La marca en la piel - Ricardo Alcántara - E-Book

La marca en la piel E-Book

Ricardo Alcántara

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Beschreibung

Remedios tiene dos hijos y está casada con Bernardo, un hombre honesto y trabajador. Sin embargo, no es feliz. Rogelio, por su parte, está casado con Alba y espera un bebé. Sin embargo, no es feliz. Estas dos almas perdidas se encuentran, se atraen, colisionan. Por desgracia, en medio de ellos dos se alza una entidad implacable: el Destino, que ha visto el futuro y la tragedia que les aguarda. Una obra sobre segundas oportunidades y sobre la felicidad que se escurre de entre los dedos.Autor traducido a más de ocho idiomas.

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Ricardo Alcántara

La marca en la piel

Nº 20

Saga

La marca en la piel

 

Copyright ©2021, 2023 Ricardo Alcántara and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726648256

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

El Destino suele hablar con voz muy suave

y, aquellos que están atentos, a veces,

consiguen oírle.

 

Para Rebeca, pues tenemos un

compromiso y pensamos cumplirlo.

CORRÍA EL AÑO 1932

El Destino, el único capaz de prever lo que sucederá en el futuro, no tenía dudas: “Por mucho que os empeñéis, juntos no seréis felices”, murmuró contrariado. Remedios y Rogelio eran incapaces de prestarle atención a sus palabras ni de entender sus continuas señales. Ellos notaban que estaban a punto de hundirse y manoteaban a la desesperada.

El Destino se removió molesto, preocupado. En el fondo era un romántico incurable. Si por él fuera, todo acabaría bien, pero, muy a su pesar, eso no siempre era posible. Él no tenía la potestad de cambiar el futuro de las personas. En todo caso podía enviar mensajes y avisos de alerta; intentar prevenirles cuando estaban en peligro o animarles cuando iban por el buen camino, pero nada más. Él no se cansaba de hablarle a unos y otros con su voz pequeña, aunque sabía que casi nadie le oía o no le hacía caso. Con el tiempo aprendió a no enfadarse, ni siquiera se molestaba ante la indiferencia de las personas. Comprendía que cada uno debe elegir su vida, pero luego responsabilizarse por lo que ha escogido y no quejarse o culpar a los demás.

El caso de Remedios y Rogelio era muy complicado. Ella estaba casada y tenía dos hijos. Su marido, Bernardo, era trabajador y honesto y hacía cuanto estuviera a su alcance para ver a su esposa contenta. Incluso estuvo de acuerdo en quedarse a vivir en casa de los suegros, pues ese era el deseo de su esposa. Remedios siempre se había sentido querida y a gusto a su lado, aunque notaba que algo le faltaba. Los días le parecían siempre iguales, y eso, por momentos, la molestaba. Trataba de sobrellevarlo lo mejor posible, hasta que Rogelio se cruzó en su vida, entonces todo se complicó.

Rogelio tenía su misma edad; uno a mediados y el otro a finales de noviembre, habían cumplido veintitrés años. El llevaba unos meses casados y su esposa, Alba, esperaba un bebé. Por eso, precisamente, se habían visto obligados a casarse.

Cuando los padres de Alba descubrieron que la chica estaba embarazada, se sintieron morir de vergüenza. Imaginaban lo que dirían los parientes, allegados y vecinos del barrio y eso los abrumaba. Estaban convencidos de que ellos no merecían un castigo tan grande.

Antes de que fuera demasiado tarde, se apresuraron a hablar con los padres de Rogelio. Entre todos acosaron a los jóvenes hasta que lograron que la pareja marcara una fecha. Poco después se casaron; solo entonces la familia respiró tranquila y la amenaza de la deshonra dejó de planear sobre sus cabezas.

Rogelio no estaba seguro de querer a su mujer, ni siquiera le apetecía ser el padre del hijo que esperaban, pero había contraído un compromiso y estaba dispuesto a cumplirlo lo mejor posible. Trataba a Alba con respeto, trabajaba como el que más para que en su casa no faltara nada, mostraba siempre la parte más amable de su carácter para que la convivencia fuera agradable. Cuando se sentía agobiado por llevar una vida que no había elegido, cogía su bicicleta y echaba a andar; pedaleaba con fuerza hasta quedar agotado. Sobrellevaba de la mejor manera posible la rutina de su día a día. Hasta que su camino y el de Remedios se acabaron cruzando, entonces todo cambió.

