El avaro - Molière - E-Book

El avaro E-Book

Moliere

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Beschreibung

Viudo y completamente avaro, Harpagón es un comerciante adinerado que quiere casar a su hija Elisa con Anselmo, un hombre viejo y rico, ya que está dispuesto a tomarla sin dote. Pero Elisa está enamorada de Valerio, quien se convierte en el nuevo sirviente de la casa para poder estar más cerca de ella.Mientras tanto, cuando Harpagón se enamora de Mariana, pretende comprar su afecto, lo cual lo llevará a la encrucijada de tener que elegir entre el amor y el dinero, sin importarle la rivalidad con su propio hijo, Cleanto, quien también se ha enamorado de ella...El avaro es una gran comedia dramática que muestra la maestría de Moliere como dramaturgo. Situada en París en el siglo XVII, el autor juega con los personajes entre la confesión y el engaño, presentando un juego de máscaras donde la moral y los verdaderos sentimientos afloran.-

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Moliére

El avaro

Saga

El avaroOriginal titleL'AvareCover art: brethdesign Cover illustration: Shutterstock Copyright © 1668, 2019 Moliére and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726338331

1. e-book edition, 2019

Format: EPUB 2.0

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

PERSONAJES

HARPAGÓN, padre de Cleanto y de Elisa y enamorado de Mariana CLEANTO, hijo de Harpagón, amante de Mariana ELISA, hija de Harpagón, amante de Valerio VALERIO, hijo de Anselmo y amante de Elisa MARIANA, amante de Cleanto y amada por Harpagón ANSELMO, padre de Valerio y de Mariana FROSINA, mujer intrigante MAESE SIMÓN, corredor MAESE SANTIAGO, cocinero y cochero de Harpagón FLECHA, criado de Cleanto DOÑA CLAUDIA, sirvienta de Harpagón MIAJAVENA y MERLUZA, lacayos de Harpagón EL COMISARIO y su ESCRIBIENTE

La escena en París, en casa de Harpagón

ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

VALERIO y ELISA

VALERIO. ¡Cómo, encantadora Elisa, os sentís melancólica después de las amables seguridades que habéis tenido la bondad de darme sobre vuestra felicidad! Os veo suspirar, ¡ay!, en medio de mi alegría. ¿Es que acaso lamentáis, decidme, haberme hecho dichoso? ¿Y os arrepentís de esta promesa, a la que mi pasión ha podido obligaros?

ELISA. No, Valerio; no puedo arrepentirme de todo cuanto hago por vos. Me siento movida a ello por un poder demasiado dulce, y no tengo siquiera fuerza para desear que las cosas no sucedieran así. Mas, a deciros verdad, el buen fin me causa inquietud, y temo grandemente amaros algo más de lo que debiera.

VALERIO. ¡Eh! ¿Qué podéis temer, Elisa, de las bondades que habéis tenido conmigo?

ELISA. ¡Ah! Cien cosas a la vez; el arrebato de un padre, los reproches de una familia, las censuras del mundo; pero más que nada, Valerio, la mudanza de vuestro corazón y esa frialdad criminal con la que los de vuestro sexo pagan las más de las veces los testimonios demasiado ardientes de un amor inocente.

VALERIO. ¡Ah, no me hagáis el agravio de juzgarme por los demás! Creedme capaz de todo, Elisa, menos de faltar a lo que os debo. Os amo en demasía para eso, y mi amor por vos durará tanto como mi vida.

ELISA. ¡AH, Valerio! ¡Todos dicen lo mismo! Todos los hombres son semejantes por sus palabras; y son tan sólo sus acciones las que los muestran diferentes.

VALERIO. Puesto que únicamente las acciones revelan lo que somos, esperad entonces, al menos, a juzgar de mi corazón por ellas, y no queráis buscar crímenes en los injustos temores de una enojosa previsión. No me asesinéis, os lo ruego, con las sensibles acometidas de una sospecha ultrajante, y dadme tiempo para convenceros, con mil y mil pruebas, de la honradez de mi pasión.

ELISA. ¡Ay! ¡Con qué facilidad se deja una persuadir por las personas a quienes ama! Sí, Valerio; juzgo a vuestro corazón incapaz de engañarme. Creo que me amáis con verdadero amor y que me seréis fiel; no quiero dudar de ello en modo alguno, y limito mi pesar al temor de las censuras que puedan hacerme.

VALERIO. Mas ¿por qué esa inquietud?

ELISA. No tendría nada que temer si todo el mundo os viera con los ojos con que os miro; y encuentro en vuestra persona motivos para hacer las cosas que por vos hago. Mi corazón tiene en su defensa todo vuestro mérito, fortalecido por la gratitud a que el Cielo me empeña con vos. Me represento en todo momento ese peligro extraño que comenzó por enfrentarnos a nuestras mutuas miradas; esa generosidad sorprendente que os hizo arriesgar la vida para salvar la mía del furor de las ondas; esos tiernos cuidados que me prodigasteis después de haberme sacado del agua, y los homenajes asiduos de

este ardiente amor que ni el tiempo ni las dificultades han entibiado y que, haciéndoos olvidar padres y patria, detiene vuestros pasos en estos lugares, mantiene aquí, en favor mío, vuestra fortuna encubierta, y os obliga, para verme, a ocupar el puesto de criado de mi padre. Todo esto produce en mí, sin duda, un efecto maravilloso, y ello basta a mis ojos para justificar la promesa a que he consentido; mas no es suficiente, tal vez, para justificarla ante los demás, y no estoy segura de que no intervengan en mis sentimientos.

VALERIO. De todo cuanto habéis dicho, tan sólo por mi amor pretendo, con vos, merecer algo; y en cuanto a los escrúpulos que sentís, vuestro propio padre os justifica sobradamente ante todo el mundo; su excesiva avaricia y el modo austero de vivir con sus hijos podrían autorizar cosas más extrañas. Perdonadme, encantadora Elisa, si hablo así ante vos. Ya sabéis que a ese respecto no se puede decir nada bueno. Mas, en fin, si

puedo, como espero, encontrar a mis padres, no nos costará mucho trabajo hacérnosle propicio. Espero noticias de ellos con impaciencia, y yo mismo iré a buscarlas si tardan en llegar.

ELISA. ¡Ah, Valerio! No os mováis de aquí, os lo ruego, y pensad tan sólo en situaros favorablemente en el ánimo de mi padre.

VALERIO. Ya veis cómo me las compongo y las hábiles complacencias que he debido emplear para introducirme en su servidumbre; bajo qué máscara de simpatía y de sentimientos adecuados me disfrazo para agradarle, y qué personaje represento a diario con él a fin de lograr su afecto. Hago en ello progresos admirables, y veo que, para conquistar a los hombres, no hay mejor camino que adornarse, a sus ojos, con sus inclinaciones, convenir en sus máximas, ensalzar sus defectos y aplaudir cuanto hacen. Por mucho que se exagere la complacencia y por visible que sea la manera de engañarlos, los más ladinos son grandes incautos ante el halago, y no hay nada tan impertinente y tan ridículo que no se haga tragar cuando se lo sazona con alabanzas. La sinceridad padece un poco con el oficio que realizo; mas cuando necesita uno a los hombres, hay que adaptarse a ellos, y ya que no puede conquistárselos más que por ese medio, no es culpa de los que adulan, sino de los que quieren ser adulados.

ELISA. Mas ¿por qué intentáis conseguir también el apoyo de mi hermano, en caso de que a la sirvienta se le ocurriera revelar nuestro secreto?

VALERIO. No se puede contentar a uno y a otro; y el espíritu del padre y del hijo son tan opuestos, que es difícil concertar esas dos confianzas. Mas vos, por vuestra parte, influid sobre vuestro hermano y servíos de la amistad que hay entre vosotros dos para ponerle de nuestra parte. Aquí viene. Me retiro. Emplead este tiempo en hablarle, y no le reveléis nuestro negocio sino lo que os parezca oportuno.

ELISA. No sé si tendré fuerzas para hacerle esa confesión.

ESCENA II

CLEANTO y ELISA

CLEANTO. Me complace mucho encontraros sola, hermana mía, y ardía en deseos de hablaros para descubriros un secreto.

ELISA. Heme dispuesta a escucharos, hermano. ¿Qué tenéis que decirme?

CLEANTO. Muchas cosas, hermana mía, envueltas en una palabra: amo.

ELISA. ¿Amáis?

CLEANTO. Sí, amo. Mas, antes de seguir, ya sé que dependo de un padre y que el nombre de hijo me somete a sus voluntades; que no debemos empeñar nuestra palabra sin el consentimiento de los que nos dieron la vida; que el Cielo les ha hecho dueños de nuestros deseos, y que nos está ordenado no disponer de ellos sino por su gobierno; que, al no hallarse influidos por ningún loco ardor, están en disposición de errar bastante menos que nosotros y de ver mucho mejor lo que nos conviene; que debe prestarse más crédito a las luces de su prudencia que a la ceguera de nuestra pasión, y que el arrebato de la juventud nos arrastra, con frecuencia, a enojosos precipicios. Os digo todo esto, hermana mía, para que no os toméis el trabajo de decírmelo, ya que, en fin, mi amor no quiere oír nada, y os ruego que no me reprendáis.

ELISA. ¿Os habéis comprometido, hermano mío, con la que amáis?

CLEANTO. No; mas estoy decidido a hacerlo, y os emplazo, una vez más, a que no aleguéis razones para disuadirme de ello.

ELISA. ¿Soy, hermano, una persona tan rara?

CLEANTO. No, hermana mía; mas no amáis. Desconocéis la dulce violencia que ejerce un tierno amor sobre nuestros corazones, y temo a vuestra cordura.

ELISA. ¡Ah, hermano mío! No hablemos de mi cordura; no hay nadie que no la tenga, por lo menos, una vez en su vida; y si os abro mi corazón, quizá sea a vuestros ojos mucho menos cuerda que vos.

CLEANTO. ¡Ah! Pluguiese al Cielo que vuestra alma, como la mía...

ELISA. Terminemos antes vuestro negocio y decidme quién es la que amáis.

CLEANTO. Una joven que habita desde hace poco en estos arrabales, y que parece haber sido creada para enamorar a todos cuantos la ven. La Naturaleza, hermana mía, no ha hecho nada más adorable, y me sentí embelesado desde el momento en que la vi. Llámase Mariana y vive bajo el gobierno de una buena madre, que está casi siempre enferma y por quien esta amable joven experimenta unos sentimientos de cariño inimaginables. La sirve, la compadece y la consuela con una ternura que conmovería vuestra alma. Se dedica con el aire más encantador del mundo a las cosas que hace, y se ven brillar mil gracias en todas sus acciones, una dulzura llena de hechizos, una bondad muy atrayente, una honestidad adorable, una... ¡Ah, hermana mía, quisiera que la hubierais visto!

ELISA. Mucho veo ya, hermano mío, en las cosas que me decís; y para comprender lo que es, me basta con que la améis.

CLEANTO. He descubierto secretamente que no están en muy buena posición, y que a su discreta manera de vivir le es difícil atender a todas las necesidades con el peculio que puedan tener. Figuraos, hermana mía, la dicha que puede existir en rehacer la fortuna del ser amado, en aportar hábilmente algún pequeño socorro a las modestas necesidades de una virtuosa familia, e imaginad el disgusto que para mí representa ver que, por la avaricia de un padre, estoy en la imposibilidad de gozar esa dicha y de dar a esta beldad alguna prueba de mi amor.

ELISA. Sí; me imagino con bastante claridad cuál debe ser vuestro pesar.

CLEANTO. ¡Ah, hermana mía! Es mayor de lo que pudiera creerse, ya que..., en fin, ¿cabe nada más cruel que ese riguroso ahorro que se realiza a costa nuestra, que esta extraña sequedad en que se nos hace languidecer? ¡Eh! ¿De qué nos servirá tener un caudal si no ha de llegar a nosotros hasta en la época en que no estemos ya en edad de gozar de él, y si hasta para mantenerme tengo ahora que entramparme por todos lados, si me veo obligado, lo mismo que vos, a recurrir diariamente a los mercaderes para poder llevar unas ropas decentes? En fin, he querido hablaros para que me ayudéis a sondear a mi padre sobre esos sentimientos que me embargan, y si le encuentro opuesto a ellos, he decidido marchar a otros lugares con esa amable persona a gozar de la suerte que el Cielo quiera ofrecernos. Y con tal propósito hago buscar por todas partes dinero a préstamo; y si vuestros negocios, hermana mía, son parecidos a los míos y ha de oponerse nuestro padre a nuestros deseos, le abandonaremos ambos sin dilación y nos libertaremos de esta tiranía en que nos tiene desde hace tanto tiempo su avaricia insoportable.

ELISA. Verdad es que todos los días nos da más y más motivos para deplorar la muerte de nuestra madre, y que...

CLEANTO. Oigo su voz; alejémonos un poco para terminar nuestra confidencia, y uniremos después nuestras fuerzas para venir a atacar la crueldad de su ánimo.

ESCENA III

HARPAGÓN y FLECHA

HARPAGÓN. ¡Fuera de aquí al momento y que no se me replique! Vamos, toma el pendingue de mi casa, gran maese fullero, verdadera carne de horca.

FLECHA. (Aparte.) No he visto nunca nada tan perverso como este maldito viejo; y creo, con perdón, que tiene el demonio en el cuerpo.

HARPAGÓN. ¿Refunfuñas entre dientes?

FLECHA. ¿Por qué me echáis?

HARPAGÓN. ¿Vas a pedirme explicaciones tú, so bigardo? Sal de prisa, antes que te acogote.

FLECHA. ¿Qué os he hecho?