El barrio de los deseos - Paco Hernández - E-Book

El barrio de los deseos E-Book

Paco Hernández

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Beschreibung

Carol ha sufrido una gran pérdida, y lleva el día a día como puede con la ayuda de sus amigos: María, Lucas, Félix y Luis, quienes también tienen sus propios problemas. Sin embargo, todo toma un giro inesperado cuando aparece en escena Juan, un amigo de la infancia de Carol que dejó el barrio hace veinte años y ha vuelto para montar un restaurante. Ambos guardan en secreto algo que ocurrió una noche cuando tenían diez años, algo relacionado con La princesa y el Lucero del Alba, un cuento de hadas sobre una princesa que debe pedir un deseo mágico. Podría ser anecdótico si no fuera porque con la llegada de Juan a algunas personas del barrio se les han comenzado a conceder sus deseos más íntimos… Dicen que existe un barrio, más allá de las vías, donde sus gentes han vuelto a soñar. En el que escuchan atentamente los anhelos de otras personas. Ten cuidado, vigila lo que dices, a quién abres tu corazón, o tus deseos podrían hacerse realidad.

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Seitenzahl: 414

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www. harpercollinsiberica.com

 

El barrio de los deseos

© Paco Hernández, 2025

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa. HarperCollins ibérica S. A. puede ejercer sus derechos bajo el Artículo (UE) 2019/790 sobre los derechos de autor en el mercado único digital y prohíbe expresamente el uso de esta publicación para actividades de minería de textos y datos.

 

Diseño de cubierta: CalderónStudio

 

ISBN: 9788410644304

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Érase una vez …

… un reino

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

La montaña más alta

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Riva era la princesa

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Tal y como habían vaticinado

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

¡Un dragón!

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Los cuatro jóvenes príncipes

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Los cuatro estaban atónitos

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Cuando alcanzaron la cima de la montaña

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Epílogo

Dicen que…

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

A todas aquellas personas y animales a los que no he abrazado lo suficiente

Érase una vez …

 

 

 

 

Érase una vez…

… un reino

 

 

 

 

… un reino.

 

El Reino del Oeste se alzaba majestuoso en toda su extensión, desde sus cálidas y hermosas playas bañadas en arena blanca hasta sus más altas montañas, coronadas por picos nevados en un invierno permanente. No tenía nada que envidiar a sus vecinos, los reinos del Norte, del Sur y del Este. Todos ellos dichosos por igual, convivían en paz y armonía.

Sin embargo, la dicha se truncó y el Reino del Oeste cayó en desgracia. Una plaga asoló las cosechas, envenenó los ríos y acabó con casi la totalidad de la vida animal. Vacas, gallinas, ovejas…, todos perecieron por igual, del mismo modo que los árboles frutales se marchitaron y, ya fuera por hambre o por enfermedad, sus habitantes comenzaron a padecer las consecuencias.

Mostrando una generosidad que había pasado de generación en generación y que prácticamente era el lema insignia de la familia, el rey no dudó ni un momento en vaciar las arcas del reino para ayudar a todos sus habitantes. Se destinaron grandes cantidades de arroz, trigo, legumbres y una enorme variedad de cereales con el fin de alimentar a la población. Al mismo tiempo, los médicos reales y todos aquellos doctores y asistentes que trabajaban para la nobleza y la realeza fueron enviados allí donde eran más necesarios, con el objetivo de cuidar y ayudar en todo lo posible a los enfermos que, día tras día, aumentaban en número y en gravedad. Incluso el ejército mismo se dedicó a desviar el curso de varios ríos para que su agua, fresca y limpia, pudiese llegar a las poblaciones más necesitadas del reino.

Pero nada de eso fue suficiente. Las arcas se vaciaron en pos de unos alimentos que también habían sucumbido a la plaga, y gran parte de los médicos y asistentes, destinados a cuidar y curar a la población, también cayeron enfermos. Por si fuera poco, y debido a unas lluvias torrenciales que no cesaron en días, uno de los ríos que habían sido desviados anegó algunas de las poblaciones, dejando a su paso todavía más enfermedad y desolación. El Reino del Oeste se desmoronaba como un gran castillo de naipes, carta tras carta.

Llegados a este punto, el rey, asesorado por sus consejeros, tomó una decisión, una decisión que desde hacía cuatrocientos años no había sido necesaria: enviar a la princesa a la montaña más alta del mundo y punto de unión de los cuatro reinos. Al ser la de mayor altitud, se la conocía solo por ese nombre, la Montaña.

Tal y como rezaba la tradición, por cada generación y en tiempos de necesidad, el primogénito del rey tenía que subir por su propio pie hasta la cima de la Montaña y, durante la última luz del atardecer y ante la primera estrella del anochecer, conocida como el Lucero del Alba, pedir un único deseo. Y un único deseo se concedía para el resto de su vida.

La princesa, una joven alegre y con gran energía, que apenas contaba con doce años, no dudó en acceder a la petición de su padre. No solo había heredado los majestuosos cabellos dorados de su madre y el ímpetu de su padre, sino también los valores que ambos le habían inculcado. El día de su partida, cuando ya se hallaba sobre su montura, aprendió por boca de su madre las palabras que se habían transmitido desde tiempos inmemoriales para que su deseo fuera concedido.

—Repite conmigo, Amelia, hija mía… —susurró la reina—. «Estrella, estrella brillante…».

—Estrella, estrella brillante… —repitió la joven.

—«Ojalá pudiera…».

—Ojalá consiguiera… ¡Ay! ¡Devuélveme mi libro!

Capítulo 1

 

 

 

 

Para Carol, Lucas era un idiota integral. La diferencia con uno normal y corriente era que los primeros lo son las veinticuatro horas del día, siete días a la semana o, en este caso, cinco, de lunes a viernes, cuando se encontraban o bien en el colegio, o bien en el único parque con el que por aquel entonces contaba el barrio. Además, recordaba el momento exacto en que Lucas se había convertido en —y cito textualmente— «su enemigo». Fue el primer día de clase, en la primera hora del patio, el día de la inauguración del colegio General Salvador.

