El arca del Zodiaco III: Crónicas de Leo - Nicolás Guevara - E-Book

El arca del Zodiaco III: Crónicas de Leo E-Book

Nicolás Guevara

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Recuerdos perdidos, misterios sin resolver y una batalla que podría destruirlo todo. La última esperanza de Zodiacci yace en las manos de una joven cuyo poder está fuera de control Después de los devastadores sucesos del Torneo del Corazón Demoniaco, Wounded Charm se enfrenta a una nueva realidad: ha perdido sus recuerdos y, con ellos, el control sobre su magia. Ahora, la princesa heredera de Gémini vive bajo la sombra de su propio poder, incapaz de comprender la oscuridad que la consume, mientras cumple con sus responsabilidades en el imponente Palacio Flotante de la Marea. A medida que la guerra avanza y los secretos del pasado resurgen, Charm se ve atrapada en una red de misterios relacionados con la temible guerra de la Estrella Oscura. Nuevos aliados y enemigos aparecerán, mientras que conexiones inesperadas desafiarán todo lo que creía saber sobre el amor y la magia. Para salvar a su reino y evitar la destrucción de su mundo, Charm deberá dominar la luz y la oscuridad que habitan en su ser, enfrentando el enigmático Certamen Lunar y desentrañando los secretos de la magia de los Eclipses. Solo así podrá recuperar lo que ha perdido, pero el tiempo corre en su contra y cada decisión podría ser la última. Las Armas del Zodiaco han desaparecido. La Orden de Atenea no da señales de vida. Cáncer está más fuerte que nunca. ¿Qué esperanza le quedará a Zodiacci? Un nuevo capítulo en la saga del Arca del Zodiaco, donde el destino de los cielos se cruza con las decisiones del corazón. 

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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El mundo de sombras

EL ARCA DEL ZODIACO 3: CRÓNICAS DE LEO

© 2025 Nicolás Guevara Rengifo

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición: marzo 2025

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (57) 317 646 8357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7759-30-5

Editor General: María Fernanda Medrano Prado

Director de proyectos editoriales: Luis E. Izquierdo

Director creativo: David A. Avendaño

Corrección de estilo: Jimena Torres

Corrección de planchas: Equipo editorial Calixta Editores

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín López @martinpaint

Ilustraciones internas: Isabel Siblesz @isza_pizza

Primera edición: Colombia 2025

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

A quienes sienten que tocaron fondo en la oscuridad:

El fuego nunca se apaga, la luz yace en ti; volverás a brillar.

A aquellos que se fueron y ahora son estrellas que alumbran desde el cielo, en la que es mi constelación familiar. Mi abuela Cilia, la bondad. Mi abuelo Lorenzo, el reflejo. Mi gata guardiana Mirringa. Ximena Hoyos, esa tía vivaz e inigualable que me rescató en uno de mis momentos más difíciles, con tanto amor. Y a Edgar Alonso Zambrano, el de las risas inacabables; esas que aún hacen eco en nuestras vidas.

Agradecimientos

Este ha sido el libro más complicado de escribir de toda mi carrera. Terminarlo no solo me llena de alegría, sino que marca para mí el fin de una era. Lograrlo no habría sido posible sin el apoyo y la inconmensurable paciencia de mi adorada casa editorial, Calixta Editores. Gracias por impulsarme y permitirme ir al ritmo que esta historia en particular demandó.

A mi editora, María Fernanda Medrano. Si las almas gemelas editoriales existen, estoy seguro de que tú eres la mía. Es un placer, un verdadero privilegio, ser editado por ti. Gracias por recordarme el motivo por el que escribo esta historia y por ayudarme a escuchar otra vez a Charm cuando perdí su voz en mitad del camino. Mantienes la magia encendida.

A Alonso, mi apoyo, mi luz. Por tantas noches en vela escuchando historias enredadas y ayudándome a buscar el nudo para desenredarlas. No existe otra persona con la que quisiera recorrer este camino.

A las chicas del club, Luisa, Kate y Mar. Por ser de las primeras lectoras que consolidaron esta comunidad. Hoy somos un grupo inmenso de lectores, pero nunca olvidaré el apoyo que recibí de ustedes desde el inicio. Y sin duda, a Liz, la lectora más especial con quien me he cruzado en mi camino; eres un ángel.

Por último, a mí. Al Nicolás que inició esta historia con ilusión en el 2020, y que a lo largo de estos años ha tenido la valentía de continuar con ella, contra viento, sol y marea. Estoy orgulloso de ti.

Prefacio Un hechizo para olvidar

Cuando era niña y jugaba a contar estrellas, su madre le hizo creer que la magia podía cambiar el mundo.

Magia.

Por años se convenció de que con magia todo era posible. Logró destacarse y creerse digna de aplausos y alabanzas. Se consagró a un nombre. Su poder la hizo fuerte e intrépida, segura, y le brindó un nido en donde reposar cuando más sola la dejó el mundo.

Magia.

La misma con la que había derribado dragones, atravesado tormentas, superado enemigos hechos de hielo, veneno y metal.

Magia.

Sin embargo, la magia nunca la preparó para enfrentar un corazón roto. Y no existía poder en el mundo que pudiera salvarla de tal desolación.

La luz impactó contra sus pupilas.

De repente todo se tornó confuso.

Tenía alas que eran de ángel, una armadura dorada y una espada en sus manos.

¿Por qué estaba ahí? No sabía quién era ni de dónde venía.

El cielo se partía en dos y ella era el punto medio que todo lo cuarteaba; el puntero de un reloj, la hoja final de un libro, el último rayo del sol, la cara escondida de la Luna.

La mitad de un Eclipse.

A través de ella se transfería luz y oscuridad. Podía sentir cómo su cuerpo se reescribía ante la descarga de cada nueva runa, encantada con la sal de sus lágrimas, exprimida y forzada por su deseo. Podía sentir cómo su realidad se evanecía, en tanto quemaba un recuerdo tras otro de su memoria; y –en sus cenizas– ella se hacía más fuerte, intensa y veloz. Su corazón se ensanchó, aplastándose contra las cavidades de su pecho. La sensación amenazó con asfixiarla. El calor de mil hornos comenzó a quemarle la piel.

Si sus enemigos no la mataban, esta insondable descarga de energía lo haría.

¿Cuáles enemigos?

A lo lejos pudo ver muchas cosas. Relámpagos en forma de súplicas. Un barco alado. Un cúmulo de cenizas. El océano. Sombras y fuego. Una tormenta de arena. El Sol y la Luna. Rostros que de repente ya no significaron nada. Sirenas y demonios. Un centenar de estrellas. Un par de ojos azules. Un fallido amor.

Y entonces su mente se quedó en blanco.

Podía jurar que el tiempo se había paralizado con ella.

Magia.

Era lo único en lo que pensaba.

Sí, la magia la había conducido a esto. A creer erróneamente que era fuerte, que podía estar segura, que algún día se sentiría menos sola; que por fin encontraría un hogar.

Magia.

La magia no podía salvarla ahora. No cuando por ella misma se había visto acorralada en una cárcel de desesperación.

Magia.

Miró de regreso al mundo una vez más. Aunque ya lo había olvidado todo, el dolor se quedó prendado a su piel como una mancha indeleble.

Tenía que borrarlo todo para no volver a sentir, era la única salida.

El Ángel del Apocalipsis aulló con fuerza y liberó la energía que se concentraba en su interior. Una ventisca embravecida embistió el espacio a su alrededor, con tirones de energía renegrida que contaminaban el espacio. Runas de un rojo tan oscuro como la sangre serpentearon por encima de su cuerpo como anguilas. Las líneas de cada glifo saltaron fuera de sí y delinearon una esfera a su alrededor. Sintió su sangre hervir. Clavó sus uñas contra su propio cuerpo y gritó. El poder desatado la hizo temblar.

