El Agente Secreto - Joseph Conrad - E-Book

El Agente Secreto E-Book

Joseph Conrad

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Beschreibung

La novela gira en torno a la vida de Mr. Verloc en Londres, quien vive en una casa modesta, donde en la planta baja tiene una tienda y en el piso superior vive con su mujer Winnie, su suegra y Stevie, el hermano de su mujer, que sufre una discapacidad intelectual y es protegido por Winnie.Cuando Mr. Verloc se reúne con Mr. Vladimir, primer secretario de la embajada de un país extranjero, se revela que, además de formar parte de una célula anarquista, es un espía y agente provocador. Mr. Vladimir le exige llevar a cabo una operación secreta que consiste en la destrucción del observatorio de Greenwich. Es así que, luego de que Verloc y sus camaradas se reúnen en la trastienda de su casa, se lleva a cabo el intento de atentado resultando fallido y destrozando a la persona que lo portaba. Cuando se conoce quién era el portador se desencadena una sucesión de eventos trágicos impulsados por la pasión y el amor fraternal...El Agente Secreto es considerada como una de las mejores novelas de Conrad y como uno de los estudios novelísticos más brillantes sobre el terrorismo, y está basada en el anarquista francés Martial Bourdin. Entre las adaptaciones al cine, se destaca la película Sabotaje dirigida por Alfred Hitchcock (1942) basada en esta novela.-

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Joseph Conrad

El Agente Secreto

Saga

El Agente SecretoOriginal titleThe Secret AgentCopyright © 1907, 2019 Joseph Conrad and SAGA Egmont All rights reserved ISBN:

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

I

Mr. Verloc, al salir por la mañana, dejaba su negocio nominalmente a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había poco movimiento a cualquier hora y prácticamente ninguno antes de la noche. Mr. Verloc se preocupaba bien poco por su actividad visible y, además, era su mujer quien quedaba a cargo de su cuñado.

El negocio era pequeño y también lo era la casa. Era una de esas casas sucias, de ladrillo, de las que había gran cantidad antes de la época de reconstrucción que se abatió sobre Londres. El negocio era cuadrado, con una vidriera al frente, dividida en pequeños paneles rectangulares. Durante el día la puerta permanecía cerrada; por la noche se mantenía discreta y sospechosamente entreabierta.

En la ventana había fotografías de bailarinas más o menos desvestidas; paquetes varios envueltos como si fueran específicos medicinales, envases cerrados de papel amarillo, muy delgado, marcados con el precio de media corona en grandes cifras negras; unos cuantos números de publicaciones cómicas francesas, colgados de una cuerda como para secarse, un deslustrado recipiente de porcelana azul, una cajita de madera negra, botellas de tinta para marcar y sellos de goma; unos pocos libros con títulos que sugerían poco decoro, unos pocos números de diarios aparentemente viejos y mal impresos, con títulos como La Antorcha, El Gong: títulos vehementes. Los dos mecheros de gas, dentro de sus pantallas de vidrio, siempre tenían la llama baja, ya fuera por economía o por consideración a los clientes.

Esos clientes eran hombres muy jóvenes que vacilaban un momento cerca de la ventana antes de deslizarse adentro con rapidez; o bien hombres más maduros, cuya apariencia en general indicaba pobreza. Algunos de los de este tipo llevaban los cuellos de sus sobretodos levantados hasta los bigotes y rastros de barro en las bocamangas, que tenían la apariencia de estar muy gastadas y pertenecer a pantalones muy baratos. Las piernas que iban dentro de esos pantalones tampoco parecían de mucha enjundia. Con las manos bien hundidas en los bolsillos laterales de sus sacos, se escabullían de costado, un hombro hacia adelante, como si temieran que la campanilla empezara a sonar.

La campanilla, colgada de la puerta con un alambre de acero, era difícil de evitar. Estaba rajada sin esperanza, pero de noche, al mínimo roce, sonaba con estrépito por detrás del parroquiano, con virulencia descarada.

Resonaba, y a esa señal, a través de la polvorienta puerta vidriera, por detrás del mostrador pintado, aparecía rápidamente Mr. Verloc, desde el salón de la trastienda. Sus ojos siempre estaban pesados; Mr. Verloc tenía el aspecto de haberse revolcado totalmente vestido, durante todo el día, en una cama deshecha. Otro hombre hubiera pensado que esa apariencia era una notoria desventaja. En un comercio de venta al menudeo tiene mucha importancia el aspecto atractivo y amable del vendedor. Pero Mr. Verloc conocía su negocio y se mantenía incólume frente a cualquier tipo de duda estética acerca de su apariencia. Con descaro firme e imperturbable, hubiera procedido a vender a través del mostrador cualquier objeto que en forma escandalosamente obvia no valiera la plata que se llevaba la transacción: una pequeña caja de cartulina, en apariencia vacía, por ejemplo, o uno de esos endebles envoltorios amarillos, cerrados con esmero, o un volumen sucio, de tapas blandas, con algún título prometedor. Una que otra vez ocurría que una de las descoloridas, amarillas bailarinas se vendía a algún jovencito, como si se tratara de una muchacha viva y joven.

A veces era Mrs. Verloc la que respondía al llamado de la campanilla rajada. Winnie Verloc era una mujer joven de busto prominente, realzado por una blusa entallada, y de caderas anchas. Su cabello estaba siempre muy bien peinado. De ojos cargados, como su marido, conservaba un aire de indiferencia insondable detrás del baluarte del mostrador. Entonces el cliente, por lo general más joven que ella, se sentía de pronto desconcertado por tener que tratar con una mujer, y con fastidio, en el corazón preguntaba por una botella de tinta de marcar, precio de venta seis peniques (en el negocio de Verloc siete peniques) que, una vez afuera, hubiera volcado a escondidas junto al bordillo de la acera.

Los visitantes nocturnos —los hombres con los cuellos levantados y las alas del sombrero bajas— saludaban a Mrs. Verloc con una familiar inclinación de cabeza y murmurando alguna cortesía levantaban la tapa plegadiza de la punta del mostrador, para entrar en la trastienda que daba acceso a un pasillo y a un empinado tramo de escalera. La puerta del negocio era la única entrada de la casa en la que Mr. Verloc desarrollaba su negocio de vendedor de mercaderías sospechosas, ejercía su vocación de protector de la sociedad y cultivaba sus virtudes domésticas. Estas últimas eran manifiestas: estaba domesticado a fondo. Ni sus necesidades espirituales, ni las mentales, ni las físicas eran de las que llevan al hombre fuera de su casa. En el hogar encontraba ocio para su cuerpo y paz para su conciencia, junto a las atenciones conyugales de Mrs. Verloc y al trato deferente de la madre de ella.

