El cerebro adolescente - Amy Ellis Nutt - E-Book

El cerebro adolescente E-Book

Amy Ellis Nutt

0,0

Beschreibung

EL MEJOR LIBRO PARA ENTENDER LA MENTE DE UN ADOLESCENTE La adolescencia es un periodo en el que se afrontan nuevos retos de aprendizaje y también se corren no pocos riesgos, como el estrés, las adicciones y la adaptación a un entorno digital agresivo. ¿Cómo gestionar todos estos cambios? Mediante explicaciones claras y numerosos casos reales, la neuróloga (y madre) Frances E. Jensen se adentra en el laberinto mental de los jóvenes y ofrece claves para desentrañar sus incógnitas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 507

Veröffentlichungsjahr: 2015

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original en inglés: The Teenage brain

© Frances E. Jensen con Amy Ellis Nutt, 2015.

© de la traducción: Roc Filella, 2015.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2015. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

ISBN: 9788490565704

CÓDIGO SAP: OEBO661

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

Citas

Introducción: ser adolescente

1. La entrada en la adolescencia

2. Un cerebro en formación

3. Bajo el microscopio

4. El trabajo del cerebro adolescente: aprender

5. El sueño

6. Las conductas de riesgo

7. El tabaco

8. El alcohol

9. La marihuana

10. Las drogas duras

11. El estrés

12. Las enfermedades mentales

13. La invasión digital del cerebro adolescente

14. Las diferencias de género

15. Los deportes y las contusiones

16. Crimen y castigo

17. Más allá de la adolescencia

Epílogo: consideraciones finales

Agradecimientos

Glosario

Bibliografía

Recursos

Lista de ilustraciones

Notas

Este libro está dedicado a mis dos hijos, Andrew y Will. Verlos crecer y convertirse en unos jóvenes muchachos en sus años de adolescencia ha sido la alegría de mi vida, y orientarles en todo ese tiempo probablemente ha sido el trabajo más importante también de mi vida. Hicimos juntos el viaje, y les he enseñado tanto como ellos me han enseñado a mí. El resultado es este libro, que espero que sea útil no solo a quienes ayudan a criar a los adolescentes, sino también a los propios jóvenes.

Cuando yo tenía catorce años, mi padre era tan ignorante que apenas podía soportarle. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años.

MARK TWAIN

Quisiera que no hubiese edad entre los dieciséis y los veintitrés años, o que la juventud durmiera durante el intervalo, pues entre las dos edades no hay otra cosa sino muchachas embarazadas, viejos insultados, robos y peleas…

WILLIAM SHAKESPEARE,

El cuento de invierno

INTRODUCCIÓN

SER ADOLESCENTE

¿Qué se le pasaría por la cabeza?

Mi hijo, tan guapo con su pelo castaño rojizo, acababa de regresar de casa de un amigo con el pelo teñido de negro azabache. Me invadió el pánico, pero no dije nada.

«Quiero ponerme mechas rojas», me dijo con indiferencia.

Estaba atónita. ¿Era ese realmente mi hijo? Había empezado a hacerme esta pregunta a menudo cuando mi hijo Andrew cursaba primero en un instituto privado de secundaria de Massachusetts, siempre procurando ser comprensiva. Yo era madre, divorciada y trabajadora, de dos hijos adolescentes, y dedicaba muchas horas a mi profesión de médica y profesora en el Hospital Infantil de Boston y la facultad de medicina de Harvard. De modo que, si en algún momento me sentía culpable por el tiempo que pasaba alejada de mis hijos, también estaba decidida a ser la mejor madre que supiera ser. Al fin y al cabo, era miembro de un departamento de neurología pediátrica e investigadora activa del desarrollo del cerebro. El cerebro de los niños era mi trabajo.

Pero mi hijo mayor, de carácter natural cariñoso, de repente se había vuelto raro, imprevisible y siempre con ganas de ser distinto. Se acababa de trasladar de un instituto muy convencional, donde la chaqueta y la corbata eran la norma, a otro muy progresista. Al llegar, aprovechó todo lo que el nuevo entorno le ofrecía, y parte de ello fue vestir con un estilo que podríamos definir como «alternativo». Vamos a ser claros: su mejor amigo llevaba el pelo en cresta de color azul. ¿He de añadir algo más?

Respiré hondo e intenté calmarme. Sabía que ponerme furiosa con él no nos haría ningún bien a ninguno de los dos, y lo más probable era que con ello mi hijo se distanciara aún más. Al menos se sentía con la suficiente confianza para contarme algo que quería hacer antes de que lo hiciera. Me di cuenta de que era una oportunidad. Y la aproveché enseguida.