—¿Charm? —Una voz la sorprendió por el flanco izquierdo. Una mujer de piel negra y cabello lacio resistía la potencia de la tormenta desatada. Sus ojos enturbiados la escaneaban con afán y preocupación, como si buscaran algo en su rostro—. Soy yo, Sienna.

¿Sienna?

—Charm, estás perdiendo el control. ¡Detén esto!

Una segunda mujer apareció a algunos pasos. Era una criatura demoniaca revestida de fuego y piedra volcánica.

Magia.

Podía sentirla palpitar en ambas. Una pulsación angustiante que retumbaba como un segundo corazón. El silbido de un poder que se movía por entre sus venas, listo para liberarse. Listo para atacar.

Ella debía borrar la magia. Debía limpiarlo todo.

Porque si la magia había sido el inicio de su llanto, sería también el final con el que sepultaría su dolor.

La mujer de fuego estiró su brazo para alcanzarla.

Algo se activó en su interior; reactivo, ardiente y violento. Reaccionó por instinto. Se echó para atrás e intensificó la magia que la revestía. La presión del viento incrementó y arrolló a ambas con un remolino en forma de huracán. Sienna conjuró sus runas que electrizaron el aire y las retuvieron, entre lianas de relámpagos que sucumbían una a una, ante el torbellino bermellón desatado por la furia de ella.

—Pero qué estás…

Antes de que pudiera terminar su oración, las palabras se manifestaron con claridad en la mente del Ángel del Apocalipsis.

—Estampida del fin del mundo.

Lanzas azabachadas abandonaron la punta de sus dedos y crecieron como vides furiosas. Una turba enardecida se formó en un parpadeo y borró a las guerreras en una nube sombría.

En la costa, el resto de los magos se alzaron en su dirección. Eran un grupo diverso, entre demonios, cazadores, y hechiceras, con distintos tipos de magia. Los observó desde su posición, como hormigas, hasta que flotaron ante ella.

—¡Charm, qué estás…!

Lanzó al hombre de Capricornio al otro lado de la costa antes de que pudiera acercarse.

Magia.

—Sonata de…

Acalló a un sujeto demoniaco de la tormenta impactándole un latigazo en el pecho.

Magia.

—¡Maldita sea, cómo puedes…!

Quitó a la demonio de sombras de su vista.

Magia.

El Ángel del Apocalipsis sintió su poder desquiciado apuñalarla desde el interior. Desplegó sus alas, negras, manchadas por el dolor que hacía sangrar su espíritu, y se elevó en los cielos. Lista para sepultarlo todo, lista para borrar el mundo. Descolgó sus brazos y abrió sus palmas. Las líneas de energía se movían y desviaban al chocar cerca de ella. Dos esferas vinotinto crecieron entre sus dedos, aunando un poder que hacía estremecer la realidad. El mundo mismo pareció guardar silencio, a la espera de que soltara el gatillo de su desolación.

Y cuando ya se sentía preparada, una nueva voz la interrumpió.

—Alhena, tú no eres esto.

Se detuvo.

Alhena…

Captó su atención.

Se trataba de una mujer de cabello negro, recortado a la altura de los hombros. Vestía una túnica morada. Sus ojos, anegados en lágrimas, la miraron con una tribulación tal que logró ralentizar toda la histeria que sentía.

—Por favor, no sucumbas ante el poder que te lastima. No pierdas el mando de quién eres de verdad. Tú eres la esperanza de este universo. Eres la luz que Zodiacci necesita para resistir.

¿Quién soy?

—Alhena, mírame. Mírame por favor. Yo puedo ayudarte. ¡No estás sola!

El Ángel del Apocalipsis se permitió un instante de duda. La volatilidad de su energía disminuyó. Las esferas de sus manos se redujeron, como motas deshechas por el viento.

La miró, con tal intensidad que la mujer sintió que podía perforar su cerebro. La energía revoloteaba por el aire con latigazos que le cortaban la piel como susurros. Sin embargo, no cedió, y se mantuvo firme ante ella. Poco a poco elevó su palma abierta para invitarla. Con toda seguridad, permitió que sus palabras la alcanzaran:

—Siempre cuidas de todos los demás, siempre nos sacas de apuros. Por eso es momento de que yo cuide de ti. Permíteme salvarte esta vez, Alhena.

Calidez. Sintió el abrigo de algo cálido tocarla, con tal intimidad que se encontró conmovida y vulnerable. La ventisca amainó, con soplidos raudos, por poco extintos. Los dedos del Ángel del Apocalipsis temblaron con un espasmo. Un tirón involuntario comandó su brazo a moverse. No sabía quién era ella. No sabía a qué se refería. No sabía por qué estaba ahí, ni bien el motivo por el que le hablaba. Pero quería tomar su mano. Quería sentir esa extraña calidez y familiaridad.

Quería sentir todo, menos dolor y miedo.

Quería que alguien la salvara.

Así que se rindió a ello.

Estiró su mano, dispuesta a confiar.

—¡Morirás, hija de puta!

Una mujer de rostro afilado y cabellera escarlata se anunció como una bala. Elevaba dos cuchillos en dirección a ella. Desplegó su magia en apenas un chistido. Una sarta de espinas se deslizó de su piel como serpiente y se disparó a atacarla.

El fuego se encendió de nuevo en el corazón del Ángel del Apocalipsis. La magia bufó, con una onda de energía que empujó todo a su alrededor. Interceptó a la asesina con apenas un giro. Aplastó sus dedos contra su garganta y la lanzó al mar con tal fuerza que elevó las olas a seis metros de altura con su impacto.

—¡Alhena, no!

Voló lejos, tan alto como para no escucharla ni volver a dudar. La magia se soltó de cada uno de sus amarres. El agua se meció con ferocidad y el cielo rugió a través de su tormenta.

Elevó los brazos y conjuró al océano completo. En torrentes huracanados hizo que el mar se levantara. Las olas respondieron a su dictamen y se movieron con vigor. Formó ciclones y engulló la costa. La corriente arrasó con los corales. Un tercio de toda el agua del reino de Piscis se alzó ante los ojos y el pavor de cada uno.

Hay hechizos hechos para amar.

Hechizos hechos para lastimar.

Pero ninguno es tan fuerte e irreversible como un hechizo hecho para olvidar.

Descargó la oscuridad que condensaba en su interior y gritó.

Por un mundo sin magia.

Lo soltó todo, y con ello se aseguró de borrar el mundo que tanto la lastimó.

Los corazones rotos profesan los más poderosos maleficios.

Y ahí, en medio de su llanto, ella había conjurado el apocalipsis.

I

La carrera del Dragón de Primavera

Reacomodó su postura y acarició la madera del timón. Era roble, límpido y bien bruñido, de un blanco inmaculado. La magia del barco jugueteó en la palma de su mano. Era como tomar volutas de fuego entre los dedos, que la mordían y se deslizaban entre las líneas de su piel. Alguien demasiado temeroso no podría resistir su contacto y se echaría para atrás, así como alguien impaciente haría estallar el motor al contagiar de inquietud la magia, por eso para navegar debía maniobrarse con toda templanza, sin dejar que sus emociones se salieran de control.

El dragón amenazó con perderse en la lejanía del horizonte. Su silueta se había reducido a una pequeña mota que saltaba de nube a nube.

Cerró los ojos. Inspiró con paciencia. El aire cargaba unas notas de humedad marcadas. Se acercaba una tempestad y la velocidad del viento se volvería inconstante. Contó hasta cinco y visualizó el recorrido. En su cabeza trazó el cálculo: la tensión necesaria para que las velas siguieran su ritmo y la velocidad a la que se alejaba la criatura. Estiró el telescopio plegable y sondeó el espacio hasta que la mira encontró a sus oponentes. Los barcos viraban hacia el occidente, rodeando el último tramo de la isla. Tenía poco menos de diez minutos si pretendía alcanzarlos.

