El agente secreto - Joseph Conrad - E-Book

El agente secreto E-Book

Joseph Conrad

0,0
0,50 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En 1906, dos años después de la publicación de su novela "Nostromo", un acontecimiento real, el intento de volar el Observatorio de Greenwich por parte de un anarquista llamado Martial Bourdin, inspiró a Conrad el tema de un relato magistral que vería la luz al año siguiente bajo el título "El agente secreto". 

La historia se desarrolla en Londres en 1886 y está centrada en la vida de Mr. Verloc y su trabajo como espía. Es una de las últimas obras políticas escritas por Conrad, que se alejan de sus típicas historias marítimas. Trata ampliamente los temas de anarquismo, espionaje y terrorismo. Retrata los grupos anarquistas o revolucionarios antes de las revueltas sociales del siglo XX, sin embargo, se ocupa también del tema de la explotación, en particular respecto de la relación entre Verloc y su cuñado.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Joseph Conrad

El agente secreto

Tabla de contenidos

EL AGENTE SECRETO

Prefacio del autor

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

EL AGENTE SECRETO

Joseph Conrad

Prefacio del autor

El origen de El agente secreto, el tema, el tratamiento, la intención artística y todo otro motivo que pueda inducir a un escritor a asumir su tarea, puede delinearse, creo yo, dentro de un período de reacción mental y emotiva.

El hecho es que comencé este libro impulsivamente y lo escribí sin interrupciones. En su momento, cuando estuvo impreso y sometido a la crítica de los lectores, fui hallado culpable de haberlo escrito. Algunas imputaciones fueron severas, otras incluían una nota angustiosa. No las tengo prolijamente presentes, pero recuerdo con nitidez el sentido general, que era bien simple, y también recuerdo mi sorpresa por la índole de las acusaciones. ¡Todo esto me suena ahora a historia antigua! Y sin embargo ocurrió hace no demasiado tiempo. Debo concluir que en el año 1907 yo conservaba aún mucho de mi prístina inocencia. Ahora pienso que incluso una persona ingenua podría haber sospechado que algunas críticas surgían de la suciedad moral y sordidez del relato.

Por supuesto ésta es una seria objeción. Pero no fue general. De hecho, parece ingrato recordar tan diminuto reproche entre las muchas apreciaciones inteligentes y de simpatía. Confío en que los lectores de este prefacio no se apresurarán a rotular esta actitud como vanidad herida o natural disposición a la ingratitud. Sugiero que un corazón caritativo bien podría atribuir mi elección a natural modestia. Con todo, no es estricta modestia lo que me hace seleccionar ese reproche para la ilustración de mi caso. No, no es modestia exactamente. No estoy nada seguro de ser modesto; pero los que hayan leído hondo en mi obra, me adjudicarán la suficiente dosis de decencia, tacto, savoir-faire, y todo lo que se quiera, como para precaverme de cantar mi propia alabanza, más allá de las palabras de otras personas. ¡No! El verdadero motivo de mi selección estriba en muy distinta cualidad. Siempre fui propenso a justificar mis acciones, no a defenderlas. A justificarlas; no a insistir en que tenía razón, sino explicar que no había intención perversa ni desdén secreto hacia la sensibilidad natural de los hombres en el fondo de mis impulsos.

Este tipo de debilidad es peligroso sólo en la medida en que lo expone a uno al riesgo de convertirse en un pesado; porque el mundo, en general, no está interesado en los motivos de cualquier acto hostil, sino en sus consecuencias. El hombre puede sonreír y sonreír, pero no es un animal investigador: gusta de lo obvio, huye de las explicaciones. A pesar de todo seguiré adelante con la tarea. Era evidente que yo no tendría por qué haber escrito este libro. No estaba bajo el imperativo de habérmelas con este tema; y uso la palabra tema en el sentido de relato en sí mismo y en el más amplio de una especial manifestación en la vida del hombre. Esto lo admito en su totalidad. Pero nunca entró en mi cabeza la idea de elaborar mera perversidad con el fin de conmover o incluso sólo de sorprender a mis lectores con un cambio de frente. Al hacer esta declaración espero ser creído, no por la sola evidencia de mi carácter, sino porque, como cualquiera puede verlo, todo el tratamiento del relato, la indignación que la alienta, la piedad y el desprecio subyacentes prueban mi separación de la suciedad y la sordidez: la suciedad y la sordidez son nada más que las circunstancias externas del medio ambiente.

El inicio de la escritura de El agente secreto fue inmediato a un período de dos años de intensa absorción en aquella remota novela Nostromo, con su distante atmósfera latinoamericana, y la profundamente personal Mirror of the Sea. La primera, una intensa acometida creativa sobre la que supongo que siempre se fundamentará mi elaboración más amplia; la segunda, un esfuerzo sin restricciones para desvelar, por un momento, las profundas intimidades del mar y las influencias formativas de mi cercana primera mitad de vida. También fue un período en que mi sentido de la veracidad de las cosas estaba acompañado por una muy intensa disposición imaginativa y emocional que, por genuina y fiel a los hechos que fuese, me hacía sentir, una vez cumplida la tarea, como si me hubiese perdido en ella, a la deriva entre cáscaras vacías de sensaciones, extraviado en un mundo de distinta, de inferior valía.

No sé si en realidad experimenté que quería un cambio, cambio en mi imaginación, en mi visión y en mi actitud mental. Pienso más bien que ya se había introducido en mí, impremeditado, un cambio en mi postura anímica fundamental. No recuerdo si pasó algo definitivo. Con Mirror of the Sea, terminada en la total conciencia de que me había entendido honestamente conmigo mismo y con mis lectores en cada línea de ese libro, me entregué a una pausa no desdichada. Después, mientras todavía estaba en ella, por así decir, y por cierto no pensaba salirme de mi modo de ver la perversidad, el tema de El agente secreto —quiero decir la anécdota— se me impuso a través de unas pocas palabras, pronunciadas por un amigo, durante una conversación acerca de la anarquía o, más bien, las actividades anarquistas; no recuerdo ahora cómo surgió la cosa.

