El amante disfrazado - Maisey Yates - E-Book
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El amante disfrazado E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Para salvaguardar el legado de los Acosta, debía poner en su dedo una alianza de oro. Con su identidad escondida tras una máscara, Allegra Valenti entró en el fabuloso baile veneciano decidida a crear recuerdos felices que la sostuvieran durante su inminente matrimonio de conveniencia. Pero un apasionado encuentro con un extraño enmascarado tendría consecuencias que darían al traste con su sumisa existencia. El huraño duque español Cristian Acosta no podía creer que la enmascarada belleza con la que había perdido la cabeza por un momento fuese la hermana de su mejor amigo, la mimada heredera a la que despreciaba.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Maisey Yates

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El amante disfrazado, n.º 2534 - marzo 2017

Título original: The Spaniard’s Pregnant Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9712-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

La muerte había ido a buscarla. Al menos, eso era lo que parecía mientras el hombre bajaba la gran escalera del salón de baile veneciano con la capa negra flotando tras él y su mano enguantada rozando la elegante barandilla de mármol. Allegra sentía como si estuviera tocando su piel y durante el resto de su vida se preguntaría por la intensidad de esa sensación.

Llevaba una máscara, como todos los demás invitados, pero ese era el único parecido entre él y los demás; o entre él y cualquier otro mortal.

Iba vestido de negro de los pies a la cabeza y la máscara que cubría su rostro, de un material brillante, tenía forma de calavera. Debía de haberse pintado la cara de negro porque no podía ver una sola traza de humanidad en los pequeños huecos abiertos para los ojos.

Ella no fue la única mujer que se quedó atónita por tan sorprendente aparición. Un murmullo recorrió el salón de baile; las resplandecientes criaturas envueltas en sedas multicolores temblaban presagiando una mirada del desconocido. Allegra no era una excepción. Con un precioso vestido de color violeta y su identidad oculta bajo una máscara dorada que dejaba al descubierto su boca, se permitió el lujo de mirarlo a placer.

La fiesta, que tenía lugar en uno de los hoteles más hermosos e históricos de Venecia, había sido organizada por uno de los socios de su hermano. Era una de las invitaciones más buscadas del mundo y los que habían acudido formaban parte de la élite; aristocracia italiana, multimillonarios, herederas que mantenían cautiva a una sala entera con una sola mirada.

Supuestamente, ella formaba parte del grupo. Su padre era millonario y miembro de la nobleza, con un linaje que se remontaba hasta el Renacimiento, su abuelo había levantado una fructífera inmobiliaria, y su hermano, Renzo, había dado lustre al apellido Valenti convirtiendo la empresa familiar en un imperio.

Aun así, ella no se sentía como ninguna de esas mujeres. No se sentía seductora y vibrante, sino… enjaulada. Pero aquella debía ser su oportunidad para perder la virginidad con el hombre que eligiera y no con el príncipe con el que la habían prometido en matrimonio, que no lograba calentar su sangre o despertar su imaginación.

Tal vez ese pecado la enviaría directa al infierno. Aunque, ¿quién mejor para llevarla allí que el propio demonio? Después de todo, estaba allí y su entrada en el salón le había afectado como su prometido no la había afectado nunca.

Iba a dar un paso hacia la escalera, pero se detuvo, con el corazón tan acelerado que pensó que iba a marearse. ¿Qué estaba haciendo? Ella no era la clase de mujer que se acercaría a un hombre en una fiesta.

Acercarse a él, flirtear y pedirle que…

No sabía cómo se le había ocurrido tal cosa.

Allegra se dio la vuelta. No iba a cortejar a la muerte en esa fiesta. Sí, su fantasía era encontrar un hombre que la excitase, pero en el momento de la verdad no encontraba valor.

Además, su hermano la había llevado a esa fiesta y si causaba algún problema seguramente prendería fuego al hotel. Renzo Valenti no era conocido por su temperamento afable. Ella, sin embargo, había aprendido a controlar el suyo.

De niña había sido problemática, según sus padres. Pero había soportado interminables lecciones de porte, presencia, compostura y muchas otras cosas concebidas para convertirla en una dama.

Y lo habían conseguido. Al menos, en opinión de sus padres. Cristian Acosta, un duque español amigo de su hermano, era el culpable de todo lo que ocurrió después. Él había presentado al príncipe Raphael de Santis, de Santa Firenze y ante la insistencia del «querido» Cristian, a quien Allegra quería estrangular, estaba prometida con un príncipe desde los dieciséis años.

