EL ARCA DEL ZODIACO 2 - Nicolás Guevara - E-Book

EL ARCA DEL ZODIACO 2 E-Book

Nicolás Guevara

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Beschreibung

Luego de la destrucción del Laberinto de Chronos y de apoderarse de una nueva Arma del Zodiaco en la Batalla de Aion, Wounded Charm y la Orden de Atenea se dirigen a lo profundo de la Nación de Cáncer para rescatar a los Arcancri secuestrados. Allí, la pirata de los cielos enfrentará un pasado que desconoce y que la vincula directamente con la aparición del Arca del Zodiaco y de la Estrella Oscura, además de continuar con la búsqueda del paradero de su madre. Pero los peligros acechan y Charm tendrá que combatir a muerte en el Torneo del Corazón Demoniaco, un evento siniestro cuyo premio valdrá más que cualquier sacrificio: la Hoz de Saturno.

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EL ARCA DEL ZODIACO 2: CRÓNICAS DE ARIES

© 2022 Nicolás Guevara Rengifo

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Septiembre 2022

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (57) 317 646 8357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-69-9

Editor General: María Fernanda Medrano Prado

Editor: María Fernanda Medrano Prado @marisuip

Corrección de estilo: Tatiana Jiménez

Corrección de planchas: Ana María Rodríguez, María Fernanda Carvajal, Alvaro Vanegas

Maqueta e ilustración de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo

Ilustraciones Internas: Julián Tusso @tuxonimo

Diseño, maquetación y mapa: David Avendaño @art.davidrolea

Primera edición: Colombia 2022

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Este libro es para mis amigos, que me enseñaron que un mago no es nada sin un poderoso equipo que lo respalde. Es por ustedes que he podido hacer magia y ser quien soy.

A mi familia rutera, por ponerle fuego a mi vida desde un primer momento y acompañarme en cada paso. Jei, por ser leal e incondicional en todo sentido. Zai, que es vida y alegría en cada abrazo. Oscu, la persona más afable y sincera con quien me haya cruzado. Zori, por ser baile y risa. Karen, que pese a la distancia todo sigue tan especial. Jovanny, por su noble corazón. Henry, a pocas personas admiro tanto por su inteligencia. Santi, por nuestros recuerdos. Y, por supuesto, Alonso, quien se convirtió en luz en medio de la oscuridad.

A mi Realeza de San Victorino, gracias por darme los mejores años, de las más emocionantes aventuras en Bogotá. Fuimos Carrie Bradshaw, Samantha Jones, Miranda Hobbes y Charlotte York a nuestra manera. Pero me alegra que pudiéramos seguir y crecer más allá. Ana, Alejandra, Camila y Kelly, las amo con mi corazón entero.

A mi editora y gran amiga, María Fernanda Medrano, porque ahora eres una de las constelaciones más importantes que alumbra en mí. Sin ti, ni la mitad de esto sería posible.

A Julia Martínez, Camila Valderrama, Laura Muñoz, María Paula Toro, Diana Sepúlveda, Valeria Ramírez, Inés Linares, Laura J. Ballén, Angie Maldonado, Laura Rincón, Mogolla, Paola Perilla, Daniela Flórez y Lina Guzmán. Todo ha sido especial gracias a ustedes.

Y, sin duda, a Calixta Editores. Ustedes se volvieron un segundo hogar, mi gremio absoluto.

I

Los rumores de Zodiacci

Cosas extrañas sucedían los últimos días en los cielos. Marionette Higgins observaba las estrellas con su telescopio de cristal y anotaba todas sus apreciaciones, pero la única conclusión que venía a su cabeza era esa: cosas extrañas sucedían los últimos días en los cielos. A veces se tornaban grises, como si anunciaran una catástrofe. Algunas madrugadas, glaseados en tonos malva que permitían soñar, propendían a la esperanza. En otras tantas, muchas más, optaban por un rojo vinotinto, belicoso, que no enunciaba algo distinto que la guerra; era ese el color por el que se inclinaba el anochecer en aquel momento. Ajustó la mira con precisión y reparó de nuevo en las estrellas. Situada justo ahí, en uno de los picos más altos del Monte Gaia, podía observar el horizonte de la zona limítrofe entre Sagitario y Escorpio. Sin duda atacarían pronto, las estrellas trataban de advertírselo.

Bajó saltando de morro en morro sin hacerse daño. No se molestó en recoger sus cosas, era más importante advertir al pueblo. Habría podido utilizar su magia de cristal para crear un resbaladero que la llevara directo hasta la base de la colina, pero el calor en la montaña era el suficiente en esa temporada como para que su magia perdiera rigidez, dejándola a la deriva en la mitad del camino. Tenía que darse prisa. Los ataques de Escorpio se habían hecho repetitivos en la zona y cada vez más inesperados. Lograban camuflarse en el cielo hasta que ya era demasiado tarde para correr. El símbolo de Sagitario que llevaba grabado en su torso descubierto alumbró con intensidad. Lo hacía siempre que su espíritu se avivaba con valentía.

Al llegar al bosque corrió apresurada. Creyó escuchar los motores y las vuvuzelas. Dirigió la mirada al cielo, pero el follaje era demasiado denso para vislumbrar algo. Arreció sus zancadas. Tenía que llegar. Su corazón palpitaba enajenado. Cuando le faltaba el último tramo de árboles no pudo aguantar:

—Corte fino —Del dorso de ambas manos salieron despedidas dos largas rajaduras que se llevaron por delante seis pares de árboles. Se alertó al escuchar de repente a los niños de la aldea gritando aterrorizados. Saltó por encima de los troncos deshilachados y aterrizó al otro extremo. Pero no había nadie atacando ahí: ni barcos ni rufianes ni asesinos. Había sido ella quien los espantó. Suspiró aliviada y recuperó el aliento. Sin embargo, la reprimenda no tardó en llegar.

—¡Marionette Higgins! —Una regordeta y blanca señora refunfuñaba ante ella con el rostro colorado—. ¡Asustaste a los niños! ¿De qué se trata todo esto? —Un grupo de doce pequeños ubicados en medialuna detrás de la mujer la observaba con desconfianza. Algunos aún temblaban, asustados por la inesperada aparición. No había tiempo que perder; que el ataque no se hubiera producido aún no significaba que no ocurriría. Las estrellas se lo habían advertido.

—¡Tenemos que escondernos, rápido! Todos, debemos ir al refugio. Escorpio va a atacar —La sola mención de la Casa de los Asesinos bastó para que varios niños dejaran escapar un chillido aterrorizado y se sumergieran en un temor mayor.

—Es… corpio.

—¡Dijo que Escorpio va a atacar!

—¡Quiero ir con mi mamá! Señora Frigga, por favor.

—¡Ya basta, niños! —Violet Frigga, la mujer a cargo de la guardería los reprimió con severidad. Era una mujer solemne, cariñosa y consentidora, pero, sobre todo, estricta. Con esa sola frase los niños guardaron silencio. Violet se puso de rodillas a la altura de ellos y entonces continuó con un tono mucho más bajo y maternal—: Escorpio no va a atacar hoy… no lo hará nunca. Y aunque lo hiciera, nuestro pueblo cuenta con las defensas suficientes para estar preparado y actuar de manera oportuna. No tienen nada que temer.

—¡No! ¡Lo que digo es verdad! ¡Tenemos que movernos rápido!

—¡Marionette! —interrumpió la mujer, con una mirada fulminante y un tono mucho más severo—. ¿Me das un momento en privado? Por allá —Antes de que pudiera siquiera negarse, la mujer la tomó del brazo y la obligó a caminar algunos pasos lejos de los niños—. ¡¿De qué se trata todo esto?! ¿Qué no ves cómo se ponen con la mención de Escorpio? Son tiempos difíciles, Marionette, no puedes jugar así.

