraliza su respuesta a la escena. En las representaciones del Tenorio hay una respuesta de género: las mujeres se agitan al oír la súplica de doña Inés:

¡Don Juan, don Juan!, yo te imploro

de tu hidalga compasión,

arráncame el corazón,

o mátame porque te adoro.

El éxito de la poesía melodramática también depende de las palabras terribles que forman el todo del entendimiento de las situaciones. Por ejemplo en el soneto “Judas” del español Juan Nicasio Gallego (1777-1853):

Cuando el horror de su traición impía

del falso apóstol abcecó la mente,

y del árbol fatídico pendiente

con rudas contorsiones se mecía.

“Todo nos llega tarde, hasta la muerte”, escribe el poeta colombiano Julio Flórez, en su momento muy conocido en América latina. Entre imprecaciones, “rugidos del alma”, delirios de gigantomaquia y enardecimientos, Flórez afina el temperamento melodramático:

Del infernal abismo, con estruendoso vuelo,

rasgando la tiniebla surgió Satán; quería

ver otra vez la comba donde se espacia el día,

otra vez su patria, ver otra vez el cielo.

Miró durante un siglo. Cuando colmó su anhelo

y recordó el proscrito que allá no volvería,

con honda pesadumbre la formidable y fría

cabeza hundió en el polvo del calcinado suelo.

Después, lanzó un sollozo que pareció un rugido,

y luenga, azul y amarga, pugnó una gota en vano

por no salir del ojo del gran querub caído.

¡Crujieron valle, y cumbre, y otero, y bosque y llano,

porque la gota aquella, buscando inmenso nido,

formó al rodar, la mole del pérfido océano!

II. El teatro: entre las butacas se alegra la congoja

“No te vayas, Arturo, que es inmoral llorar a solas.”

Muy probablemente lo central en la historia del melodrama es la combinación del género con un público que durante dos siglos extrae de allí una parte considerable de su educación sentimental y su entrenamiento gestual y verbal en materia de infortunios de la vida. El melodrama, originado en el siglo XVIII, se expande en la América latina del siglo XIX, gracias a la acción concertada de las novelas, el teatro, las representaciones religiosas, la enseñanza histórica elemental, las canciones populares y las fábulas de pueblo y barriada (en este sentido, “fábula” es el chisme que se convierte en leyenda). Atmósfera formativa, el melodrama en primer término:

Provee a las familias del idioma utilizable a la hora de la solemnidad y de las tormentas emocionales.

Refrenda las prohibiciones de la moral al uso.

Condiciona la psicología conveniente en las crisis del alma, y en los avatares de la honra.

Adiestra en las reacciones por emitir en los forcejeos entre el Bien y el Mal.

Ofrece las fórmulas verbales adecuadas en el proceso amoroso y la convivencia familiar, los bloques expresivos por emplearse en el caso de pasiones, tragedias, métodos de expiación, dudas que desembocan en la canallez o el sacrificio, obediencia a los padres o enfrentamientos dramáticos con ellos, cuidados de la honra, heroísmos de la desdicha.

Si la poesía genera el idioma imprescindible, los énfasis y los espasmos de adjetivos tremebundos, el teatro enseña a otorgarle al dolor anímico un lenguaje corporal de fin del mundo. Se empieza con la desmesura de las grandes actrices y los primeros actores y se continúa con los gestos en defensa de la honra, las manos crispadas, el aferramiento al telón, los ojos desorbitados rumbo al cielo, la voz que se apaga o se eleva como entrenadora de las emociones, el cabello que el viento de la pasión agita. En el teatro, cada gesto es admisión de culpa o de virtud, y cada inflexión de voz proclama la rebeldía o el sometimiento desgarrado a la sociedad. Los melodramas suelen abordar dos magnos temas: el adulterio y la pobreza, más lo que aportan la historia y la religión. Todo es ideología encarnizada, porque los personajes se hacen cargo de los valores, los adopten o los traicionen, y el teatro gira en torno de los infortunios y de la conversión de los infortunios en instituciones.

