El coraje de ser - Mónica Cavallé - E-Book

El coraje de ser E-Book

Mónica Cavallé

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Beschreibung

Todos experimentamos momentos de plenitud vinculados a la expresión directa y auténtica de nosotros mismos: momentos de contemplación de la belleza del mundo en que nuestros sentidos se abren como si lo vieran por primera vez, de intimidad y comunión con otro ser humano, de fluidez creativa, de expresión confiada y libre… Estos momentos permiten intuir lo que puede ser una vida en la que no meramente se existe, sino en la que se vive en todo el sentido de esta palabra. Esta vida solo es posible cuando sabemos quiénes somos, cuando nos conocemos a nosotros mismos de modo experiencial: no cuando nos llenamos de ideas sobre nosotros, sino cuando nos asentamos en nuestro ser real, más allá de nuestras defensas, máscaras y falsos yo. Este libro es una invitación a adentrarnos de forma práctica en el camino del autoconocimiento sapiencial y, más ampliamente, en la vida filosófica. Busca inspirar y acompañar en la apasionante aventura de desnudarnos, reconocer nuestra vulnerabilidad, para poder vernos y ser llenados. Solo esta desnudez lúcida da paso a una vida creativa y verdadera; una vida que no solo es una bendición para nosotros mismos, sino también para los demás y para el mundo.

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Mónica Cavallé

El coraje de ser

La aventura del autoconocimiento filosófico

© 2023 Mónica Cavallé

© de la edición en castellano:

2024 Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Primera edición en papel: Febrero 2024

Primera edición en digital: Febrero 2024

ISBN papel: 978-84-1121-231-1

ISBN epub: 978-84-1121-253-3

ISBN kindle: 978-84-1121-254-0

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A las personas con las que he dialogado durante tantos años, compañeros de camino que me enseñan e inspiran constantemente con su coraje en la búsqueda de la verdad y su conmovedora vulnerabilidad.

Sumario

IntroducciónVivir frente a existirEl autoconocimiento filosóficoSobre este libroI. Ser luz para uno mismo1. De la separación a la unidadLa conciencia de separatividadLa conciencia de unidad2. Ser luz para uno mismo3. Examen de nuestra «mayoría de edad»¿Cimento mi camino interior en ideas propias o en ideas de segunda mano?¿Por qué somos reacios a pensar por nosotros mismos?La senda de la verdad¿Estoy en conexión con mi criterio interno?¿Tengo una relación madura con la autoridad?La actitud inmadura ante la autoridadDerecha e izquierdaLa actitud madura ante la autoridadII. La fuente del criterio1. Dónde radica la fuente del criterioNous y dianoiaEl sentido de la verdad, de la belleza y del bienQué significa pensar bien2. Signos de que no estamos en contacto con nuestro criterio3. Condiciones para contactar con nuestro criterio internoReconocer la presencia en nosotros de esa sabiduría impersonal latenteAmar la verdad por encima de todo. Querer verAbrirnos a la luz interiorConsiderar la paz y el sufrimiento como guíasLa guía de lo profundo no equivale a un superyó que nos juzga y nos criticaHabitar la atmósfera de la verdadDejar de buscar la luz en el ámbito analítico y en el conocimiento acumulativoEntender que la fuente del criterio es un lugar silencioso y vacío de contenidosNavegar la incertidumbreMe comprometo a cometer muchos errores4. El verdadero significado de la palabra «coherencia»III. Presencia e imagen. Yo real versus yo ilusorio1. Vivirse como presencia2. Vivirse como imagenSignos y efectos de vivirse como imagen3. La configuración del yo ilusorio4. El yo-ideaSujeto versus objetoLa configuración del yo-ideaCreencias limitadas básicas sobre la propia identidad5. Los vacíos ontológicos6. Formas de evitar o de compensar nuestros vacíosPatrones defensivos o evitativosInsensibilizaciónHuir de las situaciones activadorasPatrones compensatoriosBuscar fueraLa creación de una imagen ideal del yo7. El yo-idealLas falsas cualidadesContradicciones presentes en el yo-ideal8. El yo superficialLas falsas necesidades¿En el camino del autoconocimiento me mueve el yo profundo o el yo-ideal?9. Volver a hacer pie en nosotros mismos10. Las heridas ontológicasIV. Actitudes que requiere la tarea del autoconocimiento. La vulnerabilidad1. Las dos vertientes de la tarea del autoconocimientoHay que atender ambas vertientes a la par2. Actitudes que requiere la tarea del autoconocimientoInterés en ver la verdad sobre nosotros mismosHonestidad, valentía y corajeHábito de autoobservaciónCapacidad de mirarnos con creciente objetividad y serenidadDisposición a ser vulnerables3. Obstáculos en la tarea del autoconocimientoLa falta de autoaceptaciónEl moralismoLa vanidad y el orgulloEl autodesprecioLa impacienciaLa búsqueda de perfecciónLos criterios errados a la hora de medir nuestro progreso4. El camino de la vulnerabilidadCreencias limitadas que nos hacen resistir nuestra vulnerabilidadLa vulnerabilidad equivale a debilidadLa vulnerabilidad nos hace más susceptibles al daño y al dolorLa vulnerabilidad puede llevar al desbordamiento y al drama emocionalSi soy vulnerable, no pondré límites y quedaré a merced de personas abusivasLa vulnerabilidad es la puerta de la intimidadV. Desvelando nuestra filosofía personal1. Las pasiones son errores de juicioLa ilusión raíz de la que se derivan todas las demás ilusiones«Esto ya lo sé»2. Responsables de nuestro sufrimiento mental3. Ideas limitadas que configuran nuestra filosofía personalLas ideas erradas asumidas acríticamente del exteriorLas generalizaciones infundadasLas «opiniones verdaderas»4. Cuando nuestras ideas teóricas entran en contradicción con nuestras ideas operativas5. Señales de la presencia de ideas erradas en nuestra filosofía personal6. Pautas para iniciar la tarea del autoconocimientoReconocer nuestros patrones limitadosReconocer el diálogo interno latente en los patrones descubiertosRescatar las ideas inadecuadasVI. Aprender a soltar1. El Principio rector2. La paz interior¿Qué es lo que me roba la paz?3. La disposición a soltar¿A qué me estoy aferrando obstinadamente?Lo que soltamos viene a nosotrosSoltar no equivale a resignarseDesear soltando lo deseadoSoltar no equivale a ser indiferente4. La confianza básicaVII. El miedo a sentir1. Decir «sí» a la propia vida2. La disposición a sentirlo todo3. La muerte espiritual4. El miedo a sentirIdentificar nuestras formas cotidianas de huida del sentir5. Integrar nuestros sentimientos y emocionesEfectos de esta práctica6. No huyamos del dolor7. ConclusiónVIII. El silencio del yo1. El misterio de la creaciónLa fuente de todo acontecer2. Consecuencias del reconocimiento de que «yo no soy la fuente última»Soltar el voluntarismoNo hace falta esfuerzo para ser lo que somosLa humildad genuina o la «desapropiación»3. El silencio del yoLa ilusión de ser el hacedorEl verdadero significado de la renunciaLa ilusión de la autoposesiónIX. Vivir al día1. El secreto de la felicidad2. La alegría incondicional3. La carrera enloquecida hacia ninguna parteLa carrera hacia delanteLa huida hacia atrás4. Falsos atajos5. El presente de la presencia no es estático, es flujo y dinamismoLa aceptación proactivaDe nuevo, el signo es la paz6. El presente cuida de sí mismoX. El egoísmo noble1. Avanzar en la dirección de la alegría2. Requisitos para recorrer el camino de la alegríaLa autoescuchaLa completa autoaceptaciónIntuiciones que fundamentan el genuino amor propioEfectos de estas comprensionesAbandonar la búsqueda de aprobación. Asumir nuestra «soledad existencial»Superar las falsas concepciones sobre el egoísmo y el altruismoEl egoísmo nobleEl verdadero significado del término «altruismo»El altruismo mal entendidoEl egoísmo vulgarSuperar el miedo a nuestra luz y a nuestro poderXI. El miedo a la propia luz1. Jerarquía de las alegríasLa estratificación de los sentimientos y de los valoresLa verdadera felicidadSacrificar lo inferior por lo superior2. El miedo a nuestra luzPatrones limitados en los que se manifiesta el miedo a nuestra luz y a nuestro poderEl miedo a la felicidadEl miedo a nuestra dimensión espiritualEl miedo al amorConclusión3. Reconocer nuestras cualidadesXII. Amar es comprender1. La comprensión de las acciones humanasFrente al moralismo, actitud «científica»La disposición a comprenderlo todo2. Intuiciones filosóficas que posibilitan la comprensión3. Comprendernos equivale a comprender a los demásComprendernos a nosotros mismosLa comprensión posibilita la integraciónComprender a los demás4. Prácticas de comprensiónEjercicio 1Ejercicio 2Ejercicio 3XIII. Amar es dejar ser1. Las relaciones son el gran espejo2. Los cimientos de una vida afectiva plenaAmar es querer ver al otro tal como esEl amor no exigeAmar es dejar serResponsabilizarnos de nuestras heridas y vacíos, y encontrar en nosotros la fuente del amorRelacionarnos y comunicarnos con vulnerabilidadLa aventura del desvelamiento permanenteXIV. La acción bella1. La paradoja de la creatividad2. Los cimientos de la acción sabia y centradaReconocer nuestro poder cocreadorEnfocar ese poder cocreador adecuadamenteTener una dirección clara en nuestra acciónSostener esa dirección en la escucha de nuestra guía internaPonernos a elloHacer todo lo que podamos hacer hoyHacerlo bienDesapegarnos del resultado de la acción3. Signos de la acción no centradaLa lógica competitiva versus la lógica creativa4. Ser cauces o instrumentos de la vida: «Solo hemos hecho lo que debíamos hacer»EpílogoBibliografíaAgradecimientos