“Debo reconocer que ese encuentro me sorprendió muchísimo, no estaba previsto que vosotros dos os conocierais”, intervino el Destino. Aunque sabía que casi nunca lo escuchaban, mantenía su vieja costumbre de hablar con los interesados.

Remedio notaba con preocupación que hacer cada día lo mismo la sofocaba hasta casi asfixiarla. Por eso, cuando su hijo pequeño cumplió los 2 años, se decidió a hablarlo con su marido:

- Bernardo, necesito buscar un trabajo, no puedo pasarme todo el día encerrada en casa -le explicó, sin llegar a decirle que había momentos en que se sentía prisionera entre aquellas cuatro paredes. No estaba segura de que él pudiera entenderla.

El Destino, intuyendo que aquella no era una decisión acertada, caviló: “Es demasiado apresurado, estás queriendo avanzar más rápido de la cuenta y corres el riesgo de tropezar y caer. Sabes que las madres no suelen dejar a sus hijos tan pequeños para ir a trabajar, a no ser que no haya otra salida. Pero ese no es tu caso”.

Tampoco su marido se mostraba demasiado convencido. Él traía su sueldo a casa y su mujer no tenía necesidad de salir a trabajar.

- ¿Quién cuidará de los niños? - quiso saber.

Remedio ya había pensado en eso, así que respondió con rapidez:

- Mi madre se hará cargo de ellos el tiempo que yo esté fuera - dijo.

Bernardo arrugó la frente y negó con la cabeza, pero ella insistió e insistió hasta salirse con la suya. Pocas semanas después comenzó como operaria en una fábrica textil. Las casualidades de la vida intervinieron para que ella fue destinada a la sección donde Rogelio era el encargado.

Cuando el gerente de la fábrica los presentó y se dieron la mano, una especie de corriente eléctrica les hizo vibrar todo el cuerpo. Saltaron chispas, aunque solo lo notaron ellos dos. Remedio quedó aturdida, no entendía qué pasaba. Rogelio la miró fijamente, como él no acostumbraba a hacerlo con ninguna mujer, y se sintió tan turbado que comenzó a tartamudear.

- Vamos -dijo él, con la excusa de enseñarle algunas dependencias de la fábrica, para deshacer aquella situación tan embarazosa.

Avanzaban al mismo paso, muy juntos. Remedios notaba que la voz de aquel hombre la hacía estremecer, el olor de su cuerpo la atraía, su sonrisa la llevaba a pensar en cosas imposibles para una mujer casada. Remedios notaba que el corazón le retumbaba en el pecho como si fuera el bombo de la banda del barrio.

Casi al final de una de las naves estaba la máquina donde Remedios comenzaría a trabajar. Se detuvieron allí para que Rogelio pudiera explicarle el manejo, pero las palabras no le salían y sus mejillas explotaban de calor. Incómodo con su propia torpeza, le hizo un gesto a otra operaria para que se acercara, entonces le pidió:

- Explíquelo cómo se maneja -y se apartó un par de pasos. Disimuladamente, se secó el sudor de la cara y las manos.

La mujer se encargó de explicarle a la nueva cómo manipular la máquina. Remedios trataba de concentrarse en sus palabras, para luego no equivocarse, pero sus ojos solo podían estar atentos a Rogelio, a cada gesto que hacía, a cada movimiento, por leve que fuera. A él le pasaba lo mismo. Había algo que les atraía de forma irresistible; era tan poderoso que ellos no conseguían entender ni dominar.

Pasaron algunos días en los que, tanto Remedios como Rogelio estaban pendientes el uno del otro, sin llegar a acercarse. Hasta que una tarde, al acabar la jornada, Remedios retrasó el paso intentando coincidir con Rogelio. Y él, que nunca tenía prisa en marcharse, se quitó la bata apresurado y corrió por la nave hasta ponerse a su lado. Tenían ganas de decirse muchas cosas, pero fueron incapaces de pronunciar palabra.

Solo al llegar a la puerta, antes de separarse, Rogelio dijo:

- Hasta mañana.

- Hasta mañana -respondió ella, con la sensación de que estaban marcando una cita.

Rogelio permaneció quieto, observándola, hasta que ella desapareció de su vista. Entonces montó en su bicicleta y pedaleó con fuerza. No le apetecía ir a su casa, necesitaba dar una vuelta, estar solo, olvidarse de que le esperaban.

Remedios llegó a su casa tan contenta que entró marcando unos pasos como si bailara.