—Angeline, agárrate bien y ni se te ocurra soltarte.

Dejó escapar el aire de sus pulmones. Giró sus manos sobre el timón y propulsó la nave a toda máquina.

—¡Princesa, deténgase!

La voz de su guardián quedó ahogada cuando el velero salió disparado y lo dejó atrás. La embestida del viento impactó con tal intensidad contra el rostro de la princesa que tuvo que cerrar los ojos. Angeline gritaba con todas sus fuerzas mientras se aferraba al palo de trinquete. La nave parecía una bala enloquecida que franqueaba el aire con intensidad. Poco a poco, la figura del dragón se le hizo reconocible. La criatura plegaba las alas y daba vueltas sobre sí misma, con la misma tranquilidad con la que los krakens en el mar de Piscis se regodeaban. Dejó escapar una sonrisa en tanto la brisa le desordenaba el cabello. Ahí, en mitad del cielo azul, podía sentirse libre en verdad.

El diseño aerodinámico de la aeronave la hacía ideal para sus escapadas matutinas. No requería tanto suministro mágico para volar hasta la distancia que ella deseaba, y conseguía velocidades impresionantes con solo deslizarse por la corriente. Era el complemento perfecto para ganar la carrera del Dragón de Primavera y demostrarle a su abuelo que estaba bien.

—Princesa.

Hermes apareció, volando al lado del velero, y le robó un sobresalto. Con ojos sorprendidos, despegó la mirada del cielo y se fijó en el paladín.

El sujeto le llevaba al menos una cabeza de altura. Su espalda ancha y torso robusto sostenían con virilidad una túnica blanca de bordado dorado con motivo de nubes que se zarandeaba ante la furia del viento. La piel aceitunada del hombre adquiría un tono luminoso bajo la resolana de la mañana, y su cabello castaño claro, a juego con sus ojos color miel, le conferían un aspecto más llamativo. Sin embargo, el detalle más distinguido de su apariencia era sin duda el par de alas plateadas que se desplegaban tras su espalda, el emblema de la Cofradía de Paladines; el selecto grupo de guardianes de la nobleza de Gémini. Unas alas tan fuertes y ágiles que eran capaces de alcanzar la velocidad de su barco.

Es Hermes, nunca debo subestimarlo, se dijo.

Dragones, ángeles y cielo: esa era la magia de Gémini.

—Princesa, detenga esta nave ahora mismo. No posee suficiente suministro mágico para ir y volver. Además, no tiene permitido participar en la carrera. Todavía se encuentra en recuperación.

La mirada de la princesa vaciló un instante. El sofisticado marcador de combustible en el tablero de mando descendía a un ritmo alarmante, acercándose con mayor rapidez al indicador rojo de peligro. Regresó su mirada al horizonte, firme. Afianzó sus dedos al timón y ordenó al barco ir más rápido.

—¡Princesa! Si se queda sin suministro mágico va a caer al vacío.

No le importó. El barco exhaló una vaharada mágica y se propulsó lejos, dejando a su guardián atrás una vez más. Ya no la podría alcanzar. Por más poderosos que fueran los paladines, todos tenían un límite y Hermes estaba sobrepasando el suyo para igualar la velocidad de su barco. Se aseguraría de ofrecerle una disculpa cuando volvieran al palacio, pero no podía dar vuelta atrás.

Se permitió observar el marcador de combustible por otro segundo. La aguja descendía con una rapidez angustiante. En sus cálculos no estaba tener que incrementar su velocidad. Gruñó por lo bajo. Era culpa de Hermes haberla puesto en esta situación, ella lo tenía todo controlado. Ojeó al dragón y midió la distancia entre ambos. Se empapó un dedo de saliva y palpó el viento bravo. Reparó en las nubes a su lado y en la densidad de la marea al cortarle el paso. Lo conseguiría, a pesar del cambio en sus cálculos, lo podía lograr.

—Prin… ce… sa —El alarido trémulo de Angeline llegó a sus oídos.

Viró el rostro en dirección a su dama de compañía. Angeline se sostenía de todo lo que estaba a su alcance, con lágrimas en el rostro. No sabía si temblaba debido a la fuerza con la que se movía la embarcación, o si se trataba de miedo, pero se sintió culpable de ponerla en esa situación.

—Haré que valga la pena —le dijo.

Un pitido de advertencia estalló en el tablero de mando. El marcador de combustible alumbraba en rojo con una luz intermitente. La joven intercambió la mirada entre el tablero y el horizonte. No había suficiente suministro mágico de combustible para obligar a la nave a frenar de manera segura bajo esa velocidad. Solo tenía una alternativa. Elevó el rostro y comprobó que estaba muy cerca del dragón; seguía girando sobre su eje, desentendido. Pero más importante: a solo tres metros, las nubes se curvaban hacia él y perdían su figura para cobijarlo en espiral. Sonrió, segura de su teoría.

Lo lograría.

Apretó sus puños y propulsó la embarcación a su límite. Eran –ella y el barco– una flecha que rompía el viento en dos, una lanza imparable que rasgaba la corriente y se abría paso en la marea aérea sin parar. Una bala de cañón que podría explotar de no proceder de la manera correcta.

Cinco, cuatro, tres…

—¡Vamos a m-mo… morir! —gritó Angeline.

Dos, uno…

La onda de energía que procedió la impactó con tanta fuerza que la empujó de bruces por la borda. ¿Fallé? Se preparó para todo, el fuego y las astillas hendiéndole la piel. La fuerza centrífuga aplastándole el corazón. La caída.

Pero nada de eso llegó. Abrió los ojos, lenta, muy lentamente, y se encontró consigo misma suspendida en el aire. Flotaba, al igual que su barco, con las cajas y barriles apilados en la popa. No pudo evitar soltar una risa de triunfo por el alivio. El chillido de Angeline no cesaba a pesar de haberse salvado.

—Angeline, deja de gritar, no ves que nos salvam…

Las palabras se secaron en su garganta, incapaz de hablar de repente. Encontró el verdadero motivo por el que su dama de compañía no paraba de gritar. Frente a ella, las inmensas pupilas del dragón de tercera categoría la escrutaban en un silencio aterrador. No se atrevió a moverse ni a apartarle la mirada. Él causaba la distorsión espacial que las había salvado. Su energía estelar creaba un pequeño campo gravitacional que le servía a modo de escudo, para contener balas de cañón o disparos en su contra; ella lo sabía y utilizó ese escudo para frenar sin hacer estallar su nave.

No podía moverse, ni siquiera tragar saliva ante él. La mirada pétrea de la criatura la mantenía paralizada. En sus planes no estaba quedar suspendida en el aire, indefensa, frente a él.

—¡Princesa!

Su guardián apareció a lo lejos y su voz alertó al alado. La criatura abrió sus fauces. El horror se vertió en las palabras de su guardián, que no lograría alcanzarla. La joven contempló la fila de dientes que se acercó a ella.

Por las estrellas, que funcione por favor.

Cerró los ojos, tomó el frasco de vidrio destapado que colgaba de su cinturón y se entregó al destino, en el momento en el que una flama azul se expelió de la garganta del animal y lo cubrió todo en su fuego.

—¡PRINCESA!

Frescura. Aquello se sentía como un manantial que restauraba; no quemaba, por más que el calor del fuego fuera incuestionable. Aquella flama era fresca y ligera, tan similar al agua que parecía real. Abrió los ojos y comprobó su sospecha; su más arriesgada apuesta. El fuego no había dañado nada, ni a ella, ni una sola pieza del barco, ni a Angeline. El ardor de la llama duró apenas diez segundos y se apagó con una leve brisa que dejó un viento helado. Permitió que la serenidad la empapara. Su piel se erizó ante la vigorosidad. La sensación le recorrió el cuerpo con un cosquilleo intenso. El barco respondió a la intempestiva descarga y todas las agujas del tablero chocaron descolocadas, al igual que la vela del mástil se tensó, erguida por el fuego; recargado en su totalidad. El fragante aliento de las Salamandras Azules, también conocido como el Suspiro de Magia. Una ventisca capaz de recargar de poder cualquier cosa que toca. Cualquier cosa. Observó el recipiente en sus manos y comprobó la flama danzante que atesoraba su interior. Con una sonrisa de victoria, selló el frasco.

