PIEL DE LOBOS Y BRUJAS - Nicolás Guevara - E-Book

PIEL DE LOBOS Y BRUJAS E-Book

Nicolás Guevara

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Beschreibung

Cientos de años atrás, Caperucita Roja se convirtió en leyenda tras salvar a la humanidad del acecho de los lobos. Desde entonces, las cosas en la Villa de las Telas cambiaron y ahora todo se rige según el color de las caperuzas de sus habitantes: Azul, para los Cazadores. Rosa, para las Cuidadoras. Esmeralda, en los casos más distinguidos, para los Urdidores del Destino. Aunque no deseo admitirlo, Caperucita Roja y yo somos dos caras del mismo cuento de hadas. Porque si ella fue la primera en matar a un lobo, yo pasé a la historia como el primero al que ellos le perdonaron la vida; y con eso, marcaron el curso de mi suerte. Mi nombre es Elliot Lycaón y mi historia también se hizo leyenda en la Villa de las Telas, pero no por ser un héroe, sino por una maldición.

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© 2023 Nicolás Guevara Rengifo

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Abril 2023

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (57) 317 646 8357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-38-0

Editor General: María Fernanda Medrano Prado

Corrección de Estilo: Julián Herrera

Corrección de planchas: Diego Santamaría

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín López @martinpaint

Diseño y maquetación: David Avendaño @art.davidrolea

Primera edición: Colombia 2023

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para todos mis lobos y brujas ahí afuera.

Llegará el día en que podamos sentirnos

libres en nuestra propia piel.

Contenido

Un monstruo 9

Equipo de Exploración N° 08 13

El incidente Lycaón 19

El instinto, los dones y la fatua 27

La Villa de las Telas 40

El Hijo de la Capitana 46

Un lugar para ser libre 50

Una cacería inofensiva 58

Bestia Desclasificada 64

La Hilandera del Destino 73

Aprendiz de Urdidor 86

Antes de partir 92

Despedida al amanecer 98

Un encuentro en el bosque 103

Un lobo herido 109

Un trato en casa de brujas 117

Entrenamiento para soñadores 127

Amigo de un lobo 135

La despedida 139

Volver a casa 151

La Ceremonia de Caperuzas 155

Caperuza Roja 165

Fugitivo 174

El Páramo de Marfil 179

Lobo se nace, no se hace 183

La manada 192

La verdadera leyenda 203

En busca de las brujas 214

Mi verdadero poder 219

Hogar 225

El príncipe y el guerrero 231

Misión de rescate 235

El linaje perfecto 242

Un aullido de libertad 251

FIN 257

Agradecimientos 258

Así se fundó la Villa de las Telas.

Los Cazadores luchan y protegen. Las Cuidadoras apoyan y alivian. Y los Urdidores del Destino se encargan de mantener el equilibrio espiritual. Un orden inalterable, el único que conocemos, que no se puede quebrar; no si queremos seguir vivos, no si queremos que los lobos vuelvan.

Porque en la Villa de las Telas existen tres reglas impuestas por el bosque, como mandato natural:

Conocía la primera.

Entendía la segunda.

Pero, por más que quisiera, no podía aceptar la tercera.

¿Por qué?

Mi historia es la respuesta

1

Un monstruo

Tan pronto como abro los ojos me doy cuenta de que es un sueño.

El aire aquí huele distinto: notas almidonadas de la mejor fragancia de esperanza e ilusión se combinan con una adrenalina visionaria, la esencia ilustre del mundo onírico.

Corro por la explanada de algún prado desconocido, tan rápido que pareciera sacarle tiempo a mi destino; hacerme dos, tres pasos a la delantera de él, para modificar el camino que pretende hacerme tomar. Y cuando sé que él ya no me detiene, me dejo llevar.

El rumor de un río no muy lejano se anuncia a través de la cortina de los árboles. Giro hacia la izquierda y una secuencia que ya he vivido se pone en marcha: salta una codorniz de la copa de los cipreses, una sombra se remueve entre los troncos, un olor bestial se aviva, ronronea un aullido y mis ojos se clavan en el cielo azul. Es noche de luna llena.

Luna llena.

Ya he estado aquí antes; llevo días, incluso meses, soñando que estoy aquí. Dèjá vu.

Se trata de un extraño sueño febril que me recuerda a las primeras noches en que aprendí a soñar. Tengo la ruta grabada en mis recuerdos y sé con claridad lo que va a pasar. En el sueño corro siempre por el lindero del inmenso Bosque Encantado hasta que me pierdo en su interior, siguiendo los pasos de una criatura. El sueño termina cuando alcanzo un claro que esconde un riachuelo débil de aguas diáfanas. Me inclino para beber y veo algo reflejado. Me asusto, me echo para atrás y me despierto. A la mañana siguiente ya no logro recordar nada con claridad.

Pero este sueño es distinto a todos los que le han precedido.

Corro, tal como está previsto. Las hojas de los árboles silban en tanto las rozo. Persigo unas inmensas zarpas que han quedado grabadas en la tierra. Finas hebras de pelaje plateado corroboran mi dirección. Me acerco. Percibo el olor de una criatura poderosa que despierta mi instinto cazador. No me detengo ante los detalles. No me cuestiono nada, hipnotizado por querer llegar hasta el final de esta ensoñación.

Todo ocurre con precisión milimétrica. Sé qué pájaro trinará a la izquierda y qué retoño se me enredará al escurrirme entre las lianas a la derecha. Parte de mí se prepara para despertar cuando saboreo la frescura de las aguas, pero me asomo y todo cambia esta vez.

El claro del bosque no se altera cuando me ve reflejado.

La luna no se cuartea ante mi revelación.

El agua no reverbera ni desaparece el bosque.

No me despierto.

Miro con atención lo que me muestra el espejo de agua, atónito, temblando. Miro a mi alrededor, en busca de una explicación que sé que no se me concederá. No hay nadie ahí más que mi presencia; nunca lo hubo. El pelaje de plata me pertenece. Las huellas son del camino que en días pasados recorrí. Elevo mis manos y, para mi terror, compruebo en el reflejo que se han convertido en inmensas zarpas.