«Para que no te estropees el pelo con un tinte barato de los que venden en cualquier tienda, ¿qué te parece si te llevo a mi peluquero para que te haga las mechas?», le pregunté. Como era yo quien iba a pagar, a Andrew le pareció perfecto. Mi peluquero, él mismo una especie de roquero punk, empleó todo su saber en la tarea. Hizo un magnífico trabajo, tanto que motivó a la novia que Andrew tenía por entonces a teñirse el cabello con el mismo modelo rojo y negro. Quiso hacérselo ella misma, y huelga decir que los resultados fueron muy distintos.

Cuando hoy pienso en aquellos días, me doy perfecta cuenta de que todo lo que creía saber de mi hijo en aquella turbulenta época de su vida se había vuelto del revés. (¿Lo que había en el centro de su habitación era un montón de compost o la ropa sucia?) Andrew parecía atrapado en algún punto intermedio entre la infancia y la madurez, aún en manos de sentimientos confusos y un comportamiento impulsivo, pero, física e intelectualmente, era más hombre que niño. Experimentaba con su identidad, y lo fundamental de esta era la apariencia. Como madre suya y neuróloga, creía que sabía todo lo que había que saber sobre lo que ocurría en la cabeza de mi hijo. Evidentemente, no era así. Y estaba claro que tampoco sabía lo que pasaba fuera de su cabeza. Así que, como madre y científica, decidí que necesitaba —que debía— averiguarlo.

En mi ámbito profesional, por entonces me ocupaba principalmente del estudio del cerebro del bebé y dirigía un laboratorio de investigación dedicado en gran parte a la epilepsia y el desarrollo del cerebro. También trabajaba un poco en la ciencia traslacional, que no significa más que intentar elaborar nuevos tratamientos para los trastornos cerebrales. Pero, de súbito, tenía un experimento y un proyecto científico nuevos: mis hijos. El pequeño, Will, solo tenía dos años menos que su hermano Andrew. ¿Cómo me las arreglaría cuando llegara a la edad de su hermano mayor? Había muchas cosas que no entendía. Había visto cómo Andrew, casi de la noche a la mañana, se había convertido en un ser distinto, pero en lo más hondo sabía que seguía siendo el mismo chico amable, encantador e inteligente de siempre. ¿Qué había ocurrido? Para averiguarlo, decidí escarbar en el mundo de los estudios sobre esta especie un tanto rara que habitaba en mi casa y que se llamaba adolescente para que esos conocimientos me ayudaran, y ayudaran a mis hijos, a recorrer con menos sobresaltos el camino hacia la madurez.

El cerebro adolescente fue un campo de estudio relativamente olvidado hasta la última década. La mayor parte de las inversiones en neurología y neuropsicología se emplean en el estudio del desarrollo del bebé y el niño —desde las discapacidades para el aprendizaje hasta la primera terapia de enriquecimiento— o, en el otro extremo del espectro, de las enfermedades del cerebro viejo, en especial el alzhéimer. Hasta hace pocos años, la neurociencia del cerebro adolescente contaba con pocos recursos económicos, se estudiaba poco y, evidentemente, poco era lo que de ella se sabía. Los científicos pensaban —erróneamente, como luego se demostró— que el crecimiento del cerebro estaba prácticamente terminado cuando el niño entraba en el jardín de infancia; esta es la razón de que, durante los últimos veinte años, los padres de bebés y niños pequeños, con la mejor voluntad de participar activamente en la educación de sus hijos, hayan llenado a estos de herramientas y accesorios de aprendizaje como los DVD de Baby Einstein y los Baby Mozart Discovery Kits. Pero ¿y el cerebro adolescente? Casi todo el mundo pensaba que era muy parecido al del adulto, con unas cuantas horas de rodaje menos.

El problema de tal supuesto es que es falso. Completamente falso. Existen otros malentendidos y otros mitos sobre el cerebro y la conducta del adolescente tan asentados hoy que constituyen creencias societales aceptadas: los adolescentes son impulsivos y sensibles debido a una explosión hormonal; se rebelan y se oponen a todo porque quieren ser difíciles y diferentes; y si de vez en cuando se pasan con el alcohol sin el consentimiento de sus padres, no pasa nada, porque su cerebro es resiliente y se recuperarán sin sufrir ningún efecto permanente. Otro supuesto es que todo se decide en la pubertad: cualesquiera que sean tu coeficiente intelectual o tus dotes evidentes (¿de letras o de ciencias?), así vas a seguir el resto de tu vida.

Falso también. El cerebro adolescente se encuentra en un momento muy especial de su desarrollo. Como iré exponiendo, descubrí que existen puntos débiles exclusivos de esta ventana de edad, paro también existe la capacidad de aprovechar unas virtudes excepcionales que al entrar en la madurez se desvanecen.

