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Con Molière suben al escenario preocupaciones que nunca antes lo habían hecho, dando sentido nuevo a una comedia de costumbres cuyo objetivo principal ya no es un divertimento simple, sino que suma, a esa reflexión sobre hechos de la vida social, una carga burlona y crítica que afecta a la vida moral. Aunque la lección de ambas "Escuelas" sería parecida: el amor es un gran maestro "que vuelve inventivo" y enseña a superar cualquier impedimento a la niña más ignorante, frente a los defensores de la rigidez moral opuestos al cambio en los usos sociales, "La escuela de las mujeres" supone, sin embargo, un salto cualitativo en el terreno escénico, no sólo respecto a "La escuela de los maridos", sino también a la construcción de la comedia como género, superando el esquematismo de la farsa italiana y dando a la comedia el estatuto de pieza mayor.
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Seitenzahl: 456
Veröffentlichungsjahr: 2014
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Molière
La escuela de los maridos
La escuela de las mujeres
Edición de Mauro Armiño
Traducción de Mauro Armiño
Introducción
El estreno de «La escuela de los maridos»
El escalón de «Los importunos»
Una boda inexplicable
La batalla de «La escuela de las mujeres»
Amistades del momento
«La escuela de los maridos»
Fuentes de las «Escuelas»
El esquema boccacciano
La originalidad de «La escuela de los maridos»
«La escuela de las mujeres»
Fuentes
La comedia nueva
Elaboración de un personaje
La precaución inútil
La confidencia inapropiada
El maestro amor
Un pie en la farsa
La impiedad
Esta edición
Bibliografía
Cronología
La escuela de los maridos
Acto primero
Acto II
Acto III
La escuela de las mujeres
Acto primero
ACTO II
ACTO III
ACTO IV
ACTO V
Créditos
Fueron cinco los años que, desde su llegada a París en 1658, necesitó Molière junto con su troupe, una troupe de provincias, para imponerse, primero, como autor de éxito y, luego, como comediante del rey: el estreno en 1662 de L’École des femmes (La escuela de las mujeres), precedida por varias «bagatelas» de mayor o menor fuste: Les Précieuses ridicules (Las preciosas ridículas), Le Dépit amoureux (El despecho amoroso), L’Étourdi (El atolondrado), Les Fâcheux (Los importunos) y L’École des maris (La escuela de los maridos), y seguida por dos breves comedias que son la coda belicosa de aquella pieza: La Critique de L’École des femmes (La crítica de La escuela de las mujeres) y L’Impromptu de Versalles (El impromptu de Versalles), ambas de 1663, lo consagró definitivamente como el autor del momento en los escenarios cómicos y el preferido por el rey, que termina por otorgarle una pensión vitalicia (finales de mayo o principios de junio de 1663)1, la primera que recibía un cómico. La «querella» provocada por el estreno, y que el propio autor jalea, supone el certificado de su progreso y avala su importancia como dramaturgo. Pero esos cinco años, en los que también hubo naufragios estrepitosos (Dom Garcia de Navarre) y censuras acerbas que perdurarán como sambenitos durante toda su carrera, no eran sino resultado de la experiencia acumulada en sus andanzas por los escenarios palaciegos y plazas de villas y pueblos durante casi quince años. Ahora, cada uno de esos cinco títulos citados (o el conjunto de los siete) es un firme escalón hacia un éxito que le permite instalarse con nombre propio en el seno de la comunidad teatral y en la vida de la corte; su habilidad para concebir o sentar los cimientos en ese lapso de tiempo a dos géneros nuevos —la comedia-ballet con Los importunos, la comedia con La escuela de las mujeres—, así como sus dotes de estratega de la comunicación y de la lucha por imponerse, quedan demostrados durante ese quinquenio, y otorgan a Molière la posibilidad de exhibir, con sus grandes obras posteriores, su capacidad para convertirse en el comediógrafo del siglo y marcar con su impronta la historia de la comedia en los siguientes.
Hacía quince años que Jean Pocquelin y Madeleine Béjart2 habían creado el Illustre Théâtre (30 de junio de 1643), del que terminaría saliendo una compañía muy distinta de aquella primera cuando logran instalarse en París en 1658 con el título de «troupe de Monsieur, hermano único del rey»3; quince años de representaciones por el oeste y el sur de Francia, con un repertorio de commedia dell’arte y farsas; quince años en los que hay frustraciones y momentos de miseria y de esplendor, estos últimos continuados sobre todo en la etapa final. Y hecatombes como la dispersión a finales de 1645 de la troupe del Illustre Théâtre, tras ser detenido Molière por deudas. El cómico y su compañera Béjart tendrán que unirse al año siguiente a la compañía de Charles Dufresne4, protegida por el duque d’Épernon, gobernador de la Guyena y, de 1654 a 1660, también de la Borgoña; este militar, que se señaló por su rapacidad, brutalidad y vicios, ordenó que la dirección de la troupe correspondiera a Dufresne; pero, castigado por su participación en la Fronda, d’Épernon no tardó en abandonar a su suerte a la troupe al ser desposeído de su gobernación; Molière recupera entonces su ascendiente sobre los actores y se encarga de dirigir la nueva etapa del grupo, consiguiendo en 1652 la protección del príncipe de Conti (muchas «protecciones» no suponían la mayoría de las veces otra cosa que el permiso de utilizar un apellido aristocrático)5. De 1653 a 1657 Molière seguirá usando ese «título» en sus giras por el sureste de Francia: Dijon, Lyon, Grenoble, Aviñón y Pézenas (residencia de Conti, de quien todavía en 1656 Molière se titula comediante en un registro bautismal en el que firma como padrino)6. Será en Lyon, en 1655, donde Molière dé inicio a su carrera como autor y donde estrene la primera pieza de autoría propia, El atolondrado, aunque adaptada de una obra italiana, igual que la segunda, El despecho amoroso, presentada probablemente en la primera quincena de diciembre del año siguiente en Béziers, y en la que los actos i y iv llegan bastante más allá de la mera adaptación.
Con sólo este bagaje, Molière y Madeleine Béjart meditan la posibilidad de arriesgarse y regresar a París: acaban de perder la protección de Conti, a quien el obispo de Alet, Monseñor Pavillon, ha hecho ver que la muerte de su padre Enrique II de Bourbon-Condé (1588-1646) le deja vacante el puesto de tercer personaje del reino; además, alcanzado por la sífilis, se ha «convertido», ha expulsado de su palacio a su amante, se ha casado (1654), como mandan los cánones de la nobleza, con una sobrina del cardenal Mazarino, y ha decretado, entre las primeras medidas para su «vida nueva», la supresión de fiestas, entretenimientos y cómicos en sus dominios. Quedan lejos los tiempos en que, según el abate Voisin7, Conti «veía las representaciones de teatro, hablaba a menudo con el jefe de la troupe, que es el actor más dotado de Francia, sobre lo que su arte tiene de más excelente y delicioso. Leyendo a menudo con él los pasajes más hermosos, y los más delicados, de autores tanto antiguos como modernos, se complacía en hacérselos recitar sencillamente, de suerte que había pocas personas que pudieran juzgar mejor una pieza que este príncipe».A la frágil protección que hasta entonces ejercía este aristócrata, le sigue una declarada hostilidad, de la que se contagian algunos diputados de los Estados del Languedoc, que, en el momento del estreno de El despecho amoroso, deliberaban en Béziers sobre las entradas gratuitas que la troupe les da «con la esperanza de sacar alguna satisfacción» de la representación de su obra.