La bestia soy yo. Me he transformado en un lobo. Me he estado cazando a mí mismo.

—¿Elliot? —La voz de Arthur me despierta con un chasquido.

Me incorporo con un estrépito. Llevo mis manos contra mi garganta, sin aliento, en jadeos largos y desesperados por volver a respirar. Mis pulmones luchan por no ahogarse mientras mi cabeza zumba, como si hubieran quebrado una roca sobre mi coronilla. Escucho la voz angustiada de Arthur llamar mi nombre de nuevo, amortiguada por mis resuellos.

Como un reflejo de mi conciencia busco un pequeño espejo de mano que cargo en mi mochila. Casi retrocedo, previendo lo peor, cuando asomo mi mirada al pequeño círculo de cristal. ¡Qué tonto!, me reprendo. Soy yo. Sin garras, sin pelaje de plata, sin inmensas zarpas por pies. Ojos grises. Cabello negro, por completo azabache. Piel arena. Suspiro con alivio. Humano, no un lobo.

Maldita sea, digo para mis adentros, soñé con lobos otra vez.

Los humanos no pueden soñar. La mayoría de ellos pasan toda su vida sin saber cómo ni cuándo cruzar al plano de los sueños; está prohibido hacerlo sin supervisión. Solo un Urdidor del Destino entrenado puede dar el paso hacia dicha dimensión, a riesgo de perderse en el camino si no tiene cuidado. Aun así, yo aprendí a hacerlo sin necesidad de un instructor cuando tenía seis años; y fue esa noche, en la que mi talento se manifestó, en la que se quebró mi destino.

Solo he soñado con lobos dos veces en toda mi vida, y la primera vez casi no sobrevivo.

¿Qué quiere decir esta segunda?

2

Equipo de Exploración N° 08

Recuesto mi cabeza contra el cojín mullido de la carroza para no ponerme a temblar. Permanezco inmóvil unos segundos, me hago a la idea de que este es mi cuerpo: mis manos, mis pies, en tanto un cosquilleo lento me recorre la piel. Flexiono mis dedos, como si mis huesos se hubieran desacostumbrado a su peso y tamaño. Quiero quedarme ahí, aletargado, para poder pensar, pero la voz de Arthur reclama mi nombre una vez más.

—Elliot, por favor di algo o voy a enloquecer.

Abro los ojos y por primera vez me doy cuenta en dónde estoy. Ya amaneció. El brillo tenue del sol se filtra al interior de la carroza de madera, con la intermitencia de la ajada cortina que baila por la ventisca. Las ruedas saltan con cada bache en el camino. Estoy sudando, y mi respiración agitada aún me delata. No es sino cuestión de girar para verlo: sus intensos ojos ámbar me requisan, palmo a palmo; una mirada de preocupación que se entorna hacia mí. Con un movimiento involuntario apoya sus dedos encima de mi hombro, como si quisiera examinar mi cuerpo para comprobar que no estoy herido.

—Arthur… fue solo una pesadilla —Me enderezo con apremio. Fuerzo una frágil sonrisa y trato de aparentar que no es nada a lo que valga la pena darle importancia. Arthur se tensa al instante cuando pronuncio aquella palabra, como si acabara de enunciar a la más monstruosa criatura.

—Una… ¿pesadilla?

—Así se les conoce a los sueños aterradores —Pasa saliva al escucharme hablar de eso con tanta naturalidad.

—Van seis en los últimos días, cada vez te ponen peor —Es cierto, estuve soñando esto mismo día tras noche durante la misión. El sueño se fue desenvolviendo poco a poco, hasta que llegué a su final: Lobo. La palabra me estremece—. Tienes que hablar con alguien de todo esto. No es normal que sueñes sin supervisión —Asiento, mientras enjuago mi rostro con una mano. Por entre los dedos puedo ver el rostro ceñudo y angustiado de Arthur, que matiza su gesto luego de mi respuesta—. ¡¿Y bien?! —Insiste.

—No es nada… —Evito su perfil, que enseguida adquiere tono escarlata de rabia.

—¡¿Cómo que no es nada?! —Resopla él, casi a gritos—. Te mueves como si te persiguieran. Tienes unos espasmos aterradores. Das saltos y tu fatua fluye de manera angustiante. Sin contar con que tu corazón… —Los ojos de Arthur se deslizan hacia mi pecho y consiguen que me ruborice al punto de empujarme a cubrir mi caperuza blanca desabrochada. Solo en ese momento soy consciente de que sus dedos aún pulsan sobre mi hombro—. Bueno, tu corazón late, así como lo hace en este momento —Concede una pausa en la que me clava su mirada con intensidad—. Me preocupas.

Por un instante no sé qué decir. Jamás me ha gustado preocupar a los demás. Sin embargo, con Arthur es inevitable: su instinto lo empuja a proteger; siempre me ha parecido peculiar que un hombre tan feroz como este futuro cazador pueda ser dulce y afable al mismo tiempo, en especial conmigo. No quiero decir nada, solo mirarlo, pero sostener sus ojos de vuelta nunca se me ha dado bien. Agacho la cabeza e intento irme por las ramas.

—La última vez quedamos en que no olfatearías mi frecuencia cardiaca —Le concedo una mirada juguetona junto a una leve sonrisa—. Estoy en desventaja, señor cazador.

Arthur sonríe por primera vez y me da un empujón gentil. Una voz cantarina a nuestro lado rompe la burbuja de tensión.

—Ay, por favor, bésense de una buena vez —Valyssa, la melliza de Arthur, rueda los ojos en señal de desagrado. Viaja sentada en el asiento de en frente, con las piernas plegadas y la espalda recta; un gorro apañado en su inmaculada cabellera marrón y su caperuza blanca apuntada a la perfección a la altura de la clavícula. Sobre sus rodillas descansa una pila de bolsas de yute, acomodadas con una precisión que ni el ajetreo del camino parece dañar. Nunca sé cómo logra conservar la compostura incluso en un viaje tan largo como este.