- Vaya, no hace falta preguntarte qué tal te ha ido -bromeó Bernardo. Remedios rio.

Aquella noche le costó conciliar el sueño. Aunque trataba de no seguir pensando en Rogelio, le resultaba imposible. “Soy una mujer casada y amo a mi marido”, se repetía tratando de recuperar la cordura, intentando borrar las fantasías que su imaginación se empeñaba en crear, pero no podía. La presencia de Rogelio había disparado algo dentro de ella que le era imposible controlar.

Rogelio llegó a su casa muy tarde. Ir en bicicleta siempre era un alivio para él, le ayudaba a poner en orden sus ideas y a serenarse. En aquella ocasión, muy a su pesar, le sirvió para alimentar el fuego que había nacido dentro de él y que no sabía sofocar.

- ¿Te caliento la cena? - le preguntó Alba, que lo esperaba despierta.

- No, no tengo hambre -respondió él, pues se sentía incómodo delante de su mujer y prefería irse cuanto antes a la cama para no estar frente a frente.

A la mañana siguiente, al llegar a la fábrica, Rogelio se demoró colocando su bicicleta, estaba pendiente de Remedios. Al verla aparecer tuvo ganas de correr a su encuentro. Ella sintió que la esperaba y tuvo que reprimirse para no salir disparada hacia él.

Con el paso de los días, la intensidad de la fuerza que les acercaba no hizo más que aumentar. A la hora de comer se sentaban juntos; al entrar a la fábrica se buscaban con la vista y, al encontrarse, se acercaba uno al otro como la sombra a los pies. Cuando terminaban la jornada, salían juntos andando paso a paso, sin prisas, lentamente; debían separarse y eso les costaba un gran esfuerzo. En cuanto se alejaban, aparecía una voz interior que no cesaba de repetir el nombre del otro. “Remedios. Remedios. Remedios”. “Rogelio. Rogelio. Rogelio”, resonaba una y otra vez de forma incansable. Pero en vez de ser una tortura, resultaba un dulce apetecible de saborear.

En cada encuentro, ellos se atrevían a acercarse un poco más. Se miraban a los ojos como si éstos fueran ventanas que les permitieran observar hacia dentro. Querían recorrer el interior del otro, pasear de puntillas entre sus recuerdos, visitar el rincón donde estaba guardada la infancia, la adolescencia, las penas del desamor y oír el eco de la risa. Cuanto más se miraban, mayor era la necesidad que sentían de conocerse más y más.

Los compañeros de la fábrica no tardaron en notarlo, entonces comenzaron los comentarios. “Esa mujer no tiene vergüenza, no le importa comportarse como una cualquiera”, cuchicheaban a sus espaldas, escandalizados con el espectáculo que veían, pero ellos ni les oían. Los compañeros censuraban su actitud pues, a su entender, una mujer casada debía mostrarse en todo momento como una persona seria y recatada, para que los demás la respetaran. Remedio y Rogelio no lo notaban. Cuando estaban juntos, alrededor de ellos se creaban un mundo en el que solamente existían ellos dos y los demás se volvían mudos e invisibles.

En cierta ocasión, cuando estaban a punto de separarse, al ver que Rogelio montaba en su bicicleta, Remedios le pidió:

- ¿Me llevas?

- Claro -respondió él, pensando que se trataba de una broma.

Remedios no se lo pensó dos veces, se sentó en el trasportín, rodeó a Rogelio con los brazos, apoyó la cabeza sobre su espalda y dijo:

- Ya estoy.

Rogelio comenzó a pedalear sin importarle hacia dónde se encaminaban. Notaba la respiración de Remedios en su espalda, su abrazo, su calor… Se sintió feliz, tan valiente que nada lo amedrentaba, y deseó con todas sus fuerzas que el tiempo no pasara, que la noche se detuviera para continuar así y no tener que separarse.

REMEDIOS Y ROGELIO

Casi sin darse cuenta, en la medida en que ellos dos se acercaban, se iban distanciando de sus parejas, no les prestaban atención. En su casa no eran los mismos, su cuerpo estaba allí, pero su mente y su alma estaban en otro lugar, en compañía de otra persona.

Remedios aspiraba hondo para sentir el olor del cuerpo de Rogelio, entonces notaba que le crecían alas y el deseo irrefrenable de volar a su lado. Tenía la impresión de que perdía peso y se volvía leve, entonces se elevaban los dos, muy juntos, hasta tocar el cielo con la punta de los dedos.