La madre de Winnie era una mujer corpulenta, con una gran cara morena; usaba peluca negra debajo de una cofia blanca. Sus piernas hinchadas la mantenían inactiva. Se consideraba a sí misma descendiente de franceses, lo que bien podía ser cierto; después de sus buenos años de vida matrimonial con un hotelero simplón, que tenía licencia para expendio de licores, se mantuvo en sus años de viudez alquilando habitaciones amuebladas para caballeros, cerca de la calle Vauxhall Bridge en una plaza que alguna vez poseyó esplendor y todavía estaba incluida en el distrito de Belgravia. Este hecho topográfico implicaba cierta ventaja para el alquiler de los cuartos. Pero los clientes de la digna viuda no pertenecían justamente al tipo elegante. Tales como eran, Winnie, su hija, ayudaba a atenderlos. Rasgos de la ascendencia francesa que la madre reivindicaba para sí eran visibles también en los rasgos de Winnie. Se transparentaban en la extrema pulcritud y artístico peinado de los negros cabellos brillantes. Asimismo Winnie tenía otros encantos: su juventud, su cuerpo pleno, rotundo, de formas armoniosas, la provocación de su reserva insondable, que nunca llegaba a desbaratar la conversación siempre animada de los pensionistas, a quienes ella respondía con uniforme amabilidad. Era inevitable que Mr. Verloc fuera permeable a esas fascinaciones. Mr. Verloc era pensionista intermitente; iba y venía sin ninguna razón visible. En general llegaba a Londres (como la gripe) desde el continente, sólo que él no llegaba precedido por los anuncios de la prensa, y sus visitas transcurrían en medio de gran severidad. Desayunaba en la cama y se quedaba acostado, dando vueltas, con aire de tranquila diversión, hasta el mediodía. Y a veces hasta más tarde. Pero cada vez que salía, daba la impresión de tener grandes dificultades para encontrar el camino de regreso a su hogar temporario, en la plaza Belgravia. Salía tarde y regresaba temprano, si es que es temprano las tres o cuatro de la mañana; al despertar, a las diez, charlaba con Winnie que le traía la bandeja del desayuno con jocosa, rendida cortesía, con la voz ronca y desfalleciente de quien ha estado hablando con vehemencia durante varias horas consecutivas. Sus ojos saltones, de párpados pesados, giraban amorosos y lánguidos, estiraba la ropa de cama hasta el mentón y su oscuro bigote cuidado cubría sus labios carnosos, hábiles en chanzas dulcificadas.

En opinión de la madre de Winnie, Mr. Verloc era un fino caballero. De su experiencia vital, recogida en diversas «casas de negocios», la excelente mujer había llevado a su vida de reclusión un ideal de caballerosidad tal como el que exhibían los parroquianos de los salones privados de los bares. Mr. Verloc se aproximaba a ese ideal; en rigor, lo había alcanzado.

—Desde luego que nos haremos cargo de tus muebles, mamá había aclarado Winnie.

Fue preciso desalojar la casa de huéspedes; parece ser que no hubo respuesta al pedido de seguir con ella. Hubiera sido demasiado problema para Mr. Verloc: no hubiera estado en concordancia con sus otros negocios. Nunca dijo cuáles eran sus negocios; pero después de su compromiso con Winnie se tomó el trabajo de levantarse antes de mediodía, bajar las escaleras y entretener a la madre de Winnie en el comedor de la planta baja, donde la señora dejaba transcurrir su inmovilidad. Verloc acariciaba al gato, atizaba el fuego, tomaba una ligera comida servida allí para él. Abandonaba ese estrecho rincón cómodo con evidente disgusto, pero aun así permanecía afuera hasta que la noche estaba muy avanzada. Nunca ofreció a Winnie llevarla al teatro, tal como un fino caballero debía haber hecho. Sus noches estaban ocupadas. En cierta medida, su trabajo era político, le dijo a Winnie una vez. También le advirtió que debía ser muy gentil con sus amigos políticos. Y con su directa, insondable mirada, ella contestó que lo sería, por supuesto.

Para la madre de Winnie fue imposible descubrir qué más dijo él acerca de su actividad. El matrimonio se hizo cargo de ella junto con sus muebles; el aspecto humilde del negocio sorprendió a la señora. El cambio de la plaza Belgravia a la estrecha calle en Soho fue adverso para las piernas de la madre de Winnie: se le hincharon enormemente. Pero, por otra parte, se liberó por completo de las preocupaciones materiales. La poderosa buena naturaleza de su yerno le inspiraba absoluta confianza. El futuro de su hija estaba asegurado, era obvio, e incluso no tenía que experimentar ansiedad por su hijo Stevie. No podía haberse ocultado a sí misma que era una carga terrible el pobre Stevie. Pero en vista de la ternura de Winnie para con su débil hermano y de la gentil y generosa disposición de Mr. Verloc, presintió que el pobre muchacho estaba bien a salvo en este mundo rudo. Y en el fondo de su corazón tal vez no estaba disgustada porque los Verloc no tuvieran hijos. Como esta circunstancia parecía indiferente por completo para Mr. Verloc, y como Winnie encontró un objeto de casi maternal afecto en su hermano, tal vez todo eso fuera lo que el pobre Stevie necesitaba.

En cuanto al muchacho, era difícil saber qué hacer con él: delicado y hasta buen mozo en su fragilidad, el labio inferior le colgaba dándole un inevitable aire de estupidez. Bajo nuestro excelente sistema de educación compulsiva, aprendió a leer y escribir a despecho de la desfavorable apariencia de su labio caído. Pero como mandadero no obtuvo muchos éxitos. Olvidaba los mensajes; se apartaba con facilidad del estrecho camino del deber, seducido por gatos y perros vagabundos a los que seguía por estrechos callejones, hasta llegar a patios hediondos; se distraía con las comedias callejeras que contemplaba boquiabierto, en detrimento de los intereses de sus patrones, o se paraba a ver las dramáticas escenas de las caídas de caballos, cuyo patetismo y violencia a veces lo inducían a chillar agudamente entre la muchedumbre, poco amiga de ser perturbada por sonidos angustiosos en su tranquila degustación del espectáculo nacional. Cuando algún serio y protector policía lo alejaba del lugar, a veces le ocurría al pobre Stevie que había olvidado su domicilio —al menos por un rato—. Una pregunta brusca lo hacía tartamudear hasta la sofocación. Cuando algo lo asustaba y confundía, bizqueaba de modo horrible. No obstante, nunca tuvo ataques, lo cual era alentador, y frente a los naturales estallidos de impaciencia de su padre, en los días de la infancia, siempre pudo correr a refugiarse tras las cortas faldas de su hermana Winnie. Por otro lado, bien se lo podía considerar sospechoso de poseer un oculto acopio de picardía atolondrada. Cuando cumplió catorce años, un amigo de su difunto padre, agente de una firma extranjera productora de leche envasada, le dio una oportunidad como cadete de oficina. En una tarde neblinosa, el muchacho fue descubierto, en ausencia de su jefe, muy ocupado con una fogata en la escalera. Había encendido, en rápida sucesión, una ristra de retumbantes cohetes, iracundas ruedas de fuego artificial, recios buscapiés explosivos; y la cosa se hubiera podido poner muy seria. Un tremendo pánico cundió en todo el edificio. Oficinistas sofocados, con la ropa en desorden, corrían por los pasillos llenos de humo; hombres de negocios, mayores, con sus galeras de seda, rodaban, separados, escaleras abajo. Stevie no parecía haber obtenido ninguna gratificación personal a partir de lo que había hecho. Sus motivos para ese ataque de originalidad eran difíciles de descubrir. Sólo mucho más tarde Winnie obtuvo de él una nebulosa, confusa confesión. Parece que los otros dos mandaderos del edificio lo influyeron con relatos de opresión e injusticia, hasta llevar su compasión a un grado de frenesí. Pero el amigo de su padre, por supuesto, lo despidió sumariamente, acusándolo de querer arruinar su negocio. Después de ese arranque altruista, Stevie fue ubicado como ayudante de lavaplatos en la cocina de la planta baja y como lustrabotas de los caballeros que apoyaban la mansión de la plaza Belgravia. Era seguro que no había futuro en ese trabajo: los caballeros daban al muchacho, de vez en cuando, un chelín de propina. Mr. Verloc se mostró como el más generoso de los inquilinos. Pero, con todo, ello no significó un gran aumento de las ganancias y expectativas; así que, cuando Winnie anunció su compromiso con Mr. Verloc, su madre no pudo menos que preguntarse, con un suspiro y una mirada hacia la cocina, qué iría a ocurrir, en adelante, con el pobre Stevie.