“Si te vas ahora, no te dejo regresar al tercer acto”

Un ancestro remoto del melodrama es la tragedia griega, de la que –muy transformada– se hereda la catarsis, la depuración que es la gran práctica de limpieza anímica, expresada como asombro, desgarramiento, dolor extremo, llanto puro y simple. En el siglo XIX los cronistas de Lima, Bogotá, Caracas, Ciudad de México, Montevideo, Buenos Aires, Quito, La Paz, describen la compenetración de los espectadores con las óperas y las obras de teatro, actitud que se traslada a los participantes en los homenajes a los héroes. La catarsis libera de las sensaciones de iniquidad y pecado, y le permite a los espectadores reflejarse en las imágenes de nobleza y emoción solidaria. Si lo hacen, ésta es la lección, son mejores de lo que creen ellos mismos y quienes los conocen.

A la catarsis se une el chantaje sentimental, la operación que convoca a los nobles sentimientos, entre ellos la emoción patriótica. A los personajes acorralados y a las mujeres de rostro lívido se les agrega el lector (el espectador), (el testigo) ansioso de entregarse al chantaje sentimental.

En el período que va de la segunda mitad del siglo XIX a la primera mitad del siglo XX, las crónicas de teatro de América latina observan la misma creencia: lo irreal no es lo que sucede en el escenario, sino la inhabilidad para conmover a fondo y transferir las vivencias: “Esto ya me ha ocurrido o podría ocurrirme. Lo que no fue en mi año también es en mi daño”. Y los dramones distribuyen sus enseñanzas: sufrir a solas es perderse lo mejor del sufrimiento, la existencia es un dolor siempre a destiempo, ninguna filosofía de la vida funciona sin la compañía de frases terribles. El melodrama es un rito familiar y si uno no se sacude en la secuencia postrera renuncia psicológicamente a la familia, la suya, la del género humano y la básica, la que puebla las butacas circundantes.

III. El cine: la escuela de las masas

En el cine, la prédica de la moral reemplaza la contigüidad física, su elemento conminatorio, por las persuasiones de la tecnología. El close-up exalta, el plano americano jerarquiza, el zoom delata, el acercamiento a un rostro desencajado es una indagación psíquica. En el cine la tecnología manipula al público aun sin querer y construye otro sistema de cercanías que saben con detalle los espectadores que son, en ese orden, los testigos, los compinches, los jurados, los deudos.

Si a la religión le hace falta la condición del espectáculo, a la moral impositiva no. Una procesión deslumbra; la repetición de la ortodoxia familiar deprime o llama al tedio. Aunque se quiera, la tecnología moderna no le sirve a los mensajes antiguos, y al masificarse el melodrama, se debilita el influjo coercitivo de la moral. Cito un ejemplo categórico de América latina: “la Época de Oro del Cine Mexicano” (1933-1954 aproximadamente), invento industrial y cultural que subraya dos temas: la prostitución y el adulterio, límites de la conducta femenina y, en rigor, pretextos para el despliegue de cuerpos y rostros, donde se entrecruzan el símbolo sexual y la virgen abnegadísima. Los argumentos son vehículos del conformismo y eso le basta al tradicionalismo (docencia católica y sometimiento al patriarcado), que elige modelos de la culpa y del arrepentimiento a última hora, digamos el personaje de Santa, la prostituta del libro homónimo de Federico Gamboa de 1903, que es seducida por un mal hombre, aceptada en un prostíbulo de moda, deseada por todos, amada en silencio por un pianista ciego, burlada por un torero y convertida en un deshecho humano al final de sus días más bien escasos. Santa es parte de la narrativa admonitoria que podría sintetizarse de este modo: “Mujer, tu monogamia es garantía de tu ser; soltera, la honra es tu justificación; prostituta, la tragedia es tu castigo y tu premio; familia, resígnate, la prostitución es nefasta, pero sin ella se esparcirían los adulterios y los divorcios”.

Esta moral no admite discusión explícita, y en los márgenes se viola pero no se discute la Norma (el Estado es laico pero tradicionalista). ¿Qué galán de burdel no desprecia a las prostitutas? ¿Qué adúltero empecinado no siente horror ante una mujer que engaña a su marido? ¿Qué cónclave de familias no demanda la expulsión social de la pecadora? La abundancia de moralejas trágicas a disposición de las “frutas caídas del árbol frondoso y alto de la Vida” es el cinturón de castidad impuesto a las esposas y las hijas. Vencida o disminuida en lo político, la Iglesia Católica obliga a los Estados de América latina a respaldar su idea de la Familia, lo que, por otra parte, no suele incomodar a los gobernantes.