El colegio llevaba el mismo nombre que aquella barriada trabajadora, que en un primer momento había constado de solo dos edificios conocidos como los bloques del Maquinista. Construidos en 1981, los bloques se llamaron así porque por aquel entonces su función era hospedar a los trabajadores de la RENFE —la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles— y a sus familias. El barrio había crecido y se había desarrollado más allá de las vías del tren, pues RENFE aprovechó un terreno adyacente a la vieja estación, que en ese entonces era un enorme descampado en los límites de la ciudad, para construir dos bloques de seis pisos de altura cada uno: el bloque A y el bloque B.

Los dos bloques de pisos se alzaban como dos torres impetuosas y solitarias en medio de algunas casas rurales que contaban con sus propios huertos, en una tierra árida que colindaba con un frondoso bosque que veinte años después se calificaría como espacio natural protegido. Los edificios eran idénticos, de un ladrillo cerámico rojizo que apenas había perdido su color cuarenta años más tarde. Siempre se podía decir que ya no se construía como entonces. En cada torre vivían veinticuatro familias, repartidas en dos escaleras por bloque, desde la planta baja hasta el sexto piso. Ya incluso desde el tercero podía divisarse gran parte del resto de la ciudad, entonces pequeña y sin construcciones de gran altura.

De este modo, sus trabajadores no tenían excusa para no mudarse con sus familias si la empresa los desplazaba para trabajar en la nueva línea de ferrocarriles que se extendía por gran parte del país. Todo por un módico precio de alquiler de siete mil pesetas al mes.

A medida que las familias se fueron asentando, surgieron nuevas necesidades; las amas de casa debían desplazarse no solo para comprar alimentos y demás útiles para el hogar, sino también para dejar a los niños en diferentes colegios de la ciudad, pues no todos tenían la suerte de encontrar plaza en el San Roque, el único centro con parvulario que había justo al otro lado de las vías del tren. Algunos comerciantes, como Alfonso Fuster, el padre de Carol, hijo, nieto y tataranieto de panaderos, comenzaron a ver en ello una oportunidad. Ante un mercado que se estaba abriendo, y aprovechando la construcción de nuevos edificios contiguos a los bloques del Maquinista, aunque no tan altos, Alfonso decidió abrir en los bajos de uno de ellos la Panadería Fuster. Le siguió Darío Carranza, el padre de Lucas, pescadero. Estos fueron los dos primeros locales comerciales de la zona, y aquello sentenciaría a los dos pequeños a perder su apellido de por vida, pasando a ser conocidos en el barrio como Carol, la hija del panadero, y Lucas, el hijo del pescadero.

Nuevos comerciantes decidieron mudarse desde otras zonas de la ciudad a las afueras para instalarse en las casas que se habían construido alrededor de los dos bloques de ladrillo rojizo, pactando un alquiler muy asequible en previsión de que la zona no prosperase y tuvieran que volver a sus negocios originales. Sin embargo, no fue el caso, y en 1985 ya eran más de doscientas las familias que vivían en lo que había comenzado a llamarse «el barrio del Maquinista».

Las quejas de los vecinos fueron numerosas cuando el Ayuntamiento decidió que el nombre oficial del barrio sería «General Salvador», en lugar de aquel con el que popularmente lo habían bautizado sus habitantes. Si por entonces el Ayuntamiento no les hizo caso, menos aún cuando saltó la noticia de que la zona iba a contar con su primer colegio y que este también llevaría el nombre de General Salvador. Además, del mismo modo que el Consistorio había obviado las opiniones de los vecinos a la hora de decidir el nombre del colegio, también había destinado un presupuesto ínfimo para su construcción.

La orden era terminarlo lo antes posible. No era necesario un acabado adecuado y mucho menos bonito. El alcalde tenía muy claro que quería tener contentos a sus votantes, pero no lo suficiente para que creyeran que tenían la sartén por el mango. Se trataba de un único barrio, pequeño y de gente trabajadora, ni punto de comparación con el resto de las zonas de la ciudad, más pobladas y con unos habitantes con necesidades menos básicas. De hecho, el alcalde estaba convencido de que el nuevo barrio del General Salvador, cuyo nombre, por cierto, había escogido él en persona, en honor a uno de sus héroes favoritos de la Guerra Civil, tenía los días contados. Casi la totalidad de los vecinos vivían directamente de la RENFE, ya fuera como operarios de vías, de la estación, revisores, maquinistas, o indirectamente, como los propietarios de negocios, igual que los padres de Carol y Lucas, o de cualquier otro comercio de la zona cuyo eje fueran los bloques del Maquinista. Solo estos últimos podía decirse que eran habitantes fijos del barrio, pues a los empleados del ferrocarril los trasladaban con frecuencia y no solían echar raíces. Rara vez se mantenían en los bloques los mismos vecinos durante más de cuatro o cinco años.

Por todo ello, el alcalde nunca tomó demasiado en serio las necesidades del barrio y barajaba la posibilidad de que el día en que la Red Nacional dejase de trabajar en los ferrocarriles el barrio muriera.

Fue de este modo como el colegio se convirtió en un cúmulo de despropósitos desde el primer hasta el último día de su construcción, cuando se terminó de forma abrupta, carente de seguridad y estética alguna, el que iba a ser el patio de juegos del colegio General Salvador. Del mismo modo que los peldaños de las escaleras del primer piso no tenían la altura adecuada y algunos niños tenían que hacer un sobreesfuerzo para subirlos, o el piso del aula 1B estaba algo inclinado, el patio del colegio General Salvador tenía un defecto: el día en que finalizaron su construcción, los obreros olvidaron un cubo de agua mientras fraguaba el cemento y, al retirarlo, hicieron caso omiso del socavón que habían dejado en la entrada del patio. Desde entonces, cada vez que los niños salían a las diez y cuarenta de la mañana, alguno tropezaba con el surco y se dejaba los morros sobre el cemento. Era frecuente, sobre todo en alumnos de primer curso aún no habituados a dicha imperfección.

