El arte de ser - Mónica Cavallé - E-Book

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Mónica Cavallé

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Beschreibung

Este libro invita a iniciarse, de forma práctica, en el viaje del autoconocimiento filosófico y en el arte por excelencia: el de llegar a ser lo que realmente somos. Con este fin, retoma y desarrolla intuiciones centrales de las principales tradiciones sapienciales revelando su potencial transformador y su capacidad para iluminar nuestra vida cotidiana. Es urgente actualizar esas enseñanzas eternas, pues ¿de qué nos sirven los conocimientos especializados y el logro de todo aquello que nuestra sociedad considera símbolos de realización y de éxito si carecemos de paz interior; si desconocemos cuál es el sentido de nuestra existencia y qué anhela lo mejor de nosotros si vivimos fustigados por nuestros propios pensamientos; si nos vemos arrastrados por emociones e impulsos que nos conducen a donde no queremos ir; si no sabemos amar; si nos acosan sentimientos crónicos de falta de significado, aislamiento, ansiedad o soledad; si no sabemos aquietarnos y hallar contento, sustento e inspiración en esa quietud; si no somos nuestro mejor amigo; si tememos vivir y tememos morir; si hemos alcanzado una satisfacción mediocre pero carente de plenitud real…?

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Mónica Cavallé

El arte de ser

Filosofía sapiencial para el autoconocimiento y la transformación

© 2017 by Mónica Cavallé

© de la edición en castellano:

2017 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Foto cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Noviembre 2017

Primera edición digital: Junio 2019

ISBN papel: 978-84-9988-581-0

ISBN epub: 978-84-9988-728-9

ISBN kindle: 978-84-9988-729-6

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A los amigos que se han acercado a mis consultas y talleres.

Vuestra honestidad y compromiso son un ejemplo para mí y una constante fuente de inspiración.

Sumario

IntroducciónI. La mayoría de edadII. La sabiduría impersonalIII. El yo superficialIV. La conciencia testimonialV. Las pasiones como errores de juicioVI. El Principio rectorVII. La serenidadVIII. Las sabidurías del despertarIX. La Nada vivaX. Presencia y aceptaciónXI. Vivir en presenteXII. Los idealesXIII. El camino de la alegríaXIV. Ser interiormente activosXV. La inocencia originalXVI. Amor y narcisismoXVII. Sobre la libertadApéndice: Maestros y gurúsBibliografía

Introducción

Artistas de nuestra propia vida

Todos estamos llamados a ser artistas de nuestra propia vida. Prueba de ello es que no hay dolor superior al que acompaña a la conciencia de no haberlo sido, de no haber vivido en toda la hondura de esta palabra, de no haber movilizado nuestras más propias y profundas posibilidades.

Las grandes tradiciones de sabiduría son unánimes al recordarnos que poseemos un potencial magnífico del que con frecuencia estamos desconectados o que ni siquiera sospechamos. Estamos dormidos a nuestro verdadero ser cuando permanecemos confinados en las estrechas fronteras de lo conocido, en el circuito cerrado en el que nos mantienen nuestras limitadas concepciones sobre nosotros y sobre la realidad. Extraños para nosotros mismos, viviendo solo una parte ínfima de lo que somos, sin haber recorrido nuestras cimas y nuestros abismos, sin haber vislumbrado nuestro auténtico ser y su grandeza, nos enajenamos igualmente del contacto pleno con los demás y con la totalidad de la vida. Abandonar este confinamiento de nuestra mente y de nuestras pequeñas vidas es uno de los objetivos de la filosofía sapiencial.

La genuina filosofía no es un asunto libresco. Es la aventura más vivificante, comprometida y radical. Espoleada por la pasión de ver, de comprender, y por la intuición de que estamos llamados a un estado de conciencia mucho más despierto y pleno del que normalmente vivimos, cuando nos embarcamos en ella, ya no hay camino de retorno.

Este viaje no concierne solo a un sector de nuestra vida. La compromete por entero. En efecto, las enseñanzas sapienciales han entendido que la tarea filosófica tiene un prerrequisito: la voluntad de ser profundamente transformados. La disposición a abrirnos a la verdad de las cosas es indisociable de la disposición a abrimos a la verdad sobre nosotros mismos. Permanecer siempre receptivos, en todos los asuntos, a una visión más amplia e integradora solo es posible si estamos dispuestos a cuestionar lo que hemos pensado hasta el momento, a dejar a un lado nuestros intere­ses particulares, a ver las cosas tal como son sin maquillarlas a nuestra conveniencia, a abandonar ilusiones acerca de las cosas y de quiénes somos –pretensiones, imposturas, engaños, máscaras, defensas…–, a alcanzar la máxima desnudez ante uno mismo, ante la vida y ante los demás.

Cuando esta pasión despierta –decíamos–, ya no desaparece. Ciertamente, nada vuelve a ser igual. Este compromiso, de hecho, pondrá nuestro pequeño mundo patas arriba. Si perseveramos en él, quizá nos conduzca hasta un vacío de lo que creíamos seguro y estable. Mas en este vacío vibrante, en este silencio de todas nuestras ficticias certezas, comenzaremos a sentirnos, quizá por primera vez en nuestra vida adulta, inusitadamente lúcidos, presentes y vivos. Encontraremos respuestas, sí (no es cierto que la filosofía solo concierna a las preguntas; concierte también a los hallazgos más significativos). Pero no serán ya respuestas teóricas, pues nuestras preguntas más radicales nunca se responden en el plano del pensamiento; serán un estado de ser. Comprendemos, entonces, que precisamente en este estado de ser y en esta desnudez lúcida radica la vida filosófica. Que un filósofo no es alguien revestido de argumentos e ideas, sino quien persevera en una vulnerabilidad despierta que nos regala a manos llenas el reverso vibrante y real de las pseudoseguridades y pseudorrespuestas que previamente atesorábamos.

La naturaleza del conocimiento filosófico

La filosofía deja de ser vida filosófica, deja de ser sapiencial, cuando se concibe eminentemente como una tarea intelectual o cerebral.

Aunque suela pasar desapercibido, esta última concepción de la filosofía es connivente con nuestra pereza y superficialidad. Buscamos comprensiones sin estar dispuestos a pasar por el proceso transformador que las alumbra. Ponemos etiquetas que confundimos con el verdadero conocimiento de las cosas. Las palabras, sin más, sustituyen a la experiencia. De este modo, mantenemos a raya la verdad interna y sentida de lo que estamos nombrando. Esta deformación, por la que creemos conocer sin conocer realmente y por la que no permitimos que la realidad nos toque y nos transforme, es característica de nuestra época y de cierta deriva de la actividad filosófica.

Manejar ideas, palabras y argumentos no equivale a encarnar comprensiones vivas. Especular sobre algo no equivale a descubrir, ver y sentir desde dentro ese algo. Tener conocimientos no modifica necesariamente nuestro nivel de conciencia. El conocimiento filosófico es inoperativo en la medida en que pertenece a la modalidad del tener y no del ser. Todos hemos experimentado lo que es un conocimiento inoperativo; por ejemplo, cuando decimos saber que algo no nos conviene, pero no por ello lo abandonamos. «Eso ya lo sé», expresamos movidos por la pereza. «Ya lo sé» significa que esas ideas no nos resultan nuevas, que incluso las podríamos articular con elocuencia. Ahora bien, eso que decimos saber, ¿lo vivimos? Si no lo vivimos, realmente no lo conocemos.