Ese momento supone el final de una etapa espléndida para la compañía; atrás quedan caminos embarrados, posadas infectas, casas nobles y refinadas de provincias y patios palaciegos. Han ganado dinero, como demuestra el hecho de que en 1655, por ejemplo, Madeleine Béjart invierta 10.000 libras8 en deuda del Languedoc. Y un curioso personaje, músico y poeta, vagabundo y huésped frecuente de las cárceles, Charles Coypeau Dassoucy9, a quien, después de pagarle las deudas, la troupe invitó a convivir con ellos, pasó tres meses entre diversiones y «festines». Acogido por Molière, lo que más apreció, según sus memorias, fue la mesa de la troupe, «con siete u ocho platos», y en la que el hipocrás (vino moscado a base de canela, almendras y clavo)corría a raudales: «Yo pasaba dulcemente la vida, / nunca más gordo estuvo mendigo alguno».
Pero más desvalido cada vez de apoyos aristocráticos, Molière intuye el cercano naufragio si continúa en provincias. Ya no puede utilizar los encantos de una de sus actrices, Marquise Du Parc, relacionada con el secretario de Conti, Sarazin, personaje refinado y galante que se había encargado de espantar del entorno palaciego a otra compañía rival. La Du Parc también ayudará a la troupe en Ruan, donde el ya consagrado autor del momento, Pierre Corneille, cae rendido a los pies de esta actriz que además tuvo entre sus conquistas, como muestran poemas y estancias celebrando su belleza, no sólo al autor de El Cid, sino a otros grandes de la escena, desde Molière a Racine pasando por Thomas Corneille.
Además de sus quince años de experiencia, las dos obras estrenadas (El atolondrado, El despecho amoroso) y bien acogidas espolean la ambición de Molière de convertirse en autor y dar el salto a la capital. Ese deseo, que alientan Dufresne y los actores de la troupe, parece haberse hecho público, o cuando menos era conocido por el mundo del teatro: Thomas Corneille escribe en mayo de 1658 al abate de Pure: «He observado en la señorita Béjart un gran deseo de trabajar en París y no dudo de que, al salir de aquí, esa troupe irá a pasar allí el resto del año... Me gustaría que quisiera aliarse con la del Marais: eso podría cambiar su destino». Como se ve, esteCorneille, confidente de la Béjart, estaba al tanto de los proyectos de la compañía. Dos meses después, en julio de 1658, Madeleine Béjart firma ante notario en Ruan, aunque domiciliada «en casa del señor Pocquelin, tapicero, ayuda de cámara del rey», la retrocesión por tres mil libras del alquiler del teatro del Marais, cerrado en ese momento. Pero ese primer intento de conseguir un espacio teatral quedó ahí; tres meses más tarde, sin embargo, sabemos por la primera entrada del Registro de La Grange10, recién incorporado a la compañía, que la troupe ya está en París bajo la protección de Monsieur, con 300 libras de pensión para cada comediante, «que no han sido pagadas». Ni lo serán. Han trasladado desde Ruan a París, por el río, en barcazas, 70 quintales de equipaje (3.200 kg aproximadamente).
No se sabe con certeza cómo se produjo ese salto; por medio anduvo, al parecer, el abate de Cosnac11, a quien Molière ya había conocido como limosnero de Conti, y que en esa primera etapa influyó sobre el príncipe para que prestase protección a la compañía. El olfato del joven Cosnac, «nacido para la intriga», le permitió adivinar el desenlace de la guerra civil de la Fronda y encaminar al príncipe, en los últimos compases de la pelea, hacia el lado de los «buenos», es decir, los vencedores. Cuando Molière llega a París, el abate de Cosnac ha ascendido en las esferas del poder; ahora es limosnero de Philippe d’Orléans, Monsieur, «hermano único del rey», de dieciocho años en ese momento, a quien Luis XIV quería dotar de una pequeña corte como las que tenían los principales apellidos de la nobleza; entre esos aderezos de la pompa aristocrática figuraba una compañía de teatro. Quizá fue en Ruan —nueva etapa de la compañía en su huida del Languedoc— donde se fraguó su presentación en París ante reyes, cortesanos y cómicos del Hôtel de Bourgogne; con certeza sólo se sabe que el 24 de octubre de 1658 Molière actúa en el Louvre con la tragedia corneilliana Nicomède, que dejó bastante fría a la concurrencia y suscitó en el monarca algún que otro bostezo; pero, como complemento, Molière había preparado uno «de esos pequeños divertimentos que le han conseguido alguna reputación», dice al introducir una farsa hasta hoy perdida, Le Docteur amoureux (El doctor enamorado). La obrilla dio fruto: por intercesión de Monsieur, el rey le permitió disponer del Petit-Bourbon, sala ubicada en uno de los extremos del Louvre, a orillas del Sena, ricamente decorada, con capiteles, frisos, cornisas de orden dórico, arcadas..., en la que se habían celebrado las bodas de Luis XIII. Su maquinaria había sido diseñada por el pintor y escenógrafo barroco Giacomo Torelli (1608-1678), a quien Mazarino había hecho venir de Italia en 1645.
Este palacio, construido en el siglo XIV, había sido propiedad del condestable de Bourbon, despojado en 1631 de sus bienes y propiedades en beneficio de la casa real tras complicados pleitos de herencia con Francisco I; desde su construcción, disponía de una espaciosa sala de teatro en la que, por ejemplo, se habían celebrado en 1614 los últimos Estados Generales anteriores a los que, en 1789, supondrían el principio del fin para el Ancien Régime. «Doce toesas de longitud por 18 de ancho [un cuadrado de 35 m de lado], todo adornado de flores de lis, con columnas dóricas en el contorno y entre las cornisas y las arcadas. [...] En uno de los extremos [...] un escenario de seis pies de altura, de ocho toesas de ancho y otro tanto de fondo [...] al pie de una gran nube, a fin de que los espectadores no vean nada hasta el momento oportuno». La reina madre, Ana de Austria, había concedido la enorme sala a la compañía de cómicos italianos, dirigida por Tiberio Furelli, un Scaramouche célebre que hacía las delicias de los espectadores parisinos con sus farsas e improvisaciones12. Probablemente, esa adjudicación formaba parte del paquete de protección que procuró Monsieur a Molière, y habría sido apalabrada antes de la llegada a París, a salvo únicamente del visto bueno del monarca. Los Italianos, además de recibir 1.500 libras de la troupe de Molière, se quedaron para sus funciones con los días «ordinarios» —martes, viernes y domingo—: los mejores, dado que los estrenos solían tener lugar en viernes o sábado para conseguir, tras la publicidad que suponía un estreno, una buena recaudación el domingo. Los días «extraordinarios» —lunes, miércoles, jueves y sábado— correspondieron a los recién llegados. De cualquier modo, los Italianos regresan a su país el 7 de julio de 1659 y dejan la sala a disposición exclusiva de la troupe de Molière.