Un triunfo a ojos de sus padres. Debería sentirse feliz, le habían dicho.

Se había comprometido con Raphael seis años antes, pero no la atraía más en ese momento que el día que lo conoció. El príncipe era un hombre atractivo, pero la dejaba fría.

Era un hombre serio que nunca aparecía en las revistas de cotilleos, la viva imagen de la respetabilidad y la elegancia masculina con sus trajes de chaqueta, o con atuendo informal cuando se encontraba con su familia para disfrutar de unas vacaciones en cualquier parte del mundo.

Tal vez era parte de su voluble naturaleza, pero nunca se había sentido tentada de hacer algo más que aceptar un beso en la mejilla. No sentir pasión por él tal vez era una forma de rebelarse. O tal vez era culpa de Raphael, que era demasiado serio.

¿Tan descabellado era soñar con un hombre apasionado como ella?

Aunque nunca lo había dicho en voz alta, deseaba ser libre, rechazar la vida que sus padres habían elegido para ella. Sin duda, Cristian le diría que estaba siendo egoísta. Él siempre actuaba como si su compromiso con el príncipe fuese algo personal. Seguramente, porque él lo había organizado.

No sabía qué ganaba él con su matrimonio. Quizá favores del príncipe o beneficiosos contactos. Cristian Acosta era la única persona que la sacaba de quicio, el único hombre que la hacía desear perder los papeles. Pero nunca lo había hecho.

Ella hacía lo que le pedían sus padres. En realidad, su existencia era formal, aburrida, y sentía como si estuviera en una lucha constante contra sí misma.

Intentando no volver a mirar la máscara de la muerte, tomó un plato para acercarse a la mesa del bufé. Si no podía disfrutar de los hombres, disfrutaría del chocolate. Si su madre estuviera allí le recordaría que debía contenerse porque ya le habían tomado las medidas para el vestido de novia que iba a lucir en unos meses y que comer chocolate no la llevaría a nada.

Y su madre necesitaba que todo llevase a algo. Necesitaba que sus hijos cumplieran con sus obligaciones para seguir encumbrando la empresa de su padre, honrar el apellido familiar y un montón de cosas que a ella le parecían aterradoras.

En un acto de rebeldía, Allegra tomó otro pastel de crema. Su madre no estaba allí. Además, la modista podría arreglar el vestido si sus abundantes curvas fuesen un problema.

Su hermano no la detendría. Aunque no se oponía a que sus padres la empujasen al matrimonio, su rebeldía solo parecía divertirlo. Era injusto. Renzo había tenido que hacerse cargo de la inmobiliaria de su padre, pero nadie podía dictarle nada sobre su vida privada, de la que los medios se hacían eco a menudo.

En cuanto a ella, seguramente podría hacer lo que quisiera mientras dedicase todo su tiempo al marido que sus padres habían elegido.

Tal vez por eso Renzo era indulgente, porque veía el trato desigual, pero sus padres no. Y tampoco Cristian, que los había animado para que la casaran. Además, siempre estaba a mano para criticarla o burlarse de ella.

Sabía que había sufrido mucho y se sentía casi culpable por pensar mal de él, pero sus tragedias personales no le daban derecho a ser tan insensible con ella.

Allegra parpadeó, mirando su plato. No sabía por qué estaba pensando en Cristian. Tal vez porque si estuviera allí enarcaría una irónica ceja al verla con un plato lleno de dulces, usándolo como prueba de que solo era una niña mimada.

Ella pensaba que era un imbécil, de modo que estaban en paz.

En ese momento, la orquesta empezó a tocar un vals que parecía envolverla en una ola de sensualidad. Allegra se dio la vuelta y miró a las parejas que bailaban en la pista.

¿Cómo sería que un hombre la abrazase así? Suponía que su futuro marido sería un buen bailarín. Después de todo, era un príncipe y seguramente habría tomado clases desde que empezó a caminar.

De repente, frente a sus ojos vio una mano enguantada y cuando levantó la cabeza se quedó sin aliento al ver al hombre vestido de negro. Abrió la boca para decir algo, pero el desconocido levantó la otra mano para llevarse un enguantado dedo a los labios de la máscara.

