El Celler de Can Roca - Jordi Roca - E-Book

El Celler de Can Roca E-Book

Jordi Roca

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Beschreibung

¡El best seller de los hermanos Roca ahora en formato electrónico! "Un libro en el que no solo mostramos lo que hacemos, sino que explicamos cómo lo hacemos y por qué lo hacemos" Joan, Josep y Jordi Roca La gran obra que explica la historia, las técnicas, los recursos inspirativos y las mejores recetas del mejor restaurante del mundo. Vendido en todo el mundo y hasta el momento traducido al catalán, castellano, inglés, portugués, francés y alemán.

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EL CELLER DE CAN ROCA

EL CELLER DE CAN ROCA

—JOAN, JOSEP Y JORDI ROCA

PREÁMBULO

—Joan, Josep y Jordi Roca

I. EL CAMINO HACIA EL NUEVO CELLER

—Rosanna Carceller

BREVE CRÓNICA DE LOS INICIOS

CRECER EN UN BAR

TRES CAMINOS Y UN DESTINO

EL PRIMER CELLER: 1986-1997

EL SEGUNDO CELLER: 1997-2007

LOS POSTRES, EL ÚLTIMO VÉRTICE DEL TRIÁNGULO

2007: EL TERCER CELLER

LA GESTACIÓN DEL SUEÑO

EL RESULTADO

Memoria del proyecto de interiorismo para El Celler de Can Roca

—Sandra Tarruella e Isabel López

LA CULMINACIÓN

II. BASES Y LÍNEAS CREATIVAS

INSPIRACIÓN EXTERNA

A — TRADICIÓN

Influencia de la literatura culinaria clásica y moderna en los platos de El Celler

—Joan, Josep y Jordi Roca

B — MEMORIA

La musa de El Celler

—Salvador Garcia-Arbós

C — ACADEMICISMO

La revisión de las salsas, base de la cocina de Joan Roca

D — PRODUCTO

E — PAISAJE

F — VINO

La bodega sensorial

G — CROMATISMO

H — DULCE

I — TRANSVERSALIDAD

El intercambio creativo

J — PERFUME

K — INNOVACIÓN

Actualización de la cocina al vacío

La perfume-cocción, impregnación de aromas

MOTIVACIÓN INTERNA

L — POESÍA

Poesía y seducción en la sala

—Josep Roca

M — LIBERTAD

N — ATREVIMIENTO

O — MAGIA

Secuencia creativa de Jordi Roca en torno al humo

Rocambolesc. Los postres de El Celler convertidos en helado

P — SENTIDO DEL HUMOR

III. ANEXOS

1. RECETAS BASE

2. GLOSARIO

3. CATÁLOGO RAZONADO

4. ÍNDICE DE RECETAS

5. ÍNDICE ANALÍTICO

Un día en El Celler con una libreta negra

—Josep Maria Fonalleras

ROCA

—PREÁMBULO

JOAN, JOSEP Y JORDI ROCA

Los libros son siempre una forma de procesar el conocimiento; nosotros en estas páginas intentamos mostrar lo que somos y lo que hemos aprendido. El reto de este trabajo ha sido recopilar y ordenar a conciencia nuestro pensamiento, abrir una puerta a lo que hacemos, a cómo y por qué lo hacemos, de modo que si no nos conocéis demasiado, podáis interpretar nuestra forma de ser y nuestros orígenes —Girona, un lugar privilegiado—. Nos apetecía recomponer nuestra experiencia vital y profesional más dulce y fructífera. Nosotros, que hemos bebido de distintas fuentes culinarias, queremos ahora ser manantial que fluya. Como tres Rocas que se van puliendo a lo largo del tiempo, queremos mostrar nuestro juego a tres bandas, el roce fraterno, el bruñido profesional… E ilustrar cómo hemos dado alas al proceso creativo: con seis manos, tres seseras y una única montera.

El libro El Celler de Can Roca. Una sinfonía fantástica (Jaume Coll, 2006) fue una manera de acentuar nuestro respeto hacia la literatura gastronómica. Jaume Coll, doctor en filología, nos brindó una pieza de literatura de altos vuelos, acoplándola al lenguaje culinario con sabiduría y talento. Aquel libro, que nos dejó a las puertas del nuevo restaurante, nos honraba en sus últimas líneas manifestando el deseo del autor de completar lo que él llamaba «el quinto movimiento de una sinfonía fantástica», es decir, de continuar en un segundo volumen el proceso literario y gastronómico emprendido. Ahora, sin embargo, sentíamos la necesidad de dejar aflorar un tono propio. Nuestro tono. Un tono modesto, pero sentido en primera persona, y destinado a explicar lo que mejor conocemos: nuestro trabajo, un trabajo transversal abocado a la cocina de vanguardia. Como diría el doctor Jaume Coll: Ars culinaria nova. Pero no hemos querido prescindir de esta confluencia entre el «objeto libro de cocina» y las artes literarias, razón por la cual hemos confiado un apartado del libro al prestigioso escritor Josep Maria Fonalleras. Él aborda cada capítulo con precisión lingüística, con lucidez y brillantez. Además, a lo largo del libro se podrá rescatar un relato suyo fragmentado, en forma de dietario, de un día en El Celler. Un texto cautivador, rico en detalles, y en el que ninguna palabra está de más.

El cambio de ubicación del restaurante, a partir del 15 de noviembre de 2007, marca de manera muy determinante nuestro trabajo. Mejoramos la trazabilidad con un equipamiento completo, de la brasa de encina al Rotaval. Reforzamos la capacidad de seducción. La expectativa de quien nos visita crece y eso nos estimula. Tenemos unas condiciones inmejorables para escarbar en los caminos secretos de la cocina, pasamos a tener una fábrica de sueños, una utopía hecha realidad, y muchos retos de futuro. De ahí el deseo de compartir nuestro recorrido y mostrar las vías del proceso culinario que han hecho que lo que empezó acústico, sea hoy sinfónico.

Queremos hacer patente nuestra vitalidad creativa, compartirla y ser fieles al sentido didáctico. Reflejar madurez conceptual. Conformar un depósito de cocina creada, vivida y compartida en familia (nunca podremos agradecer suficientemente el tiempo huido a Montse, Josep, Anna, Marc, Marina, Encarna, Martí, Maria, Ale, los abuelos Payet, Paquita, Salvador, Encarna, Angeleta…), y con un equipo competente que ha ido cambiando a lo largo de estos años, y que ahora se encuentra repartido por muchos puntos del planeta.

A todos ellos les debemos también parte del mérito de este trabajo, a ellos y a la gran cantidad de colaboradores y amigos cocineros y camareros que, en el decurso de estos primeros veinticinco años, han hecho suya nuestra historia, trabajando codo con codo con nosotros. Somos conscientes de la riqueza humana y afectiva que nos ha brindado su apoyo a lo largo de todo este tiempo, cocinando valores. A ellos, que se han sentido cerca de Montse, del Jefe, y de la iaia Angeleta, la musa a quien Salvador Garcia-Arbós dedicó un emotivo recuerdo, debemos mostrarles nuestra gratitud.

Especial gratitud y reconocimiento también a tanta gente que siente un gran cariño por nuestro restaurante y que incluso ha crecido gastronómicamente con nosotros. La verdad es que, si antes teníamos clientes, ahora creemos tener amigos y seguidores. Este trabajo también va por ellos. Y tampoco queremos obviar nuestro agradecimiento por el papel imprescindible y decisivo de los periodistas gastronómicos, embajadores agudos y brillantes, con una sensibilidad especial para divulgar la vitalidad de la cocina.