Cuanto más me adentraba en los nuevos estudios sobre la adolescencia, más me daba cuenta del error que era observar el cerebro adolescente con la lente de la neurobiología adulta. El funcionamiento, el cableado, la capacidad: descubrí que todo era distinto en el adolescente. También era consciente de que esta nueva ciencia del cerebro adolescente no estaba al alcance de la mayoría de los padres, o al menos no lo estaba al de aquellos que no tenían unos conocimientos de neurociencia como los míos. Y este era precisamente el público que necesitaba conocer esta nueva ciencia del cerebro adolescente: los padres, tutores y educadores que se sienten perplejos, frustrados y confusos por el comportamiento de los adolescentes, como era mi caso

Cuando mi hijo pequeño, Will, tenía dieciséis años, se sacó el permiso de conducir. Hasta entonces, casi nunca me había dado motivos para preocuparme, pero la situación cambió una mañana. A las pocas semanas de aprobar el examen, empezó a ir al instituto en nuestro Dodge Intrepid de 1994 —un coche antiguo, grande y seguro—. Todo parecía ir bien. Como de costumbre, Will salió de casa hacia las 7:30; las clases empezaban a las 7:55. Se fue. Justo cuando yo salía de casa hacia el trabajo, hacia las 7:45, me llamó Will: «Mamá, estoy bien, pero el coche ha quedado para el desguace». Primero di gracias por la presencia de ánimo que le permitió decirme que se encontraba bien, pero en la cabeza se me amontonaban imágenes del coche empotrado en un árbol. Le dije: «Voy para allá», y me subí al coche. Al aproximarme a la entrada del instituto, vi las luces de los coches de policía. ¿Qué había hecho mi hijo? Bueno, dicho en pocas palabras, decidió que podía girar a la izquierda para entrar en el instituto, cortando a todos los coches que venían en sentido opuesto. Podría haber funcionado si quien venía en sentido contrario hubiese sido otra madre como yo, que habría sacudido la cabeza y hundido el pie en el freno. Pero Will se encontró esa mañana con un tipo de veintitrés años, un obrero de la construcción que se dirigía al trabajo en un Ford F-150. No estuvo en mejores condiciones para ceder el paso que las de Will para esperar a cruzar la carretera. Y se produjo el accidente. Una buena noticia fue que los airbags de 1994 aún funcionaran en 2006.

Allí estaba Will, junto a su coche completamente destrozado en la misma puerta del instituto, avergonzado ante los alumnos y profesores que iban llegando. Era una lección para él. Lo entendí enseguida; y estaba tan feliz de que tanto él como el otro conductor hubieran salido ilesos que no me detuve a pensar quién debería haber cedido el paso.

«¿Qué se le pasaría por la cabeza?», me pregunté, casi sin darme cuenta.

Y después: «Oh, no. Ya empezamos».

Pero esta vez me calmé enseguida. Ahora sabía muchas más cosas. Sabía que el cerebro de Will, como el de Andrew, como el de todos los demás adolescentes, es una obra inacabada. Era evidente que Will ya no era un niño, pero su cerebro estaba aún en pleno desarrollo, en pleno cambio, incluso creciendo. No me había dado cuenta de ello hasta que Andrew hizo que me sentara y echara mano de lo que sabía del cerebro, que no es tanto sobre lo que ocurre en la cabeza del adolescente como sobre lo que no ocurre en él.

El cerebro adolescente es un órgano asombroso, capaz de estímulos titánicos y de increíbles hazañas de aprendizaje, como veremos en este libro. Granville Stanley Hall, fundador del movimiento del estudio sobre el niño, decía en 1904 sobre la euforia de la adolescencia:

Estos son los mejores diez años de la vida. En ninguna edad se es tan receptivo a los empeños mejores y más acertados del adulto. En ningún otro suelo psíquico germina mejor la semilla de lo bueno o lo malo, ni ahondan tanto las raíces, ni crece con tanta rapidez y seguridad y da fruto el árbol.1

Hall decía con optimismo de la adolescencia que era «la fecha de nacimiento de la imaginación»,2 pero también sabía que esa edad del entusiasmo tiene peligros, entre ellos, la impulsividad, las conductas de riesgo, los cambios de humor, la falta de percepción y el juicio apresurado. Lo que seguramente no pudo haber previsto entonces es la impresionante diversidad de peligros a los que los actuales adolescentes están expuestos debido a los medios sociales e Internet. ¡Cuántas veces he oído hablar a amigos, colegas y hasta extraños que se me acercan al concluir una charla de las locuras que cometen sus hijos adolescentes o sus amigos! La hija que le «robó» la moto a su padre y se estrelló con ella en la cuneta. Los chicos que hacen planking, tumbados boca abajo, como si de tablas se tratara, sobre cualquier tipo de superficie (incluidas las barandillas de las escaleras), y se sacan fotos los unos a los otros mientras tanto. O peor aún: el vodka eyeballing, en que se meten licores directamente en el ojo para provocar un subidón inmediato, o, por miedo a un análisis sobre consumo de drogas para obtener un trabajo de fin de semana, toman lejía rebajada con agua pensando que va a eliminar de la muestra de orina la hierba que fumaron la noche anterior.