Hasta ese momento, Molière sólo es autor de las dos citadas comedias en cinco actos y en verso. Escasos pertrechos para ser tenidos en cuenta por los gacetilleros de la capital, que no dejan rastro escrito de esa primera farsa montada por Molière en París; tampoco habrá referencias explícitas cuando estrene en abril de 1659 El atolondrado en el castillo de Chailly, pese a figurar el rey entre los espectadores; ni cuando se presente por primera vez en el escenario del Petit-Bourbon. Hasta el éxito de El atolondrado en esa sala parisina (veinte funciones entre abril de 1659 y marzo de 1660) no encontramos ninguna alusión en las gacetas de Loret13, que comenta ese triunfo, pero sin indicar título ni autor; Monsieur fue «a ver un tema cómico / en el Hôtel del Petit-Bourbon, / el miércoles, que se consideró bueno, / que sus cómicos interpretaron / y que los espectadores alabaron». Sólo tras el estreno de Las preciosas ridículas, —obra que tuvo al rey como espectador en seis ocasiones— figurará en su gaceta el nombre de «Moller». Pero el 28 de julio el rey parte de París para recoger a la infanta española Teresa de Austria, con la que ha de casarse, y no regresar a la capital hasta finales de enero de 1660, aunque no será hasta que el matrimonio real se instale en Fontainebleau (13 de junio de 1660) cuando se normalice la vida cortesana, reforzada con la entrada solemne de la pareja en París el 26 de agosto. Durante la etapa en que el rey no ha residido en Versalles, las diversiones y los entretenimientos de la capital menguan y los cómicos trabajan a medio gas.
Cuando en octubre de 1658 llega a París, la troupe de Molière cuenta con nueve actores además de su director y autor: Joseph y Louis Béjart, Dufresne, Du Parc, De Brie por el lado masculino; por el femenino, Madeleine y Geneviève Béjart, la De Brie, la Du Parc14. El paso de la pareja Du Parc al teatro del Marais y la jubilación de Dufresne obliga a Molière a contratar nuevos cómicos; en el descanso de Pascua se unen a la compañíaJodelet y su hermano François Lespy15, primos de Madeleine Béjart, así como el matrimonio De Croisy, procedentes de Ruan, y el joven Charles Varlet, conocido como La Grange; en total doce actores, entre los que sobresale Julien Bedeau, nombre real de Jodelet (1591-1660), el actor cómico de mayor renombre durante la primera mitad del siglo XVII después de treinta años de tablas a su espalda; se había formado con los mejores maestros de la época —Le Noir y Mondory—, recogiendo todas sus experiencias, tanto trágicas como cómicas; con la cara enharinada y voz gangosa —secuela de una sífilis mal curada16— había creado un tipo de criado trapacero, lascivo, cobarde, glotón y ladino. Son dos las pretensiones de Molière al contratarle: ganarse a los seguidores de este cómico para quien autores como Scarron, D’Ouville o Thomas Corneille habían escrito obras con su nombre por título17, y aprender y aprovechar esa experiencia escénica para sus propios criados: juntos estrenarán Las preciosas ridículas. Por desgracia para la compañía, en marzo del año siguiente Jodelet moría con sesenta años.
Gracias a La Grange conocemos el fruto de esas primeras representaciones parisinas: El atolondrado y El despecho amoroso, produjeron 7.700 libras, gastos deducidos (90.167 euros aproximadamente). En esa temporada, la troupe ha dado treinta funciones de cada una de ellas, aunque La Grange también anota el fracaso en toda regla de sus representaciones trágicas en obras de los dos Corneille: la Rodogune fue silbada; El Cid y Pompeyo recibieron un tratamiento parecido; y con Heraclius cosechó un nuevo descalabro.
Según Donneau de Visé18, debutante en ese momento como gacetillero, el éxito de esas dos piezas se debió en parte a la habilidad de Molière para preparar, como orador19, a un público formado por gente de alcurnia y calidad, que acudía al teatro «por costumbre, sin propósito de escuchar la comedia y sin saber lo que se representaba». Es el mismo público: nobleza, alta burguesía, burguesía de toga y burguesía comerciante, el que acude a ver las tragedias de Corneille, Racine o Scarron: Molière supo imponerse enseguida como fenómeno de moda y alentar con sus modos de interpretación la polémica, aunque por el momento no transcienda más allá del círculo de sus competidores escénicos.
Tenía duro camino por recorrer la pretensión de asentarse en el limitado espacio teatral de París, ya ocupado por las dos únicas y prestigiosas compañías estables: el teatro del Hôtel de Bourgogne, especializado en el repertorio clásico de grandes tragedias, con estrenos de la estrella indiscutible del momento, Corneille, y el teatro del Marais, que montaba piezas de máquinas y pasaba por un bache tan profundo que se vio forzado a cerrar durante un tiempo. Los «comédiens du Roi» del Bourgogne, en cambio, van viento en popa con tragedias de Corneille, Montfleury y Floridor. Ocasionalmente también trabaja en la ciudad una tercera compañía, los «comédiens de Mademoiselle», dirigidos por Dorimond20, autor que en ese mismo instante estrena su obra Le Festin de Pierre, uno de los antecedentes indiscutibles del Don Juan de Molière; instalado en el Jeu de paume de la calle Quatre-Vents, tirará de repertorio con títulos como La Femme industrieuse y La Précaution inutile, a cuya trama se acercarán mucho las «Escuelas» de Molière. Había una cuarta compañía, la de los españoles, pero su idioma extranjero y sus formas de actuar no suponían competencia alguna para las dos ya instaladas21.
El género teatral que hasta ahora ha rendido buenos frutos a la troupe de Molière nada tiene que ver con la tragedia ni con la forma de trabajar de ninguna de esas dos compañías estables. Aun así, en un primer momento, además de poner en escena obras «serias», Molière intenta competir con una tragedia que secunda el estilo alto y noble corneilliano, Don García de Navarra (1661). El fracaso tanto del texto como de la interpretación, que Molière quiere espontánea y natural frente a la engolada del Hôtel de Bourgogne —motivo central de la batalla que siguió a La escuela de las mujeres—, le hace volver sobre sus pasos y retornar al estilo cómico, en el que, desde su llegada a París, ha conseguido aplausos con dos «bagatelas» —fue Thomas Corneille el autor de esa calificación de «bagatela», repetida luego en tono despectivo hasta la saciedad— con las que ameniza y complementa la representación de tragedias y comedias ajenas.