Introducción

Vivir frente a existir

Escribía Oscar Wilde que «vivir es la cosa menos frecuente en el mundo. La mayoría de la gente simplemente existe».1 Todos experimentamos momentos de plenitud vinculados a la expresión directa y auténtica de nosotros mismos: momentos de contemplación de la belleza del mundo en que nuestros sentidos se abren como si lo vieran por primera vez, de intimidad y comunión con otro ser humano, de fluidez creativa, de comprensión, de expresión confiada y libre…, llenos de frescura, sinceridad y significado, en los que, sin pretenderlo, nos sentimos totalmente coincidentes con nosotros mismos y unidos a los demás y a la realidad. Estos momentos permiten intuir, incluso a la persona más cínica y desencantada, lo que puede ser una vida en la que no meramente se existe, sino en la que se vive en todo el sentido de esta palabra; una vida que conocen bien el artista genuino y el sabio, quienes experimentan una segunda inocencia, pues han sabido conservar en la madurez el tesoro de la pureza infantil.

Esta vida solo es posible cuando sabemos quiénes somos, cuando nos conocemos a nosotros mismos de modo experiencial: no cuando nos llenamos de ideas sobre nosotros, sino cuando nos asentamos en nuestro ser real, en la fuente de nuestras respuestas originarias y siempre nuevas, más allá de nuestras defensas, máscaras y falsos yoes, que se repiten hasta el hastío, que nos desconectan, aíslan e inhiben y dan lugar a respuestas reactivas, inauténticas y estereotipadas.

El autoconocimiento filosófico

Desde hace muchos años acompaño procesos de autoconocimiento filosófico que intentan favorecer esta conexión con nuestro centro originario, con el misterio creador que nos sostiene y atraviesa y que es la fuente de una vida verdadera.

«Pero ¿qué tiene que ver el autoconocimiento y la filosofía?», me preguntan a menudo. Esta pregunta pasa por alto que, si bien hoy en día el autoconocimiento se suele asociar de forma exclusiva a una disciplina moderna, la psicología, originariamente era una tarea específicamente filosófica, y «¿quién soy yo?», una de las preguntas existenciales básicas, junto a preguntas como: ¿qué es la realidad?, ¿qué es todo esto?, ¿qué me es posible conocer?, ¿cuál es la naturaleza del bien y del mal?, ¿cuál es la raíz del sufrimiento?, ¿cuál es el sentido de mi vida?, ¿cuál es mi fin último?, ¿qué es lo que anhelo realmente?, ¿qué valores han de guiar mi vivir?, ¿cuál es el fundamento de una vida significativa y valiosa?…

«Conócete a ti mismo». De este aforismo inscrito en la entrada del Templo de Apolo en Delfos –dios del Sol, la razón y la luz de la verdad–, Sócrates hizo el eje de su filosofía: el autoconocimiento es la entrada al templo de la sabiduría, la vía de salida de la cueva de la ilusión, lo que nos adentra en el misterio del Ser que anida en cada uno de nosotros.2

Más ampliamente, ese lema fue central para buena parte de los filósofos y escuelas filosóficas de la Antigüedad occidental. Heráclito, Parménides, Pitágoras, Platón, Plotino, los filósofos estoicos, cínicos, epicúreos, neoplatónicos, etcétera, proponían un modo de vida que entrañaba el cuidado del alma,3 el examen de conciencia4 y de las propias representaciones, la vigilancia atenta a uno mismo, la presencia de ánimo, la purificación de la mirada, el conocimiento de nuestro ser real, el recuerdo de Sí… Pues «si el ojo se acerca a la contemplación legañoso y no purificado […] no verá nada, aunque le muestren lo que puede ser visto. El vidente puede aplicarse a la contemplación solo si antes se ha hecho semejante al objeto de visión […] No puede un alma ver la Belleza sin haberse hecho bella» (Plotino, Enéadas).