El entorno sigue moldeando, fisiológicamente, el cerebro del niño hasta bien entrados los veintitantos años. De modo que la adolescencia, además de tiempo de grandes promesas, lo es también de peligros exclusivos. Como voy a explicar, los científicos descubren todos los días formas de funcionamiento y de reacción del cerebro adolescente ante el mundo, distintas de las del cerebro tanto del niño como del adulto. Y el modo de reaccionar del cerebro adolescente ante el mundo tiene mucho que ver con las decisiones impulsivas, irracionales y equivocadas que al parecer los adolescentes toman tan a menudo.

Parte del problema de entender bien a nuestros adolescentes está en nosotros, los adultos. Les mandamos mensajes contradictorios con excesiva frecuencia. Damos por supuesto que cuando nuestros hijos empiezan a parecer físicamente adultos —les crecen los pechos, les sale la barba— deben actuar como adultos, y como a tales hay que tratarlos, pidiéndoles cuentas de todo lo que se las pedimos a nuestros iguales. Los adolescentes pueden alistarse en el ejército e ir a la guerra, se pueden casar sin el consentimiento de sus padres, y, en algunos lugares, pueden ocupar puestos políticos. En los últimos años, al menos siete adolescentes han sido elegidos alcaldes de pequeñas ciudades de Nueva York, Pensilvania, Iowa, Míchigan y Oregón. Es evidente que la ley trata a menudo a los adolescentes como adultos, sobre todo cuando se les acusa de delitos violentos y se les juzga en tribunales de adultos. Pero en muchísimos sentidos tratamos a los adolescentes como a niños o, cuando menos, como a adultos de muy escasas competencias.

¿Cómo comprendemos nuestros propios mensajes contradictorios? ¿Sabemos interpretarlos?

En los últimos años he dado charlas por todo el país —a padres, adolescentes, médicos, investigadores y psicoterapeutas— explicando en ellas los riesgos y los beneficios de la nueva ciencia del cerebro adolescente. Este libro es fruto de la inmensa, incluso abrumadora, cantidad de respuestas que he recibido de padres y educadores (y a veces de los propios adolescentes) que asistieron a mis conferencias. Todos querían compartir sus historias, hacer preguntas y saber cómo ayudar a sus hijos —y, de paso, a ellos mismos— a desenvolverse en esa época emocionante pero desconcertante de la vida.

La realidad es que, como bien aprendí de mis propios hijos, los adolescentes no son una especie alienígena, sino incomprendida. Si, son diferentes, pero esta diferencia tiene unas importantes razones fisiológicas y neurológicas. En este libro voy a explicar que el cerebro adolescente tiene, por un lado, importantes ventajas, pero, por otro, debilidades ocultas que suelen pasar desapercibidas. Confío en que el lector use el libro como una especie de manual del usuario o una guía de supervivencia en la tarea del cuidado y la alimentación del cerebro adolescente. En definitiva, lo que quiero es algo más que ayudar a los adultos a comprender mejor a sus adolescentes. Mi propósito es dar consejos prácticos para que los padres también puedan ayudar a sus hijos adolescentes. Estos no son los únicos que se han de abrir camino por este período apasionante aunque ingrato de la vida. Lo han de hacer, asimismo, padres, tutores y educadores. Como padres, nos embarcamos en algo muy parecido a un viaje en la montaña rusa, pero en la mayoría de los casos ese viaje pierde velocidad, se suaviza y deja tras sí muchas historias que poder contar después.