El y la que presencian un drama del adulterio, o la pérdida de la honra, o la acción de la virgen que deja de serlo para salvar a los suyos, o la incapacidad de arrepentimiento del malvado o todo esto junto, ¿qué experimentan? Algo muy reconfortante: la posesión de un juicio moral irrebatible, y con esto –los testimonios son numerosísimos–, el espectador y la espectadora de las primeras décadas del siglo XX alcanzan la plenitud. Por eso, históricamente, el melodrama es el elemento de mayor arraigo de la industria cultural. Así atraigan y diviertan el cine cómico, el musical, el de aventuras y el del gran espectáculo, nada supera el melodrama, el lenguaje climático de las familias, el formato de las decisiones y las indecisiones éticas, de la conducta intrépida, de las aventuras de la desventura. Al tanto de las inclemencias del destino, los personajes y los espectadores se sienten juguetes del destino y viven a fondo las expresiones culminantes, las armonías provocadas por el frenesí, la experiencia de las dolencias compartidas y la idea de la catarsis como expiación en cabeza ajena.

Al público del teatro lo desplaza el del cine mudo que, gracias a los movimientos de las divas y de los héroes y villanos, aprende la dramatización corporal. Desde las butacas, el cuerpo colectivo aprueba o reprueba, en éxtasis o en agonía escénica. Y el cine sonoro es, en definitiva, la gran escuela del melodrama del siglo XX, de la que ninguna cinematografía se abstiene. Más que ningún otro medio, el cine americaniza el planeta, y modifica la moral social, pero en el caso de América latina, la diferencia es considerable, porque el melodrama no se americaniza, convencido de las ventajas del exceso a su manera. En el cine norteamericano, el héroe salva a la heroína desmayada en un témpano; en el cine latinoamericano a lo mejor no hay témpano, pero a lo mejor la heroína no se salva.

A través de la comedia y también, aunque en menor medida, del melodrama, Hollywood introduce las protagonistas modernas, más libres, con sentido del humor y anhelos de igualdad. A esto se oponen las tradiciones que enjuician y representan la honra, las posturas rígidas y el machismo de ojos llorosos. Imitativo por lo común, el cine latinoamericano no renuncia al torbellino melodramático, y persiste en su técnica: en la pantalla, a las condenas verbales las nulifican las alabanzas visuales, y a la desfachatez y la exuberancia se les dedican regaños morales y finales trágicos, pero sin el movimiento de caderas y labios de las regañadas, muchísimas películas carecerían de incentivos, y sin los diálogos exasperados no se esparciría el temblor que anuncia simultáneamente el deseo y la tranquilidad de conciencia. Si encuentra trabajo y se casa con un buen hombre, la infeliz no tiene por qué suicidarse, pero si no lo hace obstaculiza la dinámica del género.

El público alienta y/o exige la puesta al día del melodrama porque si el género se detiene se vuelve inevitable la inmovilidad personal. La ciudad cambia, la demografía implanta otras normas de trato, a los manuales del comportamiento (el catecismo del padre Ripalda, el manual de Carreño) los hace a un lado la prisa de la modernidad. Y la importancia del melodrama fílmico es múltiple: educa a su público, lo extrae de las profundidades feudales, ratifica mañosamente sus prejuicios, le añade un vocabulario y un refranero peculiar: “Ni pienses en recoger tus cosas, esposa infiel, nada de lo que hay aquí es tuyo, ni siquiera mi corazón”.

En el melodrama todo coincide: las tramas que la memoria más diestra no retiene, los close-ups que mitifican el dolor, los éxtasis musicales, los diálogos y monólogos del arrebato. Y los espectadores, entusiastas, creen mirar todo de nuevo. ¿Se tiene a lo largo de ese siglo una conciencia estricta del melodrama? Sí y no, de modo perceptible en ambos casos. No se les considera melodramas sino “desprendimientos de la vida”. Esto, antes del reconocimiento cultural del melodrama, o de su inscripción en la zona del humor involuntario.

El melodrama fílmico es la piedra de toque de la sensibilidad colectiva, y su horizonte consiste en el testimonio de los índices de taquilla, el impacto en el imaginario colectivo, el culto a los ídolos, el entusiasmo por los subgéneros “del dolor redimido” por la tragedia, ese final feliz en las tinieblas. Y a lo largo de las generaciones, el espectador siente que lo que ve ya le ha ocurrido o podría sucederle, pero no ahora, por fortuna, cuando ve la película o la telenovela, oye la radionovela o asiste a la obra teatral. Si en lo personal vive un drama, en algo lo contrarresta el alivio estético del melodrama.