Recuerdo, sin embargo, que subrayamos la criminal futileza del asunto, la doctrina, el accionar y mentalidad y el despreciable aspecto de esa alocada posición, considerándola un descarado fraude que explota las punzantes miserias y apasionadas credulidades de una humanidad siempre tan anhelosa de autodestrucción. Esto es lo que hizo para mí tan imperdonables las pretensiones filosóficas de esa doctrina. De inmediato, pasando a instancias particulares, recordamos la ya vieja historia del intento de volar el Observatorio de Greenwich: hecho tan vacuo y sanguinario que es imposible rastrear su origen mediante un proceso de pensamiento racional o irracional. Porque también la sinrazón tiene sus propios procesos lógicos. Pero este atropello no podría comprenderse por ninguna vía racional y así nos quedamos enfrentados con la realidad de un hombre hecho añicos, en aras de algo que ni remotamente se parece a una idea, ya sea anarquista o de otro tipo. En cuanto a la pared exterior del Observatorio, no mostró mucho más que una débil grieta.

Le hice notar todo esto a mi amigo, que permaneció en silencio por un rato y luego anotó con su característico modo casual y omnisciente: «Oh, ese tipo era medio imbécil. Su hermana se suicidó poco después». Éstas fueron las únicas palabras que intercambiamos; para mi máxima sorpresa, luego de esa inesperada muestra de información, que me dejó mudo por un instante, él siguió hablando de algún otro tema. Nunca se me ocurrió después preguntarle cómo había llegado a conocer esos datos. Estoy seguro de que si él llegó a ver alguna vez en su vida la espalda de un anarquista, ésa debe haber sido su única conexión con el mundo del hampa. No obstante, mi amigo era una persona que gustaba hablar con todo tipo de gente y pudo haber recogido esos datos esclarecedores de segunda o tercera mano, de un barrendero que pasaba, de un oficial de policía retirado, de algún asiduo de su club o incluso, tal vez, de algún ministro de Estado con quien se haya visto en una recepción pública o privada.

De todos modos, sobre la categoría de esclarecedores no puede haber ninguna duda. Era como caminar desde un bosque hacia una llanura: no había mucho para ver pero sí había muchísima luz. No, no había mucho para ver y, francamente, por un rato considerable no logré percibir nada. Quedaba tan sólo la impresión de luminosidad, la cual, a pesar de su calidad satisfactoria, era pasiva. Más tarde, después de una semana, me encontré con un libro que, hasta donde yo sé, no ha obtenido nunca éxito: las muy escuetas memorias de un auxiliar de comisario de policía, un hombre de obvia competencia, con una fuerte impronta religiosa en su carácter, que llegó a ese cargo en la época de los atentados dinamiteros en Londres, por los años 80. El libro era bastante interesante, muy discreto, por supuesto; he olvidado en este momento el conjunto de su contenido. No incluía revelaciones, rozaba la superficie agradablemente y eso era todo. No trataré siquiera de explicar por qué me sentía atraído por un corto pasaje de unos siete renglones, en el que el autor (creo que su nombre era Anderson) reprodujo un breve diálogo mantenido en un pasillo de la Cámara de los Comunes, después de un imprevisto atentado anarquista, con el Secretario del Interior. Creo que por entonces lo era Sir William Harcourt. El ministro estaba muy irritado y el policía se mostraba apologético. De las tres frases que intercambiaron, lo que más me llamó la atención fue el airado arranque de Sir W. Harcourt: «todo esto está muy bien. Pero su idea de la reserva acerca de ellos parece consistir en mantener al Ministro del Interior en la oscuridad». Buena caracterización del temperamento de Sir W. Harcourt, pero no mucho más; aunque debe haber habido una cierta atmósfera en todo el incidente porque de inmediato me sentí estimulado. Y en mi mente sobrevino lo que un estudiante de química entendería muy bien comparándolo con la adición de una diminutísima gota del elemento pertinente, que precipita el proceso de cristalización en un tubo de ensayo lleno de alguna solución incolora.

Primero experimenté un cambio mental que removió mi imaginación aquietada, en la que formas extrañas, bien delineadas en sus contornos, pero imperfectamente aprehendidas, aparecieron exigiendo atención, como los cristales lo harían con sus formas caprichosas e inesperadas. A partir de ese fenómeno comencé a meditar, incluso acerca del pasado: acerca de Sudamérica, un continente de crudo sol y brutales revoluciones; acerca del mar, vasta extensión de aguas saladas, espejo de los enojos y sonrisas del cielo, reflector de la luz del mundo. Luego surgió la visión de una enorme ciudad, de una monstruosa ciudad, más populosa que algunos continentes, indiferente a los enojos y sonrisas del cielo en sus obras; una cruel devoradora de la luz del mundo. Había allí lugar suficiente para desarrollar cualquier historia, profundidad suficiente para cualquier pasión, suficiente variedad para un marco ambiental, oscuridad suficiente para sepultar cinco millones de vidas.

Irresistible, la ciudad se convirtió en el entorno para el siguiente período de profundas meditaciones tentativas. Panoramas sin fin se me abrieron en diversas direcciones. ¡Hubiera llevado años encontrar el camino correcto! ¡Parecía que iba a llevar años!… Con lentitud el vislumbrado convencimiento de la pasión paternal de Mrs. Verloc creció como una llama entre mi persona y ese entorno, tiñéndolo con su secreto ardor y recibiendo, a cambio, algo del sombrío colorido ambiental. Por fin la historia de Winnie Verloc se irguió completa desde los días de su infancia hasta el desenlace, desproporcionada todavía, con todos sus elementos aun en el plano focal, como estaba; pero lista ahora para ser abordada. Fue trabajo de unos tres días.