Por último, cabe reconocer también que esta obra que ahora presentamos no habría sido posible sin el apoyo de Cèlia Pujals, quien, junto con el equipo de Bisdixit, ha mantenido la coherencia temática de la misma, poniendo esmero en el diseño y la edición. Todo es más fácil si tienes a alguien como ella ordenando las ideas. Las fotografías de los platos, a cargo de Francesc Guillamet, nos han permitido mostrar una visión rigurosa, luminosa y precisa de la cocina, y el trabajo atmosférico de David Ruano nos ha aportado una pátina poética con el tono deseado para evocar la calidez e intimidad de un discurso susurrado al oído.

En definitiva, el libro que tenéis en las manos recoge proyectos y memoria de más de veinticinco años cocinados, y en su parte final incorpora, a modo de síntesis evolutiva, el catálogo documental de algunos de los platos más emblemáticos de nuestra casa, surgidos a lo largo de una historia que empezaba en agosto de 1986. Es un intento de recopilar la joie de vivre, la gastronomía en mayúsculas y en primera persona, de mostrar una vida obstinada en la búsqueda del gusto y del saber sentir, con aprendizaje constante, con suerte, alegría, tozudez, perseverancia, divertimento, fe y pasión. Queremos dejar constancia física y perdurable de todo ello, al tiempo que incorporamos el objetivo de describir una crónica de la cocina de vanguardia de finales del siglo XX y principios del XXI, los mejores años de nuestra vida.

EL CELLER DE CAN ROCA, REVOLUCIÓN (TECNO)EMOCIONAL

La gastronomía muestra en la actualidad su cara más poliédrica, en tanto que receptora del giro que experimentan los parámetros del lujo. Los rituales de la riqueza se fijan ahora en la calidad de los detalles, cuya realización requiere cierta libertad y sensación de bienestar. Crece la importancia de lo que podríamos llamar «la fuerza de las intenciones». El lujo se sustenta ahora en el terreno de las emociones, que ha entrado de lleno y por la puerta grande en el mundo de la gastronomía, haciendo un giro rocambolesco.

Nos sentimos identificados con la idea de revolución emocional, equipados con una tecnología invisible, fruto del diálogo con la ciencia y que tiene vocación de transmisión generacional. Somos empáticos con el término «cocina tecnoemocional» creado por Pau Arenós (La cocina de los valientes, 2011). Creemos ciegamente en la fuerza de las emociones, en la capacidad de hurgar en los impactos emocionales que provoca el sabor, y en el poder de evocar recuerdos, removiendo la cavidad emotiva de quien nos visita. Sabemos que la contundencia sápida de cada ingrediente puede ser una herramienta para quebrantar la coraza que todos nos ponemos para protegernos. La gente nos regala tiempo y se deja seducir con los brazos abiertos y todos los sentidos alerta; nosotros queremos ser sensibles a la gestión de las emociones.

En este libro dividimos el proceso creativo en dieciséis capítulos que os llevarán a comprender que, donde había disciplina y rigidez, intentamos poner desvergüenza y transgresión. Que procuramos cambiar la frialdad estirada por la proximidad y la visión ecléctica por la sostenibilidad, recuperando el diálogo a veces descuidado con el productor y con el paisaje. Que buscamos sustituir el servilismo y la sobriedad en las propuestas por el sentido del humor y la fantasía; la madurez repetitiva por la inocencia y la imaginación; el clasicismo por la valentía; la rutina por la reflexión y la voluntad de abrir caminos transversales. Y finalmente que el vino, siempre presente, entra ahora en la cocina, para quedarse en ella.

Los avances de la ciencia, alimentados por las tecnologías de la información y la comunicación, nos han situado, a las puertas del tercer milenio, en un nuevo mundo gastronómico que vivimos activamente. En esta nueva realidad, emerge una suerte de triángulo del conocimiento formado por los ámbitos de la física, la biología y las nuevas tecnologías, con la creación de sinergias fascinantes entre unos y otros, que nos ofrecerán momentos de gran bienestar emocional.

Tratamos de escenificar los colores de las emociones, tanto de tipo interno como externo, a través de los gustos, de los olores y del aspecto visual. Queremos que nuestra cocina flirtee con la poesía. Queremos despertar un anhelo, un deseo, y conseguir saciarlo de memorias. Es aquí donde la cocina tecnoemocional toma el relevo de la nouvelle cuisine, y nosotros apostamos decididamente por ella. Disfrutar cada vez más del olor y del gusto, así como del tacto de nuestros recuerdos. Incidir en la insinuación y la esencialidad nos acerca al sentido más evocador, el más vinculado a las emociones, a las imágenes, recuerdos y relatos: el olfato. Las líneas abiertas de la cocina que proponemos pretenden mostrar color, temporalidad, conciencia, ciencia, atrevimiento y agricultura social, además de exhibir una localización geo-climática concreta, eso sí, dejando rezumar también el mestizaje que nos ha llegado desde generaciones pasadas y lugares lejanos. Recibimos la inspiración del Mediterráneo, de la luminosidad, del espíritu de libertad, del liderazgo cultural ancestral, con el sabor como hilo conductor. Asimilamos una luz que no ciega, una luz que no se esconde, una luz privilegiada. En una sociedad de tendencias globales, procuramos mostrar los hábitos culturales más cercanos con orgullo. Pensar universalmente y actuar destacando los productos agroalimentarios de proximidad.

A nuestro entender, la cocina futura se moverá entre la tendencia productivista y la elaboracionista, como siempre ha ocurrido en la historia de la gastronomía. Estamos convencidos de que los canelones, las croquetas de jamón y el gazpacho pueden convivir con la esferificación y los artificios miméticos. La cocina de El Celler de Can Roca quiere ser una propuesta fresca y reflexiva, que se desnuda y se viste (como si desnudarse y vestirse fueran una sola cosa) con técnicas utilizadas desde la madurez conceptual, pero meramente insinuadas y priorizando siempre el sabor.

El proceso creativo, plasmado en los dieciséis capítulos de este libro —Tradición, Memoria, Academicismo, Producto, Paisaje, Vino, Cromatismo, Dulce, Transversalidad, Perfume, Innovación, Poesía, Libertad, Atrevimiento, Magia y Sentido del humor—, es una realidad vital y de pensamiento conformada a partir de lo que hemos hecho los últimos veinticinco años.

Aunque la vocación del cocinero nos lleve por los caminos de la artesanía, el objetivo se acerca más a la orfebrería, con la actitud artística e innovadora como incentivo fundamental. En nuestra opinión, el cocinero no es exactamente un artista, pero sin duda debe actuar con libertad, reivindicando constantemente la creatividad y navegando en una cocina cálida, donde tenga cabida la alternativa acústica de formato directo así como la opción sinfónica de construcción más compleja. La tendencia culinaria que nosotros queremos seguir tiene cuatro puntos cardinales: autenticidad, audacia, generosidad y hospitalidad. Apostamos por una actitud sencilla y proactiva hacia los nuevos horizontes culinarios de revolución emocional. Nosotros «cocinamos para hacer sentir».

Este libro quiere ser una prueba de nuestro compromiso tenaz y de nuestra convicción de que hay que saber vivir sabrosamente y creer que la cocina es un camino de felicidad, de cultura y de país. Pasad la página y os acompañaremos hacia los secretos de cocina de El Celler a través de una puerta abierta de par en par.