—¡Pero lo que digo no es un juego, es la verdad! Las estrellas me lo dijeron, ellas…

—¿Las estrellas? —preguntó extrañada la mujer.

—¡Sí, se lo estoy diciendo! Desde que se dio el Eclipse… —La señora Frigga se tensó por completo al oír esa palabra. Su cuerpo adquirió una incómoda rigidez que distaba incluso del enfado. Los rumores estaban corriendo del mismo modo arrebatado en que corría libre el agua en el mar. Decían algunos que, a finales del año anterior, el cielo fue testigo del cruce entre el Sol, la Luna y sus estrellas. Eclipse, le habían llamado. ¿Puede ser posible?, se preguntaba la mayoría, muchos de los cuáles no llegaban a entender siquiera cómo pronunciar sus sílabas, cómo temer la magia que emanaba de ese fenómeno. Otros, muy pocos, conocedores de los místicos relatos, tomaron el avistamiento como una advertencia. Y se preguntaban si sería cierto, si el miedo de los antiguos pobladores de esa tierra habría regresado. Desde entonces no paraban de divisar el horizonte en busca de cualquier señal, cualquier rasgo, algo que les dijera que se trataba de una mentira. Pero todos llegaban a una misma conclusión: cosas extrañas sucedían los últimos días en los cielos. Eclipse, rondaba en el hablar popular. La aldea de los Protectores del Monte Gaia no fue ajena al fenómeno, pero el suceso se había acallado entre la gente sin mayor barullo. Solo Marionette parecía aficionada al acontecimiento.

—No vuelvas a utilizar esa palabra nunca más en tu vida —espetó mordaz su maestra, viéndola con una mezcla de angustia, enfado y perturbación.

—Pero, señora Frigga, ¡le digo que es verdad! El cielo me mostró su color vinotinto, eso quiere decir que…

—¡Obedecerás lo que te digo ahora mismo, Marionette Higgins! O me veré en la tarea de pedir al Consejo un castigo —Ambas se miraron con dureza. Tenían la intención de discutir, pero las palabras se ahogaron en sus gargantas cuando el primer proyectil estalló con estruendo contra la tierra. Ambas cayeron al suelo. Los cimientos del volcán vibraron y una onda expansiva derrumbó al instante las casas y estructuras aledañas. Marionette no pudo escuchar nada más; absorta en el cielo, contempló cómo los navíos de Guerra de Escorpio aparecían uno tras otro sobre ellas, como si todo el tiempo hubieran estado ahí. Podía contar cerca de una veintena de dirigibles. Sus oídos sordos, ante un pitido insistente, solo llegaron a reaccionar con el lloriqueo desesperado de los niños y la voz de su maestra. Cuando bajó la mirada, todo se había teñido por aquel tinte bermellón que tanto la acongojaba. No pudo evitar temblar y sentir un escalofrío relamiendo su espalda al ver las columnas de humo, gruesas y notorias, al interior de la aldea. Escorpio estaba invadiendo su hogar.

—¡Aún tenemos oportunidad de llegar al refugio! —El grito de su maestra la ayudó a entrar en razón. Salió de su aturdimiento, pero no sintió fuerzas para levantarse. Violet la asistió para ponerse en pie, con el grupo de niños aferrados a su overol de jardinería—. El ataque se tomará el interior del pueblo, pero nosotras estamos en la parte trasera. Dudo que lleguen aquí pronto. Si nos damos prisa podremos refugiarnos.

—Pero… ¿y los demás? ¿Y el pueblo? —preguntó con desilusión. La señora Frigga arrugó el ceño y apretó los párpados para no derramar ni una lágrima.

—Mi deber es cuidar de los niños, Marionette. Mi prioridad es ponerlos a salvo. No puedo pensar en otra cosa ahora —Su voz sonó afectada. La mujer parecía sufrir una pena que no se atrevía a expresar. Se esforzaba por mostrarse fuerte y segura. Marionette tampoco podía derrumbarse. Seguro que en el pueblo la gente lucharía para resistir. Acompañaría a la señora Frigga a asegurar a los niños en el refugio y después volvería para apoyar a los suyos. Justo cuando se disponían a correr, una voz desconocida proveniente del bosque interrumpió.

—Y ese refugio del que hablan, ¿qué tan lejos está de aquí? —Marionette se dio la vuelta de inmediato. Un hombre alto y delgado, con los brazos cruzados tras la espalda, las observaba con altivez. Llevaba el traje negro de las fuerzas militares de Escorpio, junto con una serie de medallas colgando de la pechera. Debía tratarse de un soldado de alto mando. Violet Frigga no dudó en encararlo.

—Déjelos ir, son solo niños. Los dejaré en el refugio y luego puede llevarme a mí si eso desea, pero ellos no tienen nada que ver con esta nefasta guerra —Los niños se escondieron lo mejor que pudieron detrás de su maestra, suplicándole que no los abandonara. Con sus manos puestas hacia atrás, ella trataba de brindarles consuelo pasando sus dedos por los rostros sollozantes. El sujeto emitió un bufido risueño mientras ojeaba a los niños tanto como su ubicación se lo permitía.

—Vengo por ellos, señora. Así que mejor apártese antes de que tenga que matarla.

Marionette no pudo contenerse. La respuesta del sujeto la llenó de una cólera que cegó su conducta y la impulsó a actuar. No supo cómo ni por qué, pero su cuerpo adquirió una rapidez que jamás había experimentado, a la par que la marca de Sagitario de su torso se avivaba como nunca. Forjó un filoso guantelete de cristal lleno de púas en su mano izquierda, y de un salto apuntó al pecho del militar, segura de que vencería. Sin embargo, no estaba preparada para enfrentar a un verdadero Escorpio: nadie lo estaba. A diferencia de cualquier otro ser humano en Zodiacci, los descendientes de la Nación del Alacrán eran criados para actuar de manera frívola y precisa, como expertos asesinos, cazadores de demonios, armas humanas. Así que, cuando Marionette elevó el puño a su altura, el hombre ya tenía la palma extendida frente a ella. Le bastó presionar dos dedos contra el pecho de la jovencita para lanzarla a seis metros. La fuerza de su contraataque destruyó el revestimiento de cristal con el que Marionette pretendía luchar. Su cuerpo rebotó tres veces contra la tierra antes de caer, falta de aire, con la lancinante sensación en la clavícula de haber recibido un disparo a quemarropa. El atacante era poderoso en un nivel casi bestial. La Señora Frigga tembló sin poderlo disimular, pero aun así no redujo su posición.

—Niños, todos detrás de mí, nadie se quede descubierto. Protección del campo —Robustos brotes de amapolas, azaleas y dientes de león emergieron del suelo y crearon un círculo alrededor de los niños. Al abrir sus flores, liberaron unas esporas verdes y amarillas que tomaron la forma de una esfera, a modo de domo y escudo. No obstante, el brillo de las esporas comenzó a flaquear; perdieron consistencia y a los pocos segundos desaparecieron hasta dejar la fortaleza agujereada. Violet observó horrorizada sin descuidar a su atacante, quien no se había movido ni un centímetro ni había conjurado el más mínimo hechizo—. No puede ser… mis flores —Los brotes cayeron marchitos y sin vida. Sin explicarse, llevó su afanosa mirada de un lado a otro hasta que el campo de protección se deshizo por completo, como si su magia se hubiera extinguido—. No… no es posible. Estamos en el lugar natural de mis flores… ¿cómo es que…?

—Es posible, con mi Arte del perfume —indicó el sujeto, rozagante. En una de sus manos sostenía un frasco vacío—. Antes de acércame dejé caer un poco de mi fragancia anuladora, capaz de debilitar cualquier hechizo rival. Perfecto para un ataque sorpresa —Al escuchar sus palabras, la señora Frigga trató de trasladar más poder a sus flores para hacerlas renacer, pero su intento fue inútil. El hombre rio de nuevo—. Ya le dije, con mi perfume invadiendo esta zona no habrá mucho que puedan hacer. No desperdicie su capacidad mágica en eso. Ríndase ahora y no saldrá lastimada.