Este libro es esa historia, reducida a proporciones lógicas, con todo su transcurso sugerido y centrado alrededor de la absurda crueldad de la explosión del Greenwich Park. Tuve allí una labor no precisamente ardua, pero sí de absorbente dificultad. Con todo, había que hacerla. Era una necesidad. Las figuras agrupadas alrededor de Mrs. Verloc y relacionadas directa o indirectamente con su trágica sospecha de que «la vida no resiste una mirada profunda», son el resultado de esa real necesidad. En forma personal nunca dudé de la realidad de la historia de Mrs. Verloc, pero había que desprenderla de su oscuridad en esa inmensa ciudad, hacerla creíble. Y no me refiero tanto a su alma cuanto a sus circunstancias, no aludo tanto a su psicología cuanto a su humanidad. Para las circunstancias no faltaban sugestiones. Tuve que pelear duro para mantener a distancia prudencial los recuerdos de mis paseos solitarios y nocturnos por todo Londres, en mi juventud, para que no se abalanzaran abrumadores en cada página de la historia, ya que emergían, uno tras otro, dentro de mi estilo de sentir y de pensar, tan serio como cualquier otro que haya campeado en cada línea escrita por mí. En este sentido pienso, en realidad, que El agente secreto es un genuino producto de elaboración. Incluso el objetivo artístico puro, el de aplicar un método irónico a un tema de esta índole, fue formulado con deliberación y en la creencia fervorosa de que sólo el tratamiento irónico me capacitaría para decir todo lo que sentía que debía decir, con desdén y con piedad. Una de las satisfacciones menores de mi vida de escritor es la de haber asumido esa resolución y haber logrado, me parece, llevarla hasta el fin. También con los personajes aquellos a quienes la absoluta necesidad del caso —el de Mrs. Verloc— pone de relieve dentro del conjunto de Londres, también con ellos alcancé esas pequeñas satisfacciones que tanto cuentan en la realidad frente al cúmulo de dudas oprimentes que rondan con persistencia todo intento de trabajo creativo. Por ejemplo, con Mr. Vladimir mismo, que era perfecto partido para una presentación caricaturesca, me sentí, gratificado cuando escuché decir a un experimentado hombre de mundo: «Conrad debe haber tenido relación con ese mundo o por lo menos tiene una excelente intuición de las cosas», porque Mr. Vladimir era no sólo posible en los detalles, sino, justamente, en lo esencial. Luego, un visitante llegado de América me contó que toda clase de refugiados en Nueva York sostenían que el libro había sido escrito por alguien que los conocía mucho. Éste me pareció un alto cumplido considerando que, de hecho, los he conocido menos que aquel omnisciente amigo que me dio la primera sugerencia para la novela. No dudo, sin embargo, que hubo momentos, mientras escribía el libro, en los que yo era un total revolucionario, no diré más convencido que ellos, pero ciertamente alimentando un objetivo más concentrado que el de cada uno de ellos haya abrigado en el transcurso íntegro de su vida. Y no digo esto por alardear. Simplemente atiendo mi negocio. Con el material de todos mis libros siempre he atendido mi negocio. Lo atenderé entregándome a él por completo. Y esta aseveración tampoco es alarde. No podría haber obrado de otro modo. Una falsedad me hubiera deprimido demasiado.

Las sugerencias para ciertos personajes del relato, respetuosos de la ley o desdeñosos de ella, vinieron de diversas fuentes que, tal vez, algún lector pudo haber reconocido. No son oscuras en exceso. Pero aquí no me interesa legitimar a alguno de esos personajes, e incluso, para mi criterio general acerca de las reacciones morales entre el criminal y la policía, todo lo que me aventuraría a decir es que me parecen por lo menos sostenibles.

Los doce años transcurridos desde la publicación del libro no han cambiado mi actitud. No me arrepiento de haberlo escrito. Recientemente, circunstancias que nada tienen que ver con el contenido general de este prefacio, me impulsaron a desnudar este relato de sus ropajes literarios de indignado desdén, con que mucho me costó revestirlo años atrás. Me vi forzado, por así decir, a mirar su esqueleto desnudo: es una horrible osamenta, lo confieso. Pero aún me permitiré decir que al relatar la historia de Winnie Verloc hasta su final anarquista de absoluta desolación, locura y desesperanza, y al contarla como lo he hecho aquí, no he intentado cometer una afrenta gratuita a los sentimientos de la humanidad.

JOSEPH C ONRAD

A H. G. Wells, el cronista del amor de Mr. Lewisham, el biógrafo de Kipps e historiador de los tiempos por venir, está ofrecido con afecto este simple relato del siglo XIX.

I

Mr. Verloc, al salir por la mañana, dejaba su negocio nominalmente a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había poco movimiento a cualquier hora y prácticamente ninguno antes de la noche. Mr. Verloc se preocupaba bien poco por su actividad visible y, además, era su mujer quien quedaba a cargo de su cuñado.

El negocio era pequeño y también lo era la casa. Era una de esas casas sucias, de ladrillo, de las que había gran cantidad antes de la época de reconstrucción que se abatió sobre Londres. El negocio era cuadrado, con una vidriera al frente, dividida en pequeños paneles rectangulares. Durante el día la puerta permanecía cerrada; por la noche se mantenía discreta y sospechosamente entreabierta.

En la ventana había fotografías de bailarinas más o menos desvestidas; paquetes varios envueltos como si fueran específicos medicinales, envases cerrados de papel amarillo, muy delgado, marcados con el precio de media corona en grandes cifras negras; unos cuantos números de publicaciones cómicas francesas, colgados de una cuerda como para secarse, un deslustrado recipiente de porcelana azul, una cajita de madera negra, botellas de tinta para marcar y sellos de goma; unos pocos libros con títulos que sugerían poco decoro, unos pocos números de diarios aparentemente viejos y mal impresos, con títulos como La Antorcha, El Gong: títulos vehementes. Los dos mecheros de gas, dentro de sus pantallas de vidrio, siempre tenían la llama baja, ya fuera por economía o por consideración a los clientes.

Esos clientes eran hombres muy jóvenes que vacilaban un momento cerca de la ventana antes de deslizarse adentro con rapidez; o bien hombres más maduros, cuya apariencia en general indicaba pobreza. Algunos de los de este tipo llevaban los cuellos de sus sobretodos levantados hasta los bigotes y rastros de barro en las bocamangas, que tenían la apariencia de estar muy gastadas y pertenecer a pantalones muy baratos. Las piernas que iban dentro de esos pantalones tampoco parecían de mucha enjundia. Con las manos bien hundidas en los bolsillos laterales de sus sacos, se escabullían de costado, un hombro hacia adelante, como si temieran que la campanilla empezara a sonar.

La campanilla, colgada de la puerta con un alambre de acero, era difícil de evitar. Estaba rajada sin esperanza, pero de noche, al mínimo roce, sonaba con estrépito por detrás del parroquiano, con virulencia descarada.