Este énfasis en la importancia de la transformación y el conocimiento propios como condiciones indispensables para el retorno al verdadero yo y para la apertura de la mirada interior hermanaba las antiguas escuelas filosóficas de Occidente con las grandes sabidurías de Oriente, que siempre han volcado toda su penetración y pasión en la exploración interna: «Descubre quién eres y encontrarás todas las respuestas» (Nisargadatta, Yo soy Eso).

A lo largo de la historia del pensamiento occidental, la convicción de que el conocimiento y el cuidado de sí son requisitos indispensables para abrirnos a las grandes verdades existenciales y filosóficas y para cimentar una vida plena, en ocasiones, parecerá eclipsarse –sobre todo, con la deriva academicista de la filosofía–, pero siempre retornará, como ejemplifican estas palabras de Immanuel Kant, para quien el conocimiento propio es «el primer mandato de todos los deberes hacia sí mismo» y la base de la tarea filosófica:

Este mandato es: conócete a ti mismo, examínate, sondéate, no según tu perfección física, sino según la perfección moral […] examina si tu corazón es bueno o malo, si la fuente de tus acciones es pura o impura […]. El autoconocimiento, que exige penetrar hasta las profundidades del corazón más difíciles de sondear, es el comienzo de toda sabiduría humana. Porque esta última, que consiste en la concordancia de nuestra voluntad con el último fin, exige de nosotros, ante todo, apartar los obstáculos internos y desarrollar después la disposición originaria e inalienable de una buena voluntad. Solo descender a los infiernos del autoconocimiento abre el camino a la deificación. (La metafísica de las costumbres).

Pero ¿dónde radica, más exactamente, la relevancia filosófica del autoconocimiento?

El conocimiento de sí tiene un interés vital radical y un profundo alcance filosófico.

En primer lugar, es así porque solo protagonizamos nuestra propia vida cuando pensamos por nosotros mismos (si no pensamos por nosotros mismos, sencillamente no pensamos), cuando buscamos en nuestro interior el criterio de la verdad. Por tanto, es trascendental preguntarnos si estamos habitualmente en contacto con nuestra guía interna, si estamos viviendo una vida personal y propia, si nuestros objetivos vitales están alineados con nuestra verdad profunda, si coincidimos con nosotros mismos, o si, por el contrario, vivimos la vida que «se supone» que hemos de vivir, a la que nos ha conducido la inercia o el deseo de aprobación, pertenencia y conformidad con el entorno. Es fundamental ser conscientes de que todos encarnamos una filosofía de vida, conocer su origen, desvelar cuáles son nuestras concepciones básicas sobre la realidad: no solo las ideas que sostenemos en un nivel teórico, sino, sobre todo, las ideas que encarnamos, las que explican por qué vivimos como vivimos; examinar no solo nuestra conciencia superficial, sino las creencias, miedos, deseos y ambiciones latentes que muy a menudo ignoramos y que moldean nuestra acción.

Cuántos adultos experimentan en la mitad de la vida la desconcertante sensación de que, a pesar de haber hecho lo «correcto» según los parámetros de su círculo o sociedad, y de haber logrado cierto éxito en ese empeño, lejos de alcanzar la satisfacción esperada, sienten descontento, vacío y falta de sentido. ¿Por qué? Porque no han vivido realmente su vida: no han seguido un camino propio desde la escucha de su voz interior. Para la mirada profunda, este malestar existencial, que a menudo se considera indeseable o incluso una señal de enfermedad mental, es realmente un signo de salud espiritual: nuestra guía interna no está entumecida, sino viva y despierta y, a través de ese malestar, nos llama a una vida auténtica.

En segundo lugar, el conocimiento de sí tiene radicalidad filosófica porque, sin la atmósfera interna de veracidad que este proporciona, es decir, sin honestidad en la mirada que dirigimos hacia nosotros mismos, crearemos una realidad a nuestra propia imagen y no podremos abrirnos con una mirada limpia, desinteresada y objetiva a los demás, al mundo y a las verdades sobre la existencia. Solo al ir conociendo nuestro trasfondo de condicionamientos, prejuicios y creencias, podemos aspirar a pensar con objetividad sobre cosa alguna. Y solo en la medida en que se va silenciando la conflictividad y el desorden internos mediante el conocimiento propio, puede manifestarse en nosotros lo real.

Por otra parte, ¿podemos comprender a los demás si no nos comprendemos a nosotros mismos? ¿Tiene sentido aspirar a comprender las causas del conflicto y del desorden que vemos fuera de nosotros –por ejemplo, las guerras y los conflictos colectivos– si no descubrimos en nuestro interior cuáles son las raíces de la codicia, la hostilidad o el deseo de poder? ¿Podemos comprender las manifestaciones más elevadas del espíritu humano si no nos hemos sumergido en el fondo luminoso, creativo y puro que late en cada uno de nosotros?

En tercer lugar, el autoconocimiento no solo nos permite limpiar las lentes con las que contemplamos la realidad, no solo nos ayuda a conocer y purificar nuestros pensamientos y actitudes, no solo nos permite conocer cómo somos, sino que, fundamentalmente –y este es su principal objetivo–, nos revela quiénes somos en un sentido radical. Nos despoja de falsas identificaciones y nos abre al conocimiento de nuestra identidad más profunda, a la experiencia del Ser, fuente original de nuestra conciencia individual y de todo lo existente. Efectivamente, el autoconocimiento sapiencial ya no equivale al mero conocimiento de nuestra particularidad, de nuestra dimensión única e irremplazable, sino que, ante todo, es la puerta de acceso al corazón mismo de la realidad, a la única Vida, a la única Conciencia.5 Por lo tanto, lejos de encerrarnos en nosotros mismos, de constituir una tarea narcisista, quiebra de raíz los muros de nuestro aislamiento, nos permite autotrascendernos y nos pone en íntima conexión con los demás y con la totalidad de la vida.

Se descubre, entonces, que la causa última de nuestro sufrimiento es la falta de conocimiento de nuestra verdadera naturaleza, y que esta ignorancia es la que nos lleva a buscar nuestra plenitud donde nunca puede encontrarse. Y se saborea que la fuente de la experiencia del sentido de la vida no está situada al final, en un futuro siempre elusivo, sino en nuestra misma raíz; y que, aunque realizáramos todos nuestros deseos, sin conocimiento propio, sin el florecimiento de nuestro ser real, nos sentiríamos inquietantemente insatisfechos y vacíos.