Es curioso cómo, con el paso del tiempo, se atribuiría al destino —algo normal después de escuchar con atención la historia del barrio— la enemistad que el primer día de clase surgió entre la hija del panadero y el hijo del pescadero. Esta animadversión culminaría veinte años más tarde en una de las mayores tragedias que verían sus calles.

A pesar de la rapidez con que se habían llevado a cabo las obras y el aspecto algo descuidado de las instalaciones, la inauguración del colegio fue todo un acontecimiento en el barrio. Carme, la madre de Carol, asidua cada sábado al mercadillo del barrio, quiso aprovechar la ocasión para que su hija estrenase el vestido que le había comprado la semana anterior. No veía el momento de ponérselo: era una auténtica monería, a rayas rosas y blancas, sin mangas y con un lazo blanco en la cintura.

Ahora el barrio ya contaba también con su propio mercadillo, y este se había convertido en todo un acontecimiento; pese a que cada vez se incrementaba el número de comercios en el barrio, se instalaban cada sábado en la explanada habilitada al efecto algunos puestos de ropa, frutas y verduras a precios muy competitivos. Mención aparte merecía el puesto de menaje de cocina y artículos para hogar, un punto de encuentro obligatorio, debido a que era el único que proveía a sus clientas de platos, cuberterías, cacerolas de cerámica, sartenes y muchos utensilios más procedentes del resto de la geografía española y que hoy en día las familias del barrio todavía siguen utilizando por su gran calidad.

—Mamá, ¿por qué me estás poniendo tan guapa?

—Porque hoy es tu primer día de colegio y ¡vas a ser la niña más bonita del barrio! —le respondió mientras le guardaba un bocadillo de Nocilla en la bolsa del desayuno.

Carme había hecho la bolsa, a juego con el vestido, con un retal de tela de cuadritos de vichí blancos y rosas que le había sobrado de las nuevas cortinas de la panadería, y había bordado en ella el nombre de su hija.

Aunque pareciera una ocasión extraordinaria, no lo era. A Carme le gustaba vestir bien incluso en el día a día de la panadería. Decía que la apariencia lo era todo y que una buena imagen daba sensación de seguridad y confianza a sus clientes. Por ello Alfonso, su marido, siempre vestía con zapatos, chaleco, camisa y pantalones, cubiertos con un característico delantal corto color amarillo mostaza. Carme había leído en una revista de la peluquería que el amarillo era el color más alegre y que más denotaba esperanza, así que no dudó en comprar un par de metros de tela en el mercadillo y coser varios delantales, ya fueran para su marido o para ella misma. Y no solo era su forma de vestir: no había día en que no luciera una redecilla sobre el cabello castaño, bien peinado y recogido por motivos de higiene. A Carol siempre se le dibujaba una sonrisa cuando recordaba a su madre trabajando en la panadería, elegante como un domingo de misa y con su característica redecilla, que, lejos de desentonar, se integraba a la perfección con el conjunto con el que se arreglaba a diario.

—Pero Olga dice que en el colegio te castigan de cara a la pared y los otros niños se ríen de ti —protestó Carol cruzándose de brazos.

—Es verdad —dijo Carme mientras le retocaba el lazo por enésima vez. Le dio la vuelta a su hija y la besó en la frente—. Pero solo si te portas mal. En el colegio te van a enseñar muchísimas cosas. Por ejemplo, te van a enseñar a leer; así podrás leer los cuentos que te regala la abuela.

Carol asintió con una sonrisa, aquella idea le gustaba.

—Además, ¿sabes qué? —continuó Carme—. Vas a conocer a un montón de niños y niñas más. Algunos de ellos van a ser tus amigos y otros no. Algunos te van a invitar a jugar en su casa o a su cumpleaños, y tú también los invitarás a ellos. Jugaréis muchísimo y os lo pasaréis bien. A algunos solo los vas a ver durante algunos años, pero puede que alguna niña se convierta en alguien importante para ti, ¿comprendes, cariño? Amigas para toda la vida.

—¿Como Heidi y Clara?

Carme la miró sorprendida y a continuación se le escapó una carcajada.

—Exacto, como Heidi y Clara, pero sin tanto drama.

—¿Qué es drama?

—¿Ves? Ese es el tipo de cosas que vas a aprender en el colegio.

 

 

Aunque se habían visto alguna vez, en realidad Carol y Lucas no se conocieron hasta ese primer día de colegio. Al principio Carol estaba algo asustada, había muchísimos niños y niñas. Su madre le había dicho que iba a hacer muchos amigos, por lo que ella imaginó tantos como los que habían ido a la panadería el día de la inauguración. Pero allí había más. Encima, la gran mayoría no dejaban de llorar y Carol no sabía por qué. Les quería explicar que todo iría bien, que su amiga Olga no tenía razón, que iban a jugar mucho y a aprender a leer cuentos, pero no se atrevía. Algunos incluso pataleaban y arañaban a sus papás y a sus mamás, y los que ya no lo hacían era porque habían recibido un cachete en el culo, delante de todo el mundo, y con la cara roja aún cubierta de lágrimas atravesaban la puerta de entrada sin esperar las filas que estaban formando los profesores y profesoras. Fue entonces cuando, de entre todos ellos, apareció Lucas sin saber muy bien adónde mirar, con las orejas rojas de vergüenza, a juego con las pecas que le marcaban la cara y los mofletes sonrojados.

Carol no se fijó en él por sus pecas o por su pelo rojizo, sino porque era el único niño que no estaba llorando, y miraba a su alrededor tan sorprendido como ella. En ese momento sus miradas se cruzaron por un instante y, de algún modo, entre tanta locura e incertidumbre, se sonrieron el uno al otro y se saludaron. No se dijeron nada más, ya que ocupaban diferentes lugares en la fila de entrada. Más tarde también se sentarían cada uno en una parte distinta de la clase. Aunque intercambiaron alguna mirada que otra durante la primera hora de la mañana, no fue hasta el recreo cuando hablaron por primera vez.