Resonaba, y a esa señal, a través de la polvorienta puerta vidriera, por detrás del mostrador pintado, aparecía rápidamente Mr. Verloc, desde el salón de la trastienda. Sus ojos siempre estaban pesados; Mr. Verloc tenía el aspecto de haberse revolcado totalmente vestido, durante todo el día, en una cama deshecha. Otro hombre hubiera pensado que esa apariencia era una notoria desventaja. En un comercio de venta al menudeo tiene mucha importancia el aspecto atractivo y amable del vendedor. Pero Mr. Verloc conocía su negocio y se mantenía incólume frente a cualquier tipo de duda estética acerca de su apariencia. Con descaro firme e imperturbable, hubiera procedido a vender a través del mostrador cualquier objeto que en forma escandalosamente obvia no valiera la plata que se llevaba la transacción: una pequeña caja de cartulina, en apariencia vacía, por ejemplo, o uno de esos endebles envoltorios amarillos, cerrados con esmero, o un volumen sucio, de tapas blandas, con algún título prometedor. Una que otra vez ocurría que una de las descoloridas, amarillas bailarinas se vendía a algún jovencito, como si se tratara de una muchacha viva y joven.

A veces era Mrs. Verloc la que respondía al llamado de la campanilla rajada. Winnie Verloc era una mujer joven de busto prominente, realzado por una blusa entallada, y de caderas anchas. Su cabello estaba siempre muy bien peinado. De ojos cargados, como su marido, conservaba un aire de indiferencia insondable detrás del baluarte del mostrador. Entonces el cliente, por lo general más joven que ella, se sentía de pronto desconcertado por tener que tratar con una mujer, y con fastidio, en el corazón preguntaba por una botella de tinta de marcar, precio de venta seis peniques (en el negocio de Verloc siete peniques) que, una vez afuera, hubiera volcado a escondidas junto al bordillo de la acera.

Los visitantes nocturnos —los hombres con los cuellos levantados y las alas del sombrero bajas— saludaban a Mrs. Verloc con una familiar inclinación de cabeza y murmurando alguna cortesía levantaban la tapa plegadiza de la punta del mostrador, para entrar en la trastienda que daba acceso a un pasillo y a un empinado tramo de escalera. La puerta del negocio era la única entrada de la casa en la que Mr. Verloc desarrollaba su negocio de vendedor de mercaderías sospechosas, ejercía su vocación de protector de la sociedad y cultivaba sus virtudes domésticas. Estas últimas eran manifiestas: estaba domesticado a fondo. Ni sus necesidades espirituales, ni las mentales, ni las físicas eran de las que llevan al hombre fuera de su casa. En el hogar encontraba ocio para su cuerpo y paz para su conciencia, junto a las atenciones conyugales de Mrs. Verloc y al trato deferente de la madre de ella.

La madre de Winnie era una mujer corpulenta, con una gran cara morena; usaba peluca negra debajo de una cofia blanca. Sus piernas hinchadas la mantenían inactiva. Se consideraba a sí misma descendiente de franceses, lo que bien podía ser cierto; después de sus buenos años de vida matrimonial con un hotelero simplón, que tenía licencia para expendio de licores, se mantuvo en sus años de viudez alquilando habitaciones amuebladas para caballeros, cerca de la calle Vauxhall Bridge en una plaza que alguna vez poseyó esplendor y todavía estaba incluida en el distrito de Belgravia. Este hecho topográfico implicaba cierta ventaja para el alquiler de los cuartos. Pero los clientes de la digna viuda no pertenecían justamente al tipo elegante. Tales como eran, Winnie, su hija, ayudaba a atenderlos. Rasgos de la ascendencia francesa que la madre reivindicaba para sí eran visibles también en los rasgos de Winnie. Se transparentaban en la extrema pulcritud y artístico peinado de los negros cabellos brillantes. Asimismo Winnie tenía otros encantos: su juventud, su cuerpo pleno, rotundo, de formas armoniosas, la provocación de su reserva insondable, que nunca llegaba a desbaratar la conversación siempre animada de los pensionistas, a quienes ella respondía con uniforme amabilidad. Era inevitable que Mr. Verloc fuera permeable a esas fascinaciones. Mr. Verloc era pensionista intermitente; iba y venía sin ninguna razón visible. En general llegaba a Londres (como la gripe) desde el continente, sólo que él no llegaba precedido por los anuncios de la prensa, y sus visitas transcurrían en medio de gran severidad. Desayunaba en la cama y se quedaba acostado, dando vueltas, con aire de tranquila diversión, hasta el mediodía. Y a veces hasta más tarde. Pero cada vez que salía, daba la impresión de tener grandes dificultades para encontrar el camino de regreso a su hogar temporario, en la plaza Belgravia. Salía tarde y regresaba temprano, si es que es temprano las tres o cuatro de la mañana; al despertar, a las diez, charlaba con Winnie que le traía la bandeja del desayuno con jocosa, rendida cortesía, con la voz ronca y desfalleciente de quien ha estado hablando con vehemencia durante varias horas consecutivas. Sus ojos saltones, de párpados pesados, giraban amorosos y lánguidos, estiraba la ropa de cama hasta el mentón y su oscuro bigote cuidado cubría sus labios carnosos, hábiles en chanzas dulcificadas.

En opinión de la madre de Winnie, Mr. Verloc era un fino caballero. De su experiencia vital, recogida en diversas «casas de negocios», la excelente mujer había llevado a su vida de reclusión un ideal de caballerosidad tal como el que exhibían los parroquianos de los salones privados de los bares. Mr. Verloc se aproximaba a ese ideal; en rigor, lo había alcanzado.

—Desde luego que nos haremos cargo de tus muebles, mamá había aclarado Winnie.

Fue preciso desalojar la casa de huéspedes; parece ser que no hubo respuesta al pedido de seguir con ella. Hubiera sido demasiado problema para Mr. Verloc: no hubiera estado en concordancia con sus otros negocios. Nunca dijo cuáles eran sus negocios; pero después de su compromiso con Winnie se tomó el trabajo de levantarse antes de mediodía, bajar las escaleras y entretener a la madre de Winnie en el comedor de la planta baja, donde la señora dejaba transcurrir su inmovilidad. Verloc acariciaba al gato, atizaba el fuego, tomaba una ligera comida servida allí para él. Abandonaba ese estrecho rincón cómodo con evidente disgusto, pero aun así permanecía afuera hasta que la noche estaba muy avanzada. Nunca ofreció a Winnie llevarla al teatro, tal como un fino caballero debía haber hecho. Sus noches estaban ocupadas. En cierta medida, su trabajo era político, le dijo a Winnie una vez. También le advirtió que debía ser muy gentil con sus amigos políticos. Y con su directa, insondable mirada, ella contestó que lo sería, por supuesto.

