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En medio de unas vacaciones en Venecia, nuestros protagonistas descubren que la ciudad se está llenando de criaturas fantásticas. Una epidemia de sonambulismo asola la ciudad. Es hora de que Serena y sus amigos se embarquen en una aventura trepidante para salvar nuestro mundo y el de los sueños.
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Seitenzahl: 375
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Ricard Ruiz Garzón, Álex Hinojo
Saga
El baile del sonámbuloCover image: Shutterstock Copyright © 2015, 2020 Ricard Ruiz Garzón, Álex Hinojo and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726530933
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Para SereNoe.
Para Júlia, hija de Pablo y Bibi.
Para Silvia, Manu y su garbancito/a.
Para Iolanda, para Marcelo, para Mariona.
Todos soñadores. Todos Guardianes.
«Chuang Tzu soñó que era una mariposa.
Al despertar ignoraba si era Chuang Tzu
que había soñado que era una mariposa, o si
era una mariposa que soñaba ser Chuang Tzu».
Chuang Tzu
«En Venecia hay tres lugares mágicos y secretos:
uno en la “Calle del Amor de los Amigos”,
otro cerca del “Puente de las Maravillas”,
y otro en la “Calle dei Marrani”,
cerca de San Geremia, en el viejo ghetto.
Cuando los venecianos —algunas veces son los malteses—
se cansan de las autoridades, van a esos lugares secretos
y, tras abrir las puertas al fondo de esos patios,
se van para siempre hacia tierras maravillosas
y hacia otras historias...».
Hugo Pratt
Duermes? ¿Seguro? A ver, pellízcate... No, no es broma: necesito que estés durmiendo. Y que estés soñando. Porque si no, esta historia no existirá. Yo no existiré. Y todo habrá sido en balde. Así que pellízcate. Si te duele, aún no puedes ayudarme. Lo harás cuando duermas, cuando sueñes, cuando entiendas bien lo que he de decirte: que todas estas palabras están aquí para salvarnos. Son un mensaje en una botella. Un mensaje de socorro.
No puedo explicarte mucho, ahora mismo tengo una prisa tremenda. Mésmer va a clavarme algo, desesperado, Cesare no para de bailar y Tierra Onírica acaba de saltar por los aires. Pero si este mensaje te está llegando, si lo sueñas, es que tengo razón y nadie conoce ya a los Guardianes. Y en ese caso, necesito que me escuches, que sueñes la historia hasta memorizarla, y que me busques. Por favor. Lo necesito. Soy Serena, soy una Guardiana de Sueños y si pones en internet ambas cosas hallarás pistas para llegar hasta mí. Pero cuidado: es posible que yo misma lo niegue todo cuando me encuentres, tal vez te diga que todo esto es mentira, tal vez no te crea. Casi nadie te creerá, de hecho. Si eso ocurre, si llegas hasta mí y me río de ti, entonces dime solo una cosa. Di: «Bunduqy».
Seguro que esa palabra no la olvido. Maldito... Él me convirtió en sonámbula, junto a Letargo, él nos ha llevado hasta aquí. Di su nombre, di «Bunduqy». Seguro que entonces te haré caso.
Tengo que irme, el abuelo ya baja la mano. Búscame, por favor. Sueña todo lo que viene, recuérdalo y búscame. Quizá salves un mundo, un mundo entero que está en peligro.
Y quizá me salves a mí.
Espero que no sea tarde.
Muy bien, empezaré por Venecia. ¿Has estado en Venecia? Ah, la ciudad de los canales, las góndolas y los palacios, la cuna de Vivaldi y Marco Polo, la capital en la laguna, tan antigua, tan hermosa, tan sugerente, tan... ¿aburrida?
¡Pues sí, aburrida! ¿Para qué voy a engañarte? Y mira que yo llegaba ilusionada, con la promesa de unas inesperadas vacaciones con mi abuelo, Mésmer, que es todo un personaje: con decirte que suele vestirse con esmoquin y bombín, y que lleva un bastón de color fucsia... Esta vez, sin embargo, lo más llamativo fueron las historias que me contó desde que cogimos un vaporetto en la estación de tren y llegamos por primera vez a nuestro hotel, el Colombina, bien abrigados para soportar el frío de febrero: que si en el palacio Tal un conde se quedó dormido junto a un plato de pasta y al despertar vio que los espaguetis dibujaban en la mesa la fecha de su muerte; que si en la ópera Cual, tras un incendio, una famosa soprano cantó con tanta pasión que muchos espectadores la soñaron esa noche envuelta en llamas; que si en la iglesia Pascual un párroco muy anciano había soñado consigo mismo soñando consigo mismo y al acabar había descubierto que en realidad era un joven gondolero que soñaba ser un párroco... En fin, cosas así, de esas que nunca salen ni saldrán en ningún folleto. Creo que la mitad de esas historias se las inventa, pero las cuenta tan convencido, con tanto detalle, que da lo mismo. Como dicen precisamente en Italia, si non è vero, è ben trovato...
El problema, en cualquier caso, llegó cuando a mi abuelo se le acabaron los palacios, o las historias, cuando nos cansamos de ver iglesias y emprendimos el regreso al Colombina. Después de tres días haciendo lo mismo, pasar frío y esquivar a los turistas, se me ocurrió cambiar de tercio. Recordaba que mi madre, al repasar la maleta ya, buf, ella es así, y que no se te ocurra meter el pijama sin doblar, me había obligado a añadir sus complementos más preciados para un viaje: un bote extra de rubis y una guía ilustrada de mi destino.
—Por si te desorientas —había dicho.
—¿Y la guía de Venecia? —me había burlado yo.
—¡Me refería a la guía! —me había reñido mamá, que a veces pierde el sentido del humor al levantarse—. ¡Tus pastillas no son ninguna broma, Serena! ¡Son tu tratamiento!