Hace casi diez años, cuando vi claro que ser padre o madre de adolescentes no se parecía en nada a cuidar de hijos ya mayores, me dije: «De acuerdo. Vamos a trabajar juntos». Me alié con mi hijo. Recuerdo una vez, cuando Andrew estaba aún en primero de bachillerato, que llegó el momento inevitable de unos exámenes que estaban a la vuelta de la esquina, pero él se interesaba todavía más por el deporte y las fiestas que por los libros y los deberes. Soy científica, y sé que el aprendizaje es acumulativo: todo lo nuevo se asienta en algo que ya se sabe, por lo que no se puede perder baza, hay que estar siempre al día. Así que tomé un pequeño cuaderno y fui, capítulo por capítulo, colocando en cada uno de los libros de texto de Andrew una hoja del cuaderno en una de cuyas caras puse un problema que debía resolver, y en la otra, oculta por el papel doblado, la respuesta. Todo lo que mi hijo necesitaba era un modelo, una plantilla, una estructura. Fue un punto de inflexión para él y para mí. Se dio cuenta de que para aprender debía hacer el trabajo; sentarse y ponerse a trabajar. También se percató de que trabajar encima de la cama, con todo esparcido a su alrededor, servía de muy poco. Necesitaba más estructura, así que se sentó a la mesa, con el sacapuntas y un folio delante, y aprendió a imponerse orden a sí mismo. Necesitaba indicaciones externas. En ese momento, yo sabía planificar, y él, no. Disponer de un entorno organizado lo ayudó a aprender, y acabó por hacerlo realmente bien. Yo sabía también que era un buen ejemplo de aprendizaje dependiente del lugar. Los científicos han demostrado que la mejor forma de recordar lo aprendido es regresar al sitio en que se aprendió. En el caso de Andrew, ese sitio era la mesa de su habitación. Como explicaré más adelante, el adolescente está «colocado en el elevador», con el cerebro dispuesto para el aprendizaje, por esto es importante el lugar en que aprende y cómo lo hace, y cualquier padre puede ayudar a su hijo adolescente a organizar un lugar donde este vaya a hacer los deberes. Y como el trabajo escolar es una de las cosas principales que los niños hacen en casa, los padres, aunque no estén licenciados ni doctorados en la disciplina o las disciplinas que su hijo lleve atrasadas, pueden colaborar con ellos en sus estudios. Les podemos ayudar a repasar los deberes, comprobar la ortografía de los trabajos o simplemente procurar que dispongan de una buena silla. Es posible que no podamos evitar que los chavales se hagan unas mechas de color rojo, pero la cuestión es que al menos sí podemos proporcionarles un buen tinte cuando quieran cambiar de aspecto. Dejemos que experimenten con esas cosas menos dañinas y evitaremos así que se rebelen y se metan en problemas mucho más graves. Procuremos no obsesionarnos en ganar batallas, cuando lo que necesitamos es ganar la guerra: la clave está en conseguir que experimenten de forma instintiva con todo lo que necesiten experimentar, sin que se produzcan efectos adversos duraderos. La adolescencia es un tiempo magnífico para verificar las virtudes de la persona y para ocuparse de las deficiencias que requieren atención.

Lo que no hay que hacer es ridiculizar, criticar, desaprobar ni despreciar. Al contrario, hay que meterse en la cabeza del adolescente. Todos los niños tienen algo con lo que batallan y en lo que les podemos ayudar. Tal vez sean un desastre con sus cosas: se olvidan de traer los libros a casa, amontonan notas importantes en el fondo de la mochila, se lían con los deberes que les ponen. A veces, o casi siempre, todo lo que ocurre es que no son organizados, que no se fijan en los detalles de lo que pasa a su alrededor, por esto esperar que descubran cómo han de hacer los deberes en realidad puede ser mucho esperar. Los adolescentes no siempre aceptarán nuestros consejos, pero no se los podremos dar si no estamos a su lado, si no procuramos entender cómo aprenden. Debemos saber que ellos mismos se sienten extrañados por su conducta imprevisible y por esa caja de herramientas dispar que llaman cerebro. Ocurre sencillamente que no se encuentran aún en condiciones para decírnoslo. Para ellos, el orgullo y la imagen son muy importantes, y no son capaces observarse y ser autocríticos.

De esto trata este libro: saber cuáles son las limitaciones de nuestros adolescentes y qué podemos hacer para ayudarles. Para que no nos enfademos con nuestros hijos, no nos desconcierten o simplemente no levantemos las manos en señal de rendición, quiero explicar lo que hace que sean tan exasperantes. Gran parte de lo que el lector encontrará en este libro le va a sorprender, probablemente porque piensa que la conducta recalcitrante de los adolescentes es algo que pueden controlar, o, al menos, deben intentarlo; que su sensibilidad, su ira, su actitud displicente son totalmente conscientes; y que se niegan con plena conciencia a escuchar lo que les sugerimos, proponemos o exigimos. Una vez más, todo es falso.

En algunos momentos, el lector se sorprenderá durante el viaje al que le voy a llevar en este libro, pero prometo que al final comprenderá qué es lo que motiva a los adolescentes, porque entenderá mucho mejor cómo funciona su cerebro. En el libro, siempre que es posible, procuro ofrecer datos reales procedentes de artículos de auténticas publicaciones científicas. En ellas hay mucha información que no le ha sido traducida al público. Y, más importante aún, la generación adolescente tiene en gran estima la información. Así que, cuando hablamos con los adolescentes, les hemos de dar datos reales. He incorporado al libro, y en el punto correspondiente al tema en cuestión, cuantos datos y cifras científicos he podido, y, en su caso, señalo debidamente su aplicación a lo que podamos saber sobre las ventajas y los inconvenientes de ser adolescente. Hay que desmitificar muchas ideas sobre la adolescencia; este libro intenta desmontar esos mitos y, en su lugar, explorar la nueva ciencia con la que nos podemos informar.