Para la madre de Winnie fue imposible descubrir qué más dijo él acerca de su actividad. El matrimonio se hizo cargo de ella junto con sus muebles; el aspecto humilde del negocio sorprendió a la señora. El cambio de la plaza Belgravia a la estrecha calle en Soho fue adverso para las piernas de la madre de Winnie: se le hincharon enormemente. Pero, por otra parte, se liberó por completo de las preocupaciones materiales. La poderosa buena naturaleza de su yerno le inspiraba absoluta confianza. El futuro de su hija estaba asegurado, era obvio, e incluso no tenía que experimentar ansiedad por su hijo Stevie. No podía haberse ocultado a sí misma que era una carga terrible el pobre Stevie. Pero en vista de la ternura de Winnie para con su débil hermano y de la gentil y generosa disposición de Mr. Verloc, presintió que el pobre muchacho estaba bien a salvo en este mundo rudo. Y en el fondo de su corazón tal vez no estaba disgustada porque los Verloc no tuvieran hijos. Como esta circunstancia parecía indiferente por completo para Mr. Verloc, y como Winnie encontró un objeto de casi maternal afecto en su hermano, tal vez todo eso fuera lo que el pobre Stevie necesitaba.

En cuanto al muchacho, era difícil saber qué hacer con él: delicado y hasta buen mozo en su fragilidad, el labio inferior le colgaba dándole un inevitable aire de estupidez. Bajo nuestro excelente sistema de educación compulsiva, aprendió a leer y escribir a despecho de la desfavorable apariencia de su labio caído. Pero como mandadero no obtuvo muchos éxitos. Olvidaba los mensajes; se apartaba con facilidad del estrecho camino del deber, seducido por gatos y perros vagabundos a los que seguía por estrechos callejones, hasta llegar a patios hediondos; se distraía con las comedias callejeras que contemplaba boquiabierto, en detrimento de los intereses de sus patrones, o se paraba a ver las dramáticas escenas de las caídas de caballos, cuyo patetismo y violencia a veces lo inducían a chillar agudamente entre la muchedumbre, poco amiga de ser perturbada por sonidos angustiosos en su tranquila degustación del espectáculo nacional. Cuando algún serio y protector policía lo alejaba del lugar, a veces le ocurría al pobre Stevie que había olvidado su domicilio —al menos por un rato—. Una pregunta brusca lo hacía tartamudear hasta la sofocación. Cuando algo lo asustaba y confundía, bizqueaba de modo horrible. No obstante, nunca tuvo ataques, lo cual era alentador, y frente a los naturales estallidos de impaciencia de su padre, en los días de la infancia, siempre pudo correr a refugiarse tras las cortas faldas de su hermana Winnie. Por otro lado, bien se lo podía considerar sospechoso de poseer un oculto acopio de picardía atolondrada. Cuando cumplió catorce años, un amigo de su difunto padre, agente de una firma extranjera productora de leche envasada, le dio una oportunidad como cadete de oficina. En una tarde neblinosa, el muchacho fue descubierto, en ausencia de su jefe, muy ocupado con una fogata en la escalera. Había encendido, en rápida sucesión, una ristra de retumbantes cohetes, iracundas ruedas de fuego artificial, recios buscapiés explosivos; y la cosa se hubiera podido poner muy seria. Un tremendo pánico cundió en todo el edificio. Oficinistas sofocados, con la ropa en desorden, corrían por los pasillos llenos de humo; hombres de negocios, mayores, con sus galeras de seda, rodaban, separados, escaleras abajo. Stevie no parecía haber obtenido ninguna gratificación personal a partir de lo que había hecho. Sus motivos para ese ataque de originalidad eran difíciles de descubrir. Sólo mucho más tarde Winnie obtuvo de él una nebulosa, confusa confesión. Parece que los otros dos mandaderos del edificio lo influyeron con relatos de opresión e injusticia, hasta llevar su compasión a un grado de frenesí. Pero el amigo de su padre, por supuesto, lo despidió sumariamente, acusándolo de querer arruinar su negocio. Después de ese arranque altruista, Stevie fue ubicado como ayudante de lavaplatos en la cocina de la planta baja y como lustrabotas de los caballeros que apoyaban la mansión de la plaza Belgravia. Era seguro que no había futuro en ese trabajo: los caballeros daban al muchacho, de vez en cuando, un chelín de propina. Mr. Verloc se mostró como el más generoso de los inquilinos. Pero, con todo, ello no significó un gran aumento de las ganancias y expectativas; así que, cuando Winnie anunció su compromiso con Mr. Verloc, su madre no pudo menos que preguntarse, con un suspiro y una mirada hacia la cocina, qué iría a ocurrir, en adelante, con el pobre Stevie.

Ocurrió que Mr. Verloc estaba dispuesto a hacerse cargo de él junto con la madre de su mujer y el mobiliario, que constituía toda la fortuna visible de la familia. Mr. Verloc igualó todo en su amplio y bondadoso pecho. El mobiliario se acomodó lo mejor posible en toda la casa, pero la madre de Mrs. Verloc fue relegada a los dos cuartos traseros del primer piso. El infortunado Stevie dormía en uno de ellos. Por esa época, un delicado vello empezó a sombrear, como una niebla dorada, la nítida línea de su maxilar inferior. Ayudaba a su hermana con amor ciego y docilidad en las tareas de la casa, Mr. Verloc pensó que alguna tarea sería buena para el muchacho. El tiempo libre se lo hizo ocupar dibujando círculos con compás y lápiz sobre un trozo de papel. El chico se aplicó al pasatiempo con gran empeño, con sus codos desparramados e inclinado sobre la mesa de la cocina. A través de la puerta abierta de la trastienda, Winnie, su hermana, lo observaba de a ratos con vigilante actitud maternal.