Mi tratamiento, ¡ja! Si mi madre supiera... Cuando el abuelo nos llevó por primera vez a Tierra Onírica, me enteré de que mi trastorno de hiperactividad solo es el Signo, la señal de que una parte de mí pertenece al mundo de los sueños. Que yo me altere en clase, que a veces me cueste concentrarme o que sea incapaz de estar quieta diez minutos no son síntomas, como cree mamá; son indicios de que llevo demasiado en ese mundo que llamamos real, indicios de que añoro visitar el Castillo de Amapola, de que necesito pisar el salón Slumberland y ver su Corazón. En cuanto lo hago, zas, ni pastillas ni nada: me relajo como si estuviera en casa. Claro que, de hecho, es más o menos lo que ocurre.
Pero no nos desviemos, que esa también es mi especialidad. Os estaba hablando de la guía de Venecia que mi madre puso en la maleta. Harta de palacios, la saqué de la mochila y la abrí en busca de alguna idea que me permitiera salvar las vacaciones. Al principio solo vi fotos de eso mismo, de palacios y de canales, pero de pronto, en unas páginas centrales de color morado, lo descubrí: una máscara enorme, un baile de disfraces, una fecha de febrero...
—¡Abuelo, abuelo!
—¿Eh? ¿Qué? —se asustó él, que caminaba por un puente pensando en las musarañas—. ¿Por qué me llamas abuelo? Te he dicho mil veces...
—Mésmer, sí, que te llame Mésmer —concedí—. Pero mira lo que he encontrado...
—A ver.
Por un instante, mi abuelo, o sea, Mésmer, estudió las fotos con interés, al parecer deseoso de complacerme, o de que hubiera encontrado algo que nos sacara de la rutina. Un segundo después, sin embargo, sus ojos se abrieron como platos.
—¡Es el carnaval, el famoso Carnaval de Venecia! —salté yo, entusiasmada—. ¡Empieza este fin de semana! ¿Crees que...?
—¡Ni hablar! —gritó Mésmer, enfadado como pocas veces lo había visto en mi vida—. ¿Qué es esa tontería de andar disfrazados por ahí como mamarrachos?
—Pero Mésmer... —dudé, recordando su esmoquin plateado y las pintas de todo el mundo en Tierra Onírica—. ¿Por qué...?
—¡Esto es una majadería, no hemos venido a Venecia para esto!
—¿Ah, no? —me indigné—. ¿Y para qué hemos venido, si puede saberse?
El abuelo se quedó mudo, con la guía en sus manos y el ceño fruncido. Era cierto: desde que me había invitado a visitar Venecia con él, Mésmer se había inventado mil excusas para no contarme por qué estábamos en esa ciudad y no otra, y por qué de pronto, a diferencia del resto de mi vida, había decidido llevarme a uno de sus misteriosos viajes. Él mismo se había encargado de la difícil misión de convencer a mamá, y de pedir permiso para faltar a clase, lo que demostraba que se trataba de algo excepcional. ¿Y todo eso para qué? ¿Para luego no decir ni mu? Lo más extraño era que tanta reserva llegaba tras meses de colaboración, meses en los que el abuelo había ayudado a montar nuestra agencia de Guardianes de Sueños: nos había cedido su sótano como centro de operaciones, nos había aconsejado empezar por gente de nuestra edad para no llamar la atención, había repasado las entradas de Virginia en el blog, había comentado con Simón la mejor manera de mover nuestras cuentas en Facebook y Twitter, había animado a Raúl a grabar un vídeo cantando en YouTube... En fin, tampoco es que lo viéramos mucho, porque siempre tenía un pie en el avión, pero se había implicado en serio con nosotros.
Y justo ahora, cuando la gente empezaba a contestar, cuando el trabajo de tantos meses daba sus frutos y nos llegaban sueños y pesadillas con los que monitorizar posibles riesgos para Tierra Onírica... Justo ahora, el abuelo me llevaba de viaje a Venecia, casi en secreto, y luego se pasaba tres días hablando de condes, palacios y cantantes de ópera.
Y todo eso, repito, ¿para qué?
No tuve tiempo de volver a preguntárselo. En un extraño arrebato, con una rabia y una angustia que nunca le había visto pintadas en el rostro, Mésmer se asomó al puente, lanzó la guía tan lejos como pudo y susurró, en un tono que me heló la sangre:
—Nada de guías estúpidas, Serena. No hemos venido a hacer turismo.
Dicho lo cual, se fue. Se fue hacia el hotel, haciendo aspavientos, y me dejó junto a la barandilla. Yo, atónita, miré hacia el canal en el que se hundía la guía de viajes. Estaba tan nerviosa que por un momento creí ver una enorme sombra bajo el agua, una sombra que se dirigía hacia el punto en que se había hundido la guía. Como si quisiera recuperarla.
En guardia!».
«¡En guardia!».
«¡En guardia!».
Las contraseñas de Raúl, Virginia y Simón desbloquearon enseguida la aplicación oculta del iSomne. Hacía casi una hora que Mésmer se había ido del hotel y yo me encontraba tan sorprendida que había sentido el impulso incontrolable de conectarme al chat de los Guardianes. El manitas de Simón había convertido nuestros smartphones, regalo del abuelo, en cuatro móviles únicos, tuneados con carcasas retro, símbolos oníricos y, por supuesto, dos zetas azules a modo de logotipo. En la pantalla, tras desbloquear la imagen de inicio —en mi caso, una foto de Marmota—, el iSomne no se diferenciaba mucho de cualquier otro teléfono, pero debías saber dónde podías encontrar en él un acceso privado en forma de hoja de cinco puntas. Tras superarlo, activar las alertas y recibir las respuestas de los chicos, me senté para aprovechar el wi-fi junto al vestíbulo del hotel y pensé en el motivo de mi llamada. Llegado el momento, la verdad, no sabía qué decirles. Mi prima, por suerte, rompió el hielo, y tras ella lo hicieron rápidamente los demás.
