La sabiduría recobrada - Mónica Cavallé - E-Book

La sabiduría recobrada E-Book

Mónica Cavallé

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Beschreibung

Parecen quedar lejos de nosotros aquellos tiempos en que la filosofía tenía un profundo impacto en la vida de quienes la cultivaban, cuando era una práctica que conllevaba toda una ejercitación cotidiana y un estilo de vida. La palabra filosofía ha llegado a ser sinónimo de "especulación", de pura teoría, de reflexión estéril, y casi hemos olvidado que durante mucho tiempo fue considerada el camino hacia la plenitud y una fuente inagotable de inspiración para la vida práctica. Esta convicción de que sabiduría y vida son indisociables hacía de la filosofía el saber terapéutico por excelencia. Este libro es una invitación a conocer y cultivar esa sabiduría. Se dirige a quienes siempre han sospechado que la filosofía les sería útil, que debería ser algo mucho más relevante y directamente concerniente a la propia vida que lo que se enseña habitualmente.

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© 2002, Mónica Cavallé© de la edición en castellano: 2011 by Editorial Kairós, S.A.

Editorial Kairós S.A.Numancia 117-121, 08029 Barcelona, Españawww.editorialkairos.com

Composición: Replika Press Pvt. Ltd. India

Primera edición: Noviembre 2011Primera edición digital: Abril 2012

ISBN-13: 978-84-9988-027-3ISBN-digital: 978-84-9988-164-5Depósito legal: B 12.508-2012

Todos los derechos reservados.Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A la memoria de dos entrañables ejemplosde sabiduría de vida: Blanca, mi abuela, yAlfonso, mi padre.

Sumario

Introducción

Parte ILa sabiduría silenciada

1. Acerca de la utilidad de la filosofía

¿Es útil la filosofía?

¿Qué significa “utilidad”?

Lo utilitario (cuando algo es medio para obtener un fin)

La utilidad superior (cuando el medio es ya el fin)

Lo que promete la filosofía

Necesidades del ser y del estar

Filosofías del ser y del estar

¿Cómo reconocer ambas filosofías?

La filosofía como sabiduría

2. La filosofía como terapia

Explicación: la filosofía explica

Descripción: la ciencia describe

La descripción no es la explicación…

… pero toda descripción supone una explicación

Conocimiento y transformación: la sabiduría nos transforma

¿Qué significa, en profundidad, comprender?

Toda explicación es tan solo una señal indicadora

3. El eclipse de la sabiduría en Occidente

¿Dónde están los sabios en nuestra cultura?

¿Por qué se produjo el divorcio entre filosofía y religión?

La sabiduría es la filosofía imperecedera

La historia de la sabiduría no coincide con la historia de la filosofía

Parte IILa filosofía perenne: claves para la transformación

4. El Tao: la fuente y el curso de la vida

El Tao visible o el rostro del Tao

Cuando el mundo ya no es el rostro del Tao sino su velo

El Tao oculto

La Vida

La corriente única de la Vida

Un océano único de Inteligencia

Todo está vivo; todo es Mente

Qué significa “vivir conforme a la Naturaleza”

5. Conócete a ti mismo

¿Quiénes somos? ¿Quién soy yo?

El yo superficial

Retorno a la Fuente

La elocuencia del Tao

La Fuente de la confianza

Confía en ti mismo

Hacer aquello en lo que creamos íntimamente

Ser autoidénticos

La trampa de la comparación

Vivir en lo desconocido

Ser activos, no reactivos

Lo más íntimo es lo más universal

Silencio

Obstáculos para la autoconfianza

6. Filosofía para durmientes. Filosofía para el despertar

¿Habitamos un mismo mundo, o hay un mundo para cada cual?

Qué quiere decir la sabiduría cuando afirma que habitualmente “soñamos”

Cómo nuestras creencias “crean” nuestra realidad

Más allá del pensamiento condicionado: la visión

Despertar o la decisión de ver

El Testigo

El Yo como Conciencia

Naturaleza de la atención

Los frutos de la atención

Veracidad

Vivir conscientemente

La dictadura de la “inteligencia”

7. Recobrar la inocencia

El gozo de ser

Ahora

La trampa del mañana

La trampa del ayer

Libertad

Aceptación

El camello, el león, el niño: las tres transformaciones del espíritu

El camello

El león

El niño

8. La armonía invisible

El juego de los opuestos

Un universo sin reposo

Los opuestos son idénticos en naturaleza pero distintos en grado

La dinámica de la alternancia

La mano que sostiene el péndulo

La no-dualidad

La felicidad no-dual

El bien no-dual

Ser perfecto es ser completo

Epílogo

Notas

Bibliografía

Introducción

«En la vida humana, el tiempo no es más que un instante.La sustancia del ser humano cambia sin cesar, sus sentidos sedegradan, su carne está sujeta a la descomposición, su alma esturbulenta, la suerte difícil de prever y la fama, un signo deinterrogación. En breve, su cuerpo es un arroyo fugitivo, su alma,un sueño insustancial. La vida es una guerra y el individuo unforastero en tierra extraña. Además, a la fama sigue el olvido.

¿Cómo puede hallar el ser humano una manera sensata de vivir?Hay una sola respuesta: en la filosofía. Mi filosofía consiste enpreservar libre de daño y de degradación la chispa vital que hayen nuestro interior, utilizándola para trascender el placer y el dolor,actuando siempre con un propósito, evitando las mentiras y lahipocresía, sin depender de las acciones o los desaciertos ajenos.Consiste en aceptar todo lo que venga, lo que nos den, comosi proviniera de una misma fuente espiritual.»

MARCO AURELIO1

Parecen quedar lejos de nosotros aquellos tiempos en que la filosofía tenía un profundo impacto en la vida de quienes la cultivaban, cuando era una práctica que conllevaba toda una ejercitación cotidiana y un estilo de vida. La palabra “filosofía” ha llegado a ser sinónimo de especulación divorciada de nuestra realidad concreta, de pura teoría, de reflexión estéril, y casi hemos olvidado que durante mucho tiempo fue considerada el camino por excelencia hacia la plenitud y una fuente inagotable de inspiración en el complejo camino del vivir.

Pero el rumbo discutible que con frecuencia ha seguido la filosofía en nuestra cultura no puede hacernos olvidar que esta nació, en torno al 600-400 a.C., en la antigua Grecia –y paralelamente en otros lugares, como la India o China–, no solo como un saber acerca de los fundamentos de la realidad, sino también como un arte de vida, como un camino para vivir en armonía y para lograr el pleno autodesarrollo. La filosofía no era únicamente una actividad teórica que podía tener ciertas aplicaciones prácticas; más aún, en ella, esta división entre teoría y práctica, entre conocimiento y transformación propia, carecía de sentido. Los filósofos de la antigüedad sabían que una mente clara y lúcida era en sí misma fuente de liberación interior y de transformaciones profundas; y sabían, a su vez, que esta mente lúcida se alimentaba del compromiso cotidiano con el propio perfeccionamiento, es decir, de la integridad del filósofo.