También él la había visto, se había fijado en ella. La oleada de calor, de excitación, que había sentido mientras bajaba la escalera, la impresión de que no tocaba la barandilla, sino su piel había sido una conexión real.

Emocionada y excitada como nunca, dejó que tomase su mano para llevarla hacia el otro lado del salón. Y, aunque el guante evitaba el contacto de su piel, Allegra sintió como un relámpago entre las piernas.

Era una tontería, podría ser cualquiera. Podría tener cualquier edad. Podría estar terriblemente desfigurado bajo la máscara. De hecho, podría ser la propia muerte. Pero no lo creía porque lo que sentía era demasiado inequívoco, demasiado profundo.

Cuando la abrazó, cuando sus pechos se aplastaron contra el duro torso masculino, supo que fuera quien fuese, era el hombre que había esperado toda su vida.

Era extraño sentir una atracción tan inmediata, intensa y visceral que trascendía la realidad.

Llegaron a la pista de baile, abriéndose paso entre las parejas como si no estuvieran allí. Allegra levantó la mirada y se concentró en las lámparas de araña sobre sus cabezas y en las cortinas de terciopelo que, en parte, escondían murales de ninfas retozando.

Cada roce de su mano enguantada en la espalda provocaba una oleada de deseo por todo su cuerpo. Sentía un calor húmedo entre las piernas y estaba desesperada porque la tocase allí. Aquello no era solo un baile, sino el preludio de algo mucho más sensual.

Nunca había sentido algo así por un hombre. Por supuesto, tampoco había bailado nunca con un hombre de ese modo, pero estaba segura de que no tenía nada que ver con el baile, por excitante que fuese. Y nada que ver con la música, aunque la afectaba profundamente. Era él y lo había sido desde el momento que entró en el salón. Tanto que se sentía mareada.

Nerviosa, puso la palma de la mano sobre su torso mientras lo miraba a los ojos; unos ojos oscuros e indescifrables bajo la máscara. Tal vez estaba disgustado. Tal vez no podía imaginarse por qué había entendido la invitación a bailar como algo más.

Pero entonces él tomó su mano y tiró de ella para salir de la pista de baile. Allegra se quedó helada, pensando que había cometido un terrible error. El desconocido le apretó la mano, rozando la sensible piel de la muñeca con el pulgar. Allegra temblaba, aceptando ese roce por lo que era: una respuesta, un «sí».

Tragó saliva mientras miraba alrededor para buscar a su hermano, pero no estaba por ningún sitio. Eso significaba que se habría ido con alguna mujer. Mejor, pensó, Renzo no estaba allí para ser su niñera.

No sabía cómo hacer aquello. Sobre todo, sin hablar. Su hombre misterioso parecía dispuesto a guardar silencio, pero no importaba porque eso aumentaba la emoción.

No sabía quién era y él no conocía su verdadera identidad. Su compromiso con el príncipe de Santa Firenze había sido muy publicitado y, aunque dudaba que eso la hubiera hecho famosa en el mundo entero, en Venecia mucha gente sabía quién era.

Pero tenía que tomar una decisión porque él estaba sacándola del salón, alejándola de todos para llevarla hacia un oscuro pasillo. El corazón le latía con violencia y, por un momento, le preocupó que aquello fuera un secuestro. No había imaginado que un secuestro pudiera parecerse tanto a una seducción o viceversa.

Apenas podía respirar porque el miedo y la emoción competían para ocupar un sitio en su interior.

Él la llevó hacia una oscura esquina en el pasillo y la música de fondo desapareció. Allegra no oía nada ni a nadie. Y en ese momento, cuando el hombre misterioso ocupó todo su campo de visión, eran las dos únicas personas sobre la tierra.

Él trazó la comisura de sus labios con un dedo enguantado, produciéndole un estremecimiento, y luego le deslizó el dedo por el cuello hasta el nacimiento de sus pechos. El roce era como el de una pluma, pero resonó dentro de ella, entre sus piernas, consumiéndola.

Fue entonces cuando supo con toda seguridad que no había malinterpretado la situación. Cuando supo con toda seguridad que estaba seduciéndola y ella estaba a punto de dejarse seducir.

Pero ¿lo permitiría?

Mientras se hacía la pregunta se dio cuenta de lo ridícula que era. Ya lo había permitido. Desde el momento en que aceptó su mano había dicho que sí.