El conocimiento de lo que somos, por último, fundamenta la vida ética. Al regalarnos una mirada más profunda y objetiva, al abrirnos a la verdad, nos abre también al bien; de hecho, es la fuente de la virtud. Pues la acción virtuosa no es aquella que se ajusta a ciertos estándares de corrección, sino la que se adecua a la verdad de las cosas, también a nuestra propia verdad; es la que se deriva del conocimiento de la realidad, también del conocimiento propio. «Todas las leyes y reglas morales pueden reducirse a una: a la verdad» (Goethe). Por ejemplo, podemos reprimir nuestros impulsos hostiles y realizar exteriormente conductas de apariencia amorosa, pero no podemos provocar en nosotros sentimientos genuinos de amor; estos se derivan de forma indirecta de un desarrollo interior, de una transformación de la propia conciencia que nos desvela nuestra radical unidad con todo lo existente, y la base de este desarrollo es el conocimiento propio. «El amor a los demás es el resultado del autoconocimiento, no su causa» (Nisargadatta, Yo soy Eso).6

Sin la experiencia de la unidad que nos fundamenta, nuestras llamadas a la fraternidad son solo palabras huecas, falsa caridad sin raíz. El conocimiento de lo que somos pone las bases del genuino amor a los demás y de la paz social; pues el amor no es un mero sentimiento, sino nuestra verdad última y la entraña misma de la realidad.

Finalmente, la filosofía es indisociable del conocimiento de sí porque la verdad no es algo meramente pensado, sino, ante todo, algo encarnado y vivido.

La indagación en el sentido de nuestra vida y en las grandes preguntas que nos plantea la existencia, la investigación en la naturaleza de la realidad, el descubrimiento de nuestra verdadera identidad y de nuestra verdad personal, nuestro camino espiritual, nuestra dedicación vocacional, la calidad de nuestros vínculos afectivos, nuestro compromiso social, nuestras tareas y responsabilidades cotidianas…, en definitiva, todas las grandes empresas de la vida, solo se abordan y se despliegan de forma adecuada y sabia cuando se cimentan en el conocimiento propio.

Sobre este libro

Este libro es una invitación a adentrarnos de forma práctica en el camino del autoconocimiento sapiencial y, más ampliamente, en la vida filosófica, a la que Aristóteles caracteriza en su Ética a Nicómaco como la más feliz; aquella en la que ya no se buscan consuelos ni escapes, pues se sostiene en el amor a la realidad, en el anhelo desinteresado y apasionado por la verdad.

El libro parte de las transcripciones de las charlas que impartí en los Diálogos Filosóficos que facilité durante los años 2018 y 2019. Cada sesión partía de un eje temático, en concreto, de la lectura previa de un capítulo de mi libro El arte de ser. En la primera parte de la sesión, yo hacía una reflexión que complementaba y enriquecía lo leído y en la que dilucidaba intuiciones sapienciales primordiales enfatizando sus implicaciones en todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana. A esta intervención seguía la profundización dialogada en lo leído y escuchado.

Las reflexiones que son el punto de partida de este libro eran completas en sí mismas, por lo que este no requiere ninguna lectura previa; tampoco precisa de conocimientos especializados.

A lo largo de sus capítulos se abordan cuestiones como las siguientes:

Ser luz para uno mismo. ¿Descansamos en nuestras propias comprensiones o, en cambio, tendemos a cimentar nuestro camino interior sobre conocimientos de segunda mano? ¿Estamos en contacto con nuestro criterio, con nuestra guía interna?

La fuente del criterio. ¿Dónde radica la fuente del criterio? ¿Cuáles son los signos de que no estamos en contacto con nuestro criterio? ¿Cuáles son las condiciones que nos permiten contactar con él?

Presencia e imagen. ¿Cuál es la diferencia entre vivirse desde el yo real y vivirse desde el yo ilusorio, es decir, identificados con una determinada autoimagen? ¿Cómo se originan nuestros vacíos internos y con qué dinámicas intentamos evitarlos o llenarlos falazmente?

Actitudes que requiere la tarea del autoconocimiento. La vulnerabilidad. ¿Cuáles son las actitudes que requiere la tarea del autoconocimiento filosófico? ¿Por qué no hay autoconocimiento sin vulnerabilidad? ¿Por qué ser reales equivale a ser vulnerables?

Desvelando nuestra filosofía personal. ¿Cómo proceder a examinar nuestra filosofía personal? ¿Cómo reconocer los patrones limitados que obstaculizan nuestro desenvolvimiento natural y son fuente de sufrimiento evitable? ¿Cómo desvelar cuáles son las ideas erradas sobre nosotros y sobre la realidad que los originan? ¿Cómo se han conformado estas ideas y por qué muchas de ellas contradicen nuestras ideas teóricas sobre las cosas?

Aprender a soltar. ¿Qué es lo que nos roba la paz? ¿A qué nos estamos aferrando o qué estamos rechazando obstinadamente? ¿Por qué sin aprender a soltar no puede desarrollarse en nosotros la confianza básica? ¿Qué significa vivir con una pasión desapegada?

El miedo a sentir. ¿Cuáles son nuestras particulares formas de huida de los sentimientos incómodos? ¿Por qué el entumecimiento de la capacidad de sentir conduce a la «muerte espiritual»? ¿Cómo integrar y atravesar todos los sentimientos y cuáles son los frutos de esta práctica?

El silencio del yo. ¿Qué consecuencias prácticas tiene en nuestra vida el reconocimiento de que, como meros individuos, no somos la fuente última de lo que acontece en nosotros? ¿Necesitamos definirnos, etiquetarnos y aferrarnos a una cierta imagen de nosotros mismos para sentirnos ser? ¿En qué sentido el conocimiento de sí culmina en el silencio del yo?

Vivir al día. ¿El momento presente es un espacio dilatado en el que podemos expandirnos y descansar, o, por el contrario, estamos crónicamente inquietos, siempre esperando a vivir «de verdad» en el futuro? ¿Cuál es el factor que llena el momento presente de calidad y de hondura, el que lo torna fresco, significativo y nuevo? ¿Qué significa que el presente cuida de sí mismo?

El egoísmo noble. ¿Dónde fundamentar nuestro valor intrínseco? ¿Por qué es necesario superar nuestras falsas concepciones sobre el egoísmo y el altruismo para avanzar en la dirección de nuestro pleno desenvolvimiento?

El miedo a nuestra propia luz. ¿Por qué tememos nuestra propia luz? ¿Por qué nos resistimos a la expresión plena de nuestras cualidades y dones y al reconocimiento de nuestra grandeza intrínseca? ¿Cómo se manifiesta este temor?

Amar es comprender. ¿Cuál es la relación con los demás que se deriva del conocimiento propio? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de una vida afectiva profunda y de unos vínculos maduros y plenos? ¿En qué sentido la comprensión es el cimiento de la buena relación con nosotros mismos y con los demás?

Amar es dejar ser. ¿Qué es lo que bloquea nuestra satisfacción y plenitud afectivas? ¿Qué es lo que impide que nuestro corazón sea cálido, abierto y radiante? ¿Por qué solo amamos cuando dejamos ser y por qué esto es únicamente posible cuando estamos en contacto con el Amor que somos en lo profundo?