Se encontraron en el pasillo principal, mientras el resto de sus compañeros pasaban a su lado sin saber muy bien qué hacer. Su profesora, la señorita Rosa, solo les había dicho que cada día, a la misma hora, y solo si se habían portado bien, podrían salir a jugar durante media hora en el patio del colegio. También podían aprovechar ese momento para comer lo que sus madres les habían preparado como almuerzo.

—¡Yo primer! —gritó Lucas al tiempo que salía corriendo hacia el patio.

Carol arrancó detrás de él mientras dejaban atrás al resto de la clase con tal de ser los primeros en salir al patio. Sin embargo, la carrera terminó de forma abrupta una vez que cruzaron la puerta de salida. Lucas tropezó con el agujero que el cubo había dejado en el cemento seco como resultado del descuido de los obreros. Ay, ¡el destino!

El resto de los compañeros llegaron justo a tiempo para ver cómo Lucas tropezaba, caía y quedaba empapado de agua. La noche anterior, en lo que llaman el «veranillo del membrillo de septiembre», había descargado una tromba de agua que había dejado numerosos charcos a lo largo de todo el patio del colegio, y Lucas fue a caer justo en el centro de uno de ellos. Niños y niñas se agolparon alrededor del pequeño y comenzaron a reír y a señalarlo a la vez. Las burlas no parecían tener fin, puesto que, una vez llegados los niños de su clase, se les unían los del resto, que, sin saber qué había ocurrido, reían o bien por inercia, o bien por ver a uno de los más pequeños del colegio empapado de agua de arriba abajo.

Carol no se rio ni por un momento, ni una sola vez. Ni siquiera lo había visto tropezarse. Prácticamente no sabía qué había ocurrido. Sin embargo, había intentado ayudar a su nuevo amigo a levantarse, sin éxito. La avalancha de niños y niñas era tal que la apartaron de Lucas antes de que ni siquiera pudiera tenderle una mano. Desesperada por ver cómo se encontraba su compañero de clase, se abrió camino entre la multitud hasta llegar a él.

—Lucas… —logró decir.

Pero la reacción de su nuevo amigo no fue la esperada.

 

 

Una de las primeras cosas de Carol que llamaron la atención a Lucas era que olía a pan. Antes de instalarse en el nuevo barrio, sus padres, a pesar de conocerse por medio de la asociación de comerciantes de la ciudad, no tenían trato alguno. Al menos no hasta que un día coincidieron delante de las puertas de uno de los bloques del Maquinista. Para ambos fue amor a primera vista. Tan pronto como los vieron supieron que los dos locales con los que contaba el inmueble en los bajos debían ser suyos. Un barrio emergente con una panadería al lado de una pescadería, no había mejor forma de comenzar. Así, cada vez que Lucas iba al establecimiento de su padre, se sentía embargado por un agradable olor a pan. Siempre se detenía un instante en la acera pensando, de forma inconsciente, que si cerraba los ojos ese momento se dilataría en el tiempo. La ilusión se desvanecía una vez que cruzaba la puerta de la pescadería de su padre. Eran dos mundos distintos, y Lucas detestaba el que le había tocado. La panadería del señor Fuster estaba pintada con tonos cálidos, se encontraba a una temperatura agradable, incluso en verano, y cestas de mimbre y cajas de madera adornaban el mostrador y las estanterías para servir los productos que se elaboraban a diario. En cambio, la pescadería de su padre era un infierno helado, cubierto de frías baldosas blancas en el suelo y no menos fríos azulejos en las paredes, además de mostradores de acero inoxidable rebosantes de cantidades ingentes de hielo que se desparramaban bajo todas aquellas piezas de pescado que lo miraban con enormes ojos abiertos e inertes. Darío Carranza siempre decía que su hijo jamás sería pescadero, porque, ya desde que era un bebé, lloraba tan solo con cruzar la puerta del local. Era superior a él, no lo soportaba. El niño odiaba llegar a casa oliendo a pescado, incluso aquel primer día de escuela estaba tan obsesionado con su olor que pidió a su madre que lo bañara dos veces y le dejara usar un poco de la colonia Varon Dandy que usaba su padre.

Cuando coincidió a la entrada del colegio con Carol, lo embriagó aquel aroma tan agradable y característico, que estrechó el lazo que espontáneamente había surgido tras aquella primera mirada. Aunque todo cambiaría un par de horas más tarde…

Lucas empujó a Carol.

¿Por qué había tenido que salir él el primero? ¿Por qué no se había caído Carol? Así todo el mundo se habría reído de ella y no de él. ¿Por qué nadie lo ayudaba? ¿Por qué de repente detestaba el olor a pan? ¿Por qué se había ido? ¿Dónde estaba Carol? ¿Por qué lo había abandonado allí para que todos se burlasen? ¿Se estaba riendo ella también? Lucas no dejaba de preguntarse una y otra vez qué había hecho para merecer eso, y lo peor de todo era que él no había hecho nada malo, se había portado bien, tal y como su madre le había dicho que hiciera. Y, sin comerlo ni beberlo, allí estaba, empapado de agua de arriba abajo, rodeado de un montón de desconocidos que se reían de él. Si no hubiera salido corriendo y no se hubiera distraído con su nueva amiga, no se habría tropezado.

La culpa era de ella y solo de ella.

Ella era la culpable de que todo el colegio se riera de él. Lo había traicionado y lo había abandonado, de modo que, cuando Carol pudo hacerse un hueco entre todos los demás niños para llegar a él, ya era demasiado tarde. Lucas vio que la niña extendía la mano en su dirección y se preguntó por qué ahora, por qué no antes. ¿Dónde estaba cuando más la había necesitado? Así que transformó toda su tristeza, todo su miedo y toda su pena en odio, en odio y en ira, una ira que lo impulsó a levantarse de golpe y empujar a Carol. No se contentó con ello, sino que le arrancó de la mano la bolsa del desayuno y la pisoteó. Saltó sobre ella una y otra vez en el charco en el que hacía un momento había caído de lleno.

 

 

Aquello fue el inicio de una larga enemistad que arrastraron curso tras curso. Lucas no tenía otro pasatiempo que hacerle la vida imposible a Carol, ya fuese en el colegio o en el único parque (un descampado, a fin de cuentas) con el que contaba el barrio. En el colegio, por las mañanas, siempre la estaba esperando en la fila, ya fuera para intentar cogerle el desayuno o para tratar de mancharle el vestido. Cuanto más nuevo fuera, mejor. En clase Carol tuvo más suerte; al estar separados por tres pupitres, le era más difícil fastidiarle el día. Por todo ello y más, Lucas se había convertido en un idiota integral.

La pequeña hacía acopio de valor, no solo en clase, sino también cuando salía a jugar por las tardes después de merendar. No siempre sus amigas se encontraban en el parque, pero ella salía con la esperanza de dar con ellas. Aunque también con el temor de tropezarse con Lucas.

Por desgracia, y con el tiempo, Carol descubrió que un idiota integral suele ir acompañado de otro, cuyo nombre en este caso era Daniel.

—¡Te he dicho que me devuelvas mi cuento! —advirtió Carol de forma desafiante.

Aquella tarde sus amigas no debían de haber terminado todavía los deberes y la merienda, de modo que, mientras las esperaba leyendo el que se había convertido en su cuento favorito, se tropezó con Lucas y Daniel.

—¿Ah, sí? ¿Y qué harás si no lo hago, eh, llorica? ¡Llorica! —Estaba claro que Lucas no iba a soltar su cuento favorito así como así.

Sin embargo, antes de que pudiera articular alguna palabra más, el niño ya había caído de bruces contra el suelo, mientras Daniel salía corriendo en busca de su madre. Y es que Carol también había descubierto que, en contrapartida, existían los héroes integrales, y Juan había sido un héroe para ella las veinticuatro horas del día desde que se conocieron en el parvulario. No era para menos, ya que, pese a tener ocho años, como ella, Juan jugaba muchas veces con niños de hasta diez y doce debido a su corpulencia, que infundía respeto hasta el momento en que aquel pequeño gigantón te sonreía y conseguía que te sintieras a salvo y reconfortada.

Mientras Lucas se incorporaba llorando y se alejaba llamando a su mamá, Juan recogió el cuento del suelo y se detuvo a leer el título: La princesa y el Lucero del Alba. El libro, de formato apaisado y tapa dura, tenía los bordes algo desgastados debido a su uso continuo. Todavía conservaba una pegatina en el lomo que señalaba que había pertenecido a la biblioteca del colegio General Salvador. En la portada podía verse a una princesa engalanada con un vestido rosa, de amplia falda y cintura estrecha, adornado con estrellas blancas. Lucía un cabello rizado y dorado como el sol. Se encontraba en el pico de una montaña, intentando alcanzar una enorme estrella de puntas romas que la sonreía.

—Si quieres, lo puedes leer —le dijo Carol sonriendo.

Atraído por las ilustraciones, Juan abrió el cuento y comenzó a leerlo sin apenas pestañear. De algún modo el libro lo maravilló tanto que se olvidó por completo de su amiga. Allí estuvieron media tarde, sin que las amigas de Carol aparecieran.

Juan no alzó la mirada después de leerlo. Se quedó allí, en la última página, pensativo, en lo que a Carol le pareció una eternidad. Al final volvió en sí y vio que Carol lo estaba observando.

—¿Estás bien? —le preguntó Juan mientras le tendía el libro.

—Sí —respondió. Ya estaba acostumbrada a las maldades de Lucas y, por algún motivo, ver cómo Juan leía el cuento le había dado paz y tranquilidad mientras merendaba.

—¿Quieres un abrazo? —preguntó el pequeño.

¡Juan y sus abrazos!

El primer recuerdo que Carol tenía de Juan era la total y absoluta falta de aire. Ese fue el día en que ella misma también tropezó con el famoso surco y cayó de bruces. Se encontraba en el suelo, lamentándose de su herida, cuando el cielo se oscureció y una enorme masa carnosa la levantó para a continuación sujetarla entre sus brazos y dejarla sin respiración. Cada vez que alguien se caía, lloraba o se peleaba, Juan acudía en su ayuda, lo levantaba y lo abrazaba hasta que adquiría un preocupante tono morado. Tal era la costumbre, que los niños ya no temían tanto aquel famoso desperfecto del patio como lo que se les vendría a continuación si Juan los veía llorar. En ocasiones, hasta parecía que el niño montaba guardia a la salida del patio, a la espera de la tragedia del tropiezo.

Al igual que el resto, Carol temía más los abrazos de aquel pequeño mastodonte que a cualquiera de los idiotas integrales que habitaban en aquel colegio. Lo peor era no verlo llegar, ¿acaso era alguna clase de mago? ¿Un ninja? ¿Cómo algo tan grande se podía mover de una forma tan rápida y silenciosa? Fuera como fuera, descubrió que era más fácil sacudirse una rascada o enfrentarse al tonto de turno que a uno de aquellos temibles abrazos.

—No…, gracias —dijo Carol.

—Mi mamá dice que los abrazos…

—Ya sé lo que dice tu mamá sobre los abrazos —cortó ella de forma muy seca. Acto seguido se tapó la boca y se arrepintió de lo que había dicho: ahora la idiota integral estaba siendo ella.

—¿Te gusta ese libro? —preguntó Juan obviando el comentario de su amiga.

—Sí, muchísimo, me lo regaló don Eugenio por mi cumpleaños. ¡Me lo he leído un montón de veces!

—¿Y es de verdad? —preguntó el pequeño sin quitar ojo del cuento.

—¿De verdad? —Carol comenzó a notar que Juan miraba el libro con cierta ansiedad.

—Claro, lo que pasa en este libro ¿es de verdad? Como el que leímos con la señorita Rosa el otro día en clase, el de las ballenas azules.

—No, esto es un cuento, no es de verdad. Es como lo de Papá… —Carol se detuvo un momento y recordó que no debía juzgar a Juan por su tamaño, no era un niño de cursos posteriores. Hasta a ella le parecía demasiado inocente como para ir a su misma clase. Así que planteó la cuestión con cuidado—. Sabes lo de Papá Noel, ¿verdad?

—¿Papá Noel? No, ¿qué le ocurre? ¡¿Le ha pasado algo a Papá Noel?! —respondió Juan algo asustado, apretando los puños a la altura de su pecho.

—¿Qué? ¡No! ¿Por qué le iba a pasar algo a Papá Noel? No, es que… —Carol se detuvo cuando se encontró con la mirada de Juan, que la observaba con aquellos enormes y redondos ojos marrones.

Efectivamente, Juan todavía estaba en el parvulario, o al menos su inocencia. Así que decidió que no iba a ser ella quien le dijera lo de Papá Noel. Eso lo dejaría en manos de sus papás o del idiota integral de turno. Ella no era idiota, y mucho menos integral. Nunca le haría daño a su amigo, por supuesto no de esa manera.

—Es un libro de mentira —continuó Carol cambiando de tema y poniendo el cuento delante de su amigo—. No es de verdad, como el de las ballenas.

Juan bajó la mirada, pensativo, pero sin dejar de apretar los puños. Los ojos de su amigo se movían de un lado a otro, de forma incesante. Tramaba algo o, como mínimo, algo lo perturbaba. Nunca lo había visto así. Siempre era tranquilo y afable, pero esa tarde le pareció desesperado. Esa era la palabra, desesperado. Carol creyó que su amigo iba a romper a llorar de un momento a otro. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué de repente esa obsesión con su cuento? Así que tomó una decisión. Fue algo instintivo, no se lo pensó dos veces. Su cabeza le decía que Juan estaba preocupado, y su corazón le susurraba al oído que él la había ayudado tantas veces que merecía una recompensa. Quizá un pequeño gesto por su parte haría feliz a su amigo.

—Ten, yo ya me lo he leído muchas veces —dijo Carol acercando el cuento a Juan.

—¡¿Me lo dejas?!

—Claro, toma.

El niño cogió el libro como si Carol le hubiera dado su tesoro más preciado. Lo miró con asombro, primero el libro y luego a ella. Varias veces. Ni siquiera sonrió, lo apretó contra sí y cerró los ojos. Por un momento Carol dudaba de si le había dejado un cuento o un salvavidas. A continuación el pequeño salió corriendo hacia la salida del parque, abrazado al cuento como si le fuera la vida en ello. Después de unos segundos de auténtico estupor, Carol cayó en la cuenta de que Juan se marchaba sin decirle nada a su madre. Miró a su alrededor y no la vio. Su mirada recorrió de nuevo el parque; allí estaban, más o menos, los niños y niñas que acudían cada día a jugar y a merendar, así como sus mamás, pero no vio en ningún momento a la madre de Juan. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no la había visto recoger a Juan a la salida del colegio ni acompañarlo al parque. Ni ese día ni el anterior. Tampoco la semana anterior. ¿Dónde estaba la mamá de Juan?

Antes de que su amigo desapareciera en la primera esquina, la pequeña alzó la mano y lo llamó:

—¡Juan! ¡Juan!

Pero no la oyó. Él no escuchaba a nadie. Cruzó la calle sin mirar y desapareció tras la esquina de los bloques del Maquinista.

—¡Juan! —volvió a gritar.

Capítulo 2

 

 

 

 

—¡Juan! —gritó Carol incorporándose de la cama.

Se encontró a sí misma, durante unos primeros momentos de incertidumbre, observándose los pies, que asomaban un poco por los bordes de las sábanas. No eran las piernas de una niña de ocho años, sino más bien las de una treintañera. Había vuelto a tener ese sueño con su amigo de la infancia. Dejó escapar un suspiro mientras recogía las piernas dentro de las sábanas y se abrazaba las rodillas con los brazos. Aunque se encontraban a finales de mayo, todavía refrescaba un poco por las mañanas. El calor llegaría en breve, pero la reconfortó esconder de nuevo los pies bajo las sábanas.

Sin embargo, el frescor que sintió en los brazos la despejó, quizá demasiado.

Amelia. Eduardo.

Siempre en ese orden.

Amelia. Eduardo.

«Os quiero», pensó.

Se destapó, de forma abrupta, y dejó caer los pies en las zapatillas que la estaban esperando al borde de la cama.

Lo importante era no pensar, o pensar lo justo y necesario.

Amelia. Eduardo.

Sonrió. Se le hizo un nudo en la garganta. Ya conocía esa sensación. No podía permitirse ese lujo. No todavía. Un pensamiento feliz y ya. Uno al día. Lo tuvo, quería quedarse en él, pero eso era imposible. Si lo hacía, no saldría de ahí. No podía alargarlo, no debía estirar ese chicle. Pensó en ello con los ojos cerrados. Aspiró aire de forma exagerada y se incorporó de la cama casi dando un salto.

El despertador marcaba las ocho menos cuarto de la mañana. Sin saber cómo había llegado a la cocina, de modo que moverse como un autómata le estaba funcionando. La ducha, el aseo e incluso el calvario de tener que escoger la ropa para el día a día podían esperar, lo primero era el café.

Ahora amanecía bastante pronto, con lo que la poca luz que se filtraba por las ventanas iluminaba la casa lo suficiente. Pese a que su nuevo trabajo la tenía absorbida, el piso se encontraba recogido. El dormitorio estaba conectado con la pequeña sala de estar, que a su vez hacía de comedor y que se hallaba separada de la cocina solo por una barra de metro y medio que lo convertía en un salón office. La sala de estar contaba con un sofá de color turquesa de dos plazas que daba la espalda a la cocina, frente a un televisor de cincuenta y cinco pulgadas en el que antes se pasaba horas y horas viendo series de televisión; una pequeña mesa y dos estanterías de Ikea con sus libros favoritos y catálogos de decoración que ojeaba de tanto en cuanto. En el lado opuesto a la puerta del dormitorio, el salón se abría con una doble puerta de cristal al único balcón de la casa, que se encontraba justo enfrente de los bloques del Maquinista. No había fotografías, ni cuadros, ni cortinas, y mucho menos plantas de verdad: una enredadera caía por el borde de una de las estanterías, un pequeño cactus adornaba la mesita y un ficus hacía de conexión entre el televisor y el balcón. Todas de plástico. Nunca le habían gustado demasiado ese tipo de decoraciones tradicionales que parecía que por fuerza todo el mundo debía tener. El minimalismo le daba tranquilidad y la relajaba cuando el olor a incienso, al que era adicta, inundaba todo el piso. Algo no muy difícil, puesto que, aparte de lo ya mencionado, contaba con un único baño con plato de ducha, y dos habitaciones más. Una servía a su vez de trastero y «cuarto para todo», y la otra era su nuevo lugar de trabajo. Todo el piso estaba pintado de blanco, rematado también con zócalos y puertas blancos que contrastaban con los tonos madera de la pequeña mesa, las sillas y los estantes del comedor.

Abrió el primer armario de la cocina que tenía a mano, justo el que se encontraba encima del fregadero. Allí se topó con una cucaracha, enorme y negra como el betún, dándole los buenos días. Carol entornó los ojos sin apartar la mirada de aquel bicho que permanecía desafiante ante su presencia y reclamando los restos de comida. Cerró el armario dando un portazo. Ya volvería en otro momento y se encargaría de ese pequeño alien que había invadido su cocina.

Fue al abrir el segundo armario cuando, al creer que iba a enfrentarse con una segunda cucaracha, descubrió una bolita de color naranja. Era un cereal.

Little Krispies.

Desayuno.

Tazón azul.

Eduardo.

Una imagen fugaz se asentó en su mente y, tan pronto adivinó qué era, cerró el armario con tal fuerza que por un momento creyó que se iba a desmontar. Se sentó y respiró hondo. Tomaba aire con dificultad al tiempo que apretaba los ojos en la oscuridad. Comenzó a centrarse en la cucaracha; había visto una en un armario y otra en el otro. «No era un cereal —se dijo—, era otra cucaracha».

Little Krispies.

Desayuno. Tazón…

«¡NO, PARA!», se gritó a sí misma.

Ese camino estaba prohibido, ¡qué cereal ni qué ocho cuartos! Lo que había visto era otra cucaracha, dos, en realidad. Dos cucarachas, una en un armario y otra en otro. De nuevo se centró en el mismo pensamiento. Dos cucarachas, una en un armario y otra en otro. No volvió a abrir ninguno de ellos.

Cuando después de casi un cuarto de hora sus ojos se acostumbraron de nuevo a la luz de la mañana, pudo observar una bolsa de la compra con cruasanes encima de la mesa de la cocina, además de pan de molde, mermelada de albaricoque, queso fresco y zumo de piña, su favorito. Por primera vez desde que se había despertado se reflejó una leve sonrisa en su cara.

«Como no te lo acabes todo, no saldrás a jugar con tus amigas», rezaba la nota al lado de la bolsa.

María, la buena de María, la amable María. Era ella quien le había estado llevando la compra. No recordaba siquiera haberle dado las gracias, puesto que no era la primera vez que lo hacía. Tampoco recordaba haberla oído entrar. Seguro que no quiso despertarla. Y menos mal, porque había sido una noche bastante dura.

Carol pensó que hoy la llevaría a comer, hacía poco habían abierto una nueva hamburguesería enfrente de casa y sería la ocasión perfecta. Además, quería conocer a los nuevos dueños del local.

Pero ahora necesitaba café. De forma urgente. Y si alguien tenía café preparado a esas horas era Félix, su vecino y amigo de rellano desde hacía algunos años. Entraba a trabajar en el banco a las ocho y media, con lo que tenía que apresurarse si quería llegar a tiempo de tomarle prestada una taza, o diez litros, que era lo que el cuerpo le pedía.

Cuando quiso darse cuenta estaba plantada ante el espejo de la entrada. El plan era embarcarse en una trepidante aventura que la llevaría al otro lado del rellano y, aunque no estaba dispuesta a volver a la habitación, y mucho menos a abrir el armario de la cocina, decidió darse un repaso rápido antes de tomar la iniciativa de plantarse así, por las buenas, en casa de su vecino. Había confianza, por supuesto, pero los dejes de su madre sobre el buen vestir y la imagen se habían asentado en ella como si de un robot programado se tratase.

Se asombró al ver cómo el pelo le caía todavía lacio sobre los hombros pese a haber dormido tan solo cuatro horas. Su nuevo trabajo la tenía absorbida, pero lo adoraba. Le había devuelto la vida. Tanto se le notaba que sus amigos ni siquiera le habían preguntado. María, Luis y Félix se habían sorprendido tanto de que volviera a trabajar que pasaron del estupor a la alegría sin interesarse siquiera por cuál era la actividad que la mantenía tan ocupada. Estupendo, ella tampoco quería contarles nada, al menos no de momento. Ni a ellos ni a nadie. Ahora bien, sus ojeras delataban su falta de sueño. Como diría su madre: «Hija, parece que te han pegado un puñetazo en cada ojo».

Solo vestía ropa interior y una camiseta de Freddie Mercury dos tallas más grande que le cubría los muslos. Cayó en la cuenta de que esa camiseta tampoco era suya, era de María. Definitivamente, hoy la iba a llevar a comer.

Cada vez que salía al rellano se le antojaba un mundo diferente. Su piso, pese a tener casi cuarenta años, estaba reformado por completo. Por el contrario, el rellano, que nunca había sufrido reforma alguna, lucía baldosas de terrazo, zócalos negros, paredes beis de gotelé y barandilla blanca. Carol sonreía cada vez que pensaba en la de diseñadores de interiores que se arrancarían los ojos ante tal visión.

Tan pronto observó que no había nadie fuera, abrió la puerta de casa y se lanzó a la tenue luz del tramo de apenas cinco metros que unía los dos pisos, con la única herramienta en mano que necesitaba: su taza favorita, la de Super Ratón. Desde pequeña había sido fan de ese dibujo animado. Pese a su fobia hacia las ratas, Super Ratón representaba todo lo que ella había querido desde pequeña: poder enfrentarse a todas las dificultades que se presentasen por muy pequeño que fueras. Pero esa era otra historia. Ahora solo tenía que cruzar el rellano, ¿qué podía pasar? Tan solo había dos vecinos por piso. Había sido una noche dura y no soportaba la idea de un interrogatorio sobre su estado de salud por parte de alguna de las vecinas cotillas de los otros pisos.

Cruzó en un instante y, justo en el momento en que su mano iba a tocar la puerta de su vecino, esta se abrió de golpe.

—¡Te pillé! —gritó Félix.

Carol dejó escapar un grito. La tensión acumulada de tener que atravesar el descansillo a las ocho de la mañana, cubierta solo con una camiseta y, por supuesto, unas bragas, unida a la inesperada aparición de su amigo, provocaron un chillido digno de una película de terror. Estuvo a punto de dejar caer su taza favorita.

—¡Casi me matas del susto, Félix! —vociferó sujetando la taza con las dos manos, como si la vida le fuera en ello.

—¡No te hagas la sorprendida, al final te he pillado! —respondió su vecino señalándola con el dedo índice de forma acusadora.

—¡¿De qué demonios me estás hablando?!

—¡Por el amor de Dios, son las ocho de la mañana de un viernes, vais a despertar a toda la comunidad! —dijo una voz detrás de Carol.

Era Luis, el compañero de piso de Félix, que volvía de su turno de noche en el hospital. Ni tan siquiera se había quitado su uniforme de celador.

Por si el grito de Carol no había sido suficiente, el de Félix, que no esperaba la llegada de su amigo, había ganado definitivamente el I Concurso de Gritos de Terror del Barrio del General Salvador.

Una vez dentro y con los ánimos más calmados, Luis le sirvió a Carol un café mientras Félix se ajustaba la corbata frente al pequeño espejo ovalado del salón comedor. La distribución del piso era justo la misma que el de Carol, pero en sentido opuesto. Sin embargo, sus vecinos habían decorado el suyo con tonos más chillones y la estética más moderna de la empresa sueca. El sofá, sobre una alfombra vintage decorada con formas caleidoscópicas, era rojo escarlata y se encontraba flanqueado por la derecha por una lámpara de arco de color amarillo mostaza. Ante él, de nuevo, el color amarillo mostaza reinaba en la pared donde se encontraba el televisor, algo más discreto que el de Carol. Al lado de este, una estantería llena de juegos de mesa. Ella se los conocía todos, había perdido la cuenta de las noches que habían pasado sobre la alfombra vintage jugando al Uno, al Cluedo, al Catán… y podía seguir así todo el día.

Carol se dejó caer en el sofá de sus amigos y replegó los pies bajo los muslos, taza en mano, intentando entrar de nuevo en calor. Definitivamente, seguía refrescando por las mañanas.

—¿Una admiradora? —preguntó Carol.

—¡No es una admiradora! —protestó Félix sin apartar la mirada del espejo mientras se ponía un poco (bastante) más de gomina en el pelo—. Es alguna especie de bromista, o de loco, o yo qué sé, porque no tiene sentido alguno.

—Es una admiradora —opinó Luis mientras se acomodaba también en el sofá y se pasaba la mano por la cabeza rapada. Antes lucía una rizada melena sobre el tono ébano de su piel. Sin embargo, decidió raparse con tal de ganar horas de sueño y no tener que peinarse o acicalarse, lo justo para ir a trabajar. Ante todo, era práctico—. Créeme, Carol, sé cuándo algo lo ha escrito una mujer. Y eso —señaló a un tablero de corcho apoyado en una de las paredes del comedor que tenía unos cuantos pósits amarillos clavados— lo ha escrito una mujer.

Carol dejó atrás el sofá y se acercó al tablero. Observó que los pósits estaban ordenados. El primero rezaba «Para Félix» y el resto era un continuo de frases cortas en apariencia sin sentido y escritas en mayúscula:

 

GLOBOS, GLOBOS DE COLORES

SURCAN EL CIELO, BESAN LAS NUBES

ABRAZAN EL DÍA

SE REFLEJAN EN TU MIRADA

LA TIÑEN DE ALEGRÍA

GLOBOS, GLOBOS DE COLORES

TE REGALARÍA

PARA DAR COLOR A TUS DÍAS

PORQUE

 

Y ahí terminaban las notas, de forma abrupta. Con un último «porque».

Sin pensarlo, café en mano, Carol había comenzado a leer las notas en voz alta.

—Globos, globos de colores, surcan el cielo, besan las nubes… —leyó en tono divertido.

—… abrazan el día, se reflejan en tu mirada, la tiñen de alegría —continuó Félix mientras se ponía la chaqueta y sin mirar al tablero—. Globos, globos de colores te regalaría para dar color a tus días porque…

—¡Y para colmo se lo sabe de memoria! —dijo Luis alzando los brazos mientras Félix se ajustaba la americana.

—Los he leído tantas veces que creía que me iba a volver loco. He buscado en Internet e incluso consultado con un par de profesores de Filología de la universidad y, según ellos, ese poema no pertenece a ningún autor conocido. Ahora bien, conocido o no, alguien lo ha escrito y no tiene otra cosa que hacer que dejarme cada ciertos días un pósit pegado a la puerta. —De repente se detuvo, pensativo—. Al menos hasta hace dos semanas, cuando dejó de colgarlos.

—¿Y creías que era yo? —preguntó Carol conteniendo una sonrisa.