Cuando las tradiciones sapienciales hablan de conocimiento, no coinciden, por lo tanto, con lo que con frecuencia solemos entender por este término. Hablan de conciencia plena; de una comprensión integral que empapa todo nuestro ser; de una visión espontánea y repentina que nos transforma y que solo se nos regala a través del compromiso sin reservas con la verdad. Esta divergencia entre el alcance sapiencial del conocimiento filosófico y lo que hoy en día solemos entender por este último es la que lleva a decir a Peter Kingsley:

«El lector pensará que ya sabe a qué me refiero cuando hablo de filosofía, pero es poco probable que así sea. Se han dedicado siglos a destruir la verdad de lo que fue en otros tiempos. Ahora solo vemos aquello en lo que se ha convertido la filosofía, pero no sospechamos lo que ya no es».

PETER KINGSLEY. En los oscuros lugares del saber

La filosofía sapiencial

A esta «verdad de lo que fue en otros tiempos» la filosofía he querido apuntar con la expresión filosofía sapiencial, que es la filosofía que nos va a ocupar en estas páginas: la filosofía como arte de ser y práctica de sabiduría; la filosofía que aspira a despertarnos y aporta claves prácticas para este fin, y que solo es realmente comprendida tras esta transformación, y no antes.

Encontramos genuina filosofía sapiencial en todos los tiempos y en todas las culturas. En Occidente, si bien estuvo particularmente presente en la filosofía antigua grecorromana, nunca ha dejado de estarlo, por más que el viraje academicista de la filosofía desde el medievo hasta el presente haya tendido a eclipsar su dimensión sapiencial. Las principales tradiciones de pensamiento radical de Oriente nunca han dejado de ser sapienciales en su esencia.

Es una particularidad de estas enseñanzas su capacidad para trascender el tiempo y el lugar que las vio nacer. Por ello resultan extremadamente elocuentes para el individuo de hoy. Más allá de sus mutuas divergencias, de los ropajes temporales, de sus elementos míticos y culturalmente condicionados, existe entre ellas una sorprendente resonancia en lo esencial, tanto en sus intuiciones centrales como en las claves operativas que han propuesto para el logro de los fines superiores de la vida humana. De esta filosofía afirmó Karl Jaspers:

«Hay filosofía desde hace dos mil quinientos años en Occidente, en China y en India. Una gran tradición nos dirige la palabra. La multiformidad de la filosofía, las contradicciones y las sentencias con pretensiones de verdad pero mutuamente excluyentes, no pueden impedir que en el fondo opere una Unidad que nadie posee pero en torno a la cual giran en todo tiempo todos los esfuerzos serios: la filosofía una y eterna, la philosophia perennis. A este fondo histórico de nuestro pensamiento nos encontramos remitidos, si queremos pensar esencialmente y con la conciencia más clara posible».

KARL JASPERSLa filosofía desde el punto de vista de la existencia

Las enseñanzas y prácticas de las filosofías sapienciales de Oriente y Occidente relativas al arte de ser son intemporales, tan actuales hoy como ayer. Lamentablemente, lo que estas tradiciones han considerado objetivos prioritarios en la formación del ser humano son la gran asignatura pendiente de nuestro sistema educativo y de nuestra civilización. Es urgente actualizar esas enseñanzas eternas, pues ¿de qué nos sirven los conocimientos especializados y el logro de todo aquello que nuestra sociedad considera símbolos externos de realización y de éxito si carecemos de paz interior; si nos hemos tornado neuróticos; si desconocemos cuál es el sentido de nuestra existencia y qué anhela lo mejor de nosotros; si vivimos fustigados por nuestros propios pensamientos; si nos vemos arrastrados por emociones e impulsos que nos conducen a donde no queremos ir; si no sabemos comunicarnos productivamente con quienes amamos ni abrirnos a la intimidad profunda que anhelamos; si no sabemos amar; si hace tiempo que nos hemos estancado interiormente y nos sentimos vacíos; si nos acosan sentimientos crónicos de falta de significado, aislamiento, ansiedad o soledad; si necesitamos psicofármacos para funcionar; si transitamos de excitación en excitación, pero desconocemos el sabor de la verdadera alegría; si hemos perdido la capacidad de contemplar y no sabemos aquietarnos y hallar contento, sustento e inspiración en esa quietud; si tenemos miedo a mirar dentro de nosotros; si no somos nuestro mejor amigo; si tememos vivir y tememos morir; si hemos alcanzado una satisfacción mediocre, pero carente de plenitud real…?

Sobre este libro

Este libro busca iniciar de forma práctica en la tarea del autoconocimiento filosófico, así como en el arte por excelencia, el de llegar a ser lo que realmente somos. Busca, además, dar a conocer la descrita concepción originaria de la filosofía, pues, en las distintas reflexiones que lo componen, entra en diálogo con algunas de las intuiciones más inspiradoras de las enseñanzas sapienciales de Oriente y Occidente intentando ilustrar su potencial para iluminar nuestra vida concreta, para transformar nuestra vida cotidiana.

La lectura de este libro no requiere conocimientos formales de filosofía. Sócrates filosofaba por igual con sus discípulos, con las figuras destacadas de la sociedad ateniense, con los artesanos y las verduleras del mercado, con los esclavos…, y con todos ellos alcanzaba las mismas verdades profundas. En mis actividades filosóficas siempre he invitado a superar el temor y la distancia que muchas personas experimentan frente a la filosofía. La filosofía es exigente, sí, y no la respetamos si minimizamos esta exigencia; pero es asimismo accesible a todo aquel que esté comprometido con radicalidad con ser el artista de su propia vida. De hecho, y como me confirma mi experiencia en el acompañamiento filosófico, quienes más lejos llegan en este camino no son necesariamente quienes de entrada poseían más conocimientos técnicos de filosofía, sino quienes se han abierto a esta última con más entrega, sinceridad y seriedad.

Creo que todos tenemos el deber de compartir aquello que nos ha dado luz, que ha contribuido a aminorar nuestro sufrimiento evitable, que nos ha inspirado, que nos ha ayudado a vivir. Estas páginas surgen de este impulso: el de compartir algunas de las comprensiones que me han resultado útiles y que también lo han sido para los compañeros con los que he establecido diálogos filosóficos durante años. Por cierto, durante estos intercambios he escuchado reiteradamente este comentario cuando contemplábamos alguna intuición sapiencial: «Eso ya lo sabía, pero no sabía que lo sabía», o: «Lo sabía de modo latente, pero nunca lo había articulado de este modo». Estas palabras, que yo también he pensado o proferido en muchas ocasiones, me confirman que, en las cuestiones esenciales, nadie enseña nada a nadie; que la tarea filosófica consiste solo en dar a luz lo que todos ya sabemos en el fondo de nosotros mismos; que el saber filosófico –en expresión de Sócrates– no es más que recordar.

Este libro toma como punto de partida los talleres de filosofía sapiencial que impartí entre los años 2007 y 2009. Otros trabajos sacarán a la luz el contenido de talleres posteriores. Quiero expresar mi gratitud a los amigos que me acompañaron y me inspiraron con su dedicación, receptividad y lucidez por aquel entonces, y con los que compartí momentos tan entrañables y enriquecedores. Y también a los muchos amigos que me han acompañado a lo largo de todos estos años en mis consultas y talleres, y de los que tanto he aprendido. Todos ellos me han hecho, y me siguen haciendo, el regalo de poder contemplar al ser humano en su expresión más bella y conmovedora: en su vulnerabilidad comprometida y despierta.

I. La mayoría de edad

Sapere aude! ¡Atrévete a pensar!

«Ilustración es la salida del ser humano de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí el lema de la Ilustración.»

IMMANUEL KANT «Contestación a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?»1

«Sapere aude!» ¡Atrévete a pensar, a servirte de tu propio entendimiento!… No es accidental que estas palabras inicien nuestras reflexiones: la mayoría de edad del pensamiento, a la que nos invita Kant, constituye la condición de posibilidad de cualquier recorrido filosófico. El primer paso en el camino de la filosofía, e igualmente el último paso, consisten en determinarse a «ser luz para uno mismo» (Krishnamurti), en pensar por cuenta propia, en confiar en uno mismo, en asumir plenamente nuestra mayoría de edad.