II

Así eran la casa, familia y negocio que Mr. Verloc dejó, atrás en su camino hacia el oeste a las diez y media de la mañana. Era inusualmente temprano para él; toda su persona exhalaba el encanto de una frescura casi de rocío: llevaba su saco azul desabotonado, sus botas relucían, las mejillas, recién afeitadas, tenían cierto brillo e incluso sus ojos de pesados párpados, frescos tras una noche de sueño pacífico, echaban miradas de relativa vivacidad. A través de la verja del parque, esas miradas contemplaban hombres y mujeres cabalgando en el Row, parejas marchando en un medio galope armonioso, otros paseando tranquilos, grupos de ociosos, de tres, o cuatro personas, solitarios jinetes de aspecto insociable y solitarias mujeres seguidas a distancia por un sirviente de sombrero, adornado con una escarapela, y un cinturón de cuero por encima del saco ajustado. Circulaban carruajes, en su mayoría berlinas de dos caballos, y alguna victoria aquí y allá, tapizados por dentro con la piel de algún animal salvaje y un rostro de mujer y un sombrero emergiendo por encima de la capota plegada. Un peculiar sol londinense contra el que no se puede decir nada, excepto que tiene brillos sangrientos glorificaba toda la escena a través de su cara insolente, colgada de una mediana elevación, por encima del Hyde Park Corner, llena de un aire de puntual y benigna vigilancia. Bajo los pies de Mr. Verloc, tenía un tinte de oro viejo esa luz difusa en la que ni paredes, ni árboles, ni animales, ni hombres proyectan sombra. Mr. Verloc marchaba hacia el oeste, a través de una ciudad sin sombras, en medio de una atmósfera de oro viejo polvoriento. Había destellos rojos, cobrizos, en los techos de las casas, en las aristas de las paredes, en los paneles de los coches, en las mismas gualdrapas de los caballos y hasta en la amplia espalda del saco de Mr. Verloc, donde producían el efecto opaco de cosa antigua. Pero Mr. Verloc no estaba para nada consciente de haberse puesto antiguo. Examinaba con ojos aprobatorios, a través de las verjas del parque, los testimonios de la opulencia y el lujo de la ciudad. Toda esa gente tenía que ser protegida. La protección es la primera necesidad de la opulencia y el lujo. Tenían que ser protegidos; y sus caballos, carruajes, casas, servidores, tenían que ser protegidos; y la fuente de su abundancia tenía que ser protegida en el corazón de la ciudad y del país; todo el orden social favorable a esa frivolidad higiénica tenía que ser protegido de la tonta envidia del trabajo antihigiénico. Tenía que ser así y Mr. Verloc se hubiera frotado las manos con satisfacción si no hubiese sido orgánicamente adverso a cualquier esfuerzo superfluo. Su ocio no era higiénico, pero le sentaba muy bien. Era, en cierta medida, devoto de ese ocio, con una especie de fanatismo inerte o tal vez, más bien, con fanática inercia. Nacido de padres industriosos, de vida dedicada al trabajo, había abrazado la indolencia por un impulso tan profundo como inexplicable y tan imperioso como el movimiento que encamina las preferencias del hombre hacia una mujer determinada entre mil. Era demasiado perezoso, aun para ser un simple demagogo, o un enfático orador, o bien un líder gremial. Todo eso era muy problemático. Mr. Verloc exigía una forma de ocio más perfecta; o tal vez pudo haber sido víctima de un descreimiento filosófico en la efectividad de cualquier esfuerzo humano. Tal forma de indolencia implica, requiere, una cierta cantidad de inteligencia. Mr. Verloc no estaba desprovisto de inteligencia y ante la noción de un orden social en peligro tal vez se hubiera preguntado, con perplejidad, si no había que hacer un esfuerzo frente a ese signo de escepticismo. Sus grandes ojos saltones no estaban bien adaptados a parpadear; más bien eran de los que se cierran con solemnidad en un dormitar de majestuoso efecto. Impertérrito y con el andar de un corpulento cerdo gordo, Mr. Verloc, sin restregarse las manos con satisfacción, ni parpadear escéptico frente a sus pensamientos, siguió su camino. Pisaba el pavimento con pesadez; sus botas brillantes y su aspecto general correspondían al de un mecánico acomodado que anduviera en sus propios negocios. Podría habérselo tomado por cualquier cosa, desde un colocador de cuadros a un cerrajero; un contratista de obra en pequeña escala. Pero de él emanaba un cierto aire indescriptible, que ningún mecánico podría haber adquirido en su oficio, por más deshonesto que fuera al ejercerlo: el aire común a los hombres que viven en el vicio, en la locura o en los más ruines horrores de la humanidad; el aire de nihilismo moral común a los frecuentadores de garitos y de casas inmorales, a los detectives privados y a los pesquisas, a los vendedores de bebida y, yo agregaría, a los vendedores de cinturones eléctricos vigorizantes y a los inventores de tónicos patentados. Pero de esto último no estoy seguro, ya que no llevé mis investigaciones hasta esa profundidad. Por todo lo que sé, la apariencia de estos últimos puede ser perfectamente diabólica y no me sorprendería. Lo que quiero afirmar es que la expresión de Mr. Verloc de ningún modo era diabólica.