“Mía o de nadie” (La estetización de la desdicha)

El melodrama fílmico crea y renueva la sensibilidad familiar vertida en un lenguaje exasperado y un repertorio de frases-paratodas-las-ocasiones (“Si me dejas ahora, no seré capaz de sobrevivir / ¡Déjemelo, señora. A usted le sobran los hombres”). Las menos de las veces se exploran los sentimientos, y lo común es el laberinto donde los personajes sufren tanto que el final feliz les resulta un paréntesis. No basta llorar, hay que acudir a las frases crispadas que le otorguen relieve a la desesperación; y hacen falta las escenografías cuya modestia anticipa y exige el derrumbe de la esperanza. En el espacio de las clases populares el melodrama confirma la pequeña historia y es el método en primera y última instancia estético donde, por ejemplo, la búsqueda de empleo o el empleíto que no admite sueños sobre el porvenir de los hijos, se verifican como los equivalentes de la ruptura amorosa. La realidad no es ampulosa o “barroca”, pero en el habla cotidiana se expresa como melodrama o como picaresca sexual.

Son numerosos los recursos del género. Hay melodramas en donde la exageración permite atisbos asombrosos de la condición humana, pero lo común es repetir y extenuar los hallazgos volviéndolos rituales del reflejo condicionado. Si no hay intención artística, algo más bien excepcional, las películas se salvan por las actuaciones y por el énfasis que detrás del paroxismo exhibe verdades y delirios magníficos. No tiene sentido juzgar estos productos al pie de la letra, y, por ejemplo, la película Él, de Luis Buñuel, es un drama de celos y es también el relato del enloquecimiento del tradicionalismo, que pierde la razón ante la modernidad que anuncia la igualdad de géneros.

El melodrama y lo melodramático son categorías desde las cuales se puede indagar a fondo en sociedades que han ajustado muchísimas de sus vivencias familiares a esa educación sentimental. Hasta hace poco, era difícil saber de familias que en los momentos amargos o felices prescindían de la pedagogía del melodrama. No hay tal cosa como el ahorro de lágrimas o de estallidos emocionales, e incluso ahora es todavía infrecuente la economía lacrimógena (el control y el ahorro de las descargas anímicas). Pero en la “Época de Oro” del cine argentino, del brasileño y del mexicano, cuando, por así decirlo, “nadie va al cine solo” así físicamente lo esté, son obligatorios los gestos y las frases del melodrama. “Ya me canso de llorar y no amanece”, dice el compositor de canciones rancheras José Alfredo Jiménez, y la formulación es muy extrema, por lo insensato del llorar a raudales con tal de precipitar la alborada, pero estas frases provienen de la convicción muy esparcida: el agobio emocional modifica la noción del tiempo, y el dolor sentimental amplía los días. Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños / prometieron a sus ansias... Sabe que la lucha es cruel y esmucha, pero lucha y se desangra por la fe que se empecina.

En algunos países latinoamericanos, las cinematografías nacionales son en el siglo XX el segundo gran espejo comunitario (el primero, no por inadvertido menos potente, es la palabra, expresada en las leyes, la interpretación histórica y la literatura). Las películas suelen ser falsas, deprimentes, difamatorias, pero son también genuinas de modo inesperado, porque durante décadas la experiencia de los hacedores del cine es igual a la del público, y la industria sólo adelanta el patrimonio común: los diálogos, los chistes, el lenguaje corporal, los vestidos, las frases que no terminan nunca con tal de darle más oportunidades al sufrimiento, las canciones, el redescubrimiento de los paisajes, las costumbres que cambian para que las comunidades las sostengan como si fuesen eternas, los hábitos y las alusiones sexuales. Las distorsiones de la realidad también son verídicas.

Las pecadoras se mueven frenéticas y las virtuosas no pasan de ser un conjunto escultórico

Al cine se le encomienda la vigilancia del patrimonio moral. Pero las imágenes no son emisarias dóciles, poseen un grado de autonomía muy superior al deseado. El cine pacta con el auditorio. “Ensalzo tus convicciones si aceptas mi descripción de las tentaciones”, la acción trasciende las certidumbres teóricas y lo contemplado refuta lo creído previamente. Con su poder de representación, y acosado por la censura, el cine adorna de incitaciones el pecado y la vida heterosexual fuera de la Norma, y esto pone entre paréntesis (mientras dura la película) las intimidaciones moralistas. El medio trasciende el mensaje del tradicionalismo y propone uno distinto, construido a imagen y semejanza de las apetencias sexuales sembradas en la pantalla.