Buf. Lo reconozco, sí, se quedaron conmigo. Porque todo lo que decían era exactamente así: las pinturas de las paredes, que según mi abuelo imitaban a un tal Canaletto; el papel pintado, lleno de cenefas imposibles que querían ser elegantes y solo mareaban; y yo, es verdad, que me acababa de volver para confirmarlo todo. ¿Cómo diablos...?
Miré el recuadro del chat. Sobre él, en la cabecera, Simón había vuelto a poner la hoja de adansonia, nuestro primer pasaporte a Tierra Onírica. Cliqué dos veces con el dedo, obedeciendo, y al instante se abrió en la parte derecha de la pantalla una columna con cuatro mapas, en cada uno de los cuales parpadeaban un nombre y una doble zeta. Uno para Virginia, otro para Simón, otro para Raúl y el último para mí. Y el mío, claro, era un mapa de Venecia. Es más, la doble zeta me situaba en el hotel, donde estaba, y a su lado ofrecía la posibilidad de un enlace. Lo abrí en otra pestaña y ahí lo vi: el Colombina al completo, con toda su información, sus tarifas, sus extras, sus fotos, sus cuadros... Cerré la pestaña.
Me salté la parrafada de Simón: si se ponía a soltar tecnicismos, a nuestro genio particular no había quien lo siguiera. Mientras él iba a lo suyo, sin embargo, sopesé el iSomne, con esa funda color adansonia que habíamos puesto para sorprender a Mésmer. Tras lo vivido en Tierra Onírica —persecuciones, secuestros, pesadillas—, saber que aquel aparatito podía ayudar a los demás a encontrarme era tranquilizador. Pero también, puestos a pensarlo, un pelín invasivo, incluso inquietante. Simón nos había pedido los teléfonos para «hacerles unos ajustes» y el resultado había sido alucinante. Por fuera. Tener de paso un chat propio era un extra de lujo, pero lo demás... ¿Mapas? ¿Fotos? ¿Seguimiento? ¿Qué más hacían los iSomnes? ¿Y si Simón se había, digamos, extralimitado?
Vale. Lo corto aquí, tampoco hay que cebarse, y menos con esa manía de Simón de llenarlo todo de emoticonos inventados. Además, como os podéis imaginar, los siguientes treinta mensajes no fueron más que insultos y recriminaciones, esta vez en bloque: Raúl llamando de todo a Simón, Virginia acusando de todo a Simón, yo gritando de todo a Simón... Y él, el pobre, el inventor de aquella fabulosa mensajería secreta, aguantando el chaparrón por el mismo canal que había creado. Sabiendo lo que ocurrió después, hay que decir que ese y otros inventos suyos nos salvaron. Pero en ese momento estábamos indignados: ¿nos estaba espiando nuestro amigo? ¿Sin permiso? Y además, ¿cómo?
Ante nuestros silencios, por fin, Simón se confesó. Pero ya no lo hizo escribiendo, o no todo el rato. De hecho, en ese momento solo escribió un mensaje más. Sin emoticonos.
Acerqué el dedo y obedecí. Al instante, se abrió un globo y la cara de anime de Simón ocupó toda la pantalla. Sonreía de una manera tan graciosa, como si le hubieran pillado a media travesura, que se me pasó la mitad del enfado. Pero que conste: solo la mitad.
—Hola, chicos —saludó entonces Simón, a viva voz, desde su casa—. Si queréis, podéis clicar también sobre el resto de nombres, en la parte de abajo.
Cuando lo hice, la pantalla se dividió en cuatro apartados, en cada uno de los cuales estaba uno de nosotros. Raúl, con el ceño fruncido, nos miraba desde lo que parecía ser un lavabo. Virginia, realmente guapa con la diadema, estaba en el metro, rodeada de gente, por lo que trataba de disimular su enfado. Y yo, en el hotel, lo que tenía básicamente era una enorme cara de pasmada. De pasmada con pecas, pelo de loca y una sudadera roñosilla, para ser exactos. Pasé el dedo por el recuadro con mi rostro, desaparecí y la pantalla pasó a dividirse en tres. Bien. No necesitaba verme a mí misma para hablar.
—Vale, estamos todos —asintió Simón—. Antes de que sigáis poniéndome a caldo, dejadme deciros que este sistema de videollamada es privado y voluntario. ¿Lo pilláis? Vo-lunta-rio. A diferencia del localizador, que seguirá activado si apagáis el iSomne, esta cámara solo se enciende si estáis en el chat y uno de nosotros clica vuestro nombre. Por otro lado, la cámara solo sirve si tenéis el iSomne delante, porque si os lo guardáis en el bolsillo, así... —Simón lo hizo, y su tercio de pantalla pasó a negro—. Si hacéis eso, no habrá nada que ver, ni casi que oír.
Sus últimas palabras se escucharon, en efecto, amortiguadas. —Vale, pero entonces... ¿el micrófono también estará siempre abierto?
Simón, que ya había puesto de nuevo el iSomne ante su rostro, me respondió:
—Siempre que el chat esté activo. De todos modos, si queréis usar el chat...
Aquí, una vez más, Simón se extendió en mil puntualizaciones, la mayoría de las cuales he olvidado. Al poco, eso sí, todos comentamos entusiasmados las posibilidades de las videollamadas. Aunque estuviéramos a mil kilómetros, los Guardianes podríamos consultarnos, vernos las caras, enseñarnos cosas... Además, según Simón, todo aquello saldría gratis, porque había añadido los iSomnes a uno de sus programas de prácticas tecnológicas, para el cual bastaría con entregar algunos fragmentos irrelevantes de nuestras conversaciones. De eso, además, ya se encargaba él, no teníamos por qué sufrir.