De abril de 1659 a finales de año, la compañía representará un total de veintitrés tragedias (desde Nicomède, con la que se había presentado en París, a Rodogune y Cinna), y diez comedias de diversos autores, entre ellas dos propias, ya estrenadas con anterioridad, El atolondrado y un Sancho Panza (perdida)22. El tirón de la taquilla cuando representa comedias, así como el fracaso de dos tragedias seguidas, impulsa a Molière a escribir una pieza nueva para acompañar textos trágicos: en noviembre de 1659 estrena Las preciosas ridículas, con el propio autor en el papel de Mascarilla, tipo de criado que, si arrastra el mismo carácter e idéntica función de criados anteriores, posee un grano de locura hasta entonces desconocido. Molière la titula de «farsa». En Las preciosas ridículas hay, además, una innovación significativa: siguiendo a los Italianos, los actores de la farsa utilizaban máscaras; cuando Molière la estrena, Mascarilla la lleva, pero no tarda en abandonarla, como atestigua Donneau de Visé: «Pero, a la postre, nos ha hecho ver que su cara era bastante agradable para presentar sin máscara un personaje ridículo». La comicidad gestual del rostro, que permitía reflejar sentimientos y emociones, se une a la comicidad de la palabra, de la que los Italianos, sin apenas letra salvo algunas expresiones en su lengua natal y en francés, no podían sacar partido. Esa forma de interpretación pareció «natural», unida al realismo del vestuario o a expresiones de moda, por más deformadas que estuvieran cómicamente.
Esa sátira de los hábitos literarios y de la vida cortesana consagrará, para los críticos, un tópico que perseguirá a Molière durante varios años: es una «farsa», basada en «bagatelas», que debe su éxito a las habilidades cómicas de su intérprete y autor; y, a modo de compensación de los elogios, mientras se exaltan sus dotes en el terreno de lo cómico, se denigra su trabajo como actor trágico. La polémica que Las preciosas ridículas desencadena tras su estreno23 —minúscula si la comparamos con las que vendrán después— es el primer indicio de que el hasta entonces prácticamente desconocido autor Jean Poquelin (ha eliminado la c que su padre había añadido al apellido) está convirtiéndose en Molière. Surgen en ese momento pullas y denuestos tópicos que le perseguirán, pero sólo durante un tiempo; a medida que su éxito se vuelva permanente, nacerán otras befas y otros lugares comunes más personalizados para denostarle; en el futuro sólo desaparecerá el insulto de «bagatelas», pues no cabía tachar de tales a obras de mayor fuste que, como La escuela de las mujeres, El Tartufo, El misántropo, etc., cumplían con los cinco actos y, algunas, con el verso.
«Bagatelas», sí, pero de éxito arrollador y duradero sobre los escenarios; Las preciosas ridículas y Sganarelle o El cornudo imaginario, estrenada en mayo de 1660, certifican la presencia de un comediógrafo de cuerpo entero, que exige un espacio en los teatros de París y pretende ser tenido en cuenta. En primer lugar, como comediante, pues sus dos criados, Mascarilla y Sganarelle, aportan novedades a la figura del criado italiano, que Molière va orientando hacia otro tipo de comicidad más arraigado en la tradición francesa y heredado a través de Jodelet. En segundo lugar, por la vinculación del contenido de sus obras a la actualidad de la vida de corte en París, pues ridiculiza, por un lado, situaciones disparatadas impuestas por la moda, arremetiendo contra los pedantes, los paladines de la vieja moral todavía encorsetada en el feudalismo, los defensores de una rígida moral religiosa y los representantes de la tosca y chabacana espontaneidad burguesa y de la campechanía provinciana y rústica. Por otro lado, al subrayar en sus intrigas la libertad en el amor y la potencia del deseo amoroso, capaz de romper las barreras de la autoridad paterna, esas obras denuncian el sometimiento de la mujer, tema éste, como los anteriores, de viva actualidad en grupos sociales restringidos a las altas esferas, pero claves, que trataban de cambiar los modos de vida guiados por una apetencia de «civilización» y de «galantería», hacia la que había empezado a dar algunos pasos la corte durante el reinado de Luis XIII y la regencia de Ana de Austria, en torno a 1640. En esos años, el público femenino ha empezado a convertirse en espectador, no mayoritario pero sí cualificado, del teatro, hasta el punto de convertirse en «árbitros del gusto», como Corneille se ve obligado a reconocer en 1659, en su prólogo «Al lector» de Edipo, tragedia cuyo horror ha suavizado, porque «haría sublevarse la delicadeza de nuestras damas que forman la más hermosa parte de nuestro auditorio, y cuya repugnancia atrae fácilmente la censura de quienes las acompañan»24. Esos valores «civilizadores» propuestos desde el escenario eran los que asumía y defendía el público que acudía a las representaciones de Molière, es decir, la nobleza aristocrática y la burguesía comercial25; valores que el preciosismo estaba empeñado en difundir, entreverados con tal cantidad de ridiculeces que, aprovechadas por Molière, le habían agraciado con su primer éxito parisino, Las preciosas ridículas; Georges Forestier resume esos valores: complacencia, naturalidad —en comportamientos, actitudes y lenguaje—, urbanidad, jovialidad y «enjouement», un humor delicadamente burlón que distancia al personaje de sí mismo y del entorno26.
En medio del éxito de Las preciosas ridículas, la compañía se ve amenazada por una pequeña catástrofe, de la que, pese a todo, no tardará en salir, además de indemne, beneficiada; en octubre de 1660, tras representar El despecho amoroso en el teatro del Petit-Bourbon, la compañía se encuentra en la calle de la noche a la mañana y sin aviso previo, aunque desde mediados de 1659 corría el rumor de que el Louvre iba a ser ampliado. Ratabon, superintendente de las construcciones reales, empieza a demoler la sala el 11 de octubre de 1660 para unir el edificio al Louvre27. Molière no sólo se queda sin teatro: las dos compañías rivales, la del Hôtel de Bourgogne y la del Marais, echaron sus redes tratando de atrapar a alguno de sus actores. Pero «toda la troupe de Monsieur permaneció estable, todos los actores amaban al señor de Molière», asegura La Grange en sus anotaciones; recupera incluso a la pareja Du Parc, que había regresado al seno de la troupe en abril, fidelidad que La Grange carga en la cuenta de la seducción que, con sus cualidades como actor y director de la troupe y su capacidad para la persuasión, tenía el autor de Las preciosas ridículas. Dos años después de que el rey le haya concedido una sala gratis, Molière, que se encuentra en la calle y sin teatro, trata de reparar los estragos que la medida producía en su bolsa con funciones en visita. Aunque el éxito de ese último título le había provisto de algunos fondos, el tiempo corría en contra de las reservas. Por otra parte, y a pesar de adivinarse en las piezas presentadas hasta la fechauna especie de provocación social, Molière («un bufón demasiado serio», había dicho de él Scarron, el rey de lo burlesco, que acababa de morir), cuenta con el apoyo de Philippe d’Orléans, quien no tarda en conseguir de su hermano Luis XIV la concesión gratuita de una sala ubicada en el Palais-Royal. Nueve días después del cierre del Petit Bourbon, el gacetillero Loret daba noticia de la concesión.