Ocurrió que Mr. Verloc estaba dispuesto a hacerse cargo de él junto con la madre de su mujer y el mobiliario, que constituía toda la fortuna visible de la familia. Mr. Verloc igualó todo en su amplio y bondadoso pecho. El mobiliario se acomodó lo mejor posible en toda la casa, pero la madre de Mrs. Verloc fue relegada a los dos cuartos traseros del primer piso. El infortunado Stevie dormía en uno de ellos. Por esa época, un delicado vello empezó a sombrear, como una niebla dorada, la nítida línea de su maxilar inferior. Ayudaba a su hermana con amor ciego y docilidad en las tareas de la casa, Mr. Verloc pensó que alguna tarea sería buena para el muchacho. El tiempo libre se lo hizo ocupar dibujando círculos con compás y lápiz sobre un trozo de papel. El chico se aplicó al pasatiempo con gran empeño, con sus codos desparramados e inclinado sobre la mesa de la cocina. A través de la puerta abierta de la trastienda, Winnie, su hermana, lo observaba de a ratos con vigilante actitud maternal.

II

Así eran la casa, familia y negocio que Mr. Verloc dejó, atrás en su camino hacia el oeste a las diez y media de la mañana. Era inusualmente temprano para él; toda su persona exhalaba el encanto de una frescura casi de rocío: llevaba su saco azul desabotonado, sus botas relucían, las mejillas, recién afeitadas, tenían cierto brillo e incluso sus ojos de pesados párpados, frescos tras una noche de sueño pacífico, echaban miradas de relativa vivacidad. A través de la verja del parque, esas miradas contemplaban hombres y mujeres cabalgando en el Row, parejas marchando en un medio galope armonioso, otros paseando tranquilos, grupos de ociosos, de tres, o cuatro personas, solitarios jinetes de aspecto insociable y solitarias mujeres seguidas a distancia por un sirviente de sombrero, adornado con una escarapela, y un cinturón de cuero por encima del saco ajustado. Circulaban carruajes, en su mayoría berlinas de dos caballos, y alguna victoria aquí y allá, tapizados por dentro con la piel de algún animal salvaje y un rostro de mujer y un sombrero emergiendo por encima de la capota plegada. Un peculiar sol londinense contra el que no se puede decir nada, excepto que tiene brillos sangrientos glorificaba toda la escena a través de su cara insolente, colgada de una mediana elevación, por encima del Hyde Park Corner, llena de un aire de puntual y benigna vigilancia. Bajo los pies de Mr. Verloc, tenía un tinte de oro viejo esa luz difusa en la que ni paredes, ni árboles, ni animales, ni hombres proyectan sombra. Mr. Verloc marchaba hacia el oeste, a través de una ciudad sin sombras, en medio de una atmósfera de oro viejo polvoriento. Había destellos rojos, cobrizos, en los techos de las casas, en las aristas de las paredes, en los paneles de los coches, en las mismas gualdrapas de los caballos y hasta en la amplia espalda del saco de Mr. Verloc, donde producían el efecto opaco de cosa antigua. Pero Mr. Verloc no estaba para nada consciente de haberse puesto antiguo. Examinaba con ojos aprobatorios, a través de las verjas del parque, los testimonios de la opulencia y el lujo de la ciudad. Toda esa gente tenía que ser protegida. La protección es la primera necesidad de la opulencia y el lujo. Tenían que ser protegidos; y sus caballos, carruajes, casas, servidores, tenían que ser protegidos; y la fuente de su abundancia tenía que ser protegida en el corazón de la ciudad y del país; todo el orden social favorable a esa frivolidad higiénica tenía que ser protegido de la tonta envidia del trabajo antihigiénico. Tenía que ser así y Mr. Verloc se hubiera frotado las manos con satisfacción si no hubiese sido orgánicamente adverso a cualquier esfuerzo superfluo. Su ocio no era higiénico, pero le sentaba muy bien. Era, en cierta medida, devoto de ese ocio, con una especie de fanatismo inerte o tal vez, más bien, con fanática inercia. Nacido de padres industriosos, de vida dedicada al trabajo, había abrazado la indolencia por un impulso tan profundo como inexplicable y tan imperioso como el movimiento que encamina las preferencias del hombre hacia una mujer determinada entre mil. Era demasiado perezoso, aun para ser un simple demagogo, o un enfático orador, o bien un líder gremial. Todo eso era muy problemático. Mr. Verloc exigía una forma de ocio más perfecta; o tal vez pudo haber sido víctima de un descreimiento filosófico en la efectividad de cualquier esfuerzo humano. Tal forma de indolencia implica, requiere, una cierta cantidad de inteligencia. Mr. Verloc no estaba desprovisto de inteligencia y ante la noción de un orden social en peligro tal vez se hubiera preguntado, con perplejidad, si no había que hacer un esfuerzo frente a ese signo de escepticismo. Sus grandes ojos saltones no estaban bien adaptados a parpadear; más bien eran de los que se cierran con solemnidad en un dormitar de majestuoso efecto. Impertérrito y con el andar de un corpulento cerdo gordo, Mr. Verloc, sin restregarse las manos con satisfacción, ni parpadear escéptico frente a sus pensamientos, siguió su camino. Pisaba el pavimento con pesadez; sus botas brillantes y su aspecto general correspondían al de un mecánico acomodado que anduviera en sus propios negocios. Podría habérselo tomado por cualquier cosa, desde un colocador de cuadros a un cerrajero; un contratista de obra en pequeña escala. Pero de él emanaba un cierto aire indescriptible, que ningún mecánico podría haber adquirido en su oficio, por más deshonesto que fuera al ejercerlo: el aire común a los hombres que viven en el vicio, en la locura o en los más ruines horrores de la humanidad; el aire de nihilismo moral común a los frecuentadores de garitos y de casas inmorales, a los detectives privados y a los pesquisas, a los vendedores de bebida y, yo agregaría, a los vendedores de cinturones eléctricos vigorizantes y a los inventores de tónicos patentados. Pero de esto último no estoy seguro, ya que no llevé mis investigaciones hasta esa profundidad. Por todo lo que sé, la apariencia de estos últimos puede ser perfectamente diabólica y no me sorprendería. Lo que quiero afirmar es que la expresión de Mr. Verloc de ningún modo era diabólica.