Esta convicción de que sabiduría y vida son indisociables hacía de la filosofía el saber terapéutico por excelencia. El término “terapia” alude aquí a su función liberadora y sanadora: era “remedio” para las dolencias del alma. Los primeros filósofos sostenían que el conocimiento profundo de la realidad y de nosotros mismos era el cauce por el que el ser humano podía llegar a ser plenamente humano; que el sufrimiento, en todas sus formas, era, en último término, el fruto de la ignorancia. Consideraban que la persona dotada de un conocimiento profundo de la realidad era, al mismo tiempo, la persona liberada, feliz, y el modelo de la plenitud del potencial humano: el sabio.

Pero, como decíamos, la filosofía fue progresivamente abandonando su función terapéutica. Poco a poco fue dejando de ser arte de vida para convertirse en una actividad estrictamente teórica o especulativa. Hoy en día se entiende por filosofía, básicamente, una disciplina académica y un tema de análisis y reflexión; rara vez una práctica, un sistema global de vida. Parece que ya no es preciso ningún compromiso activo con la propia integridad para ser filósofo y que el conocimiento filosófico ya poco tiene que ver con una vida plena.

Recuerdo, a este respecto, que el primer día de clase de mis estudios de Filosofía un profesor nos dijo esbozando una media sonrisa: «El que haya venido aquí esperando que estos estudios le ayuden a superar sus problemas o a mejorar su vida, ya puede ir abandonando esa pretensión». Lo peor de todo es que tenía razón: el panorama de los estudios filosóficos, básicamente abstracto, desconectado de nuestras cuestiones más inmediatas y anhelos más vitales, y en el que las opiniones de los pensadores se sucedían como un inmenso y caprichoso “collage” en el que la disensión parecía ser la ley, poco contribuía a darnos algo de la luz y orientación que nuestra supuesta “candidez de neófitos” reclamaba.

¿Qué ha pasado para que la filosofía, que fue maestra de vida por antonomasia, a la que acudían aquellos que aspiraban a una vida plena y feliz, haya llegado en buena medida a ser un conocimiento inoperante, vitalmente estéril, y, en ocasiones, mayor fuente de confusión interior que de claridad, serenidad lúcida, alegría y equilibrio?

*  *  *

La filosofía originaria, la que era sabiduría de vida, ha sido en gran medida desplazada en nuestra cultura por una filosofía bien distinta: la filosofía especulativa que todos conocemos. Pero, aunque relegada y silenciada en nuestra cultura, dicha filosofía originaria no ha muerto; ha seguido activa en Occidente, generalmente al margen de los ámbitos oficiales y académicos, y ha estado profundamente viva, y lo sigue estando, en gran parte de las culturas orientales.

Una de las ideas que propone este libro es precisamente la de que hay, en realidad, dos formas de entender la filosofía cualitativamente diferenciadas, aunque este hecho haya pasado desapercibido por haber estado ambas unificadas, de manera equivocada, bajo una misma categoría: la de la “filosofía”. No hablamos tan solo de sistemas diversos de pensamiento, sino de dos actividades distintas, con intenciones, metas y presupuestos diferentes, a saber:

   • Una de ellas se corresponde con lo que habitualmente entendemos por “filosofía” en nuestra cultura actual: la filosofía especulativa que se enseña en las aulas, la que predomina en los ámbitos académicos y especializados.

• La otra filosofía tiene una naturaleza bien distinta y, por eso, aunque algunas de sus expresiones han formado parte de lo que en dichos ámbitos especializados se conoce como “historia de la filosofía,” no encuentra ahí su verdadero elemento. Queda desvirtuada si se la conoce exclusivamente en el marco de una disciplina académica, o en el de un manual en el que, a modo de inventario, se alinean los sistemas de pensamiento de los distintos filósofos.

   ¿Por qué? Porque, como hemos señalado, esta segunda filosofía –la que ha permanecido fiel a su sentido originario– es, ante todo, una sabiduría de vida: un conocimiento indisociable de la experiencia cotidiana y que la transforma de raíz, un camino de liberación interior. Más que como una doctrina o una serie de doctrinas teóricas autosuficientes, se constituye como un conjunto de indicaciones operativas, de instrucciones prácticas para adentrarnos en dicho camino. La filosofía así entendida se propone inspirar más que explicar; no nos invita a poseer conocimientos sino a acceder a la experiencia de un nuevo estado de saber y de ser cuyos frutos son la paz y la libertad interior. El modelo de esta filosofía no es un sistema teórico, ni un libro, sino la persona capaz de encarnarla: el “sabio,” el “maestro de vida”. Se trata de una sabiduría que no es fruto del ingenio ni de las disquisiciones de nadie en particular, que no es “propiedad” de ningún pensador; de hecho, allí donde ha estado presente nadie se ha sentido su propietario.

Esta última filosofía ha sido armónica y coherente en su esencia y en su espíritu (no necesariamente en su forma) en los distintos lugares y tiempos. En contraste con el carácter cambiante de la historia de la filosofía especulativa, se trata de una filosofía imperecedera, que no decae con las modas intelectuales, que no es desbancada por otras. Por ello, numerosos pensadores del siglo XX la han denominado “filosofía perenne”.

Para evitar confusiones, en un momento dado de nuestra exposición optaremos por denominar a esta “filosofía perenne” sabiduría o filosofía sapiencial, y a la filosofía especulativa, sencillamente filosofía.2 La filosofía –en su acepción restringida– no ha de ser confundida con la sabiduría, ni el mero filósofo con el sabio. No llamaremos “sabio” solo a aquel que ha alcanzado las cumbres del conocimiento y de la virtud (rara avis), sino, más genéricamente, a quien está comprometido con lo que hemos denominado la “experiencia de un nuevo estado de saber y de ser” y lo saborea en su vida cotidiana, a quien no confunde sus especulaciones subjetivas con la sabiduría y la visión directa” que solo esa experiencia proporciona. Los límites entre la filosofía y la sabiduría, así entendidas, no son rígidos. Estas categorías son solo orientadoras. Así, ciertas doctrinas filosóficas presentes en los manuales de la historia de la filosofía son sabiduría en el sentido señalado. El calificativo “sabiduría” busca hacer ver que, si bien estas doctrinas pueden ser objeto de la filosofía especulativa, no es esta la que puede revelarlas en su verdadera dimensión.

La filosofía especulativa ha sido la exclusiva de un reducto de especialistas; los “legos” difícilmente han tenido acceso a ella. La sabiduría, en cambio, ha sido accesible a todos. La medida del propio amor a la verdad, y no las dificultades formales, ha sido su única criba. La filosofía especulativa parece haber monopolizado las cuestiones fundamentales –además de, con frecuencia, haberlas desvitalizado y fragmentado–. Las tradiciones de sabiduría, por el contrario, sostienen que el conocimiento de lo más importante, de las verdades más significativas, no es privilegio de ningún experto o “entendido,” sino que está al alcance de quienes lo anhelan con pureza, persistencia y radicalidad. A estos últimos les es ajeno el “espíritu de propietario,” característico de “aquellos que dificultan las incursiones ‘ajenas’ en su parcela de saber”.3 Si son pocos los que se adentran en la sabiduría, no es por su inaccesibilidad, sino porque es limitado el número de quienes la desean realmente, porque son pocos los veraces y “puros de corazón”.