«Uno debe ser luz para sí mismo; esa luz es la ley. No existe otra ley. Todas las otras leyes son hechas por el pensamiento y, en consecuencia, son fragmentarias y contradictorias. Ser luz para uno mismo es no seguir la luz de otro, por razonable, histórica o convincente que sea.»

JIDDU KRISHNAMURTI. Diario II

Kant escribe el ensayo citado, «Contestación a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?», en el siglo XVIII, también denominado Siglo de las Luces puesto que en él tomó cuerpo la Ilustración. La Ilustración fue un movimiento filosófico y cultural, una nueva sensibilidad, que tuvo por consigna iluminar todos los ámbitos de la vida humana mediante el libre ejercicio del propio discernimiento y mediante la consiguiente emancipación de las tutelas, supersticiones y prejuicios. Este movimiento surgió como una invitación a alcanzar la mayoría de edad o plena autonomía del pensamiento, y como una reacción a siglos anteriores en los que el desenvolvimiento humano, el conocimiento y el avance científico y cultural habían estado limitados por el peso de la Iglesia, de supersticiones y dogmas religiosos, de tradiciones arbitrarias y de formas sociales abusivas –como las relaciones humanas determinadas por la riqueza, la cuna o el despotismo–. De este movimiento intelectual participaron prácticamente todos los grandes pensadores europeos de la época. Fue en ese siglo cuando apareció en Inglaterra la noción del «librepensador» y en Alemania la del «ilustrado»; en Francia, a estos pensadores se les denominó sencillamente «filósofos». Todos ellos trazaron los ideales ilustrados que pusieron las bases de lo mejor de la modernidad occidental: el énfasis en la libertad del ser humano y en su igualdad y fraternidad esenciales, los derechos humanos, la tolerancia religiosa y la libertad de creencia o increencia, la defensa de la libertad de pensamiento frente al oscurantismo y el fanatismo, el libre ejercicio del pensamiento crítico, la importancia de la observación y de la experiencia guiadas por la razón como base del conocimiento, etcétera.

La época actual se define como postilustrada, pues tiende a considerar superados algunos rasgos característicos de la sensibilidad ilustrada, muy en particular, su excesivo optimismo con respecto a las posibilidades de la razón humana para favorecer un progreso ilimitado. Ahora bien, no es esta la acepción del término ilustración que ahora nos ocupa: la que la hace equivaler a la sensibilidad de una época, a un movimiento cultural ligado a un periodo particular de la historia, con sus correspondientes aciertos y desaciertos, que ha quedado atrás. En la presente reflexión retomamos el término ilustración en su sentido originario, el que resume el párrafo citado de Kant: la ilustración entendida como un ideal atemporal en la educación del ser humano, el de la aspiración a la plena mayoría de edad del pensamiento. La divisa de la ilustración así entendida siempre tiene vigencia y nunca puede considerarse superada. La ilustración, en esta acepción, no es un ideal caduco; mucho menos un ideal ya logrado. El compromiso con la plena lucidez es hoy en día tan necesario como siempre, pues hoy, al igual que ayer, solo la verdad nos hace libres. Esta aspiración es, de hecho, universal: ha estado presente en las más grandes y libres tradiciones de sabiduría de todos los lugares y tiempos. Son muy elocuentes a este respecto las siguientes palabras atribuidas al Buda (siglos VI o V a.C.):

«Es pertinente que vosotros, Kalamas, dudéis, vaciléis, que estéis perplejos; la incertidumbre surge en vosotros porque algo es dudoso. ¡Vamos, Kalamas! No aceptéis nada porque así lo dice la tradición oral, porque se ha asumido a fuerza de oírse repetidamente, ni por la autoridad del linaje o de la tradición, ni por rumores, ni porque está en las escrituras, ni porque se supone que es cierto, ni porque lo dicen los axiomas, ni en virtud de los razonamientos engañosamente brillantes, ni por prejuicios o porque tengáis propensión hacia una idea que proviene del pasado, ni en virtud de la aparente habilidad o capacidad de otros, ni porque penséis: “Este monje es nuestro maestro…” ¡Kalamas!, solo cuando por vosotros mismos sepáis: “Estas cosas son insanas; estas cosas son reprochables […]; estas cosas, cuando son aceptadas y practicadas, conducen al daño y al sufrimiento”, entonces, abandonadlas».

Kalama Sutta. Anguttara Nikaya

En su artículo «¿Cómo orientarse en el pensamiento?», Kant advierte que la ilustración en ningún caso ha de asimilarse al enciclopedismo.

«Pensar por cuenta propia significa buscar dentro de uno mismo (o sea, en la propia razón) el criterio supremo de la verdad; y la máxima de pensar siempre por sí mismo es lo que mejor define a la ilustración. La ilustración no consiste, como muchos se figuran, en acumular conocimientos (sino que supone más bien un principio negativo en el uso de nuestra propia capacidad cognoscitiva), pues, con mucha frecuencia, quien anda más holgado de saberes es el menos ilustrado en el uso de los mismos.»

En efecto, ilustración, en su sentido originario, no equivale a tener muchos conocimientos, por más que se suela denominar «ilustrado» a quien posee una gran cultura o un saber enciclopédico. Pues acumular conocimientos no es lo mismo que «buscar dentro de uno mismo el criterio supremo de la verdad», que «pensar siempre por uno mismo», que no dar por sentado nada de lo que no se tenga una evidencia directa, que atreverse a descansar en el propio criterio y a actuar en base a él. De hecho, el conocimiento entendido como erudición o concebido de forma eminentemente acumulativa es, en ocasiones, el refugio de quienes, desconectados de su propia visión directa, y faltos, por consiguiente, de confianza en su propio discernimiento, buscan en ese saber externo la seguridad y el criterio que ya no hallan en su interior.

Son muchas –nos advierte Kant– las dificultades que se nos oponen en la tarea de llegar a pensar por nosotros mismos:

«La pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los seres humanos permanezca, gustosamente, en la minoría de edad a lo largo de su vida, a pesar de que hace ya tiempo que la naturaleza los liberó de la dirección ajena (haciéndoles físicamente adultos); y por eso les ha resultado tan fácil a otros el erigirse en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etcétera, entonces no necesito esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar: otro asumirá por mí tan fastidiosa tarea. Aquellos tutores que tan bondadosamente han tomado sobre sí la tarea de superintendencia se encargan ya de que el paso hacia la mayoría de edad, además de difícil, sea considerado peligroso por la mayoría de los seres humanos. Después de haber entontecido a sus animales domésticos, y de procurar cuidadosamente que estas pacíficas criaturas no puedan atreverse a dar un paso sin las andaderas en las que han sido encerradas, les muestran el peligro que les amenaza si intentan caminar solos. Lo cierto es que este peligro no es tan grande, pues ellos aprenderían a caminar solos después de unas cuantas caídas; pero el ejemplo de un simple tropiezo basta para intimidar y, por lo general, les sirve como escarmiento para desistir de todo nuevo intento.

Por tanto, es difícil para todo individuo lograr salir de esa minoría de edad, casi convertida ya en una segunda naturaleza. Incluso le ha tomado afición y se siente realmente incapaz de valerse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha dejado hacer dicho intento. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de uso racional –o, más bien, abuso– de sus dotes naturales, son los grilletes de una permanente minoría de edad. Quien se desprendiera de ellos apenas daría un salto inseguro para salvar la más pequeña zanja, porque no está habituado a tales movimientos libres. Por eso, pocos son los que, por esfuerzo del propio espíritu, han conseguido salir de esa minoría de edad y proseguir, sin embargo, con paso seguro.

[…] Mas escucho exclamar por doquier: ¡No razonéis! El oficial dice: ¡No razones, adiéstrate! El funcionario de hacienda: ¡No razones, paga! El sacerdote: ¡No razones, ten fe! Por todas partes encontramos limitaciones de la libertad».