Antes de llegar a Knightsbridge, Mr. Verloc dobló hacia la izquierda, dejando atrás la transitada calle principal, bulliciosa por el tráfico de bamboleantes omnibuses y coches, para diluirse en el más silencioso y veloz deslizarse de los cabriolés. Bajo su sombrero, que usaba con una ligera inclinación hacia atrás, su pelo había sido cepillado cuidadosamente y con severa lisura. Su meta era una Embajada y Mr. Verloc, firme como una roca un tipo blando de roca avanzaba ahora por una calle que con toda propiedad podría describirse como privada. En su anchura, vaciedad y extensión tenía la imponencia de la naturaleza inorgánica, de lo que nunca muere. El único indicio de finitud era la berlina de un doctor estacionada, augusta y solitaria, cerca del cordón. Los aldabones bruñidos de las puertas centelleaban desde tan lejos como el ojo pudiera alcanzar a verlos, las limpias ventanas brillaban con un lustre oscuro y opaco. Y todo estaba sosegado. Pero un carro de lechero rechinaba, ruidoso, a través de la amplia perspectiva; un repartidor de carne, manejando con la misma temeridad de un corredor en los Juegos Olímpicos, se perdía tras una esquina, sentado muy arriba, por encima de un par de ruedas rojas. Un gato de aspecto culpable surgió por debajo de unas piedras, corrió por un momento delante de Mr. Verloc, luego se zambulló en un sótano. Un tosco policía, de aspecto ajeno a toda emoción, como si él también fuera parte de la naturaleza inorgánica, emergiendo de la columna de un farol, no prestó la más mínima atención a Mr. Verloc. Éste, tras doblar a la izquierda, continuó su camino por una estrecha calle, junto a una pared amarilla que, por alguna razón inescrutable, tenía escrito en caracteres negros Nº 1 Chesham Square. En rigor, la plaza Chesham estaba por lo menos cincuenta metros más adelante, y Mr. Verloc, lo suficientemente cosmopolita como para no dejarse engañar por los misterios topográficos de Londres, prosiguió su camino con decisión, sin muestras de sorpresa o enfado. Por fin, con sistemática persistencia, alcanzó la plaza y describió una diagonal hasta el número 10. Se trataba de una imponente puerta cochera en medio de una pared alta y limpia, entre dos casas. Una de éstas, con bastante arreglo a la razón, tenía el número 9, en tanto que la otra llevaba el 37; pero la pertenencia de esta última a la calle Porthill, calle bien conocida en la vecindad, estaba proclamada en una inscripción, puesta por encima de las ventanas de la planta baja por cualquiera que sea la eficiente autoridad que asume el deber de guardar el rastro de las casas extraviadas de Londres. Por qué no se piden poderes al Parlamento— un breve decreto bastaría— para obligar a esos edificios a volver a su lugar correspondiente es uno de los misterios de la administración municipal, Mr. Verloc no ocupaba su cabeza en este asunto, por ser su misión en la vida la de proteger el mecanismo social, no su perfeccionamiento, ni menos su crítica.

Era tan temprano que el portero de la Embajada salió precipitadamente de la portería, luchando aún con la manga izquierda del saco de su librea. El saco del portero era rojo y los calzones cortos, pero su aspecto, con todo, traslucía agitación. Mr. Verloc, conocedor del motivo de esa embestida a su flanco, la frenó con sólo mostrar un sobre estampado con las armas de la Embajada y pasó. Exhibió el mismo talismán también ante el sirviente que custodiaba la puerta y que se avino a dejarlo pasar al vestíbulo.

Ardía el fuego brillante en una elevada chimenea y un hombre maduro, parado de espaldas al fuego, con traje de etiqueta y una cadena alrededor de su cuello, miraba por encima del diario que sostenía, desplegado ante su cara severa y tranquila. Este hombre no se movió, pero otro lacayo, de calzones castaños y una casaca ribeteada con finos cordones amarillos, se aproximó a Mr. Verloc, escuchó el susurro de su nombre, giró sobre sus talones en silencio y comenzó a caminar sin volver la mirada ni una sola vez. Así conducido a través de un pasillo de la planta baja, hacia la izquierda de la escalinata alfombrada, Mr. Verloc fue de pronto invitado a entrar en un diminuto salón amueblado con un macizo escritorio y unas pocas sillas. El sirviente cerró la puerta y Mr. Verloc quedó solo. No se sentó: con el sombrero y el bastón en una mano, miró en torno, pasando su otra mano regordeta por la peinada cabeza descubierta.

Otra puerta se abrió sin ruido y Mr. Verloc inmovilizó la mirada en esa dirección: al primer golpe de vista sólo distinguió unas ropas negras, luego la calva de una cabeza y unas patillas grises oscuras a cada lado de un par de manos arrugadas. La persona que había entrado sostenía un montón de papeles ante sus ojos; mientras examinaba esos papeles caminó hasta la mesa con pasos afectados. El Consejero Privado Wurmt, Chancelier d’Ambassade, era de poca estatura; este meritorio oficial depositó los papeles sobre la mesa y mostró una cara de aspecto pastoso y melancólica fealdad, enmarcada por una mata de fino y largo pelo gris oscuro, dividida por el trazo espeso de tupidas cejas. Se puso sobre la nariz roma y deforme unos quevedos de marco negro y pareció sorprenderse ante la presencia de Mr. Verloc. Bajo las enormes cejas, sus ojos débiles pestañeaban patéticos a través de los lentes.

Wurmt no hizo ninguna seña de saludo, ni tampoco Mr. Verloc, quien, por cierto, conocía su lugar; pero un sutil cambio en la línea de sus hombros y espalda sugería una mínima inclinación dorsal, por debajo de la amplia superficie del saco. El efecto delataba una deferencia recatada.