*  *  *

En las últimas décadas, la Psicología ha sido la disciplina que ha decidido tomar el relevo de las cuestiones y tareas, originariamente propias de la filosofía sapiencial pero relegadas posteriormente por la filosofía especulativa, relativas a la consecución de una vida plena y liberada. Nos referimos, en concreto, a ciertos desarrollos de esta disciplina que se han erigido en claras alternativas frente a la psicología positivista clásica y al freudismo ortodoxo, y que se enclavan dentro de la denominada psicología humanista –también llamada “tercera fuerza”–. Estas nuevas vertientes de la psicología tienen mucho de filosofía de vida pues saben que las “recetas” y las “técnicas” no funcionan a largo plazo y que solo el conocimiento profundo de uno mismo, arraigado en el conocimiento de nuestro lugar en el cosmos, puede ser fuente de plenitud y de verdadera y permanente transformación. No piensan en términos de salud y enfermedad psíquica, sino de crisis, conflictos y reajustes dentro del movimiento global de la persona hacia su completa realización. Consideran que esta realización no es algo que competa al individuo aislado, ni siquiera al individuo considerado en el marco de sus interacciones sociales, sino que requiere que este se abra a la dimensión trascendente de sí mismo que le pone en conexión con la totalidad de la vida. Saben que nada es realmente conocido si no se conoce en su contexto, y el del ser humano (el de su comportamiento, deseos, temores, búsquedas…) es la realidad en su integridad. Creen que una práctica psicoterapéutica que no conlleve un incremento de nuestro nivel de comprensión, de conciencia, tiene un alcance muy limitado y es a la larga ineficaz; en otras palabras, saben que hay una relación íntima entre el conocimiento profundo de la realidad y el despliegue de nuestras potencialidades. Pues bien, estas nuevas psicologías han hallado una importante fuente de inspiración en la sabiduría de todos los tiempos, en la filosofía perenne, como ellas mismas reconocen. Han sabido detectar y aprovechar su inmenso potencial para la transformación.

Resulta significativo que, mientras desde distintas disciplinas se está favoreciendo el renacer de la sabiduría en Occidente, la filosofía académica parezca ser uno de los ámbitos más ajenos a este resurgir. Ahora bien, también en ella hay quienes comienzan a afirmar que ya es hora de que la filosofía retome su función como maestra de vida. Que ya es hora de que admita que nuestra cultura está sedienta de dicha sabiduría de vida, de un conocimiento que se mida por sus frutos; que está cansada de la esterilidad, arbitrariedad y narcisismo de las teorías abstractas. Está tan cansada de estas últimas como de la futilidad de las técnicas que prometen un bienestar inmediato, pasando por alto el camino lento pero seguro del conocimiento. Como está cansada de la pretensión de ciertos grupos religiosos o ideológicos de monopolizar todo lo relativo al conocimiento de los medios que posibilitan el logro de nuestra libertad interior, de su pretensión de erigirse en los intermediarios de nuestra realización.

*  *  *

Este libro es una invitación a conocer esa sabiduría que en nuestra cultura ha sido en gran medida relegada de los ámbitos oficiales. Se dirige a quienes siempre han sospechado que la filosofía les sería útil, si bien, cuando han acudido a lo que habitualmente se imparte como tal, se han sentido decepcionados o defraudados. A aquellos que creen que la filosofía debería ser algo mucho más relevante y directamente concerniente a la propia vida que lo que se enseña corrientemente como tal. A los que tienen demasiada sed de verdad, de realidad, de claridad en su mundo interno y en su vida, como para disfrutar de las acrobacias mentales de cierto “filosofar de salón;” en otras palabras, a quienes buscan verdades que sacien su sed, y no, simplemente, que satisfagan su curiosidad. También a quienes no creen que el acceso a los conocimientos más relevantes –los concernientes a los secretos últimos del ser humano y de la vida– deba ser el privilegio de ciertos especialistas ni el reducto de los conocedores de cierta jerga. A los que, por ello, desconfían de quienes ofrecen una filosofía que exige mentalidad y hábitos de técnicos, así como conocimientos alambicados o innecesariamente oscurecidos. A los que saben que la verdad se protege a sí misma y que no necesita, por ello, de preámbulos u oscurecimientos añadidos. Se dirige asimismo a quienes se han formado como especialistas en un ámbito particular y echan en falta un conocimiento más global y esencial que les aporte el horizonte que su formación no les ha aportado, pero temen el aura de complejidad y hermetismo que rodea a la filosofía. También a los que, interesados en su propio autoconocimiento y automejoramiento, quieren conocer cómo la sabiduría de todos los tiempos ha abordado y cimentado estas tareas.

*  *  *

Hemos estructurado esta obra en dos partes:

   • En la primera ahondaremos en algunas de las ideas apuntadas: ¿Es útil la filosofía? ¿Debe serlo? ¿En qué sentido lo es y en qué sentido no? ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que hay un conocimiento que transforma? ¿Qué es la “filosofía perenne”? ¿Por qué la filosofía dejó de ser “sabiduría”? ¿Ha asumido históricamente la religión la función liberadora y sanadora (la del “cuidado de la salud del alma”) que dejó de tener la filosofía? ¿Dónde están los sabios en nuestra cultura? Etcétera.

• En la segunda parte nos adentraremos en lo que hemos denominado “filosofía perenne”. Intentaremos hacer ver cómo ciertas ideas básicas sostenidas por la sabiduría de todos los tiempos pueden iluminar nuestra vida cotidiana y desvelar su hondura y sus posibilidades. Estas reflexiones, a la vez que servirán de introducción a la sabiduría imperecedera, irán dando respuesta a preguntas del tipo: ¿Cómo desenvolvernos en medio de la complejidad creciente del mundo actual, sin desvincularnos de nuestro espacio interior y de sus exigencias? ¿Cómo entrar en contacto de modo habitual con ese espacio, el único que nos permite obrar con autenticidad, simplicidad y lucidez? ¿Es posible hallar la propia voz cuando la saturación de información y de voces ajenas ha falseado nuestras necesidades reales? ¿De qué manera conservar la inocencia, la puerta hacia la plenitud interior y hacia la sabiduría, cuando parece que todo nos invita a la astucia y a la lucha descarnada? ¿Cabe hacer de nuestra actividad habitual, cuando se imponen la celeridad o la rutina, un camino de crecimiento? ¿Cómo ser eficientes siendo a la vez creativos, es decir, sin que la búsqueda de resultados mediatice nuestra propia verdad y nuestra necesidad de expresión auténtica? ¿De qué modo habitar en la complejidad y en la incertidumbre sin caer en la desorientación o en la dispersión?…

Nuestras reflexiones no se impondrán como explicaciones cerradas ni como recetas para la acción; buscarán solo sugerir, de modo que el lector pueda ir encontrando y despertando sus propias respuestas dentro de sí.