A orillas del Sena, en la parte este del Louvre, la sala de teatro del Palais-Royal, antiguo Palais-Cardinal construido por Richelieu e inaugurado en 1641, no había sido utilizada desde hacía tiempo y se encontraba en mal estado, con vigas de la bóveda podridas y el patio casi en ruinas. Lo había ocupado durante su exilio Henriette de Francia28. A Ratabon se le ordenó realizar las reparaciones necesarias; la troupe solicitó permiso para trasladar los palcos del Petit-Bourbon y los decorados existentes, pero Carlo Vigarani29, el nuevo maquinista del rey, se llevó, con el pretexto de utilizarlos en el nuevo teatro de las Tullerías, esos decorados, mandándolos «quemar hasta el último para que no quedase nada de la invención de su predecesor», asegura La Grange. Durante esos tres meses de trabajos, la troupe visita casas palaciegas con obras ya conocidas y ensaya, para su nueva presentación, El despecho amoroso y Don García de Navarra; pero estas visitas no compensan las pérdidas provocadas por el cierre del teatro.
Esa sala, con una capacidad para 1.450 espectadores, de 17,55 x 35,10 metros, y con un escenario cuadrado de 15 metros de lado (es decir, de 225 metros cuadrados), no estaba muy lejos del teatro anterior, en la esquina de la calle Saint-Honoré y la actual calle de Valois. Molière la inaugura el 20 de enero de 1661 con la representación de El despecho amoroso y El cornudo imaginario, mientras prepara una pieza nueva, Don García de Navarra, tragedia que, estrenada dos semanas después, el 4 de febrero, junto con la farsa Gorgibus en el saco como complemento de la función, tuvo que ser retirada tras siete representaciones: la taquilla condena ese título que Molière ni siquiera intentó publicar en vida. Antes de Don García de Navarra, la taquilla respondía de manera aceptable cuando la función incluía, además de una tragedia, esa farsa citada. Don García, tragedia de celos con personajes españoles, adaptaba Gelosie fortunate del principe Rodrigo, del italiano Cicognini30, que figuraba en el repertorio del Théâtre-Italien en Francia. Este fracaso —al que también debió de contribuir el estreno en el Marais de La Conquête du Toison d’or, de Corneille, triunfalmente representada desde febrero hasta finales de año— quebraba la racha cómica y farsesca de sus títulos anteriores; no sólo la pieza, también la interpretación de Molière fue criticada: se admitía su genio para la comicidad sobre el escenario, pero se le acusó de falta de dotes para lo trágico, de incapacidad para ese género tanto en su papel de actor como en el de autor; paradójicamente, hasta entonces nunca se había aducido ese reproche contra su interpretación en tragedias corneillianas. La fama de pésimos intérpretes trágicos, además de llevarse por delante la reputación de Molière y de Madeleine Béjart, cuya actuación resultaba bastante deficiente según las gacetas (sólo la De Brie se salvó de la quema), tendrá consecuencias severas: los autores trágicos dejan de confiar en Molière, que sólo recuperará Don García de Navarra en visita, en seis ocasiones, durante la temporada 1662-1663, con igual resultado catastrófico, pese a que pasó la interpretación de su papel a otro comediante.
El año 1661 empieza mal31, y, sin embargo, para la temporada que arranca después de Pascua, el 25 de abril, Molière obtiene de la compañía, formada ahora por doce miembros, su anuencia para unas nuevas bases de asociación: según éstas, cada actor tiene unos derechos, incluidos los pensionnaires durante su etapa de aprendizaje, y se especifica el reparto de beneficios, el retiro, etc. Hay además una exigencia de dos partes en ese reparto «para él y para su mujer, si se casaba» con una actriz, según La Grange. ¿Estaba previsto ya su matrimonio con Armande Béjart? Pero nada más iniciarse la temporada, los teatros deben cerrar quince días (del 27 de mayo al 12 de junio) debido al jubileo decretado por el papa para celebrar una victoria cristiana sobre los turcos.
El 24 de junio de 1660 Molière presenta La escuela de los maridos como complemento de una probable tragedia, Le Tyran d’Egypte, de Gabriel Gilbert32, que no nos ha llegado; en las funciones siguientes acompañará a varias tragedias, entre ellas tres de Corneille; la taquilla arranca floja, pero irá subiendo en julio para remitir en verano, es decir, cuando la corte está prácticamente fuera de la ciudad; en total, treinta y nueve funciones de junio a finales de octubre, momento en que la retira de cartel, pero para dejarla como pieza del repertorio de éxito seguro. Además de la taquilla, otro dato señala la importancia del éxito: la representación de la función en visita. Cuando los Italianos regresaron a París, fueron invitados inmediatamente a la corte, mientras que la troupe de Molière sólo sería llamada por el departamento de los Menus Plaisirs a finales de julio de ese año de 1661 para actuar casi como comparsas en un Ballet des Saisons, de Benserade, con Luis XIV como principal bailarín. Pero La escuela de los maridos inicia un cambio de situación de manera radical: el 9 de julio, dos semanas después de su estreno, la «bagatela» empieza a girar por casas de la nobleza en un periplo de trabajos forzados que apenas deja descanso a la compañía; dos días más tarde, un lunes, tienen el honor de representarla en el domaine de Vaux-le-Vicomte, del superintendente Fouquet, con espectadores como Monsieur y Madame, Henriette de Inglaterra (recién casados el 31 de marzo), y la madre de ésta, Henriette de Francia; el 13, la troupe monta en Fontainebleau, ante el rey, La escuela de los maridos y El cornudo imaginario; esa misma noche del 13 regresan para trabajar en Vaux, el 14 en Fontainebleau, y el 15 vuelven a su sala del Palais-Royal.
A fin de amarrar su triunfo, Molière solicita rápidamente el privilegio de edición de La escuela de los maridos, entre otras cosas para no verse publicado sin su consentimiento, como había ocurrido con obras anteriores33; el 20 de agosto ya hay ejemplares del libro, precedido por una dedicatoria a «Monsieur el duque d’Orléans, hermano del rey». Éste apenas le ha subvencionado, pero Molière quiere pagarle su apoyo en la consecución del Palais-Bourbon, además de captar su benevolencia con vistas a futuras ayudas.
En esa dedicatoria, Molière califica La escuela de los maridos de «pieza pequeña», dado sus tres únicos actos, y de «bagatela», recogiendo el guante del tono despectivo que empleaban sus detractores. Como la bagatela había triunfado en escena y había proporcionado una generosa taquilla a la troupe, a su autor no le duelen prendas, y puede permitirse no sólo la ironía, sino la burla, porque ese triunfo sobre los escenarios provoca un cambio en el estatuto teatral de Molière: le ha abierto las puertas de la corte hasta el punto de que ese mismo año, el 17 de agosto, se atreve a estrenar, sin probarla en las tablas parisinas, y en presencia de toda la corte, el rey, la reina madre y Monsieur y Madame, que asisten a la inauguración del palacio de Fouquet en Vaux-le-Vicomte, una comedia «con ballet, violines y música», obra de un género nuevo, afirma Molière —aunque Lully ya había hecho un intento de mezclar comedia y danza en El amor enfermo34—, escrita en quince días, y en la que por primera vez esos dos elementos se conjuntaban: Los importunos. Será la obra que le convierta en «comédien du Roi».