Pero para que el libro sea plenamente eficaz, hemos de recordar una regla muy simple: primero, contar hasta diez. En mi caso se convirtió en una especie de mantra mientras criaba a mis hijos. Pero significa mucho más que respirar hondo. Me explico. En cursos sobre liderazgo que he seguido para mi carrera profesional, uno de los temas que se repiten es el lema de los boy scouts: «Siempre listo». En esos seminarios me enteré de que el tiempo medio que el empresario estadounidense dedica a preparar una reunión es de unos dos minutos. Seguramente dedicamos más a programar esas reuniones que a pensar de verdad en lo que en ellas vamos a decir. No me refiero a las grandes presentaciones. Hablo de los encuentros privados con otra persona que se suceden a menudo sin que tengamos tiempo para prepararlos de antemano. Cuando me enteré de este dato, al principio me sorprendió, pero luego pensé en mi propio mundo profesional, como jefa de un importante departamento universitario de neurología y con mi propio laboratorio, con muchos alumnos de diplomatura y doctorado, y me dije: «¡Vaya! Es más o menos lo que a mí me ocurre». No se emplea mucho tiempo en planificar o ensayar esos encuentros privados con colegas y el personal, sin embargo, estas interacciones personales y más directas suelen cumplir una función esencial en el éxito de cualquier organización. Del mismo modo, la impresión que damos a los demás en estos encuentros puede influir en la dirección que tome nuestra carrera profesional; por esto es tan importante planificarlos antes, con algo más de un par de minutos, y pensar cómo va a reaccionar la otra persona en esas reuniones. Conviene repasar lo que queramos decir, paso a paso, y pensar en todas las posibles reacciones. Ahora imaginemos que la otra persona es nuestro hijo o nuestra hija adolescentes. Si estamos preparados para reacciones tanto positivas como negativas, podremos considerar mejor las opciones sobre lo que podamos decir o hacer a continuación. Si damos la impresión de ser impulsivos o mentalmente desorganizados, perdemos credibilidad, sea ante un colega, un empleado o nuestro hijo adolescente.

Este libro va a armar con hechos y dará fuerza a los padres, los profesores o cualquiera que se ocupe del cuidado de adolescentes. Cambiar el comportamiento de nuestro adolescente depende en parte de nosotros mismos, por lo que somos «nosotros» quienes hemos de ingeniar un plan de acción y un modo de actuación adaptados a la familia y a nuestros hijos, y que se ajusten también a nuestros deseos y necesidades. Recordemos que somos los adultos, y si nuestro hijo es menor de dieciocho años, somos legalmente responsables de ese «niño». No hay duda de que los tribunales nos pedirán cuentas de él y, por extensión, del entorno que le ofrecemos. Así que hemos de tomar la iniciativa, asumir el control y procurar pensar por nuestros hijos e hijas adolescentes hasta que su cerebro esté preparado para hacerse cargo. La parte más importante del cerebro humano —donde se sopesan las acciones, se juzgan las situaciones y se toman las decisiones— está justo detrás de la frente, en los lóbulos frontales. Es la última parte del cerebro que se desarrolla, y por esto tenemos que ser los lóbulos frontales de nuestros adolescentes hasta que su cerebro esté plenamente cableado, conectado y listo para funcionar solo.

Pero el consejo más importante que le quiero dar al lector es que se implique. Como madre de dos hijos a los que adoro, no podía manipularlos físicamente para que hicieran lo que yo quería que hiciesen cuando eran adolescentes, no del modo que podía conseguirlo cuando eran pequeños. Resultaba que eran demasiado grandes para estar o no estar donde yo quería que estuvieran: cuando los hijos dejan la infancia, perdemos el control físico sobre ellos. Cuando entran en la adolescencia y avanzan por ella, la mejor herramienta de que disponemos es nuestra capacidad de aconsejar y explicar, y de ser buenos modelos de actuación. Si algo aprendí de mis hijos es que, por distraídos y desorganizados que parecieran, por muchos deberes que olvidaran traerse a casa, ellos se fijaban en mí, y tenían como punto de referencia a su madre y los demás adultos de su alrededor. Hablaré de esto mucho más en los siguientes capítulos, pero quiero que el lector sepa que todo ello acabó por funcionar en mi vida y en la de mis hijos. Esta es la conclusión sobre mis dos «antiguos adolescentes»: Andrew se graduó en física cuántica en la Universidad Wesleiana en mayo de 2011 y hoy está en el programa de doctorado. Will se graduó en Harvard en 2013 y consiguió un empleo en una consultora empresarial de Nueva York. De modo que, sí, podemos sobrevivir a la adolescencia de nuestros adolescentes. Y ellos también. Y, cuando todo acabe, tendremos muchas historias que contar.