En la década de 1940, por ejemplo, la carga sexual de una película de cabaret no disminuye por más índices admonitorios que se le lancen. En la pantalla, una prostituta camina, una rumbera sacude sus partes “innobles” y, al ver lo que anhela, el público incorpora a sus aspiraciones el desfile de labios golosos, caderas amplias, escotes contraídos por la censura y ampliados por el morbo, alegría que incita al abandono de los respetos. Desde las butacas el escándalo es gozoso (el verdadero moralista no va al cine), las insinuaciones se vuelven provocaciones, se festeja el descaro, se extrae de donde se puede la sensualidad. Y la operación es nítida: se proclama la moral que se va erosionando; se alaban las costumbres en vías de extinción; se fustiga con burlas la modernidad que en rigor se promueve. A la suma de lecciones explícitas (reaccionarias, clericales) la contradicen las imágenes. Ante esto, poco logra la teología o la ideología dominante y se produce un desplazamiento en ese conjunto de mitos y creencias, llamado por comodidad “inconsciente colectivo” o, ahora, imaginario, y los santos y las vírgenes conviven con las estrellas de cine. (La cultura visual sustituye masivamente los sermones y los discursos políticos en el auspicio del sueño común.)

Todavía en la década de 1930 la raigambre campesina de América latina demanda su representación purísima. Filmes como Allá en el Rancho Grande (1936, de Fernando de Fuentes), con sus vírgenes rurales y sus hacendados nobles, sustentan el género de la comedia ranchera. Pero la época le pertenece en rigor al melodrama y, por ejemplo, las atmósferas del tango y el bolero, con figuras como el compositor Agustín Lara (1900-1970), al principio el romántico que reelabora desde su piano las atmósferas “sórdidas”, y luego, al difundir la industria cultural su repertorio, un autor principalísimo de la música de fondo del primer intento masivo de librarse de la conciencia de culpa. Cruz y raya: la moral feudal se apoya en la legislación escrita y vivida. A la efigie del sacerdote de aspecto altanero que se niega a absolver a una cualquiera, se agrega la persuasión apenas disimulada de razzias, persecuciones y sentencias contra las adúlteras, violencias festejadas por los jueces. La muerte, la cárcel, la miseria son las pagas del pecado en honor de la familia tradicional. Pero en la pantalla, las recompensas son infinitas porque, con astucia, el melodrama traiciona a sus patrocinadores directos, el Estado y la Iglesia.

IV. Las entretelas y los entretelones del infierno (melodrama y religión)

A lo largo de la construcción de las naciones latinoamericanas, la identidad se expresa también, y radicalmente, en la mentalidad tradicionalista y los augurios de la modernidad a la luz de los estallidos de ira o pesadumbre o amargura o delirio amoroso. Al melodrama le toca aprovisionar a sus favorecedores y amigos con frases, parrafadas, intenciones trágicas, desprecios contundentes, y amenazas inconcebibles. Y todo depende del juego entre la narrativa y la conducta del lector o el espectador que atestigua. Desde la segunda mitad del siglo XIX, encabezados por el poder eclesiástico, los conservadores utilizan el melodrama como vía de las advertencias apocalípticas a la grey, tan compuesta de familias decentes. Véase un libro arquetípico: Espejo Histórico (Utilísimo para todos) o sea Colección de Ejemplos edificantes e instructivos sobre la santa Ley de Dios, obra de “autores fidedignos y sacados de la sagrada escritura, historia eclesiástica, vida de santos, etc., acompañados de breves y muy importantes explicaciones doctrinarias sobre la misma Divina Ley”. Coordinado por el M. R. P. Vitaliano de Santa Inés-Lila, misionero pasionista de Toluca; editado en 1896 por la imprenta del Sagrado Corazón de Jesús.

Espejo Histórico se arma con ejemplos construidos desde una mezcla de cuentos de hadas góticos y melodrama. El intento es tajante: inhibir cualquier libertad de los lectores y, previa consulta con las autoridades eclesiásticas, reducirlos a la obediencia. Véase el ejemplo 76:

Un hombre ocioso llegó a decir un día con irreverencia grande: “Por el cuerpo de la Virgen Santísima...”, y al punto entró en el suyo Satanás, torcióle la cara y los ojos: la lengua, encendida como una [sic] ascua, la llevaba colgando fuera de la boca con horribles dolores; pero mayores son los que padece su alma en el infierno, pues murió impenitente... Cursaba el año de 1872, cuando un suceso muy parecido a éste acontecía en la misma capital de la República Mexicana, en la persona del desgraciado P. A.