Pero entonces se me ocurrió una pregunta más difícil: —Simón —dije, levantando las cejas—, ¿crees que este sistema servirá, ya sabes... servirá en Tierra Onírica? ¿Podremos usar allí el iSomne?
La sonrisa de Simón hubiera podido ilustrar el cartel de una película.
—Ah, Guardianes, ahora tenéis que salir del chat sin cerrarlo, para que se mantenga la voz, y pasar todas las pantallas hasta llegar al final.
Mientras seguíamos sus instrucciones, Simón continuó hablando:
—Todo esto tiene que acabar de aprobarlo Mésmer, porque hasta ahora solo dos personas lo sabíamos, pero en fin... Ya que preguntáis, dejad que os enseñe la aplicación más importante de vuestro nuevo teléfono, la única que nadie más tiene ni tendrá nunca.
En la última pantalla del iSomne, un recuadrito solitario me dejó literalmente helada. En este caso no se trataba de ninguna hoja, aunque era también azul. Mostraba un espejo triangular con un ojo en medio, un ojo negro, intenso y profundo que yo conocía bien y que me produjo una atracción magnética, como si en vez de una aplicación fuera algo vivo. Y es que de hecho, en cierto sentido, era algo vivo. Alguien vivo.
—¡El ojo de Belenius! —dije, alargando la mano.
—Que nadie lo toque aún, por favor —pidió Simón, adivinando mi gesto—. Todavía está en fase de pruebas.
—Pero Simón, ¿qué es esto? —preguntó Virginia—. ¿Para qué sirve esta aplicación?
Tras una pausa efectista de varios segundos, Simón respondió:
—Esto, Guardianes, es... ¡nuestra nueva controladora!
Di un bote en el sofá. ¿Simón se había vuelto loco? La controladora de sueños, la máquina gigante del sótano del abuelo, con sus cascos, sus engranajes y sus colchonetas, la misma que nos había permitido viajar a Tierra Onírica meses antes... ¿era ahora una aplicación en nuestro teléfono? ¿Y con el ojo de nuestro viejo consejero como reclamo? Traté de imaginar la cara del abuelo al conocer la propuesta, pero Raúl se me adelantó.
—Mésmer no te dejará...
—Bah, hay que hacer algunos ajustes, pero...
Vale, vale, paremos un momento. ¿Queréis oír ahora algo realmente inesperado? ¿Algo verdaderamente insólito, algo que ni Raúl al preguntar, ni Simón al responder, ni yo misma mientras miraba alucinada el ojo de Belenius habíamos previsto?
De acuerdo, ahí va: me quedé sin saber ni un solo detalle más de la aplicación.
Me quedé con el iSomne en la mano, en negro, mirando mi cara reflejada en el cristal.
Exacto, sí, es lo que pasa en estos casos: me quedé, buf... Me quedé sin batería.
Cuando volví a la habitación a por el cargador, Mésmer ya estaba allí otra vez, muy serio y con las piernas cruzadas en un sillón. Enchufé el teléfono, fui al lavabo y luego me senté en el sillón de al lado. Esperaba una disculpa, o al menos una explicación, pero no llegaron. En vez de eso, mi abuelo se levantó, cogió el abrigo y la bufanda y me dijo:
—Vamos. He de enseñarte algo.
Miré hacia el iSomne, que apenas había empezado a recargarse.
—Ipso facto —insistió—. No tardaremos.
Miré a Mésmer, miré el teléfono, volví a mirar a Mésmer y un minuto después estábamos saliendo del Colombina, por supuesto sin el móvil: cuando mi abuelo dice ipso facto no hay nada que discutir.
La luz de media tarde se reflejaba en las aguas no siempre limpias de la ciudad cuando nos acercamos a una discreta oficina de turismo que había junto al Gran Canal. En el pequeño escaparate, lleno de viejas guías que me hicieron apretar los dientes, había una serie de mapas históricos perfectamente enmarcados. Algunos parecían tener siglos, aunque imaginé que, al no estar en un museo, debía tratarse de reproducciones.
—¿Hay alguno de esos mapas que te llame la atención, Serena?
Me subí la bufanda y los miré con más cuidado. El más extraño era uno que no mostraba solo Venecia, sino toda la zona occidental del Mediterráneo. En él, marcados en rojo, estaban los territorios más cercanos a la ciudad, pero también muchos otros a lo largo del Adriático, e incluso en Grecia, Creta y Chipre. En la base aparecía una leyenda en minúsculas letras doradas, pero solo alcancé a leer el encabezado.
—Se... Serenissima Repubblica di San Marco —tartamudeé.
—Ahí lo tienes, Serena: la Serenísima. Así es como se conoció durante siglos a Venecia. Y ese es el territorio que llegó a ocupar en su época de máximo esplendor, antes de sucumbir, según la historia de este lado, ante las tropas de Napoleón en 1797.
—¿La historia... de este lado?
—Fíjate ahora en ese otro mapa —pidió Mésmer, ignorando mi pregunta—. ¿Qué ves?
El abuelo señalaba esta vez un mapa más pequeño, en color sepia. Bajo un lujoso escudo con un león alado, el dibujo mostraba la ciudad, esta vez sí, como si fuera una llave inglesa rodeada de agua. Lo curioso del mapa, que reproducía al detalle cada iglesia, cada palacio y cada barco a su alrededor, era la división que marcaba a la izquierda la doble curva de uno de los canales, el mismo que teníamos a nuestras espaldas.
