Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Colección de relatos del escritor barcelonés Ricard Ruiz Garzón, que contiene algunos de los relatos aparecidos en antologías y diversos medios de su carrera.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2022
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Ricard Ruiz Garzón
Saga
Cuentos y relatos de Ricard Ruiz Garzón
Copyright © 2020, 2022 Ricard Ruiz Garzón and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726530957
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Son las 17’03. Y ocurrirá a las 18’44. Así que tengo ciento un minutos, hora y media larga.
Se levantan, sin excepción, cuando han transcurrido setenta y dos horas, exactamente setenta y dos. A los tres días, como en la Biblia. Parece broma, pero tiene lógica. Tú serás la prueba.
Tras el ritual del antiséptico, doy un sorbo a la cerveza y busco unos guantes, una bata y una mascarilla. Cuando lo tengo todo puesto, me doy cuenta de que tanta precaución resulta absurda, pero es la costumbre. Vestido así, en cualquier caso, puedo distanciarme, creer que sólo he venido a trabajar. Ojalá. Sacudo la cabeza, te saco de la nevera y reviso los papeles. Luego preparo el instrumental y analizo tu cuerpo. Todo indica que completaron el drenaje antes de huir. Que después de la necropsia les dio tiempo a taponarte, a inyectarte el conservante, a cubrirte y a meterte de nuevo en la cámara frigorífica. Pero tanta consideración me desconcierta. Tuvo que ser Gálvez, claro. Ningún otro se hubiera ocupado en medio del caos. De hecho, fue él quien me avisó antes de morir. Quien me salvó, quien me indicó dónde buscarte. Está decidido: si puedo, más tarde, coseré a Gálvez. No se merece despertar eviscerado.
Resulta igualmente innecesario, pero vuelvo a lavarte el pelo, dos veces, intentando no mojar el área traumatizada. Luego, inspecciono todas tus cavidades y aspiro los despojos. Para acabar desinfecto el resto de tu cadáver, empezando por los costurones que te acribillan el abdomen y continuando por tus pies dedo a dedo, tus uñas mal pintadas, tu tobillo roto, tus muslos llenos de magulladuras. Mientras doy otro trago para olvidar el accidente, entiendo que tendré que depilarte, pese a ir tan apurado. De paso, te recortaré el vello púbico, a ti siempre te gustó cuidar los detalles. No los escatimaré esta vez. No volveré a fallarte, te lo prometo. Hoy no.
Abro la cartera, saco una foto y la pongo en la camilla para que me sirva de modelo. La peluquería no es mi fuerte, pero intento, secador en mano, que cada bucle, cada mechón y cada guedeja bailen igual que en la imagen. Tu media melena se muestra ingobernable, pero insisto con el cepillo hasta lograr un resultado digno de ti. Papá se hubiera sentido orgulloso.
Papá... Ya no puedo disociarlo de los mandriles. Ayer, entre risas histéricas, los rebautizó así al verlos arrastrarse por la calle con el culo al aire. Aullando como alimañas, dijo, y con el culo de color púrpura. Al encontrarlo pensé que era triste que esas, al teléfono, tras la ventana, hubieran sido sus últimas palabras. Me apena que acabara sus días evocando una práctica que siempre censuró. Yo en cambio jamás cuestioné el hábito de cortar la ropa del finado y vestirlo sólo por la cara visible; ayuda a ahorrar tiempo, a evitar que el rigor mortis obligue a romper tantos huesos para meter una manga. Además, nadie suele verle el culo a los muertos. Nadie se lo veía, quiero decir. Pero supongo que papá tenía algo de razón, ayer se vio: por delante, corbata y clavel en el ojal, o blusa con pañuelito y falda a juego, y por detrás… Por detrás, las posaderas del muerto en contraste con sus livideces.
Que fueran muertos andantes no justifica la indignidad.
Son las 17’28. Todo está en calma en la sala contigua. Abro una nueva botella, malta esta vez, y me dedico a aplicarte la crema rehidratante. Tu piel la absorbe con ansia, con sed, sobre todo en las heridas. Al imaginar tus cicatrices, recuerdo las cortinas de carne sobre las pupilas de Aurora, mi pobre Aurora, y con las pinzas de disección te extraigo al sexto intento los capuchones oculares. Las púas han rasgado un poco tus párpados, pero no quiero ni pensar en la faena que me hubiera hecho Gálvez de haberlos sellado con adhesivo... Te aseo la nariz con algodón, te libero los orificios suturados, también los discretos, ante todo los más discretos, y después de enjuagarte procedo a la ingrata tarea de descoser tus encías, momento en el cual maldigo hasta la náusea la eficacia de un inyector de aguja en manos de un tanatopractor.