La segunda parte de este libro orbitará en torno a ciertas máximas de la sabiduría perenne y a las intuiciones centrales de algunos filósofos (de filósofos sabios que han compartido la señalada concepción terapéutica de la filosofía). Con ello buscaremos mostrar cómo obras y autores que quizá creíamos distantes o inaccesibles pueden resultar cercanos y sugerentes; tal vez así, las barreras que alguien pensaba que existían entre él y buena parte de la sabiduría de todos los tiempos puedan ser felizmente salvadas. Propiamente, no explicaremos el pensamiento de esos filósofos; sencillamente, sus palabras nos servirán de inspiración para pensar por cuenta propia. Al hacerlo así somos fieles al espíritu de la sabiduría, que no es nunca “filosofía forense”: una invitación a repetir lo que ya se dijo, un culto a la letra muerta y al pasado.4

Nos encontraremos con referencias a la filosofía presocrática, muy en particular a la figura de Heráclito. Al estoicismo romano (Epicteto, Marco Aurelio, etcétera), los mejores herederos de lo que el pensamiento griego tuvo de “filosofía de vida”. Haremos alusión a pensadores que nos son más cercanos en el tiempo y que, dentro de la historia de la filosofía, han sido, en mayor o menor grado, emergencias de la sabiduría perenne, como Ralph W. Emerson, Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzsche, Simone Weil, etcétera. A “sabios” contemporáneos que no han sido filósofos, como Jiddu Krishnamurti o Albert Einstein. A la denominada “mística especulativa” occidental, representada en la figura del Maestro Eckhart. Al pensamiento taoísta: Lao Tsé y Chuang Tzu. Al hermetismo, de cuyas supuestas fuentes mistéricas egipcias bebieron muchos filósofos y sabios griegos. Al pensamiento índico, en concreto, a las Upanishad y a una de las tradiciones de sabiduría en ellas inspirada: el Vedanta Advaita o Vedanta de la no-dualidad (cuyo iniciador fue Shamkara y cuyos principales representantes contemporáneos han sido Ramana Maharshi y Nisargadatta Maharaj). Al budismo Zen, y muy en particular a un breve texto, el Sin-sin-ming, que es una interesante confluencia del pensamiento budista con el no-dualismo índico y con el taoísmo. Etcétera.

En todos estos pensadores y enseñanzas, más allá de las disparidades individuales, culturales, geográficas y temporales, late un mismo espíritu, un mismo tipo de vigor del que carecen las meras explicaciones teóricas, que es propio de todo aquello que es un cauce de la fuerza transformadora y liberadora de la realidad, de la verdad viva. Todos ellos son una provocación, un desafío: ejemplos privilegiados de la altura real que podemos alcanzar, de la riqueza –habitualmente desconocida– de nuestro potencial. Nos enseñan que la lucidez, la plenitud y el gozo sereno, como estados estables, no son una ilusión, sino nuestra naturaleza profunda: nuestra herencia y nuestro destino.

Parte ILa sabiduría silenciada

«Hay cierta sabiduría humana, que es común a los hombres másgrandes y a los más pequeños y que nuestra educación corrientelabora con frecuencia para silenciar y obstaculizar.»

R.W. EMERSON1

1. Acerca de la utilidad de la filosofía

«¿Qué hay, ¡por los dioses inmortales!, más deseable que lasabiduría, más trascendente, más útil y más digno del hombre?Los que se entregan con ardor a su consecución se llaman filósofos.»

CICERÓN2

Hace un cierto tiempo se produjo en España una importante polémica desencadenada por las decisiones gubernamentales que buscaban reducir al mínimo la asignatura de Filosofía en los planes de estudio. Estas medidas eran solo unas entre las muchas que, desde hace décadas, parecen ver en las asignaturas de humanidades disciplinas prescindibles en una sociedad en la que crecientemente se requieren, se valoran y se remuneran, por encima de todo, los conocimientos técnicos especializados. Puesto que pertenezco al gremio de los filósofos tuve ocasión de atestiguar el escándalo que entre mis compañeros produjo, con toda lógica, esta decisión. Pero hubo algo que me llamó la atención: el que pocos filósofos, además de indignarse justamente por el despotismo creciente de los valores estrictamente pragmáticos que está provocando la anemia espiritual de nuestra sociedad, se preguntaran en qué medida ha contribuido a este estado de cosas la misma filosofía. En otras palabras, pocos filósofos se preguntaban:

¿Por qué la filosofía ha llegado a ser considerada por la mayoría como algo abiertamente inútil?

¿Por qué ya no se acude a los filósofos ante los grandes retos y problemas de nuestro tiempo?

¿Por qué el estudiante de secundaria que aprende la asignatura suele afirmar que de poco le ha servido ese vertiginoso paseo por las reflexiones de los grandes filósofos (sistemas de pensamiento que se suceden e invalidan entre sí y en los que tan solo con dificultad puede ver alguna conexión consigo mismo y con sus inquietudes más íntimas)?

¿Por qué tantas personas piensan que la filosofía es un reino inaccesible, lingüísticamente hermético e inabordable, del que sospechan que pocas cosas relevantes pueden obtener?…

En esa decisión no solo se podía ver una señal de los tiempos y el pragmatismo asfixiante que los caracteriza; también un síntoma del estado de salud de la propia filosofía.

La filosofía, entendida en sentido amplio como aquella actividad por la que el hombre busca de forma lúcida y reflexiva comprender la realidad y orientarse en ella, ha formado parte de la raíz de toda civilización. Todas las grandes civilizaciones se han asentado, entre otros, en unos cimientos de naturaleza filosófica. Estos proporcionaban una determinada forma de mirar la realidad y de estar en el mundo, y daban respuesta a las cuestiones más básicas y radicales, como las de quién es el ser humano y cuál es su destino. Los demás saberes y las demás artes orbitaban en torno a esta sabiduría, y era esta última la que definía el correcto lugar, el sentido último y la función de dichos artes y saberes.

Pero ¿se considera actualmente a la filosofía como uno de los ejes de nuestra cultura contemporánea? Parece que no, que hace tiempo que perdió, ante la conciencia de los occidentales, este papel central. La filosofía ya no impregna la vida ni la sociedad pues se ha relegado a los ámbitos académicos y especializados. No estamos en los tiempos en que los reyes o los emperadores reclamaban a los filósofos y a los sabios. Hoy los gobernantes demandan técnicos y gestores, no pensadores. Pero tan grave como esto es que la misma filosofía cierre los ojos ante este hecho y no se dé cuenta de lo poco que tiene que decir; que no reflexione sobre por qué se ha llegado a considerar tan irrelevante su aportación.

La filosofía aspiró a tener, en sus orígenes, un influjo directo en la vida individual, social y política. Con el tiempo, en la misma medida en que perdía su eficiencia para la vida cotidiana, fue aislándose de la esfera pública, hasta el punto de que hoy en día su capacidad de influencia sobre esta última es mínima. Ahora bien, precisamente porque la filosofía constituye siempre uno de los cimientos de toda civilización, no puede, sin más, ser eliminada. Por eso, cuando esta filosofía ya no es ampliamente reconocida y explícita, como sucede en nuestra sociedad, lejos de desaparecer de esta, sigue impregnándola, pero de forma larvada. De ser consciente, pasa a ser inconsciente. De reflexiva y crítica, se convierte en irreflexiva y acrítica. Nos pueden dar pistas sobre cuál es la filosofía oculta de nuestro tiempo las consignas que nuestra época da por supuestas, los ideales que la animan y que son mayoritariamente asumidos, los valores individuales y colectivos predominantes que tan bien revelan la publicidad o los medios de comunicación.