—Tengo aquí algunos de sus informes —dijo el funcionario con voz inesperadamente suave y llena de tedio, apretando con fuerza los papeles con la punta del índice. A continuación hizo una pausa y Mr. Verloc, que había reconocido muy bien su propia letra, aguardó expectante, en silencio.

—No estamos satisfechos con la actitud de la policía de aquí —continuó el otro, con todas las apariencias de quien tiene fatiga mental.

Los hombros de Mr. Verloc, sin moverse en realidad, insinuaron un encogimiento y, por primera vez desde que abandonó su casa esa mañana, se abrieron sus labios:

—Todo país tiene su policía dijo filosóficamente. —Pero como el funcionario de la Embajada parpadeaba frente a él sin pausa, se sintió obligado a agregar:

—Permítame observar que no tengo medios de acción sobre la policía local.

—Lo que se quiere —dijo el hombre de los papeles— es que ocurra algo definido que pueda estimular la vigilancia policial. Esto está dentro de su provincia, ¿no es así?

Mr. Verloc contestó sólo con un suspiro, que se le escapó involuntariamente; por un momento trató de dar a su cara una expresiónanimada. El funcionario parpadeó con convicción, como si se sintiera afectado por la luz turbia del cuarto. Luego repitió vagamente:

—La vigilancia de la policía y la severidad de los magistrados. La lenidad corriente del procedimiento legal en este país y la completa ausencia de toda medida represiva son un escándalo para Europa. Lo que ahora se busca es acentuar la inquietud, los fermentos que sin duda existen.

—Sin duda, sin duda —interrumpió Mr. Verloc en tono grave, deferente y oratorio, distinto por completo del que había utilizado antes, tan distinto que su interlocutor quedó estupefacto—. Existen en un grado peligroso. Mis informes de los últimos doce meses lo ponen bien de manifiesto.

—Sus informes de los últimos doce meses —comenzó el Consejero de Estado Wurmt, con su tono gentil y desapasionado— han sido leídos por mí. No logré descubrir por qué los escribió usted.

Durante unos pocos minutos reinó un triste silencio. Parecía que Mr. Verloc se había tragado la lengua; el otro miró fijamente los papeles que estaban sobre el escritorio. Por último los apartó hacia un costado.

—El estado de cosas que usted expone aquí es el que se asumió como existente y como primera condición de su empleo. Lo que se requiere en el momento actual no es escribir, sino producir un hecho distinto, significativo, yo hablaría más bien de un hecho alarmante.

—No necesito asegurar que todos mis esfuerzos estarán dirigidos a ese fin —dijo Mr. Verloc, modulando de modo convincente su ronco tono conversacional. Pero el presentimiento de una mirada atenta y centelleante por detrás de los opacos anteojos, al otro lado de la mesa, lo desconcertaba. Se detuvo bruscamente con ademán de absoluta devoción. El eficiente y laborioso, el oscuro miembro de Embajada, tenía el aspecto de estar impresionado por un pensamiento repentino.

—Usted es muy corpulento dijo.

Esta observación, en realidad de índole psicológica y emitida con la modesta hesitación de un oficinista más familiarizado con la tinta y el papel que con las exigencias de la vida activa, punzó a Mr. Verloc como una ruda y personal advertencia. Dio un paso atrás.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho usted? —exclamó con ronco resentimiento.

El Chancelier d’Ambassade, encargado de la conducción de esta entrevista, pareció considerar que todo eso era demasiado para él.

—Pienso —respondió— que sería mejor que usted viera a Mr. Vladimir. Sí, decididamente creo que usted tendría que ver a Mr. Vladimir. Sea tan gentil de esperar aquí— agregó, y se fue con su pasito menudo.

De inmediato Mr. Verloc se pasó la mano por el pelo. De su frente brotaban leves gotas de transpiración. Dejó escapar el aire de sus labios fruncidos como quien sopla una cuchara llena de sopa caliente. Pero cuando el lacayo vestido de castaño apareció calladamente en la puerta, Mr. Verloc no se había movido ni una pulgada del lugar que ocupara durante la entrevista. Se había mantenido inmóvil, como si se sintiera rodeado de trampas.

Mr. Verloc caminó a través de un pasillo iluminado por un solitario mechero de gas, subió por una escalera caracol y atravesó un corredor luminoso en el primer piso. El criado abrió una puerta y se quedó a un lado. Los pies de Mr. Verloc percibieron una alfombra mullida. La habitación era amplia, con tres ventanas; un hombre joven, con una enorme cara afeitada, sentado en un espacioso sillón, ante un escritorio amplio de caoba, decía en francés al Chancelier d’Ambassade, que iba saliendo con sus papeles en la mano:

—Dice usted bien, mon cher. Es gordo, el muy animal.

Mr. Vladimir, primer secretario, tenía pública reputación de hombre ameno y jovial. Era algo así como un favorito de la sociedad. Su talento consistía en descubrir cómicas conexiones entre ideas incongruentes; y cuando hablaba en ese estilo se adelantaba en su asiento, con la mano izquierda en alto, como si exhibiera sus graciosas exposiciones entre el pulgar y el índice, mientras su redondo, afeitado rostro mostraba una expresión de regocijada perplejidad.

Pero no había rastros de regocijo ni perplejidad en la mirada que le echó a Mr. Verloc. Bien arrellanado en el hondo sillón, acodado, cruzando la pierna sobre una gruesa rodilla, tenía, con su continente pulido y rozagante, el aire de un bebé sobrenatural, próspero, que no fuera motivo de asombro para nadie.

—¿Entiende francés, supongo? —preguntó.

Mr. Verloc afirmó roncamente que sí. Toda su humanidad se inclinaba hacia adelante; permaneció parado sobre la alfombra, en mitad de la sala, sosteniendo bastón y sombrero en una mano; la otra colgaba inerte, pegada a su costado. Mr. Verloc emitió un murmullo discreto, arrastrado en alguna profundidad de su garganta, refiriéndose a que había cumplido el servicio militar en la artillería francesa. De inmediato, con desdeñosa perversidad, Mr. Vladimir cambió de lengua y comenzó a hablar un inglés casi dialectal, sin rastros de acento extranjero.

—¡Ah! Sí. Por supuesto. Vamos a ver. ¿Cuánto tiempo le llevó obtener el dibujo del obturador perfeccionado del cañón de campaña de ellos?

—Un riguroso confinamiento de cinco años en una fortaleza —contestó Mr. Verloc, brusco, pero sin dar muestras de ningún sentimiento.

—Lo consiguió fácil —fue el comentario de Mr. Vladimir— y, de todos modos, le sirvió para dejarse pescar usted mismo. ¿Qué lo hizo caer en semejante situación, eh?

La ronca voz de Mr. Verloc se dejó oír hablando de juventud, de una fatal pasión indigna…

¡Ajá! Cherchez la femme se dignó exclamar Mr. Vladimir interrumpiendo en una concesión sin afabilidades; por el contrario, en su condescendencia restalló un tono siniestro—. ¿Cuánto hace que está empleado por la Embajada?— preguntó.