Antes de llegar a Knightsbridge, Mr. Verloc dobló hacia la izquierda, dejando atrás la transitada calle principal, bulliciosa por el tráfico de bamboleantes omnibuses y coches, para diluirse en el más silencioso y veloz deslizarse de los cabriolés. Bajo su sombrero, que usaba con una ligera inclinación hacia atrás, su pelo había sido cepillado cuidadosamente y con severa lisura. Su meta era una Embajada y Mr. Verloc, firme como una roca un tipo blando de roca avanzaba ahora por una calle que con toda propiedad podría describirse como privada. En su anchura, vaciedad y extensión tenía la imponencia de la naturaleza inorgánica, de lo que nunca muere. El único indicio de finitud era la berlina de un doctor estacionada, augusta y solitaria, cerca del cordón. Los aldabones bruñidos de las puertas centelleaban desde tan lejos como el ojo pudiera alcanzar a verlos, las limpias ventanas brillaban con un lustre oscuro y opaco. Y todo estaba sosegado. Pero un carro de lechero rechinaba, ruidoso, a través de la amplia perspectiva; un repartidor de carne, manejando con la misma temeridad de un corredor en los Juegos Olímpicos, se perdía tras una esquina, sentado muy arriba, por encima de un par de ruedas rojas. Un gato de aspecto culpable surgió por debajo de unas piedras, corrió por un momento delante de Mr. Verloc, luego se zambulló en un sótano. Un tosco policía, de aspecto ajeno a toda emoción, como si él también fuera parte de la naturaleza inorgánica, emergiendo de la columna de un farol, no prestó la más mínima atención a Mr. Verloc. Éste, tras doblar a la izquierda, continuó su camino por una estrecha calle, junto a una pared amarilla que, por alguna razón inescrutable, tenía escrito en caracteres negros Nº 1 Chesham Square. En rigor, la plaza Chesham estaba por lo menos cincuenta metros más adelante, y Mr. Verloc, lo suficientemente cosmopolita como para no dejarse engañar por los misterios topográficos de Londres, prosiguió su camino con decisión, sin muestras de sorpresa o enfado. Por fin, con sistemática persistencia, alcanzó la plaza y describió una diagonal hasta el número 10. Se trataba de una imponente puerta cochera en medio de una pared alta y limpia, entre dos casas. Una de éstas, con bastante arreglo a la razón, tenía el número 9, en tanto que la otra llevaba el 37; pero la pertenencia de esta última a la calle Porthill, calle bien conocida en la vecindad, estaba proclamada en una inscripción, puesta por encima de las ventanas de la planta baja por cualquiera que sea la eficiente autoridad que asume el deber de guardar el rastro de las casas extraviadas de Londres. Por qué no se piden poderes al Parlamento— un breve decreto bastaría— para obligar a esos edificios a volver a su lugar correspondiente es uno de los misterios de la administración municipal, Mr. Verloc no ocupaba su cabeza en este asunto, por ser su misión en la vida la de proteger el mecanismo social, no su perfeccionamiento, ni menos su crítica.

Era tan temprano que el portero de la Embajada salió precipitadamente de la portería, luchando aún con la manga izquierda del saco de su librea. El saco del portero era rojo y los calzones cortos, pero su aspecto, con todo, traslucía agitación. Mr. Verloc, conocedor del motivo de esa embestida a su flanco, la frenó con sólo mostrar un sobre estampado con las armas de la Embajada y pasó. Exhibió el mismo talismán también ante el sirviente que custodiaba la puerta y que se avino a dejarlo pasar al vestíbulo.

Ardía el fuego brillante en una elevada chimenea y un hombre maduro, parado de espaldas al fuego, con traje de etiqueta y una cadena alrededor de su cuello, miraba por encima del diario que sostenía, desplegado ante su cara severa y tranquila. Este hombre no se movió, pero otro lacayo, de calzones castaños y una casaca ribeteada con finos cordones amarillos, se aproximó a Mr. Verloc, escuchó el susurro de su nombre, giró sobre sus talones en silencio y comenzó a caminar sin volver la mirada ni una sola vez. Así conducido a través de un pasillo de la planta baja, hacia la izquierda de la escalinata alfombrada, Mr. Verloc fue de pronto invitado a entrar en un diminuto salón amueblado con un macizo escritorio y unas pocas sillas. El sirviente cerró la puerta y Mr. Verloc quedó solo. No se sentó: con el sombrero y el bastón en una mano, miró en torno, pasando su otra mano regordeta por la peinada cabeza descubierta.

Otra puerta se abrió sin ruido y Mr. Verloc inmovilizó la mirada en esa dirección: al primer golpe de vista sólo distinguió unas ropas negras, luego la calva de una cabeza y unas patillas grises oscuras a cada lado de un par de manos arrugadas. La persona que había entrado sostenía un montón de papeles ante sus ojos; mientras examinaba esos papeles caminó hasta la mesa con pasos afectados. El Consejero Privado Wurmt, Chancelier d’Ambassade, era de poca estatura; este meritorio oficial depositó los papeles sobre la mesa y mostró una cara de aspecto pastoso y melancólica fealdad, enmarcada por una mata de fino y largo pelo gris oscuro, dividida por el trazo espeso de tupidas cejas. Se puso sobre la nariz roma y deforme unos quevedos de marco negro y pareció sorprenderse ante la presencia de Mr. Verloc. Bajo las enormes cejas, sus ojos débiles pestañeaban patéticos a través de los lentes.

Wurmt no hizo ninguna seña de saludo, ni tampoco Mr. Verloc, quien, por cierto, conocía su lugar; pero un sutil cambio en la línea de sus hombros y espalda sugería una mínima inclinación dorsal, por debajo de la amplia superficie del saco. El efecto delataba una deferencia recatada.

—Tengo aquí algunos de sus informes —dijo el funcionario con voz inesperadamente suave y llena de tedio, apretando con fuerza los papeles con la punta del índice. A continuación hizo una pausa y Mr. Verloc, que había reconocido muy bien su propia letra, aguardó expectante, en silencio.

—No estamos satisfechos con la actitud de la policía de aquí —continuó el otro, con todas las apariencias de quien tiene fatiga mental.

Los hombros de Mr. Verloc, sin moverse en realidad, insinuaron un encogimiento y, por primera vez desde que abandonó su casa esa mañana, se abrieron sus labios:

—Todo país tiene su policía dijo filosóficamente. —Pero como el funcionario de la Embajada parpadeaba frente a él sin pausa, se sintió obligado a agregar:

—Permítame observar que no tengo medios de acción sobre la policía local.

—Lo que se quiere —dijo el hombre de los papeles— es que ocurra algo definido que pueda estimular la vigilancia policial. Esto está dentro de su provincia, ¿no es así?

Mr. Verloc contestó sólo con un suspiro, que se le escapó involuntariamente; por un momento trató de dar a su cara una expresión animada. El funcionario parpadeó con convicción, como si se sintiera afectado por la luz turbia del cuarto. Luego repitió vagamente:

—La vigilancia de la policía y la severidad de los magistrados. La lenidad corriente del procedimiento legal en este país y la completa ausencia de toda medida represiva son un escándalo para Europa. Lo que ahora se busca es acentuar la inquietud, los fermentos que sin duda existen.

—Sin duda, sin duda —interrumpió Mr. Verloc en tono grave, deferente y oratorio, distinto por completo del que había utilizado antes, tan distinto que su interlocutor quedó estupefacto—. Existen en un grado peligroso. Mis informes de los últimos doce meses lo ponen bien de manifiesto.