La filosofía no se puede suprimir; constituye el entramado más íntimo de la cultura. Pero, cuando esto no se reconoce abiertamente, el pensamiento pasa a ser ideología que nos penetra de modo indirecto, sin darse a conocer como tal, eludiendo la crítica, es decir, de modo impositivo. Una sociedad en que la filosofía –la dilucidación de las cuestiones últimas y la reflexión crítica– no tiene un lugar central y explícito es siempre una sociedad adocenada, un caldo de cultivo de toda forma de manipulación.

¿Es útil la filosofía?

¿Por qué la filosofía ha llegado a parecernos accesoria? Si la filosofía ya no ocupa un lugar central en nuestra cultura es, en gran medida, porque ha perdido aquello que le confería un papel vital en el desarrollo del individuo y la sociedad: su dimensión transformadora, terapéutica; en otras palabras, porque ha dejado de ser maestra de vida y el conocimiento filosófico ya no es aquel saber que era, al mismo tiempo, plenitud y libertad; porque la esterilidad de muchas de las especulaciones denominadas filosóficas ha llegado a ser demasiado manifiesta.

La supuesta “esterilidad” o “inutilidad” de la filosofía es el principal argumento que esgrimen sus detractores y lo que les ha llevado a considerarla un saber culturalmente prescindible. La mayoría de los filósofos –y de quienes piensan que es indispensable salvaguardar la cultura de las humanidades– consideran, por el contrario, que el valor de la filosofía, lo que le otorga su especial dignidad, radica precisamente en que no es un saber directamente “útil,” en que es una actividad libre que no precisa venderse a ningún resultado. El carácter irreconciliable de estas posturas –como pasaremos a ver– es solo aparente; de hecho, cada una de ellas otorga un sentido distinto al término “utilidad”. Ambas posiciones han advertido una dimensión real de la filosofía: que ha de ser “útil,” por un lado, y que ha de ser “libre” de toda instrumentalización, por el otro. Su error radica en considerar que ambas dimensiones son excluyentes.

¿Ha de ser útil la filosofía? ¿O no radica su dignidad precisamente en su carácter libre, en que su valor es intrínseco y no se deriva de los resultados que posibilita? Este dilema es una falacia. Una falacia que ha favorecido, por una parte, que algunos piensen que una sociedad puede prescindir, sin más, de la filosofía, olvidando que una cultura sin sabiduría está abocada al gregarismo, a la destrucción y al caos. Y que ha favorecido, por otra parte, que otros cultiven una filosofía estéril, autorreferencial y hermética, confinada a unos pocos especialistas, que ha ocultado su vacuidad y su infecundidad bajo el aura de una “dignidad” y “libertad” mal entendidas. Los primeros intuyen, acertadamente, que la filosofía ha muerto, pues ha perdido su eficiencia; pretenden simplemente quitar del medio un cadáver que les estorba. Los segundos intuyen, también acertadamente, que la verdadera filosofía, como saber libre, no puede ni debe morir.

¿Qué significa “utilidad”?

El término “filosofía” no suele sugerir la idea de “utilidad”. Ambas nociones, en principio, parecen dispares. Como veremos, esto no es más que un síntoma del modo en que la filosofía ha perdido su norte y su función y, a su vez, de lo estrecha y banal que ha llegado a ser nuestra concepción de la “utilidad”.

El Diccionario de la lengua española nos dice que “útil” es aquello «que puede servir o aprovechar en alguna línea,” lo que produce un resultado provechoso. Ahora bien, conviene distinguir entre dos tipos de utilidad que denominaremos, respectivamente, utilidad instrumental oextrínseca y utilidad no-instrumental o intrínseca.

Lo utilitario (cuando algo es medio para obtener un fin)

Algo es útil de manera instrumental cuando es solo un medio para lograr un fin, cuando no posee valor en sí, sino en razón de los resultados prácticos que posibilita y a los que se subordina. Un mapa, por ejemplo, es útil pues nos puede ayudar a orientarnos en un territorio que desconocemos. La utilidad del mapa no es intrínseca –el objeto “mapa” no es útil en sí mismo–, sino extrínseca: es útil exclusivamente en función de algo exterior y de los resultados utilitarios que proporciona, pues de poco sirve un mapa que no remite a algún lugar, o que está tan mal elaborado que no nos permite ubicarnos en él. Una herramienta también es algo extrínsecamente útil. Un martillo no es útil en tanto tal martillo, sino asociado a un contexto externo que lo dota de finalidad, por ejemplo, un cuadro que queremos colgar, unos clavos y una pared. A su vez, actividades como orientarnos consultando un mapa o martillear son instrumentalmente útiles, pues su sentido y finalidad no reside en ellas mismas, sino en que nos permiten, respectivamente, llegar a un determinado lugar o que un bello cuadro cuelgue en nuestra habitación.

Lo que es instrumentalmente útil es prescindible, canjeable por algo que cumpla la misma función. Puedo prescindir del martillo y utilizar en su lugar una piedra. Puedo prescindir de un mapa y orientarme con una brújula o contemplando las estrellas y el curso del Sol.

Lo instrumentalmente útil es lo utilitario.

La utilidad superior (cuando el medio es ya el fin)

«Sé que la poesía es indispensable, pero no sabría decir para qué.»

JEAN COCTEAU

Por lo general, calificamos de “útil,” sin más, a lo instrumentalmente útil. Pero hay otro tipo de utilidad, que denominaremos “no instrumental” o “intrínseca”. Esta última es propia de aquellas cosas, actividades o estados que son en sí mismos útiles, es decir, que no obtienen su sentido, valor y utilidad del hecho de subordinarse a un fin distinto de dichas cosas, actividades o estados. En lo intrínsecamente útil el medio es ya el fin, y, por eso, lo que es útil de este modo no es prescindible ni canjeable. Por ejemplo: jugar, conocer, comprender (no hablamos de adquirir conocimientos técnicos o con miras exclusivamente utilitarias), amar, crear, contemplar la belleza del mundo… son actividades y estados que poseen esta forma superior de utilidad.

Dada nuestra tendencia a identificar lo “útil” con lo “utilitario” tendemos a pensar que el término “útil” no es adecuado para calificar este tipo de actividades. Pero ¿merecen, acaso, ser calificadas de inútiles?

Pongamos un ejemplo de actividad inútil. Nos cuenta la mitología griega que Sísifo, fundador de Corinto, recibió un terrible castigo al descender al Hades tras su muerte. Fue condenado a arrastrar sin descanso una inmensa roca, empujándola con todo su cuerpo y con ímprobo esfuerzo, hasta la cima de una montaña. Una vez allí, la piedra escaparía de sus manos y rodaría al valle, y él tendría que descender de nuevo para recomenzar su terrible tarea; y así… por toda la eternidad. Aunque el mito no comenta nada al respecto, Sísifo podría haber preguntado, tras escuchar su condena, acerca del propósito de todo aquello. Y probablemente solo hubiera obtenido una respuesta: debía hacerlo “porque sí”. Lo terrible del castigo no radicaba en el tremendo esfuerzo que se exigía a Sísifo, sino en la arbitrariedad e inutilidad de este; fue esta inutilidad la que le sumió en la más profunda desesperación.