—Bien, es momento de ganar esta carrera.

El zumbido de las naves aéreas quebraba la quietud del cielo con una estridencia desenfrenada, deshaciendo las nubes en telarañas desperdigadas. Los gritos ensordecedores, provenientes de las tribunas flotantes, batallaban para hacerse oír por encima del rugido de los motores. Pero ninguna era tan potente como la voz de Claudius Euterpe, el maestro de ceremonias de la Corte Real de Gémini, quien, amparado por su magia de canto, lograba que cada palabra suya rebotara por todo lo amplio del cielo.

—¡Cinder rebasa a Ventosa! El Duque Dracoris esquiva el derrape de la joven Capritzo y se posiciona en primer puesto. ¡Mis periodistas me informan que la fragata de Anabolena Marejada quedó fuera de combate tras el aletazo del dragón de roca instalado al final de la segunda vuelta! ¡Y la carrera se cierra a su último tramo! Pero ¿podrán los navíos soportar el corte final del huracán desatado por el dragón de tormenta de primera categoría, Aerolimbusiem?

Los ojos de todos los presentes saltaron hacia el occidente cuando los bramidos de los truenos de la tormenta zurraron el viento. Un inmenso torbellino enrollaba el aire, fundiéndolo todo al interior de sus fauces destructivas. Una exhalación de sorpresa se cobró la multitud.

La carrera del Dragón de Primavera era el evento más importante de la temporada en Gémini. Pilotos de las distintas regiones de la Nación de los Exploradores acudían al Palacio Flotante de la Marea para enfrentarse a una serie de obstáculos en las que su único objetivo era doblegar la potente magia de dragón y hacerse con el primer puesto. La velocidad, la precisión y el barco elegido eran claves para conseguir el premio máximo. Entre esquivar perdigones de dragones de lava, a vencer el campo eléctrico de los dragones de trueno, cada obstáculo era tan intenso como mortal, por lo que solo los más calificados marineros podían inscribirse.

Sesenta cámaras aéreas cubrían el espectáculo y proyectaban las imágenes en el cielo, con una cobertura completa que abarcaba toda la pista. A pesar de que varios barcos revoloteaban por los puntos iniciales de la pista, la atención del público se concentraba en el último tramo, dominado por los pilotos de elite de la nobleza de Gémini: el Duque Dracoris, un veterano del Consejo Real; Yona Capritzo, la joven heredera de una de las familias más pudientes de Gémini; Cinder Aureola, un desafiante e intrépido mago de luz; y Ventosa Nube, una de las hijas del Ministro de Transporte, Fragatus Nube.

Pero una pequeña plebeya logró captar primero que nadie el giro que daría la carrera.

En principio, aquello pareció apenas un destello que cruzó como una bala por entre el zigzag de dragones de viento; «una falla en el metraje», señalaría un periodista. Al doblar la esquina, el destello seguía ahí. Burló al dragón de roca y esquivó con gracia los perdigones de fuego. La plebeya no dejaba de verla, en tanto la mota de luz saltaba de cuadro en cuadro, en cada una de las imágenes capturadas por las cámaras. Señaló entusiasmada con el dedo. Nadie le puso atención, más que unos pocos despistados que se giraron por inercia en la dirección que señalaba. Era impresionante. Un diminuto barco con apenas un palo y un juego de velas, pero que conseguía deslizarse en la corriente con la precisión de una flecha. Al cabo de dos minutos, toda la tribuna Este se concentraba solo en ella. Solo entonces, el presentador se atrevió a mirarla.

—¡Por las estrellas! ¡Una nave no identificada ha cruzado la pista! No solo eso, rebasó a Xandros y a Anabolena. ¡Se ubica quinta en la tabla de posiciones! ¿Pero quién es este piloto? ¡Acercamiento, por favor!

Una de las cámaras del equipo de prensa de Claudius saltó de su lugar y descendió como un meteorito. La imagen reveló a una marinera de cabello escarlata revuelto, con una gabardina azul ajada ceñida al cuerpo y sombrero ancho cubriéndole el rostro. Tan pronto como la joven sintió la presencia de la cámara, derrapó en sentido contrario, empañando de espuma nubosa la cámara. La multitud estalló en éxtasis ante la jugada.

La aeronave rebasó los últimos obstáculos y se emparejó con la nave de la última posición de la elite. Ventosa giró la vista hacia ella. La mujer ni siquiera le devolvió la mirada. Pero no fue eso lo que llamó su atención. No había tripulación asistiéndola. Ella sola era capaz de mantener los niveles de aquel navío y alcanzar dicha velocidad. Tal fue su ensimismamiento, que la joven no se percató del cúmulo de nubes apostado frente a ella. Giró el timón con desespero, pero su barco chocó con la nubosidad.

—¡Y Ventosa Nube queda descalificada! —chifló la voz reverberada de Claudius.

El barco desconocido aceleró. Todos los ojos estaban puestos en ella. Los arlequines de la casa de apuestas saltaban entre la fila de espectadores, con un nuevo letrero que señalaba a la infiltrada. Una a una, las moneadas de oro empezaron a saltar en su favor.

Cerca al huracán, la marea se había convertido en una malla de relámpagos. Si el voltaje de la tormenta tocaba los sistemas mágicos de los barcos, incluso el mejor navío podría quedar fuera de la carrera. El Duque Dracoris iba a bordo de un inmenso acorazado gris con doble turbina y motor que proyectaba flamas largas en la cola con cada movimiento; una tripulación de más de quince hombres corría por doquier para mantener andando la nave. Yona Capritzo, en cambio, viajaba en una liviana aeronave de monocabina que se asemejaba más a un aeroplano. Sin embargo, en la parte posterior gozaba de una cola ancha en la que dos sirvientes calibraban las alas y mantenían a tope el motor. Cinder Aureola dirigía un largo, pero angosto, buque, cuyo sistema de remos servía como propulsor.

El velero desconocido se ubicó a contados metros de Cinder. El joven mago la miró con desprecio. El rostro de la marinera seguía cubierto bajo el ala de su enorme sombrero.

—Un verdadero marinero revela su rostro, ¡es cuestión de honor!

La joven posó sus manos sobre el mango del timón. Estaban untadas de una flama danzarina de color azul. El fuego se deslizó por entre las hendiduras de la madera y alimentó el motor del barco. Con un giro decidido, el velero se arqueó y consumió la distancia que la separaba de Cinder, ubicándose paralelo al buque. El mago soltó un gruñido y gritó a su tripulación.

—¡¿Acaso van a dejar que una mugrosa desconocida nos humille?! ¡Necesito magia y carbón! Los remos a tope. ¡Rápido, inútiles lastres!

El mago devolvió la mirada a la joven. Su rostro se contorsionó en furia cuando la encontró cerca de rebasarlo. El movimiento del velero era desmesurado. El viento se fundía a la perfección con su silueta, deslizándolo a una velocidad inmejorable que solo podía ser alcanzada por una nave de su tamaño. La mirada de Cinder regresó al frente. El huracán se cernía a escasos metros, así como el rugido de su tormenta al interior. Una sonrisa pedante le estiró los labios.

—¡Es tu fin, mugrosa! No podrás frenar a tiempo, no hay forma de que consigas equilibrar la velocidad del barco para remontar.