—No me subestime —La mujer soltó sus palabras con furia, al tanto que mostraba una faceta mucho más desafiante y segura. Se agachó, despacio, y permitió que las yemas de sus dedos tocaran la hierba. Respiró el aire, detectó someramente las partículas venenosas que impedían que la magia fluyera en el lugar y, entonces, con serenidad pronunció—: Corona de rosas —Cuatro capullos rojos se formaron en su coronilla con el más esplendido fulgor y bañaron a la maestra con un aura mágica reforzada que se expandía; a la vez, nuevos capullos se avistaban en su ropa, sus tobillos, muñecas y en el resto de su cuerpo. El sujeto abrió sus ojos con sorpresa, pero antes de que pudiera decir nada, la mujer prosiguió—: Castigo del jardín —Una jauría de inmensos tallos verdes rompieron el suelo y atacaron el lugar donde se sostenía el militar. Este pudo sortear cada golpe con movimientos veloces, hasta que una raíz emergió bajo sus pies y se aferró a su tobillo. Con la fuerza de la naturaleza lo estrelló contra el suelo, de lado a lado, hasta lanzarlo lejos. La señora Frigga se disponía a repetir su hazaña, pero el militar resopló enfurecido:

—Fragancia de fuego.

Con una nueva botellita en su mano, destapó el corchó y permitió que un vapor escarchado de un rojo brillante abandonara el contenedor y se extendiera por la zona. Como si de pólvora se tratara, el estallido barrió el campo y llenó de fuego los tallos invocados por Violet para deshacer su resistencia. Las llamas acapararon los árboles hasta cerrar la zona de combate. Marionette se había repuesto ya del golpe y, aunque herida, se ubicaba junto a su maestra.

—Me sorprende que haya podido conjurar algo de magia en mi campo controlado. Pero ¿cuánta energía le costó ese simple hechizo? —guardó silencio para observarla. La señora Frigga trataba de disimular su jadeo—. Son increíbles ustedes los Sagitario, no se dan cuenta de su potencial, Maestros Espirituales del Cuerpo. Claro, pueden soportar más que la mayoría. Por eso vengo por sus niños: les haré un favor. Esa fortaleza innata se desaprovecha aquí. Con su capacidad natural y el entrenamiento especializado de Escorpio los convertiremos en los más capaces guerreros.

—¡No se llevará a nuestros niños! —gritó Marionette, bullente de ira. La señora Frigga puso una mano sobre su antebrazo. En principio creyó que trataba de tranquilizarla, pero su insistencia la alarmó. Su jadeo ahora era largo y pesado. Sin aliento, comenzaba a decaer. Pronto apretó sus manos sobre su garganta como si no pudiera respirar. La joven trató de averiguar qué le pasaba y asistirla, pero poco a poco la vio desfallecer hasta que cayó de rodillas.

—¡Maestra! ¿Qué le sucede?

—Veo que ya empezó a actuar mi fragancia de veneno. La utilicé cuando creyó haberme golpeado. Aproveché el contacto de los tallos para esparcir la magia y entrar directo en ella. Ya está atacando sus pulmones, pronto irá por su sistema nervioso y entonces colapsará —Una nefasta sonrisa se marcó con deleite en los labios escuálidos del atacante.

—¡Miserable! —Marionette golpeó con sus puños el suelo y creó una sarta de pinchos cristalinos que atravesaron la tierra para dar con él. Antes de tocarlo fueron destruidos, no por la magia fragante de su enemigo, sino por la fuerza que esgrimía su aura. En un parpadeo se situó frente a ella, y con solo dos dedos, una vez más, la golpeó por la barbilla, elevándola. Saltó a su misma altura y de un codazo en la espalda la estrelló contra el suelo, seguro de haberla derrotado.

La Señora Frigga palmeaba el suelo desesperada mientras los niños lloraban a su lado, tratando de hacer algo de magia en medio de su inexperiencia. El sujeto se situó entre ellas. Marionette alzó su cabeza, deshecha, adolorida. Sabía que no podría enfrentarlo ni burlar su fuerza. Actuaba de manera fulminante, asistido por una magia imposible de ser advertida. ¿Era su fin? Las lágrimas se derramaron con desesperación por su rostro amoratado. No podía hacer nada. Era demasiado débil para lograrlo; defraudaba a Sagitario. El militar de Escorpio sacó un puñal bañado por una extraña fragancia que lo hacía relucir. Apuntó contra ella, quieta, sollozante de rodillas, y lanzó su estocada final.

—Alguien… alguien por favor… ¡ALGUIEN POR FAVOR AYÚDEME!

El grito despertó varias conciencias. Primero a él, que no quería ser despertado. Supo dónde se encontraba tan pronto percibió el hedor a volcán. No se dio cuenta en qué momento la embarcación se había situado por encima de Sagitario, no estaba establecido en el plan naval. De hecho, debían haber hecho una parada táctica para multiplicar los logros del Comandante a ojos del Certamen Lunar antes de cruzar la frontera. Desde allí podía escucharlo todo, los pasos, los gritos, las súplicas. Una invasión despiadada, como bien lo recordaba. Se puso de pie. A pesar de ser un presidiario recluido en una celda de máxima seguridad, bajo diez capas de sellos arcanos imposibles de burlar, vestía siempre un pulido traje gris que ataviaba con una larga túnica y un par de guantes negros a los que se acostumbró desde temprana edad, más por obligación que por gusto. Recogió hacia atrás su larga cabellera cana que le llegaba a los hombros y se sentó frente a una tabla, en donde, de manera mecánica, empezó a trazar todos los movimientos de la invasión que oía: cada disparo, cada golpe, cada contrataque. Era como si presenciara frente a él los acontecimientos. Esa señorita no tiene mayor esperanza, pensó.

Podía escucharlo todo, a pesar de encontrarse impedido para ver más allá del estrecho rectángulo que configuraba su celda. Las palabras llegaban a él sin buscarlas. Confinado en el solitario espacio en que había vivido por los últimos años, aprendió a escuchar el silencio. Y, de repente, el silencio se quebró un día y se expandió, traducido en sonidos una vez lejanos y dispersos. Aunque no eran sonidos lo que escuchaba propiamente en su aislamiento, de hecho, solo era capaz de percibir el rastro, la ceniza que dejaban las acciones cuando su autor acababa de generar su ruido. Todo en Zodiacci dejaba una ceniza imperceptible una vez era ejecutado: un movimiento, un beso, un salto. Y él, aunque no lo quisiera, la distinguía; era su maldición. Las palabras, por ejemplo, se liquidaban de manera ejemplar y luego se perdían, eran mecha corta de rápido arder. Los rumores, en cambio, nunca se apagaban del todo: eran pólvora interminable, de boca en boca, de lengua a lengua, incapaces de verse extintos. Y aun cuando nadie pronunciaba una palabra más, habitaban por muchos años en la cabeza de sus portadores.

Había un rumor en particular que inquietaba a todos los tripulantes de esa embarcación, aunque no pudieran confesarlo. Él lo había escuchado durante las últimas semanas. En principio fue una especulación ligera. Las malas lenguas decían que un grupo de insurgentes se enfrentó a la Emperatriz y logró salir con vida. De tantas cosas que oía mientras navegaba, prestaba atención solo a las más importantes. Por ello fue por lo que se sorprendió al encontrar tantas y tantas versiones alrededor del globo; unas hablaban de una mujer eléctrica capaz de dominar la furia de los relámpagos con un solo latigazo; otras de una demonio de sombras que controlaba el mundo oscuro a su merced. Incluso mencionaron a una Elementia que asestó un puñetazo de fuego a la Emperatriz, ¿Elementia en las filas enemigas? No dejaba de sorprenderlo. En cada puerto hablaban de ellas con descripciones distintas, de cómo desarticulaban corregimientos en zonas controladas por Escorpio, de su golpe devastador para liberar cabildos de esclavos de Acuario y de la manera en la que siempre se aparecían, de improvisto, en un nuevo lugar. Todos los relatos convergían en una única similitud: una pirata de los cielos, la más fuerte de todas, capaz de controlar la magia de artillería. Y aunque lo intentara con empeño, no era capaz de borrar esa imagen que aquel juego de palabras le sugería. Pirata de los cielos, pensaba, y enseguida veía frente a él el rostro de la Princesa. Un temblor recorría su cuerpo y tenía que llevarse las manos a los oídos para bloquear los recuerdos que empezaban a brotar. También a esos podía escucharlos, interminables. Odiaba recordar, con todas sus entrañas. Los recuerdos eran el único mal en el mundo que no dejaba ceniza al arder; jamás podía deshacerse de ellos. Ahí, sobre Sagitario, en medio de la invasión, fue capaz de escuchar las cenizas del grito surcando los cielos cuando la jovencita pidió auxilio.

Por su parte, Marionette también había oído los rumores sobre la mujer de relámpagos, la demonio de sombras, la Elementia, la pirata de los cielos y muchas más. Su grito estaba cargado de la esperanza de que bajarían del cielo para asistirla. En su mente las llamaba las heroínas de Zodiacci. Ahí, escuchando con atención, él sintió que otro corazón aparte del suyo reaccionaba a su petición de auxilio y se ponía en marcha. La invasión estaba por tornarse más emocionante.

—Por favor… por favor, ¡no nos dejen morir en Sagitario! ¡Heroínas de Zodiacci, por favor!

Un relámpago cayó frente a Marionette. Su sola aparición hizo vibrar el aire y tensó la atmósfera. De un latigazo, la furia de los rayos contuvo el ataque y lanzó al soldado treinta metros por la espalda contra el tronco de un árbol antes de aturdirlo con la estática de su poderosa descarga. Marionette, temblorosa, abrió los ojos y elevó la cabeza. Era una diosa erguida, desafiante. Su cabello lacio caía como cascada hasta la cintura. Vestía un traje dorado, representativo de los desiertos de Libra, que ataviaba su piel negra, electrizada por las cualidades de su magia. Sobre su mano sostenía un látigo cuyo cuero se irrigaba de poderosos relámpagos. ¡Era una de las heroínas de Zodiacci! ¡Eran reales! Estaban salvadas.

—¿¡Qué haces!? —Otra figura bajó de entre las nubes y levitó a su lado. Se trataba de un hombre de cabello gris erizado por cuyos mechones se intercambiaba electricidad estática. Observaba a la mujer eléctrica con vistoso enfado—. ¡El plan era aguardar a que aparecieran todos los dirigibles! ¿Qué demonios estás haciendo? Nos van a descubrir —La mujer se limitó a devolverle el vistazo de soslayo y concederle un gesto de desagrado.

—Tú y yo sabemos mejor que nadie lo que es pedir auxilio y que nadie venga al rescate. No podía quedarme de brazos cruzados, nunca lo haré.

Antes de poder añadir algo, aparecieron frente a ellos diez garras de humo, que provenían de una botella de mayor tamaño en manos del malherido soldado. El sujeto, con los ojos rebosantes de cólera, se tambaleaba. Toda su magia estaba puesta en ese último hechizo.

—¡Monstruo de fragancias: aroma combinado letal! —La criatura de diez brazos se lanzó contra ellos para estrangularlos. Sin embargo, antes de siquiera acercarse, el hombre de cabello gris dio una palmada al aire y ordenó al viento barrer con contundencia todo el contenido de la botella. El hechizo se dispersó sin fuerza hasta que quedó deshecho, como si de un estornudo se hubiera tratado. Marionette no pudo evitar temblar, anonadada mientras los observaba. Si el militar de Escorpio era fuerte, no tenía palabras para describir a estos dos. El soldado, desmoralizado, cayó de rodillas sin poder dar fe de lo que veía.

—Ahora vete a dormir —La mujer descargó un relámpago sobre él y lo dejó fuera de combate. Las llamas, el veneno y las partículas anuladoras de sus fragancias también desaparecieron. Violet Frigga inhaló una fuerte bocanada de aire y luego tosió hasta recobrar el aliento.

—¡Señora Frigga! —Marionette se puso en pie para asistirla—. ¿Se encuentra bien? —Sin poder hablar aún, su maestra asintió.

Una vez comprobaron que todos estaban bien, el hombre de cabello gris se dedicó a limpiar del aire los restos de la magia del militar de Escorpio. Mientras Marionette no paraba de hablar y agradecerle, la heroína contaba una y otra vez los dirigibles en el cielo, hasta que estuvo segura.

—Es hora, la flota está completa. Las demás ya deberían estar adentro, me toca —El cuerpo de la mujer se llenó de electricidad, anunciando su siguiente movimiento.

—No, no, ¡espera! No me puedes dejar aquí… —gritó su compañero.

—Te los encargo —La mujer señaló con la mirada al grupo de niños. Se recargó en sus talones y de un solo impulso se disparó al cielo, convertida en un fiero relámpago, mientras el hombre de cabello gris se limitaba a suspirar, resignado.

Marionette la observó hasta que perdió el rastro de sus chispas en el horizonte. Con su mirada embelesada no pudo evitar que algunas lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Las estrellas la habían salvado, no le mintieron en su predicción.

—Gracias… gracias. Sabía que no eran una leyenda, que eran reales. Gracias por salvarnos, mujer de relámpagos.

Desde las alturas, en su celda, él fue testigo de todo. No pudo ocultar su perplejidad. Los movimientos de la mujer habían sido tan veloces que estuvo cerca de perderle el ritmo a un segundo de su actuar. Era implacable, con una fuerza equivalente o superior a la de cien milicianos de su antiguo pelotón. Cuando atravesó el cielo y se ubicó entre la veintena de dirigibles, él pudo sentir con mayor viveza el talante arrollador de la fuerza de aquella mujer. Su energía era avasalladora. ¿Sería igual de fuerte que la joven Quinquestriatus? El solo hecho de pensarlo, de preguntárselo siquiera, lo sorprendió. Alistar lo estaba obligando a intervenir si no actuaba pronto. Aguzó su oído y percibió a las demás: no era la mujer relámpago la única heroína que deambulaba por ahí. Una sacudida dolorosa lo recorrió. Los insufribles recuerdos empezaban a surgir. El futuro de la invasión, de la flota entera, estaba comprometido: los rumores de Zodiacci eran ciertos.

Los barcos de Escorpio zumbaban por encima de los cielos calurosos de Sagitario, llevando consigo el clamor oneroso de la guerra. Entre estruendosas bocinas, alaridos bélicos y atronadores cañonazos, estaban acostumbrados a esparcir el miedo desde las alturas. Eran una veintena de dirigibles, agrupados en formación hexagonal, marcados por el tinte bermellón que caracterizaba el sanguinolento emblema de su Casa de Asesinos. Grupos incontables de soldados corrían en su interior, alistaban municiones y saltaban en flotas de naves reducidas con una sincronía que parecía mecánica.

Se detuvieron sobre el pueblo de los Protectores del Monte Gaia en una invasión repentina para reclutar nuevos soldados y devastar el territorio; los niños de aquella nación eran de especial interés dada la fuerza física y resistencia mágica que presentaban en Sagitario. A su paso, las embarcaciones dejaban una larga estela de volantes que flotaban por entre la corriente antes de caer al suelo y empapelar todo en su camino. El buque al mando de la operación era fácil de distinguir: ubicado en el centro del polígono resaltaba por una serie de banderines altos y extendidos que ondeaban, azuzados por el viento; en su interior se sostenía el improvisado Consejo de Guerra del Alacrán.

—Retomar el poder en Libra, ¡eso es esencial! La mayor parte de esas parias no sabe que perteneció en algún momento a la realeza del Zodiaco. ¡Muchos de ellos ni siquiera nacieron en Libra, sino al interior del Laberinto de Chronos! Son igual de impuros que un Capricornio.

—Incineremos todos los pueblos que se nos atraviesen. Una nueva masacre como la del Régimen del Sol le demostrará a esa gente miserable y desleal en dónde radica el control. Destruyamos Acuario… si caen sus Valles, caerá su esperanza.

Un regordete teniente, sentado a la cabecera de la mesa, estiró su brazo abultado hasta alcanzar la pila de los volantes que eran esparcidos por el camino. Acomodó sus lentes y detalló el panfleto: «¿Ha visto a esta criminal? Se le acusa de terrorismo, conformación de asociaciones ilegales, atentados contra la integridad de los ciudadanos de Zodiacci y conspiración contra la Reina. La Corona de Cáncer sabrá recompensar su cooperación». La imagen retrataba a una pelirroja de apariencia aterradora, con una serie de cicatrices y tatuajes poblando su rostro de manera macabra. Una atroz sonrisa exacerbaba aquella imagen terrorífica que producía, mientas aplastaba una pistola contra una de sus mejillas. Un tricornio negro de líneas amarillas aplomaba su cabellera, con la palabra Zodiacci grabada en su superficie. El teniente se estremeció de solo leerla y llevó su mirada al borde del volante: «¡Peligro! No se deje engañar, dice tratarse de una ciudadana de Gémini».

—Tenemos que actuar pronto —intervino y guardó con desagrado el papel en uno de sus bolsillos—. Los rumores están corriendo… dicen que atacarán otra vez. La paz no ha sido la misma desde el incidente de Chronos.

—¿Que atacarán quiénes, dicen? —Una voz áspera y cantarina se asomó al interior de la habitación enmaderada, precedida por unos pasos adustos. El teniente se estremeció y frotó su bigote cano para calmar la angustia tan pronto sus ojos dieron con la fuente de aquellas palabras. Empezó a temblar, incapaz de expresarse con claridad.

—C-coman…dante Broulliard… no lo esperábamos esta tarde aquí.

—Al tratarse de mi navío sería de esperar mi presencia a la hora que mejor me convenga, ¿no es así? —El Comandante se abrió paso por la amplia habitación de vista panorámica en cuyo centro se concentraba la mesa redonda que encabezaban varios militares de Escorpio. Alistar Broulliard era un hombre joven de tez pálida en extremo, con un semblante carente de vida y unas facciones marcadas de manera intimidante que le conferían una apariencia mayor. Parte de su rostro estaba consumido en una profunda cicatriz similar a un trueno que se extendía desde el nacimiento de su cuello y acaparaba la mitad de su rostro, de por sí llamativo debido a sus pupilas doradas. Su cabello estaba peinado hacia atrás con extrema pulcritud. Aquella mañana vestía un traje rojo que lo hacía resaltar como parte del alto mando de Zodiacci, a juego con un par de guantes negros sellados por una línea de escritura mágica que sobresalía y llamaba la atención encima de su ropa—. Pero no se importunen con mi presencia, caballeros. ¿Decían…?, ¿quiénes atacarán otra vez? —Su tono era petulante e irónico, matizado por los gestos de superioridad en su rostro.

—Bueno… —El regordete teniente buscó apoyo en los demás, pero todos habían enmudecido y tenían la mirada clavada en el escritorio. Temeroso, no dejó de peinar su bigote en un intento por disimular su temblor—. Usted sabe, los… los… insurgentes.

—¿Los… insurgentes? —Se burló, con un balbuceo infantil—. Pensé que hablaba con un teniente, no con un niño —El resto de la sala rio a carcajadas. Broulliard apretó el rostro con repulsión; no eran sus camaradas, no estaban a su nivel, no tenían permitido reír a su lado. Un puñetazo en la mesa fue suficiente para acallar las risas. Se había quitado uno de sus guantes; su mano estaba por completo carbonizada. Su palma ardía en un rojo vivo incandescente, y lo que alguna vez fueron venas o nervios, asemejaban ahora ríos volátiles de lava. El teniente saltó aterrorizado para alejarse de su superior. La mesa se deshizo ante el tacto ardiente de Broulliard: las patas, la superficie, la estructura, los volantes; todo fue consumido tan pronto como entró en contacto con su mano. Era su Piel de carbón, el nombre y la magia con la que lo recordaban en las filas de batalla. A pesar de provenir de uno de los clanes de mayor reconocimiento en Escorpio, había escalado vertiginosamente en el escalafón militar gracias al talante despiadado de su poder y su estilo fulminante de combate, motivo que lo convirtió en comandante sin superar los 30 años.

—La… La Orden de Atenea… ¡La Orden de Atenea! Dicen que se encuentran al acecho —gritó el sujeto desesperado tras impulsarse con desenfreno hacia atrás en su silla. Como pudo sacó del bolsillo de su traje el panfleto doblado que acababa de leer y lo extendió, tembloroso. Con la cabeza gacha, el Comandante dejó que media sonrisa se esbozara en la comisura de sus labios, liberando un resoplido de dicha. Deslizó su mano derecha por el aire, en el lugar en el que segundos atrás residía la mesa, y la detuvo frente al cuello del teniente, apuntando dos dedos contra él. Con su otra mano enguantada tomó el papel y lo ojeó sin apuro.

—No era tan difícil, teniente —La sonrisa de Broulliard se completó. Se dio la vuelta y retiró su brazo de las fauces de su subalterno. El sujeto soltó un suspiro aliviado—. Pero preferiría que esta sala no se utilizara para habladurías —El alarido del teniente estremeció la habitación entera. Su piel ardió por un segundo en un resplandeciente tono anaranjado hasta que se redujo a polvo. Los individuos llevaron su mirada a la mano del Comandante, de nuevo enfundada y sellada por la escritura que la aislaba del exterior. Era rápido—. Esta propaganda no es más que una movida diplomática de Cáncer, este mal llamado grupo de ‘insurgentes’ no representa en nada una amenaza. Habría que ser imbécil para creerlo. Pero quien tenga dudas, por favor hágamelo saber —El Comandante hizo tronar sus nudillos y apretó el puño. A través del reflejo en el cristal de la ventana contempló con deleite los rostros de su armada, perlados de terror.

Un solitario estallido retumbó en los aires. En principio pasó desapercibido como un inocente disparo al cielo, cosa de la invasión que sostenían, pero pronto se replicó con mayor intensidad hasta que tomó forma en un estrépito claro que hizo vibrar el zepelín. El Comandante observó a través de la ventana, pero no encontró nada más que la impasible formación de su flota.

—¿Qué fue eso? —Los ojos de los presentes en la sala se observaron entre sí, aturdidos aún por la desaparición del teniente—. ¿Dónde está el coronel Essenté? No percibo ninguna de sus fragancias. Ya debería haberse reintegrado. ¡Era solo una invasión por los niños, no una destrucción total del pueblo! —Uno de ellos corrió a traspiés hasta un telescopio que acaparaba el flanco trasero del acorazado. Una serie de disparos hizo eco con una nueva explosión de menor magnitud. El grupo de militares llevó su mirada en dicha dirección.

Justo cuando el Comandante se disponía a reclamar una vez más, un sonido sutil y familiar robó su atención. Viró la cabeza y pudo advertir la energía reptando por entre las paredes. Desenfundó su mano y la alargó hasta el extremo más cercano de la habitación para apaciguar su presencia antes de que se manifestara. Pero cuando se disponía a fundir sus dedos contra la superficie, ya era demasiado tarde. El siseo de un ligero cúmulo de polvo rodando al interior de la habitación, se hizo escuchar y trepó por encima de su traje hasta acariciar su oído. La visión del Comandante se nubló, teñida por un vaho azulino. Una voz grave y contundente resonó en su cabeza.

—Alistar —La seca profundidad de su habla le hirió enseguida los tímpanos, a pesar de que lo escuchara para sus adentros, como si las palabras brotaran de su mente. El Comandante se dio media vuelta para ocultar su rostro de los soldados. La serie de cuchicheos insoportables que acompañaban siempre sus apariciones comenzó a emerger.

—Desaparece —Masculló casi en un inaudible susurro, mientras se esforzaba por reducir el insoportable dolor que le atravesaba la sien al sentirlo dentro de sus pensamientos. Se había acostumbrado a dicha tortura desde niño, sin embargo, no dejaba de ser lancinante—. Desaparece —Le costaba hablar. Apoyó su mano enguantada contra la ventana, disimulando lo mejor que podía frente a su armada, incapaz de mantener el ritmo de su respiración—. Desaparece de inmediato.

—Despliega toda la infantería de la que dispongas. La invasión en Sagitario no es lo que aparenta. Escuché…

—¡No me importa qué escuchaste! —El Comandante gritó desorbitado y llevó ambas manos a su cráneo para apretarlo tan fuerte que parecía dispuesto a quitarse la cabeza. El volumen del cuchicheo aumentó y se hizo de toda su atención, amenazando con superar la voz que lo atormentaba. Lo aborrecía. Llevaba más de un año sin escucharle, pero le bastaban solo segundos para reavivar la aversión que le producía. La sala se sobresaltó sin perder de vista a Broulliard—. ¡No sé cómo demonios te las arreglaste para trasportar tu ceniza hasta aquí, pero te ordeno que salgas de mi cabeza! Tu tiempo de servicio acabó hace mucho, ¡ahora quédate en tu maldita celda como el miserable estorbo que eres para la Corona! —Resopló con intensidad para recuperar el aliento mientras se esforzaba por aislar las miles de voces que pisaban las palabras en su mente. El sujeto detrás de la voz no pareció importunarse y añadió, centrado y severo:

—Es una emboscada.

—¡Que desaparezcas! —El Comandante gritó y liberó una intensa cantidad de energía con la que su silueta resplandeció en un fosforescente tono anaranjado. Sus ojos fulguraron con el pernicioso color de la lava hasta que el siseo de la misteriosa voz se apagó por completo. La armada estaba aterrorizada. El área bajo los pies de Alistar se tiznó en su totalidad. Puso su mano ardiente contra el puesto de mando y desplegó una serie de runas ardorosas que aumentaron la temperatura en la habitación. Con eso bastaría para contenerlo. No podía soportar tenerlo a bordo un día más. Se desharía de él tan pronto cruzaran Escorpio. De no ser por las ordenes de la Emperatriz, jamás lo habría embarcado en su propio navío.

Con un giro exasperado de su cabeza encaró a su armada. Un cuarto estallido se escuchó más fuerte que los anteriores. Las facciones del rostro del Comandante se transformaron con histeria.

—¡Hice una pregunta! ¡¿Qué está pasando ahí afuera?! —El escuálido subteniente que se había apremiado al telescopio se acercó a él.

—Señor… nos atacan. Están hundiendo la flota. Vienen de…

—¡Te atreves a sugerir que alguien me desafía! —Alistar tomó al militar por el cuello y lo elevó medio metro, fijando sus ojos en él con desdén al tanto que ahorcaba sus palabras. El muchacho trató de zafarse de su agarre macizo, pero cuando llevó sus manos desesperadas a los dedos de Broulliard, pudo sentir su piel desnuda calcinante. El joven se horrorizó. Trató de suplicar, pero su garganta aplastada no le permitía musitar una sola sílaba. El calor pernicioso de la Piel de Carbón se esparció por su cuerpo, tostando todo a su paso con una lentitud tortuosa y premeditada. El Comandante no desvió su mirada de él hasta que pudo ver las lágrimas mudas brotar afanosas por su rostro colorado. Entonces sonrió, como si la sola reacción lo hubiera tranquilizado.

—¿Que alguien en Zodiacci tiene la torpe valentía como para atacarnos? ¿A la Casa de los Asesinos? ¡Mira! ¡Mira de lo que es capaz mi ejército! —Aun elevándolo por encima suyo, aplastó la cara del subteniente contra la ventana—. ¿Una emboscada? ¡Estupideces! —gritó, procurando hablar tan alto como para que lo escuchara el dueño de la nefasta voz que se había internado en su mente—. ¿Y de quién se trata? ¿De los insurgentes fantasma? ¿Del pueblo rebelde? ¡¿De la Orden de Atenea acaso?! —El silbido de una bala irrumpió en la habitación. Ningún ojo humano habría sido capaz de advertir su aparición, pero Broulliard, sin importunarse y aún de espaldas, dejó caer al soldado y atrapó entre sus dedos el perdigón. El sonido seco de distintos golpes en el suelo lo obligó a girar. No tuvo que mover demasiado la mirada para comprobar que todos los hombres en la sala habían sido derribados y eran envueltos por un aura sombría.

—A diferencia de usted, yo sí creo en los rumores, comandante Broulliard —Una joven pelirroja ingresó a la habitación—. Por ejemplo, de no haber hecho caso a los relatos sobre su velocidad, habría utilizado una bala mucho menos rápida y usted me habría detectado antes —La joven se detuvo y lo observó complacida. El hombre le sostuvo la mirada, imperturbable. Vestía una gabardina vinotinto que hacía juego con un tricornio delicado capaz de aplomar su intensa cabellera. En una mano cargaba un finísimo revólver negro de detalles dorados, la otra descansaba encima de la empuñadura de un sable que colgaba de su cinturón de cuero.

—Magia de artillería. Qué ordinario y particular don. Déjeme adivinar, ¿Aries? ¿Libra?

—Gémini —respondió con orgullo.

—Ah, por supuesto. La torpe impetuosidad lo revela… una valentía con la que se ufanan ‘dueños del cielo’ —rio, casi para sí—. Pero no aquí… no ahora. Esta pequeña escena no es más que un intento suicida por demostrar algo… una escena que será mancillada de inmediato en nombre del Certamen Lunar —espetó, impávido.

—¿Ah sí? —profirió la joven con un resoplido seguro al tanto que apartaba uno de los mechones de su frente con su pistola—. Me parece una respuesta demasiado audaz para alguien que está a punto de rendirse.

—¿Rendirme? —La horrenda y ácida risa de Broulliard inundó la estancia—. ¡Está bajo mis dominios! ¡Rodeada por mi propia flota de mercenarios! No podrá dar un solo pa…

—Cincuenta naves individuales fueron inutilizadas ya —interrumpió, determinada, disfrutando lo que diría a continuación—. Tres dirigibles cayeron en menos de veinte segundos. El coronel al mando de la operación en tierra fue derrotado. Y 72 de los 73 militares de este buque se encuentran fuera de combate. Queda solo uno en pie: usted, Comandante —Las cejas de la joven se entornaron desafiantes—. ¿No se pregunta ahora qué hubiera sucedido de haber creído en los rumores sobre la Orden de Atenea y así estar preparado?

—Y, ¿cuáles son esos rumores en los que insiste usted que debería creer? —La joven marinera no pudo evitar ensanchar su sonrisa.

—Que la flota de Alistar Broulliard fue interceptada, destruida y controlada por la Orden de Atenea. Que frustramos su invasión y nos hicimos con los rehenes que transporta. Y ese será solo nuestro primer movimiento: acabaremos con Escorpio, Tauro y Cáncer hasta que no quede rastro alguno de su maldita Alianza. Y no son solo rumores, Comandante. Yo, la Capitana Wounded Charm, puse un precio a su nombre. Ahora no tiene escapatoria.

II

El Zar de la Ceniza

Wounded Charm accionó la pólvora de su prestigiosa Codicia.

De la larga boca de fuego de su revólver salió disparada una sucesión de balines recubiertos por la energía bermellón de su poder mágico. El comandante Broulliard esquivó sin inmutarse a pesar del brío de los disparos. La joven marinera aumentó su velocidad. Puso sus ojos fijos en la mira. Un movimiento. Lo siguió. Apuntaba hacia él sin importar lo mucho que se desplazaba. Mantuvo su ceño inexpresivo. Afirmó su dedo en el gatillo y apretó. Soltó una bala decidida. Daría en el blanco. El fuego de la munición rompió el aire. Vislumbró la cabeza del Comandante un último segundo; pero cuando la bala parecía a punto de impactarle, su cuerpo perdió la consistencia y se convirtió en una figura de chispas de fuego que se reagrupó en otro lugar. Charm repitió su hazaña, pero esta vez él fue más rápido, moviéndose así por toda la sala. El hombre irguió su mano carbonizada para atacarla, pero los cuerpos de sus camaradas se elevaron como si la negrura de sus sombras tomara la forma de un pulpo.

—Alistar, diría que es un gusto volver a vernos, pero no es así… —La voz de una segunda mujer se manifestó en la sala, como si proviniera de todas partes. Por un segundo el ensombrecido rostro del sujeto admitió un dejo de pánico y desconcierto que aplacó con severidad. Apretó su puño al tanto que las venas de su sien brotaban iracundas.

—Agathmetroia… —masculló con desprecio. Frente a él, una mujer de piel grisácea, cabellos rubios y ojos dorados emergía de un charco de sombras. La similitud entre ambos era innegable. Las finas siluetas negras de los tenientes de Escorpio desfallecidos se ataban como cadenas al nacimiento de su portal.

—Por esta época me llaman Malvinne Broulliard, la cazadora de demonios —El rostro del hombre encolerizó al tanto que su mano descubierta fulguraba perniciosamente. Con un movimiento involuntario la llenó de vapor—. Quieto. Una mala jugada y tendrás que conseguir nuevo personal.

—Si no son capaces de resistir una emboscada, ya no son de utilidad para mis filas. Aliento de Xéox —Un torrente de humo ardiente se desprendió de su palma extendida. Su magia tenía la capacidad de calcinar todo a lo que tomara por objetivo. El ataque recorrió la sala en menos de un parpadeo, deshaciendo el suelo. Charm y Malvinne saltaron en direcciones contrarias evitando rozar el hechizo; desprendía un calor insoportable que generaba un daño colateral incluso mayor al de su solo impacto.

El sujeto llevó su mano al guante restante en un movimiento sagaz, pero antes de llegar a liberarlo, una cuchilla negra punzó amenazante contra su cuello, obligándolo a detenerse. Malvinne yacía detrás de él.

—Estás desconcentrado, Alistar. ¿Te atrofió nuestro encuentro familiar? —De un manotazo, el Comandante llevó su palma expuesta al hombro de Malvinne y con un grito desenfrenado descargó toda su ira en una explosión que hizo volar la pared a su espalda y creó un agujero gigante en el zepelín. Pero Malvinne se reformó en sus sombras junto a Charm, incólume.

—No permitiré que una detestable criatura actúe y ensucie el apellido de mi clan, ¡menos portando la apariencia de uno de los míos! Te exorcizaré de ese cuerpo de la que alguna vez fue mi hermana.

Malvinne rio, complacida.

—Inténtalo —La cazadora de demonios apretó los dedos en sus cuchillas negras. Se agachó, dispuesta a dispararse hacia él. Pero cuando estaba lista, Charm se interpuso frente a ella, esgrimiendo a Codicia contra su enemigo.

—Está rodeado, Comandante. Su flota caerá. La única opción que le queda es negociar y darnos lo que vinimos a buscar.

—No negocias con los Escorpio —espetó frívolamente Malvinne, deseosa de lanzarse en su contra—. Los despellejas hasta quitarlos del camino. Eso hay que hacer con él —El odio de la cazadora bullía con notoriedad.

—Lo haremos a mi manera —sentenció Charm, sin apartarle la mirada. Antes de que ninguno pudiera decir nada, una sucesión mucho más estruendosa de estallidos se manifestó en el cielo. No era necesario observar por la ventana: el último ataque del Comandante había agujereado el dirigible de tal forma que podían observarlo todo. Cuatro naves contiguas estallaron, una tras otra, luego de que un relámpago las atravesara perpendicularmente y propagara su tormenta por los cielos. La figura no fue difícil de reconocer.

—Sienna… —farfulló Charm consternada, sin perder el rastro de su movimiento.

Sienna Librae, la heredera de la caída dinastía de Libra, se movía con determinación, hija de los rayos, libre en su restallar. Varios militares de Escorpio trataban de dar con ella y asestar un disparo, pero la Jinete de Relámpagos burlaba sus reflejos y, en menos de lo que daba un giro, inutilizaba sus barcos con un golpe letal. Se sostenía encima de una alfombra de arena por cuyos gránulos se asomaban vivarachos relámpagos que hacían juego al apodo de su invocadora. Con su mano maniobraba el mítico Látigo de Guntur, el equipamiento titánico que la había acompañado en cada incursión desde que aprendió a pelear. En sus ojos era posible advertir una ira inconmensurable con la que descargaba cada latigazo. Envuelta en truenos se lanzó contra un quinto dirigible y lo atravesó de un solo impulso, electrizándolo en cada centímetro hasta que lo hizo explotar.

—¡¿Quieres calmarte?! Derribarás todos los barcos, ¡así no vamos a encontrarlos! Podrían estar al interior de cualquiera de estas cosas —Spyro Teegarden, el Elementia de la Tormenta del Cielo, la observaba con reproche. Descendió encima de una pequeña nube. Llevaba el torso descubierto y un pantalón azul hecho jirones hacia la bota. Sus brazos se recubrían por delgadas nubes que calaban a la perfección con el ancho de sus músculos.

—No —contestó Sienna, con la mirada perdida en el horizonte. Cavilaba, pasando su vistazo de un barco a otro sin demorar mucho tiempo—. No he detectado su presencia en ninguna nave, no están aquí.

—¿¡Cómo no van a estar aquí!? ¡Tienen que estarlo! ¡El informante…!

—Mintió —se apremió a decir, severa, manteniendo la mirada calculadora entre las diez naves restantes. Apretó los dientes con exasperación, como si a través de sus ojos pudiera medir el poder mágico de los tripulantes antes de acometer su siguiente movimiento. Solo el buque dirigente guardaba un poder mágico particular que la inquietaba. ¿Era el del Comandante? No, se trataba de algo peor, siniestro y atroz.

—Entonces al menos mantente apegada al plan —Desconcentrada por primera vez, despegó su mirada del cielo y lo observó a él. Quería protestar, pero un alarido chirriante los obligó a tapar sus oídos. Cinco figuras de un vuelo endiabladamente veloz y potente, surcaron el aire empujándolos a su paso. Tras cada empellón era posible sentir las filudas zarpas de las criaturas que rasgaban sutiles pero precisas. Sienna despegó sus manos y soportó el dolor que producían las ondas de sonido contra sus tímpanos. Recubrió su cuerpo de electricidad y deshizo la alfombra para concentrar su magia y clamar:

—Santuario de arena.

Los gránulos a sus pies se reordenaron alrededor de ambos formando una esfera revestida por una capa eléctrica que fustigaba a las criaturas tan pronto como se acercaban a atacarlos. Su magia se había amplificado luego de obtener el Ánfora de Sherezade. Ahora era capaz de controlar aquellas místicas arenas que de generación en generación su familia había resguardado. Dentro de su santuario de arena no los tocarían.

—Son arpías —señaló Spyro, observando a través del campo de fuerza que los protegía—. No me sorprende. Escorpio ha engrosado sus filas de combate por medio de criaturas y bestias como estas. Las arpías, las quimeras y las gárgolas son solo algunas de ellas. No deberían tener mucho poder.

—¿Y dónde demonios está Arietis? Ella tenía que encargarse de estas cosas —reviró la Jinete.

—No lo sé —repuso Spyro, sin ocultar su decepción.

Una de las siluetas golpeó frente a él. Se trataba de una mujer hermosa, de facciones intimidantes y ojos parduzcos. Su cabellera colorada, basta y ondulada, seguía sus movimientos violentos. Por brazos poseía dos largas alas negras con algunas plumas blancas. Y pese a que su torso era humano, de la cintura para abajo se configuraba a través de unas fuertes patas de ave con inmensas zarpas capaces de cortar cualquier cosa. La mujer fijó su mirada en él entre los espacios vacíos que dejaban entrever el revestimiento de arena.

—¡Spyro, aléjate de la pared, no la mires!

—Perdición naval —susurró la criatura en un tono de voz apenas audible, distante del chirrido con el que los había atacado antes. Sus ojos centellaron en un tono púrpura malsano. Dichas las palabras, la atención del Elementia se tornó por completo en la arpía. Sus músculos se relajaron y en un movimiento inconsciente, hipnotizado por el brillo de los ojos púrpura, se dispuso a atravesar la pared de arena.

—¡Pero será idiota! —resopló Sienna enfurecida. De un salto abandonó el santuario, expuesta ante el grito ensordecedor de las arpías que enseguida la avistaron. La Jinete de Relámpagos no se importunó esta vez por el ruido y desenvainó su Látigo de Guntur. De un giro vivaz alcanzó con él a dos de las bestias y descargó un rayo letal que las derribó. Una tercera criatura se lanzó en su contra y clavó una garra en su espalda. Sienna no pudo evitar aullar de dolor, pero justo cuando la arpía se disponía a saltar lejos, la heredera de Libra la tomó de una de las patas e invocó su arena en torno a ella. Convertida en una gran masa de tierra, la utilizó para escudarse de la cuarta atacante y deshacerse de ambas. La quinta, aquella que había hipnotizado a Spyro, volaba a su alrededor cual cuervo que aguarda la carroña. Sienna la observó con desprecio, harta de la actitud soberbia con que la determinaba.

—No tengo tiempo para esto —Invocó un rayo de lo alto de las nubes que achicharró a la arpía y la sacó de su vista como si de un mosquito se tratara. El hechizo en Spyro se deshizo. El Elementia voló junto a ella, apenado. Quiso excusarse, pero el sórdido ruido de un trueno muy cercano robó su atención. A primera vista daba la impresión de haberse tratado de un lamento: no era el tipo de electricidad que Sienna o él manejaban. El ataque se había producido desde el dirigible del comandante Broulliard. Aunque una pared de humo impedía ver la escena, era posible advertir el destello azul de una figura saltando por entre el vaho. Con una segunda descarga del potente trueno lograron comprobar que se trataba del Comandante, quien replegó la cortina de humo e hizo explotar la mitad del salón. Malvinne había caído al suelo y Charm la escudaba.

—¡Va a escapar! —gritó la cazadora de demonios, haciéndose oír por todo el espacio. El Comandante desenfundó su segundo guante. Cada uno de sus dedos se ataviaba por una garra de metal filuda que exudaba un poder oscuro, centellante entre destellos azules, similares al cariz de los truenos que conjuraba—. ¡Es una herramienta demoniaca! El nombre del ser que la controla es… —Malvinne fue acallada por un rayo que pudo detener con una de sus cuchillas negras. Broulliard saltó del zepelín y, convertido en un relámpago, escapó en el aire. Su silueta se dividió en tres oscuras figuras que desplegaron una serie de finos relámpagos oscuros que horadaron la cal nubosa. Cada una se disparó en direcciones distintas; por encima de la flota, bajo ellos y hacia atrás.

—¡Es el que va hacia arriba! —gritó Sienna, al tanto que se recubría con sus relámpagos para volar tras su pista.

—Yo iré por la que escapa en dirección opuesta —Se lanzó Spyro.

La Capitana cerró los ojos. El viento zumbaba por los rayos desatados por el Comandante, expandidos de nube en nube con la intención de entorpecer su atención. Estaba segura de que no se trataba de ninguna de las otras dos siluetas. Solo quedaba una alternativa. Chifló con sus dedos y se dejó caer fuera del dirigible, desatando los gritos de Malvinne. Antes de que pudiera hundirse perdida al vacío, el imponente Fortuna se alzó por encima del manto de nubes bajo ellos. Garpho Renciliosa timoneaba con destreza marina para elevarse por encima del viento bravo. La marinera aterrizó sobre una de las velas y se deslizó para llegar al puesto de mando.

—Justo a tiempo, Garpho.

—Todo suyo, Capitana. No deje que se nos escape —El arponero se hizo a un lado y le entregó el timón. Charm puso sus manos sobre la madera bien labrada de su timón. Lo hizo girar, nutriéndolo de magia, y permitió que los blancos alerones de pluma se irrigaran de fuego y aumentaran su velocidad para quebrar la quietud del cielo. Tomó su telescopio plegable de peltre y sondeó la atmósfera hasta que pudo dar con el destello azul de Broulliard. Su capacidad de movimiento en la forma de trueno era absurda. Si lo perdía de vista por un segundo no podría alcanzarlo.

—Garpho, necesito aligerar el barco. Libere todas las bodegas.

—Pero, Capitana… ¡Son provisiones para un año!

—¡Ahora!

El arponero corrió escaleras abajo. Las compuertas inferiores se desplegaron y decenas de bultos, barriles y cofres cayeron a la deriva. Charm se concentró tan solo en el batir de las alas de su barco. Era una nave formidable. Tras tantos años de poseer el privilegio de comandarla, había llegado a aprender cada uno de sus movimientos, de sus gestos, de sus mañas, como si el Fortuna contuviera una vida propia que solo ella podía leer. Era su compañero más valioso. Así, en perfecta sincronía, Charm descargó gran parte de su capacidad mágica en él. El chirrear de las tablas recibiendo la energía le dio el primer aviso. Luego, sintió las velas tensarse, como si el fuego hubiera planchado sus pliegues. Y, por fin, tuvo la señal que esperaba cuando el timón exudó una vaharada fugaz que por poco la obliga a soltarlo. Solo ahí liberó toda la energía contenida y dejó que el Fortuna se disparara como una bengala desmedida que recorrió el cielo en un suspiro y clavó la punta del bauprés en la espalda de Broulliard, antes de que él pudiera siquiera reaccionar. El cuerpo sin aliento del hombre rodó al interior de la borda y abandonó su forma de trueno.

—Debo reconocer… que su energía es sobrecogedora, niña —indicó el Comandante con jadeos largos y fatigados.

—Canto de las Balas —Con su orden, las balas desperdigadas acudieron para retener al Comandante, a riesgo de trepanarle los sesos en caso de un movimiento brusco—. Llámeme Capitana, a lo poco —El hombre sonrió, interesado en el vigor de su contrincante.

—He de confesar que no creí en el informe de guerra cuando hablaba de una mujer, forastera, nueva en las líneas de batalla, capaz de enfrentar el temido poder de la Emperatriz con su magia de las balas. No obstante, los detalles fueron pocos: la Alianza no se atrevería a dejar registro de una derrota, de un empate siquiera. Y a pesar de que el papeleo indicara sin titubear que se trató de una victoria, hay varios motivos para dudar de ello. Creo que usted puede arrojar algo de luz sobre los vacíos de la historia que quedaron en la memoria única y exclusivamente como la ‘Batalla de Aión’.