Esta actividad abiertamente inútil nada tiene que ver con las actividades que hemos caracterizado como intrínsecamente útiles. No cabe decir de todas ellas que son “inútiles,” tan solo porque tienen en común el carecer de una finalidad utilitaria. Si preguntamos al niño que en la playa construye y deshace castillos de arena por qué lo hace, probablemente conteste: “porque sí”. Este “porque sí” no es análogo al del ejemplo anterior. El “porqué sí” del niño es la expresión de que su actividad no tiene más meta que sí misma; de que, en ella, el medio, el proceso, es ya el fin. Y allídonde el medio y el fin se identifican se produce la vivencia de una profunda sensación de plenitud y sentido. La actividad de Sísifo no tenía una utilidad extrínseca, pero tampoco intrínseca, pues no pudo vivenciar el proceso como algo valioso en sí mismo; de aquí su sensación de absurdo y futilidad.

Es sabido que los niños que no dedican en su infancia mucho tiempo al juego no maduran adecuadamente. El juego les es tan útil e imprescindible como el alimento. El niño al que se inculca una mentalidad instrumental impropia de su edad –porque la pobreza del entorno le ha forzado al trabajo duro, porque unos padres ambiciosos pretenden hacer de él un superdotado y le someten a un aprendizaje estresante cuya meta es la obtención de resultados en el futuro, o por contagio de un entorno excesivamente serio que no valora ni respeta su tendencia espontánea al juego– no crece adecuadamente. El niño educado para ser un superdotado, si a lo largo de su desarrollo no tiene una sana reacción de rebeldía, probablemente llegue a ser un mediocre instruido, rígido, de personalidad incolora, carente de genuina creatividad. El pequeño que juega no lo hace para crecer y madurar; juega “porque sí”. Pero dicho juego, precisamente porque en él el medio y el fin son indisociables, es el espacio en el que se da su óptimo crecimiento y desarrollo. Más aún, también las actividades orientadas a su formación y educación solo pueden ser plenamente eficaces si son vivenciadas por él como un juego, como placenteras y llenas de sentido en sí mismas, y no como algo arduo y aburrido que, según oye, le será de provecho en el futuro.3

Lo que promete la filosofía

«La filosofía no promete al hombre conseguirle algo de lo exterior.»

EPICTETO4

Podemos decir, en una primera aproximación, que filósofo es aquel que se consagra desinteresadamente a la verdad; quien investiga, a través de una actitud interior de disponibilidad y atención lúcida, las claves de la existencia. La actividad filosófica es desinteresada, pues quiere la verdad por ella misma, no por su posible provecho, por sus resultados o frutos. Quizá por ello la verdad se ha simbolizado tradicionalmente como una mujer desnuda, pues nada tiene que ofrecer más que a sí misma.

La indagación de la verdad es un impulso acorde con nuestra naturaleza humana e indisociable de esta, un impulso que nos distingue de otros seres animados y nos eleva sobre ellos. Todo hombre ansía profundamente ver, comprender, y experimenta como una degradación la ignorancia y el engaño. En otras palabras, todos sentimos que el conocimiento de la verdad es tan valioso en sí mismo como indeseables son la ceguera y el error.

La filosofía, entendida como aquella actividad que busca encauzar este impulso humano hacia la verdad, no tiene, por lo tanto, una utilidad extrínseca. Ahora bien, está lejos de ser una actividad inútil –como tampoco lo son el juego, la contemplación amorosa o estética, la creación en todas sus formas, etcétera–. Hemos caracterizado a estas actividades como intrínsecamente útiles para poner de manifiesto que poseen una forma superior de utilidad, pues solo ellas satisfacen lo que más hondamente necesitamos: la experiencia de ser en plenitud, y la experiencia profunda del sentido de la vida, del valor intrínseco de todo lo que es.

El ser humano solo experimenta una felicidad íntegra y realiza satisfactoriamente sus posibilidades internas de ser en las actividades o estados que no tienen más meta que sí mismos. Lo intrínsecamente útil no equivale a lo inútil ni a lo no práctico. Nuestras necesidades más profundas no las puede satisfacer nada que no se baste a sí mismo, que no tenga una razón propia para ser apetecido. Y lo que nutre nuestro ser, ¿puede considerarse inútil?

Lo utilitario se relaciona con el “tener;” lo intrínsecamente útil, con el “ser”. Así, las actividades utilitarias aumentan nuestro haber, nuestras tenencias: a través de ellas adquirimos todo tipo de logros, de posesiones (materiales o sutiles), y desarrollamos las habilidades físicas y psíquicas que nuestro ego tiende a considerar también como “posesiones,” como parte de su haber. Pero solo las actividades valiosas per se, que no se orientan exclusivamente hacia la obtención futura de ciertos logros o resultados, permiten el crecimiento de nuestra esencia; solo estas últimas satisfacen nuestra necesidad de ser en plenitud.

El que ama no necesita que algo exterior justifique u otorgue sentido a su amor, pues ese estado interno es valioso en sí mismo. El que se conmueve ante la contemplación de algo profundamente bello sabe que su contemplación es un preciado tesoro; no necesita tasadores que le confirmen el valor o la utilidad de su experiencia. El saber (no el erudito ni el técnico, sino el que se traduce en sabiduría, en lucidez, en una visión penetrante y comprensiva de la realidad) se justifica en sí mismo porque satisface un impulso radical del ser humano. Estas actividades y estados no son inútiles, al contrario, son supremamente útiles, producen un resultado (y “útil,” recordemos, es aquello que produce un resultado provechoso). Este resultado es nada menos que la realización humana. No es que dichas actividades o estados sean medios o peldaños para lograr esta realización o plenitud; son, sencillamente, la forma en que esta última se actualiza y se expresa.

Saber para poder, para estar al día, para dotarnos de un aura de intelectualidad, para tener algo de que hablar, para lograr un puesto de trabajo, para “tener” conocimientos que exhibir; amar para comprar el amor de otros; jugar para ostentar nuestra habilidad y nuestra superioridad; crear para demostrar algo a los demás o a nosotros mismos; trabajar exclusivamente para ganar dinero…; nada de esto es saber, amor, juego, creación o trabajo genuinos. No negamos que algunas de estas metas sean, en ocasiones, legítimas –el “comercio” es necesario–, pero no pueden proporcionar al ser humano la plenitud que le es propia, y nadie debe sorprenderse de que conduzcan al hastío y a la mediocridad cuando se convierten en el tipo de metas predominantes. Nadie debe sorprenderse tampoco de que la depresión sea uno de los padecimientos característicos de nuestra civilización, básicamente mercantil, astuta, ávida y utilitaria.