IMMANUEL KANT «Contestación a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?»

Kant enumera en estos párrafos factores externos e internos que obstaculizan la tarea de servirnos de nuestro propio entendimiento. Y compendia los obstáculos exteriores en la expresión «tutores». Tutores son todas aquellas personas e instancias conniventes con la tendencia del ser humano a evitar el esfuerzo que supone pensar por cuenta propia y responsabilizarse de su propia vida; quienes están sorprendentemente bien dispuestos a asumir esas labores en nuestro lugar; aquellos –comenta el filósofo alemán con ironía– «que tan amablemente han tomado sobre sí la tarea de superintendencia». En ocasiones, Kant resume dichas figuras en tres fundamentales: el sacerdote, el abogado-jurista y el médico; pues la mayoría de las personas –afirma– no aspiran a alcanzar los fines superiores de la vida humana, como la plena libertad interior que proporciona el amor desintere­sado a la verdad, sino que se hallan apegados a sus fines más básicos y supervivenciales, muy en particular, al deseo de gozar siempre de salud, de proteger su patrimonio y de garantizarse la felicidad en el más allá; y, por ello, buscan tutores que les enseñen: «¿Cómo podría, aun cuando hubiese vivido como un desalmado, procurarme a última hora un billete de ingreso en el reino de los cielos? ¿Cómo podría, aun cuando no tuviese razón, ganar mi proceso o mi pleito? ¿Y cómo podría, aun cuando hubiese usado y abusado a mi antojo de mis fuerzas físicas, seguir estando sano y tener una larga vida?».2

Kant invita, en cambio, a que cada cual se responsabilice plenamente de sí mismo, a que sea su propio sacerdote, su propio abogado y su propio médico, es decir, su propio guía en el cuidado de sí y en el arte de vivir.

Trasladando la invitación kantiana a emanciparnos de todas las tutelas a nuestras circunstancias, a nuestro contexto, reflexionaremos sobre algunos obstáculos, tanto externos como internos, que encontramos habitualmente en la tarea de pensar por nosotros mismos.

Obstáculos externos: los tutores

«El ser humano que no piensa por sí mismo, no piensa en absoluto.»

OSCAR WILDE. El alma del hombre bajo el socialismo

Al igual que en la época de Kant, hoy en día los obstáculos externos bien pueden sintetizarse en la expresión «tutores»: aquellas instancias o personas –decíamos– que «toman sobre sí la tarea de superintendencia»; que no promueven nuestra plena emancipación; que debilitan nuestra confianza en nosotros mismos y en nuestro criterio; que exageran y dramatizan los errores que conlleva seguir el propio camino; que nos intimidan de forma obvia o sutil cuando nos apartamos de sus directrices.

La instrucción religiosa

Un ámbito en el que han abundado los tutores es el religioso. Frente a la genuina educación espiritual, la que favorece el cultivo de la sensibilidad hacia lo profundo tal como se manifiesta en nuestra propia interioridad, cierta instrucción religiosa ha promovido, con demasiada frecuencia, actitudes y consignas que van en dirección opuesta a la que define nuestra mayoría de edad.

Por ejemplo, se nos invita a tener «fe», pero no entendida como confianza en nuestro propio fondo, que es uno con el fondo de la realidad, sino como asentimiento a dogmas y creencias inverificables. Hay quienes se erigen en mediadores entre nosotros y lo divino, quienes afirman conocer cuál es la voluntad de Dios para nosotros y quienes sostienen que sus palabras han de ser asumidas como infalibles. Códigos de conducta, lastrados por condicionamientos culturales, se proponen como referentes externos del bien y el mal. Se nos repite que el espíritu propio es mal consejero y que ha de ser subsanado por la obediencia a una autoridad externa. Etcétera.

Sin duda, la obediencia es necesaria en la vida espiritual, pero siempre que esta palabra se entienda en su sentido genuino: como la disposición a superar el voluntarismo de nuestro pequeño yo con el fin de arraigar en nuestra más profunda voluntad; como la disposición a sobreponernos a la inercia de nuestros deseos y opiniones superficiales para poder armonizarnos con nuestras mociones interiores más genuinas. El diálogo con personas sabias puede facilitar esta obediencia o escucha (ob-audire) de lo profundo en nosotros, al igual que el contacto con el arte genuino refina nuestra sensibilidad ante lo bello. Pero este ob-audire nada tiene que ver con la obediencia en la que, sin más, renunciamos a nuestra autorresponsabilidad, esto es, a ejercitar el propio discernimiento en cuestiones que nos conciernen íntimamente y en las que nadie nos puede sustituir (pues no hay especialistas en nosotros mismos, aunque algunos tutores del alma y de la psique, y algunas megaempresas,3 se arroguen esta distinción).

Como de forma acertada denunció Nietzsche, si originariamente la virtud y el bien estuvieron asociados a la potenciación del individuo y de la vida, desde el momento en que la obediencia descrita se consideró virtuosa, la sumisión, la debilidad y la impotencia se equipararon con la bondad, y la confianza en sí mismo, con la soberbia y la perdición espiritual.

«Nada es sagrado, excepto la integridad de nuestra alma, de nuestras ideas. Recuerdo una respuesta que, muy joven aún, tuve que dar a un consejero eminente que solía importunarme con las viejas doctrinas de la Iglesia. Al decirle: “¿Qué me importa a mí la santidad de esas tradiciones si vivo una vida completamente interior?”, me contestó: “Pero esos impulsos pueden venir de abajo y no de arriba”. Yo le repliqué: “No me parece que sea así; pero si soy hijo del Diablo, viviré del Diablo”. Para mí no hay ley más sagrada que la de mi propia naturaleza.»

RALPH W. EMERSON. Confía en ti mismo

La renuncia al ejercicio del propio discernimiento en el ámbito más íntimo, el de la vida espiritual, constituye un punto ciego estructural que propicia que también se incurra en esa abdicación en otras esferas de la vida. Quien en un asunto tan central ha decidido ser menor de edad, por mucho que busque ejercitar su discernimiento autónomo en otras vertientes de su existencia, fácilmente en ellas se deslizará hacia la pérdida de autonomía o hacia la credulidad.

La constatación de lo anterior –de cómo las religiones han fomentado en ocasiones la minoría de edad del pensamiento– ha generado históricamente, y sigue generando, decididas reacciones de rechazo a la religión. Pero este rechazo, a menudo ejercido en nombre del pensamiento crítico y de la razón, muchas veces ha incurrido en una generalización infundada: en el desprecio de la espiritualidad entendida en un sentido amplio; en la negación de la dimensión metafísica y trascendente de la realidad. Esto ha favorecido la cristalización de un falso dilema, muy extendido en nuestro país: o la religiosidad pueril, o el racionalismo chato. Quienes se instalan en ambos lados del dilema han percibido una verdad parcial. Unos, porque cuestionan una dudosa religión aliada con la minoría de edad. Otros, porque tienen el sabor de la dimensión espiritual y la convicción de que esta no puede ser atrapada en las redes del discurso racional. El equívoco comienza cuando esta última convicción conduce a renunciar al pleno ejercicio de la razón crítica en nuestra vida espiritual; pues, en efecto, lo espiritual trasciende las capacidades demostrativas de la razón, pero no porque sea irracional, sino porque es suprarracional. Cuando el pensamiento racional se lleva hasta su lógico final, con radicalidad y honestidad, revela sus límites. La espiritualidad genuina es la culminación del pensamiento crítico, no su abrogación.