Cualquier marinero sabría que la única manera de abordar una tormenta sería girar en dirección al viento, para tomar el quiebre en lo alto de la cresta y escapar de ahí; de lo contrario, caería presa del vórtice al menor error.

Pero ella no era cualquier marinera.

La fuerza centrífuga del huracán alcanzó las naves. La succión del viento estremeció el aire a su alrededor.

Cinder dejó correr todo el timón hacia la derecha y tensionó su cuerpo para resistir.

—¡Todos viren a estribor!

Al entrar en contacto con los latigazos del viento, el buque se ladeó, listo para recorrer en espiral el tallo del huracán. Desplegó su mirada al horizonte y la volvió hacia su contendiente.

La joven aceleró a máxima potencia, obligando al motor a aullar toda su fuerza concentrada. La cola del velero crujió y desplegó una grieta con el soplido de magia que escapó de la coraza. Y como la bala de un cañón, rompió al interior del huracán, de frente.

—Esa mujer está loca…

El mago no pudo girarse a tiempo para notar el cambio de densidad sobre la zona. El aire se había hecho espeso y la movilidad reducida fue lo único que llegó a alertarlo, demasiado tarde. Por entre la lluvia que empañaba su vista, llegó a notar la figura. Garras de escamas inmensas que ahora envolvían el buque como el velo iridiscente de la neblina.

—¡No, no, no! ¡Maldición! Necesitamos perder altura, necesitamos desacelerar…

Pero era demasiado tarde. El aire brumoso se deshizo y reveló la garra del dragón, que tomó impulso y lanzó de un zarpazo al buque lejos de ahí.

Cualquier marinero sabría que la única manera de abordar una tormenta sería girar en dirección al viento, excepto si se trataba de un huracán creado por un dragón de aire, en cuyo caso lo más probable sería que el huracán sirviese como nido para la criatura.

—¡Y Cinder queda des-ca-li-fi-ca-do! —cantó la voz extasiada de Claudius—. ¡Apuesto a que esa no se la vio venir nuestro joven mago de luz!

En lo alto de la cresta del huracán, Yona Capritzo había rebasado al Duque Dracoris. La joven heredera escogió aquella diminuta aeronave, luego de que una fuente confiable le soplara a su familia cuál sería la última prueba; necesitaba velocidad, por encima de cualquier cosa. El pesado acorazado del duque nunca sería rival para su liviana embarcación. Por fin se coronaría como la mejor piloto de Gémini.

Un destello azulado provino del interior del huracán. Yona giró por reflejo. Aquello no parecía un simple relámpago. Entrecerró los ojos y divisó una figura que se movía a su misma velocidad, por entre las capas neblinosas. El brillo azul estalló de nuevo, y por fin pudo verla con claridad. Se trataba del velero desconocido, que jugaba en la cortina de lluvia del huracán, una de las capas intermedias de la tormenta; tan fina y delicada que podía romperse al menor cambio de presión y succionarlo todo al interior del vórtice, pero el mejor vehículo para desplazarse por la tormenta a gran velocidad.

El rostro de Yona se descompuso ante su aparición. ¡¿Cómo es posible que se sostenga con tal firmeza ante la proximidad al centro del huracán?! Incluso a ella le costaba trabajo mantener el ritmo en la periferia de la tormenta. Observó con atención, la pequeña embarcación lucía quebradiza. La madera a los bordes empezaba a ceder por la presión destructiva del huracán. Dos alerones azules de fuego sobresalían de los laterales, como aletas pequeñas formadas por las flamas diminutas.

—¿Quién es esta novata? —gruñó Yona con desprecio, en tanto reajustaba los cambios de su nave para remontar la marea picada. Guio su mirada hacia lo alto y divisó el quiebre. Una línea en la que la corriente destructiva del huracán se liberaba. Si no tomaba esa salida, quedaría atrapada al interior del huracán. La carrera se definiría ahí, quien alcanzara primero el quiebre ganaría. La joven heredera de los Capritzo imprimió su magia en la aeronave y aceleró sin contenerse, dejando atrás al velero que resistía aún al interior.

Justo antes de alcanzar la salida, una inmensa cabeza emergió de entre las nubes y liberó un rugido, destemplando las corrientes de viento. Era Aerolimbusiem, el dragón de tormenta de primera categoría, obrador de dicha tempestad. La potencia de su aparición cambió la intensidad de las corrientes. El quiebre se deshizo, con un nuevo choque de viento que destruiría cualquier objeto que se le acercara: aquella se había convertido en la región más peligrosa de todo el huracán, y Yona se dirigía a toda velocidad hacia allá, sin poder detenerse. Su barco no tenía el peso para frenar, y cedía a la nueva succión del viento. Desesperada, la joven movía botones en la pantalla de mando, pero nada de lo que hacía daba el menor resultado.

En ese momento, el velero desconocido quebró entre las nubes de la cortina de lluvia y se ubicó frente a ella. Estamos en la misma situación, pensó Yona. Ninguna lograría eludir la presión de la corriente para liberarse del choque.

¿O no?

La desconocida liberó su ancla y se la lanzó a Yona. La joven no comprendió lo que hacía, pero uno de sus sirvientes, tembloroso y aterrorizado, la agarró y afianzó el barco a esta.

—¡¿Qué haces, imbécil?! —le gritó Yona, intercambiando su mirada entre el sujeto y su contrincante. ¿Qué trama?

La voz enloquecida de Claudius resonó fuera del huracán.

—¡Las dos aeronaves se acercan al punto final! Ninguna tiene el peso para vencer la succión del huracán, ¿lograrán algo? ¿Podrá nuestra desconocida remontar este último obstáculo? ¡¿Será el fin para ambas corredoras?! ¡La carrera del Dragón de Primavera no había gozado de una edición tan emocionante como esta en décadas, señoras y señores!

La joven desconocida se giró hacia atrás. Yona pudo capturar su rostro en una fracción de segundo, por debajo del cuero del ancho sombrero. Una mirada de ojos penetrantes, verdes, como afiladas esmeraldas. Tan pronto como comprobó que el sirviente de Yona había tomado el ancla, se dio la vuelta de nuevo. La heredera de los Capritzo regresó el vistazo. El choque era inminente. Apretó los dientes, se tapó los ojos y clavó sus uñas al timón.

—Tripulación, prepárense para el impacto.

En ese momento, la marinera extraña saltó. Se dejó embestir por el viento enloquecido, liberándose del agarre. El viento la elevó en un instante. Llegó hasta lo más alto de la vela en apenas un parpadeo y se agarró al palo. Liberó todas las cuerdas de su agarre y una potente vela se soltó de su amarre, tan grande como la totalidad del barco. El efecto paracaídas inclinó el barco, en un surco perfecto con el que se posicionó perpendicular al torbellino de viento, con la vista fija en el ojo del huracán.

—¿Acaso…? —La idea brilló en la cabeza de Yona. Sus gestos se tornaron aterrorizados—. ¡¿Perdiste la cabeza?! Nos vas a matar si haces eso. La fuerza que succiona por el ojo del huracán nos despedazará —Se viró a toda prisa a su sirviente—. ¡Suelta esa maldita ancla ahora, zoquete!

Pero ya no había quien la detuviera. La joven desconocida se deslizó por el palo de la vela. Todas las cámaras la enfocaron. Elevó un frasco de cristal en una mano, en cuyo interior guardaba una flama azul, y lo lanzó contra el suelo, gritando a todo pulmón:

—¡Fuego de salamandra azul!

Las llamas envolvieron el barco completo y rebasaron su silueta, formando la figura de un poderoso alado, largo, de alas curvas, en el fuego que quemaba las nubes. Un rugido nació de entre la madera. Con las manos fijas en el timón, la marinera continuó:

—¡Ahora!