—Ese es el Gran Canal, ¿verdad? Divide la ciudad de una manera rara.
—¿De qué manera?
—Bueno —respondí—, el dibujo es como el de una ese pero al revés. Una «S» invertida.
Por primera vez en varias horas, el abuelo sonrió.
—Así que una «S» invertida para la Serenísima, ¿eh, Serena?
¿Qué querrá decir?
Y, sin más, echó a andar junto al Canal, infestado como siempre de gondoleros. Durante unos minutos, paseamos en silencio. Bueno, en realidad en silencio solo íbamos nosotros, porque poco a poco, a medida que nos acercábamos al centro, el bullicio fue creciendo. Demasiado, incluso, para el montón de turistas que había empezado a aparecer. Oí algo de música a lo lejos, y vi cierta aglomeración cerca de un puente espectacular, formado por dos rampas y un pórtico. Con su reflejo en el agua, el arco del puente simulaba ser el ojo de la ciudad, o quizá era que yo veía ojos por todas partes tras descubrir la aplicación de Simón. De pronto, sacándome de mis reflexiones, aparecieron bailando por la derecha un pierrot y un arlequín, y después una condesa enmascarada y un anticuado superhéroe. Poco a poco, al avanzar, la zona se fue llenando de más gente disfrazada y maquillada, en algunos casos con trajes que intentaban imitar a los de la antigua nobleza: vaporosos, coloridos, exuberantes, llenos de encajes...
Al verlos, el rostro de Mésmer se tensó de nuevo.
—Con el Vuelo del Ángel en la Plaza de San Marcos, Serena —dijo sin detenerse—, comenzará mañana el Carnaval oficial de Venecia. Todo esto que ves son, digamos, los prolegómenos. Pero el momento importante, si llegamos, será mañana.
—¿Por qué te molestan tanto los disfraces? ¿Y por qué has dicho si llegam...?
—¡No pasa nada por disfrazarse! —me interrumpió—. El problema no son estos pobres turistas, ellos no saben lo que ocurre. Ni tampoco la mayoría de venecianos, que se suman al jolgorio como lo han hecho durante años. Todo esto es diversión intrascendente.
—¿Entonces?
El abuelo, ahora sí, se detuvo, se inclinó y me miró a los ojos.
—Verás, querida, Venecia... Esta no es una ciudad cualquiera, simplemente. No lo es en general, no lo es para Tierra Onírica, no lo es para ti y no lo es ahora. ¿Crees que es por azar que tú, Serena, estés estos días en la Serenísima junto a un canal con forma de «S»? ¿De verdad? Ah, no, te aseguro que nada de esto es casual. No estás aquí porque sí. Pero aún no puedo explicártelo, no aquí, no todavía. Sería demasiado arriesgado.
—Abuelo, yo no...
—¡Chissst! ¿Has visto eso? ¡Allí, junto al puente Rialto! Incorporándose de pronto, Mésmer me empujó hacia donde iba todo el mundo: el puente con el pórtico. Entre la multitud que se había ido apiñando junto al canal, más allá de los flashes de cámaras y móviles, no vi al principio nada raro, aunque es cierto que los antifaces, las plumas, las narices ganchudas, las capas ondulantes y los vestidos con miriñaque que bailaban a mi alrededor eran cualquier cosa menos normales. Por un segundo, entre la música, la purpurina y los zarandeos, sentí que los disfraces se desdibujaban y me alarmé como si necesitara las rubis, pero Mésmer seguía a mi lado, alzando el cuello y rebuscando entre el gentío, así que sacudí la cabeza y lo seguí.
Había que averiguar qué lo había alterado tanto.
Al llegar a la escalinata de acceso al puente, sin embargo, el abuelo se apartó, suspiró y miró con tristeza hacia el canal, como si se hubiera rendido. Yo en cambio me volví hacia el Rialto, intrigada: dividiéndose en tres, las escaleras subían entre hileras de tiendas, la mayoría de souvenirs, hasta alcanzar el pórtico. Menos glamuroso de lo que parecía a lo lejos, el paso se convertía allí en un zoco repleto de visitantes, aunque debido al baile y la hora algunas de las tiendas habían empezado a bajar el toldo. Mientras intuía por qué Mésmer había renunciado a buscar en aquel hormiguero, por mi espalda llegó otro grupo dando saltos y de golpe me vi arrastrada hacia la vereda central. Antes de que pudiera darme cuenta, el tipo que estaba a mi lado había dejado de ser Mésmer y era un bailarín negro con franjas verdes, y un segundo después, mientras seguía viéndome empujada escaleras arriba, a mi alrededor danzaban ya un bufón, un espadachín, dos criados, tres lunas sonrientes, un esqueleto, un caballo azul, un pirata cojo y varias damas enjoyadas.
—¡Abuelo! ¡Mésmer! —grité, sin que se oyera mi voz entre el alboroto.
Igual que en un tobogán, pero al revés, la muchedumbre me arrastró varios metros más sin que pudiera evitarlo. Un parpadeo más tarde, sin embargo, el puente estaba vacío y en silencio, entre la niebla. El corazón se me paró de golpe. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Y qué era aquella niebla, tan peculiar, tan orgánica, tan similar a una telaraña? Al siguiente parpadeo, la visión se había borrado y la fiesta seguía a mi alrededor, y con ella los empujones, los saltos, los olores. Choqué con un escalón, tropecé y me preparé para clavar mis dientes en el Rialto cuando una mano me salvó, protegiéndome junto al escaparate de una tienda de arte. Sin tiempo para agradecerlo, me acurruqué en un rincón y cerré los ojos. ¿Qué diablos había visto, qué era aquel puente vacío? ¿Y la niebla?
—Curiosos bailarines, ¿verdad?