La acción bella. ¿Cuáles son los cimientos de la acción sabia y centrada? En nuestra actividad diaria, ¿pensamos en términos de acción lograda y bella o en términos de éxito y fracaso personal? ¿Cuál es el camino de la paz a través de la acción cotidiana? ¿Cómo convertirla en la forma más elevada de creación y de donación?

Los talleres, cursos y consultas que he venido facilitando durante décadas me han revelado la potencia del diálogo llevado a cabo en un clima de amistad filosófica. Cuando está movido por el amor a la verdad, nos permite experimentar que, si bien el camino filosófico de cada cual es singular, pues nadie nos puede suplir en él, de algún modo también es el de todos; que, si bien somos individuos únicos, estamos sostenidos por una Inteligencia común; nos permite desnudarnos de tics defensivos, contracciones, pretensiones y máscaras, para encontrarnos en un estado de vulnerabilidad que nos revela la ilusión de nuestra existencia separada y nos abre a la experiencia de la unidad.

Las páginas que siguen nacen del espíritu de esos encuentros y, como ellos, busca inspirar y acompañar en la aventura más apasionante y la que requiere más coraje: la de desnudarnos para poder vernos; la de vaciarnos de tantas ilusiones que tenemos acerca de nosotros para poder ser llenados, para que la potencia y riqueza de la Vida encuentren en nosotros un cauce libre que permita su plena expresión. Solo esta desnudez lúcida abre paso a una vida ancha, creativa y verdadera; una vida que no solo es una bendición para nosotros mismos, sino también para los demás y para el mundo.

I.Ser luz para uno mismo

El camino del autoconocimiento filosófico transita desde la conciencia de separatividad a la conciencia de unidad.

Un cimiento básico de esta tarea del autoconocimiento y, en general, del camino filosófico y espiritual, es la disposición a ser luz para uno mismo.

El examen al que nos invitan las siguientes preguntas nos puede revelar si estamos siendo luz para nosotros mismos y cuál es nuestro grado de «mayoría de edad» del pensamiento:

–¿Descanso en mis propias comprensiones o, en cambio, tiendo a cimentar mi camino interior sobre conocimientos de segunda mano?

–¿Estoy en contacto con mi propio criterio, con mi guía interna?

–¿Tengo una relación madura con la autoridad?

1. De la separación a la unidad

El camino del autoconocimiento filosófico se caracteriza, entre otras cosas, porque avanza siempre en un único sentido: el que transita desde la conciencia de separatividad a la conciencia de unidad.

La conciencia de separatividad

Denomino «conciencia de separatividad» a un determinado nivel de conciencia, en concreto, a un estado contraído del yo, a un estado subjetivo de aislamiento en el que nos sentimos desconectados de nuestra propia fuente, de modo que no reconocemos ni encontramos en nuestro interior, al menos de forma significativa y estable, un fondo ontológico que nos sostenga, nos guíe, nos inspire y nos proporcione un sentimiento de confianza básica.1

Hay personas que no solo no experimentan la presencia de este fondo en ellas, sino que tampoco admiten su realidad. Algunas, de hecho, niegan de modo abierto y enfático esta dimensión profunda que nos fundamenta y nos sostiene.

En la conciencia de separatividad, nos sentimos «arrojados al mundo» –como afirmaban algunos filósofos existencialistas– y, además, sin «manual de instrucciones», es decir, abandonados a nuestra suerte, a nuestros limitados recursos individuales.

En este estado experimentamos, en buena medida, el mundo circundante como algo amenazante frente a lo que hemos de estar en guardia, frente a lo que hemos de mantener una actitud básica de desconfianza y de control.

La conciencia de separatividad es un estado de dualidad: nos sentimos separados de nuestra propia fuente, divididos con respecto al mundo y también con respecto a los demás. Nos sentimos básicamente aislados, aunque estemos acompañados. Consideramos que nuestros estados internos son exclusivamente nuestros, totalmente privados. Experimentamos de forma habitual el dilema «yo o el otro»: el bien del otro parece contrario a nuestro bien; creemos que lo que damos al otro lo perdemos y que tenemos que quitarle algo, o bien rebajarlo, para tener más nosotros y para ser más; pues consideramos que, cuando el otro es más, nosotros somos menos. Asimismo, en este estado de conciencia tendemos a sentirnos o por encima o por debajo de los demás; suelen estar presentes este tipo de referentes comparativos.

La conciencia de unidad

Denomino «conciencia de unidad» al nivel de conciencia en el que no nos sentimos aislados, sino conectados; en el que experimentamos una unidad radical con nuestro propio fondo y, a través de él, con todos los seres y con la totalidad de la vida.

En este estado, nos sabemos –no de forma intelectual, sino sentida– cauces de una Inteligencia y de una Vida que, siendo nuestra en lo más profundo, siendo lo más originario y auténtico de nosotros, trasciende nuestra mera individualidad.2 Nos sentimos conectados con algo que es mucho más grande que nuestra mera persona, lo que nos permite entregarnos, soltar y confiar.

Abandonamos el estado latente y crónico de miedo, alerta y control que inevitablemente acompaña a la conciencia de separatividad.

Experimentamos que basta con simplemente ser para que todo fluya con orden, belleza e inteligencia –algo inconcebible para quien está sumergido en la conciencia de separatividad–. Se establece, de este modo, un sentimiento profundo de confianza básica en la realidad.

Como decíamos, en este nivel de conciencia nos sentimos unidos al mundo circundante y a los demás. No hay dualidad ni conflicto. Ya no percibimos que lo que damos lo perdemos; todo lo contrario, sentimos que lo que no damos lo perdemos, pues una dimensión de nosotros deja de ser expresada, movilizada, extendida. No percibimos que el bien del otro y el nuestro, en lo profundo, estén en conflicto; a la inversa, experimentamos que nuestra propia afirmación profunda es la afirmación profunda del otro y que la afirmación del otro equivale a nuestra propia afirmación.

Si en el estado de conciencia de separatividad hay una vivencia de total privacidad, como si nuestros estados internos fueran exclusivamente nuestros, en la conciencia de unidad sabemos que, si bien nuestros estados internos son singulares, no son por ello absolutamente privados; entendemos que no estamos solos en ese espacio interno, pues, de algún modo, nuestras experiencias, alegrías, penas, inquietudes, preguntas, búsquedas y encuentros son los mismos que los de muchísimas personas que han vivido antes que nosotros, que son contemporáneas o que vendrán después de nosotros.

Asimismo, en la conciencia de unidad no nos sentimos por encima ni por debajo de nadie de modo intrínseco. Saboreamos nuestra igualdad esencial.