Desde los tiempos del difunto Barón Stott-Wartenheim contestó Mr. Verloc con tono sumiso, frunciendo los labios en un gesto melancólico, señal de pena por el diplomático fallecido. El Primer Secretario observaba con mirada fija ese juego fisonómico.

—¡Ah! desde los tiempos… ¡Bien! ¿Qué puede decir en su defensa? — preguntó lacónico.

Con cierra sorpresa, Mr. Verloc contestó que no sabía que tuviera algo especial que decir. Había sido citado mediante una carta, y hundió diligentemente su mano en un bolsillo lateral de su saco, pero ante la mirada vigilante y de cínica burla de Mr. Vladimir, terminó por dejarla donde estaba.

—¡Bah! —dijo este último—. ¿Qué busca proclamando así su actividad? Ni siquiera tiene físico adecuado para su profesión. ¿Usted, miembro del proletariado hambriento? ¡Jamás! ¿Usted, un desesperado socialista o anarquista? ¿Cuál de las dos tendencias?

—Anarquista —declaró Mr. Verloc en un tono amortecido.

—¡Pavadas! —exclamó Mr. Vladimir, sin elevar la voz—. Usted puede asustar al viejo Wurmt, pero no podría engañar ni a un idiota. A todos esos los pongo entre paréntesis, pero usted me parece simplemente imposible. Así que su conexión con nosotros empezó con el robo de los planos del camión francés. Y lo pescaron. Eso debe haber sido muy desagradable para nuestro gobierno. Usted no parece ser demasiado astuto.

Mr. Verloc intentó disculparse con su voz ronca.

—Como señalé antes, una fatal pasión por una persona indigna…

Mr. Vladimir levantó una mano grande, blanca, regordeta.

—¡Ah, sí! la infortunada relación de su juventud. Ella se adueñó del dinero y después lo vendió a usted a la policía ¿no?

El lúgubre cambio en la expresión de Mr. Verloc, el aplastamiento inmediato de toda su persona, delataron que ése fue el lamentable caso. La mano de Mr. Vladimir abarcó el tobillo que reposaba sobre su rodilla. La media era de seda azul oscura.

—Ya lo ve, no fue muy inteligente de su parte. Tal vez usted es demasiado proclive…

Mr. Verloc, con un murmullo arrebujado en su garganta, insinuó que ya no era joven.

—¡Oh! Esas fallas no las cura la edad —apuntó Mr. Vladimir con siniestra familiaridad. ¡Pero no! Usted es demasiado gordo para esto. No podría haber llegado a tener ese aspecto, si no fuera tan… tan proclive. Le voy a explicar cuál creo yo que es el problema: usted es un tipo haragán. ¿Cuánto hace que cobra sueldo en esta Embajada?

—Once años —fue la respuesta, luego de un momento de vacilación enfurruñada—. Me encargaron varias misiones en Londres mientras Su Excelencia el Barón Stott-Wartenheim era aún embajador en París. Luego, de acuerdo con las instrucciones de Su Excelencia, me establecí en Londres. Soy inglés.

—¡Inglés! ¿Usted es inglés, eh?

—Ciudadano inglés de nacimiento —dijo Mr. Verloc tontamente, pero mi padre era francés, así que…

—No pierda tiempo en explicaciones —interrumpió el otro—. No me cabe duda de que usted podría ser legalmente mariscal de Francia y miembro del Parlamento en Inglaterra; seguro que así tendría alguna utilidad en nuestra Embajada.

Semejante vuelo de la fantasía provocó algo parecido a una sonrisa abatida en la cara de Mr. Verloc. Mr. Vladimir conservaba su gravedad imperturbable.

—Pero, como ya le dije, usted es un tipo haragán; no sabe usar sus oportunidades. En la época del Barón Stott-Wartenheim tuvimos un montón de tontos rodando por esta Embajada. Eso llevó a que individuos de su especie se hicieran una falsa idea acerca del dinero destinado al servicio secreto. Mi deber es corregir ese malentendido diciéndole qué cosa no es el servicio. No se trata de una institución filantrópica. Lo hice llamar aquí para decirle precisamente esto.

Mr. Vladimir observaba la forzada expresión de aturdimiento en la cara de Mr. Verloc y sonreía con sarcasmo.

—Veo que me entiende a la perfección. Estoy seguro de que usted tiene la inteligencia suficiente para su trabajo. Lo que queremos ahora es actividad, actividad.

Mientras repetía esa última palabra, Mr. Vladimir apoyó un índice largo y blanco sobre el borde del escritorio. Todo rastro de ronquera desapareció de la voz de Verloc. Por encima del cuello de terciopelo de su saco la nuca había enrojecido. Antes de abrirse, los labios le temblaron.

—Si usted fuera tan gentil de echar tan sólo una mirada a su foja de servicios —resonó su fuerte, claro, profundo tono oratorio— vería que hace nada más que tres meses atrás hice una advertencia en ocasión de la visita a París del Gran Duque Romualdo, telegrafiando desde aquí a la policía francesa, y…

—¡Basta, basta! —cortó Mr. Vladimir con un gesto torvo—. La policía francesa no hizo caso de su advertencia. No ruja de ese modo. ¿Qué demonios quiere decir?

Con una nota de orgullosa humildad, Mr. Verloc hizo la apología de su abnegación. Su voz, famosa durante años en las reuniones callejeras y en las asambleas obreras realizadas en grandes salones, había contribuido, dijo, a forjarle una reputación de camarada recto y confiable. Ésa fue una manifestación de su utilidad, ya que había inspirado confianza en sus principios personales.

—En el momento crítico, los líderes me mandaban a hablar en público — declaró Mr. Verloc, con evidente satisfacción. No hubo tumulto por encima del cual no pudiese hacerme oír añadió; y súbitamente hizo una demostración.

—Permítame —dijo—. Con la frente baja, sin mirar a los lados, rápido y conciso cruzó la habitación hasta una de las puerta-ventanas. Como si diera vía libre a un impulso incontrolable, la abrió apenas. Mr. Vladimir, saltando pasmado de las profundidades de su sillón, lo miró por encima del hombro; abajo, más allá del patio de la Embajada, bien lejos del portón abierto, se podía ver la amplia espalda de un policía que observaba, ocioso, el opulento cochecito de un bebé sano, llevado con gran ceremonia a través de la plaza.

—¡Agente! —dijo Mr. Verloc, sin más esfuerzo que el que le hubiera demandado susurrar la palabra; y Mr. Vladimir reventó en una carcajada al ver al policía girar en redondo como si lo hubieran aguijoneado con algún instrumento punzante. Mr. Verloc cerró la ventana sin ruido y volvió al centro de la habitación.

—Con una voz así —dijo apretando la tecla del bajo conversacional despertaba natural confianza. Y también sabía qué decir.

Mr. Vladimir, mientras se arreglaba la corbata, lo observó a través del espejo que estaba sobre el tablero de la chimenea.