De repente, él empezó a tirar hacia arriba del vestido, descubriendo sus muslos, y la rozó entre las piernas con un dedo enguantado; un roce breve y subyugante en el sitio en el que ardía por él. Luego, con la otra mano, tiró hacia abajo del escote del vestido para descubrir sus pechos, dejándola medio desnuda. Allegra dejó escapar un gemido, sin creer lo que estaba pasando. Lo que estaba permitiendo que hiciera.

En realidad, no estaba permitiendo nada. Era cautiva del desconocido y no le importaba en absoluto.

Él deslizó el pulgar sobre un sensible pezón y luego pellizcó la tierna carne entre el pulgar y el índice. Allegra se arqueó hacia él cuando apretó sus pechos con las dos manos y suspiró de gozo cuando deslizó los dedos entre sus muslos, bajo las bragas, tocándola más íntimamente de lo que nadie la había tocado nunca.

Se sentía perdida en él, en aquello. Nunca había experimentado un placer así. Era como estar en el centro de una tormenta sensual. Sentía sus caricias por todas partes, llevándola hacia el borde del precipicio.

Sin pensar, levantó las manos para desabrochar los botones de su camisa y contuvo el aliento al rozar el duro torso masculino. El calor de su piel era tan sorprendente, tan sexy, que se le doblaron las piernas. Pero eso no podía ser porque entonces él se daría cuenta de su inexperiencia y la dejaría allí plantada e insatisfecha. Y era demasiado perfecto, una tentación de la que no quería alejarse.

Se inclinó hacia delante para besar su cuello. Sus labios estaban cubiertos por la máscara, pero no su cuello, que quedó marcado de carmín rojo. Le gustaba, quería dejarle una marca porque ella quedaría marcada para siempre.

Acariciar el duro torso cubierto de vello era una sensación totalmente nueva para ella y tocarlo así enviaba un estremecimiento de deseo directamente a su pelvis… un estremecimiento que se convirtió en un incendio cuando la empujó contra la pared y bajó las manos hacia la cremallera del pantalón.

Un segundo después estaba apretado contra ella, con su erección, dura y ardiente, rozando la entrada de su húmeda cueva.

El desconocido levantó una de sus piernas para enredarla en su cintura y movió las caderas hacia delante, empujando contra los empapados pliegues… y Allegra echó la cabeza hacia atrás mientras un gemido de dolor escapaba de sus labios.

Sabía que perder la virginidad dolía, pero no se había imaginado que fuera así.

Él no pareció darse cuenta porque se apartó despacio antes de volver a penetrarla. En esa ocasión no le dolió tanto y con cada embestida dolía menos hasta que, poco a poco, el placer regresó. Un placer que se convertía en una profunda desazón, en un ansia ardiente, frenética.

Allegra se apretó contra él, sujetándose a sus hombros y hundiendo la cara en su cuello cuando un orgasmo interminable la dejó agotada y sin aliento.

El desconocido empujó por última vez, sujetándose a la pared mientras se dejaba ir con un gemido ronco.

Por un momento, el mundo pareció dar vueltas a toda velocidad. Estaba mareada de placer, de deseo. Y se sentía profundamente conectada con aquel hombre al que no conocía de nada.

Él se apartó entonces para abrocharse la camisa, sin dejar de mirarla. Era oscuro y misterioso y lo había sido desde el momento en que puso los ojos en él. Si no fuera por la mancha de carmín rojo en su cuello, era como si nunca se hubiesen tocado.

Pero la prueba estaba allí. Si la sensación eléctrica en todo su cuerpo y el latido entre sus piernas no fueran prueba suficiente, eso serviría.

Él la miró un momento, se ajustó los guantes y se dio la vuelta para entrar de nuevo en el salón.

Dejando sola a la mujer que nunca había hecho nada más que protestar silenciosamente por su vida, que jamás había intentado rebelarse. Sola después de haber perdido la virginidad con un desconocido.

Sin protección, sin pensar en el futuro. Sin pensar en nada en absoluto.

La emoción se convirtió en horror, en pánico.

Mientras lo veía desaparecer no sabía si sentirse desolada o aliviada al pensar que nunca volvería a verlo.