Al abrir los ojos, junto a mi reflejo en el escaparate, vi una cajita de música. Estaba rodeada de imanes, máscaras y cristales de Murano, pero destacaba con luz propia. De madera, cubierta de filigranas y forrada en su base de terciopelo azul, la cajita sostenía a un hombre y una mujer que bailaban abrazados al son de una música inaudible. Se movían despacio, repitiendo con elegancia los mismos pasos. Ella vestía un corpiño ajustado, tejido en hilo de oro, sobre el que brillaban cientos de diamantes de tamaño microscópico. Su falda, de seda, formaba una cascada que le ocultaba los pies. Él, en cambio, llevaba un jubón de cuero con una cruz roja a la altura del corazón. Más abajo, unas medias de color marfil realzaban sus pantorrillas hasta los zapatos, acabados en punta. Ambos portaban máscaras con una lágrima negra en la mejilla.
—Qué pena que sigan ahí encerrados, sin que nadie los reconozca.
Por primera vez, me di la vuelta para ver a mi interlocutor. En línea con sus palabras, susurradas con una voz de cuchillo que se me clavó pese a la charanga, el tipo era siniestro: alto, delgado, oscuro y sin afeitar, temblequeaba en una gastada gabardina cuyo cinturón daba dos vueltas completas. Llevaba un sombrero con el que intentaba parecer un detective, aunque le sentaba como a un gánster, y tenía un rostro ocre y verde, churretoso, del color del metal a medio oxidar. Para colmo, cargaba con un absurdo mazo de casi un metro. Me lo imaginé en un cementerio, pero no enterrando a nadie, sino desenterrándolo a martillazos. Instintivamente, di un paso atrás y choqué con el escaparate.
—Ding-dong, querida, ding-dong: la hora se acerca...
Tras una sonrisa torcida y llena de dientes, el tipo se abrió paso hacia el pórtico, tropezándose en cada escalón. Su forma de andar era como él, inestable, chirriante, casi averiada. Parecía en parte un borracho y en parte un espantapájaros, por no decir que parecía un espantapájaros borracho. Antes de perderse en lo alto, por detrás de un marinero de enormes patillas, hizo un extraño movimiento con el mazo, como si se lo atornillara. En ese momento, cuando la fiesta se lo tragó, no me hubiera extrañado oír algún muelle saltando de su gabardina. Lo que escuché, sin embargo, fue a Mésmer.
—¡Serena! ¡Serena! ¡No te muevas, voy enseguida! Me volví hacia el abuelo, que subía por las tiendas del lado izquierdo pidiendo paso con su bastón. En la parte baja del puente empezaba a haber ya huecos, como si el grueso de la mascarada hubiese cruzado como el tipo siniestro al otro lado. Miré de nuevo la cajita de bailarines y sentí un escalofrío. La temperatura seguía bajando al acercarse la noche. —¡Tranquilo, abuelo, estoy bien! —le grité a Mésmer, volviéndome de nuevo—. No ha pas...
Di un paso atrás y otra vez choqué con el escaparate. Volví a tener un escalofrío. En la parte baja de la escalinata, unos metros detrás de Mésmer, uno de los huecos había sido ocupado por un tipo alto, delgado, siniestro, vestido con una gabardina negra y un sombrero de detective. Uno que llevaba un enorme mazo.
—No le ha dado tiempo... —susurré, calculando la distancia entre el pórtico y la escalinata.
Alarmado por mi rostro, Mésmer interrumpió su ascenso y siguió la dirección de mis ojos. El desenterrador, al verlo, echó a correr en dirección contraria. Esta vez, sin embargo, no me sonrió ni se tropezó con nada. De hecho, más que correr lo vi imitar los movimientos de un corredor, esforzarse en balde por simular sus pasos. Tardó casi medio minuto en desaparecer, y se detuvo dos veces a respirar, como si estuviera muy cansado. Pero al final, sin que pudiera identificar el momento exacto, se borró de mi vista.
Cuando Mésmer llegó hasta mí y me abrazó, yo ya había llegado a una conclusión.
Aquel tipo no era un desenterrador.
Eran dos.
De regreso al hotel, el abuelo parecía aún más preocupado. Le había contado lo ocurrido y había contestado una por una a todas sus preguntas, pero él, pese a mi insistencia, seguía sin soltar prenda. Solo caminaba, meneando la cabeza, y de vez en cuando decía:
—Esto se está poniendo feo, Serena. Muy feo.
Oscurecía cuando llegamos a la zona del Colombina. Pensé en el iSomne, esperando en la habitación, y me di cuenta de que empezaba a tener hambre. Quizá durante la cena, me animé, la lengua del abuelo empezaría a soltarse.
Pero no hubo cena, claro. Ni móvil. No al menos hasta mucho después.
—¿Oyes eso? Parece que es en la plaza...
Como cualquier cuerpo de policía del mundo, la policía de Venecia llega a la escena de un crimen entre luces y sirenas. La diferencia es que, en la Serenísima, llega por agua. Sería imposible moverse en coche o a caballo por una ciudad así.
Cuando llegamos al Gran Canal, esta vez junto a San Marcos, dos lanchas de la Polizia Lagunare y una de la policía local atracaban con tal urgencia que los pasajeros de una góndola a punto estuvieron de acabar su paseo romántico con un remojón. Apagadas las luces y las sirenas, media docena de carabinieri se lanzaron con tanta prisa hacia el interior de la plaza que no tuvimos más remedio que seguirlos. Primero pasaron por la antigua entrada a la ciudad, entre las dos columnas de granito donde, según había dicho el abuelo, antiguamente se llevaban a cabo las ejecuciones. Después, dejando a un lado el Palacio Ducal y al otro el Campanile, siguieron por la basílica, donde se abre la «L» de la plaza, y se unieron a una patrulla que acordonaba la famosa Torre del Reloj. Decenas de turistas se apelotonaban, pese a la hora que era, tras las cintas amarillas.