El ser humano tiene una profunda exigencia de sentido. El que afronta su vida y sus actividades como Sísifo afrontaba diariamente su infructuosa tarea, se sumerge en el más profundo vacío. Pero las actividades estrictamente utilitarias terminan asimismo agostando el espíritu humano. De hecho, quizá no sea casual que el mito describa a Sísifo como el más astuto de los hombres, dado a toda clase de tretas, engaños y artificios, y que este hombre astuto fuera condenado al sinsentido, a la actividad más absurda, enajenante e inútil. Porque la astucia, la tendencia a convertir todo –hasta lo más digno de ser considerado como un fin en sí mismo– en algo de lo que esperamos obtener un beneficio interesado, es un camino directo al estancamiento de nuestra esencia, al vacío y a la enajenación.

La filosofía como actividad libre

La filosofía no es útil en el sentido que en general damos a esta palabra, es decir, no es instrumentalmente útil; como tampoco, por ejemplo, lo es el arte (el que se mantiene fiel a sí mismo; no hablamos del mundo de los marchantes). En otras palabras, ambos son actividades libres, pues competen a la dimensión más elevada del ser humano, aquella que también es libre y que le dota de cierto dominio sobre los aspectos de sí mismo y de la vida condicionados por la necesidad, por las urgencias utilitarias de la vida.

La filosofía vendida a un fin ya no es filosofía. Ni siquiera la filosofía vendida a unas ideas es ya verdadera filosofía. La filosofía “esclava” de la teología (como se definía a sí misma la filosofía escolástica medieval) no es filosofía, es teología. Habitualmente, cuando los artistas se han subordinado a un fin ajeno al arte mismo, han hecho un mal arte. El arte ideológico, puesto al servicio de la defensa de unas ideas, ha sido sistemáticamente defraudante. Cuando oímos que algún representante de una determinada iglesia, secta o ideología va a dar una charla filosófica sobre alguna cuestión, todos sabemos que no va a decir nada nuevo; sus argumentos serán los mismos que los que repiten hasta la saciedad aquellos que pertenecen a su grupo; como mucho, habrá ciertas variaciones formales; puede que incluso parezca elocuente y sugerente en un principio, pues en el planteamiento de la cuestión se permite cierta libertad, pero, finalmente, decepciona. Nos han dado gato por liebre. Todos sospechamos que ahí no hay pensamiento genuino, indagación libre y desinteresada, sino solo apología disfrazada de argumentación. Porque el verdadero pensamiento siempre es libre. Y por eso, solo las personas interiormente libres –que no hablan en nombre de nada ni de nadie, ni siquiera en nombre de su “ego,” de lo que en dichas personas es estrictamente particular– son genuinos pensadores. Como solo las personas interiormente libres son creadoras en cualquier ámbito humano.

La filosofía es una actividad libre. El arte también lo es. Pero que no se “vendan” a un resultado extrínseco no significa que no sean útiles. Todo lo contrario: poseen una forma superior de utilidad. Aquí precisamente radica la falacia del dilema “utilidad versus libertad” que planteábamos al inicio de este capítulo. Las ideologías que han visto en ciertas expresiones gratuitas de la individualidad creadora, no subordinadas a fines pragmáticos, manifestaciones burguesas de irresponsabilidad y falta de compromiso social, han tenido una triste y reducidísima imagen del ser humano.

Necesidades del ser y del estar

«La “vida verdadera” […] no se halla tanto en las necesidades utilitarias de las que nadie puede escapar, como en el cumplimiento de uno mismo y en la calidad poética de la existencia.»

EDGAR MORIN5

Aclararemos lo dicho hasta ahora introduciendo una nueva distinción. Diferenciaremos, en concreto, entre lo que denominaremos utilidad esencial y utilidad existencial.

   • Es existencialmente útil lo que necesitamos para nuestro existir o nuestro estar en el mundo: desde el alimento y el vestido hasta una cierta cosmovisión que nos ayude a orientarnos en él. Las cosas que son útiles para nuestro estar en el mundo son cosas que tenemos. Tenemos alimento, dinero, ropa, casa, etcétera, de un modo análogo a como “tenemos” ciertas habilidades o unas creencias y una ideología.

• Pero hay otro tipo de necesidades que no son existenciales sino esenciales. Calificaremos de esencialmente útil todo aquello que necesitamos para alcanzar un grado óptimo de ser: lo que nos remite a nuestra esencia íntima, fortaleciéndola, y hace que seamos más y mejor eso que esencialmente somos.

La satisfacción de nuestras necesidades existenciales (de alimento, seguridad, pertenencia, afecto, instrucción, etcétera) se acompaña de lo que podríamos denominar un contentamiento o alegría existencial. Al ser cubierta alguna necesidad fisiológica, por ejemplo, se experimenta placer y sosiego. Quien, tras estar hambriento, ingiere los alimentos adecuados, recibe el “visto bueno” de su cuerpo a través de una sensación subjetiva de saciedad y bienestar. En general, todas nuestras funciones y facultades, físicas y psicológicas, tienen un correlato subjetivo de bienestar o malestar que nos indica cuál es su nivel de satisfacción, actualización o desarrollo.

Ahora bien, hay también una alegría esencial y un dolor esencial que nos dan la medida de cuál es nuestro grado de cercanía o alejamiento con respecto a nuestro propio centro, a nuestra verdad íntima; que nos indican cuándo estamos siendo, o no, un fiel reflejo de eso que somos en esencia y que pulsa por expresarse en nosotros. Del mismo modo que hay un tipo de dolor que acompaña a la frustración de nuestras necesidades fisiológicas y psicológicas, hay también un dolor que es el eco de la frustración de nuestra necesidad de ser de forma auténtica y plena.

Los dolores y alegrías existenciales y los dolores y alegrías esenciales son cualitativamente diferentes. Hay quienes existencialmente parecen tenerlo todo y no pueden rehuir una profunda sensación de vacío y de futilidad; algo en ellos exclama silenciosamente: «pero ¿es esto todo?». Por el contrario, hay quienes, en medio de situaciones existencialmente limitadas o incluso dolorosas, mantienen una conexión con su ser más íntimo que les proporciona una sensación básica de sentido, de serena plenitud.

Que ambos tipos de dolor (y, paralelamente, de alegría) son cualitativamente diferentes se evidencia, entre otras cosas, en que las dinámicas que permiten superar uno u otro son exactamente inversas.

Así, el dolor existencial se solventa multiplicando nuestro haber: aumentando nuestras posesiones materiales, ejercitando nuestras facultades y habilidades, multiplicando nuestras tenencias intelectuales, adquiriendo reconocimiento social, etcétera.

El dolor esencial, por el contrario, no se solventa con nada que se pueda tener. En ocasiones, puesto que este dolor se traduce psicológicamente en una sensación de vacío, lo malinterpretamos: creemos que se trata de un vacío relacionado con la necesidad de cosas, experiencias, logros, etcétera. Pero ninguna cosa, persona, situación, experiencia o logro puede llenarlo, porque se trata de un vacío de nosotros mismos.

El vacío existencial se supera con un movimiento acumulativo o aditivo, teniendo más, ya sean estas tenencias groseras o sutiles.

El vacío esencial, por el contrario, solo se supera cuando abandonamos el impulso por tener –no forzosamente en lo relativo a la actividad exterior, pues necesitamos seguir cubriendo nuestras necesidades existenciales, pero sí en nuestra actitud básica ante la vida– y dejamos a las cosas, a las personas y a las situaciones ser lo que son, sin esperar que sean de ningún modo particular, sin buscar en ellas ningún provecho o beneficio personal. También cuando nos permitimos sencillamente ser y abandonamos nuestra ansiedad por lograr, por tener que llegar a ser “esto” o “lo otro”.