CRECER EN UN BAR

Que se dedicarían a la cocina estaba escrito en el destino de los hermanos Roca. O tal vez el destino lo han escrito ellos mismos, de su puño y letra, con el esfuerzo, la paciencia y el rigor que les ha caracterizado a lo largo de estos veinticinco años y que aún los define. Se han ganado a pulso los reconocimientos y la posición que ocupan, pero sin duda el entorno en el que crecieron ha sido determinante en su trayectoria.

Can Roca, la casa de comidas que sus padres abrieron en 1967 en Taialà —barrio periférico de la inmigración andaluza de Girona— es la sala de estar donde los tres hermanos crecen, juegan a las chapas, hacen los deberes y miran el Un, Dos, Tres en la televisión. «Nuestra mesa en el bar estaba al lado de una estufa de gasoil», recuerda Joan. Con un bar siempre abarrotado de gente es difícil que sus padres les dediquen tardes y fines de semana —al menos solo para ellos—, por eso la cocina y el comedor del restaurante se convierten en el lugar perfecto para pasar las horas, primero como espectadores del trajín y después, muy pronto, como parte del mismo. Josep apunta: «Nos cuidaban los abuelos, incluso los clientes, que muchas veces también eran amigos. Aquella casa era muy divertida, convivíamos con mucha gente y pasaban muchas cosas». En el piso superior del bar hay cinco o seis habitaciones que hacen las veces de fonda donde se alojan trabajadores navarros, andaluces o aragoneses que vienen a ganarse la vida en fábricas de Girona como la Nestlé, al lado de casa, o en la construcción de la autopista AP-7. «De repente nuestra familia era muy grande. Compartíamos techo e incluso, a veces, mesa con todos esos señores que venían a casa. Convivíamos con ellos y esto, para nosotros, era gratificante y enriquecedor», explica Joan.

El hermano mayor cuida de los pequeños; es el responsable, el concienzudo, el del rigor y el orden. Desde pequeño, Joan Roca es un «niño-hermano mayor». Aplicado, trabajador, serio y apasionado por la profesión de la abuela Angeleta y de su madre, Montserrat, cocinera de Can Roca. Cuando Joan tiene solo nueve años, su madre le encarga una chaquetilla de cocinero a medida, que aún guarda y que en alguna ocasión ha servido de disfraz para su hijo. Se pasa las tardes en la cocina y, de forma inconsciente, empieza a fraguar su futuro. Cuando llega el momento, no duda en decidir qué quiere ser de mayor: «Yo veía que en el restaurante de mis padres la gente era feliz». Con esto es suficiente, él quiere seguir haciendo feliz a la gente.

Los olores de su infancia son el de la escudella i carn d’olla, el de los caldos y, por las tardes, el de la vainilla de los flanes. En aquella época hay mucho trabajo en Can Roca, nunca se descansa, y cuando terminan los tres turnos de comidas del mediodía, es la hora de preparar los platos para el día siguiente o para toda la semana. Al salir del colegio, Joan ayuda en lo que haga falta: «Cada martes por la tarde hacía las butifarras con mi padre. Picábamos la carne, después la sazonábamos y la embutíamos. ¡Practicaba tanto con la picadora manual que ganaba todas las competiciones de pulso que hacíamos en la escuela!». En la cocina siempre están la abuela Angeleta, la abuela Francisca y otras señoras mayores, amigas de las abuelas, que mientras pelan ajos, cebollas o habas, pasan la tarde charlando y arreglando el mundo. Es, al fin y al cabo, la cocina de casa.

Pese a tener clara su vocación, Joan saca buenas notas, y en aquella época, un niño aplicado tiene que estudiar una carrera. La Formación Profesional está estigmatizada, pero el destino le echa una mano y hace que una de las dos únicas escuelas de hostelería del Estado se abra en Girona, a pocos kilómetros de casa. «La vida está llena de circunstancias que hacen que todo vaya en una dirección, y seguramente la Escuela de Hostelería fue lo que condicionó que yo pudiera estudiar cocina en aquel momento. Si no lo hubiera hecho entonces, todo habría sido distinto». La Escuela no solo condiciona el futuro de Joan, sino también el de sus hermanos, que siguen sus pasos años después.

No esperem el blat,

NO ESPEREMOS EL TRIGO

sense haver sembrat,

SIN HABER SEMBRADO

no esperem que l’arbre

NO ESPEREMOS QUE EL ÁRBOL DÉ

doni fruits sense podar-lo;

FRUTOS SIN PODARLO;

l’hem de treballar,

DEBEMOS TRABAJARLO

l’hem d’anar a regar,

DEBEMOS REGARLO

encara que l’ossada ens faci mal.

AUNQUE TODO NOS DUELA.

Cal anar endavant

TENEMOS QUE AVANZAR

sense perdre el pas.

SIN PERDER EL PASO.

Cal regar la terra amb la suor

DEBEMOS REGAR LA TIERRA CON EL SUDOR

del dur treball.

DEL TRABAJO DURO

Cal que neixin flors a cada instant.

ES PRECISO QUE NAZCAN FLORES A CADA INSTANTE.

«CAL QUE NEIXIN FLORS A CADA INSTANT», («ES PRECISO QUE NAZCAN FLORES A CADA INSTANTE»), LLUÍS LLACH

Josep recuerda perfectamente la primera vez que sirve una bolsa de patatas a un cliente y se guarda el dinero en el bolsillo. Su padre reacciona rápidamente y le advierte que las cosas, en casa, no funcionan así. De esta manera toma consciencia de que aquello es su casa pero también un bar donde hay que hacer negocio.

Los ojos de Josep se iluminan cuando explica que con tan solo cinco o seis años le asignan la tarea de llenar de vino a granel —de la variedad cariñena que venía del Empordà— las botellas vacías que utilizan para el servicio. Un niño nervioso y travieso como él es incapaz de esperar con los brazos cruzados lo que tarda en llenarse una botella: «Jugaba a ver cuántas botellas podía llenar al mismo tiempo y siempre derramaba el vino de alguna de ellas. Para mí era un juego con olor a vino». Josep juega con vino, empapado de vino. Es evidente que aquel mundo le fascina y poco a poco se convierte en algo más que un juego. «Con ocho años salía a pescar con mi tío y lo que más me ilusionaba era el momento del desayuno, porque sabía que traería la bota y que podría probarlo. Algunos iban a pescar con el objetivo de volver con peces. Mi objetivo era otro». Sin ser consciente de ello, va guardando los sabores de aquellos sorbos infantiles, no solo de vinos, sino también, con los años, de licores: «La barra del bar era como la ONU, había licores de todo el mundo. Yo lo probaba todo, y recuerdo que los que más me gustaban eran la Quina San Clemente y el Ponche Caballero. En cambio, no me gustaba el Cynar, de alcachofas, muy astringente».

Josep tiene una sensibilidad especial por la tierra. Le apasiona el vino, pero también la geología y la botánica, estudios que se plantea cursar cuando tiene que encauzar su futuro. Pero esta opción implica las matemáticas —que son más que nada un estorbo— y en cambio deja de lado la filosofía y las letras —que tanto le atraen—: «Me interesaba una parte de la tierra, pero también todo el planteamiento filosófico. Todo era demasiado puro y demasiado extremo para que pudiera decantarme por una cosa o la otra». Y es en aquel momento de duda cuando el afán de su hermano Joan, dos años mayor, le da la solución: «Joan siempre ha tenido una capacidad especial para hacer comprensible cualquier locura y para implicarse en un método científico. De pequeño ya era riguroso, metódico y meticuloso. Yo, en cambio, era todo lo contrario: torpe, travieso, revoltoso, gamberro… Hacía enfadar a mi padre, a mi madre, a los clientes… Era un culo de mal asiento y me sentía inseguro; era zurdo y pensaba que no sabría servir con las pinzas, quitar las espinas de un pescado o pelar una naranja delante del cliente». Pero gracias a la pasión de Joan, Josep decide seguir el camino que siempre ha conocido en casa, el de la gastronomía, descubriendo los nuevos senderos de la vertiente académica.

