El beso del lanzador de cuchillos - Nicolás Zambrana - E-Book

El beso del lanzador de cuchillos E-Book

Nicolás Zambrana

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Beschreibung

El Gran Sandor es lanzador de cuchillos. Como diana siempre elige mujeres de las que resulte difícil enamorarse, para que las emociones no alteren la precisión del lanzamiento. Pero no siempre será posible. Un joven abogado que antepone su éxito a su corazón, un padre de familia daltónico en busca de unas hojas de té del color de los ojos de su mujer, un vaquero enamorado de una prostituta que no quiere serlo o un rey medieval tras una boda de conveniencia son algunos de los escenarios de estos nueve sorprendentes relatos de grandezas y bajezas en el amor.

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El beso del lanzador de cuchillos y otras historias de amor

Nicolás Zambrana Tévar

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byNicolás Zambrana Tévar

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6649-5

ISBN (edición digital): 978-84-321-6650-1

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

«En el verdadero amor no manda nadie; obedecen los dos».

(Alejandro Casona,Los árboles mueren de pie)

ÍNDICE

Prefacio

El beso del lanzador de cuchillos

Té verde

El arbitraje

Josiah y Lucy

Facones sobre la hierba

El novio de mi hermana

El caballero del jergón de paja

Serenata

La reina de la fiesta

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Epígrafe

Índice

Comenzar a leer

PREFACIO

Yo estaba amodorrado frente a la tele, cansado de esquivar la interminable ráfaga de anuncios. Hice un esfuerzo, no sé por qué, me desperecé e intenté fijar la vista en la pantalla. De repente apareció un pequeño ferry que atracaba en un pequeño puerto. Del reluciente barco descendía un veinteañero con una varonil barba de tres días, vaqueros y camisa blanca, seductoramente abierta hasta el pecho. El chico echaba un vistazo a su alrededor y, sin más preámbulos, desplegaba un mapa sobre la mesa de un chiringuito, a la que estaban sentadas dos jóvenes, delgadas y atractivas, tomando unos botellines de cerveza. Las chicas intercambiaban una sonrisa cómplice y a continuación se veía a los tres montados en una especie de mini-jeep descapotable, surcando una carretera costera por un soleado paisaje de ensueño. A partir de ahí se sucedían a toda velocidad varias escenas con los tres pasándoselo bomba: lanzándose al mar desde unas rocas, tomando el sol en un acantilado —con una cerveza—, untados de barro… En un momento dado una de las chicas decidía dar un paso más y se quitaba el sujetador delante del chico, dando a entender que “algo” empezaba entre los dos. Más tarde las chicas traían de vuelta al chico hasta el transbordador y la chica del sujetador desmontable le daba al chico un beso en la boca como despedida. Un segundo más tarde el anuncio hacía un flash forward y se veía al chico, tiempo después, bajar del mismo barco, tomar una botella de cerveza de la misma marca y llevársela al ojo como si fuera un catalejo. Entonces se manifestaban de nuevo ante el chico las imágenes de ese inolvidable verano en que conoció a aquella chica misteriosa.

Bueno, pues si eso es una historia de amor, este es un libro de setas.

EL BESO DEL LANZADOR DE CUCHILLOS

—Estoy buscando una chica muy fea para que sea mi ayudante.

—¿Y tú quién eres, prenda?

Un coro de harapientas comadres saludó la pregunta con risas y retortijones de tripa.

—Soy el mejor lanzador de cuchillos del mundo.

La mujerzuela que había preguntado le hizo a T. Fidel un mohín obsceno desde el suelo y dio otro bocado a su mendrugo. En cambio, las mendigas que la rodeaban se callaron súbitamente, mirando con descaro al delgado desconocido y a su joven acompañante. En verdad que la mujer era feísima y que habría sido una ayudante perfecta —pensó T. Fidel— con tal de que tuviera agallas.

—Vámonos, jefe —dijo Eduard con voz queda.

T. Fidel dio un suspiro inaudible y, sin sentirse ofendido, dejó que Eduard le tomara del brazo para sacarlo de allí y continuar juntos la búsqueda por los alrededores del puerto. Era cerca de la medianoche en los mal iluminados amarraderos. Tal vez la oscuridad y la certeza de que la gente normal ya estaba durmiendo facilitaba que muchos pobres diablos salieran de sus escondrijos.