Capítulo 2

 

Allegra estaba convencida de que las cosas no podían empeorar. Daba igual cuántas veces hubiera deseado en las últimas semanas que le bajase el periodo. No había ocurrido. Sus fervientes plegarias para que no apareciese un puntito rosa en la prueba de embarazo que compró esa mañana tampoco habían dado resultado. El puntito estaba allí.

Daba igual que estuviera comprometida con un príncipe porque él no era el hombre con el que había hecho el amor. No, lo había hecho con un desconocido.

Había repasado todas sus posibilidades desde que hizo tan inquietante descubrimiento esa mañana. La primera: tomar un avión para buscar a su prometido y seducirlo. Había varias razones por las que eso podría no salir bien; la primera, que no podía pasarse toda la vida mintiendo sobre la paternidad de su hijo. Además, el príncipe Raphael necesitaba un heredero de su propia sangre y eso significaba que haría una prueba de paternidad. Como Allegra sabía que no era el padre, no tenía sentido pensar en ese subterfugio, pero lo había hecho porque la alternativa pondría su vida patas arriba.

Y, por fin, había decidido poner su vida patas arriba porque no había otra opción. De modo que estaba en la oficina de su hermano en Roma, dispuesta a contárselo todo a la única persona que podría entenderla. Aunque, antes de confesar, decidió hacer una suave introducción:

–¿Lo pasaste bien en la fiesta?

Renzo levantó la mirada del ordenador, con una ceja enarcada.

–¿Qué fiesta?

–Me refiero al baile de máscaras.

–Lo pasé bien, pero no me quedé mucho tiempo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Han publicado fotografías en alguna revista?

–¿Podría haberlas? –preguntó ella.

–Siempre existe esa posibilidad.

–Sí, bueno, es verdad –asintió Allegra.

Se le ocurrió entonces que también ella podría acabar en las portadas de las revistas de cotilleos. Tantos años portándose bien y fantaseando con portarse mal y, de repente, podría haber provocado el mayor de los escándalos.

–Si quieres preguntarme algo hazlo de una vez o vete de compras. Me imagino que para eso has venido a Roma.

No había ido a Roma de compras. Estaba allí para hablar con él porque tenía que averiguar lo que sabía sobre el hombre enmascarado.

–Tú conoces a mucha gente importante –empezó a decir, sin mirarlo. Y sabía en su fuero interno que el desconocido era alguien importante. Tenía un aire de autoridad, una personalidad que exigía la atención de todos los que le rodeaban.

–A casi todos –asintió su hermano, burlón–. Presidentes, reyes. ¿Por qué lo dices?

–Había un hombre en la fiesta…

–No deberías preguntarme por hombres –la interrumpió su hermano–. Especialmente estando comprometida.

–Sí, pero es que siento curiosidad por este hombre en particular.

–Si te cuento algo, nuestro padre me cortará la cabeza.

–No es verdad. Tú nunca haces nada para complacer a nuestros padres, así que deja de fingir.

Renzo dejó escapar un largo suspiro.

–Muy bien. ¿A quién te refieres?

–Llegó tarde, vestido de negro. Y llevaba una máscara en forma de calavera.

Su hermano esbozó una sonrisa. Y luego hizo algo que rara vez solía hacer: soltó una carcajada.

–¿Por qué te ríes? –preguntó Allegra. Ella sufriendo una crisis y su hermano se reía–. ¿Dónde está la gracia?

–Siento mucho decirte que el hombre que llamó tu atención es Cristian, al que tanto odias.

Allegra se quedó helada.

–No, es imposible. No puede ser Cristian.

–Protesta lo que quieras, pero lo era. Tal vez deberías alegrarte de que nuestros padres insistieran en tu compromiso con Raphael. Por ti sola tienes un gusto espantoso.

–No –insistió ella, furiosa–. No es posible que fuera Cristian Acosta. Yo… me habría convertido en piedra.

–¿Solo con mirarlo? –preguntó su hermano, mirándola con extrañeza.

–Sí.

Su hermano descubriría la verdad tarde o temprano. Todos lo harían, pero Cristian no tenía por qué saber que era el padre de su hijo. Nadie más que ella tenía que saberlo.

Cristian la veía como una niña mimada y egoísta, y jamás creería que era la mujer con la que había hecho el amor en aquel pasillo.

No le parecía posible. ¿Cómo había podido…? ¿Cómo podía haber…?