Muchas personas consideran que no ha pesado en ellas este tipo de educación religiosa, bien porque no la recibieron, bien porque la han dejado atrás. Puede que efectivamente sea así; pero no está de más hacer un examen profundo al respecto, pues estos hábitos tienen raíces profundas y una gran inercia en nuestra mentalidad. A veces toman cuerpo en personas que supuestamente han cuestionado dicha educación, pero que, al unirse a un grupo ideológico, político, espiritual o de otra índole, repiten patrones análogos: se aceptan supuestos de los que no se tiene evidencia directa, se repiten consignas de forma acrítica, se acepta una figura de autoridad inmune al cuestionamiento, se mira mal a la persona que dentro del grupo piensa de modo independiente –más aún, al disidente–, etcétera. Aunque no incurramos en las expresiones más extremas de este tipo de actitudes, de forma sutil casi todos tendemos a reproducirlas debido al peso que han tenido en nuestra formación y por tratarse de una inclinación propia de cierto nivel de conciencia específicamente humano.

Ahora bien, precisamente el origen de las grandes tradiciones espirituales se sustentó en la intuición contraria: en la convicción de que tenemos motivos para confiar en nosotros mismos, para otorgar la más radical confianza a nuestro fondo, pues este nos abre a lo Absoluto. La actitud que alumbra y sostiene la genuina vida espiritual no es la fe entendida en su acepción degenerada, como aceptación de creencias de las que no se tiene evidencia, sino la fe concebida como confianza incondicional en lo superior tal y como se revela en su lugar privilegiado de expresión: nuestra propia interioridad.

(Con respecto a cómo se manifiesta el tutelaje en las formas de espiritualidad orientales, remitimos a quienes estén familiarizados con la relación oriental tradicional entre maestro y discípulo al apéndice «Maestros y gurús».)

La ciencia y los ámbitos de investigación y de práctica científicas

Sería desacertado pensar que hay ámbitos que de modo intrínseco garantizan la mayoría de edad del pensamiento. Aunque admitamos que unos la favorecen más que otros, ningún factor externo garantiza una actitud personal de amor incondicional a la verdad o la convicción en el valor absoluto de la libertad.

De este modo, si bien los espacios de investigación científica tienen como lema la plena libertad del pensamiento, y si bien pertenece a la naturaleza de los mismos la aspiración a la absoluta independencia, sería ingenuo concluir que están a salvo de los tutores. El dogmatismo no es solo propio de la religiosidad inmadura. Con mucha frecuencia se disfraza de razón y de ciencia. Por eso, la vigilancia que posibilita el logro de la mayoría de edad del pensamiento no deja fuera ningún ámbito de la actividad humana; incluye también el cuestionamiento de la práctica científica y del uso que se hace de la razón, lo que permite discernir entre la genuina razón crítica y la racionalización obtusa.

No solo los dogmas religiosos han frenado históricamente los avances de la ciencia. También los dogmas científicos han entorpecido esos avances. Por ejemplo, hay científicos que pasan por alto que los hechos científicos han de ser interpretados y que la elección de teorías interpretativas ya no es un hecho científico, sino una decisión que, al menos en parte, es extracientífica, es decir, que puede dejar paso a dogmas y prejuicios.

Los científicos-tutores son aquellos que se instalan en dogmas científicos indiscutibles que actúan a modo de prejuicios; los que adoptan en la defensa de los mismos actitudes en ocasiones tan combativas como las propias de los proselitistas más sectarios. Aquellos que abandonan la actitud de permanente cuestionamiento y se limitan a repetir las tesis oficiales, las que tienen en un momento dado el aura de la «seriedad». Los que pasan por alto el carácter de hipótesis de sus conclusiones –esto es, que los conocimientos científicos han de estar siempre sujetos al principio de falibilidad–, así como el carácter acientífico de sus marcos interpretativos. Los que olvidan los límites del método científico y creen que las únicas verdades válidas son las científicas (una afirmación acientífica), soslayando, entre otras cosas, que la ciencia necesariamente deja de lado lo que más nos concierne como seres humanos: los valores y los aspectos cualitativos y significativos de la realidad. Aquellos que exceden su campo de competencia y consideran que sus conocimientos científicos les facultan para hablar con autoridad sobre cuestiones que han ocupado tradicionalmente a otras disciplinas, por ejemplo, la filosofía y las enseñanzas espirituales, como si la neurobiología desentrañara las claves últimas del amor, o como si la física pudiera dar cuenta del misterio del ser: «¿Por qué hay algo y no más bien nada?» (Leibniz).

El médico-tutor

Kant ironiza, en su descripción de los tutores, con la figura del médico-tutor: el sacerdote de bata blanca a quien se cede el cuidado del propio cuerpo, en quien se abandona la responsabilidad por el cuidado de uno mismo en el ámbito psicofísico.

La relación médico-paciente también ha de aspirar al ideal de la mayoría de edad. No sucede así, es decir, el médico actúa como tutor, cuando no fomenta que sus pacientes sean los protagonistas en el cuidado de su salud: que sean proactivos al respecto y que estén instruidos sobre su enfermedad.

Por ejemplo, el médico-tutor reprende al paciente que busca en internet información sobre su padecimiento, como si fuera altamente probable que fuera a hacer mal uso de la misma; que así suceda de vez en cuando le reafirma en su prevención («El ejemplo de un simple tropiezo basta para intimidar», nos señalaba Kant). Por el contrario, el médico que fomenta la mayoría de edad de sus consultantes entiende que hoy en día el espacio virtual permite un fácil acceso, además de a información contradictoria y de fiabilidad variable, como enfatiza el médico-tutor, a información científica plural antes solo accesible a expertos, y entiende que esto ha de dar lugar a una nueva relación cooperativa entre médico y paciente. Se alegra ante el consultante informado, del que con frecuencia aprende, pues los avances en medicina son vertiginosos, y nadie más intere­sado en estar al tanto de los mismos que el enfermo cultivado y responsable.

El médico-tutor finge seguridad sacerdotal y no admite su ignorancia, obviando que en la medicina no existen enfoques unitarios y que, como en casi todos los ámbitos del saber, se desconoce mucho más de lo que se conoce. En épocas pasadas, la falta de información favorecía que el paciente asumiera ciegamente lo que afirmaba el doctor, como se inclinaba acríticamente ante lo que decía el sacerdote. En nuestros días, resulta inadecuada la actitud del médico que exige una confianza sin resquicios y que se pone a la defensiva cuando se contrastan sus indicaciones o diagnósticos. Ni el médico es una figura omnisapiente, ni la medicina es una ciencia exacta. Por ello es pertinente, en particular ante asuntos complejos, graves o ambiguos, contrastar la información y adoptar una responsabilidad activa sobre uno mismo; y también entender que, mientras la medicina siga siendo más una «ciencia de la enfermedad» que una «ciencia de la salud»,4 cada cual ha de ocuparse del fomento diario de esta última.

Asumen igualmente el rol de tutores los médicos que pasan por alto, o minimizan, el hecho de que las investigaciones médicas y farmacéuticas están a veces condicionadas por intere­ses extracientíficos, como, por ejemplo, los económicos. Como es sabido, las grandes compañías farmacéuticas subvencionan las principales investigaciones médicas y crean un aura de prestigio en torno a sus productos. Esto explica la adhesión incondicional a sus conclusiones por parte de los médicos más conservadores, así como la desconfianza de estos últimos en otros enfoques, por ejemplo, los que recurren a sustancias que dichas compañías no pueden patentar (de aquí su desconocimiento de posibles tratamientos alternativos y su falta de formación en medicina preventiva).

Hoy más que nunca es preciso ser proactivo en el cuidado de la propia salud, y evitar tanto delegar dicho cuidado de forma pasiva en el sistema médico, como incurrir en la desconfianza sistemática hacia él, pasando por alto la elevada fiabilidad de muchas de sus investigaciones, lo que conduce en ocasiones a caer en manos de sanadores ignorantes, fantasiosos o sin escrúpulos.