1

LA ENTRADA EN LA ADOLESCENCIA

En julio de 2011, recibí un correo de la decepcionada madre de un muchacho de diecinueve años que acababa de terminar el primer curso en la universidad. La madre había asistido a una conferencia mía dirigida a padres y profesores de Concord, Massachusetts, en la que hablé del cerebro adolescente, y su correo desvelaba una amplia diversidad de sentimientos —de tristeza, confusión e ira— sobre el chico, que de repente se había vuelto raro.

«Mi hijo se enfada por cualquier cosa —decía el correo—. Levanta un muro a su alrededor y no habla. Se queda en vela toda la noche y se pasa el día durmiendo. Ha dejado de hacer cosas que le divertían… Antes era encantador, inteligente y extravertido. Hoy, raramente está de buen humor. Pienso en todo lo que he hecho por criarlo, por enviarlo a una buena universidad, y todo para esto».

La mujer terminaba el correo con una sencilla pregunta: «¿Cómo le puedo ayudar?».

Las cartas y los correos de este tipo fueron los que me animaron a escribir este libro. Nueve meses después de que aquella madre me preguntara cómo podía ayudar a su hijo, recibí otro correo similar, esta vez de la madre de una muchacha de dieciocho años. La muchacha, antes siempre tan sensata, decía la madre, se había abandonado en los estudios y sacaba peores notas. Adoptó una actitud desafiante, se fue de casa y tuvo que ser hospitalizada por depresión. «Ha sido un año difícil —proseguía—. A veces, se diría que mi hija ha sido sustituida por un extraño. Por su forma de comportarse y por lo que dice. Es una persona completamente distinta».

Sabía cómo se sentían esas mujeres. Hubo una época en que también yo me sentía impotente. Acababa de divorciarme y mi hijo mayor, Andrew, entraba en la adolescencia, por lo que era muy consciente de que el futuro de mis hijos, y su presente, dependían en gran medida de mí. No me podía sacudir la responsabilidad y decirles: «Cuéntaselo a tu padre». Si eres madre y estás sola, no tienes a nadie detrás en quien descargar tus obligaciones. Como padres, queremos abrir puertas a nuestros hijos; es eso, y nada más. Empujarles suavemente en la dirección correcta. Durante la infancia, todo parece ir según lo previsto. Los hijos aprenden qué es lo adecuado y qué no lo es, cuándo se han de acostar y cuándo se han de levantar por la mañana, lo que no deben tocar, adónde no deben ir, etc. Descubren la importancia de la escuela, de ser educado con las personas mayores, y cuando se sienten mal física o emocionalmente acuden a nosotros en busca de cura y consuelo.

¿Qué pasa, entonces, cuando cumplen los catorce, quince o dieciséis años? ¿Cómo es que ese niño tan guapo, de tan buen carácter, feliz y que tan bien se comporta, al que conocemos desde hace más de diez años, de repente se convierte en alguien completamente desconocido?

Estas son algunas de las cosas que de inmediato les digo a los padres: esta sensación de que recibes un latigazo no es nada inusual. Los hijos están cambiando e intentando descubrirse a sí mismos; su cerebro y su cuerpo experimentan una completa reorganización; y no son los únicos culpables de sus imprudencias, sus groserías y sus despistes. Casi todas estas cosas tienen una explicación neurológica, psicológica y fisiológica. Como padres o educadores, nos lo debemos recordar todos los días, y, a veces, cada hora.

La adolescencia es, sin duda, un campo de minas. También es un descubrimiento reciente. La idea de la adolescencia como un período general del desarrollo humano está asentada desde hace mucho tiempo, pero la de un período independiente entre la infancia y la madurez se remonta solo a mediados del siglo XX. De hecho, la palabra inglesa teenager para referirse a esta fase concreta que va de los trece a los diecinueve años apareció impresa por primera vez, y solo de pasada, en el artículo de una revista de abril de 1941.1

Hasta bien entrado el siglo XIX, y por razones principalmente económicas, se consideró que los niños eran adultos pequeños. Eran necesarios para sembrar los campos, ordeñar el ganado y cortar la leña. Durante la revolución americana, la mitad de la población de las nuevas colonias tenía menos de dieciséis años. Se consideraba que la chica que a los dieciocho años no estaba casada, ya nunca podría casarse. También hasta bien entrado el siglo XX, los niños de más de diez años, y a veces incluso mucho más pequeños, podían realizar cualquier tipo de trabajo, en el campo o, más adelante, en las fábricas —aunque tuvieran que ponerse sobre cajas para llegar a donde debieran—. En 1900, en plena revolución industrial, en Estados Unidos trabajaban más de dos millones de niños.