—No me cabe duda de que usted se conoce de memoria toda la jerga revolucionaria social —le dijo con desdén—. Vox et… usted no debe haber estudiado latín ¿o sí?

—No —gruñó Mr. Verloc—. No esperará que yo sepa eso. Pertenezco al montón. ¿Quién sabe latín? Sólo unos pocos centenares de imbéciles que no son capaces de cuidarse a sí mismos.

Durante unos treinta segundos Mr. Vladimir estudió en el espejo el perfil grueso, la corpulencia del hombre que estaba ante él. Y a la vez tenía la ventaja de ver su propio rostro, limpio, afeitado y redondo, saludable, y sus labios finos, sensitivos, formados exactamente para emitir esas agudezas que lo habían convertido en favorito de la más conspicua sociedad. Luego se dio vuelta y avanzó hacia el centro del cuarto, con tanta decisión que las mismas puntas de su corbata de lazo, exquisitamente anticuada, parecieron erizarse en amenazas indecibles. El movimiento fue tan veloz y vehemente que Mr. Verloc echó unas miradas oblicuas de honda cobardía.

—¡Ajá! Usted se atreve a ser un desfachatado —empezó Mr. Vladimir con una asombrosa entonación gutural, una pronunciación que, más que no inglesa, era no europea, y llegó a espantar hasta a la experiencia cosmopolita de los barrios bajos que tenía Mr. Verloc—. ¡Se atreve! Bien, voy a hablarle claro. La voz no tiene nada que hacer. No vamos a darle uso a su voz. No queremos una voz. Queremos hechos… ¡hechos terribles, maldito sea! — agregó con una especie de feroz discreción, escupiendo las palabras en la propia cara de Verloc.

—No trate de atropellarme con sus maneras hiperbóreas —se defendió Mr. Verloc, roncamente, mirando la alfombra. Ante estas palabras, el interlocutor sonrió por encima del moño encrespado de su corbata y siguió la conversación en francés.

—Usted se vende como «agent provocateur». El verdadero trabajo de un «agent provocateur» es provocar. Según puedo juzgar por su foja de servicios, que tengo aquí, en los últimos tres años usted no ha hecho nada para merecer su paga.

—¡Nada! —exclamó Verloc, sin mover ni un músculo ni levantar sus ojos, pero con una nota de sincera indignación en su voz—. Muchas veces previne acerca de lo que había que…

—Hay un refrán en este país que dice que es mejor prevenir que curar — interrumpió Mr. Vladimir tirándose en su sillón—. En términos generales, me parece estúpido; no tiene objeto prevenir, pero es bien característico. En este país a nadie le gustan las finalidades. No sea tan inglés. Y en esta particular situación, no sea absurdo. La enfermedad ya está aquí. No queremos prevenciones, queremos cura.

Hizo una pausa, se volvió hacia el escritorio y observando unos papeles que tenía allí, habló con un tono distinto, al estilo de un hombre de negocios, sin mirar a Mr. Verloc.

—¿Usted está enterado, por supuesto, de la Conferencia Internacional reunida en Milán?

Mr. Verloc, entre carrasperas, insinuó que tenía la costumbre de leer los diarios. A la subsiguiente pregunta la respuesta fue, por supuesto, que sí entendía lo que leía. Mr. Vladimir sonrió en forma débil a los papeles que aún repasaba, uno tras otro, y murmuró:

—Siempre que las noticias no estén escritas en latín, supongo.

—Ni en chino —agregó Mr. Verloc tontamente.

—Hummm… Algunas de las efusiones de sus amigos revolucionarios están escritas en una charabia tan incomprensible como el chino —y Mr. Vladimir dejó caer, lleno de desdén, una hoja impresa de color gris—. ¿Qué son estos panfletos encabezados con una F. P. que tienen un martillo, una lapicera y una antorcha entrecruzados? ¿Qué quiere decir F. P.? —Mr. Verloc se aproximó al solemne escritorio.

—El Futuro del Proletariado. Es una sociedad —explicó, parándose con aplomo junto al sillón— en principio no anarquista, pero abierta a todas las corrientes revolucionarias de opinión.

—¿Usted está adentro?

—Soy uno de los vicepresidentes —resolló conciso Mr. Verloc; y el Primer Secretario de la Embajada levantó la cabeza para mirarlo.

—Por lo tanto, tendría que avergonzarse de sí mismo —fueron sus incisivas palabras—. ¿Su sociedad no es capaz de algo más que imprimir este palabrerío profético, con tipografía mocha en este puerco papel, eh? ¿Por qué no hace algo? Mire esto: con este material en la mano le digo con toda franqueza que tiene que ganarse su sueldo. Los buenos tiempos del viejo Stott-Wartenheim se fueron. Sin trabajo no hay plata.

Mr. Verloc sintió una extraña debilidad en sus gordas piernas. Dio un paso atrás y se sonó la nariz estrepitosamente.

Estaba alarmado y espantado de verdad. La luz rojiza del sol londinense derrotaba, clara, a la niebla de Londres arrojando un brillo indiferente dentro de la oficina privada del Primer Secretario: y en medio del silencio, Mr. Verloc oyó el débil zumbido de una mosca que golpeaba contra el vidrio de una ventana —su primera mosca del año anunciando la cercanía de la primavera con más claridad que toda una bandada de golondrinas. La actividad inútil del diminuto, vigoroso organismo, hizo una pésima impresión en el ánimo del hombre corpulento, amenazado en su indolencia.

Durante ese silencio, Mr. Vladimir anotó una serie de despectivas observaciones acerca de la cara y el aspecto de Mr., Verloc. El tipo era de una vulgaridad inesperada, pesado y falto de inteligencia hasta la desfachatez. Parecía, como pocos, un maestro plomero que se presentara a cobrar su cuenta. El Primer Secretario de la Embajada, a partir de alguna incursión ocasional en el campo del humor americano, se había hecho la idea de que esos obreros eran la encarnación de la haraganería y la incompetencia fraudulentas.

Éste era el famoso y confiable agente secreto, que nunca había sido designado de otro modo que con el símbolo, en la correspondencia oficial, semioficial y confidencial del difunto Barón StottWartenheim; ¡el celebrado agente, cuyas advertencias tuvieron el poder de cambiar itinerarios y fechas de giras reales, imperiales y ducales, y más de una vez pusieron a esos personajes al borde de desaparecer para siempre! ¡Ese tipo! Y Mr. Vladimir se gratificó en su corazón con un jubileo de risa, en parte por su propio asombro, al que consideraba ingenuo, pero sobre todo a expensas del universalmente llorado Barón Stott-Wartenheim. Su Excelencia, el difunto embajador, a quien el augusto favor de su jefe imperial había impuesto en ese cargo, por encima de varios otros candidatos opositores entre los ministros de Relaciones Exteriores, tuvo en vida fama de búho crédulo y pesimista. Su Excelencia tenía la revolución social en el cerebro. Se consideraba a sí mismo un diplomático puesto, a un lado, por especial designio, para observar el fin de la diplomacia y, en muy poco tiempo más, el fin del mundo, en medio de un horrendo, democrático cataclismo. Sus proféticos y dolientes despachos habían sido durante años la burla del Ministerio de Relaciones Exteriores. Se decía que, en su lecho de muerte, al ser visitado por su amigo y amo imperial, había exclamado:

—¡Desgraciada Europa! ¡Y habrás de perecer en razón de la insania moral de tus criaturas!