—Sus informes de los últimos doce meses —comenzó el Consejero de Estado Wurmt, con su tono gentil y desapasionado— han sido leídos por mí. No logré descubrir por qué los escribió usted.

Durante unos pocos minutos reinó un triste silencio. Parecía que Mr. Verloc se había tragado la lengua; el otro miró fijamente los papeles que estaban sobre el escritorio. Por último los apartó hacia un costado.

—El estado de cosas que usted expone aquí es el que se asumió como existente y como primera condición de su empleo. Lo que se requiere en el momento actual no es escribir, sino producir un hecho distinto, significativo, yo hablaría más bien de un hecho alarmante.

—No necesito asegurar que todos mis esfuerzos estarán dirigidos a ese fin —dijo Mr. Verloc, modulando de modo convincente su ronco tono conversacional. Pero el presentimiento de una mirada atenta y centelleante por detrás de los opacos anteojos, al otro lado de la mesa, lo desconcertaba. Se detuvo bruscamente con ademán de absoluta devoción. El eficiente y laborioso, el oscuro miembro de Embajada, tenía el aspecto de estar impresionado por un pensamiento repentino.

—Usted es muy corpulento dijo.

Esta observación, en realidad de índole psicológica y emitida con la modesta hesitación de un oficinista más familiarizado con la tinta y el papel que con las exigencias de la vida activa, punzó a Mr. Verloc como una ruda y personal advertencia. Dio un paso atrás.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho usted? —exclamó con ronco resentimiento.

El Chancelier d’Ambassade, encargado de la conducción de esta entrevista, pareció considerar que todo eso era demasiado para él.

—Pienso —respondió— que sería mejor que usted viera a Mr. Vladimir. Sí, decididamente creo que usted tendría que ver a Mr. Vladimir. Sea tan gentil de esperar aquí— agregó, y se fue con su pasito menudo.

De inmediato Mr. Verloc se pasó la mano por el pelo. De su frente brotaban leves gotas de transpiración. Dejó escapar el aire de sus labios fruncidos como quien sopla una cuchara llena de sopa caliente. Pero cuando el lacayo vestido de castaño apareció calladamente en la puerta, Mr. Verloc no se había movido ni una pulgada del lugar que ocupara durante la entrevista. Se había mantenido inmóvil, como si se sintiera rodeado de trampas.

Mr. Verloc caminó a través de un pasillo iluminado por un solitario mechero de gas, subió por una escalera caracol y atravesó un corredor luminoso en el primer piso. El criado abrió una puerta y se quedó a un lado. Los pies de Mr. Verloc percibieron una alfombra mullida. La habitación era amplia, con tres ventanas; un hombre joven, con una enorme cara afeitada, sentado en un espacioso sillón, ante un escritorio amplio de caoba, decía en francés al Chancelier d’Ambassade, que iba saliendo con sus papeles en la mano:

—Dice usted bien, mon cher. Es gordo, el muy animal.

Mr. Vladimir, primer secretario, tenía pública reputación de hombre ameno y jovial. Era algo así como un favorito de la sociedad. Su talento consistía en descubrir cómicas conexiones entre ideas incongruentes; y cuando hablaba en ese estilo se adelantaba en su asiento, con la mano izquierda en alto, como si exhibiera sus graciosas exposiciones entre el pulgar y el índice, mientras su redondo, afeitado rostro mostraba una expresión de regocijada perplejidad.

Pero no había rastros de regocijo ni perplejidad en la mirada que le echó a Mr. Verloc. Bien arrellanado en el hondo sillón, acodado, cruzando la pierna sobre una gruesa rodilla, tenía, con su continente pulido y rozagante, el aire de un bebé sobrenatural, próspero, que no fuera motivo de asombro para nadie.

—¿Entiende francés, supongo? —preguntó.

Mr. Verloc afirmó roncamente que sí. Toda su humanidad se inclinaba hacia adelante; permaneció parado sobre la alfombra, en mitad de la sala, sosteniendo bastón y sombrero en una mano; la otra colgaba inerte, pegada a su costado. Mr. Verloc emitió un murmullo discreto, arrastrado en alguna profundidad de su garganta, refiriéndose a que había cumplido el servicio militar en la artillería francesa. De inmediato, con desdeñosa perversidad, Mr. Vladimir cambió de lengua y comenzó a hablar un inglés casi dialectal, sin rastros de acento extranjero.

—¡Ah! Sí. Por supuesto. Vamos a ver. ¿Cuánto tiempo le llevó obtener el dibujo del obturador perfeccionado del cañón de campaña de ellos?

—Un riguroso confinamiento de cinco años en una fortaleza —contestó Mr. Verloc, brusco, pero sin dar muestras de ningún sentimiento.

—Lo consiguió fácil —fue el comentario de Mr. Vladimir— y, de todos modos, le sirvió para dejarse pescar usted mismo. ¿Qué lo hizo caer en semejante situación, eh?

La ronca voz de Mr. Verloc se dejó oír hablando de juventud, de una fatal pasión indigna…

¡Ajá! Cherchez la femme se dignó exclamar Mr. Vladimir interrumpiendo en una concesión sin afabilidades; por el contrario, en su condescendencia restalló un tono siniestro—. ¿Cuánto hace que está empleado por la Embajada?— preguntó.

Desde los tiempos del difunto Barón Stott-Wartenheim contestó Mr. Verloc con tono sumiso, frunciendo los labios en un gesto melancólico, señal de pena por el diplomático fallecido. El Primer Secretario observaba con mirada fija ese juego fisonómico.

—¡Ah! desde los tiempos… ¡Bien! ¿Qué puede decir en su defensa? —preguntó lacónico.

Con cierra sorpresa, Mr. Verloc contestó que no sabía que tuviera algo especial que decir. Había sido citado mediante una carta, y hundió diligentemente su mano en un bolsillo lateral de su saco, pero ante la mirada vigilante y de cínica burla de Mr. Vladimir, terminó por dejarla donde estaba.

—¡Bah! —dijo este último—. ¿Qué busca proclamando así su actividad? Ni siquiera tiene físico adecuado para su profesión. ¿Usted, miembro del proletariado hambriento? ¡Jamás! ¿Usted, un desesperado socialista o anarquista? ¿Cuál de las dos tendencias?

—Anarquista —declaró Mr. Verloc en un tono amortecido.