El médico de la mente-tutor

Todo lo dicho es extensible al marco de cualquier relación de ayuda establecida entre adultos, como, por ejemplo, las psicoterapias o las terapias psiquiátricas. Si bien estas relaciones de ayuda están, en principio, directamente comprometidas con la superación de la minoría de edad del pensamiento, y si bien en la mayoría de los casos cumplen satisfactoriamente este objetivo, tampoco se hallan libres de los tutores.

El tutelaje en estos ámbitos se manifiesta en las actitudes paternalistas de aquellos terapeutas que creen conocer mejor que sus pacientes lo que estos últimos necesitan. En las dinámicas en las que el diálogo entre paciente y terapeuta deja de ser un diálogo entre iguales, pues las afirmaciones del paciente no se examinan en función de su «verdad o corrección», sino que se devalúan viendo en ellas «síntomas de enfermedades ocultas»,5 es decir, cuando el punto de partida de estos diálogos no es lo que dice el paciente, sino lo que interpreta el terapeuta acerca de lo que dice o de lo que supuestamente reprime y encubre. Encontramos aquí la misma estrategia de los viejos modelos autoritarios, que se resume en la frase: «Yo sé lo que es mejor para ti», una máxima que oculta, disfrazándola de ayuda, la imposición de los valores y criterios del tutor.

El uso habitual de expresiones como «soberbia» y «orgullo», por parte de la religiosidad aliada con la minoría de edad, para calificar lo que solo son expresiones de sana autonomía, tiene un equivalente, en las señaladas relaciones laicas de ayuda, en ciertos usos de la palabra «resistencia»; en concreto, en los que buscan desvalorizar la actitud de quien no acepta en algún punto el criterio del terapeuta o que este último se erija en su tutor.

Entre adultos, es inadecuado que alguien se someta ciegamente al criterio de otro en los asuntos que más le conciernen. Quienes han asumido su mayoría de edad se ofrecen mutuamente, contrastándolos, los conocimientos, recursos y habilidades que poseen. Los tutores no tienen cabida entre ellos. La confianza racional que alguien nos inspira, la que nos hace solicitar su información, compartir su criterio o ponernos ocasionalmente en sus manos, es algo que dicha persona se ha de ganar, no algo que pueda exigir. Y esta confianza no ha de ser incondicional: ha de estar sometida en todo momento al discernimiento crítico; y puede otorgarse en un aspecto particular y no en otro, en un momento dado y no en otro.

La universidad

Las universidades son el ámbito por excelencia de conservación y transmisión de la herencia cultural, así como de creación de conocimiento, de nuevas ideas y valores.

Forma parte intrínseca del concepto contemporáneo de universidad la aspiración a ser un espacio de cuestionamiento constante, de fomento de la investigación independiente y del pensamiento crítico. La plena autonomía de la universidad frente a los poderes religioso y político –que frenaron en ella en el pasado los avances científicos y culturales– es una conquista históricamente reciente.

Ahora bien, esta autonomía está lejos de ser plena. Es frágil, requiere una conquista permanente, pues el alto grado de honestidad, independencia y libertad que precisa la mayoría de edad del pensamiento es poco habitual, y la pereza, la cobardía o el oscurantismo siempre adoptan nuevas formas. Pondremos algunos ejemplos de estas últimas: las nuevas servidumbres ideológicas; el sometimiento a las modas y a los «dogmas» intelectuales imperantes (que relegan al exilio intelectual a quienes no se ajustan a sus cauces); el miedo de los docentes e investigadores a cuestionar los conocimientos que les han permitido alcanzar cierto estatus intelectual y profesional; el sometimiento a los intere­ses del mercado; el conservadurismo excesivo, que propicia que en ocasiones la universidad camine por detrás de la sociedad y se resista a cambiar; la miopía de la hiperespecialización, que asfixia el ideal de sabiduría (la unidad y jerarquización del saber, y la importancia de la formación integral del ser humano en cuanto tal) intrínseco al concepto de universidad; etcétera.

Los que no viven para el conocimiento, sino de él

Nos detendremos en una modalidad habitualmente larvada de asfixia de la libertad de pensamiento presente en los ámbitos universitarios. Adopta la forma de obstrucción de la excelencia por parte de personas y camarillas que buscan defender sus espacios de poder y, en último término, su mediocridad. Esta dinámica ha estado y estará presente en todas las actividades humanas en las que esté en juego (o al menos lo parezca) alguna parcela de poder, por muy insignificante que sea; pero resulta particularmente empobrecedora en un entorno que aspira a la excelencia intelectual y a la creación de la cultura. En el caso de la universidad, y en palabras de Schopenhauer, se trata de «la vieja contraposición de los que viven para una cosa frente a los que viven de ella, de los que son frente a los que aparentan», de los que se ponen al servicio de una causa que los trasciende, «la verdad, la sabiduría, la belleza, el bien, de quienes subordinan su ego y sus opiniones en aras de un servicio desintere­sado a la realidad objetiva de las cosas»,6 frente a los que utilizan dichas causas para sus fines personales.

La mediocridad está presente allí donde no hay aspiración a la verdadera excelencia. Hay mediocres inofensivos en quienes sencillamente está adormecida esta aspiración. No resultan inofensivos, en cambio, aquellos en quienes, junto a la falta de aspiración a la excelencia, existe, además, el intenso deseo de conseguir los frutos y brillos que asocian a ella: el prestigio, los puestos significativos y el poder personal. Estos últimos harán todo lo posible por medrar, con el fin de lograr dicho prestigio y poder externos, que ya no serán la consecuencia, nunca directamente buscada, de la excelencia real.

Cuando esta dinámica está presente en los ambientes universitarios, para lograr su objetivo tendrán que disfrazar su astucia «política» de verdadera competencia intelectual. En los ámbitos filosóficos –y de nuevo en palabras de Schopenhauer–, para este fin «se han aprovisionado de un repertorio de pensamientos ajenos, la mayoría incompletos y siempre comprendidos muy superficialmente, que, en mentes como las suyas, se exponen al peligro de volatilizarse en meras frases y palabras. Van con ellos de aquí para allá, y buscan siempre ajustarlos unos con otros como si se tratara de fichas de dominó».7 Quienes así proceden solo pueden conseguir sus fines si no prospera lo que les puede hacer sombra y lo que nunca podrán imitar: la verdadera creatividad y penetración. Por lo que, de forma más o menos consciente, establecerán alianzas con mediocres afines para defender sus intere­ses, para conseguir que lo malo pase por valioso, y para obstaculizar a las mentes independientes y genuinas.

El amiguismo, la endogamia y el anquilosamiento de nuestras universidades atentan directamente contra el ideal ilustrado de universidad que ha contribuido a cimentar lo mejor de nuestras sociedades y de nuestra civilización.

Los partidos políticos

«La verdad son los pensamientos que surgen en el espíritu de una criatura pensante única, total y exclusivamente deseosa de la verdad.

La mentira, el error –palabras sinónimas– son los pensamientos de los que no desean la verdad, y de los que desean la verdad y además otra cosa. Por ejemplo, desean la verdad y además la conformidad con tal o cual pensamiento establecido.

[…] La luz se recibe deseando la verdad sin pensar y sin intentar adivinar de antemano su contenido. Este es todo el mecanismo de la atención.»

SIMONE WEIL

La joven filósofa francesa escribe estas palabras en su opúsculo Nota para la supresión general de los partidos políticos. Ahora bien, ¿qué conexión tienen estos últimos con las palabras citadas?

La mayoría de las democracias occidentales no se corresponden con lo que el término «democracia» significó en la Atenas clásica. Los ciudadanos ya no expresan, como entonces, de forma directa su voluntad con respecto a los asuntos públicos, salvo en contadas ocasiones; se limitan a elegir a sus representantes. Estos últimos no suelen ser candidatos independientes, gremios, instituciones o agrupaciones sociales intermedias, sino partidos políticos. El partido político, a su vez, no se constituye como un mero medio al servicio de la elección de los representantes del pueblo. Los representantes, una vez elegidos, quedan sujetos a la disciplina de partido, y las decisiones que se adoptan en los parlamentos suelen estar previamente diseñadas por los propios partidos. Los actores reales de la vida política son, en consecuencia, los partidos.