Al bajar la botella escucho un bramido en la lejanía. Apenas reacciono. Será el alcohol, pero me siento a salvo. Aquí, aunque me sean ajenas, conozco mis armas: jeringas, bisturís, escalpelos, escoplos, cizallas; los cuchillos, las tijeras dentadas, el costótomo... Y las sierras, claro: de arco, de hilo, eléctricas, de cadena… Con una vibratoria reforzada, una De Soutter, me he ocupado, consultando la hora del óbito en los expedientes, de los difuntos que estaban a punto de despertar. En cuanto a los que gimen fuera, no me inquietan, no creo que intenten saciar su sed de sangre en los tanatorios. No, aquí solo hay muertos realmente muertos. Aquí y ahora, más allá de los desmembrados, ya no hay nadie. Estamos solos, mi amor. Los tres.
Regreso de la sala contigua, donde el pobre sigue inerte, y preparo las gasas, la cera y las distintas colas y cremas. Tienes tantas lesiones que no sé cuál disimular primero: las del accidente, las del ataque, las de la autopsia, las del embalsamado, las que acabo de infligirte sin querer… Demasiadas. Pero vestirte olvidándolas, como quien mete basura bajo la alfombra, sería repugnante. Por eso arranco, ajeno a ortodoxias, con el cuello, donde aún asoma la arteria elegida por Gálvez para conectarte a la bomba. Aplico cera, esparzo crema, lo repaso todo y listos. Repito la operación, una y otra vez, una y otra, rellenando, alisando, recosiendo si cabe. Perfilándote, redibujando tu piel, bebiendo más, sometiéndote a esas cirugías que jamás, tan hermosa, necesitaste en vida. Hasta que estás a punto, hasta que resplandeces como un lienzo. Acerco entonces el estuche de maquillaje a la camilla, lo abro, tomo un pincel…
Y veo una sombra cruzar la puerta.
Nadie. No hay nadie en todo el tanatorio, lo he recorrido de cabo a rabo. Incluso he removido, en la estación de tallado, la montonera de miembros sueltos. Y he rebuscado en el interior del crematorio, entre las cenizas, aunque sólo he encontrado cráneos, los de los mismos muertos que ya había neutralizado con la De Soutter. Pero entonces, si no hay nadie, ¿qué ha ocurrido, qué he visto, qué he creído ver? ¿Tan alterado estoy, tanto me afecta verte aquí, así, tener que restaurarte olvidando lo que significas para mí? Supongo que sí, pero, por si acaso, trabo las puertas y fijo los clamps a las cadenas en la sala contigua, donde todo sigue en silencio.
Ah, y también tiro la botella a la basura. Derramándola.
Tranquila, tú no tienes la culpa. Al revés. Pero no puedo perder más tiempo. Son las 17’52. Una hora. Abro el estuche de maquillaje y empiezo a colorear tus lesiones, aplicando corrector en combinación con tu piel, anaranjada por el conservante. Añado una base compacta, textura crema, para igualar tonos. No será una obra de arte, porque temo, a ti sí, dañarte con la brocha, pero no creo que tengas queja. Además, la cera no está seca y me cuesta avanzar, pero lo hago, he de hacerlo, prefiero ganar tiempo para dedicarlo a tu rostro. Sigo, paso la esponja, llego al muslo y es entonces, al percibir la fricción, cuando recuerdo que iba a depilarte.
Debería haberlo hecho antes de extender la base.
Las 17’56, no, acaba de saltar, las 17’57. Mierda. Mierda, mierda, joder. Está bien, nada de lamentaciones, no podemos permitírnoslo. Busco una cuchilla, aplico gel de afeitar y, tras darle un trago furtivo a la petaca de reserva que aún conservo en el bolsillo, rasuro tus piernas palmo a palmo, con la misma delicadeza que si estuvieras viva. Acabo sin incidencias, te recorto el vello de la entrepierna, te lavo, te seco, te vuelvo a cubrir de crema y, tras unos toques de iluminador, te doy aire con el secador para fijarlo todo. Tal vez quemándote, lo ignoro.
Es el momento, al fin, de vestirte. Con la ropa sin cortar, por supuesto. Tú no irás a un ataúd, ni bajo tierra, nadie podrá decir de ti que pareces un mandril. Mandriles, pobre papá. Él no los combatió cuando eran débiles, cuando no tenían hambre, cuando su máscara de piel cuarteada podía parecer una broma macabra. No luchó, no supo sobrevivir. Nunca lo hizo, en el fondo. Y para qué... Si hubiera huido, si los hubiera esquivado, se habría encontrado con el que el apelativo les venía al pelo: agresivos, irracionales, de mandíbulas hipertrofiadas, aullando en manadas. Mandriles feroces, siniestros, mandriles muertos. Primates de ultratumba.
Doy un largo trago que me quema la garganta. Se me ha enturbiado la mirada, pero aún soy capaz de sostener el pincel. No, no, el pincel no, la ropa, primero la ropa. Buf. Vuelco ansioso la petaca, demediándola. Ahora sí, arrastro la maleta y te pongo las braguitas, las medias con liguero, el corpiño, el sujetador. Pesas, hueles, estás fría, pero no quiero pensar en eso, he de centrarme en no deshacer con un mal gesto el ceremonial. He traído el traje de novia, el de esa boda que nunca tuviste, el modelo Amanecer de CH color marfil con el que soñabas. Con sus 152 botones a la espalda, que ahora maldigo, con su piel de ángel y su encaje chantilly, con todos y cada uno de sus complementos, velo incluido. Por suerte para ambos, ya no hay en ti rastro del rigor mortis, así que en quince minutos, gracias a los ajustes que he hecho en la cintura y con sólo media docena de vueltas en la camilla, te has convertido en la princesa prometida. Para rematar la transformación, te repinto las uñas, te pongo los manolos, te abrocho el collar de pedrería, y la pulsera, y como último paso introduzco el anillo con el falso zafiro en tu meñique, el único dedo permitido, tu rareza fruto de tantas discusiones. Y resulta, por supuesto, que te baila y debo traicionar tu viejo deseo, pasándolo al anular…
Hecho lo cual, me dedico por fin a maquillar tu rostro.
Tu rostro. Con los labios despellejados, con los párpados rotos, con esa espumilla burbujeante que el cerebro ha hecho saltar por tu nariz de cervatillo. Tu rostro, tu alma. Y son las 18’26.
Ha costado menos de lo que creía. Menos esfuerzo, no menos tiempo. Hubieras sido la novia perfecta, ya no hay duda. No seré yo quien caiga en el tópico de decir que pareces dormida y que esta sería la imagen, el recuerdo que deseo conservar de ti. No lo diré porque odio el clisé, pero tampoco lo diría porque no es cierto. No, no todavía, no así. Veo tus pómulos marcados bajo los polvos de sol, la máscara que hace relucir como nunca tus pestañas, la sombra azul con la que he camuflado tus ojeras bajo el corrector, veo tus labios en fucsia brillante, veo las cejas perfiladas con lápiz, veo o intuyo el rastro del eyeliner… Y no. No, no está bien, me haces pensar en los auténticos mandriles, los de los zoos, con su cara de payaso loco. No me sirven las cuevas sepultadas de tus párpados, no me sirve tu boca colgando, no me sirve una novia cadáver, un fiambre disfrazado, una mentira. Sabes bien por qué no me sirve. Lo sabes.
Pero ya falta poco. Son las 18’39. Es el momento de atarte.
Seis años sin fumar, con lo que llegó a costarme, separación incluida, y aquí me tienes. Resistí cuando había que resistir, cuando era duro, cuando me jugaba la autoestima, la supervivencia. Pero qué importa ahora, qué importa todo tras la llegada de la horda. Puedo fumar hasta en el último sitio donde pensé que lo haría, en el tanatorio, sin guantes ni bata ni prevenciones, aspirando humo con delectación de converso y sentenciando a gollete mi última reserva de agua de la vida, brindo por ti, amado Macallan. Está bien, lo admito, estoy nervioso. Nervioso por mí, por nosotros. Y borracho. Menos mal que papá no puede verme así. Que le den. Que no se hubiera dejado matar. Que te den, papá. Buf. Miro el reloj, fumo, vuelvo a mirarlo, bebo, lo he mirado sin parar, desesperado por la infinita lentitud del segundero. Increíblemente, son las 18’43. Al final me ha sobrado tiempo. Hasta el último instante, mientras ceñía los clamps sobre tus muñecas a modo de esposas, mientras encadenaba tus piernas a la camilla, mientras te inmovilizaba con protectores como a él en la sala contigua, creí que no llegaba. Que algo fallaría, que no saldría según lo previsto. Y ya ves, aquí estamos, a unos segundos de averiguarlo. A punto de saber qué dice tu instinto, qué falta de futuro nos aguarda exactamente. Quince segundos. Bebo otra vez, termino el cigarrillo, lo tiro al suelo sin apagar, para qué. Cinco segundos. Movería yo mismo la aguja, si pudiera. Tres segundos. Dos. Uno. No ocurre nada.
No ocurre nada.
Nada.
Supongo que había que sincronizar los relojes, como en las películas. No has empezado a agitarte hasta ahora, cuando el mío marca ya las 18’47. No me he movido, no he visitado la sala contigua. Simplemente, he aguardado. Y tres minutos más tarde, ahora, advierto un temblor en una de tus manos, la izquierda, un espasmo apenas perceptible. Con el corazón rebotando en mi pecho, tiro la petaca y me acerco a un metro de ti. No sé por qué, pero esperaba que te incorporaras, que abrieses los ojos, que respiraras, que gritases, algo elocuente. Y no ha sido así. Ha sido peor. Porque tu primer acto ha consistido en encoger un dedo, el anular, con el anillo, y rascar la camilla. Con suavidad primero, forzando el gesto enseguida, convulsionando el nudillo hasta producir un sonido agudo y desagradable, un chirrido metálico.
Y al final, de tanto apretar, te has partido la uña. La uña pintada.
Te la has tronchado en silencio. Sin moverte.
Miro la carne blancuzca bajo la uña, sin hemorragia posible, miro el anillo y entiendo que toda mi restauración se ha ido al garete. Si es un presagio, echaré de menos la botella de la basura. Levanto la petaca y empiezo a trasegar Macallan cuando al fin abres los ojos. Pero no es tu mirada. Son tus ojos, sí, maltrechos, cansados, tus ojos pidiendo explicaciones. Y sin embargo, no sé qué falta o qué sobra, no es tu mirada. Doy un paso atrás, me apoyo en la pared y te veo abrir y cerrar la boca igual que si masticaras… No, prefiero no pensar eso. De pronto te incorporas, descubres las cadenas, observas el vestido de novia sin dar signos de reconocerlo… y te giras hacia mí. Y gritas, después de todo gritas. Y aúllas. Y gruñes. Y ruges, te desgañitas, brincas sobre la camilla como una poseída. Como un mandril por exorcizar.
No me sorprende, es lo que me esperaba. He tenido que contemplarlo demasiadas veces: esos ojos a punto de abandonar sus órbitas, esa mueca monstruosa, esos colmillos al aire, ese odio, esa sed, sed de sangre, de sangre viva. El traje de novia no hace sino acrecentar el contraste con tu rostro infernal, deforme tras el maquillaje. Pese a los protectores, te revuelves con tanta furia que los clamps abren tu carne y te despellejas las muñecas, los tobillos. Incluso empiezas a comerte, a devorarte, a morderte los labios desesperada. Pareces un engendro. Ya no eres tú.
Y sin embargo, tengo paciencia. La consumación se acerca inexorable desde la sala contigua.
Entonces lo oigo, lo oímos. Se produce el milagro.
Todo culmina aquí, en este segundo interminable. Si mis últimas horas han tenido algún sentido, si los sacrificios han valido la pena, si he hecho por algo de tripas corazón, ha sido para alcanzar este instante. Si existe un motivo por el que no me he dejado atrapar, si he peleado, si he sobrevivido olvidando temores, escrúpulos, principios, ha sido para ver tu rostro, ahora sí tu rostro, el verdadero, una vez más en movimiento. Y es este, lo tengo delante, aquí está, aquí estás. Perpleja, desconcertada. En paz. Realmente en paz por siempre en un segundo. Sé que no me engaño, hay algo inequívocamente humano en tu turbación, un grito de ayuda, un desgarrador vestigio de la niña que siempre fuiste. Nadie podrá quitarme esto, nadie podrá interponerse entre tú y mi demanda, mi ruego al fin posible, mi imploración.
Hazlo, perdóname, te lo suplico. Siento no haberlo impedido, no haber sabido proteger lo que más amo junto a Aurora. Lo daría todo por cambiarlo. Mi vida, mi muerte, mi alma. Todo.
Me miras suplicante, ladeas la cabeza, quiero pensar que con ternura, inmaculada pese a las heridas, y no puedo evitar que la agonía de mi pecho se desborde en un torrente de lágrimas. Lloro, sí, me rompo y lloro. Hasta que oigo otro llanto, el suyo, en la sala contigua.
Me seco las lágrimas, cruzo la puerta de la sala, cojo la camilla y la arrastro para ponerlo junto a ti. Es un recién nacido, nadie podría negarlo; aunque esté muerto, acaba de venir al mundo. Tiene manitas, y piececitos, y hace caritas aunque su corazón no lata y le falten el pelo y por fortuna los dientes. Casi no puede abrir los ojos, nunca los ha usado, pero en ellos se adivina una furia antigua, atávica, primordial. La misma que leo en los tuyos, otra vez salvajes, vidriosos, rebosantes de odio. Y entonces, como si ese odio os uniera, tu hijo da un alarido y ambos rugís al unísono, exasperados, agitando las cadenas en busca de un abrazo imposible.
Maternal, supongo, aunque me cuesta decirlo.
Doy una patada a la petaca, recuerdo a Aurora y me lo repito entre maldiciones. Me lo repito mientras busco y rebusco la De Soutter, sintiéndome integrado en este inmundo apocalipsis. Lo hago ignorando los espumarajos que salen de vuestras bocas, la hiel que os alienta, justificada. Me lo repito mientras recuerdo que he de tomar una decisión. Lo repito a voz en grito, brincando desquiciado, incapaz de soportarlo. Consciente de mi fracaso. Y si tanto lo repito es porque lo están gritando vuestros ojos: ambos queréis mi sangre, que es la vuestra.
Entiendo vuestra angustia, hija mía. Sois sangre de mi sangre, y tenéis sed.
¿Que me contradigo? Pues sí, me contradigo.
¿Y qué? Yo soy inmenso. Contengo multitudes.
Walt Whitman
Las dudas… Las dudas son como las termitas: trabajan por dentro, en silencio, infatigablemente, y si nadie las combate a tiempo destruyen sin remedio aquello que infectan. En ocasiones, atacan con tal destreza que la estructura externa de sus víctimas apenas se resiente. Parece intacta, tan sólida como antes de la invasión, pero está dañada sin remedio: es una cáscara vacía.
Yo desearía ser esa cáscara. Lo fui, y en cierto modo lo soy y lo seré algún tiempo, antes de desmoronarme como un castillo de naipes: una cáscara caduca, al borde ya de la descomposición. Las dudas, ah, las malditas dudas… Si se hacen fuertes, no hay nada que las detenga.
Una certeza se impone entre ellas, pese a todo: sé que voy a quebrarme, que me disuelvo, y es por ello que he de apelar a su benevolencia. Les ruego que atiendan este conato de lucidez que me sostiene, acaso por vez postrera. A cambio, trataré de explicarme con el rigor y la claridad que otrora me caracterizaron. A cambio, seré yo mismo… hasta dejar de serlo, quizá ya para siempre.
No he de postergarlo, no debo, no puedo permitírmelo. Es mi última oportunidad de confesar.
Mi nombre es Gabriel J. Utterson, soy abogado y es posible que alguno de ustedes me conozca o me recuerde, no tanto por mi largo historial de servicio, he de decir que humilde pero cabal, cuanto por mi dedicación a un caso tristemente célebre. En efecto, me complace haber tenido por cliente y amigo al difunto doctor Jekyll, cuyo legado administro hace meses con mayor pesar que acierto. Sería normal, digo, que recordaran su historia, su malogrado final, su desenlace al cabo transformado en superchería novelística. No me parece esa, desde luego, la posteridad que Jekyll merecía, ni fue la suya una desgracia tan frívola como para permitir que su versión más extendida haya sido la pergeñada por un fabulador hoy refugiado en tierras de salvajes. No es de ese impostor, en cualquier caso, de quien deseo hablarles.