Las palabras de Valyssa bastan para que Arthur se componga como un relámpago y fuerce su postura. Con un gesto involuntario arregla sus desordenados cabellos anaranjados, alisa su caperuza blanca, y se acomoda erguido, como un alfiler. Pese a su rudeza, que a veces roza con la ramplonería, ella es la única capaz de causar dicho efecto en él.

Valyssa y Arthur Lanceller son mis mejores amigos, los únicos que tengo en realidad, pero son todo lo que alguien como yo pudo desear alguna vez. Arthur apareció de repente en primer grado de la Academia de Caperuzas, rondábamos los seis años, poco después de mi incidente, cuando un puñado de bravucones se burlaban de mí y me empujaban en un círculo reducido hasta que me hicieron llorar.

Nunca supe por qué apareció ahí; tal vez fue su instinto de protección primitivo, o mi postura indefensa, pero recuerdo el momento en que su mirada me supo a salvación: de entre la maraña de burlas y risas vi surgir su rostro acalorado, seguido por sus puñetazos que en el acto comenzaron a aplastar las mejillas de mis acosadores. El miedo, que en tantas ocasiones me haría de compañero, me obligó a apretarme lo mejor que pude contra una esquina, con las manos sobre los ojos, tan quieto como para pretender que no estaba ahí. Poco a poco los chillidos de aquellos niños fueron dando paso a una estampida de pisadas que huían.

Pensé que él venía por mí. Que era el siguiente, más duro y cruel, y que no mostraría compasión para atormentarme. Yo no paraba de temblar, hasta que lo último que escuché fueron sus resuellos. Decidí entreabrir las palmas y ver a través del escudo que eran mis manos: Arthur jadeaba, colérico, con las mejillas rojas y las manos apoyadas sobre sus rodillas en señal de fatiga. Él solo se había enfrentado a un grupo de cinco niños que molestaban a un desconocido. Me sostuvo la mirada con intensidad, la misma que emplearía por tantos años, y ante mi falta de respuesta lanzó severo: «¿Vas a quedarte ahí llorando o me ayudarás a alejarlos la próxima vez?». Desde entonces lo seguí, como brújula a un imán.

Valyssa llegó como valor agregado de la aparición de su hermano. La recuerdo siempre ahí, un par de pasos atrás: nunca se empapaba las manos con las broncas de él, pero sí observaba todo con una frialdad calculadora en la que, terminada la pelea, le señalaba cuáles fueron sus principales errores y sus puntos de desconcentración. Es analítica y severa, de pocas palabras, se podría decir; no obstante, con los años descubrí que bajo aquella coraza rígida existía un vigor tal vez igual de apasionado que el de su hermano, el cual motivaba su espíritu.

Y al final estoy yo, Elliot Lycaón. Una persona tímida, reservada, pero sobretodo curiosa. Y tal vez mi curiosidad ha sido mi peor condena, porque, como al gato, casi me lleva a la muerte cuando tenía seis años y aprendí a soñar.

Conmigo se completa el modesto Equipo de Exploración N° 08, que aquella mañana viajaba de regreso a la Villa de las Telas luego de dos semanas, tras haber completado nuestra primera misión guiada y asistida del último año de la Academia de Caperuzas. Estamos a solo tres meses del equinoccio de primavera, la fecha de la Ceremonia de Caperuzas, el día de graduación que marcará por fin nuestro destino en los Bosques de Plata cuando nuestras caperuzas cambien de color.

—V-Val… ¡Cómo dices algo así! Elliot es… es mi mejor amigo —Tartamudea con torpeza el aspirante a cazador tras la sugerencia de su hermana. Al verlo así, reducido y avergonzado, nadie podría imaginar que ese es nuestro líder, el mismo que se enfrentó a una Tarántula Piel de Veneno de Categoría 3 para superar esta misión.

Arthur es sagaz y arriesgado. Si pudiera describir su espíritu con más que palabras, emplearía el color y la textura de una fogata convertida en huracán: es atrevido y nada lo detiene, ni siquiera el riesgo de una aventura. Su valía se forja a través de su propósito de proteger a las personas que quiere. Sin embargo, pese a su estilo salvaje y un poco agresivo, no deja de ser una persona tierna con un corazón valioso que abraza a la distancia.

Valyssa apenas y eleva las comisuras de sus labios, al parecer divertida por la reacción abochornada de su hermano. No obstante, sus ojos se enfilan en seguida hacia mí y cualquier asomo de gracia desaparece ante su seriedad.

—Ell, ¿en verdad te encuentras bien? No tengo esos sentidos cazadores con los que pueda olfatear tu frecuencia cardiaca, pero por la manera en la que reaccionas cada mañana cuando despiertas deja claro que soñar no te hace bien —Su mirada se suaviza ante mí y estira su mano para tomar la mía—. Sabes que puedes contarnos cualquier cosa, lo que sea que te esté mortificando.

¿Lo que sea? Me pregunto. Quisiera que fuera así. Poder desplegar mis labios y narrarles todo, cada cosa que me ha preocupado, cada sueño y revelación. Se espantarían, pienso en el acto, y sé que no estoy listo para ahuyentarlos y volver a estar solo. Ya fue un enorme riesgo haberles admitido que soy capaz de ir al mundo de los sueños. Quisiera decirles la verdad. Confesar que este talento, esta maldición, llegó a los seis años en una temporada de luna llena idéntica a esta. Quisiera decirles que esa vez también soñé con lobos; yo, la única persona en los Bosques de Plata que sobrevivió al ataque de uno cuando tenía seis años. Quisiera contarles, poder decírselo a alguien al fin, que en el sueño tuve una premonición exacta sobre lo que sucedería, segundo a segundo, y que tal vez por eso sobreviví. Quisiera decirles la verdad, pero en estas tierras, donde se condena incluso la menor inclinación hacia lo desconocido, sé que hablar de esto con cualquiera sería poner una soga en mi cuello. Y aunque eso no me importa, mi mayor condena sería ver cómo me dan la espalda mis seres queridos. Así que me trago mi deseo de hablar y en cambio adopto esa falsa sonrisa que con el tiempo he perfeccionado. Me aseguro de que mis manos no me delaten con ninguna duda y me inclino para asentir, justo antes de decir, casi como si en verdad lo creyera:

—No se preocupen, estoy bien.

3

El incidente Lycaón

La primera palabra que pronunciaron mis tiernos labios fue «magia». La magia lo es todo para mí, y ha sido el único motivo para sostenerme en pie a pesar de cómo la vida se ha tornado marchita.

Desde niño mi mayor deseo fue desentrañar los secretos tras los Bosques de Plata; conocer tanto su historia como su misticismo. A muy temprana edad me propuse adentrarme en todo lo que yacía oculto en nuestra tierra, a pesar de que lo oculto sea una prohibición constante en la Villa de las Telas; lo oculto, lo desconocido y lo incomprendido. Creer en las hadas fue el primer paso para ello; imaginar que su susurro era la canción de los bosques, me dio el don de imaginar; pensar que gracias al aleteo de sus alas se producía la brisa me obligó a salir al bosque a explorar a pesar del miedo. Después de las hadas vinieron las gárgolas, luego los hipogrifos, las sirenas, los elfos y al final los lobos. Un estremecimiento se hace conmigo cuando la palabra «lobo» resuena en mi cabeza.

Los lobos son el feroz enemigo de la humanidad.

Cuenta la historia antigua que, antes de Caperucita Roja, los lobos eran los reyes del bosque y se alimentaban con sevicia de nosotros. Hijos naturales de la luna, fueron humanos que consiguieron el poder para transformarse en bestias, sin que nadie pudiera detenerlos ni contener su maldad. Poseían más fuerza y velocidad que ninguna otra criatura, los sentidos del más ávido depredador y la habilidad de conjurar maleficios a través de sus aullidos. Magia, me repetía a mí mismo, al escuchar los relatos. Sin embargo, cuando los humanos consiguieron sus caperuzas a través del poder de los espíritus fatuos, la balanza se tornó al otro extremo y aquellas bestias fueron lanzadas hacia los confines del territorio.

Con suma facilidad me obsesioné con ellos. Solía dibujar sus figuras aterradoras en mis libretas y preguntarme cómo se verían. La idea de que sus aullidos pudieran manipular la realidad no dejaba de inquietarme, así que creaba glosarios de hechizos que –intuía– los lobos llegaban a formular. Estaba prohibido explorar el bosque hacia la región que habitaban, por lo que sabía que sería imposible encontrar uno alguna vez. Fue entonces cuando decidí que, si no podía verlos en persona, al menos tendría que hacer que su imagen apareciera en mi mente. Así que decidí aprender a soñar. Quería alimentar mi curiosidad. Tener una imagen de la cual se aferraran mis miedos –¿o mis ilusiones tal vez?–. Antes de dormir, estimulaba mi cabeza de todas las formas posibles para generar una sola figura en medio de las sombras. Leí libros que se escapaban de mi comprensión sobre el mundo de los sueños y sus peligros. Eludí todas las advertencias y precauciones, pero al final lo logré, y desde ese día mi vida cambió para siempre.

‘El incidente Lycaón’ fue tan público y conocido como la historia de fundación de nuestra villa. El expediente de mi investigación descansó en las mesas del Clan de Cazadores por varios años; el caso sin respuestas de como un niño de seis años, un simple caperuza blanca, sin talento o habilidad, logró sobrevivir a un encuentro con una manada de lobos en el bosque.

Lo recuerdo todo con una horripilante frescura, a pesar de que han transcurrido doce años. El bosque, la luz de las antorchas, la persecución, el disparo, la sangre, la carrera, mi angustia. Esa noche, cuando cerré los ojos, no guardaba una esperanza real de que las imágenes llegaran a surgir, pero sí mantenía el deseo intacto, ardiente como vela encendida. Me quedé dormido como de costumbre y, de repente, aterricé en un plano distinto al nuestro. Aquel lugar olía a ilusión y adrenalina: a un vino espumoso batido que sale a trompicones y a la pólvora inocua de unas chispitas mariposa. Todo sucedió tan rápido que no me dio tiempo siquiera de maravillarme. En ese sueño, el que me inauguraba en el mundo onírico, corría por un camino estrecho. La luna llena dibujaba la ruta y me indicaba hacia dónde girar. Los abetos del costado oriental del bosque ululaban, y bajo el pigmento de la luna parecían brillar como tesoro de las estrellas. Al final del camino hallaba a una loba gigantesca de piel negra, mucho más oscura que la noche. No era intimidante. Y contrario a todas las descripciones que los libros y los adultos me habían proporcionado, ella lucía tranquila, impávida, incluso bondadosa. Recuerdo haberla contemplado por lo que parecía una eternidad y justo antes de que el sueño llegara a su final, la loba me sonreía y estiraba su garra con gentileza, invitándome a ir con ella.

Cuando desperté supe que debía ir a su encuentro. No tenía forma de explicar cómo o por qué, pero algo en mi interior estaba seguro de que habría de hallarla ahí esa noche. Magia, susurré para mis adentros, en el momento en que apuntaba mi caperuza blanca para escabullirme por la ventana. ¡Lo había logrado! ¡Me había hecho un soñador! Y las imágenes de los lobos llegaron a mi cabeza. Sí, si algo explicaba aquel sueño, aquel presentimiento, debía ser la magia. Y confiando en esto me encaminé hacia el bosque sin mirar atrás.

Corrí y atravesé la arboleada como un relámpago. Supe por instinto que mi familia me buscaba, por lo que no tendría mucho tiempo. El camino estaba delineado en mi cabeza, guiado por la brújula de mi corazón. Sabía cuándo girar, cómo moverme, en qué cruce de caminos detenerme a elegir y hacia dónde saltar. Me movía con tal precisión que llegué a pensar que alguien a la distancia halaba hilos invisibles y comandaba mi cuerpo.

Y entonces, di el último cruce por el estrecho camino de abetos para salir a una explanada. El Bosque de Plata brillaba con misticismo ante un cielo despejado en donde se ponchaba la luna llena. Y en medio de tal brillo, una figura oscura resaltaba en el prado despejado. Es real, los sueños son mágicos, lo que me mostró era real.

Siempre me imaginé a los lobos como bestias amenazadoras. Criaturas del averno, que transpiraban maldad, inmensas, bestiales, con zarpas del tamaño de espadas. Fue la imagen que se esforzaron en hacerme creer. Pero esto distaba de aquello con creces.

Ahí estaba ella.

Una mujer lobo se erguía en sus dos patas inmensas con una actitud imponente, pero recatada. De su espalda colgaba una capa escarlata que se deslizaba por debajo de su esbelta figura de más de dos metros de altura. Su pelaje era cual petróleo, de una oscuridad impenetrable. En sus ojos atisbé una luz tenue que titiló cuando me vio ahí, pero no estaba sorprendida; no, todo lo contrario: me estaba esperando.

—Has atendido al llamado de la luna llena, mi pequeño —¿Habló? ¿Los lobos pueden hablar? Me quedé paralizado ante su presencia, temblando al igual que las sombras a nuestro alrededor, pero no era miedo lo que sentía, era fascinación—. Ven, tu verdadero hogar te está esperando —Su voz grave se entremezclaba con un gruñido sutil. Estiró su garra, del tamaño de mi cabeza, y entonces vi su sonrisa; aquella sonrisa que me trajo aquí.

Todo de ahí en adelante sucedió tan rápido que aún hoy día me cuesta asimilarlo.

Mi madre dice que, de haber tardado un segundo, la loba me habría asesinado. Mi padre, al igual que varios de sus colegas, señalaron que fui víctima de un maleficio al haber escuchado su aullido mientras dormía. Y que por eso caminé, hipnotizado y sin voluntad, hacia ese lugar. Sin embargo, no fue así, y ellos nunca tuvieron cómo saberlo porque solo yo viví aquella noche para dar una explicación.

¡BUM!

Un potente disparo al aire alborotó la quietud del ambiente. Puedo jurar que incluso las sombras a nuestro alrededor saltaron.

—Escúchame bien, niño: no des movimientos bruscos —Mi corazón azorado me empujó a girar la vista. Ahí, de pie en la vera de los árboles, el macizo Faur Bronbuster, Capitán de los Cazadores, sostenía su gigantesca escopeta y fijaba la mirada en la silueta que se ubicaba a metro y medio de mí. Su caperuza azul resplandeciente emitía destellos por el reflejo de la luna—. Aléjate muy despacio de esa bestia. No temas, yo te cubriré.

La mujer lobo despidió un gruñido. Su cuerpo, con su garra extendida aún, amenazó con moverse, pero fue detenida en el acto tras el sonido de la escopeta al desbloquearse.

—No te atrevas, criatura del infierno, o te haré volar en mil peda… —el sujeto se detuvo en seco. Su mandíbula desencajada no daba crédito a lo que veía. Reparé de nuevo en la loba gigantesca. Al moverse, la criatura había revelado su rostro bajo la luz de la luna llena; sus facciones eran finas y puntudas, podía decirse incluso que era hermosa. El hombre la miraba con desconcierto y cierto terror morboso. Rápidamente aplacó su sorpresa y ruñó sus siguientes palabras con desprecio—. Madame Alpha…

¿Madame Alpha? Silencio, un largo e intimidante silencio en el que Bronbuster encajó la mira de su arma. La tensión era asfixiante. Sentí unas ganas intensas de llorar, asustado, hasta que el hombre habló de nuevo.

—Si la Capitana de los lobos se atrevió a venir en persona es claro de qué se trata esto —La mirada del sujeto bajó hacia mí—. Es mejor arrancar el problema de un tajo antes de que eche raíz y contamine mi villa. Le diré a tu familia que fue un accidente.

¡BUM!

Otro disparo, más potente y fulminante que el anterior, pero esta vez con otro objetivo: yo.

Un dolor lacerante punzó en mi pecho, arrancándome un alarido.

Todo dio vueltas. ¿Morí? Nada era claro, pero podía sentir el sabor de la sangre en mi boca mezclarse con mis lágrimas de desesperación. Abrí los ojos como pude. Al principio no logré entender.

Estaba en el suelo. Había caído, derribado, boca arriba. La inmensa zarpa de la mujer lobo yacía sobre mi pecho. Dos de sus garras estaban clavadas en mi piel; a eso se debía el dolor que sentía. Pero, por lo demás, estaba intacto. Una gota de sangre cayó sobre mi frente. Elevé la mirada y di con el rostro herido de la loba. Un escalofrío me recorrió.

Ahora lo entendía. El Capitán de los Cazadores me había disparado. La mujer lobo me derribó y recibió el disparo por mí. ¿Por qué? Mi estómago se estrechó tanto que estuve a punto de vomitar.

—No sé qué retorcido plan están haciendo para privar de la libertad a los niños en esa villa, Bronbuster, pero no permitiré que lo lastimes. ¡Él será libre!

La mujer inclinó su hocico y dejó escapar un agudo aullido que resonó con vigor entre las crestas de los árboles. Aquella melodía se me antojó sagrada y por un instante me hizo delirar: sentí que me fundía con el pasto, que me hacía uno con la oscuridad nocturna y que ya nada dolía en todo mi cuerpo. Sin embargo, el fuerte movimiento a mi alrededor me obligó a recobrar la lucidez.

De todas partes, sagaces figuras saltaron hacia el cazador. Antes de que pudiera reaccionar, estaba rodeado y las criaturas clavaban sus colmillos en cada palmo de su cuerpo, obligándolo a liberar grito tras grito de agonía. ¿Lobos? Me giré para ver, tanto como la garra de la mujer lobo me lo permitía, pero comprendí que no se trataba de lo que pensaba: eran sombras, con figuras de lobo no muy grandes, pero todas hechas de jirones de oscuridad. Cuando Bronbuster las golpeaba o rasgaba, estas desaparecían, pero bajo sus pies nuevos hocicos se formaban y proseguían a apresarlo.

Desesperado, comenzó a lanzar disparos a diestra y siniestra que rebotaban en los troncos de los árboles. Aplasté mi rostro contra la inmensa zarpa de la mujer lobo. Sus afiladas garras seguían clavadas contra mi pecho, como si no se diera cuenta, pero yo ya no sentía dolor, y por algún motivo su cercanía me confería una extraña seguridad. Solo entonces, irguió su espalda y enfiló su mirada hacia el Capitán.

—Tenemos que irnos. Este no es, ni de cerca, el castigo que tú o tu especie merecen, Bronbuster, así que considéralo una muestra de piedad.

La mujer lobo aulló de nuevo, esta vez con estridencia, en un chillido que me hizo temblar. Sus ojos alumbraron en un tono rojo intenso. Su silueta desprendió un macabro color carmesí. Su sombra, proyectada a mi lado, se revolcó de manera independiente a ella. Para mi sorpresa, la sombra empezó a cobrar volumen hasta que se convirtió en una figura del mismo tamaño que la mujer lobo. Con una lentitud tortuosa caminó hacia él.

—Qué… ¿qué haces? ¡¿Qué es eso, maldito demonio?! —Bronbuster luchaba por todos los medios para zafarse y empezaba a palidecer cuanto más cerca se situaba la sombra de la mujer lobo, viéndose sobrepasado por sus vasallos oscuros—. ¡Niño! ¡Ayúdame! ¡Salvar a tu Capitán es la mayor muestra de honra y coraje que un caperuza blanca pueda demostrar!

La mujer gruñó, fastidiada por el comentario descarado del hombre que minutos atrás había intentado matarme. Yo seguía sin entender, perplejo, como si mi papel en aquella escena fuera el de un extraño espectador.

—Esto es lo que pasa cuando se atreven a tocar a uno de los míos —La mujer se puso de pie, liberando mi pecho por fin. Con la mirada aguda puesta encima del Capitán de Cazadores, elevó su brazo en diagonal y la sombra corpórea imitó su movimiento. Con una gentileza poco esperada viró hacia mí y me habló con dulzura—. Creo que será mejor que no veas esto, pequeño. Cúbrete los ojos.

Acaté. No hizo falta ver nada para que la imagen llegara a mí. El sonido cortante, como el de la hoja de una espada que se desliza por el viento, ahogó de un tajo los gritos de Bronbuster. Su cuerpo golpeó contra el suelo y la maraña de sombras agitadas que revoloteaban ahí se calmó. Cuando me decidí a abrir los ojos, no había rastro de ninguna de las invocaciones.

La mujer lobo se puso de rodillas frente a mí, con actitud maternal. El disparo de Bronbuster le había dado en el ojo izquierdo y sangraba copiosamente. Podía notar en ella un esfuerzo por mantener el otro ojo abierto.

—No temas, ya todo acabó. Sé que esto ha sido impactante, no quería que lo vivieras así, pero verás cómo las cosas empiezan a mejorar cuando…

Cuatro flechas se clavaron en su espalda y le exprimieron una exhalación de dolor.

—No…toques…a… ¡MI HIJO!

Mamá.

Mi corazón empezó a gritar desbocado. Mi madre saltó de la profundidad del bosque empuñando una larga lanza de marfil. Siete cazadores la acompañaban con inmensos arcos listos para volver a disparar.

En ese momento sentí verdadero terror. Escuché el resoplido frustrado de la loba frente a mí. Vi el gesto de su rostro exasperado, y, en una fracción de segundo, fui testigo de cómo su silueta desapareció de mi campo de visión, como una sombra. Así, de la nada, la loba se alzó frente a mi madre, con una velocidad demencial, y elevó su inmensa zarpa en su dirección. La mataría. Si acaso dejaba caer una sola de sus garras sobre ella la mataría.

—¡No! —Grité con todas las fuerzas de mi ser, en un chillido que me arrebató las lágrimas.

Y se detuvo, tal como pedí y supliqué con mi grito. La loba se detuvo a medio camino y volteó a verme. Quería sonreír para agradecerle, sin embargo, su favor le costó todo. La lanza de mi madre cortó su zarpa extendida y en un revés habilidoso se clavó en el pecho, directo a su corazón.

El grito lúgubre que precedió la imagen de su cuerpo ensangrentado al caer es la cosa más dolorosa que alguna vez he sufrido.

Petrificado, contemplé cómo mi madre sacaba la lanza del cuerpo agonizante de la mujer lobo. Quise moverme, hacer algo, ayudarla y protegerla tal como ella lo hizo conmigo, explicarles a los cazadores que ella era inofensiva, pero la presencia de mi madre me dejaba estático. Y, cuando pensé que las cosas no podían ponerse peores, los percibí.

No sé cómo lo hice, ni puedo explicar lo que sentí, pero supe que no eran decenas, si no cientos. Al principio se trató de sus miradas que se encendieron en la profundidad del bosque, pero rápidamente saltaron hacia mi madre y su legión de cazadores. Eran lobos. Provenientes de todas las direcciones. Esta vez lobos reales, intimidantes, dispuestos a matar, que rugían con desprecio tras ver el cuerpo de la mujer agonizante. Nos superaban en número, no habría forma de que nadie saliera con vida; sería una masacre. Y cuando el miedo estaba por privarme la conciencia, un agudo sonido lo cambió todo: un aullido.

Abrí los ojos y la vi. La loba me regresaba la mirada, y, por alguna razón, sonreía con gentileza. Aulló con intensidad por dos segundos y la imagen completa se oscureció. Por un instante, la noche lo absorbió todo, como si la luna de repente hubiera desaparecido junto con todo brillo. Y cuando hubo luz de nuevo, la escena había cambiado. Solo mi madre y yo yacíamos conscientes en el prado vacío. No había lobos, ni rastro de ellos por ninguna parte. Todos los cazadores estaban inconscientes. ¿Qué había sucedido? Ninguno lo supo, y mi madre no se lo preguntó mientras corría a asegurarme en sus brazos, en tanto lágrimas ardorosas, de una mezcla entre temor y rabia, se fundían en mi cabello.

Sobreviví.

4

El instinto, los dones y la fatua

Dos horas transcurrieron en un silencio absoluto al interior de la carroza después de que ni Arthur ni Valyssa se atrevieran a insistir más en mi pesadilla, pero puedo olfatear en ellos la sensación de pesadumbre que les invade justo ahora.

Si bien Arthur puede olisquear cosas útiles y valiosas para las cacerías, como los signos vitales de los seres vivos, yo solo puedo llegar a percibir el olor de las emociones que otros desprenden; las mismas que se quedan impregnadas en las cosas que utilizan o los lugares que transitan. Por ejemplo, Valyssa suele oler a serenidad e indiferencia, una fragancia neutra que recuerda a los pasillos limpios y ordenados de un museo, pero de cuando en cuando también puedo olfatear en ella algo así como la autocontención, por la manera en que reprime sus pensamientos y sus verdaderas emociones, un peligroso olor a petróleo que marea y confunde.

Arthur huele a verano, a la fragante sensación de la luz que invade, después de mucho tiempo, en la sombra. Su aroma posee las fuertes notas del fuego de su espíritu, de su constante alegría. Con el tiempo comencé a reinterpretar el olor del futuro cazador para volverlo mío entre pensamientos y ensoñaciones. Arthur es el sol, pero a mis adentros huele a una anhelada fogata en mitad del invierno. Huele a la suavidad de un chocolate caliente con el que se combate el frío; al pan de queso que acompaña la bebida, a las sábanas acolchadas, al arrullo de dormir con él, alguna vez, en una cabaña. El olor de Arthur es el olor de todos mis recuerdos felices junto a él.

Sin embargo, en este momento ambos huelen a una tristeza pesada y silenciosa.

No es usual que entre los aspirantes a cazadores se pueda olisquear las emociones de otros, me dijeron mis maestros. Toda caperuza posee un don amplificado de sus sentidos que llega a perfeccionar hasta convertirlo en una herramienta. Hay quienes poseen la agudeza de un oído capaz de atrapar sonidos a kilómetros de distancia. Otros pueden adecuar sus pupilas para ver con normalidad en la oscuridad. Y dentro de las muchas cualidades olfativas, las más comunes son la capacidad de identificar venenos o percibir la vitalidad de las criaturas, en ningún caso olfatear emociones.

Y todo esto es posible gracias a la energía que mueve la vida de cada habitante de los Bosques de Plata: la fatua. Cuando un nuevo integrante de nuestra comunidad nace, su alma se hila a un espíritu fatuo del bosque que le brindará las facultades con las que habrá de servir a nuestra tierra. La vitalidad de los humanos se fusiona entonces con la de los espíritus para crear como resultado la fatua, una red de energía espiritual que fluye por nuestro cuerpo del mismo modo que lo hacen venas, nervios, huesos o piel. La fatua responde por completo a quienes somos. En algunos se representa con lo que llamamos: habilidades faustuosas, como la capacidad de mover objetos sin tocarlos, manipular el agua o congelar las riveras; en otros, la fatua es menos agitada, y brinda la facultad de curar heridas, anular venenos, transfigurar el material de las cosas. Por lo general, los dones otorgados por los espíritus fatuos siempre responden a una única habilidad principal que marcará nuestro rol en los Bosques de Plata.

Para que el espíritu fatuo pueda acompañarnos en el plano terrenal, se convierte en el fino hilo con el que se urde la prenda que nos identifica herederos de estas tierras; una caperuza blanca, inseparable a nuestro cuerpo, que madurará con los años hasta que, a los dieciocho, revele su verdadero color en un equinoccio de luna y nos entregue a uno de los Clanes dentro de la Villa de las Telas.

Para hacer honor a la historia de Caperucita Roja, la tradición se ha conservado sin cambios. Si la fatua es ofensiva, la caperuza se teñirá de azul y consagrará a su portador como un Cazador. Si en cambio la fatua es defensiva o de apoyo, su color se tornará rosa, para los Cuidadores. En los casos más reservados, la fatua da apertura a los sentidos y permite a su usuario comunicarse con el mundo etéreo, tocar las fibras de los espíritus fatuos, acariciar las líneas que dividen nuestros mundos. Y en dado caso, aquel ser privilegiado pasará a ser un Urdidor del Destino, el clan más exclusivo de los Bosques de Plata, portadores de las caperuzas esmeralda. Solo uno, de cada cien niños, nace para ser un Urdidor. Porque con este don, se nace, no se hace; o al menos eso dicen mis maestros.

La Academia de Caperuzas Blancas entrena a cada hijo de estos bosques para que por sí solo desarrolle su talento particular hasta entregarlo a uno de los tres clanes en la Ceremonia de Caperuzas; porque pertenecer a una clase lo implica todo y marca la vida de cada uno de nosotros. Sin embargo, a solo tres meses de nuestra graduación, sigo sin entender en qué rol será posible que pueda encajar.

Justo cuando más abstraído estoy en mis pensamientos, noto cómo algo cambia en el olor de Arthur, un matiz divertido y vivaz que se enciende en medio de su turbación. Me giro en el momento justo para advertir su mirada pícara que se vuelca sobre mí.

—Oye, ¿qué es esto que se te subió por ahí? —Sin que pueda contestar, Arthur me pica en las costillas. Un respingo me acapara. Salto, con un pequeño gemido que esconde mi risa involuntaria. Lo miro con la intención de reprochar, pero antes incluso de musitar una palabra, su otra mano piquetea por entre mi axila—. Espera, espera, ¿saltó por aquí?

—Arthur, no te atrevas… —Sin poderme controlar suelto una potente carcajada mientras me remuevo para intentar alejarme de sus manos, pero me tiene arrinconado. Sus dedos teclean sobre mi cuerpo, recorren mi costado y en cada trazo me brota un nuevo espasmo que no logro contener mientras le pido que se detenga, con risas que se transforman en pequeñas lágrimas.

—¿Yo? Si te estoy salvando la vida, Ell. Son Saltamontes de Melancolía, ¿no los conoces? Son unas feroces bestias de Categoría 04. Trepan por entre las ropas de las personas tristes y les quitan poco a poco la juventud. ¡Tengo que hacer algo! —Arthur incrementa la velocidad de sus cosquillas y yo me parto entre gritos risueños.

—Para…para…V-Val, ¡Val! —pido refuerzos. Por entre mis párpados llorosos puedo ver que Valyssa alza una ceja con rectitud. Siento cómo baja el ritmo del piqueteo de los dedos de Arthur, a la expectativa. Val suspira, pero para sorpresa de ambos se inclina hacia nosotros.

—Qué tonto eres, Arthur —El aspirante a cazador se detiene en seguida. Aprovecho para respirar y empiezo a formular un «gracias» justo cuando reparo en la sonrisa maliciosa que se enmarca en el rostro de Valyssa—. Los Saltamontes de Melancolía no solo van por los costados, también trepan por aquí —Los dedos de mi amiga me atacan el estómago y me destornillo en risas una vez más. Arthur sonríe en complicidad con su hermana, y juntos se esfuerzan por hacerme reír tan fuerte como puedo.

Quiero contestar y liberarme, pero en aquel instante preciso lo percibo, todos en la carroza lo hacen: una amenaza.

El instinto lo es todo para los hijos de la Villa de las Telas, tan importante como la fatua o el don. Vista, olfato, tacto, gusto y audición son los cinco sentidos ordinarios, pero siempre olvidan el sexto, aquel que pone en concordancia al resto para sobrevivir. El instinto nos empuja a mantenernos vivos, como una voz que no se escucha, pero que resuena en cada célula de nuestro organismo. Y tal como la fatua, el instinto se comporta distinto para cada uno.

Sé que Arthur girará con solvencia y se enfrentará a la amenaza con apenas una distancia necesaria, bajo un instinto que lo empuja a proteger sin importar de qué se trate. El de Valyssa, metódico y recatado, sin duda la hará levantarse de su silla con suficiente apremio, pero sin sacrificar su decoro, para alejarse apenas un segundo antes de que su asiento se desmorone. Rodará al prado y se ubicará un par de pasos más atrás, desde donde podrá visualizar la situación.

Mi instinto en cambio me grita que debo escapar y ponerme a salvo, como siempre lo ha hecho en situaciones peligrosas. Siento mi fatua correr, como sangre que irriga mi cuerpo. El destello celeste que caracteriza mi energía espiritual emerge y fortalece mis piernas. Y entonces pienso en volar, en alejarme; siempre lo hago antes de tomar impulso.

Una poderosa embestida arremete desde la tierra como una bala de cañón y destroza la carroza como si se tratara de una escultura de papel maché, pero en ese momento cada uno de nosotros ya se ha alejado con solvencia.

Me elevo cinco, siete, quince, veinte, treinta metros, hasta casi aruñar los cuarenta. En ese instante soy como un torpedo irrefrenable. Sobrepasé mi marca personal, pienso, cuando la fricción empieza a detenerme. El rugido del animal ahoga el craqueo de la madera. No resulta intimidante. Mis oídos se aclaran en tanto dejo de alejarme, y solo por la forma en la que rugue puedo determinar que no se trata de un enemigo letal. Bajo la vista y distingo a un macizo Topo Taladro de Tierra de al menos dos metros de alto que se retuerce con disgusto. Esta bestia de Categoría 02, por lo general inofensiva, posee una coraza de tierra endurecida que la protege de todo tipo de golpes. En su frente se eleva un cuerno de acero que la criatura hace girar para excavar y moverse bajo la superficie con gran velocidad. Desde mi posición puedo comprobar que mi equipo se distribuyó tal como imaginé.

—Arthur, apunta a la zona de su pecho, hay una fisura —grita Valyssa. Su mirada aguda jamás decepciona; tal como lo indicó, una ínfima ranura se extiende por espacio de cinco centímetros en su coraza.

El aspirante a cazador sonríe. Extiende su brazo izquierdo, con la palma abierta, y revela una resortera que ha adecuado entre sus dedos. Desliza una piedrilla y carga el caucho de la herramienta. Puedo ver entonces cómo sus manos se inundan de aquel color tan suyo: un amarillo fogoso de chispas anaranjadas como su cabello, que conforma una fatua revoltosa. Arthur canaliza su poder con una rapidez envidiable y, antes de que la bestia pueda reaccionar, dispara su balín fulminante.

Asesta con un chispazo.

El movimiento es tan veloz que la criatura apenas y puede darse cuenta de que aquella pequeña piedra le propinó un impacto tal como para para hacerla perder el equilibrio y enviarla dos metros por la espalda. Sin embargo, la fisura se extendió apenas un par de centímetros más. El animal pareciera sonreír y mofarse de nuestra falta de fuerza. No obstante, la intención jamás fue desarmarlo.

—¡Ahora, Elliot!

Mi turno.

Sí, mi instinto me empuja a correr y escapar en todo momento, pero jamás me permitiría dejar de lado a las personas que quiero, sin importar cuál sea el riesgo. El golpe de Arthur pretendía tan solo situar a la bestia bajo mis coordenadas.

Libero la fatua que me sostenía casi ingrávido por la presión de mi energía. En seguida mi peso me catapulta de regreso al prado. Desciendo a toda velocidad. Giro sobre mi propio eje y granjeo una potencia que hace silbar al viento. Cuando estoy a punto de tocar tierra, extiendo una pierna y me clavo como una puntilla contra mi enemigo. El golpe crea una explosión que ningún rugido puede opacar.

Con una pirueta me alejo unos cuantos pasos. Una calma inquieta invade el campo de batalla. La polvareda no me permite ver más allá de mi sombra. Pero el animal no se mueve, no percibo nada a mi alrededor.