Un día fue capaz de señalar una estrella y decirle a Rogelio:

- Es tuya, te la regalo.

Él estiró el brazo, hizo el ademán de cogerla y se la guardó en el pecho, convencido de que la estrella siempre le acompañaría, que le enseñaría el camino cuando estuviera perdido y le haría recordar que ya no estaba solo.

Remedios y Rogelio se acercaban tanto para mirarse, que un día los labios se rozaron y llegó el primer beso. El sabor del beso les caló tan hondo que en aquel instante comprendieron que les sería difícil separarse.

- No quiero que te vayas –susurró Rogelio.

- Quiero quedarme contigo para siempre –dijo ella a media voz.

El Destino, mientras escribía en su libreta, comentó con su débil voz: No nacisteis para compartir vuestras vidas. Si os empeñáis en hacerlo, os tocará vivir tiempos muy difíciles, tan duros que tal vez no seáis capaces de resistirlo.

La sociedad no les perdonaría que hubieran abandonado a sus familias. Para estar juntos deberían dejarlo todo y marcharse lejos, muy lejos, donde nadie los conociera ni pudiera recriminarles lo que habían tenido la osadía de hacer.

A pesar de todo, Remedios y Rogelio no pensaban en ello para no flaquear y poder así seguir adelante. El amor los cegaba y de ahí sacaban el coraje para avanzar entre arenas movedizas sin temer a ser tragados. Había momentos de duda en los que la idea de abandonar a sus hijos a Remedios la hacía dudar. “En cuanto pueda vendré a buscarles para llevarles conmigo. Mientras tanto mi madre cuidará muy bien de ellos y me dirá cómo están. Estaremos separados por poco tiempo”, se decía para no echarse atrás y tener que renunciar al amor de su vida y, principalmente, para quitarse el sentimiento de culpa que la atormentaba.

También Rogelio tenía sus profundas dudas. “Le causaré un gran dolor a Alba y ella no lo merece. El bebé no tendrá un padre que le cuide”, pensaba, y la idea le dejaba serio, se sentía muy mal, por momentos tenía ganas de desaparecer para no verse obligado a tomar una decisión tan drástica. Hasta que, incapaces de poner freno a ese torrente pasional que se había apoderado de ellos, decidieron:

- Vayámonos lejos –propuso Remedios.

- No puedo estar sin ti –aseguró él.

Acordaron que la noche del viernes se reunirían frente a la puerta de la fábrica y echarían a andar, cogidos de la mano, sin volver la vista atrás.

Tomaron la decisión el miércoles al mediodía y, a partir de entonces, solo pensaban en la mañana del sábado, en la que despertarían juntos y ya nada ni nadie lograría separarlos.

Más que nunca, ahuyentaban cualquier sombra de temor que pudiera hacerles dudar de su decisión. Cuando estaban en sus casas, hacían lo posible por comportarse igual que siempre, para no levantar sospechas ni tener que dar explicaciones. A Remedios le costaba controlar las lágrimas cada vez que abrazaba a sus hijos. “Mis pequeños, tendréis que perdonarme. Será muy difícil estar sin vosotros, pero no puedo quedarme”, decía para sus adentros mientras los besaba una y otra vez.

“Piénsalo bien, vas a dar un paso que no tiene vuelta atrás”, se inquietaba el Destino, intuyendo el dolor que causarían en todos, también en ellos.

Cada uno preparó un pequeño bolso con un poco de ropa y lo ocultó donde no pudiera ser descubierto. Remedios no se veía capaz de enfrentar a Bernardo y explicarle los motivos de su partida, así que decidió escribirle una carta. Al terminar, la escondió entre sus ropas.

La noche del viernes, cenó con su marido, sus padres y los niños tratando de desenvolverse igual que cada día. Aunque tenía el estómago tan lleno de nervios que le costaba tragar, hizo lo imposible por acabar la comida que tenía en el plato. Luego acompañó a sus hijos a la cama, se tumbó junto a ellos, sin dejar de abrazarlos, hasta que acabaron por dormirse. “Os quiero con todo mi corazón”, les susurró, y ya no pudo controlar las lágrimas.

Cuando logró serenarse, se incorporó sin prisas. Evitando hacer algún ruido que pudiera despertarles, cogió la carta que le había escrito a Bernardo y, disimuladamente, la guardó en un bolsillo. Entonces fue a la cocina para lavar la loza.