—Oh, no —dijo Mésmer.
—¿Qué pasa, abuelo? —pregunté—. No se habrá tirado alguien desde ahí, ¿no?
El abuelo ni siquiera protestó por no haberle llamado Mésmer. Me cogió de un brazo y se apartó por la derecha, alejándose de la gente. Un poco más allá, se detuvo junto a las estatuas de dos felinos. Como me había contado él mismo en sus paseos, Venecia está plagada de leones porque representan a san Marcos y son el símbolo de la ciudad. Los hay por todas partes, en una de las columnas de granito, en puertas, en relieves, en banderas, en monedas, en escudos... Hasta en los amarres de los canales. También la Torre del Reloj tenía uno, altivo y con alas, encima del círculo azul que le daba nombre, un extraordinario reloj lleno a su vez de números romanos, estrellas doradas y signos del Zodíaco.
Los dos leones de mármol rojizo que ahora nos acompañaban, en cambio, se sentaban en la placita con el lomo desgastado por millones de caricias.
—Sube —me pidió el abuelo, apuntando al león derecho—. Sube y dime si ves algo.
Obedecí, esperando ver en el suelo una sábana cubriendo un bulto, un montón de médicos y enfermeras, algo. Pero detrás del cordón policial solo había más policías mirando hacia lo alto, más arriba incluso del reloj, la virgen y el león de piedra. Miraban a la parte más alta, donde estaba la campana, y hacían fotos como si también fueran turistas.
Al indicárselo al abuelo, alzó los ojos y se echó la mano a la cabeza.
—No, no se ha tirado nadie — respondió al fin—. Pero es posible que falte algo, ¿verdad?
De pronto, me di cuenta.
—Los moros...
Coronando la Torre del Reloj, al lado de la campana, dos estatuas de bronce simulando a dos pastores se encargaban de dar la hora oficial de la ciudad. El abuelo me las había señalado de lejos, el día antes, refiriéndose a ellas como gigantes a los que los venecianos llaman familiarmente «I mori», o sea, los moros. Uno con barba, el otro sin ella, eran una imagen habitual en las postales de Venecia, hasta el punto de que muchos llamaban a la torre, directamente, el Reloj de los Moros. Volví a mirar asombrada la campana solitaria.
—Los moros —repetí—. No están. ¡Han desaparecido! Miré al abuelo acusadoramente, exigiendo una explicación. —¿Seguro que estamos aquí de vacaciones?
Mésmer me acarició como un niño al que descubres robando caramelos. Y lo soltó:
—Si hay misterios en torno a un reloj, ya puedes imaginarte quién anda por aquí...
No hizo falta que añadiera más. Mientras abandonábamos la plaza de vuelta al Colombina, una sola palabra ocupaba mi mente. Una palabra horrible, un nombre detestado.
Letargo.
Llegamos al hotel con un humor de perros, que aún se agravó más cuando nos advirtieron que el restaurante estaba cerrado y solo podríamos cenar un plato frío.
—¿Un sándwich de atún? —se lamentaba el abuelo, mirando su plato lleno de aceite y con el pan reblandecido—. ¿Estamos en la tierra del rissotto, de los gnocchi, de la pizza, de la focaccia, del saltimbocca y del tiramisú, y tenemos que cenar un maldito sándwich?
Miré a Mésmer con compasión. La verdad es que el sándwich no estaba tan malo, o tal vez era que yo estaba muerta de hambre, pero entendía su frustración. Después de más de medio año sin noticias del Doctor, ahí lo teníamos, otra vez al ataque. Tras su derrota en Tierra Onírica, cuando había querido robar el Libro de Morfeo y los Guardianes se lo habíamos impedido, ni siquiera su hija se había dignado a aparecer por clase. No es que la echáramos de menos, pero su ausencia nos había extrañado casi tanto como la facilidad con la que todos, alumnos y profesores, parecían haberla borrado de su memoria. Vale que la bruja de Insomnia no tenía muchas amigas, por no decir ni una, pero nadie podía saber que su padre había robado una página del Libro, ni para qué, así que no había razón para que su nombre se olvidara tan rápido de todas las conversaciones.
Supongo que es lo que pasa cuando tu afición favorita es chafar insectos con los dedos.
Al acabar nuestro bocadillo, por suerte sin acordarme más de los hábitos de Insomnia, descubrí que Mésmer me miraba fijamente.
—¿Qué pasa? —pregunté, sacudiéndome las migas—. ¿Me he manchado?
—Estabas muy concentrada.
—Sí, pensaba en... ya sabes. —Hice una uve, como si sostuviese un cigarrillo, y puse cara de chupar limones, pero el abuelo no se rio. Quizá no aprobaba mi imitación de Letargo.
—¿Sientes que... que te despistas más de la cuenta estos días?
Por un segundo, la imagen del puente vacío y lleno de niebla, la que inexplicablemente había visto en un Rialto lleno a rebosar, cruzó mi mente y me provocó un espasmo en la pierna. Aprovechando que la mesa lo tapaba, traté de sonreír.
—Bueno, son muchas cosas, ¿no? Los viajes, las rubis, todo este ajetreo...
—Déjate de juegos, Serena —me advirtió el abuelo—. Te estoy preguntando algo muy serio.
Por primera vez, me fijé en el rostro fatigado de Mésmer. Se le habían multiplicado las arrugas de la frente, y los hoyuelos de las mejillas se le hundían como si hubiera adelgazado varios kilos. A diferencia de otras veces, me sentí frente a una persona mayor. Y quizá me equivocaba: quizá estaba ante una persona preocupada. Mayor y preocupada.