Son dos meses lo que tarda en escribir Molière Los importunos, y lo hace por encargo directo de Nicolas Fouquet. Este todopoderoso superintendente de finanzas que acaba de construirse (1653-1661) en Vaux-le-Vicomte un fabuloso palacio, el más hermoso del reino, recurrió a los mejores artistas de la época, desde el arquitecto Louis Le Vau al pintor Charles Le Brun o al paisajista-jardinero André Le Nôtre; entre todos levantaron una obra maestra de la arquitectura clásica de mediados del siglo35. Se hallaba en una posición estratégica, a medio camino entre dos de las residencias reales más importantes, los castillos de Vincennes y de Fontainebleau, a 50 kilómetros al sudeste de París. Fouquet se había rodeado de algunos literatos en su pequeña corte de artistas, en la que figuraban Molière, La Fontaine, Madame de Sévigné o Mademoiselle de Scudèry. El rey, que tres meses antes ha decidido deshacerse de Fouquet, ya había visitado en 1659 y 1660 ese palacio en construcción; ahora acepta acudir, acompañado de 600 cortesanos, a su inauguración, y la magnificencia desplegada no deja de herir el amor propio del monarca que, con ojos recelosos, compara el derroche, el esplendor y la fastuosidad de la morada de su superintendente con los de sus palacios: 1.200 surtidores, conciertos de música, loterías que premian todos los números y el estreno de una comedia-ballet, Los importunos, rematada por fuegos artificiales36. Los festejos de la inauguración no tenían precedentes: jardines mágicos inundados de estanques y fuentes, terrazas de césped y de flores, cascadas, grutas de las que salieron vistosos fuegos artificiales que se reflejaban en el agua del Gran Canal, donde nadaba una ficticia ballena gigante; los arquitectos y jardineros de Luis XIV copiarían todos estos detalles de la construcción y la disposición de Vaux-le-Vicomte en las futuras edificaciones del monarca.
Ese 17 de agosto de 1661, día de gloria para Molière, no lo fue para su mecenas, cuya caída Voltaire resumió erróneamente: «El 17 de agosto a las 6 de la tarde, Fouquet era el rey de Francia; a las dos de la mañana, ya no era nada». Pero si hubo envidia real ante la suntuosidad de la inauguración, no fue ésa la causa de su caída; hacía tiempo que las intrigas de Colbert venían insinuando miedo al superintendente en la mente de Luis XIV: Fouquet, cierto, había puesto orden en la confusión financiera en que Mazarino había dejado al reino37, pero no sin embolsarse en su caja particular grandes beneficios; tantos que, según Colbert, podían permitirle encabezar un complot y enfrentarse al poder real. La decisión del rey de eliminarlo fue tomada en mayo de 1661, y su presencia en la inauguración no era otra cosa que un ardid para despistar al superintendente: como el resto de la corte, el rey alabó la belleza de la construcciones, la pompa de la fiesta, etc. Quince días más tarde, el 5 de septiembre, después de que Fouquet hubiera enviado a la caja del Estado una elevada suma de dinero prometida, y después de vender, obligado, su cargo de Procurador general del Parlamento —cargo que le sustraía a toda jurisdicción que no fuese la de sus pares—, Fouquet es detenido por D’Artagnan, capitán de los mosqueteros, y arrojado en una mazmorra de la que ya no saldría; a pesar de que el rey nombra un tribunal formado sobre todo por enemigos del superintendente, de la falsificación de documentos preparada por Colbert, de la corrupción de los jueces, de la negativa del acusado a emplear cualquier medio de defensa, el proceso, que duró tres años, no concluyó con la pena capital que Luis XIV pretendía, sino con una condena a destierro; como tal sentencia suponía la libertad de Fouquet fuera de Francia, el rey tuvo que recurrir a todos sus poderes excepcionales para impedir que el preso escapara a su control, y agravó personalmente la condena decretando cadena perpetua: en la mazmorra se consumiría el antiguo superintendente, y con él los secretos de Estado que pudiera conocer38. La opinión pública, que, por envidia de su riqueza y odio a su poder, aplaudió al principio su caída, terminó convirtiéndolo en mártir del absolutismo. El rey puso la mano sobre el palacio: requisó, pagando sólo algunas cosas, tapicerías, naranjos, estatuas, etc.; también Colbert participó en el pillaje de los despojos del superintendente caído en desgracia.
El encargo expreso que Fouquet, conocedor y halagador de los gustos del rey, hizo a Molière fue una comedia-ballet de aires galantes y cortesanos, que debía prepararse enseguida: «Nunca empresa de teatro fue tan precipitada como ésta, y es, creo, una cosa muy nueva que una comedia haya sido ideada, hecha, aprendida y representada en quince días», escribe Molière en la advertencia que pone al frente de la obra al publicarla.
Molière conocía de sobra esa afición del rey por el ballet; el 19 de febrero de 1661 Luis XIV ya había figurado como bailarín en el Ballet Royal de l’Impatience, especie de pequeña ópera bailada en el Louvre, con música de Lully y un libreto traducido del italiano por Francesco Buti y Benserade, la Notte d’Amore, de Francesco Cini (1608), donde los blancos de la burla eran personajes dominados por la impaciencia. Además del rey y del príncipe, condes y duques bailaban los papeles burlescos del libreto, que sacaba a escena a glotones, acreedores, mozos de cuerda, etc., dominados por la impaciencia; e incluso a Júpiter —encarnado por el rey—, ansioso por gozar de sus amores. El marcado gusto del monarca por el ballet impone la moda de la danza interpretada por personajes de la corte, y el autor del momento para ese género se dedica a halagar el apasionado furor que, siguiendo al monarca, arrebata a la nobleza hacia ese tipo de espectáculo. La comicidad de ese Ballet Royal de l’Impatience nacía precisamente de unos personajes cómicos que tienen que desenvolverse en un ambiente aristocrático, dato que Molière no deja de anotar. Ya en 1653, Luis XIV había encargado el Ballet de la Nuit para intervenir personalmente en escena39; con decorados de Torelli y una música colectiva, Benserade fue el encargado de escribir los versos; a partir de esa fecha la corte celebrará casi un ballet al año; todavía estaba reciente, además, su intervención en el Ballet des Saisons, con música de Lully y texto de Benserade40.
Aunque Molière presenta como novedad la fusión del ballet a la comedia con cierto sentido argumental, y la entrada del ballet «cosida» a la acción para construir —en la medida de lo posible, dada la premura con que había sido escrita, alegará él como disculpa— un solo espectáculo, no todo era tan nuevo: además del ballet de Lully El amor enfermo, el experimento se había probado en otros espectáculos: por ejemplo, en su ópera Andromède, Corneille ya había soldado, cierto que con buena dosis torpeza, música y tragedia. Pero Molière percibe en esa fusión el embrión de un género nuevo, porque «puede servir de idea a otras cosas que podrían ser meditadas con más tiempo»; y será él mismo quien termine perfeccionando el nuevo género: la comedia-ballet.
Según las gacetillas, la función de Los importunos del 17 de agosto pareció deliciosa y maravillosa a toda la corte, presentada en una escenografía de máquinas, faunos, sátiros y dríades que, saliendo de los árboles y de las termas, hacen el elogio del «mayor rey del mundo»41, como declara el prólogo de El amor médico. Molière, con ropas de ciudad, presentó la obra desempeñando el papel de orador de la troupe; tras las alabanzas al rey, arengó a los espectadores fingiendo y lamentando mucho que la troupe aún no estuviera preparada para interpretar la función42, que comenzaba acto seguido con diversas escenas protagonizadas por personajes importunos, unos pelmas que en su comportamiento se apartan de las normas de la sociabilidad que el nuevo reinado trata de imponer: el espíritu galante y la armonía en las formas sociales. En el Ballet de l’Impatience los protagonistas eran «impacientes» criticados de manera benévola y algo jocosa. Scarron acababa de ir más lejos en dos epístolas, Êpitres chagrines (junio de 1660), en las que pasaba revista, con un pintoresquismo costumbrista exento de reprobación severa, a cincuenta tipos de importunos, que debían «ser expulsados / fuera del cercado de los muros bien civilizados». Tampoco Molière enseña el colmillo en Los importunos, limitándose a juguetear con tipos pesados y pintorescos sacados de la realidad de la vida cortesana, con pullas contra algunos de sus usos, pero sin hacer sangre43. Su habilidad consiste en revelar unos comportamientos ridículos bajo la máscara de personajes imaginarios, por más que procedan del mundo real, de su estilización; y en pasar del retrato aislado de un importuno hecho por el latino Horacio y por Regnier a una multiplicidad de pelmas que tratan de impedir el encuentro de los enamorados. De ahí que La Fontaine44 hable, no de un crítico de costumbres basadas en la realidad, sino de una comicidad «natural» que no necesita recurrir al trazo grueso de los personajes de la commedia italiana. La diferencia sustancial con ésta estriba en los personajes, que en Los importunos noson los populares de los Italianos, sino cortesanos de alto rango que desde el primer momento se vieron reflejados en escena.
El salto hacia el favor real está dado: Luis XIV le invita a representar Los importunos en su castillo de Fontainebleau del 23 de agosto al 1 de septiembre, pero aumentado el argumento con una escena que el propio monarca le habría sugerido; cierto, se disculpa Molière en la advertencia que precede al texto impreso, en tres actos no caben todos los importunos de París, hay materia sobrada para dos actos más, tanto de la corte como de la ciudad, y aún se quedarían muchos en el tintero. Molière aprovecha la dedicatoria del libro para adular al monarca y otorgarle la paternidad de un pelma añadido, escena «que en todas partes ha parecido el trozo más bello de la Obra»: el del montero real, al que el comediógrafo convierte en cazador45. El halago a los grandes escribe invenciones.
Dejando a un lado la comedia de Los importunos en sí, su estreno supone un escalón decisivo para el ascenso social y teatral de Molière: si, gracias a Fouquet, ha conseguido mostrarse ante la corte, su trabajo le gana el favor de Luis XIV, hasta el punto de «compartir» con el rey la autoría final de la obra: ese «importuno» añadido por sugerencia regia vale más que la protección de Fouquet, que quince días más tarde podría haberse vuelto ponzoñosa. Molière ha halagado, por indicación del superintendente, una de las aficiones del monarca, el ballet, y ha creado deprisa y corriendo una comedia-ballet teñida de una naturalidad que engaña a los espectadores; éstos creen que la farsa devuelve, como un espejo, personajes reales, vecinos suyos incluso, a los que pueden identificar. Desde el éxito de Las preciosas ridículas, las gentes de calidad se vieron retratadas sobre el escenario, hasta el punto de que algunos enviaron al comediógrafo «memorias» propias, rogándole utilizarlas en sus comedias. «Algunas personas de la corte que estaban presentes encontraron en ella su papel»46.
Pero es sobre todo su reciente amigo La Fontaine quien sabe apreciar que Molière está proponiéndose seguir pasos nuevos: «Plauto no es más que un soso bufón»... «Hemos cambiado de método: / Jodelet ya no está de moda, / y ahora no hay que /apartarse de lo natural un paso», es decir, hay que recurrir a Terencio47. La Fontaine conoce la diferencia radical entre los dos grandes comediógrafos latinos: si, llevado por su ideología, Plauto se limita a tratar de divertir con trazos gruesos al público alejándolo de las preocupaciones políticas del día, Terencio, en cambio, propone al espectador, en su media docena de comedias, una reflexión sobre esos problemas difuminados, sobre unas costumbres y unas leyes que, favoreciendo al individuo, perjudican al ciudadano. Molière rechaza la bufonada y vuelve la vista a Terencio para hacer verosímiles situaciones y personajes, para enfrentar ideas siguiendo sus mismos medios: monólogos, reflexiones internas y diálogos, a la busca de aclarar la postura de protagonistas y antagonistas y resolver la irracionalidad de comportamientos antisociales (para la clase que dictaba las nuevas normas civilizadoras) con un rechazo a cualquier solución radical para los conflictos. Ha retornado, con Terencio de la mano, a la norma del buen gusto: «Y ahora no hay que apartarse de lo natural un paso»: La Fontaine creerá ver seguido su consejo en La escuela de las mujeres, donde, en buena medida, la comicidad nace de la pintura de las costumbres48.
Molière tarda en presentar Los importunos en París, dado el enorme coste del montaje; pero será el primer «espectáculo» que presente en el Palais-Royal, el 4 de noviembre, con un éxito de taquilla que no hace sino refrendar su ascenso: 765 libras en la primera función, 1.192 libras en la segunda.
Seguro de sí mismo y de su compañía, Molière acaba de cumplir 40 años cuando el 23 de enero de 1662 firma el contrato de matrimonio con Armande Béjart, «de 20 años o aproximadamente»; la joven dispone de autorización de la madre, Marie Hervé. Nunca se sabrá la edad de Armande mientras no se encuentre su partida de bautismo. Extraño y confuso matrimonio que va a suministrar pasto a los enemigos de Molière y dar pábulo a cotilleos de todo tipo; Grimarest, autor de la primera biografía de Molière en 1705 con la ayuda de fuentes directas49, dice que la madre de Armande es Madeleine, que firma en el contrato matrimonial como hermana. Boda celebrada en la más rigurosa intimidad, y contrato de matrimonio en el que no figura, salvo Madeleine, ninguno de los actores de una troupe que ni siquiera se enteró de la fecha exacta de la celebración; tampoco participan en ella las regias personas que cuatro días más tarde asisten a la boda de Lully: acompañan al músico el rey, la reina y la corte en pleno, además de los cantantes de su troupe; regias personalidades que dos años después sí darán su «bendición» al bautizo de Louis, primero de los hijos de Molière, con el rey y Henriette de Inglaterra como padrinos de la criatura el 24 de febrero de 166450.
Tres siglos y medio más tarde siguen sin saberse las razones o los móviles de la boda de un hombre de cuarenta años que escandalizaba a la sociedad de la época al casarse con una joven de veinte —semejante diferencia cronológica no se admitía bien socialmente—. De la relación amorosa de Armande y Molière ya da cuenta una carta en verso de Chapelle, datada en el momento en que Molière está escribiendo Don García de Navarra. Añádase que la hermana de la novia, Madeleine, había sido hacía muchos años —y seguía siendo, según algunos— amante del novio. En el subconsciente colectivo había un cúmulo de datos que permitían olfatear el incesto. El blanco predilecto de los ataques fue Armande, quien, en el contrato, se dice hija de Joseph Béjart, fallecido entre junio y septiembre de 1641, dejando una «pequeña no bautizada»; de tratarse de Armande, habría nacido a más tardar en junio de 1642, lo cual coincide con esos veinte años «o aproximadamente» que figuran en el contrato de matrimonio. Pero hay otros nombres para el padre de Armande: el conde Esprit de Rémond, señor de Modène, gentilhombre de Aviñón, espadachín, guerrero y poeta en sus ratos libres, y en tal caso habría nacido en 1647. La elevada dote que Armande aporta al matrimonio (10.000 libras) y el hecho de que el conde de Modène y Madeleine apadrinen el bautizo (6 de agosto de 1665) del segundo vástago de Molière, la niña Esprit Madeleine51 —la época solía hacer de los abuelos los padrinos «naturales»—, abogan por la adjudicación de esa paternidad al conde. También los hay para la madre: en diciembre de 1663, Racine anota que «Montfleury ha presentado denuncia contra Molière52, acusándole de «haberse casado con la hija y de haberse acostado en el pasado con la madre»; dicho queda, aunque no sea mucho el crédito del denunciante Montfleury por tratarse de un actor rival; el rey, a quien iba dirigida la denuncia, hizo caso omiso. La confusión llega a tal punto que permite una burla acerba de Henry Guichard53, intendente general de Monsieur; durante su proceso, cierto que bastantes años más tarde y muerto ya Molière, en 1676, Guichard, acusado de tentativa de envenenamiento contra Lully, resume y magnifica la situación, aduciendo que el nacimiento de la esposa de Molière «es oscuro e indigno, que su madre es muy incierta, que su padre no es sino demasiado incierto, que es hija de su marido, mujer de su padre, que su matrimonio es incestuoso, que, en una palabra, esta huérfana de su marido, esta viuda de su padre, y esta mujer de todos los demás hombres nunca quiso resistirse más que a un solo hombre, que era su padre y su marido». Tampoco la mala reputación de las Béjart ayudaba mucho54.
Estas acusaciones pesarán sobre el resto de la vida de Molière e infectarán la crítica de sus obras, que para algunos serían reflejo de una vida conyugal rica en angustias e infidelidades, sin tener en cuenta que, desde mucho antes de esa boda, el tema de la infidelidad de la esposa, procedente de los esquemas de la commedia dell’arte, ya desempeñaba un papel decisivo en las obras de Molière55. El reciente matrimonio se instala en la rue Saint-Thomas du Louvre. El comediógrafo goza ahora —el contrato firmado con la compañía en abril de 1661 le otorgaba dos partes en los beneficios de la troupe, para él y para su mujer, «si se casaba»— de unos ingresos duplicados, y puede considerarse un hombre rico, con 9.000 libras por esas dos partes de ingresos, más 2.000 como autor en una sola temporada, la de 1661-166256. Suma considerable: con la mitad vivió en su palacio Madame de Sévigné durante los últimos años de su vida. El favor real se está traduciendo en contratos y en dinero: del 8 al 14 de mayo se produce una especie de «festival» Molière ante el rey y la corte: en menos de una semana presenta dos comedias de Scarron y seis propias: El despecho amoroso, El atolondrado, La escuela de los maridos, Sganarelle o el cornudo imaginario, Los importunos y La Jalousie de Gros-René57. Pero tantas visitas a la corte provocan una merma en los ingresos por taquilla en el teatro de la ciudad; a esa merma colaboran otras causas, como la reposición de títulos propios: de noviembre de 1661 a diciembre de 1662 no ha estrenado nada nuevo, por lo que la troupe ha de echar mano de otros autores; pero la taquilla marca la diferencia entre una comedia de Molière y las obras de los demás. Concentrado como está en la corte, y tocando casi con los dedos lo que va a ser una mutación en su carrera —de mayo a septiembre, el rey ha asistido a veinticuatro funciones de Molière—, el comediógrafo ha abandonado en cierto modo al público del Palais-Royal.
Obligado a remediar esa mengua de beneficios, el 26 de diciembre de 1662 estrena, por fin, tras mantener cerrado el teatro toda una semana, una pieza nueva que ya no puede tacharse de «bagatela» porque cumple las exigencias de una obra mayor, con cinco actos y en verso, y que no precisa de piezas complementarias y se representa sola: La escuela de las mujeres. Ha pasado año y medio desde La escuela de los maridos y quince meses desde Los importunos; por lo tanto, a pesar de las necesidades de taquilla, es una obra pensada despacio: «Nunca comedia alguna fue tan bien representada, ni con tanto arte, cada actor sabe cuántos pasos debe dar, y todas sus miradas están contadas»58. El éxito es inmediato; el aroma de escándalo acucia a todo el mundo a ir a verla: 1.518 libras de recaudación el primer día59 y, según el registro de La Grange, 12.747 libras en las once primeras funciones. Hasta Pascua, se repondrá treinta y una veces seguidas y, tras la reapertura de las salas, dará ese mismo número de funciones, además de las «visitas» a la corte: cinco desde el 20 de enero hasta final de año. Durante un mes, todas las funciones salvo cuatro superan las mil libras de recaudación.
Un triunfo semejante se debe a la función en sí misma60, pero también a la polémica que surge desde el día siguiente mismo del estreno; Donneau de Visé no quiere hacer, en sus Nouvelles nouvelles, un elogio envenenado de lo ocurrido tras el estreno, pero la ensalza a pesar de su interés en denigrarla: «... a todo el mundo le ha parecido mala, y todo el mundo ha corrido a verla. Las damas la han criticado, y han ido a verla; ha triunfado sin haber gustado, y ha gustado a muchos a los que no les ha parecido buena». Los críticos de las gacetas están dispuestos a admitir que se trata de una pieza en parte «instructiva» y totalmente «recreativa», pero a la «que en varios lugares on fronde», escribe Loret, sin que por ello se vea perjudicado en absoluto el éxito de la obra;fronder es un verbode significación fuerte: la rebelión de la Fronda todavía aletea en las mentes, empezando por la del joven rey61, a pesar de haber sido perdonados los cabecillas de aquella guerra civil, los Condé, los Conti, etc., tan Borbones como Luis XIV y con pretensiones al trono. Críticas y censuras parten de distintos frentes, dispuestos a acabar con un autor que ya resulta molesto, empezando por los compañeros de oficio, tanto cómicos como autores: en primer lugar, los Grands Comédiens del Hôtel de Bourgogne, que no habían digerido las pullas lanzadas contra ellos en Las preciosas ridículas, y que, además de verse sustituidos por la troupe de Molière en las visitas a la corte, no consiguen llenar con sus tragedias el teatro; en segundo lugar, los autores, empezando por los Corneille62; para estos dos grupos, la competencia de Molière y su ascenso en el favoritismo real suponían un peligro serio; en tercer lugar, preciosas, marqueses y devotos, que se sienten reflejados demasiado «al natural».
Los Corneille, acusados formalmente por d’Aubignac de dirigir la cábala contra La escuela de las mujeres,