Tenemos que dar un salto en el tiempo para hablar de la infancia de Jordi, catorce años menor que Joan y doce que Josep, una diferencia de edad que lo marca ya desde muy niño. Es el pequeño, el consentido, el que no quiere estudiar. El niño de la casa que suspira por las gambas, los berberechos y el jamón de Jabugo, que sabe diferenciar perfectamente del jamón serrano más común cuando intentan darle gato por liebre. «Al vivir en un bar, tenía al alcance muchos más lujos que mis amigos. Siempre había unos berberechos abiertos, unas aceitunas, un jamón ¡o de repente un Bollycao!». Los tiempos han cambiado y los padres le permiten cosas que sus hermanos quizá no hubieran ni imaginado.

Jordi pasa de tener que ayudar en la casa de comidas de los padres a tener que echar una mano en el restaurante de los hermanos, que en aquella época son, para él, un par de padres más a los que dar explicaciones y demostrar cierta responsabilidad. Pero no solo eso. Para él, Joan y Josep son modelos de referencia, ídolos a los cuales admira: «Recuerdo el primer día cuando un desconocido llamó al restaurante pidiendo por Pitu (Josep). En aquel momento me di cuenta de que había gente que no era de mi familia, que no era de nuestro entorno, que lo conocía, gente del sector. Y esto me quedó grabado».

Su infancia transcurre, por lo tanto, entre cocinas y comensales, sin una clara vocación por la gastronomía, pero con la esperanza —quizás escondida en el subconsciente—de poder hacer algo que enorgullezca a la familia, como sus hermanos mayores. Y a los 14 años, sin tener las cosas demasiado claras, se deja llevar por la inercia y se matricula en la Escuela de Hostelería de Girona. En aquella época, Joan y Josep aún no pueden imaginarse que el mocoso de la casa será una pieza clave en el futuro de El Celler.

TRES CAMINOS Y UN DESTINO

Joan, Josep y Jordi se hacen mayores entre las aulas de la Escuela de Hostelería de Girona y los fogones de Can Roca. Pero también entre santuarios. Josep se ríe, irónico, cuando recuerda las excursiones que organizan los padres, poco acostumbrados a pensar en el tiempo de ocio. Las tardes de los sábados, el único momento de descanso semanal para la familia, salen a descubrir mundo: «Nuestra gran fiesta mayor era ir a ver santuarios. ¡Divertidísimo! Nos llevaban a Sant Miquel del Faig, a la Salut, al santuario dels Àngels ¡Unas excursiones muy animadas! La gente decía: ¿no salís? Y yo: “No, es que nosotros somos muy monacales”».

Es impensable bajar la persiana un domingo, el día de más trabajo, porque se celebran las comidas familiares de la gente del barrio. Después de mucho batallar, Montserrat consigue convencer al «jefe» y la familia puede permitirse unas horas de intimidad, sin clientes y sin menús, los sábados, primero solo por la tarde y, después, todo el día. Pero el padre rompe el pacto y deja entrar a los clientes de siempre a desayunar, de forma medio clandestina ¡por la puerta de atrás! Por primera vez, Can Roca está cerrado, pero el restaurante está lleno de gente, igual que antes. «Es la suma de la generosidad, el afecto y también el miedo a no recuperar a aquel cliente, porque penalizabas tu oferta al hacer que aquel día fuera a tomar el café a la competencia. Una sensación de medias tintas, extraña, difícil de digerir para todos, para mi padre, pero sobre todo para nosotros, porque no entendíamos nada», recuerda Josep. Cuando los clientes, polizones de copa de anís y barreja, ya se han ido, llega el momento más esperado de la semana, el aperitivo familiar que tanto ha marcado los recuerdos gustativos de los tres hermanos: «Era como un “san Bitter Kas”, por fin completamente solos, y ese momento se convertía en una fiesta mayor con los berberechos y los calamares».

Joan vive su infancia y adolescencia en Can Roca y aprende a cocinar de su madre y de su abuela, pero es en la Escuela donde descubre que detrás de las lentejas, la escudella, los macarrones y la ensaladilla rusa que se sirven en casa, existen las ravigotes, meunières, veloutés o parmentières que lee en los manuales de cocina clásica francesa. Son palabras desconocidas en casa que, durante los años de formación académica, comienzan a tener significado y a hacerse presentes en su imaginario gastronómico. Le guide culinaire de Auguste Escoffier, El arte culinario moderno de Henri Paul Pellaprat y alguna obra del gastrónomo catalán Ignasi Domènech son los libros de referencia en las clases. Presentaciones barrocas, salsas contundentes y opulencia definen la cocina francesa que le enseñan: la langosta à la parisienne, el lenguado à la meunière o el bogavante Thermidor son algunos ejemplos. Joan recuerda bien a los profesores de aquellos años, cocineros que imponen respeto: «El señor Barberà imponía mucho, venía de los grandes restaurantes de Barcelona; el señor Andreu era maestro de sala, una persona admirable; y después llegaron, de Granada, los profesores Romero y Ruiz, que aún imparten clases y han hecho una gran labor formativa».

Como en todo el Estado solo existen las escuelas de Girona y de Madrid, el centro se convierte en un lugar de acogida de gente de Murcia, del País Valenciano, de Aragón y de todas las comarcas catalanas. En el último piso del edificio, construido por el antiguo sindicato vertical, se encuentran las habitaciones de los estudiantes de primer curso. Después, cuando ya conocen mejor la ciudad y la dinámica de las clases, los alumnos se instalan en pisos compartidos. Joan se une al «grupo de Lleida»: «Los de Lleida vivían en un piso cerca de casa y me uní al grupo junto con Salvador Brugués. Íbamos a todas las fiestas y demás saraos que había en Girona en aquella época. Era muy divertido». Y con aquellos amigos Joan comienza a descubrir la buena comida, a disfrutar de la vida fuera de la cocina.

Cumplir dieciocho años significa hacer el servicio militar. Joan es destinado a Alicante, pero lo trasladan a Valencia porque es nombrado cocinero del capitán general: «Recuerdo que el primer día pasé mucho miedo. Cuando a un recluta le dicen que tiene que cocinar para el capitán general, le entran todos los males. Enseguida entablamos muy buena relación, y la mujer del capitán nos trataba con mucho afecto, como si fuéramos sus hijos». En el cuartel de Valencia se encuentra con una cocina mucho más equipada que la del restaurante de casa, pero no le sirve de nada: la mujer del capitán es de comidas ligeras, casi religiosas, y acepta poco más que verduras hervidas, tortilla a la francesa y carne a la plancha. Él se resigna a esta sencillez, pero los paseos por el mercado de Russafa y los frecuentes días de permiso para ir a visitar a la familia facilitan la adaptación a la nueva vida militar. Cuando regresa a Girona, tiene la oportunidad de recuperar la cocina de verdad, la de siempre y la que ha aprendido en la Escuela.