Hacía más de dos horas que T. Fidel había terminado su espectáculo. En su camerino había echado el resto recibiendo con una esforzada sonrisa los dos o tres ramos de flores que le entregaban algunas admiradoras descocadas. El subidón de adrenalina que le acompañaba en cada actuación estaba dejando de hacer efecto y el sudor que empapaba su amplia camisa, debajo del plateado chaleco, se enfriaba rápidamente. Sin llegar a sentarse y para no prolongar la embarazosa situación, T. Fidel había agradecido cansadamente los halagos y había quitado importancia a la dificultad de los ejercicios, mientras el joven Eduard, acostumbrado a las señoronas que flirteaban inútilmente con su jefe, metía algunos bártulos dentro del baúl y devolvía los cuchillos a sus fundas. Eduard pensaba sin duda que al menos uno de esos ramos debía ser para él, que era el que se había arriesgado a quedar ensartado como una anchoa. Cuando la última dama y el último dandy cerraron la puerta, T. Fidel se desplomó ante el espejo. Había dejado de ser “El Gran Sándor, Duque de la Muerte” para convertirse, sencillamente, en T. Fidel.

No había caso. Cada vez que T. Fidel despedía a una ayudante, Eduard se dejaba convencer a regañadientes, con ayuda de alguna gratificación extraordinaria, para jugarse el tipo durante un par de semanas, que siempre se prolongaban. Es cierto que nunca había pasado nada, pero cuando oía venir las dagas que silbaban hacia él, cuando escrutaba la inexpresiva cara de su jefe que se aprestaba a un nuevo lanzamiento con los ojos vendados, Eduard se juraba por lo más sagrado que si salía con vida volvería a ser mancebo en el ultramarinos de su padre. Al menos nadie ha muerto nunca por apilar latas de conserva —se decía—, mientras que él mismo era el que se encargaba de afilar la bella colección de armas blancas de T. Fidel y sabía que cualquiera de ellas podía cortar en dos un pañuelo de seda que cayera flotando en el aire sobre sus bruñidas hojas.

En verdad que había que encontrar una solución definitiva, se repitió T. Fidel. Incluso si Eduard aceptara el puesto de manera permanente, el público quería ver a una mujer en peligro de muerte, no a un hombre. Aunque no lo había compartido con nadie, T. Fidel había reflexionado largamente sobre el particular, sin encontrar una explicación satisfactoria. Una hipótesis razonable era que tanto a hombres como a mujeres les resulta más agradable contemplar a una mujer que a un varón. A los hombres porque son hombres y a las mujeres porque son más sensibles a la belleza. Otro posible motivo era que cuando lograba clavar todos los puñales en la madera sin lastimar a la chica era, en realidad, como si estuviera salvándola. No se respiraba ni por asomo la misma tensión en el teatro cuando era Eduard quien salía ileso de la avalancha de metal. Los hombres estaban para salvar a las mujeres y las mujeres para que las salvaran los hombres. Y a la gente le gustaba creer que eso era así tanto encima del escenario como en la vida real.

Sin embargo, estaba el problema del corazón. De su corazón. T. Fidel era un soltero impenitente y, aunque hacía tiempo que había pasado de la edad de merecer, con frecuencia se sentía solo en las habitaciones de hotel, en los vagones de tren, en los camarotes de barco. Casi a diario, mientras sorbía su expreso después del almuerzo, cuando aún quedaban algunas horas de asueto antes de que se alzara el telón, T. Fidel repasaba la lista de oficios a los que podría aspirar y que le permitirían una vida más sedentaria: herrero, cerrajero, asesino profesional… No obstante, cuando llegaba el momento de pagar la cuenta, T. Fidel salía de sus hogareñas ensoñaciones y se decía que lo único que sabía hacer era lanzar cuchillos y que, probablemente, era lo único que seguiría haciendo hasta el fin de sus días… o hasta que la miopía lo aparcara en un asilo de ancianos.

El problema del corazón. Le había pasado dos, no, tres veces con anterioridad. Su ayudante era en ocasiones demasiado guapa, o demasiado lista o demasiado alegre y T. Fidel había creído enamorarse de ella. Cuanto más notaba que le incomodaba estar sentado a su vera, cuanto más le costaba apartar la vista de su breve uniforme de lentejuelas, cuanto más se la imaginaba dando de comer a un recién nacido, más le temblaba a T. Fidel el pulso antes del siguiente disparo, más segundos transcurrían mientras apuntaba y más rápido le latía el pecho viendo lo lejos que estaba ella y lo pequeño que parecía el blanco al que Eduard la había atado con firmes correas de cuero.

Definitivamente tenían que ser feas o algún día habría una desgracia. Se puede escalar el Everest con un amigo del alma, pero no con tu prometida. Se puede marchar a la guerra con un buen general, pero no con la madre de tus hijos. Además, ya había comprobado que ninguna compañía de seguros se decidía a emitir una póliza que cubriera tamaño riesgo. Fue Eduard quien al final diagnosticó el problema y quien propuso la solución. La necesidad agudiza el ingenio y el joven Eduard tuvo que pensar rápido porque cada vez que T. Fidel despedía a una ayudante con la que se había encariñado a él le salía una úlcera o se le abrían las anteriores. Tenían que ser feas, muy feas, había dicho Eduard. Idealmente, feas y con mal talante. Sólo así podría T. Fidel conversar con ellas sin enternecerse, durante las largas esperas en las estaciones de ferrocarril. Sólo así su patrón podría mirarlas a los ojos sin pestañear y clavar una enorme faca gitana a un centímetro de su cuello y a veinte pasos de distancia.

Que las ayudantes fueran feas solucionaría la papeleta y, en realidad, al público le daría igual —seguía perorando Eduard— porque con maquillaje y buena voluntad cualquier mujer es una princesa. Además, a partir de la quinta fila los espectadores ya no podían distinguir con exactitud las facciones de los artistas; a partir de la tercera fila, en realidad, si había un foso con orquesta.

—Esta, jefe, esta —dijo Eduard.

T. Fidel lo miró con mala cara porque esta vez Eduard había alzado demasiado la voz y quizá la chica lo había oído. Una cosa es ser fea y otra que te lo recuerden. Luego, con cierto sonrojo que la penumbra del triste farol no dejaba percibir, T. Fidel trató de fijarse en la criatura que estaba acurrucada entre la pared de un siniestro barracón y dos enormes barriles. Sí, era fea y era valiente, porque les estaba mirando a ambos con educación, como se mira a alguien que te detiene por la calle. Sin sentirse humillada, a pesar de lo humillante de su situación.

La chica le dejó hablar mientras T. Fidel sacaba una pretenciosa tarjeta de visita con ribete dorado, le describía el empleo y le hacía la oferta. La chica ni pestañeó cuando T. Fidel se explayó sobre la extrema distancia a la que realizaba sus lanzamientos, ni sobre los diferentes grados de riesgo, dependiendo del prestigio del teatro, de la plaza y del contrato con el empresario de turno. La chica continuó en silencio, como cavilando la propuesta. T. Fidel, tal vez penetrando en sus pensamientos, añadió que no era esa clase de espectáculo, que no había nada que pudiera ofender a una mujer decente. Entonces, apoyando una mano en el suelo, la chica se levantó de las tablas sobre las que iba a pasar la noche, dobló la harapienta manta en la que se había envuelto y tomó en sus brazos al perrito que dormía en su regazo. Luego se quedó de pie un tanto desafiante hasta que Eduard, en un raro gesto de piedad y sentido común, le pasó su propio abrigo por los hombros e hizo ademán de dar la vuelta. Y en verdad que era fea, se felicitó T. Fidel mientras caminaban de regreso al hotel. Entonces Eduard se paró, como recordando algo de repente y, dirigiéndose a la nueva ayudante, añadió:

—Perdona, ¿cómo te llamas?

—¿Y eso qué importa? —respondió ella sin detenerse.

Esto tomó por sorpresa a Eduard que, pensándolo un segundo, se dijo:

—Es verdad. No importa. Su nombre no importa. Mucho mejor así.

A partir de esa noche Eduard respiró aliviado y volvió a ocuparse únicamente de la logística, reservando ahora siempre dos habitaciones en cada ciudad a la que llegaban. Una para él y su jefe y otra para quien ahora aparecía en los afiches como MademoiselleFrancesca.

Barcelona, París, Bruselas… Eduard constató que el caché de T. Fidel estaba subiendo y que las crónicas de variedades que con tanto cuidado recortaba cada mañana rebosaban cada vez más entusiasmo, a pesar de que la palabra “extraordinario” sonaba muy diferente en húngaro que en francés. T. Fidel se merecía esta creciente fama, se decía Eduard mientras encolaba los recortes sobre las hojas de cartón del álbum. Su jefe parecía haber hallado en la ayudante una musa del peligro. Alguien cuya hierática presencia le estimulaba a ejercicios cada vez más arriesgados, cada vez más originales y sorprendentes.

En el West End de Londres T. Fidel había hecho levantar de sus asientos a toda la audiencia con lo que Eduard bautizó, ante un enfervorizado periodista, como “el torbellino mortal”, en el que T. Fidel, de espaldas a la ayudante, se giraba como un rayo hacia derecha e izquierda, lanzando con cada mano estiletes florentinos que agarraba por la punta. En Roma había hecho desmayarse a más de una aristócrata sofocada mientras corría hacia un extremo del escenario y luego volvía repentinamente sobre sus pasos, paso a paso, lanzando en cada zancada un yagatán malayo o una cimitarra turca que iba tomando de unos recipientes colocados en paralelo a lo largo de su camino. En Moscú habían conseguido que un ingeniero borrachín y sin trabajo les fabricara lo que Eduard denominó “el molino satánico”: una noria fácil de montar y desmontar y a la que se podía ajustar en vertical una tabla circular de dos metros de diámetro, a la que amarraban a la ayudante. Eduard accionaba una manivela que daba vueltas y vueltas a la tabla, a velocidad cada vez más vertiginosa, de manera que llegaba un momento en que la figura de la ayudante quedaba completamente difuminada, sobre todo para el público, a quienes no les cabía en la cabeza cómo, en esas circunstancias, T. Fidel podía apuntar con un mínimo de acierto.

Y a todo esto la ayudante no pestañeaba, ni profería una queja, ni un lamento contenido. Ni una sola vez Eduard había adivinado en su rostro una mueca de terror, ni la palidez de su rostro era más intensa antes o después de que él ajustara las correas y se apartara prudentemente hasta que terminaba el número, para después ir arrancando de la madera uno a uno los cuchillos. La ayudante se limitaba a acompañarles a ambos en silencio de un teatro a otro, de una ciudad a otra, vistiéndose y desvistiéndose sin aspavientos, sin lamentarse, alimentándose con un sorbo de sopa y un bocado de carne, recuperando un poco el color que sin duda había perdido después de vivir en el arroyo quién sabe cuánto tiempo. Después de cada actuación los tres volvían al camerino y, cada vez con más frecuencia, los ramos de flores que llegaban eran tanto para T. Fidel como para la ayudante, que los agradecía con una leve y silenciosa inclinación de cabeza, lo cual aumentaba aún más el halo de misterio y de futuro martirio que todos veían en ella.

—Qué pena —se decían aquellos caballeretes achispados al ser despedidos de la habitación—, si no fuera porque esta chica morirá cualquier día de estos, yo le propondría matrimonio.

Una vez, después de la apoteosis de Londres y con un día o dos antes de volver al continente, recibieron en el hotel la visita del arrogante administrador de un excéntrico Lord inglés, que les prometía una pequeña fortuna si pasaban un fin de semana en su palacio solariego, divirtiendo a unos cuantos invitados tan excéntricos como él. Eduard insistió en que aquello era una bicoca y esa misma tarde, más cansados que de costumbre, tomaron un tren hacia el interior del país. En la estación les recogió un coche descapotable con un chófer negro que lucía un turbante indio. El trayecto fue agradable porque brillaba un desacostumbrado sol y cada prado de vacas que pasaban se asemejaba a un jardín para tomar el té con las visitas. La ayudante parecía beberse aquel paisaje delicioso y aspiraba con paz la brisa que provocaba la moderada velocidad que traían. En un momento dado cerró los ojos y se reclinó en el asiento sin dejar de acariciar a su perrito, que aparentaba seguir dormido en su seno desde el día en que T. Fidel y Eduard la conocieron.

La llegada a la finca y al palacio los dejó boquiabiertos. Tan imponente era, en su severa elegancia, aquel edificio blanco plantado en lo alto de una colina, dominando tantas hectáreas conquistadas hacía mil años por los aguerridos antepasados normandos de este amanerado aristócrata con smoking blanco y pañuelo rosa al cuello, a pesar de no ser más que las cinco de la tarde. El Lord dio un pequeño grito de placer cuando los tres entraron en el majestuoso recibidor con reluciente suelo de mármol. Estrechó con ambas manos la de T. Fidel y agitó los brazos en una burda imitación de los lanzamientos del maestro, a quien decía haber visto el día previo en Londres, pero también en París y en Ámsterdam. Con una familiaridad absurda rodeó a T. Fidel con el brazo derecho y con el izquierdo asió otra copa de champán, después de apurar los posos de la que traía cuando bajaba por las anchas escaleras.

Sorprendido, T. Fidel se dejó arrastrar, pero cuando llevaban ya subidos unos cuantos escalones giró la cabeza y vio cómo el administrador, con la barbilla exageradamente erguida, dirigía a Eduard y a la ayudante hacia el exterior de la casa, mientras un mayordomo tomaba el equipaje de T. Fidel y se disponía a seguir a su amo hacia las habitaciones de los invitados, en el piso noble de la casa. Al parecer Eduard y la ayudante contaban como criados y se les había reservado un par de frías habitaciones en el ala correspondiente. Eduard tenía un poco de ira pintada en la frente, pero a la ayudante no parecía molestarle el cambio de planes. A quien sí le molestó fue a T. Fidel que, aun a riesgo de molestar al generoso cliente, dijo con firmeza que aquellas personas eran miembros de su equipo, no sus sirvientes. Si a él lo llevaban arriba, a ellos no podían dejarles abajo. El aristócrata pareció sorprendido, pero sólo en la medida en que alguien que desayuna coñac puede sorprenderse de algo. Soltó una chillona risita y chasqueó los dedos en dirección al administrador que, sin mover un músculo de la cara, chasqueó los dedos a su vez y aparecieron otros dos mayordomos para acompañar a Eduard y a la ayudante hacia las estancias superiores.

La representación de aquella noche también fue un éxito, a pesar de la escasez de público y de lo poco entregados que estaban, debido a la abundancia de cócteles antes, durante y después de la magnífica cena. El Lord había ordenado disponer un gran círculo de hachones apagados frente a la entrada principal de la casa. Cuando todos los invitados se hubieron situado en un lado del círculo, el Lord dio un par de palmadas y desde detrás de un arbusto apareció corriendo el chófer negro vestido como en un cuento de las mil y una noches. El chófer encendió lo hachones con una antorcha y se retiró otra vez corriendo a su arbusto, del que ya no volvió a salir.

T. Fidel realizó tan sólo algunos de sus ejercicios más antiguos y menos complicados, no sólo porque le parecía que las condiciones de seguridad no daban para más sino porque consideró, acertadamente, que aquel público de damas ricachonas y artistas desempleados no estaba en disposición de admirar nada y sí de que alguien les ayudara a ponerse el pijama.

Al día siguiente los tres fueron los únicos en levantarse a tomar el opíparo desayuno que encontraron servido en un salón un poco más pequeño que el comedor de la noche anterior. El administrador les firmó un cheque por la cantidad acordada y se lo dio a T. Fidel sin mirarle a los ojos, mientras garrapateaba cifras en un enorme cuaderno de contabilidad. El mismo pobre chófer, con la misma cara inexpresiva, les llevó de vuelta a la estación y desde allí regresaron a Londres, más que aliviados de que hubiera terminado su pequeña aventura en la campiña inglesa. Además, durante el trayecto, Eduard no paró de imitar la afectación del Lord y las extravagancias de sus invitados, así como la rigidez de los mayordomos: que si parecía que se habían tragado un palo de escoba, que si había que haber probado a atar al Lord a la tabla… T. Fidel y la ayudante no pararon de reír y aquella fue la primera vez que Eduard pensó que las cosas podían terminar mal, al darse cuenta de que su jefe y la ayudante no sólo se estaban riendo. También se estaban riendo juntos.

Un mes después El Gran Sándor y sus colaboradores se encontraban en Constantinopla. Su fama nunca había llegado tan lejos. Habían tomado un comodísimo barco en el luminoso puerto de Marsella, donde hasta las empinadas y retorcidas calles olían a mar. A pesar de que el tiempo los acompañó, Eduard se mareó fuertemente desde el inicio y permaneció casi todo el tiempo dentro del camarote que compartía con T. Fidel. Por este motivo, el Duque de la Muerte y Mademoiselle Francesca pasaron muchas, demasiadas horas en compañía uno del otro, desayunando, almorzando, cenando juntos, disfrutando de unos lujos a los que a decir verdad ninguno de los dos estaba acostumbrado. Tomando el sol en las tumbonas cubiertos con unas monísimas mantas de viaje, paseando en cubierta, respirando el salado Mediterráneo, siendo saludados por las otras parejas de elegantes viajeros, que veían en ellos a un desacostumbrado pero encantador matrimonio formado por quienes probablemente eran un afortunado viudo cincuentón y una jovencita no demasiado agraciada.

La noche antes de arribar a la capital de la Sublime Puerta, Eduard se encontró un poco mejor y subió a cenar con el resto de los pasajeros. A pesar del ayuno prolongado y de que todo estaba delicioso, Eduard no disfrutó con la comida porque vio, ahora ya claramente, que el asunto no iba nada bien. La ayudante había perdido un poco de timidez y respondía a las preguntas y a los comentarios de T. Fidel como si hiciera largo tiempo que se conocieran. Lo que es peor, su jefe la miraba directamente a los ojos sin pizca de desagrado, a pesar de que la habían elegido a ella, entre otras muchas, para evitar eso precisamente.

En la primera actuación, de las cinco que tenían programadas, Eduard se maldijo por haber dejado a T. Fidel tanto tiempo solo con ella. A pesar de que al final todo fue como la seda y de que el público aplaudió con rabia, Eduard pudo constatar que no se estaba llamando a engaño: en cada lanzamiento T. Fidel dudaba un segundo más de lo necesario; después de cada ejercicio respiraba más profundamente y al tomar a MademoiselleFrancesca de la mano, antes de que bajara el telón, Eduard vio claramente que T. Fidel la miraba como se mira a un bello jarrón de porcelana que uno teme romper.

Mientras estaban en el camerino recogiendo las cosas y haciendo balance de la noche, tocó suavemente en la puerta y entró sin ninguna ceremonia un hombre de tez aceitunada, con el pelo negro, densísimo y ensortijado, tanto en la cabeza como en el rostro. Era fornido y de estatura media y venía acompañado de otros dos hombres fornidos y de estatura media, que esperaron fuera mirando al pasillo, con la espalda vuelta hacia la habitación. El hombre se excusó por su intromisión y sacó su tarjeta, donde no ponía más que Gulbenkian, Import-Export. Continuó de pie y confesó ser el mayor admirador del Gran Sándor en el Imperio Otomano. Dijo y redijo que para él sería el mayor honor si los tres se dignaban a cenar con su más seguro servidor en uno de sus propios restaurantes de lujo, que él había cerrado para esa noche y que abriría exclusivamente para ellos. Fue tal la ridícula vehemencia de aquel individuo que T. Fidel dijo que sí, después de mirar a Eduard y a la ayudante, que no salían de su asombro.

Efectivamente, el restaurante estaba cerrado al público, pero, por dentro, las mesas desiertas contrastaban con las decenas de lámparas que se habían encendido como en cualquier noche y cuya luz se multiplicaba gracias a los grandísimos espejos que prácticamente tapizaban todas las paredes, así como al bien encerado suelo de madera y a los miles de trozos de cristal de las gigantescas lámparas de araña. La melodiosa música del cuarteto que tocaba sobre un pequeño escenario a medio metro del suelo, en un extremo del salón, sonaba definitivamente distinta que los otros días, puesto que la ausencia de comensales modificaba la acústica del local.

Después de que varias doncellas vestidas a la europea se llevaran sus gabanes, los cuatro se sentaron en una amplia mesa colocada justo en el centro, alrededor de la cual habían retirado todas las demás y ahora había un enorme espacio vacío por donde empezó a circular un pequeño ejército de camareros, también vestidos al modo occidental y cuyas maneras rivalizaban con las de los graduados en las mejores escuelas de hostelería. Al tiempo que el anfitrión confesaba haberse tomado la libertad de preparar un programa de aperitivos, de bebidas y de platos de degustación, los camareros fueron dejando diversas botellas sobre la mesa, ofreciendo primero al misterioso Gulbenkian y, tras la señal aprobatoria de este, a la ayudante que, después de los días alegres pasados en el crucero, ahora había adoptado otra vez su original actitud callada y sombría, quizá apabullada por el homenaje de que estaban siendo objeto.

¡Y qué manjares, qué carnes humeantes y especiadas, qué sabores desconocidos que Eduard se esforzaba en comparar con los encurtidos y escabeches de su padre!… con gran demérito para estos últimos. ¡Qué vinos, qué licores, qué dulces árabes cuya miel tan sabrosa se escurría por los dedos! Y, por último, qué puros tan aromáticos y qué sueño tan apetitoso le estaba entrando de repente a T. Fidel, harto de escuchar los halagos que el armenio no se cansaba de dirigirle.

Cuando los cigarros estaban a medio consumir y las tazas de café vacías, Gulbenkian aprovechó el silencio de la sobremesa y, entornando los ojos, dirigió a T. Fidel una mirada inescrutable.

—Maestro —comenzó— usted conoce “los ocho ángeles del infierno”, ¿verdad? Ponerlo en duda sería ofensivo por mi parte.

T. Fidel se incorporó en su asiento y recuperó en un instante la serenidad y los reflejos que los vapores del alcohol habían adormecido. “Los ocho ángeles del infierno”. El ejercicio legendario que todo buen lanzador de cuchillos codiciaba como un niño codicia descubrir la isla del tesoro. La proeza máxima cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. La gesta que unos atribuían a los hashashin nizaríes, otros a los ninjas del Japón Tokugawa y algunos menos a los jagunços del norte de Brasil.

Sí, T. Fidel respondió que sí conocía “los ocho ángeles del infierno” y que no creía que fuera posible llevarlo a cabo, que él mismo había pasado seis meses viviendo en una cabaña de la selva negra, tratando de refinar su puntería lo suficiente para lanzar a la vez las ocho pequeñas dagas, sujetando cada una entre los huecos de ambas manos. Imposible, definitivamente imposible.

Gulbenkian escuchó en silencio con los ojos entornados y, cuando T. Fidel acabó de hablar, continuó en silencio durante unos segundos, mientras la ayudante miraba a ambos espantada y se fijaba a su vez en que los guardaespaldas de Gulbenkian, que habían desaparecido al llegar al restaurante, aparecían de nuevo y se situaban bloqueando la puerta de la calle el uno y la de la cocina el otro. Gulbenkian entonces comenzó a hablar lentamente y en voz baja, lo que contrastaba amenazadoramente con su anterior y despreocupada locuacidad.

—Naturalmente, maestro, es imposible —concedió el espléndido armenio.

Continuó diciendo que él mismo, en su juventud, había escuchado la leyenda de labios de su mentor, un sicario que lo tomó bajo su protección y al que finalmente tuvo que degollar por su propia mano. Afirmó que, aunque nadie en toda Turquía podía lanzar los cuchillos como él, nunca había sido capaz de enfrentarse con éxito a “los ocho ángeles del infierno”. Sin embargo, ahora que era dueño —directa o indirectamente— de todos los negocios deshonestos de Constantinopla y también de muchos de los honestos, había decidido comprobar si “los ocho ángeles” eran sólo un cuento para asustar a niños o si había en ellos un atisbo de realidad. Obviamente, sólo el mejor lanzador de cuchillos del mundo y la ayudante más osada podían salir con éxito de la empresa y esos eran, según todos sus informes, los que estaba allí sentados frente a él.