Todo el fuego se concentró en la cola de la aeronave. Como una bengala, el velero se disparó, atravesando el ojo del huracán, superando las corrientes revoltosas, ante los ojos de Aerolimbusiem. El dragón de la tormenta chilló al verlas fuera de su torbellino, provocando que las corrientes se sincronizaran a su alarido. La joven desconocida haló sus cuerdas de nuevo, reteniendo la vela. Giró el timón a toda máquina y apretó con fuerza. El velero se movía como si se tratara de un alado más. Acató las órdenes, y en cuestión de un segundo, desvió su trayectoria y esquivó el mordisco de Aerolimbusiem, con la aeronave de Yona Capritzo anclada atrás.

Nadie pudo escuchar otra cosa que el grito parejo de la multitud que clamaba por ella. Ni bien el rugido de los dragones, o los motores de los barcos que estacionaban para mirarla. Gémini se convirtió en un mar parejo de ovaciones y aplausos. El velero descendió con lentitud, en un espectáculo de luces que bañaban de oro la imagen, y aterrizó con gracia ante la tribuna flotante en la que se ubicaba Su majestad, el rey de Gémini, Orión Gemínides. Todos los nobles se encontraban embelesados ante su aparición. ¿Quién es esa jovencita desconocida que ha sido capaz de superar a los mejores corredores de la elite de Gémini? ¿Cómo pudo vencer con tal facilidad cada uno de los obstáculos?

El rey descendió de su estrado y se acercó hacia ella, con una mirada cauta.

—Este ha sido un espectáculo digno de ángeles y dragones, nuestros ancestros. La multitud clama por usted, sin saber siquiera cómo se llama, jovencita. ¿Nos complacería al revelar su verdadera identidad?

Con las manos fijas en el timón y el rostro gacho, oculto por su sombrero, la joven dejó escapar un resoplido de satisfacción. Inclinó el rostro y lanzó el sombrero por los aires, consiguiendo que su cabellera escarlata saliera desenfrenada al encuentro con el viento. Sus ojos verdes dieron con los del rey, al tiempo que estos se agrandaban, estupefactos. Una sonrisa de victoria enmarcaba el rostro blanco de la joven. Con voz desafiante, exclamó:

—No soy otra que tu nieta, abuelo. La princesa Alhena Gemínides, la mejor marinera de Gémini.

II

La Princesa Heredera de Gémini

Oro, pipa y ron, pirata es lo que soy…

Los cánticos navales inundaban las calles empedradas. El sonido de las panderetas al chocar con las palmas gitanas avivaba las tonadas. El aire estaba infestado por el tufo de la cerveza y el vino. Desde su carpa alejada podía contemplar el Festival del Dragón de Primavera, con las bandejas atestadas de comida y las risas que ataviaban la atmósfera.

—¿Qué te parece, Alhena? Este es tu reino, esta gente es tu pueblo.

Alhena se dejó guiar por la voz de su abuelo, el rey de Gémini, Orión Gemínides. Los observó con un brillo soñador en la mirada. La tarde había empezado a caer, bañando de un tinte anaranjado las calles. Mercuriem, la capital de la Nación de Gémini, lucía radiante bajo esos colores. Pero, sin duda, nada de ello se comparaba con la sensación que despertaba en ella el sentir de las gentes, rebosantes de dicha. Se inclinó desde su palco, apoyando los codos en el borde del alfeizar de madera que delimitaba el estrado del trono.

—Me encanta ver su alegría. Su risa es contagiosa y su energía desbordante —La joven princesa dio un vistazo de regreso a la carpa de la nobleza, retirada un par de metros del festejo en la plaza. El grupo de nobles que se concentraba en su interior apenas y sonreía, pasando sorbos de bebidas en fina cristalería y apurando los bocados que los meseros les acercaban. Un contraste aterrador para la feria que se celebraba afuera. La joven soltó un suspiro y regresó la mirada hacia el pueblo—. ¿Puedo ir con ellos?

Su abuelo soltó una risa incrédula y se limpió la boca con una servilleta.

—¿¡Ir con el pueblo?! No digas barbaridades, eres la princesa, no una plebeya corriente. Tu lugar en este festejo está aquí. Mira lo felices que son viéndote.

El hombre señaló a un grupo de jovencitas que, al pasar cerca de ella, empezó a gritar y corretear por todas partes. Alhena se sonrojó.

—Pero ¿qué sentido tiene que nos presentemos aquí como estatuas si no podemos participar del festival con ellos?

—Ya les dimos suficiente de nosotros hoy, la carrera está diseñada para eso. En especial tú, diste mucho más de lo que te correspondía.

Las mejillas de Alhena se tornaron rubicundas ante la mirada juzgadora de su abuelo.

Tan pronto como reveló su identidad ante los ojos de pueblo entero, un clamor incomparable estalló en todo el cielo. No había rugido de dragón que pudiera equipararse al fervor de la gente, saltando y chiflando por ella. Su abuelo, así como su Corte, quedaron pasmados. Alhena esperaba una reprimenda, al menos un regaño, pero, en cambio, su abuelo soltó una risotada que fue acogida con gusto por todo el pueblo de Gémini.

Los otros competidores se limitaron a mirarla con desprecio tan pronto como aterrizaron o fueron remolcados de regreso a las tribunas; en especial Yona Capritzo, quien no paraba de gruñir cuán humillante había sido verse arrastrada por su velero. La procesión siguiente de felicitaciones tuvo además una entrevista por Claudius Euterpe, quien no la soltó un solo segundo de vuelta a la plaza para el festival.

Ese día, Alhena por fin se había sentido parte de Gémini otra vez.

—Sigo sin comprender cómo lo hiciste —continuó su abuelo, con la mirada distraída en su copa de cerveza helada—. El Alevorus 320 que elegiste goza de un suministro mágico ejemplar; para viajes cortos, sin duda. No para una carrera de largo aliento. Menos para alguien sin magia.

Alhena sintió una corriente gélida filtrarse por entre sus huesos ante la mención. Pasó el trago amargo e impostó una sonrisa.

—Una buena marinera nunca revela sus trucos, señor rey —respondió ella, en tanto se comía una fresa con chocolate. Por el rabillo del ojo observó las cejas de su abuelo enarcarse hacia ella. No pudo evitarlo y soltó una risa divertida—. Usé aliento de Salamandra Azul.

—¡¿Usaste qué?! —Su abuelo se incorporó como si se hubiera atorado con una uva, con un gesto de alarma—. ¡¿De dónde sacaste eso?!

Alhena le regresó el vistazo, risueña.

—Antes de entrar a la carrera fui por él. Ya sabes, las Salamandras Azules rodean el palacio y se pasean por entre las nubes en la mañana. Tú mismo me lo explicaste la primera semana.

Orión se escurrió en su silla, con una larga exhalación. Pasó su mano por su rostro arrugado y negó con la cabeza.

—Vas a matar a este pobre viejo de un infarto un día de estos. ¡Debes ser más prudente y tener cuidado! Eres la…

—Princesa heredera de Gémini… —Imitó ella, con el tono estrafalario de Claudius Euterpe. Ante la expresión de desconcierto, soltó una risotada—. Y como la princesa heredera, no puedo quedarme postrada en mi habitación sin hacer nada mientras mi magia y mis recuerdos se recuperan. Hoy pudiste comprobarlo —La joven levantó la enorme y pomposa falda del vestido al que le habían obligado a cambiarse tras la carrera, y se puso de pie. Con dulzura depositó un beso en la frente de su abuelo—. No tienes nada de qué preocuparte. Ahora, si me disculpas, iré por un poco de ponche.

Alhena abandonó el estrado antes de que su abuelo pudiera contestar algo más. Tan pronto como puso un pie fuera de la plataforma de madera, la inmensa silueta de un ser alado se despegó de la columna aledaña y se acercó a ella. Sus ojos intimidantes la fulminaron con total severidad. Todos los músculos del cuerpo de la princesa se tensaron ante su presencia. Frente a ella, Hermes Dozier, Paladín Séptimo de la División Real, su guardia personal, hizo una reverencia deferente y le reafirmó sus respetos.