En su versión extrema, la conciencia de separatividad se corresponde con el grado máximo de ignorancia ética, filosófica y espiritual; la conciencia de unidad, a su vez, con el grado superior de desarrollo moral, filosófico y espiritual. Entre esos dos extremos se halla la amplísima escala de grados en la que los seres humanos nos desenvolvemos. Hay quienes habitan predominantemente en la conciencia de separatividad, quienes lo hacen en la conciencia de unidad y quienes se desenvuelven, sobre todo, en los términos medios de ese espectro.

La conciencia de unidad y la conciencia de separatividad entrañan dos sistemas de pensamiento radicalmente distintos que muestran, a su vez, mundos por completo diferentes,3 pues los niveles de conciencia se corresponden siempre con niveles de realidad.

Un ejemplo quizá puede ilustrar cómo, cuando nuestra vida no se sustenta en algo más profundo y originario que nuestro pequeño yo, habitamos, en gran medida, en el estado de ser y de conciencia que hemos denominado «conciencia de separatividad».

Recientemente acudió a mi consulta un hombre joven con formación filosófica, inteligente y noble. Me hablaba de las dificultades que experimentaba en su reciente relación de pareja, en concreto, de su profundo miedo al abandono. El diálogo nos fue llevando más allá de esta situación particular desvelando un patrón estructural: una sensación crónica de soledad y de aislamiento (seguía siendo el niño que se sentía solo, desamparado, apartado y desprotegido en un mundo abrumador) y una apremiante necesidad de ser visto y reconocido para experimentar conexión. Temía de forma desordenada el abandono porque este le remitía, de una forma muy cruda, a esa sensación básica de aislamiento y desamparo. Afloraron, asimismo, otros patrones: desconfianza en la vida y, consiguientemente, necesidad de control («Tengo que estar alerta, no me puedo relajar. Todo sale adelante a fuerza de voluntarismo»); sensación de sinsentido existencial, del que huía mediante la planificación y la anticipación mental («Si en mi horizonte no hay algo que me entretenga, como una pareja o un proyecto profesional, me vengo abajo, contacto con un profundo vacío»); una aguda necesidad de ser «especial», de ser reconocido y valorado; ambición y competitividad desordenadas; dificultad para descansar en el presente por la necesidad de obtener un rendimiento de todo; etcétera.

La impresión que me transmitía mientras articulaba sus inquietudes era la de que estaba sumido en un profundo estrés. No solo en el tipo de estrés propio de una vida agitada, sino, fundamentalmente, en un estrés de otro signo, más profundo, de raíz ontológica: el que acompaña inevitablemente a la conciencia de separatividad. Cuando carecemos de un cimiento ontológico, habitamos en el miedo y en la necesidad permanente de control. Cuando nuestra vida no está cimentada en un fondo que nos trasciende y, a la vez, nos sustenta, nos nutre y nos inspira, cuando se sostiene en un «abismo ontológico» (una expresión a la que él acudió en un momento dado), perdemos de vista que nuestra valía e identidad y el sentido de nuestra vida nos vienen ya dados por el hecho de ser; sentimos, por el contrario, que los hemos de construir permanentemente de la nada; se experimentan como algo muy frágil: «Un comentario, una crítica a mi trabajo, una mirada de descontento de mi pareja… –me decía– pueden echar todo eso por tierra y sumirme en la depresión y en el más absoluto sinsentido». En efecto, un imprevisto, unas simples palabras, y todo su mundo se quebraba, lo que evidenciaba la fragilidad de sus cimientos. A su vez, la sensación de que es preciso crear de la nada nuestro sentido interno de valía, identidad y significado existencial, y sostenerlo en el tiempo mediante nuestros meros recursos individuales, conduce a un estado de responsabilidad angustiosa, de voluntarismo e hipercontrol. Le comenté en un momento dado que me recordaba a un «hombre orquesta»: esa persona que toca varios instrumentos al mismo tiempo usando distintas partes de su cuerpo. Obviamente, simpatizaba con la filosofía existencialista en su vertiente más áspera: «El infierno son los otros»; «estamos “arrojados” al mundo»; «estamos “condenados” a ser libres»…

2. Ser luz para uno mismo

El camino del autoconocimiento filosófico y del desarrollo profundo –decíamos– transita de la conciencia de separatividad a la conciencia de unidad. A su vez, la luz que nos permite recorrerlo no es otra que nuestra propia luz, la de la Inteligencia profunda intrínseca a nuestro ser.

Escribía en El arte de ser que la condición de posibilidad del camino filosófico es la disposición a «ser luz para uno mismo» (Krishnamurti), a pensar por cuenta propia, a asumir nuestra «mayoría de edad» (Immanuel Kant) en el ámbito del pensamiento.

La mente de una persona ordinaria es como un niño, siempre apoyado en una muleta, en un objeto, en una persona, pero nunca caminando erguido, nunca de pie por sí mismo. ¿Cuánto tiempo se debe permitir que la mente permanezca en este estado infantil? Deja que la mente sea libre […], no acudas a esta persona o a aquella. Que tu mente se pare sobre sus propios pies, que encuentre su centro de gravedad en sí misma.

SWAMI RAMA TIRTHA, In Woods of God Realization

Esta disposición a descansar en nuestro propio criterio se sostiene en el respeto absoluto que nos ha de merecer la fuente de discernimiento que encontramos en nuestro interior. La respetamos en nosotros y, por el mismo motivo, la respetamos en los demás, porque la presencia de esa luz en cualquier ser humano es la base de su dignidad y libertad. «Es que esa persona está siguiendo un camino equivocado…», nos decimos a nosotros mismos para justificar nuestra tendencia a no respetar las opciones vitales de los demás. Pero mientras no interfiera en la libertad de otros, esa persona tiene derecho a seguir su propio camino, a ser luz para sí misma.

Este respeto se deriva, en definitiva, del carácter sagrado de la luz que nos guía desde dentro: no la hemos creado nosotros, no podemos manipularla a nuestro gusto; si bien constituye nuestra voz más profunda, lo que nos es más íntimo, trasciende nuestra mera individualidad y nos demanda de forma incondicional. Se trata de una luz que se encuentra en nosotros, pero no es de nosotros.

Ser luz para uno mismo equivale a confiar plenamente en nuestra sabiduría profunda, en lo que en el capítulo próximo denominaré nuestro sentido interno de la verdad, de la belleza y del bien. Equivale, asimismo, a comprometernos con escuchar esa voz y convertirla en maestra y guía. Solo de este modo protagonizamos plenamente nuestra vida y puede tener lugar en nosotros un crecimiento interior genuino.

3. Examen de nuestra «mayoría de edad»

Ahora bien, ¿hasta qué punto estamos siendo luz para nosotros mismos? El examen al que nos invitan las siguientes preguntas quizá nos permita conocer cuál es nuestro grado real de «mayoría de edad» del pensamiento:

¿Cimento mi camino interior en ideas propias o lo cimento, en buena medida, en ideas de segunda mano? ¿Estoy pensando por mí mismo, descansando en mis propias comprensiones, o descanso en las comprensiones de otros?¿Estoy en conexión con mi propio criterio, con mi guía interna?¿Tengo una relación madura con las figuras o instancias que simbolizan la autoridad?