—He notado cosas, sí —confesé al fin—. Pero no te las diré hasta que me cuentes qué le pasa a esta ciudad. ¿No es peligroso mantenerme al margen, como a una niña pequeña? ¿En qué tipo de Guardiana Mayor me convierte eso? ¿En una becaria de Tierra Onírica?
El abuelo levantó la mano y le pidió un ristretto al camarero. Luego, me miró.
—Llevas razón, querida —admitió—. Intento protegerte del peligro, y es absurdo.
—¿Pero cuál es ese peligro? ¿Letargo?
El camarero llegó con el café. El abuelo le echó el azúcar, removió la taza durante medio minuto y luego me soltó: —No, Serena. Aquí el peligro eres tú.
Hasta que llegamos a la habitación, no volvimos a abrir la boca. Sorprendida, enfadada, harta de todo, me negué a preguntar nada más, a tener que sacarle al abuelo, como suele decir mi madre, la información con una cucharita. De todos modos, si Mésmer creía que nos íbamos a acostar dejando así las cosas, estaba muy equivocado. Supongo que se dio cuenta, porque en cuanto tuve el pijama puesto me dijo:
—Che fo cuendo godo eb um bidufo.
Y luego, tras sacarse el cepillo de dientes de la boca y enjuagarse:
—Que te lo cuento todo en un minuto, diantre.
Y así lo hizo. O empezó a hacerlo, al menos. Se puso su camisón de lunares y su gorro de dormir —ya, bueno, el abuelo es el abuelo, eso nadie puede cambiarlo—, se echó la borla a la espalda y, con las piernas bien tapadas con una manta a cuadros, arrancó:
—Hay muchas cosas que no sabes, Serena. Algunas de ellas, porque ocurrieron hace mucho, siglos atrás, y porque ya sabemos que en el colegio solo os enseñan tonterías.
Ante mi cara de protesta, el abuelo contraatacó:
—Tres preguntas, Serena. Te voy a hacer solo tres preguntas sencillitas. Si sabes alguna, admitiré mi error y lo haremos a tu manera. Pero si no, dejarás de interrumpirme.
—Vale.
—¿Sabes quién es Bunduqy?
—¿Qué?
—¿Sabes cómo montar un camaleonio?
—¿Que qué?
—¿Sabes qué efectos tiene en la gente el mesmerismo? —¿Que que qué?
—Pues eso, que no os enseñan nada. Nada de nada. Ni lo más básico.
Y ya está, tres a cero. La paliza del año, vamos, una derrota en toda regla. Supongo que tenía que haberlo previsto, pero es que a veces me pueden las ganas. Hubiera preguntado si eso del mesmerismo era su táctica, la de Mésmer, para ponerme en mi sitio cuando me pasaba, pero hasta de eso me abstuve. Roja como un tomate por la humillación, me acurruqué bajo mi manta y me dediqué a escuchar, por supuesto sin más interrupciones.
—Bien —siguió el abuelo—, te decía que hay cosas que no sabes porque son antiguas, pero hay otras... Verás, hay otras que deberías saber, y si las ignoras es porque alguien te las ha ocultado. Y resulta que yo le prometí a ese, ejem, alguien que no te diría nada sobre esas cosas, y por eso, ejem, estamos como estamos. Eh... ¿no entiendes nada, no?
Por toda respuesta, incliné la cabeza y levanté las cejas. —De acuerdo, iremos por orden. Verás, hay lugares en el mundo, Serena, que son muy especiales, y si lo son es porque en ellos las fronteras con Tierra Onírica son tenues, débiles, casi imperceptibles. Son lugares únicos, que en algún momento del pasado contaron con una puerta entre ambos mundos. Lugares cargados de historia, de belleza y, claro, de batallas por el poder que eso supone. Tú conoces bien los orígenes del mundo de los sueños, conoces la guerra que enfrentó a Fobétor y a sus hermanos, Morfeo y Fantaso. Y sabes que el dios rebelde intentó desterrar a los humanos de Tierra Onírica. Hasta ahora has visto la mayor frontera que levantó para lograrlo, el bosque de adansonias. Pero hay otras, que espero que nunca debas visitar. Y también hay, como dispuso Morfeo, entradas secretas que ciertos iniciados, vigilados por el Consejo, recorren para saltar de un mundo a otro. No todo el mundo tiene controladoras, querida, y a veces es necesario hacer el trayecto a la inversa: ¿cómo crees que vienen los Oniros al mundo real? Ellos no pueden despertarse, como nosotros...
Me agité inquieta en la cama, aunque guardé silencio. Y el abuelo lo entendió.
—Sí, Serena. Por una de esas puertas entraron los parpadillos que engañó Letargo hace unos meses. Y por esas puertas, por las más olvidadas, oscuras y peligrosas, se mueve el Doctor para eludir nuestra vigilancia. Y sí, piensas bien: en Venecia hay algunas de esas puertas. Tres, para ser exactos.
—¿Y dónde...?
—Pronto lo sabrás, Serena. Y recuerda que si soy tan reservado contigo no es por desconfianza, sino porque me obliga una promesa. De todos modos, puedo decirte que lo peligroso en Venecia no son esas puertas, que según mis informes siguen cerradas, sino tu relación con ellas. Venecia es importante en mi vida, Serena, y es importante en la tuya. Por eso he de volver a preguntártelo: ¿te has sentido extraña estando aquí?
—Bueno, quizá he tenido algún vértigo, y también una... alguna visión.
—¡Lo sabía!
De un salto, el abuelo salió de la cama y empezó a dar vueltas por la habitación.
—De acuerdo, vale, tú ganas —me dijo de pronto, sin aclararlo—. ¿Tienes tu teléfono?