Josep es un chico movido, se pasa el día pensando en el partido de fútbol de la tarde o el fin de semana y aprovecha los minutos entre el servicio a una mesa y la siguiente para hacer unos chutes de pelota. «Era un poco gamberro y un deportista de calle. Enredaba a los amigos para jugar al fútbol usando la puerta de la cocina como portería. Hacíamos “chute y gol” y yo de portero. El gol era fácil de detectar: si se oía el ruido de la puerta metálica de la cocina, e iba acompañado del grito de mi madre, era gol».

Ayuda en la cocina, pero siempre busca diversiones adicionales, haciendo reír a los compañeros o clientes, buscando la broma, la situación cómica para quitar hierro al duro trabajo de hostelería. «Cuando pelas cebollas, muchas cebollas, y piensa que yo pelaba dos sacos cada martes y jueves, quieres secarte las lágrimas con la manga. Error. Cuando acercas la mano a los ojos, te entra un picor insoportable que te hace llorar. Harto de llorar sin querer y con el cachondeo que me caracteriza decidí no llorar más. Y lo primero que se me ocurrió fue utilizar gafas de natación. Los primeros minutos ibas bien, pero cuando el sulfuro subía por las fosas nasales, acababas con el lagrimal irritado. La solución fue utilizar gafas de bucear: nariz y ojos tapados, respirando por el tubo, evitando las salpicaduras de las puñeteras cebollas malheridas y cabreadas».

Los sacos de patatas y cebollas le traen de cabeza. Y pronto se hace evidente que es un animal de sala. A los quince o dieciséis años se reta él mismo a llevar el mayor número de platos en los brazos: hace equilibrios y juega, como si de un rompecabezas se tratara, a encajar los muslos de pollo con chuletas de cerdo y los macarrones con las sopas. Es zurdo y muy torpe, pero esta falta de destreza no se manifiesta en la sala, porque los platos y las bandejas se han convertido en apéndices naturales de sus manos que bailan al son de la música que él toca. El primer día en la Escuela de Hostelería ve que, mientras sus compañeros tienen que esforzarse por no perder el equilibrio con la bandeja, él puede hacer piruetas, y mientras los demás empiezan a practicar la técnica de los cafés, él ya tiene interiorizado el movimiento que debe hacer con el brazo cafetero. Desaparece así la sensación de inseguridad que le había provocado la comparación con la habilidad culinaria de Joan. Domina los aspectos más mecánicos de la sala, pero se da cuenta de que le falta todo un mundo de conocimientos: «La profesión de camarero es fascinante porque lo engloba todo. Todo lo que es cocina y todo lo que representa el carácter poliédrico de la gastronomía, donde se incluye el mundo de los vinos, los panes, los aceites, los productos, la psicología, la química, la física, la geología». Y esta complejidad es la que hace crecer aún más su pasión por el oficio para el que ha nacido. Asimismo, aumenta con el tiempo su admiración por el mundo del vino y, sin ser consciente de ello, Josep lleva a sus amigos a su terreno y establece como punto de encuentro un bar de Girona llamado El Museu del Vi: «Yo cogía las riendas y los empujaba a tomar un vino de misa antes de salir de fiesta. Un vino, o dos, o tres o cuatro».

Y Josep no solo incitaba a beber vino de misa a sus amigos. Son años de prueba-error, de experimentación y de descubrimiento del mundo de la acrobacia coctelera. «El office del comedor de arriba del bar de mis padres era solo para mí y mis amigos. Yo, envalentonado, mostraba mis dotes acrobáticas y ellos se saciaban de alcohol azucarado. Utilizaba botellas de Bacardí. Cuando se terminaban, las rellenaba haciendo un agujero en el tapón destilagotas; después lo tapaba con celo para mantener el mismo chorrito que cae cuando la botella es nueva y está llena. Así podía practicar muchas veces y contaba los segundos que tardaban en caer los centilitros para un tercio, dos cuartos, tres medios Un juego para mí, una pesadilla para los padres de mis amigos».

Jordi termina la educación básica y no se plantea seguir con los estudios de bachillerato. Ni le gusta estudiar, ni le van bien los estudios: «Lo hacía todo por obligación, me daba igual, era lo que había aprendido en casa. Mis hermanos lo habían deseado, se lo ganaban. En cambio yo no tenía un proyecto propio. Estaba en medio, entre mis padres y mis hermanos.

Me sentía responsable, porque tenía que demostrar algo». Las circunstancias le añaden más presión, porque en la Escuela de Hostelería, donde comienza con 14 años, su hermano ya es todo un referente, buen estudiante y buen profesor. «Tener a mi hermano de profesor era incómodo para ambos. Joan no quería que nadie pensara que me favorecía, y por eso me infravaloraba oficialmente, aunque él pensara otra cosa. Me ponía notas más bajas de las que me merecía». En clase los dos hermanos casi no se hablan, guardan las distancias y mantienen una relación un poco extraña.

Jordi recuerda especialmente un trimestre en el que lo suspende todo excepto gimnasia. Pero se rompe los codos y tiene tantas ganas de aprobar que en un par de meses recupera todas las asignaturas: esta es la prueba de que si no saca mejores notas en los estudios no es por falta de capacidad sino por falta de interés. La bronca en casa es monumental, pero le sirve para darse cuenta de que está malgastando el tiempo en la Escuela.

Durante estos años Jordi es el chico para todo de Can Roca y echa una mano donde haga falta. «Los fines de semana éramos cuatro camareros, todos de la familia. Yo era un niño y siempre pringaba. Ni me planteaba estar en la cocina. Me parecía un mundo tan complicado, y tan prohibido. Era un mundo aparte». Llega el momento de ayudar a los hermanos y, durante un verano, prueba la sala de El Celler. «Tenía 18 años y terminaba de trabajar a las tres de la madrugada. Pero yo quería salir de fiesta… Me di cuenta de que los cocineros terminaban a las doce y decidí que me gustaba más la cocina. ¡Por eso me pasé a la cocina!». Jordi continúa sin rumbo, y toma un camino u otro por circunstancias externas, poco convencido de lo que hace, sin encontrar su espacio. Para ayudar a que lo encuentre, Joan piensa que lo que le conviene al hermano pequeño es salir de casa, trabajar en otro ambiente. Lo envía al Hotel Aiguablava de Begur. «Hice la temporada de verano sin tener ni un día de fiesta, trabajando desde las ocho de la mañana hasta las dos de la madrugada. Y esta primera experiencia laboral fuera del ambiente familiar tuvo su efecto, porque fue entonces cuando me di cuenta de lo bien que se estaba en casa». Y vuelve a casa, donde poco después aparece Damian Allsop, que tendrá una importancia crucial en la formación del triángulo Roca.

EL PRIMER CELLER:1986-1997

Joan tiene 22 años y acaba de volver del servicio militar. Ha tenido que preparar tantas tortillas a la francesa para el capitán general de Valencia, que tiene más claro que nunca que él quiere cocinar de verdad. A Josep, con 20 años, le comunican que es excedente de cupo y que, por lo tanto, no tendrá que vestirse de soldado. Es el momento. Los dos están en casa, los dos han terminado sus estudios de hostelería y a los dos les ronda por la cabeza la idea de abrir un restaurante gastronómico, sin saber muy bien qué quiere decir eso.

«Para nosotros era simplemente hacer algo más divertido de lo que hacían nuestros padres, el mismo menú que todavía hacen hoy: lunes arroz a la cubana, martes macarrones», apunta Joan.

«En la Escuela habíamos aprendido la demi-glace, la salsa holandesa, la tártara, todo lo que representa la cocina de Escoffier y la cocina académica más potente de finales del siglo XIX y principios del XX. Empezamos con la voluntad de mostrar a la gente todo lo que habíamos aprendido. Es un gran cambio pasar de hacer una ensalada verde o una ensalada catalana a una ensalada de gambas con vinagreta de frambuesa. Es extraordinario, no tiene nada que ver una cosa con la otra», matiza Josep.

Los dos hermanos quieren, sobre todo, que la gente disfrute de la experiencia de comer en El Celler: «Nosotros veíamos que la gente en casa disfrutaba. Aunque comieran un menú de mil pesetas eran felices. Y queríamos lo mismo. Que la gente comiera bien y se lo pasara bien. Y poco a poco lo fuimos construyendo».

Piden permiso a sus padres para poner en marcha su propio proyecto en la casa que unos años antes les habían comprado justo al lado de Can Roca, para cuando se casaran. Y efectivamente, Joan y Josep se casan, pero el primer matrimonio que presencian aquellas paredes es el de los dos hermanos mayores con la cocina. «Jamás pensé en poner un restaurante allí. No entraba en mis planes. Pero mis hijos me tumbaron los planes y también la casa», reconoce, divertida, Montserrat, la madre.

Abrir un restaurante gastronómico a mediados de los años ochenta y en un barrio obrero de las afueras de Girona parece una idea de locos. Una línea de barracones provisionales, construidos para acoger a los inmigrantes que llegaban del sur de España, separa el barrio de Taialà de la Girona acomodada. «Para la gente era una frontera difícil de traspasar. Nuestro barrio, en definitiva, no era más que una tierra de acogida e inmigración. Estábamos entre Sant Gregori, que era un pueblo de toda la vida, de pagès autóctono, y la Girona de la burguesía más íntima e introvertida. La gente tenía que hacer un gran esfuerzo para venir a vernos», apunta Josep.

La madre intenta entenderlo y los anima: «El esfuerzo, el sacrificio y, sobre todo, la valentía son valores que hemos aprendido de nuestra madre. Ella nos ha animado a seguir adelante, entiende el concepto de “audacia”, nuestro padre no. Él, en aquel momento, estaba desconcertado: tenían un restaurante que funcionaba bien con tres servicios diarios. Le parecía absurdo hacer algo diferente», recuerda Joan. «El jefe» —Josep Roca padre— siempre ha sido un hombre pragmático. Conductor de autobús, suya es la idea de abrir Can Roca justo delante de una de las paradas por donde pasa cada día, porque ve que el ir y venir de gente puede ser una oportunidad de negocio. Y ahora que la casa de comidas funciona perfectamente y se llena cada día, los niños, que han estudiado para continuar el oficio, quieren abrir otro establecimiento al lado. No le queda otra que preguntarse si han perdido el juicio.

A pesar de las dudas, las reticencias familiares y la poca lógica que pueda tener a priori la idea, Joan y Josep la ponen en marcha. Con sus propias manos y la ilusión de empieza a gestar, inician las obras: «Echamos abajo los cuatro tabiques que separaban las habitaciones, se veía la marca de las paredes en el suelo, que tapamos con Griffi; ¡toda la obra era un auténtico churro!». Joan recuerda con una media sonrisa aquel churro entrañable que era el primer Celler, decorado también por ellos mismos, con plantas colgadas por toda la sala y unas luces con borlas que desempolvan de algún baúl.

Y un día del mes de agosto de 1986 el sueño da el primer paso para convertirse en realidad: El Celler de Can Roca abre sus puertas. «No recordamos el día que abrimos. Seguramente fue el día en que nos pusieron un neón que decía “El Celler de Can Roca”. Y no entró nadie». Es significativo que, como dice Joan, no recuerden la fecha, porque da una idea de la inocencia, la sencillez y la humildad con la que ponen en marcha aquel primer restaurante propio sin pensar que crecerá y sin ningún tipo de pretensión. «No nos parecía que la fecha fuera importante, no queríamos hacer una inauguración, no queríamos decirlo a la gente. Pensamos que teníamos que abrir a nuestra manera y que luego ya vendrían los clientes. Sabíamos que si no salía bien, podíamos volver al restaurante de nuestros padres», explica Josep, que, por el contrario, recuerda perfectamente quién fue el primero en entrar en el nuevo local: «Fue el entonces alcalde de Girona, Quim Nadal, que seguramente iba a Can Roca, pero vio lo que habían hecho los chicos y entró para echar un vistazo».

El Celler de aquellos inicios es muy diferente del que ahora ocupa los primeros puestos de los rankings mundiales de restaurantes; es un Celler que empieza a caminar con una infraestructura muy precaria, con una parte de las máquinas en la cocina de Can Roca y el resto en la de su establecimiento. «Nosotros mismos fabricamos una plancha de cromo duro. Fuimos al herrero, nos pusieron una capa de cromo sobre una plancha de acero, la colocamos sobre unas flaneras que hacían desnivel sobre un fregadero para que cayera la grasa de la plancha ¡Era una auténtica chapuza!», exclama Joan.

En aquellos tiempos las funciones de cada uno aún no están del todo definidas, hay que arremangarse y echar una mano donde sea necesario. Josep no solo se encarga de la sala sino también de los pedidos, y se pone la chaqueta corta si es menester, sin dejar de lado nunca su carácter: «Entraba en la cocina para ayudar donde hiciera falta. Intentaba combinar el pelar patatas con la máquina peladora y jugar al fútbol dentro de la cocina, porque sabía que tardaba equis minutos por patata. Al principio la cuestión es ayudar, sacar la energía de donde sea». Lo cierto es que se atreve a hacer mucho más que pelar patatas. Cuando Joan empieza la docencia en la Escuela de Hostelería de Girona, es él quien organiza la mise en place, siempre bajo la dirección culinaria de su hermano mayor.

El primer plato de El Celler es la MERLUZA A LA VINAGRETA DE AJO Y ROMERO, inspirado en un viaje que Joan ha hecho a Euskadi pocas semanas antes de abrir el restaurante. En las primeras cartas se ven claramente las influencias de esta cocina tradicional pero también de los platos clásicos franceses, mucho más barrocos, que han aprendido de los libros, como la LUBINA RELLENA DE MARISCO: «Pobre lubina ¡cómo la maltratábamos! Recuerdo que le quitábamos la espina, la rellenábamos de una pasta de marisco, la albardábamos y, por si fuera poco, la cortábamos en rodajas y después la volvíamos a calentar y echábamos por encima una salsa al vino blanco. La gente alucinaba. Era un plato nuevo y muy elaborado, nada habitual». En aquel tiempo la gente está acostumbrada a comer y cocinar calamares rellenos, pero nunca una lubina como la que empiezan a ofrecer los Roca. Es alta cocina, en un momento en que en Girona aún no hay una cultura gastronómica.

Los gerundenses que prueban el primer Celler de Can Roca se sorprenden también con el POLLO CON GAMBAS O EL FIDEUEJAT CON ALMEJAS, una interpretación de la fideuà que han aprendido en casa pero que todavía no es habitual en los restaurantes. De aquellos primeros años de experimentación destacan también el PARMENTIER DE BOGAVANTE (1988) o el CARPACCIO DE MANITAS DE CERDO (1989). Más adelante, aparecerá el TIMBAL DE MANZANA Y FOIE GRAS CON ACEITE DE VAINILLA (1996), una de las creaciones más destacadas y trabajadas de la historia del restaurante.

La traca final de las comidas en aquella época es el carro de los postres, un lujo que hace años que ofrecen otros establecimientos de renombre como El Bulli o el Hotel Empordà. Los pasteles, mousses, flanes, cremas y frutas se presentan al comensal como un espectáculo de frescura y dulzura, con una ornamentación especial. Jordi aún es un niño cuando los hermanos preparan estas exquisiteces, pero ya se siente atraído por ellas: cuando sale del colegio lo primero que hace al llegar a casa es pasar por la cocina de El Celler y merendar una pequeña porción de algún pastel que haya sobrado del mediodía. Aún no se imagina que él será quien un día revolucione esta parte de la cocina del restaurante.

El Celler impresiona también a los clientes de los inicios cuando incorpora rituales del servicio de sala francés, como pelar una naranja con tenedor y cuchillo ante el comensal, toda una sorpresa para los sentidos en aquellos años ochenta. Es la época de los dibujos con cremas y coulis en los postres preparados delante del cliente, unas ornamentaciones que prepara Encarna, la mujer de Josep, que se incorpora al restaurante en 1987.

En verano de 1989, Joan pasa un mes y medio en la partida fría de El Bulli y se da cuenta de lo que está empezando a pasar en Cala Montjoi. Son años de grandes inquietudes, de viajar, de practicar, de experimentar, de tratar con otros compañeros de profesión y de sentar las bases de lo que será el futuro de la alta gastronomía en Cataluña y en el mundo. Pero también son años de inseguridad, porque mientras la casa de comidas de toda la vida de los padres se llena hasta los topes en cada servicio, en el nuevo restaurante no entra nadie. Josep, capaz de ver la parte positiva de todo, aprovecha las horas muertas para jugar al futbolín que han instalado en un apartado de la sala: «Se lo regalaron a Jordi y nos lo quedamos nosotros. Lo pusimos en el comedor del fondo, que normalmente no se llenaba y lo habíamos preparado como espacio de juego. ¡Incluso nos molestaba que viniera gente cuando la partida estaba muy emocionante!».

Entre mediados y finales de los años ochenta empiezan a llegar a Cataluña noticias de la nueva cocina vasca y de la consolidación de la Nouvelle Cuisine francesa. En 1991 los dos hermanos emprenden un viaje por las mejores cocinas del país vecino que resultará revelador. «Cuando vamos al Pic de Valence o als Troisgros de Roanne, los grandes tres estrellas de Francia, empezamos a tener un sueño, nos reafirmamos. Es cuando ves que tú quieres ser esto, que quieres ser cocinero, ¡que aquella gente se lo pasa bomba!», explica convencido Joan. Los Roca han estudiado la gran cocina francesa pero nunca han visto una de cerca. Y su primera experiencia les fascina, les cautiva, les deja boquiabiertos. Son restaurantes con grandes infraestructuras, con partidas bien organizadas, con una concepción mucho más elevada de lo que es cocinar y también de lo que es comer. «Nos damos cuenta de que los clientes en estos restaurantes son mucho más felices, y los cocineros seguramente también porque tienen muchos más medios, más recursos, la estructura ideal, trabajan con los mejores productos. Cuando visualizas el sueño, lo persigues», comenta entusiasmado Joan.

Y Josep coincide, fascinado sobre todo por las imágenes de la visita al restaurante del abuelo Pic (André Pic, tres estrellas Michelin desde 1934): «Ver al abuelo Pic fue como ver al Papa. No sé qué sienten los cristianos muy devotos cuando ven al Santo Padre, pero yo tuve la sensación de conocer a alguien muy importante. Si intento recuperar referentes con los que he estado cara a cara, te diría en primer lugar Dalí y después Monsieur Pic».

De aquel día, Josep recuerda especialmente los helados que descubrió: «No eran ni de bola, ni de cucurucho, ni de barra. Eran un parfait helado, en forma de rectángulo, pero que no cristalizaba. Aquello en los años ochenta me pareció algo alucinante, un helado frío, con textura de crema». Pero no solo le cautiva aquel helado, sino la gran diferencia que aprecia a primera vista en el nivel gastronómico francés. «Parámetros de sabor, de interpretación, de calidad de productos, de textura en las salsas, de estética, de exageración en el surtido de panes, de quesos, con tres sommeliers a nuestro servicio, con una decoración en cada plato, con un cambio de cubiertos en los postres, con cubiertos dorados. Era la excelencia en la restauración. Nos hizo despertar los sentidos, era un mundo que queríamos hacer nuestro».

Cuando visualizan el sueño, efectivamente, lo persiguen. Es un mundo que quieren hacer suyo. De repente, el camino que se debe seguir está claro, cualquier obstáculo desaparece. El deseo es compartido entre los dos y se lanzan, de cabeza, a por él.

Y poco a poco, por error o por curiosidad, empiezan a entrar comensales. El restaurante se va consolidando y las mesas se llenan de clientes. La ciudad de Girona empieza a apreciar lo que han creado los dos hermanos y el runrún de un posible reconocimiento de la Michelin se va escuchando cada vez con más intensidad. En 1991, por primera vez, un inspector de la prestigiosa guía francesa intenta visitar El Celler de Can Roca. Lo intenta y no lo consigue porque quizás, en esta ocasión, también es el destino quien decide que aún no es el momento de una primera estrella: el crítico se equivoca y entra en la casa de comidas de los padres en lugar de ir al restaurante gastronómico de los hijos.

Al año siguiente, no obstante, regresa y esta vez acierta la puerta. Josep, que en aquel momento no sabe que habla con Victoriano Porto Canosa, uno de los capos más importantes de la Michelin, le sirve un estofado de chipirones con lentejas y un solomillo con foie: «Serví el solomillo en un plato de mármol, de aquellos tan bonitos que teníamos antes, fríos. Al final le pregunté cómo había ido. Me dijo: “Yo soy un poco maniático, y me ha parecido que el solomillo estaba frío por dentro. Pero ten en cuenta que soy muy puntilloso”, añadió». A partir de ese encuentro Josep y el señor Porto Canosa establecen una relación cordial.

También en 1992 los visita por primera vez Rafael García Santos, una comida que Josep recuerda perfectamente. «Después de seis años, por primera vez, viene alguien a comer a casa y me describe cómo es mi hermano tal y como yo pienso que es. Es la primera vez que tropiezo con un crítico coherente, consciente, con talento y con una profundidad de cata que nunca antes había visto. Descubro la verdadera crítica gastronómica. Probablemente es el personaje más visionario de la cocina en aquel momento».

A partir de entonces comienzan a tener ya una sensación de reconocimiento y un concepto gastronómico puro. No hay una necesidad angustiante de conseguir estrellas Michelin, porque saborean lo que está pasando en la gastronomía catalana. En 1995, la cocina al vacío de Joan —con la utilización del Roner diseñado por él mismo, junto con Narcís Caner y Salvador Brugués, que permite la cocción a baja temperatura— sale a escena en la carta del restaurante con un plato que se convierte en toda una referencia: el BACALAO TIBIO CON ESPINACAS, CREMA DE IDIAZÁBAL, PIÑONES Y REDUCCIÓN DE PEDRO XIMÉNEZ. La nueva técnica supone una auténtica revolución en los métodos de cocción de los alimentos y abre muchas puertas para el futuro del restaurante y de la alta gastronomía.

La primera estrella Michelin, que llega por fin en 1995, los encuentra con los deberes hechos. «Aquello fue una ilusión tremenda. Fue un hito histórico. La primera estrella te posiciona en el mapa gastronómico y la conseguimos en unas condiciones muy precarias», explica Joan. Josep, en cambio, está convencido de que aquella primera estrella no es tan importante, para el entorno de Girona, como la participación de El Celler en la elaboración del menú de boda de la infanta Elena de Borbón en Sevilla. «En Girona nadie sabía lo que era la estrella Michelin. En cambio, la gente —republicanos, independentistas, convergentes o socialistas— estaba muy contenta porque era la boda de la primera infanta y los Roca estaban cocinando en Sevilla. Esta boda nos hace salir en los medios de comunicación. Ahora estamos muy acostumbrados, pero en aquel momento, que un cocinero saliera en la tele era algo muy excepcional».

Lo más importante para los hermanos Roca, sin embargo, es la confianza que ya se han ganado de los clientes. «El punto álgido de un cocinero es cuando el cliente confía en él y va al restaurante a ser feliz. Esto lo es todo, porque te da margen para la creatividad, pero también para el juego y para establecer este diálogo y este compromiso que da sentido a tu trabajo, y que tanto nos gusta», apunta Joan.

Con este gran paso, se pone de manifiesto la necesidad, cada vez más urgente, de tener una cocina más amplia y con mejores infraestructuras. Y se pone en marcha el segundo Celler de Can Roca.

EL SEGUNDO CELLER:1997-2007

Hace once años que Joan y Josep han abierto el restaurante. La casita contigua a Can Roca les ha servido —a pesar de tener todos los elementos en contra— no solo para poner en marcha el proyecto, sino también para situarse en el panorama gastronómico y conseguir una estrella Michelin. Sin embargo, cada vez les resulta más difícil seguir avanzando: chocan con las cuatro paredes de aquella pequeña cocina de tan solo treinta metros cuadrados, donde empezaron a trabajar dos personas y en la que ahora ya son siete u ocho. No es que no puedan hacer su trabajo, es que prácticamente no se pueden mover. Dependen de la cocina de los padres para poder funcionar: su madre enrolla canelones rodeada de camareros engalanados que pasan y vuelven a pasar, y los cocineros del otro lado le sacan del fuego el arroz porque lo necesitan para hacer un caramelo de aceite de oliva. Las copas Riedel se lavan en la pila de la barra del bar y un codazo involuntario de un cliente, entre barreja y carajillo, siempre acaba rompiendo alguna.

«Las necesidades y el crecimiento siempre los hemos marcado nosotros mismos. Hemos querido mejorar por nuestra propia exigencia», afirma Joan. Los reconocimientos de las guías gastronómicas y la llegada de la crítica no son los únicos factores que marcan una ampliación del espacio; ellos mismos quieren continuar evolucionando y comienzan a estudiar las mejores opciones para hacerlo.

En 1993 los hermanos compran la Torre de Can Sunyer con vistas a trasladarse allí algún día. Estamos en plena crisis financiera de los años noventa, con los intereses al dieciséis por ciento, y se ven obligados a buscar salidas para enjugar la deuda con el banco, como explica Joan: «Para pagar el crédito se nos ocurrió ofrecer banquetes en esta finca y es lo que hicimos durante dieciséis años. Trabajábamos siete días a la semana: de lunes a viernes en el restaurante y los fines de semana celebrando bodas y comuniones. Decidimos ahorrar para no tener cargas financieras en un futuro y estuvimos diez años sin descansar, fueron unos años muy duros».

De hecho, la idea inicial cuando compran la torre no es que solamente se celebren banquetes, sino que se puedan compaginar con el día a día del restaurante. Pero Josep tiene grabada con fuego en la memoria la fecha en que comprenden que esto es inviable: «El 12 de febrero de 1995, con el primer banquete, nos damos cuenta de que lo que queremos hacer es imposible. El espacio es insuficiente, la intimidad de una boda es contraproducente con lo que representa un servicio a la carta. Y es un momento de decepción, un sueño frustrado».

Con esta frustración, la clave para salir adelante y no desanimarse es la paciencia, una de las virtudes más importantes de los Roca a lo largo de toda su trayectoria. Ir poco a poco, respirar profundamente, paso a paso, es lo que les ayuda a plantear cuál es la mejor solución a las carencias de aquel momento. Son conscientes de que no tienen aún suficientes recursos propios para hacer un traslado definitivo, y después de la deuda que han tenido que asumir con la compra de la torre, no quieren jugar excesivamente con los bancos. La cuestión es no perder la libertad para elaborar su cocina, es decir, no tener que hacer concesiones a conceptos más comerciales de la gastronomía, que seguramente les aportarían más beneficios económicos pero no la satisfacción personal y profesional que siempre buscan.

Surge de esta manera la idea de reinvertir los ahorros en una remodelación y ampliación de El Celler. Joan confiesa que esta decisión, al menos para él, no es el final del recorrido, sino simplemente una etapa más antes de llegar a la cima: «Aún no era el momento de que el sueño se hiciera realidad. Hicimos una concesión al tiempo, fuimos prudentes, y decidimos poner en marcha esta reforma. Fue un punto de inflexión importante, un cambio de estructura Pero lo cierto es que ya intuíamos que las limitaciones volverían. Sabíamos que más adelante tendríamos que dar otro paso». Pero a pesar de esta mirada de reojo al futuro, quieren que el nuevo emplazamiento parezca definitivo, que tanto el público como la profesión lo vean como un cambio madurado, fruto de la reflexión. Idealismo y prudencia vuelven a ser las bases de la evolución de los hermanos.

El proyecto de remodelación se encarga a un interiorista de Girona, Joan Bosch, que entiende desde el principio las necesidades del restaurante. Durante los tres meses de albañiles, carpinteros y electricistas la actividad se traslada a la Torre de Can Sunyer, en una especie de ensayo premonitorio. Joan reconoce que la mejora es sustancial: «Conseguimos que el espacio fuera intimista, que fuera confortable, que fuera cálido, que no fuera suntuoso, que fuera austero pero al mismo tiempo elegante, y que se integrara bien. Una de las ventajas que tenía aquel espacio era que todo era muy compacto: la cocina, la sala e incluso la pequeña bodega de uso diario estaban juntas».

El segundo Celler de Can Roca supone cambios muy significativos en la organización del trabajo, comenzando por la incorporación de más personal, que permite, por fin, organizar la cocina en partidas, como en todos los grandes establecimientos gastronómicos. Joan exclama cuando compara el antes y el después: «¡En el primer Celler había una persona que hacía calientes y otra que hacía fríos! Sin embargo, ahora ya podemos tener partida de carnes, pescados, entrantes y postres. Es decir, comenzamos a articular una cocina con una brigada más convencional. Empezamos a parecer más un restaurante».

En 1997, además, Jordi se incorpora de forma definitiva al equipo de cocina y se encarga, con el pastelero Damian Allsop, de desarrollar la cocina dulce. «Es un hecho importante, un punto de inflexión en el cual incorporamos un aspecto más desenfadado y más atrevido en la cocina que vamos construyendo poco a poco», dice Joan. Con la entrada de este aire fresco y joven se conforma ya el triángulo Roca: cocina salada, cocina dulce y vinos, tres mundos representados a la perfección por los tres hermanos.

A todo esto hay que añadir un factor muy importante, y es que la ampliación del espacio permite la instalación de toda la maquinaria necesaria para llevar a cabo las ideas de los cocineros y contribuye así al inicio de una etapa de absoluta ebullición creativa. Para hacernos una idea del cambio, debemos pensar que hasta ese momento la pastelería de El Celler se hace con un horno de gas convencional, sin control de temperatura. El horno de convección, profesional, llega con la reforma de 1997.

Un par de años antes, la cocina al vacío había hecho su primera aparición en la carta del restaurante (con el