Cuando relegamos el apremio por la supervivencia, por conseguir, por el logro y la posesión; cuando nuestra mirada interior abandona toda perspectiva parcial e interesada y contemplamos las distintas realidades desligadas de su función utilitaria; cuando dejamos activamente a las cosas ser lo que son y ser como son, solo entonces, en este espacio de libertad, todo nos revela su ser o naturaleza original, su verdadero rostro.

«Cuando todas las cosas se contemplan con ecuanimidad, regresan a su naturaleza original.»

Sin-sin-ming, 25

Es entonces, al recobrar esta mirada atenta y desinteresada, cuando sentimos que nosotros –al unísono con toda la realidad– también retornamos a nuestra genuina condición. Nuestro ser más íntimo encuentra por fin su espacio; florece y se expande, a la vez que se aquieta y ahonda en sí mismo. La existencia deja de experimentarse como una lucha, una carga o una búsqueda enajenada volcada siempre en el futuro, en el lograr, en el tener, y experimentamos el verdadero sabor de la realidad, la alegría esencial, el simple gozo de ser. La falsa creencia de que no seremos plenamente hasta que no seamos, hagamos o tengamos esto o lo otro, se disipa. Descubrimos el engaño. Advertimos que hemos vivido como el mendigo que a diario pedía limosna sentado a la sombra de un árbol, exactamente sobre el trozo de tierra en el que estaba enterrado el más espléndido tesoro.

La verdad, la belleza y el bien

La contemplación desinteresada nos sitúa en el nivel esencial de la realidad y de nosotros mismos. El testimonio de este contacto, del triunfo del ser sobre el tener, es siempre –como pasaremos a ver– la experiencia de la verdad, de la belleza y del bien.

De la verdad, pues todo se nos revela en su ser propio, en su verdad íntima. Las cosas nos descubren sus secretos porque ya no las hacemos orbitar en torno a nosotros mismos, porque ya no las miramos a través del filtro de nuestro particular interés, como fuentes de ayuda o solución de las propias necesidades.

De la belleza, pues descubrimos la “gratuidad” del mundo, que todo sencillamente es, es decir, que todo obtiene su sentido y plenitud precisamente porque no necesita ser para nada ni para nadie.

«La belleza es la única finalidad de este mundo. Como muy bien dijo Kant, es una finalidad que no contiene ningún fin [extrínseco]. Una cosa bella no contiene ningún bien salvo ella misma, en su totalidad, tal como se nos muestra. Vamos a ella sin saber qué pedirle y ella nos ofrece su propia existencia. […] Solo la belleza no es un medio para otra cosa. Solo la belleza es buena en sí misma.»

SIMONE WEIL6

En la experiencia de la verdad y de la belleza, nuestro yo más íntimo reconoce su hogar, por fin nuestra voluntad descansa, toda inquietud cesa; estamos en casa. En este momento, cuando contemplamos el mundo desde esta perspectiva, algo en nosotros exclama silenciosamente que todo está bien (como narra el Génesis que exclamó Yahvé al finalizar su creación: «Y vio que todo ello era bueno»). Este asentimiento profundo que procede de saber que todo, en su más radical intimidad, es lo que tiene que ser y está ya donde tiene que estar, es la experiencia gozosa del bien.

   La verdad, la belleza y el bien des-velan la realidad. Son la realidad misma cuando esta revela su verdadero rostro, su rostro sagrado; cuando ya no está velada por nuestras necesidades existenciales ni condicionada por ellas (la excesiva preocupación de vivir, que nos hace contemplar las cosas tan solo desde el punto de vista de su utilidad, es el velo que oculta la verdadera naturaleza de las cosas).

Lo único que puede satisfacer nuestras necesidades esenciales son la verdad, la belleza y el bien. En otras palabras, nuestro ser real se expresa colmadamente solo en la contemplación desinteresada.

«… nunca he perseguido la comodidad o la felicidad como fines en sí mismos […]. Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado una y otra vez un nuevo valor para afrontar la vida alegremente, han sido la Belleza, la Bondad y la Verdad […]. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.»

A. EINSTEIN7

Una vida orientada con preferencia hacia los bienes utilitarios se asfixia esencialmente aunque existencialmente parezca floreciente y envidiable. Por eso, allí donde los valores pragmáticos tienen una clara hegemonía, han de estar presentes en igual medida los medios de distracción, de entretenimiento, que se encargarán de ocultar y evadir el dolor esencial y el vacío interior a los que aboca necesariamente todo ese vértigo orientado hacia el tener. Nuestra sociedad actual es un ejemplo nítido de esta dinámica.

Nuestro yo central solo encuentra su alimento en aquello que es un fin en sí mismo. En este sentido, la filosofía, entendida como contemplación desinteresada consagrada a la verdad, es máximamente útil. Es una de las actividades y las actitudes que nos permiten ser en plenitud –aquellas sin las cuales todos nuestros logros son solo los vestidos con que cubrimos el espectro de nosotros mismos, los ornamentos con los que adornamos nuestro vacío–.

Filosofías del ser y del estar

La verdad, la belleza y el bien con frecuencia se confunden con sus respectivas caricaturas. Sucede así cuando ya no se perciben en el horizonte del ser, cuando ya no son el fruto de la contemplación desinteresada, y se rebajan al ámbito del tener. Cuando esto ocurre, se suele denominar “amor a la verdad” a lo que solo es búsqueda de seguridad mental; “amor a la belleza,” a lo que solo es deseo o vanidad (la belleza como algo que se quiere poseer o que se posee); y “bien,” al mero decoro moral o a la “tenencia” de supuesta virtud.

Al igual que la verdad tiene su correspondiente caricatura, también la práctica de la filosofía puede tenerla. La filosofía se degrada siempre que se relega al plano del tener y se subordina directa o exclusivamente a la satisfacción de necesidades existenciales.

Así, por ejemplo, cierta filosofía considera que su función prioritaria es la de elaborar y proporcionar “mapas” teóricos (una cierta cosmovisión) con los que poder desenvolvernos en el mundo. La filosofía así entendida es algo que tenemos y que satisface dos necesidades existenciales concretas: nuestra necesidad psicológica de orientación y nuestra necesidad psicológica de seguridad. Ello se traduce en cierta tranquilidad emocional –se alivia provisionalmente nuestra angustia vital– y en cierto apaciguamiento y satisfacción intelectual.

Este tipo de filosofía, insistimos, es algo que se tiene. No afecta ni modifica nuestro ser (aunque, eso sí, puede facilitar temporalmente nuestro estar en el mundo). Por eso, cuando decimos haber accedido al conocimiento de este tipo de filosofía seguimos siendo los mismos de siempre, solo que con un nuevo “mapa” en nuestras manos y con la seguridad psicológica que este provisionalmente nos proporciona.

La filosofía estrictamente teórica o especulativa, a pesar de su “desinteresada” apariencia, suele pertenecer a este tipo de filosofía, la que no rebasa el ámbito del tener.