¿Cimento mi camino interior en ideas propias o en ideas de segunda mano?

Todos los seres humanos, al menos en ciertos momentos de nuestra vida, nos hacemos las «grandes preguntas»: ¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Cuál es el sentido del dolor y del sufrimiento? ¿Dónde radica mi verdadero bien? ¿Qué quiero realmente? ¿Cómo tengo que vivir? ¿Para qué estoy aquí? ¿Cuál es el objeto de mi existencia? ¿Hacia dónde me dirijo? ¿Cuál es la razón de ser de todo lo existente?…

Tenemos una «actitud filosófica» solo en la medida en que estamos abiertos a las grandes preguntas de la vida.

Ahora bien, tener una actitud filosófica no equivale, sin más, a tener la disposición a abrirnos a las grandes preguntas. Equivale, asimismo, a tener el coraje de permitir que estas preguntas permanezcan abiertas. En otras palabras, no las tapamos prematuramente con respuestas de segunda mano, con respuestas leídas o escuchadas aquí o allá, por muy sensatas y bellas que nos parezcan. No nos agarramos a la primera idea, teoría o respuesta tranquilizadora que silencie nuestras dudas; pues, si procedemos así, acallamos en nosotros la indagación viva que es el motor, la fuente y la naturaleza misma de la filosofía.

Cuando creemos tener respuestas, pero, en realidad, se trata de respuestas que han alumbrado otros, el ardor de la indagación filosófica se apaga. Y cuando esto sucede, no solo se apaga en nosotros la pasión, la inquietud y el dinamismo filosóficos, sino que, además, dejamos de protagonizar un proceso de comprensión autónoma y de desarrollo auténtico, pagando el precio de nuestra propia integridad.

La persona que expresó esa idea luminosa que hemos asumido de segunda mano quizá llegó a esa conclusión a través de su propio desarrollo, de su experiencia directa; por eso sus palabras tienen autoridad. Pero ¿esa idea ha pasado la criba de nuestra propia experiencia?

De aquí la importancia de no tener miedo a admitir «no lo sé». De hecho, con mucha frecuencia es la respuesta más honesta que podemos ofrecer a los demás y a nosotros mismos. Efectivamente, empezamos a descansar en nuestras propias comprensiones cuando tenemos el coraje de admitir que todo aquello que conocemos de segunda mano en realidad no lo conocemos aún. Por supuesto, hay ideas de otras personas en las que intuimos verdad, que nos abren puertas, que despiertan e incitan nuestra búsqueda; pero ya no confundimos esas ideas-guía en las que nuestra sabiduría interna reconoce el aroma de lo verdadero con aquello que hemos comprendido y visto de primera mano.

Requiere mucho coraje admitir ante nosotros mismos y ante los demás que tenemos muchas menos certezas de las que pretendíamos tener, que nos habíamos revestido de certidumbres que no eran tales, de comprensiones que no eran realmente nuestras. Pero, como afirmaba Sócrates, admitir «solo sé que no sé nada» es el comienzo mismo de la sabiduría. El reconocimiento de nuestra ignorancia es la disposición que posibilita la apertura activa a la verdad.

¿Por qué a menudo nos resuenan de modo tan distinto mensajes similares expresados por personas diferentes? Porque no hablan desde el mismo lugar. En unos casos, sus palabras surgen de una compresión directa, hablan de primera mano; en otros, hablan de oídas. Los primeros hablan con autoridad, transmiten convicción; los segundos, no.

Asumir que nadie puede recorrer el camino de la filosofía por nosotros es el germen de la mayoría de edad filosófica. En efecto, nadie puede sustituir nuestro propio proceso de comprensión; nadie puede responder por nosotros a las grandes preguntas de la vida. Solo cuando admitimos esto, podemos aspirar a tener una filosofía propia, madura, realmente asimilada, elaborada al hilo de la propia experiencia de vida, es decir, una filosofía real.

Las personas que se acercan a la filosofía a veces buscan acallar sus preguntas; buscan respuestas que silencien su perplejidad. Pero no es esto lo que ofrece la filosofía en su vertiente sapiencial. Esta no nos proporciona teorías que ahuyenten nuestras dudas; nos invita a recorrer un camino. Y es a través de ese camino donde, al cabo del tiempo, si nuestro compromiso es sincero, se comienzan a saborear las únicas respuestas válidas, las que advienen como consecuencia de un desarrollo y una transformación propias, las que nadie nos puede proporcionar ni tampoco arrebatar.

¿Por qué somos reacios a pensar por nosotros mismos?

Son muchos los motivos por los que nos aferramos a ideas de segunda mano y somos reacios a protagonizar nuestro propio proceso de comprensión:

Por pereza y comodidad. Pensar por uno mismo requiere hacer un camino. Resulta más cómodo descansar en las conclusiones de otros que supuestamente ya lo han recorrido.

Por nuestros sentimientos de desvalorización. Nos preguntamos quiénes somos nosotros para aspirar a tener un pensamiento propio acerca de asuntos sobre los que ya han reflexionado las mejores mentes o cuando hay quienes saben más al respecto. Asumimos que esas personas ya han pensado por nosotros.

Por miedo a la soledad. Hay ideas que nos proporcionan un sentimiento de pertenencia a nuestro entorno o a un determinado grupo. Sentimos que pensar de forma independiente nos enfrenta a la soledad. Nos refugiamos, por consiguiente, en el conformismo. Afirmaba R.W. Emerson, refiriéndose a quienes no viven de acuerdo con su propia opinión, sino supeditados a la de otros: «Esta conformidad no los hace falsos en algunas cosas […], sino falsos por completo. Ninguna de sus verdades es completamente verdadera; su dos no es un verdadero dos, su cuatro no es un verdadero cuatro».4

Por miedo a la libertad y a la autorresponsabilidad, a asumir plenamente nuestra condición adulta y nuestra «soledad existencial» –una expresión con la que apunto al hecho de que nadie puede protagonizar nuestra vida por nosotros ni tomar por nosotros las decisiones existenciales fundamentales–.5 Por miedo al fracaso, al error, a asumir las consecuencias de nuestras decisiones.

Porque hemos cifrado nuestra identidad en ciertas ideas y, por lo tanto, no queremos cuestionarlas: hacerlo equivaldría a cuestionarnos a nosotros mismos, a quebrar nuestro frágil sentido de identidad. Un signo de que existe esta identificación es que nos alteramos cuando confrontan nuestras ideas, o bien que tenemos un afán desordenado por convencer de ellas a los demás.

Por orgullo. Nos resistimos a admitir que, de hecho, tenemos muchas menos certezas que las que hemos pretendido tener.

Porque queremos una seguridad rápida; porque no queremos descansar en la duda, en la pregunta, cuando es únicamente a través de ella como se hace el camino. Evitamos a toda costa la sensación de inseguridad, de incertidumbre, porque somos intolerantes a la duda6 o porque esta nos obliga a enfrentarnos a la complejidad y ambigüedad de la vida, a la necesidad de investigar, contrastar, reflexionar…

Inmersos como estamos en una sociedad de consumo, abundan la pseudofilosofía y la pseudoespiritualidad de consumo: queremos el resultado, pero no el proceso; queremos la respuesta, la frase hecha que acalle nuestras dudas y preguntas, pero eludimos el proceso lento y comprometido que nos conduciría a alumbrar por nosotros mismos una verdad. Y nos llenamos de conocimientos de segunda mano o repetimos frases «profundas» convertidas en cliché.

Etcétera.

La senda de la verdad

Solo cuando tenemos el coraje de decir «no sé», cuando tenemos la honestidad y la sencillez de reconocer y asumir nuestro verdadero nivel de comprensión, pasamos a habitar la «atmósfera de la verdad». En otras palabras, solo este reconocimiento nos sitúa en la senda de la verdad, la que nos abre a las verdades profundas de la vida.

¿Estoy en conexión con mi criterio interno?

Hay quienes dicen tener la disposición a pensar por cuenta propia, pero su problema, añaden, es que carecen de criterio: cuando quieren pensar sobre un asunto de forma independiente, se sumergen en un mar de dudas; y, a menudo, cuanto más leen y se informan al respecto, lejos de aclararse, más confundidos se sienten.

Esto nos pone en conexión con una cuestión decisiva en la que nos detendremos en el próximo capítulo: ¿Qué significa tener criterio? ¿Cómo tener criterio propio?

Afirmaba Sócrates que conocer equivale a «rememorar». En otras palabras, en nosotros hay algo que ya sabe, por más que no siempre estemos en contacto con este saber latente. Esta guía interna, esta sabiduría latente, nos habla a través de un sentir profundo que el pensamiento filosófico ha denominado «intuición». Se trata de un conocimiento inmediato y sentido, no de una elucubración intelectual; de un saber directo que nos proporciona nuestra inteligencia profunda, indisociable de nuestra sensibilidad y tradicionalmente ubicada en el corazón.

¿Por qué, si estamos invitando a pensar por cuenta propia, mencionamos ahora el sentir y la sensibilidad? ¿Qué tiene que ver el sentir con el pensar? El pensamiento sabio, el pensamiento genuino y esencial, es aquel que está inspirado y guiado por este sentir profundo en el que radica la fuente del verdadero saber. No hablamos de un sentir sentimental, sino de un sentido interno que capta de forma inmediata la verdad, la belleza y el bien.

Por ejemplo, ¿cómo sabemos que estamos viviendo coherentemente, que estamos haciendo lo correcto, que estamos en el camino adecuado? Lo sabemos porque experimentamos paz, un sentimiento interno de armonía. En cambio, cuando no estamos siendo honestos ni viviendo de forma congruente, cuando no estamos siendo movidos por valores genuinos o no estamos alineados con nuestras necesidades e inclinaciones profundas, si nuestra sensibilidad no está entumecida, tarde o temprano experimentamos falta de paz y malestar anímico. Si no atendemos este malestar, este elevará la voz; y, si sigue siendo desatendido, nos veremos abocados al sufrimiento mental o incluso a la enfermedad.

Cuando pretendemos resolver las grandes cuestiones de la vida (¿Cómo he de vivir?, ¿Qué dirección he de seguir?…), o bien las que nos plantea el día a día (¿Qué tengo que hacer en esta situación?…), a través de un pensamiento desconectado de nuestro sentir profundo, nos sumimos en la confusión y en la desorientación. Pero a menudo no atendemos este sentir profundo que nos guía y nos adentramos en largos análisis, en racionalizaciones relativas a lo que «se supone» que hemos de hacer en una determinada situación; o bien preguntamos a otras personas, lo que nos puede confundir aún más, pues los seres humanos incurrimos demasiado a menudo en el error de pretender saber cómo los demás han de vivir.

Un ejemplo. En un taller que tuve la ocasión de facilitar, algunos compañeros filósofos compartían sus dudas con respecto a si estaban preparados para dedicarse al asesoramiento filosófico sapiencial, si tenían las cualidades necesarias para ello. Les invité a que ellos mismos respondieran a su pregunta poniendo la mano en el corazón, es decir, atendiendo a su sabiduría interna, no a sus voces más superficiales (ideas asumidas del exterior, miedos, deseos y racionalizaciones). La respuesta fue para todos inequívoca. Cuando dirigimos la atención de esta manera, escuchando nuestra sabiduría profunda, a menudo obtenemos una respuesta nítida con la que desaparece la duda. Si no la obtenemos, sabemos que es así porque aún no es el momento de recibir la respuesta, es decir, porque aún no se dan en nosotros las condiciones para ello, y lo asumimos con serenidad. En otras palabras, cuando atendemos a ciertas voces internas, experimentamos confusión; si atendemos a la inteligencia del corazón, obtenemos claridad. En el primer caso, intentamos con esfuerzo alcanzar una claridad de la que carecemos; en el segundo caso, sencillamente sabemos.

Esta guía interna nos habla siempre y de forma inequívoca. Otro asunto es si la escuchamos y legitimamos, o si no lo hacemos; si hemos tomado, o no, la decisión consciente y firme de atenderla y de seguirla.

Cuanto más confiamos en nuestro sentir profundo y más lo escuchamos, más se desarrolla y afina nuestra intuición.

Este sentir profundo o conocer sintiente que nos guía es un criterio flexible, es decir, está en permanente movimiento. No es arbitrario, pues se trata de un sentir de raíz ontológica, no de una mera intuición sentimental. Por tanto, que esté en movimiento no significa que sea voluble; significa que siempre percibe sutilezas y matices nuevos, que vuelve a ver lo mismo, pero desde diferentes perspectivas. Este criterio es fuente de comprensiones profundas que permanecen vivas, que se renuevan y matizan permanentemente. Quienes sitúan el criterio en ciertos contenidos mentales –reglas, teorías o doctrinas–, en lugar de en su luz interna, carecen de esta flexibilidad.

Pocas intuiciones más luminosas que el reconocimiento de que todos contamos con una guía interna. ¡Cuántas consecuencias existenciales y filosóficas decisivas se derivan de constatar que hay una instancia en nuestro interior que siempre sabe lo que es bueno para nosotros, que sabe la verdad sobre nosotros!

¿Tengo una relación madura con la autoridad?

El pensamiento propio es aquel que parte de nuestras íntimas inquietudes y preguntas, de la autoescucha, de la observación detenida de uno mismo y de la realidad; el que se desarrolla de forma independiente y profunda y articula «comprensiones sentidas», una expresión con la que aludo a la captación desde dentro de un aspecto de lo real de forma directa e intuitiva.