En la figura del partido político late una contradicción. En principio, su existencia se justifica por ser «un medio al servicio de una determinada concepción del bien público».8 En la práctica, los partidos políticos se constituyen como fines en sí mismos. Su objetivo es el poder y el crecimiento ilimitados del propio partido, por más que justifiquen este hecho en su supuesta condición de instrumentos para el bien común.

Ahora bien, desde que el mantenimiento y el crecimiento del partido se constituyen en un fin, se introduce una lógica distinta, incluso opuesta, a aquella que se ordena desintere­sadamente al bien de todos los ciudadanos.

En primer lugar, los restantes partidos ya no se ven como otros instrumentos, tan legítimos como el propio, al servicio de una determinada concepción del bien general. Se convierten en enemigos a los que hay que atacar, debilitar o eliminar. Con este fin, se ningunean las afinidades existentes y se extreman las diferencias, y en ningún caso se ven en estas últimas elementos dinamizadores de un intercambio necesario y potencialmente enriquecedor. Se sostiene con dogmatismo la propia posición, despreciando sistemáticamente la del «adversario». Los intere­ses estratégicos de partido prevalecen frente a los de la ciudadanía.

En segundo lugar, los partidos se ven tentados a apoyar, para que ocupen cargos públicos, no a las personas más capacitadas, que suelen ser las más independientes, sino a las personas más dóciles y más afines a sus intere­ses.

En tercer lugar, los partidos políticos, con el fin de crecer de forma ilimitada, presionan abierta o sutilmente el pensamiento de los ciudadanos a través de la propaganda y de la persuasión. Estas últimas son asumidas con naturalidad por muchos ciudadanos, demasiado acostumbrados a ellas (es significativo que la astucia política no necesite ocultarse; es manifiesta, y no solo no se reprueba, sino que se encomia). La propaganda no invita a discernir libre y serenamente en torno al bien común y la justicia, sino que busca convencer a toda costa. Esta persuasión la ejerce el partido sobre los ciudadanos en su conjunto con el objetivo de recabar seguidores y apoyos, pero, muy en particular, sobre sus propios miembros.

La disciplina interna de partido puede ser extrema o discreta, pero siempre tiene un efecto coercitivo, que se justifica en nombre de la estabilidad de los partidos y, por lo tanto, de la misma democracia. Alguien –explica Simone Weil– entra en un partido porque ha encontrado elementos valiosos en él. Pero no conoce todas las posiciones del partido con respecto a todos los asuntos. Cuando se hace del partido, ya está asumiendo de antemano, y sin examen, todo eso que no ha pasado por la criba de su discernimiento. Se abstiene de la incómoda tarea de pensar por sí mismo en cada caso particular. Prueba de que el partido introduce una dinámica de dominio sobre el pensamiento de sus miembros es que un miembro de un partido nunca diría: «Cada vez que examine cualquier problema político o social, me comprometo a olvidar absolutamente el hecho de que soy miembro de tal o cual grupo y a preocuparme exclusivamente por discernir el bien público y la justicia».9 Los miembros del partido teóricamente son libres; en la práctica, están condicionados. Asumir esa disciplina implica, en mayor o menor grado, la renuncia a la plena libertad intelectual y moral. Los partidos, al sancionar la indocilidad, se constituyen en «pequeñas iglesias profanas armadas con la amenaza de la excomunión».10 Al igual que la persona que abraza una religión dogmática, el miembro del partido coarta su orientación incondicional a la verdad por la adhesión a una doctrina.

Aunque debería causarnos extrañeza, se ha normalizado que en los debates públicos haya personas que nunca hablan en nombre propio, sino como miembros de tal o cual partido. Hablar en nombre de un partido, o en calidad de «liberal», «socialista», «comunista», «cristiano» o «musulmán», es no pensar tal cosa porque la evidencia y el criterio íntimo impelen a ello, sino siempre en conformidad con un pensamiento previamente establecido. Pero ambas disposiciones son excluyentes: es preciso elegir entre la fidelidad a la propia luz interior o el acatamiento del criterio de un determinado grupo o ideología.

Los partidos políticos actúan como «tutores» siempre que sobre sus miembros ejercen los mecanismos coercitivos descritos.

El ciudadano mayor de edad

Hoy en día, aunque cada vez más ciudadanos apuestan por implicarse de forma directa y responsable en la gestión de la vida en común, no es posible tomar parte en los asuntos públicos de modo pleno más que a través de los partidos políticos. El ciudadano mayor de edad, aunque no pueda eludir este hecho, advierte las limitaciones descritas. Habla siempre en nombre propio, no en nombre de un partido o ideología, menos aún en nombre del «pueblo», y se une a otros por vínculos de afinidad en un clima de plena libertad, nunca bajo etiquetas uniformadoras. Aunque se posicione políticamente, no incurre en la mirada dualista (bueno frente a malo, correcto frente a equivocado); mantiene una mirada amplia e integradora que le permite advertir las verdades parciales presentes en las diferentes doctrinas políticas, y los peligros también presentes en ellas. Reconoce puntos de confluencia allí donde el interés partidista finge total divergencia. Sabe que, dada la altísima complejidad de los asuntos políticos, las posturas al respecto han de someterse a constantes ajustes, y que los posicionamientos apriorísticos y rígidos impiden esta flexibilidad. No tiene, por tanto, una mirada ideologizada; no confronta ideologías de forma intemperante, simplista y excluyente. No incurre en el maniqueísmo, ni padece de hemiplejia moral.11 Tampoco confronta sectores de la sociedad fomentando la hostilidad entre ellos. Solo contrapone niveles de conciencia. Sabe que la única divergencia real es la existente entre el nivel de conciencia que es sensible al bien común y lo promueve, y el que se orienta al mero interés propio; y advierte que promover un nivel de conciencia u otro (trascendiendo el egocentrismo, en primer lugar, en uno mismo) es la única toma de partido con sentido. Es consciente de que estos niveles de conciencia están presentes en todos los ámbitos humanos y sociales sin excepción, por más que las consecuencias sean particularmente graves cuando quienes carecen de conciencia del bien común acumulan poder económico o de cualquier otra índole. Allí donde haya alguna forma de injusticia u opresión, la denuncia y la rebate. Pero, desde esta visión, no necesita identificarse con unos frente a otros. Parte del principio de que «lo que es bueno para mí en el fondo también es bueno para ti, y viceversa». La genuina política integra dualidades. No alimenta el rencor, el odio, la división ni la separatividad.

«Cuando te llamas a ti mismo indio, cristiano, musulmán, europeo o cualquier otra cosa, estás siendo violento. ¿Ves por qué es violento? Porque estás separándote a ti mismo del resto de la humanidad. Cuando te separas a ti mismo por causa de creencias, nacionalidad, religión, tradición…, alimentas la violencia. Alguien que esté en el camino de entender la violencia no se identifica con ninguna religión, partido político o sistema parcial. Alguien así se preocupa seriamente por la comprensión total de la humanidad.»

JIDDU KRISHNAMURTI. Freedom From the Known

Podríamos seguir enumerando otras formas de tutelaje presentes en los distintos ámbitos humanos, pero no pretendemos ser exhaustivos, sino solo ilustrar, con algunos ejemplos, la naturaleza de las dinámicas que, desde distintas instancias, obstaculizan nuestra mayoría de edad, particularmente las menos obvias, aquellas que pasan más desapercibidas. Pues, ciertamente, incluso dentro los ámbitos que en principio están consagrados al amor al pensamiento…

«[…] los seres humanos temen al pensamiento más de lo que temen a cualquier otra cosa del mundo; más que a la ruina, incluso más que a la muerte.