Espejo Histórico está en las librerías cuando ya circulan en muchos países los libros y/o las tesis de Freud, Marx y Darwin, y podría ser nada más un fabulario gótico lamentable, el catálogo de consecuencias espeluznantes que le aguardan a quien se aparta un milímetro de la Ley de Dios. Sin embargo, es melodramático porque el vocabulario ya participa de la teatralidad y del arrebato ante la caída del telón. Véanse las formas de lo exigible: así, si los padres ordenan “alguna cosa grave, lícita y justa, pecan (los hijos) mortalmente no obedeciendo; de donde pueden inferirse harto fácilmente varias cosas particulares. Manda el padre al hijo no salga de noche a rondar por el riesgo a que se expone; que no se acompañe con tales o cuales sujetos porque sabe andan en malos pasos; que no entre en cierta casa sospechosa, etc., debe obedecer en éstos y semejantes casos; si no lo hace, peca gravemente [...]”.

Los ejemplos son “abracadabrantes” Reproduzco el 117:

Bien sabido es lo que refiere San Bernardino de Sena, que sucedió en un lugar cercano a Valencia. Un joven desobediente a sus padres, corriendo el camino de los vicios, a los diez y ocho años de su edad fue preso por ladrón, y la justicia lo mandó ahorcar. Aún no tenía pelo en la barba y mucho menos canas en la cabeza; mas estando pendiente de la horca, ya muerto, de repente le salió la barba; su cabellera se volvió blanca, y su rostro quedó arrugado como si fuera hombre de noventa años. A tan maravillosa novedad acudió el Obispo y lo acompañó el pueblo. Pusiéronse todos en oración para que Nuestro Señor manifestara la causa de aquel prodigio, y su Majestad reveló al Obispo que hasta noventa años hubiera vivido aquel joven; pero que por la desobediencia a sus padres le habían quitado setenta años de vida.

El ajusticiamiento del retrato de Dorian Gray, o algo así. Típicamente, la fábula es una conseja medieval, del tiempo de la venta de reliquias con jarras que contienen las lágrimas de Santa Brígida, alguna de las treinta monedas que le pagaron a Judas, patas del gallo que cantó cuando San Pedro negó al Señor, y cabellos de María Egipcíaca. Y lo melodramático viene a ser en la dimensión religiosa el énfasis en el castigo con la adjetivación del teatro español de fines del siglo XIX.

“Dios mío, ¿por qué has abandonado esta compañía de teatro?”

En la cultura popular del siglo XIX subyugan en América latina el melodrama religioso y el melodrama histórico. En el primer caso, la Iglesia Católica admite técnicas de renovación en obras de teatro, novelas y poemas. ¿Qué son las narraciones sobre los primeros cristianos sino melodramas que aturden a lectores consternados por el sufrimiento de los conversos a la verdadera fe vueltos teas humanas en la Vía Appia o dispuestos a dar testimonio de su fe mientras los devoran leones y tigres en el Coliseo? Así por ejemplo, Quo Vadis? de Henrik Sienkiewicz, Ben-Hur de Lewis Wallace y El mártir del Gólgota de Enrique Pérez Escrich, tres novelas muy difundidas en América latina, estremecen con las tramas laberínticas, las frases crispadas, los terrores que la Cruz desvanece, y la “prosa poética” que confirma el ánimo de espiritualidad.

Lo propio de los personajes del melodrama son los gestos de dignidad y abatimiento, y las sentencias rotundas que se repetirán en las parroquias. De alguna manera, el melodrama es un correctivo de la mentalidad familiar, y por eso es tan eficaz el determinismo del género. No obstante las intenciones salvadoras del centurión recién converso, Cristo debe morir al final de la representación de El mártir del Gólgota, y con eso se le da la oportunidad al público de salir del teatro razonablemente espiritual. Y por la intercesión del melodrama, el público de fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX acepta devotamente la justificación del “fracaso en la vida”. Ésta es la conclusión: si nunca triunfé, puedo rehacer mi felicidad observando las historias de los que zozobran en la infelicidad, y sin embargo no abandonan el gozo del alma. La dicha por la desdicha ajena.