—Su alteza —La voz grave de Hermes se asemejaba al soplido de una tormenta.

Alhena cotejó las alas de Hermes con cierta curiosidad imprudente cuando este se irguió ante ella. Todavía le costaba seguirle el ritmo a la cantidad de información con la que la bombardeaban a diario sobre su reino. Pero si algo sabía con claridad era el papel que empleaban los paladines en su civilización. En el inicio del universo de Zodiacci, las diez estrellas primarias que conformaban la constelación de Gémini tomaron forma en diez ángeles sagrados. Su magia fungió los pilares de la civilización de los cielos, aquella que edificaría viajeros y exploradores, soñadores y marineros de las nubes. Pero para sostener el orden sobre la tierra, los ángeles dejaron caer algunas de sus plumas en la humanidad para fundirse con ella; así fue como nacieron los paladines. Habilidosos guerreros de luz dotados de gloriosas alas con las que surcar los cielos.

Los paladines fueron designados por los diez ángeles santos, como la lanza y el escudo que defendería a Gémini. Su raza es exclusiva a esta región de Zodiacci, y el don de sus alas pasa de generación a generación de guerreros de manera rigurosa. La Cofradía cuida del Palacio Flotante de la Marea, en donde habita la realeza de Gémini; y, aunque tienen prohibido mostrar sus alas por fuera del palacio, a menos de que se trate de una emergencia, el Festival del Dragón de Primavera parecía ser una excepción; por donde quiera que mirara, podía encontrar las brillantes plumas plateadas de los guardianes de Gémini.

La princesa le devolvió la reverencia con torpeza.

—Hermes, lo siento mucho por lo de esta mañana. Sé que tu trabajo es cuidarme, y no debería hacerte la tarea más difícil. Pero necesitaba participar de nuevo en la carrera.

El paladín sonrió servicial.

—Princesa, antes que nada, es mi deber recordarle que no debe inclinarse ante mí, ni ante ningún otro que no sea Su majestad, el rey. La gente de la Corte podría tomarlo como una señal de debilidad de su parte —Al escuchar esto, Alhena notó algunas miradas indiscretas que la reparaban con sorpresa, y que se apartaron tan rápido como ella volteó a verlos—. Por lo demás, no tiene por qué molestarse. Fue Angeline quien se llevó el peor susto.

Con pasos tímidos, Angeline se asomó de su lado. El rostro estaba colorado por la mención de su nombre. La miró de reojo, incapaz de sostenerle la mirada.

—Pri… pri-princesa… ¿ne-necesita… algo? N-no debería… ba-bajar del estrado. Y-yo puedo… puedo llevarle l-lo que ne-necesite.

—Está bien, Angeline. Yo misma puedo servirme un poco de ponche —Le sonrió ella, a lo que la dama de compañía soltó un respingo y alejó la mirada.

Angeline y Hermes conformaban su séquito de servidumbre personal en el Palacio Flotante de la Marea. Angeline Morphius era su dama de compañía. Se trataba de la persona con quien más tiempo pasaba en el palacio y no la dejaba sola más que para dormir. Aparentaba su misma edad, de cabello negro, recogido en un moño mal anudado, ojos azules de párpados y ojeras marcadas; nariz ancha y abultada, labios redondos y mejillas coloradas al natural. Era tímida en extremo. Su voz se manifestaba apenas en un hilillo que se extraviaba ante el menor ruido aledaño. Las acciones más diminutas la ponían nerviosa, y era incapaz de entablar contacto visual sin paralizarse o ponerse roja. Hermes era su guardaespaldas y estaba siempre cerca de ella; usualmente, a un pasillo de distancia, atento a cualquier peligro o emergencia. No eran sus amigos, eran sus sirvientes, pero en aquellos pocos días se habían convertido en parte esencial de su vida.

La joven se abrió paso por entre los nobles, desatando las miradas de todos los grupos cercanos. Pese a que ponía su mayor empeño en ello, aún le costaba maniobrarse con prendas como esa. Entre intentar mantener la respiración con el apretado corsé y no pisar una de las capas de falda del vestido, podía asegurar que era mucho más complicado que timonear un barco. Llegó a la mesa de bebidas y una voz chillona cobró su atención cuando terminaba de tomar una copa.

—Pero miren quién está aquí. Si es la piloto infiltrada, digo, la princesa heredera.

Al girarse sobre sus talones, se topó con Yona Capritzo. Una joven de cabello rubio, piel negra y rostro puntiagudo, que la taladraba con la mirada. La princesa le concedió una sonrisa modesta, antes de contestar.

—Yona, espero no sigas molesta por el resultado de la carrera. Al final se trataba solo de un evento para entretener al pueblo, ¿no? —Le extendió la mano a modo de zanjar el altercado. La joven observó su mano con las cejas apretadas y la tomó con reticencia.

—¿Molesta? Para nada, tengo cosas más importantes en mi vida que una estúpida carrera. ¡Enhorabuena por usted, princesa!

Alhena podía percibir el tono sardónico con el que arrastraba cada una de sus palabras, así como su mirada afilada, colmada de irritación. Se disponía a marcharse, cuando tres señoritas de ojos vidriosos y azules, ubicadas tras de Yona, le clavaron sus miradas sincronizadas.

—Ese fue todo un espectáculo. Y creo que nadie aquí lo esperaba; nuestro padre dice que tu recuperación no avanza —espetó la primera. Alhena la reconoció al instante. Llevaba el cabello revuelto aún por la carrera, y a diferencia de Yona, no se había cambiado el traje de corredora por su vestido aún.

—¡Ventosa! ¡Él no dijo eso! Dijo que sería un proceso lento y de muchos esfuerzos, pero que lo estaba haciendo bien, Su alteza —corrigió la segunda con gestos abochornados.

—¿Recuperación? ¿De qué recuperación están hablando? —preguntó la última, lamiendo un helado con despreocupación.

Ventosa, Brumosa y Esponjosa. Las hermanas Nube –hijas del Ministro de Transporte y mano derecha de su abuelo, Fragatus Nube– eran trillizas idénticas. Sus cabelleras azul pálido eran largas, y matizaban el color blanco en extremo de su piel, lo que les daba un aspecto frágil, casi enfermizo. Sus cuerpos eran gordos, de brazos, caderas y senos grandes. Brumosa y Esponjosa vestían ese día unas batas largas y vaporosas color celeste que parecían combinar con su apariencia llamativa. Ventosa era ruda y contestataria. Respondía sin la menor prudencia posible y no le importaba levantar más de una queja en la sociedad. Brumosa era gentil, pero su necesidad de agradar a cada persona que la rodeaba y mostrar siempre su mejor versión le generaba desconfianza. En cuanto a Esponjosa, no era más que una jovencita distraída e indiferente; nunca demostraba entusiasmo por nada que no fueran dulces.

—Pueden estar tranquilas. La recuperación avanza a la perfección. Ahora, si me disculpan.

Alhena se abrió paso por el centro del grupo reunido ante ella, con la copa de ponche entre sus manos y la postura determinada para quitárselas de encima. No obstante, a punto de librarse de ellas, la voz de Yona la detuvo de nuevo.

—Salud, princesa. Espero que ahora que está de vuelta compartamos más que nunca.

El gesto viperino del rostro de Yona se le grabaría hasta el final del día. Se apartó de ahí, con Hermes y Angeline de su lado, y volvió de regreso al estrado del trono. Los rayos de sol estaban a punto de ocultarse del todo. El festival se daría por terminado en un par de minutos, al menos la presencia de la realeza en él.

Cuando volvió al estrado, encontró que la cena ya había sido servida: puerco con salsa, papas asadas con mantequilla, postres rebosantes de crema y pequeños aperitivos de donde escoger. Con entusiasmo, Orión la instó a seguir a la mesa.