El pensamiento es subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. El pensamiento es despiadado con los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas; el pensamiento es anárquico y fuera de la ley, indiferente a la autoridad, descuidado con la sabiduría del pasado.

Pero si el pensamiento ha de ser posesión de muchos, no el privilegio de unos cuantos, tenemos que habérnoslas con el miedo. Es el miedo el que detiene al individuo: miedo de que sus creencias entrañables no vayan a resultar ilusiones, miedo de que las instituciones con las que vive no vayan a resultar dañinas, miedo de que ellos mismos no vayan a resultar menos dignos de respeto de lo que habían supuesto.

¿Va a pensar libremente el trabajador sobre la propiedad? Entonces, ¿qué será de nosotros, los ricos?

¿Van a pensar libremente los muchachos y las muchachas jóvenes sobre el sexo? Entonces, ¿qué será de la moralidad?

¿Van a pensar libremente los soldados sobre la guerra? Entonces, ¿qué será de la disciplina militar?

¡Fuera el pensamiento!

¡Volvamos a los fantasmas del prejuicio, no vayan a estar la propiedad, la moral y la guerra en peligro!

Es mejor que los individuos sean estúpidos, amorfos y tiránicos, antes de que sus pensamientos sean libres. Puesto que si sus pensamientos fueran libres, seguramente no pensarían como nosotros. Y este desastre debe evitarse a toda costa.

Así arguyen los enemigos del pensamiento en las profundidades inconscientes de sus almas. Y así actúan en las iglesias, escuelas y universidades.»

BERTRAND RUSSELL. Principios de reconstrucción social

Obstáculos internos

«Ya se trate de hechos, ya se trate de fundamentos racionales: admitid lo que os parezca más auténtico después de un análisis cuidadoso y sincero. Pero no neguéis a la razón lo que hace de ella el bien supremo sobre la tierra, a saber, el privilegio de ser la última piedra de toque de la verdad.»

IMMANUEL KANT. «¿Cómo orientarse en el pensamiento?»

No solo encontramos obstáculos externos en la tarea de pensar por nosotros mismos; más importantes aún son los obstáculos internos, pues los primeros, para ser eficaces, requieren de la connivencia de ciertas actitudes interiores.

Describiremos algunos de estos obstáculos internos:

La conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra insuficiencia, de nuestra confusión

Cabría objetar que no son únicamente los tutores quienes nos dan razones para no confiar en nosotros mismos. Si miramos en nuestro interior, no encontramos motivos sólidos para confiar: hallamos pensamientos mediocres, emociones que nos ofuscan, impulsos contradictorios, confusión, dudas… Nuestra propia experiencia directa no parece invitar a la autoconfianza.

De cara a dilucidar la falta de fundamento de esta objeción, procede aclarar lo siguiente: cuando retomamos la invitación kantiana a buscar dentro de uno mismo el criterio supremo de la verdad, o bien la invitación de la sabiduría perenne a confiar en uno mismo, ¿qué hemos de entender por «uno mismo»? ¿Cuál es la naturaleza de este «sí mismo» en el debemos confiar?

Como veremos con detenimiento en el próximo capítulo, la base de la confianza señalada es el reconocimiento en nosotros de una dimensión suprapersonal que constituye una fuente de asesoramiento interno muy diferente a nuestras meras ocurrencias y opiniones personales, en las que hacemos bien en no confiar del todo; una dimensión que es la única que nos pone en contacto con lo real y sagrado, con la verdad, la belleza y el bien.

«Si un niño hace una suma y se equivoca, el error lleva la marca de su persona. Si procede de manera perfectamente correcta, su persona está ausente de toda la operación. La perfección es impersonal.»

SIMONE WEIL. «La persona y lo sagrado»

Como examinaremos también en capítulos posteriores, buena parte de la sabiduría antigua de Occidente reconocía una estructura trina en el ser humano: una dimensión somática o corporal, una dimensión psíquica o anímica, y una dimensión noética o espiritual. Establecía, por tanto, una distinción nítida, que posteriormente se ha tendido a olvidar en nuestra cultura, entre el psiquismo individual y el nous –un principio que, paradójicamente, siendo el centro del ser humano y lo que lo especifica como tal, trasciende toda individualidad concreta–. Nos invitaba a descansar en nosotros mismos, pero no en nuestra mera particularidad, sino en esa instancia íntima suprapersonal (aunque fundamento de la persona), la única merecedora de nuestra incondicional adhesión y confianza. Tradicionalmente, cuando la filosofía perenne ha invitado a confiar en uno mismo, o a confiar en nuestra Razón, se ha referido a este Sí mismo.

La confianza en uno mismo así entendida se corresponde con la verdadera humildad, pues la luz y la comprensión que recibimos de esa instancia tienen una cualidad suprapersonal que impide que nos las podamos arrogar a título individual. En efecto, la autoconfianza de quien conoce su identidad real constituye la genuina humildad, la que excluye por igual la pretensión y la timidez. La autoconfianza arrogante, agresiva, fanática o dogmática nunca procede de una fuente genuina.

La conciencia de que hay quienes saben más

Otro obstáculo interior en la tarea de pensar por nosotros mismos es el que justifica la falta de autoconfianza (la que nos conduce a asumir ideas de otros, sin molestarnos en alcanzar las propias) en el hecho de que hay quienes saben más, quienes tienen más conocimientos, quienes en el camino que conduce a establecerse en la genuina fuente del asesoramiento interno están por delante de nosotros.

Esta objeción, al igual que la anterior, contiene una verdad parcial. En efecto, es evidente que existen «hermanos mayores». Los hermanos mayores no son especiales ni están hechos de otra madera que la nuestra; sencillamente, están en el camino, en alguna dimensión particular, por delante de nosotros. En esa faceta tienen más sensibilidad, penetración y experiencia, han volcado más tiempo, seriedad y dedicación, y sería una torpeza no encontrar en ellos inspiración, no aprender de ellos, escucharlos y emularlos.

Como afirmamos en el apéndice «Maestros y gurús», a diferencia del tutor, el hermano mayor (el maestro auténtico) nos invita a confiar en nosotros mismos y a llegar a nuestras propias conclusiones; fomenta nuestra libertad interior; no centra la atención en él; no se reviste de un aura especial; no crea vínculos de dependencia ni pide fidelidad u obediencia; no desea tener ascendiente sobre los demás (el ascendiente que de hecho tiene ni es buscado ni es personal). Con sus palabras y actitudes propone que recorramos nuestro propio camino, asumiendo la total responsabilidad sobre este recorrido. Y es hermano mayor en un ámbito, no en todos (porque nadie lo es en todo, ni nadie lo es en nada).

Las citas de filósofos que aportaremos a lo largo de este libro se orientan a que encontremos inspiración en los hermanos mayores, y no a que estos nos suplan o a proveernos de pensamientos de segunda mano. Dado que son voces dotadas, en mayor o menor grado, de la cualidad profunda e impersonal señalada, tienen la capacidad de resonar con nuestra propia voz interior, con lo profundo en nosotros, facilitándonos de este modo el acceso a nosotros mismos.

Para encontrar inspiración en los hermanos mayores, sin caer en el error de convertirlos en tutores, es preciso discernir qué tipo de confianza hemos de tener en las personas que van por delante de nosotros en cualquier ámbito; muy en particular, en el que más nos concierne: el del autoconocimiento profundo. La confianza adulta en los hermanos mayores es una confianza racional y funcional; parte del principio de que, si bien no hay más autoridad que la que proporciona la propia evidencia y experiencia, a veces es preciso alcanzar esta última a través de una metodología análoga a la metodología científica ordinaria. Así la describe Nisargadatta: