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A finales de curso, Serena no consigue dormir debido a constantes pesadillas. Entonces recibe la visita de un personaje llamado Doctor Letargo, el padre de una de sus compañeras de clase. Letargo presenta una amenaza para Serena y sus mejores amigos. Todos ellos se embarcarán en una aventura trepidante cuando los sueños comiencen a trascender a en la realidad.
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Seitenzahl: 268
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Ricard Ruiz Garzón, Álex Hinojo
UNA AVENTURA CONTRA EL DR. LETARGO
Saga
El libro de MorfeoCover image: Shutterstock Copyright © 2014, 2020 Ricard Ruiz Garzón, Álex Hinojo and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726530926
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Para Candela, hija de Paco y Bego.
Para Noelia, hija de Michel y Mamen.
Para Milo J. Krmpoti´c y Anna Iwaszuk.
Para Mabel Beltrán. Para Aarón González Ruiz.
Todos ellos soñadores.
Todos guardianes.
«Somos del mismo material
del que se tejen los sueños».
William Shakespeare
«Cuanto vemos o parecemos no es
sino un sueño dentro de un sueño».
Edgar Allan Poe
Alguna vez habéis soñado que os caíais por un pozo sin fondo? ¿O que un ser invisible os tiraba del pelo sin que nadie se diera cuenta? ¿Habéis necesitado alguna noche despertaros porque os perdíais en un bosque sin luna? ¿O porque abríais una puerta y temblabais tanto que no os atrevíais a mirar? ¿Os habéis levantado con la cama revuelta después de huir durante horas de una fiera, un monstruo o un fantasma? ¿Habéis tenido la sensación de que algo os arrastraba por los pies y os ataba al somier con vuestras propias sábanas? Pues ahora meted todo eso en una batidora, agitadlo bien y empezaréis a tener una pequeña idea del miedo que mis amigos y yo sentimos la mañana en que empezó todo, la mañana en que nuestro mundo, y el vuestro, estuvo a punto de cambiar para siempre. Mi gato dice que todo el mundo sueña cosas así, pesadillas. Pero yo estoy segura de que nadie las sueña como nosotros.
Y sí, habéis leído bien, he dicho «mi gato».
Me llamo Serena, tengo once años y quiero contaros cómo los Guardianes tuvimos que pasarnos tres días durmiendo para salvar Tierra Onírica.
Esa dichosa mañana, días antes de los exámenes, abrí los ojos y noté un bultito caliente que se paseaba de un lado a otro de la cama. Había tenido unas pesadillas tan horrorosas que tardé un rato en darme cuenta de que el bultito tenía orejas, y bigotes, y también unas patas peludas.
—¡Marmota! ¿Otra vez en la cama?
A veces creo que tengo el gato más perro del mundo. En cuanto me descuido, zas, brinca sobre el colchón, se hace un ovillo y empieza a roncar a pierna suelta. Normalmente le cierro la puerta para que no se cuele, pero esa noche debí de hacerlo cuando él ya estaba dentro, porque el caso es que ahí seguía, relamiéndose con cara de no haber roto un plato. Iba a darle un empujón, pero acabé abrazándolo. Las pesadillas habían sido tan terribles que necesitaba sus cabriolas, sus ronroneos, su pelo suave y su lengua de lija deshaciéndose en caricias.
Fue después, al ver ante el espejo mi cara pecosa —sí, tengo pecas, muchas pecas, y una nariz minúscula, qué pasa—, cuando descubrí que la noche había sido peor de lo que imaginaba. Tenía unas ojeras de oso panda, y llevaba el pelo como si una manada de pulpos se hubiera dedicado a hacerme trenzas. Para colmo, mis preciosos ojos azules, la parte de mi cuerpo de la que me siento más orgullosa, estaban tan rojos como los de un zombi. ¿Habría pillado alguna alergia mientras dormía? Abrí y cerré los párpados varias veces, y fue como si me hubiera restregado arenilla por los ojos. Era cierto que mis pesadillas se estaban volviendo más intensas, pero... ¿tanto? Me duché, me vestí y me puse mis gafas de sol favoritas, las Oakley violetas, pensando que si seguía alterándome así por los exámenes iba a acabar para el arrastre.
Y eso era algo que mi madre no iba a permitir.
—¿Otra vez te has mordido las uñas? —me dijo durante el desayuno, ignorando las gafas de sol—. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo, Serena? Esta noche volveré a ponerte el repelente...
Ya. Mi madre es así. Me pone un esmalte asqueroso para que no me muerda las uñas pero ni se entera de que me he levantado con gafas para tapar unos ojos demoníacos. Buf.
—Mamá, no me encuentro bien —probé.
—¡Claro que no! A saber todo lo que te comes cada vez que muerdes esas uñ...
—Creo que estoy enferma.
Ahora sí, la treta surtió efecto. Veréis, mi madre no es mala gente, pero tiene unas prioridades algo peculiares. Y su segunda prioridad más prioritaria es la salud. Por eso no es extraño verla termómetro en ristre, persiguiéndome por el salón para tomarme la temperatura, o lavando cinco veces las verduras, convencida de que así elimina todos los pesticidas. Una vez se pasó cuatro horas desinfectando el cuarto de baño porque había encontrado una araña. ¡Cuatro horas! Tardamos una semana en poder entrar a lavarnos los dientes sin mascarilla...
Pero la cosa pasó de castaño oscuro cuando hace seis meses me llevaron al médico de cabecera y me acabaron diagnosticando hiperactividad. Para mi madre, una cosa es que yo tenga unos extraños ojos color cielo y me encante vestirme como el arco iris, o que sea un despiste con patas, que me pase el día en las nubes y que no esté callada ni debajo del agua, y otra muy distinta que una psiquiatra con bata blanca y cara de vinagre dijera que me tenía que tomar unas pastillitas porque sufría un «pequeño trastorno». Como dice mi abuelo, yo sigo siendo la misma, así que no me preocupo. Pero mi madre ha aumentado diez puntos su nivel de vigilancia.
—¿Te has tomado las rubis? —preguntó, como era de prever.
Eso también tiene su gracia. La que se pone de los nervios con mi hiperactividad es ella, pero las pastillitas me las tengo que tomar yo. Y encima tengo que aguantar que le quite importancia llamándolas rubis, un diminutivo de la marca del medicamento. ¡Rubis! Grrrr...
—Sí, mamá —refunfuñé—, me las he tomado. Pero creo que tengo fiebre.
Ahora sí, ahora os confieso que ahí me arriesgué. Y que me pasé. Porque pronunciar la palabra «fiebre» en presencia de mi madre es como declarar zafarrancho de combate. Antes de que me diese cuenta, ella había puesto su mano sobre mi frente, había murmurado un «sí, unas décimas» y se había escabullido por la puerta de la cocina para aparecer un segundo después con el botiquín en la mano, dispuesta a administrarme un tratamiento de urgencia. Ya me veía en una ambulancia, conectada a mil tubos y rodeada de botellas de oxígeno, cuando mi padre acudió en mi ayuda. Entró en la cocina, dio los buenos días, le arreó un pescozón a Marmota y preguntó:
—¿Llevo bien la corbata?
Ni siquiera me hizo falta mirar. Mi madre se adelantó: —¡Otra vez torcida!
—Bah, debería comprarme una de esas que ya llevan el nudo hecho.
—Quita, quita... —se opuso mamá—. ¡Eso te lo arreglo yo en un periquete!
No hace falta que siga, ¿verdad? Exacto, ya la vais conociendo: mi madre es de las que dicen «periquete». Y su segunda prioridad más prioritaria es la salud, pero la primera primerísima... ¡es el orden! Así que para ella una corbata torcida gana por goleada a unas décimas de fiebre, dónde va a parar… El caso es que, por un rato, me quedé sin nadie a quien explicarle mis pesadillas. No recordaba muchos detalles, solo una creciente sensación de peligro, una angustia de sábanas revueltas y sudores fríos, pero necesitaba que alguien me achuchara, me dijera que todo iba a ir bien y me hiciera reír. En ese momento eché de menos a mi abuelo, que desde marzo andaba en una de sus misteriosas expediciones. Tener un abuelo científico está bien, porque te trae regalos de todo el mundo, pero tiene el inconveniente de que te puedes pasar sin verlo meses y meses. Desanimada, busqué a Marmota con la vista. Lo encontré en el suelo, jugueteando con las vendas. Me ignoró.
En cuanto el nudo de la corbata estuvo de anuncio, abrí la boca para reclamar la atención de papá, pero otra vez fue inútil. Lo único que conseguí es que mi madre aprovechara la ocasión para embutirme el termómetro hasta la campanilla.
—No creas que me olvido de ti —me advirtió.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué llevas esas gafas, estás malita?
—preguntó papá, tostada en mano.
Intenté hablar sin romper el termómetro:
—Do be ebcuendro buy bied.
—Vamos, vamos, no hay que ponerse dramáticos. Exámenes finales, mala cara, aspecto de haber pasado la noche pisando cristales... No hace falta ser médico.
Mi padre siempre tiene una explicación sencilla para todo. Y le encanta contradecir a los médicos y, ya puestos, a mi madre. Por eso me guiñó un ojo, regateó a mamá como un delantero centro y me arrancó el termómetro de la boca. Mi madre, segura de que estaba a punto de ebullición, intentó quitárselo, pero papá la detuvo.
—¡Basta de tonterías! ¡Esto son solo nervios típicos de final de curso! —sentenció, con ese tono que reserva para zanjar los debates sobre mi salud—. Mira, Serena, déjate de gafas y lamentos y no te aproveches: tú sabes que podrías hacer los exámenes con los ojos cerrados. ¡Vamos, si hasta podrías responder dormida a todas las preguntas!
Miré a mi padre con la boca abierta. Me acababa de acordar. De repente.
En una de las pesadillas, las que me habían dado la noche, yo había tenido que pasar junto a otras personas por un túnel muy estrecho, oscuro y maloliente. En medio del túnel, había aparecido un charco lleno de gusanos negros, y alguien había hecho una pregunta.
Yo había contestado a gritos, y un amigo mío había acabado dentro del charco.
Llegué tarde al colegio, cuando todos estaban en clase. Bueno, casi todos. Faltaba el profe de mates, al que llamábamos el Quebrado porque llevaba el brazo en cabestrillo por un trompazo en el patio, y faltaba la persona que me adelantó de un codazo, la persona que menos deseaba cruzarme tan temprano.
—Malísimos días, Serena —me escupió.
—Como siempre al verte, Insomnia —respondí.
De acuerdo, lo admito: a la bruja de Insomnia no la trago, ni la he tragado nunca. En realidad no la traga nadie, pero es que es difícil tragar a una pringada pálida como una vela, con un pelo que no sirve ni para hacer escobillas de retrete, que viste todo el año de negro y se pasa el día tirando bolitas de papel mojado desde la última fila. Sobre todo, puajjj, sabiendo que antes las moja en su horrible boca de dientes cariados. Os lo juro, nunca he visto a nadie que dé tanta grimita como Insomnia. En clase dicen que no es gótica, como ella afirma, sino rancia, y que huye del sol como los vampiros, y que tiene esas ojeras tan profundas porque solo duerme una hora al día. También se dice que a la hora del patio busca insectos y los chafa con los dedos, pero eso no sé si es cierto porque nunca le he dado la mano para comprobarlo. ¡¡¡Puajjj!!!
Indiferente a mi cara de asco, Insomnia me dio otro codazo y se metió en clase. Me extrañó que no se quedara a fastidiar, pero lo entendí al oír a mi espalda la voz del Quebrado.
—Así que llegando tarde... —me regañó el profe antes de que me volviera—. ¡Y con gafas de sol!
—Oh, pobre, pero si se ha tropezado —añadió otra voz, más cascada—. Permíteme que te ayude.
El codazo de Insomnia me había dejado con una rodilla en el suelo, pero al ver la sonrisa del hombre de la voz rota deseé estar aún más lejos. Bajo tierra, por ejemplo.
—Supongo, Serena, que conoces al padre de tu amiga... Tragué saliva. Antes de que el Quebrado pudiera recordar el verdadero nombre de Insomnia, la «amiga» en cuya dirección señalaba, la cara de aquel hombre se me clavó como un hachazo. Era feo, feísimo, y esquelético, y blanco, no, amarillento. Parecía una momia, se movía como la marioneta de un titiritero loco y apestaba a tabaco. Definitivamente, aquel no era mi día.
—Ejem, ¿puedo? —carraspeó la momia, ofreciéndome la mano con un susurro helado.
Sus ojos, grises y legañosos, eran dos canicas llenas de ceniza, daban ganas de graparle los párpados para no vérselos. Para acabar de arreglarlo, el hombre sonrió. Y entonces, el susto que llevaba encima se convirtió en repugnancia. Su boca parecía un piano viejo. Unos dientes roñosos la invadían en perfecto desorden, y una lengua de loro los relamió. ¿Tenía labios?
—Disculpa a mi hija —dijo, mirando hacia la puerta por la que había desaparecido Insomnia—. No le gusta llegar tarde.
Buf, eso es lo que no soporto de los adultos. Lo mal que mienten. Y si encima son padres de Insomnia, entonces, como diría mi madre, ya no tienen perdón de Dios.
Me levanté sin ayuda y el hombre retiró su mano como si se la hubiera mordido una serpiente. Y eso que el de la pinta de culebra, y atropellada, era él. De uno de los bolsillos de su gabardina sacó un inmenso reloj colgado de una cadena. Era uno de esos relojes antiguos, de los que usan los magos para hipnotizar, de los que llevan los abuelos enganchados al chaleco. Pude oír claramente su tic-tac. Sonaba como si alguien tirase rocas desde lo alto de un barranco. El padre de Insomnia señaló el reloj con un dedo huesudo.
—Tú también llegas tarde —rio junto al Quebrado—. A ver si voy a tener que vigilarte, je, je, je...
Lo veis como yo, ¿verdad? Glups, glups y reglups. No sé si el profe captó la amenaza, pero yo recibí aquellas palabras como si me hubieran obligado a comerme la tierra del gato. Después de que el gato la hubiera usado, por supuesto.
Tras varias horas de repaso para los exámenes de la semana siguiente, las ecuaciones, los decimales y las raíces cuadradas me salían por las orejas. La sensación de inquietud, además, seguía pegada a mí como una capa de pintura. Y de los ojos, mejor ni hablo. Simplemente tenía ganas de arrancármelos. Por suerte, en ese momento sonó el timbre. Antes de salir, me asomé por la ventana e inspeccioné el patio, pero no vi al padre de Insomnia por ningún lado. El olor a tabaco, sin embargo, seguía impregnándolo todo.
—Serena, ¿puedes venir un momento?
Que el profe te llame justo antes del recreo es algo que debería estar prohibido por ley. Sobre todo cuando en ese momento pasa alguien como Insomnia por tu lado y te enseña su dedito corazón todo estirado. Al final, el Quebrado sólo quería interesarse por el estado de mis ojos, que le había tenido que explicar por culpa de las gafas de sol. En cuanto me dejó ir, salí disparada hacia la fuente. Junto a ella, me esperaban los Guardianes con cara de santitos.
Ah, los Guardianes. ¿No os había hablado de ellos? Pues quizá sería hora de presentarlos, ya que fueron ellos los que me ayudaron a salvar el mundo, o lo que al final hiciéramos, que no os penséis que lo tengo tan claro. Aunque, ahora que lo menciono, para entonces no eran oficialmente los Guardianes, solo en parte. Uf, qué lío, ¿verdad? Ya dice mi madre que a veces soy como una cabra loca. En realidad, lo que soy es hiperactiva, pero eso ya os lo he contado y no es verdad. Quiero decir, que no es verdad del todo. Bueno, luego os lo explico mejor, como lo del gato. Vamos ahora con los Guardianes que me esperaban en la fuente del colegio.
La primera que me vio llegar fue mi prima Virginia, que tiene un año menos que nosotros y está un curso por debajo. Nos parecemos tan poco que casi nadie sabe que somos parientes. Yo le saco un palmo, y ella... Vale, sí, ella tiene la piel más tersa, los labios más rojos y unos rizos dorados que nunca se le despeinan. Y no tiene pecas. Y siempre viste a la moda, y sonríe como una presentadora de televisión. Vamos, que todos la adoran. ¿Se nota que la quiero?
Pues sí, la quiero, y mucho, porque además de mi prima es mi muy-mejor-amiga. Y también porque yo soy su protectora. No me entendáis mal, no es que ella sea una debilucha, pero es que a su lado, con esa pinta de muñeca de porcelana, yo parezco una salvaje. Ella se esfuerza en peinar mi pelo encrespado, me ayuda a combinar mejor los colores y alguna vez hasta ha intentado maquillarme en secreto. A cambio, yo le enseño a defenderse, a no perder en todos los juegos en los que participa y sobre todo a que se acuerde de las cosas. Porque lo de mi prima Virginia con la memoria es de escándalo. Una vez, hace poco, hasta se olvidó de su nombre. ¡Os lo juro! Me preguntó si sabía cómo se llamaba, y lo decía en serio. No me extraña que mi abuelo le diga a la familia que hay que esforzarse en desalelarnos. Así lo dice siempre:
—¡A estas niñas, hay que desalelarlas!
Y se ríe: ji, ji, ji... Claro que, con todo lo que sé ahora, no me extraña que se ría. Ni tampoco que mi prima olvidara su nombre.
Pero volvamos a los Guardianes. Además de Virginia, que esa mañana llevaba unas gafas de sol verdes y mucho más modernas que las mías, en el banco de la fuente estaban sentados los otros miembros del grupo, Raúl y Simón. El guapito y el manitas. Sí, Raúl es guapo, guapísimo, está como un queso, está cañón, decidlo como queráis, que el resultado es el mismo. Es por lo único que le dejo que me llame «Pequitas», a cualquier otro le rompería un brazo. Aun así, no entiendo por qué se ha acabado juntando con nosotros. ¿Por Virginia, tal vez? En fin, solo añadiré que basta con mirar su flequillo moreno, sus ojos verdes, su sonrisa perfecta y sus largas pestañas para que todo el mundo suspire en plan peliculero. Y, a pesar de todo, resulta que es simpático, aunque algo tímido. Yo creo que es por lo del canto. Porque es posible que os suene raro, lo sé, pero Raúl canta, y canta muy bien, además. Y sabe muchísimo de solfeo y de música clásica y estudia en el conservatorio. Lo más divertido es que él quiere ser tenor, pero sus padres pretenden que se convierta en una estrella pop. Como están hartos de trabajar en la tienda de colchones del barrio, lo han llevado a varios concursos de la tele, pero a él no se lo recordéis porque le da una vergüenza bárbara. A veces, la madre de un compañero lo para por la calle para decirle lo guapo que salió por televisión, o lo bien que cantó, y él enseguida se pone como un tomate y sale corriendo. Al final, sus padres han aceptado una tregua: ellos le dejan estudiar en el conservatorio y él se presenta una vez al año a algún concurso de talentos. A nosotros, eso sí, nos confiesa que en esos concursos lo hace mal aposta. Yo creo que por eso somos sus amigos: nos da igual —o casi igual— que sea tan guapo y nos da igual que no quiera salir por la tele. Ah, y nunca le hemos pedido que nos cante algo. Bueno, nunca hasta estos tres días que os estoy contando, aunque en este caso fue por una buena causa, y porque...
¡Jo, ya me estoy aturullando otra vez! Simón, falta Simón.
Ahí está, el bajito de ojos de anime que le da vueltas a su iPhone. Simón es el único en todo el cole al que sus padres le dejan tener un móvil así, pero en su caso es normal: es tan bueno con la tecnología que, en sus manos, ese teléfono es como una varita mágica. Bueno, ese teléfono y cualquier aparato. Yo lo he visto pasarse horas arreglando un ordenador y al final controlarlo con el mando a distancia del microondas. O lo he visto modificar la videoconsola y lograr que uno de sus juegos sirviera para hacernos los deberes. Práctico, ¿verdad? Lo único malo de todo esto es que Simón habla a veces de forma tan rara que no entendemos ni jota. Todo lo llena de bits, chips, gigas y jailbreaks, pero se lo perdonamos porque siempre está dispuesto a echarnos un cable. Y porque con esos ojos tan enormes tiene una cara de hámster graciosísima, pero eso no se lo digáis. Ya lleva bastante mal lo de ser tan bajito y pelirrojo, y con lo susceptible que es...
Ah, me queda deciros por qué nos llamábamos los Guardianes: pues alguien nos llamó una vez así, no sé por qué, y nos gustó... Y... eh... ¡Vale, está bien, ya sé que no cuela! No voy a engañaros, pero no os lo puedo explicar, aún no. Esa mañana, cuando los Guardianes nos juntamos en el banco a pocos días de los exámenes, nuestro nombre era aún un secreto. Y lo fue hasta que tuvimos que hacerlo público. Pero ya llegaremos también a eso, tened paciencia.
Volvamos ahora una última vez al banco, donde Virginia y Raúl estaban sentados y Simón, que al ser tan bajito prefería quedarse de pie, se apoyaba enfrascado en su teléfono.
—Eh, ¿sabéis que la profe de ciencias tiene una cuenta en Facebook? Mirad qué fotos...
—Ya podrías utilizar eso para encontrar los exámenes de lengua, nos iría mejor —protestaba a su lado Raúl, que tomaba el sol con un brazo sobre la cara.
—¿Tan mal lo llevas? —pregunté, sumándome a la conversación.
—Fatal, Pequitas —contestó sin moverse—, y como no me cure pronto...
—¿Estás enfermo?
—¡Uala, esta foto tenéis que verla! —insistió Simón, agitando el móvil—. ¡No os lo vais a creer!
—¡Corta el rollo, renacuajo! ¡Estoy hablando con Raúl!
Me salió del alma. Renacuajo. Le dije renacuajo. Teníais que haber visto la mirada de Simón. Con su complejo por ser tan enano, se me ocurren pocas cosas que le hubieran sentado peor.
—¡Espera! —dije, viendo que se alejaba del banco con la cara encendida.
No sirvió de nada. Raúl me ignoró, pero Virginia se volvió extrañada hacia mí, y también algo ofendida. Nosotros éramos un grupo con normas, y una de nuestras normas era no insultarnos. Me senté en el banco y metí la cabeza entre los brazos.
—¡Vaya asco de día, hoy no doy una! —lamenté—. ¿Se habrá enfadado mucho?
El silencio de Raúl y Virginia fue tan largo que no hizo falta decir más.
—No sé qué me pasa, deben de ser estas dichosas pesadillas —me excusé.
—¡Otra con pesadillas! —se quejó entonces Virginia, sin delicadeza alguna—. Pues sí que estamos bien, a este paso acabaremos con las reservas de gafas de sol.
Iba a decir la verdad sobre mis ojos inyectados en sangre, pero preferí quitarme las gafas con un gesto teatral. Seguro que así mi prima se sentiría culpable por su comentario. Esperaba que al menos diera un salto ante la magnitud de la tragedia, pero no movió ni un pelo. Solo se volvió y le dio un codazo a Raúl.
—Eh, tú, no te pierdas eso...
—No puede ser...
La frase la dijo Raúl al verme los ojos, pero podía haberla dicho yo también al ver los suyos. Pese a que se protegía del sol haciendo visera, vi claramente que decenas de surcos sanguinolentos rodeaban sus pupilas. Parecía que se hubiera ido de juerga seis noches seguidas.
—¡Ah...!
Esta vez sí. Esta vez, lo reconozco, la que ahogó el grito fui yo.
Ante mí, junto a Raúl, Virginia se había quitado las gafas verdes. Sus ojos estaban aún más irritados que los nuestros. Parecían dos volcanes a punto de entrar en erupción.
Esa noche retrasé cuanto pude la hora de irme a la cama. Y eso que hacía años que la oscuridad había dejado de darme miedo. Ya no me asustaba que una rama golpeara el cristal de la ventana en mitad de la noche, ni que los muñecos me miraran con ojos de cristal. No, aquella noche no me aterraba la oscuridad del exterior. Temía la del interior de mis sueños.
Papá, siempre tan atento, me puso el colirio que me había recetado el médico del colegio y me llevó en brazos desde el sofá. Me Hizo un par de bromas sobre mi pijama lleno de troncos a medio serrar, me besó en la frente y me dijo, resoplando y haciendo el payaso:
—Pe... pero si no pe... pesas na... nada, pe... pequeñaja... Cualquier otro día, que mi padre me llevara en brazos me hubiera dado una rabia inmensa. Al fin y al cabo, ya tengo casi doce años. Pero esta vez me sentí más segura agarrada a su cuello, y entre su protección y mi orgullo no me lo pensé. Mientras subíamos la escalera, Marmota se nos sumó sin disimulo. Iba bostezando. Por un momento pensé en su pelo. ¿Y si todo era una alergia? No, imposible. Virginia y Raúl no tenían gato. Y Marmota era un animal sanísimo.
—Papá, ¿puedo dejar que Marmota duerma esta noche conmigo?
—Ya sabes que a tu madre...
—Por favor, por favor, por favor.
Algo debió de leer papá en mi mirada, porque no puso pegas. Antes de que se fuera, pregunté:
—¿Tú conoces algún remedio contra las pesadillas? Mi padre se quitó las gafas, mordisqueó una de las patillas como si estuviese pensando y señaló al gato, que ya había iniciado a lametones su particular hora del baño.
—Tu abuelo siempre dice que Marmota es capaz de espantarlas. ¿Verdad, dormilón?
El gato se acercó con altivez, sabiéndose protagonista. Puso su cabeza en mi mano y lo acaricié. Él me recompensó con un ronquido. Ya estaba frito.
—¡Pues vaya guardián estás tú hecho!
Papá rio, apagó la luz y cerró la puerta. Oí sus pasos bajando las escaleras y mentalmente los conté. No llegué al final. Me quedé roque.
A veces, lo que recuerdas de un sueño no son las imágenes. Puede ser una sensación de dolor, si crees que te has dado un golpe, o un gran vértigo, si estabas cayéndote por un barranco, o el zumbido de esa apisonadora que no dejaba de pasar una y otra vez por la almohada. Si yo no lo recuerdo mal, y no lo creo, mi sueño de aquella noche empezó con un sonido repetitivo. Parecía el goteo de un grifo sobre un plato, pero era más metálico. Poco a poco, el ruido fue haciéndose más nítido y descubrí que me era familiar: era el tic-tac de un reloj.
Me tapé los oídos, pero lo único que conseguí fue encerrar el tic-tac dentro de mi cabeza. Intenté entonces abrir los ojos. Al hacerlo, vi que seguía en pijama, y que no estaba en mi cama, sino en medio de la calle. Aún tenía las manos en las orejas. Y corría, corría como una loca.
Me frené y miré a mi alrededor. No había nadie en las aceras, no había coches aparcados y los escaparates estaban vacíos. Pero pasaba algo peor: las casas no tenían puertas ni ventanas.
Bajé mis manos y el tic-tac del reloj creció hasta hacerse insoportable. Estaba a punto de taparme otra vez los oídos cuando oí una risa aguda y una voz. Llegaban de todas partes.
—¡Llegas tarde, ja, ja, ja! ¡No podrás ayudar a Mésmer, jo, jo, jo, no podrás, ju, ju, ju!
Un escalofrío me recorrió el cuerpo. De repente me sentía como si estuviese en bañador en medio de la Antártida. Aquella... ¡Aquella era la voz del padre de Insomnia! Y su risa, desafinada, daba aún más miedo al no estar él presente. Pensé en las palabras que había oído. ¿Se dirigían a mí? Pero yo no sabía quién o qué era Mésmer. ¿Por qué tenía que ayudarlo? ¿Y por qué no podía? Como si alguien hubiese leído mi mente, una segunda voz se impuso sobre el tic-tac. Resonaba igual que el eco, pero la entendí. Y lo que es peor, la reconocí.
—¡Reúne a los Guardianes, Serena! ¡Ipso facto!
Solo conozco a una persona que diga ipso facto para darse prisa, y es mi abuelo, el científico. Parecía su voz, pero ¿de dónde venía? ¿Por qué se oía tan amortiguada? Y sobre todo: ¿cómo sabía mi abuelo quiénes eran los Guardianes? Claro que igual no se refería a mis amigos...
Aquel, desde luego, era el sueño más raro que había tenido en mi vida. El más absurdo. Porque además, si soñaba... ¿cómo era consciente de estar haciéndolo?
Volví a la realidad, o al sueño, o a lo que fuera, al advertir que algo se movía al final de la calle, algo que aumentaba imparablemente de tamaño. Empecé a recordar por qué corría, por qué estaba huyendo. Aquella mole me perseguía. Era una especie de muro capaz de hincharse, un manto gris y elástico que al crecer devoraba cuanto encontraba a su paso: las casas, los jardines, los semáforos, las farolas...
De pronto, dejé de oír el tic-tac. Un estruendo ensordecedor se lo había tragado. Y era un estruendo líquido e inconfundible. Lo que se me venía encima no era un manto, ni un muro, era agua. Una inmensa ola de agua que reptaba hacia mí como un tsunami.
«¡Corre, corre cuanto puedas!», pensé. Y al ver que no era suficiente, grité: «¡Despierta!».
Pero no funcionó. Lo único que ocurrió es que la montaña de agua me tragó de un bocado. Di varias vueltas de campana, como si me hubiera centrifugado una lavadora gigante y... respiré.
Hay gente que sueña que vuela, que entiende idiomas que nunca ha estudiado o que se vuelve del tamaño de una pulga, ¿no? Bueno, pues yo soñé que respiraba bajo el agua, en una ciudad inundada, y que podía bucear tranquilamente por ella como si hiciera turismo.
Un minuto después, para acabar de rematarlo, Marmota apareció a mi lado nadando alegremente. ¡Marmota! Empecé a enfadarme: ¡vaya sueño estúpido! ¡Si Marmota odia el agua! ¡Si bufa y gruñe y enseña los dientes en cuanto lo acercas a la bañera! Ahora sí que estaba completamente segura: nada de lo que estaba viviendo podía ser real.
Aun así, tuve que reconocer que Marmota estaba muy gracioso. El agua hacía que pareciera un peluche remojado, y a él no parecía importarle. Jugaba, daba volteretas y saltos de tres metros, perseguía medusas de colores... ¿Medusas? Un momento, un momento, ¿es que me lo iba a creer todo? Tenía que decidir rápido, porque a las medusas se le sumaron pececitos chinos, tortugas, caballitos de mar, delfines... ¡Delfines! ¿Qué estaba ocurriendo?
—Sssosssiégate, Ssserena, sssolo esss un sssueño. Elige sssi quieresss sssufrirlo o disssfrutarlo.
Ah, no, eso sí que no. No, no y mil veces no: ¿mi gato había hablado? ¿Marmota, debajo del agua, y siseando como un sifón? ¿Qué sería lo próximo? ¿Un sombrerero sirviendo el té?
Pues no. Lo siguiente fue la peste a humo. Sí, olía a humo debajo del agua. A humo de tabaco. Al mismo humo de tabaco que unas horas antes me había atufado en la puerta de clase.
En ese instante, como si alguien hubiera entendido que tanto despropósito junto no era aceptable, una especie de niebla cubrió mi sueño. Era una bruma sucia y amarilla, en cuyo centro se dibujaba la silueta de un hombre con levita y chistera. El hombre se fue acercando y el olor a tabaco se incrementó. Cuando estuvo a dos metros, el hombre tosió y sacudió el cigarrillo que fumaba, que permanecía encendido pese al agua que nos rodeaba.
—¡Ya te dije que tendría que vigilarte, Serena! —dijo el padre de Insomnia, echándome a la cara una nubecilla gris—. Eres una niña insolente y malcriada.
—Usted no sabe nada de mí, no me conoce —objeté, frotándome los ojos por el humo.