El mártir del Gólgota se publica en tres volúmenes entre 1863 y 1864. Su autor, Pérez Escredi (1829-1897) es dramaturgo y novelista de folletín, y los títulos de algunas de sus producciones son casi la descripción entera del contenido: El cura de laaldea, Sor Clemencia, La mujer adúltera, El imperio de los celos,Las obras de misericordia, La esposa mártir, La madre de los desamparados, Juan el tullido y Herencia de lágrimas. Doy ejemplos de la prosa de El mártir del Gólgota.

a) En el Viacrucis

Jesús quiso correr en socorro de su Madre. Pero ¡ay! los pies se le enredaron en la túnica y por segunda vez cayó al suelo, golpeando con su divina frente las duras piedras de la calle.

–¡Hijo del alma mía!– exclamó la Virgen, con uno de esos gritos que sólo pueden salir del corazón de una madre.

Jesús, sereno, aunque pálido y vacilante, dirigió una dolorosa mirada a su Madre, e incorporándose sobre una rodilla, le dijo con dulcísima voz:

–¡Salud, Flor de amargura! ¡Salud, Estrella purísima de la mañana! ¡Salud, Madre mía!

b) Cristo le anuncia a María su inminente sacrificio

–¡Ah, Señor!, exclamó la madre dolorosa–. Revoca tu sentencia; compadécete de mi dolor y amargura. Recuerda que siendo Niño te alimenté con el jugo de mis pechos; que abrigado en mi seno te llevé a Egipto; que mi mayor placer en las horas de agonía era beber tu frente, blanca como las cumbres del Sabino, pura como la gota de rocío que se cobija en el perfumado cáliz de los lirios del valle. Entonces en tu boca, sonrosada como las rosas de Jericó, vagaba una sonrisa que era todo mi encanto, toda mi felicidad. Si tú partes, si me dejas, ¿qué va a ser de esta pobre madre abandonada?

Entonces Jesús, abarcando a su madre en una inmensa mirada, de la que parecía desprenderse un poema de ternura filial, le dijo:

–Cesa, Madre y Señora, del sacro cielo descendía a morir por bien de la humanidad; tus entrañas fueron la capa perfumada que recibieron el Verbo Divino. No ruegues más; mi hora se aproxima.

Adiós: la cruz me espera.

María rompió en un llanto desconsolador.

Lo que en los Evangelios se presenta como la tragedia última, la necesidad de actuar el mito primigenio, en la novela de Pérez Escrich es el gran melodrama cuyo éxito depende de transmitir con eficacia el lenguaje del éxtasis a los carentes de formación literaria. Y el tema más constante es la voluntad de los héroes y heroínas del melodrama: ser como Cristo. Esto les corresponde: morir por los demás, desatender los intereses propios (mejor aún, afirmar que sólo los ajenos son intereses propios), ganarse el cielo de tormento en tormento, agonizar en el seno de la familia y al mando del reparto de bendiciones, arrostrar la calumnia sin proferir ninguna queja, salvar al hermano atribuyéndose sus errores o delitos...

Los nuevos mártires y las vírgenes del alma se desplazan del santoral a las recámaras, las cocinas, las calles y las cárceles, y al extenderse la secularización, la Iglesia (la única admisible) requiere del melodrama para arraigar en la sociedad y alejarla del Mundo, y esto explica la religiosidad de los personajes desbordantes del amor que nada pide a cambio. De este modo, los asistentes al teatro se obligan a “proteger” sentimentalmente por dos horas –con intermedio– a Cristo y sufrir por los pecados de todos. La Pasión sale de los templos y de los viacrucis de Semana Santa, y ocupa el proscenio. Y los que no se conmueven al oír las Siete Palabras desde el escenario serían –de conocerse su frialdad– apóstatas o huérfanos del Espíritu.

En el melodrama familiar, el más vigoroso y numeroso, se implanta, ya no tragedia sino melodrama, el esquema de Cristo en la cruz, y se multiplican las “franquicias” del Infierno y el Cielo. El público, representado en sus códigos de honor, sale absuelto.

La poesía también encandila. “Marciano”, el poema del español Juan Antonio Cavestany sobre el gladiador convertido a la nueva fe que se enfrenta a Nerón en la arena, se divulga animosamente en seminarios y parroquias y no escasean los sacerdotes que robustecen su fe al oírlo o recitarlo: