El castillo de humo - Ricardo Alcántara - E-Book

El castillo de humo E-Book

Ricardo Alcántara

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Beschreibung

Ana no está contenta con su vida. Su madre no la trata bien, y jamás encuentra consuelo en un abrazo o una palabra amable. Por eso, Ana suele escaparse al Castillo de Humo, un lugar donde refugiarse, sentirse protegida y aislarse del mundo. Allí, unos seres mágicos llamados los Inseparables velan por ella. Sin embargo, las cosas están a punto de cambiar...-

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Ricardo Alcántara

El castillo de humo

Nº 4

Saga

El castillo de humo

 

Copyright ©2021, 2023 Ricardo Alcántara and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726648270

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Cuando era pequeño solía refugiarme en el hueco que había entre la bañera y la pared del lavabo. Allí, a salvo de los envites de la realidad, dejaba volar la imaginación e inventaba un mundo diferente donde me sentía más a gusto. Lo que más me atraía de ese mundo era que allí todo era posible; se trataba simplemente de imaginarlo para sentir que lo tenía al alcance de la mano.

Poco a poco fui comprendiendo que la imaginación, cuanto más se usa, más atrevida, fuerte y vigorosa se vuelve. Así que, a medida que yo le soltaba hilo, al igual que a las cometas, mi imaginación se volvía más audaz y mi mundo imaginario se iba poblando de zonas, habitantes y parajes cada vez más fantásticos.

Algo parecido le sucede a Ana, la protagonista de esta historia.

Y, puesto que en el mundo de la imaginación todo es posible, esta novela puede leerse capítulo tras capítulo, como la mayoría de los libros, o avanzar en la lectura a través de los capítulos impares y luego de los pares; o al revés, claro está. Tú mismo elegirás el camino a sabiendas de que, escojas uno y otro, jamás llegarás a perderte.

 

EL AUTOR

Capítulo I

Ana

A Ana no le gustaba la vida que llevaba. Siempre estaba con miedo, como si presintiera que estaba a punto de ocurrir algo muy grave.

No soportaba la casa donde vivían, ni la manera en que la trataba su madre. Se sentía tan sola y perdida que estaba convencida de que lo que a ella le pasara no le importaba a nadie.

En realidad, en su vida no había nada que le gustara, nada que le despertara una sonrisa ni le animara. Ni siquiera contaba con unos brazos donde ampararse cuando se encontraba triste, desolada. Por eso, en cuanto la dejaban, se refugiaba en el Castillo de Humo que sólo existía en su imaginación.

Era un edificio grande, rodeado por una muralla muy alta. Allí dentro, al amparo de los muros, la niña se sentía protegida. La guiaba la idea de que unos seres mágicos velaban por ella. Les llamaba los inseparables. Estaba convencida de que, mientras permaneciera dentro del castillo, siempre que les necesitara estarían a su lado.

Ana, que había cumplido doce años, entre los muros del castillo había encontrado un mundo perfecto. Allí tenía un padre que velaba por ella y una nodriza llamada Esperanza, simpática y divertida, que se encargaba de que no le faltara nada.

Ana había descubierto el castillo casi por casualidad. Sucedió el día en que Leopoldo, su padre real, falleció en un accidente de tráfico. Ella lo había visto partir montado en su moto. Un rato más tarde, su madre le dijo que no volvería nunca más.

A la niña le costó creer que algo tan terrible pudiese ser verdad. Pero los días fueron pasando y su padre no regresaba, entonces sintió tanto dolor, que necesitó refugiarse en un sitio más seguro. Desde entonces no dejaba de visitar el Castillo de Humo.

Muy a su pesar, con cierta frecuencia se veía obligada a salir. Entonces, todo cambiaba. Fuera del castillo no encontraba algo que le gustara. Para Dolores, su madre, daba la impresión de que la niña era una carga.

Hacía más de una semana que habían comenzado las vacaciones de verano y casi no habían pisado la calle. Ana y su madre salían muy poco de casa, como si fueran dos princesas cautivas o un par de brujas repudiadas.

Dolores era una persona muy rara y, con el paso del tiempo, no hacía más que empeorar. Ya no trabajaba y vivían gracias a su pensión de viudedad. Bebía más de la cuenta y su carácter era insoportable. Los vecinos evitaban hablarle para no discutir ni tener problemas. Ni siquiera su padre, el abuelo Vicente, se interesaba por ella. Luego de muchas discusiones y peleas, el anciano había optado por hacer como si esta hija también estuviera muerta.

Para Ana no era fácil estar al lado de ella. Ya le habían explicado que estaba enferma, pero había momentos en que le resultaba insoportable. Entonces corría a refugiarse a su castillo de humo.

Allí se sentía tan a gusto que volver a la realidad le resultaba penoso.

CAPÍTULO II

LOS PELIGROS DEL CASTILLO

El Castillo de Humo era tan grande que Ana no había sido capaz de recorrerlo por entero. Siempre surgían nuevas habitaciones, pasadizos secretos, misteriosos túneles… Pero ella no desanimaba; estaba convencida de que, tarde o temprano, lo conseguiría.

En eso se parecía a su padre, el rey Jacinto; eran como dos gotas de agua. El rey, pese a todas las dificultades que comportaba, no había descansado hasta recorrer el castillo de punta a punta. Desde entonces gozaba de la total protección de los inseparables.

El rey deseaba que su hija lo consiguiera cuanto antes. Por eso, cuando Ana descubría un pasaje secreto o era capaz de entrar a una nueva sala, su padre lo celebraba retándola a un combate con espadas. Solía vencer su padre, pero ella se lo ponía cada vez más difícil. Al acabar el combate, él le decía muy solemne:

-Cuando hayas recorrido todo el castillo, los inseparables te considerarán uno de ellos. No permitirán que te pase nada malo.

Ana lo miraba con los ojos brillantes. Deseaba que llegara ese momento cuanto antes.

El rey Jacinto no podía estar más orgulloso de su hija. Ana montaba a caballo con gran destreza. Manejaba la espada y el arco como un valiente guerrero. Era fuerte y rápida, solía salir victoriosa en la lucha cuerpo a cuerpo. Como los buenos guerreros, había aprendido a ocultar sus emociones para que no la traicionaran.

También Ana admiraba a su padre. Cuando él estaba en casa, no se separaba de su lado.

Pero el rey llevaba varios días fuera del castillo. No tenía noticias suyas, y eso la inquietaba. El rey marchó montado en su caballo a primeras horas de la mañana, al frente de un reducido grupo de soldados. Ana lo había visto partir a través del ventanal de su habitación. De eso ya hacía cinco días, y desde entonces era como si la tierra se lo hubiera tragado.

Ana decidió hablar con su nodriza, sabía que podía confiar en ella.

Como tenía por costumbre, Esperanza estaba en su laboratorio practicando fórmulas mágicas. Llevaba años dedicada al estudio de la magia. Pese a que ponía todo su empeño, los resultados no la acompañaban, pero ella continuaba intentándolo.

Ana entró en el laboratorio y, sin más, quiso saber:

-Esperanza, ¿podrías decirme qué le ha pasado a mi padre?

Tal como había leído en un libro, la mujer entornó los ojos y trató de concentrarse. Se colocó los dedos índices en la sien y permaneció muy quieta. Intentaba captar una imagen que le diera una pista del rey. Sin embargo, al cabo de un rato, tuvo que confesar:

-Si te he de ser sincera, no tengo ni idea.

-Gracias –dijo Ana y se marchó.

Cuando el rey Jacinto se ausentaba, el castillo no parecía el mismo. Los vigías debían estar más atentos que nunca. Más de una vez, los bárbaros habían intentado aprovechar la ocasión para atacarlos.

Ana ponía toda su atención en cualquier ruido o movimiento sospechoso. En caso de peligro debía dar la voz de alarma y disponerse para el combate.

Una mañana, mientras avanzaba por un pasadizo cavado en la roca, vio unas extrañas huellas. Sin pensárselo dos veces, decidió ir tras ellas. “¿Quién puede conocer este pasaje secreto?”, se preguntaba con el ceño fruncido.

El pasadizo era tan estrecho que, por momentos, parecía que iba a aprisionarla. La oscuridad era total. Tuvo que andar un buen trecho hasta divisar la luz del día a lo lejos. Al llegar a la boca del pasadizo, se topó con unos arbustos que le impedían avanzar.

Con la agilidad de un felino, escurriéndose entre ellos, consiguió atravesarlos. Los arbustos, celosos guardianes de la entrada, le propinaron unos buenos arañazos. Ella pareció no notarlo. Estaba demasiado curiosa por aclarar el misterio de las pisadas.

Para su sorpresa, salió a uno de los jardines interiores del castillo, el Jardín de los Tres Deseos. Aquel jardín era una especie de claustro; pequeño, silencioso, recogido. En el centro había un cantero con infinidad de plantas y un surtidor de agua. Alrededor de él, una vereda de adoquines y, como único adorno, un banco de madera.

Su padre le había explicado por qué llevaba ese nombre. Según la leyenda, si una noche de luna llena alguien era capaz de permanecer despierto en el jardín, se le concedían tres deseos.

-¿Tú lo has probado? –quiso saber la niña cuando su padre se lo hubo contado.

-Sí, y puedo asegurarte que no resulta nada fácil –respondió él.

Ana paseó la mirada buscando las huellas. En su lugar, descubrió un reguero de sangre. Tuvo un presentimiento tan poco agradable que se le encogió el corazón.

Respiró hondo y siguió el camino que le indicaba las gotas de sangre estampadas contra el suelo. La llevaron junto al banco de madera, allí desaparecía el rastro. Ana se giró con disimulo, para asegurarse de que no hubiera ojos traidores que estuvieran espiándola.

Convencida de que estaba sola, presionó con fuerza uno de los reposabrazos del banco.

Inmediatamente se abrió una trampilla en el suelo. Ana se dio prisa en escabullirse por el hueco. Solo bajar dos o tres peldaños de la escalerilla que conducía hasta el sótano, la trampilla volvió a cerrarse.

La niña no se precipitó. Ignoraba quién podía estar oculto allí, aunque algo dentro de ella no dejaba de susurrarle un nombre.

A oscuras, con más inquietud que miedo, continuó bajando un peldaño tras otro. Antes de poner los pies en el suelo, oyó una débil voz:

- Ana, ¿eres tú?

- Sí, papá –respondió ella.

- Sabía que me encontrarías –respiró el hombre aliviado.

Incorporándose en el lecho, no sin esfuerzo, el rey Jacinto encendió una vela. Al verlo tan pálido y demacrado, Ana corrió a su lado.

-¿Qué te ha pasado? –quiso saber.

Al hombre le costaba hablar. Estaba malherido, había perdido mucha sangre.

-Ya lo ves, la lanza del rival fue más rápida que mi escudo -trató de bromear para que su hija no se inquietara más de la cuenta-. Me tendieron una emboscada y yo caí en ella.

Hizo una pausa. Cuando fue capaz, continuó diciendo:

-Me dieron por muerto y así pude salvar el pellejo. Llegué a oír sus planes, en cuestión de días van a atacar el castillo. Debo recuperarme para ponerme al mando de mis soldados.

Ana volvía a admirar la valentía y el arrojo demostrado por su padre.

-Tendría que verte un médico –le indicó la niña.

-No, nadie debe saber que estoy escondido aquí. Prefiero dejarme en manos de nuestros amigos secretos –sentenció el rey Jacinto, refiriéndose a los invisibles.

Ella sabía que de nada serviría discutir. Su padre había tomado una decisión y no cambiaría de idea. En vista de ello, le preguntó:

-¿Cómo puedo ayudarte?