Alhena se sentó junto a él y empezó a comer. No pasaron más de dos minutos, cuando un paladín de la Guardia Real se anunció frente a ellos con apremio.

—Su majestad, perdone que le interrumpa, pero es un asunto de extrema urgencia.

Los ojos de los presentes pasaron al paladín, incluidos los de los sirvientes. Orión gruñó con desagrado; detestaba ser interrumpido mientras comía. Con un gesto hosco le indicó a Angeline que le sirviera vino. La joven se estremeció y corrió a tomar la botella. Solo entonces, el rey le asintió al paladín, como señal de que podía continuar.

—Encontramos una nave de Acuarianos a las afueras del territorio. Esclavos prófugos. Los hemos capturado, ¿qué dispone hacer con ellos?

—Lo de siempre —balbuceó el rey con la boca llena, sin dejar de mirar su plato.

Alhena sintió una telaraña de inquietud extenderse desde su corazón a todo el resto de su cuerpo. La tensión del ambiente parecía congelarlo todo. El aplomo en la postura del paladín, el gesto de Angeline, que batallaba por dejar de temblar para servir la copa, y el fastidio de su abuelo, impaciente por beber un sorbo.

Fuera de Gémini, Zodiacci vivía algo, crudo, agonizante y convulso. No gozaban de la calma de un festival como el suyo, ni de la quietud que se vivía en el Palacio Flotante de la Marea. Un mundo que estaba en guerra.

Su abuelo se lo había explicado todo: La Guerra de las Constelaciones inició cuatro años atrás, cuando Leo y Libra traicionaron a las casas nobles y atacaron a Cáncer en un intento por desestabilizar el equilibrio y tomar el control de las estrellas. La Nación del Sol fue aplacada. Como consecuencia, la paz se rompió y las casas menores se levantaron en una cruzada por derrocar a las casas nobles, encabezadas por Libra.

Zodiacci vivió momentos de anarquía que estuvieron a punto de apagarla. Las revueltas destrozaban todo a su paso y no había quien frenara el poder de los rebeldes. Entonces, como última esperanza, Cáncer se puso a la delantera para detener el conflicto. Fue así como surgió el Certamen Lunar, conformado por Cáncer, Tauro y Escorpio, quienes velaron a partir de entonces por restablecer el orden perdido de Zodiacci. En el último año, Aries y Gémini escucharon su llamado y se unieron al frente de batalla. Y, aunque el panorama era favorable, cada día eran más los magos de castas menores que se levantaban contra el orden de las estrellas.

Ella no podía mantenerse ajena a eso, no cuando llevaba días escuchando los rumores de todo lo que sucedía al otro lado de su territorio. Aspiró aire profundamente. Se armó de valor y preguntó:

—¿Qué es lo de siempre, abuelo?

Orión soltó aire por la nariz, como un toro embravecido.

—Alhena, ya sabes lo que pienso sobre hablar de la guerra en la mesa. Come, en otro momento te platicaré de ello.

—Pero, ese momento nunca llega. Hoy te demostré que estoy lista. Soy la princesa heredera y eso no debe ser solo un título de vanidad, sino algo que pueda ejercer para ayudar a mi pueblo, para luchar por Zodiacci. ¿Cuál es el problema con esa gente de Acuario? ¿Qué harás con ellos?

—Lo de siempre —masculló, con los dientes apretados.

—¡Abuelo, por favor! Si no me entero de las cosas, entonces como pretendes que…

—¡Ejecutarlos, Alhena! ¡Eso es lo de siempre! ¡Un sucio acuariano no tiene permitido pasearse por nuestro territorio, ni por ninguna de las Casas Nobles! ¡Por eso serán ejecutados! —El sonido del vidrio haciéndose pedazos le siguió al estruendo de su voz. Angeline, paralizada, había soltado la botella y salpicado todo de vino. Temblaba, en estado de shock—. ¡Maldita sirvienta incompetente, manchaste mi túnica! —gritó el rey y golpeó la mesa con los puños.

Hermes intervino como un relámpago y retiró a Angeline del lado de la mesa, sacándola del aturdimiento. La mirada obnubilada de la joven alcanzó a Alhena por un segundo. Lucía aterrorizada.

—Perdone la torpeza de la sirvienta, Su majestad. Yo me encargaré de que no ocurra nunca más —Con un gesto de su cabeza, Hermes indicó a los meseros que limpiaran el desastre.

El Festival del Dragón de Primavera terminó.

Ejecutarlos.

Ejecutarlos.

Aquella palabra se le atascó, como una espina de pescado en la garganta. Rebotaba en su cabeza. Se hacía grande y se escurría de su mente para abarcar todo el resto de su cuerpo. Le costaba caminar, como si la llevara atada como grilletes en los tobillos, o inflada dentro de los pulmones, sin dejarla respirar en paz.

Ejecutarlos.

Cuando por fin llegó a su habitación, se descompuso sobre la cama. La respiración agitada la obligó a jadear. El corsé le apretaba demasiado. Se lo arrebató como pudo y ni siquiera así pudo arrancarse la sensación del cuerpo. Llevaba el día entero fingiendo que todo estaba bien, aun cuando la realidad era muy distinta. Miró alrededor, a la habitación que apenas estaba aprendiendo a reconocer de nuevo, y la ansiedad se desbordó por entre sus venas. Alcanzó el calendario en el escritorio y dio con la fecha: 25 de abril del año 531.

Dos semanas. Habían pasado solo dos semanas desde su accidente.

Su accidente. Aquellas dos palabras marcaban un antes y un después en su vida. Marcaban todo lo que era ella en ese momento; las cosas que la limitaban y los anhelos que amasaba para superar dicho episodio. Aquel era el espectro que maldecía su castillo embrujado. Pero este no era un cuento de hadas en el que algún hechizo todo lo podía cambiar. No había exorcismos ni plegarias que sirvieran para ella. No existían príncipes ni finales felices. Solo una realidad.

Había perdido su magia y sus recuerdos.

Estaba viva de milagro, según le aseguraba todo el mundo en el palacio. El 13 de abril, su barco alado naufragó al atravesar una poderosa tormenta sobre los cielos de Piscis. La embarcación se desplomó y terminó hundida en mitad del océano. La caída fue tan aterradora, que nadie se explicaba cómo salió con vida y más al tratarse de la única sobreviviente de la tripulación. Sin embargo, no era como si el mar le hubiese perdonado su intromisión con tal facilidad, estaba intacta, sí, no le faltaban dedos, un ojo o un pie. Podía caminar, no perdió la voz, ni tampoco quedó sumida en un sueño. Pero existía un precio por irrumpir de esa forma en el mar. El agua se encargó de arrebatarle la magia y hundir hasta la profundidad, incluso el más mínimo recuerdo de su poder como pago para dejarla subir hasta la superficie. Cuando despertó, a la orilla del mar, estaba vacía. En el naufragio perdió quién era, y ola tras ola, el mar le arrebató su vida. No recordaba nada. No tenía idea de quién era o qué había sucedido.

Doctores de todo el mundo la habían visitado. Matronas curanderas de Piscis, expertos académicos de Virgo, incluso letales alquimistas de Escorpio, pero ninguno logró activar en ella un solo hechizo. Nada, había perdido su poder. El océano la maldijo.

No había olvidado cómo volar, era su único consuelo. Algo místico la conectaba con el cielo. Lo supo desde los primeros días de su recuperación. Aún no podía entender cómo lo hacía. Cuando se ponía frente al timón, era como si su mente superara el pantano que la ahogaba. Y entonces todo cobraba sentido. Sabía dónde poner sus manos, cómo girar y extender las velas. Entendía los mecanismos del cielo y se volvía una con el viento. Fue Hermes quien le dijo que antes de su accidente, ella fue la marinera más intrépida de todo el territorio de Gémini.