Ese hombre estaba predestinado a ser víctima del primer pícaro embaucador que anduviera por allí, pensó Mr. Vladimir, mientras dirigía una vaga sonrisa a Verloc.

—¡Usted debe venerar la memoria del Barón Stott-Wartenheim! — exclamó de pronto. El rostro abatido de Mr. Verloc expresó una pena sombría y fatigada.

—Permítame observarle que vine citado por una carta perentoria. Sólo dos veces he estado aquí en los últimos once años, y por cierto que jamás a las once de la mañana. No es demasiado sensato llamarme de este modo. Existe la posibilidad de que me vean, y eso no sería juguete para mí.

Mr. Vladimir se encogió de hombros.

—Eso implicaría destruir mi capacidad de acción —continuó el otro con ardor.

—Éste es su problema —murmuró Mr. Vladimir con suave brutalidad—. Cuando deje de ser útil dejará de estar empleado. Sí. De inmediato. Terminado. Afuera… —Mr. Vladimir, ceñudo, hizo una pausa, buscando un giro de expresividad suficiente; de inmediato se le despejó la cara en una sonrisa de espléndidos dientes blancos—. Lo van a volar escupió feroz.

Una vez más Mr. Verloc tuvo que sobreponerse con toda la fuerza de su voluntad a esa sensación de debilitamiento, que alguna vez recorrió las piernas del pobre diablo inventor del dicho feliz «se me fue el alma a los pies». Mr. Verloc, consciente de esa sensación, levantó la cabeza con bravura.

Mr. Vladimir sostuvo la profunda mirada inquisitiva con serenidad perfecta.

—Lo que queremos es administrar un tónico a la Conferencia de Milán — dijo con gracia—. Esas deliberaciones acerca de la acción internacional para la supresión del crimen político no parecen ir a ningún lado. Inglaterra remolonea. Este país, con su consideración sentimental por las libertades individuales, resulta absurdo. Es intolerable pensar que todos sus amigos, con sólo pasarse a…

—En ese aspecto los tengo a todos bajo mi vigilancia interrumpió la voz ronca de Mr. Verloc.

—Habría mucho más que hacer en cuanto a tenerlos bajo llave. Inglaterra debe ser puesta en línea. La imbécil burguesía de este país se ha convertido en cómplice del propio pueblo, y su único objetivo es sacarlo de sus casas y llevarlo a morir de hambre en las trincheras. Y ellos aún tienen el poder político, aunque sólo tuvieron criterio para utilizarlo en su preservación. ¿Supongo que usted estará de acuerdo en que la clase media es estúpida?

Mr. Verloc, con voz ronca, estuvo de acuerdo.

—Lo es.

—No tiene imaginación. Está cegada por una vanidad idiota. Lo que necesita ahora es un lindo susto. Éste es el momento psicológico para poner a trabajar a sus amigos. Lo llamé aquí para explicarle mi idea.

Y Mr. Vladimir, desde lo alto, desarrolló su idea, menospreciativo y condescendiente, desplegando a la vez un buen acopio de ignorancia en cuanto a los verdaderos objetivos, pensamientos, y métodos del mundo revolucionario, lo cual llenó al silencioso Mr. Verloc de íntima consternación. Confundía causas con efectos, más allá de lo perdonable; a los más distinguidos propagandistas, con impulsivos tirabombas; asumía la existencia de una organización que, por la naturaleza de las cosas, no podía existir; en determinado momento habló del partido de la revolución social como de un ejército disciplinado a la perfección, en el que la palabra de los jefes era ley suprema y luego se refirió a él como si se tratara de la banda de asaltantes más indisciplinada que alguna vez hubiese operado en un desfiladero de montaña. Una vez que Mr. Verloc abrió la boca para protestar, una mano grande, blanca, bien formada se levantó de inmediato a contenerlo. Muy pronto se sintió tan desanimado que ya no pudo ni siquiera intentar una protesta. Escuchaba en una quietud de pavor, que parecía la inmovilidad de una profunda atención.

—Atentados en serie —continuaba Mr. Vladimir con calma— ejecutados aquí, en este país, no sólo planeados aquí cosa que no se haría, no tendrían importancia. Sus compañeros podrían incendiar medio continente sin influenciar a la opinión pública local en favor de una legislación represiva universal. Aquí nadie mira más allá del patio trasero de su correspondiente casa.

Mr. Verloc se aclaró la garganta, pero le falló el corazón y no dijo nada.

—Esos atentados no tienen que ser especialmente sangrientos continuó Mr. Vladimir, como si explicara un texto científico pero han de ser sobrecogedores… efectivos. Habría que organizarlos contra los edificios, por ejemplo. ¿Cuál es el ídolo que en este momento toda la burguesía adora, eh, Mr. Verloc?

Mr. Verloc abrió las manos y encogió ligeramente los hombros.

—Usted es demasiado haragán para pensar —fue el comentario de Mr. Vladimir acerca del gesto—. Preste atención a lo que le digo. El ídolo del momento no es la realeza ni la religión. Por lo tanto hay que dejar tranquilos al palacio y las iglesias. ¿Comprende lo que quiero decirle, Mr. Verloc?

El desaliento y el desprecio de Mr. Verloc encontraron desahogo en un esfuerzo por parecer frívolo.

—Perfectamente. ¿Pero qué pasa con las embajadas? Una serie de ataques contra distintas embajadas comenzó, pero no pudo soportar la fría, admonitoria mirada fija del Primer Secretario.

—Todavía puede ser gracioso, por lo que veo —observó éste con negligencia—. Está bien; así podría animar su oratoria en los congresos socialistas. Pero en esta habitación no hay lugar para eso. Mucho más seguro para usted sería seguir con sumo cuidado lo que le estoy diciendo. Ya que se lo ha llamado para que presente hechos, y no cuentos y patrañas, haría muy bien en tratar de sacar provecho de lo que me estoy tomando el trabajo de explicarle. El ídolo sacrosanto de hoy es la ciencia. ¿Por qué no agarra a alguno de sus amigos para atacar a ese espantapájaros de madera, eh? ¿Ése no es el objetivo de esas instituciones que tienen que arrollarlo todo antes que el F. P. se vengue?

Mr. Verloc no dijo nada. No se animaba a abrir la boca por miedo a que se le escapara un gruñido.