En las últimas décadas de la primera mitad del siglo XX, dos circunstancias —la Gran Depresión y la generalización de los institutos de enseñanza media— no solo cambiaron las actitudes ante la infancia y la idea que de ella se tenía, sino que marcaron en parte el inicio de la era del adolescente. Con el inicio de la Depresión después del crack de la bolsa de 1929, los niños trabajadores fueron los primeros que se quedaron sin empleo.2 Ya solo les quedaba la escuela, y esta es la razón de que a finales de la década de 1930, y por primera vez en la historia de la educación en Estados Unidos, la mayoría de los jóvenes de entre catorce y diecisiete años estuvieran en el instituto. Aún hoy, según un estudio realizado en 2003 por el Centro Nacional de Estudios de Opinión, los estadounidenses consideran que concluir los estudios de secundaria posobligatoria es el principal sello de madurez.3 (En gran parte del Reino Unido, al adolescente se le trata como a un adulto aunque no haya terminado la enseñanza media, y en Inglaterra, Escocia y Gales, a los dieciséis años no solo es legal dejar la escolarización, sino también abandonar la casa familiar para independizarse.) En las pasadas décadas de 1940 y 1950, los jóvenes estadounidenses, cuya mayoría no era responsable del mantenimiento económico de sus familias, desde luego no parecían adultos, —al menos hasta que terminaban el bachillerato—. Lo habitual era que vivieran con sus padres y dependieran de ellos, y a medida que iban siendo más los que seguían estudiando después de los catorce años, esa juventud pasó a formar su propia clase. Tenían un aspecto distinto del de los adultos, vestían de otra forma, les interesaban otras cosas y hasta hablaban de otro modo. En resumen, eran una nueva cultura. Como dijo un escritor anónimo de la época: «Los niños se convertían en adolescentes porque no teníamos nada mejor que ofrecerles».4

Un hombre anticipó todas estas cosas hace más de cien años. El psicólogo estadounidenses Granville Stanley Hall nunca utilizó la palabra teenager en su pionero libro de 1904 sobre la cultura juvenil, pero el título de esa voluminosa obra de mil cuatrocientas páginas —Adolescence: Its Psychology and Its Relations to Physiology, Anthropology, Sociology, Sex, Crime, Religion and Education— revela que, para su autor, el período que media entre la niñez y la madurez es una fase evolutiva con entidad propia. Para Hall, el primer doctor en psicología de Estados Unidos y primer presidente de la Asociación Psicológica Americana, la adolescencia era una época singular de la vida, una fase independiente y cualitativamente distinta tanto de la niñez como de la madurez. La madurez, decía, correspondía al hombre racional plenamente desarrollado; la infancia era un período de salvajismo; y la adolescencia, una fase de agreste euforia, que Hall definía como primitiva o «neoatávica» y, por consiguiente, con poco mayor control que la absoluta anarquía de la infancia.

El consejo de Hall para padres y educadores era que al adolescente no hay que mimarle, sino llevarle al redil, para allí inculcarle los ideales de servicio público, disciplina, altruismo, patriotismo y respeto a la autoridad. Es posible que Hall pecara de duro en su forma de tratar la agitación natural del adolescente; no obstante, fue de los primeros en apuntar una relación biológica entre la adolescencia y la pubertad, y llegó incluso a utilizar un lenguaje que presagiaba la posterior interpretación neurocientífica de la maleabilidad del cerebro, o su «plasticidad». «Toman forma el carácter y la personalidad, pero todo es plástico —decía, para referirse a algo flexible y no concluso—. Aumentan el autoafecto y la ambición, y todos los rasgos y facultades son susceptibles de exageración y exceso».5

Autoafecto, ambición, exageración y exceso: conceptos clave que ayudaron a ofrecer una definición de adolescente al público estadounidense de mediados del siglo XX. El adolescente como una especie de fenómeno cultural levantó el vuelo en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial —de los quinceañeros y las adolescentes al James Dean de Rebelde sin causa y al Holden Caulfield de El guardián entre el centeno—. Pero si la edad de la adolescencia quedaba mejor definida y aceptada, la demarcación entre la infancia y la madurez seguía, y sigue, siendo imprecisa. Como sociedad, nos quedan restos de la secular confusión sobre cuándo hay que considerar que la persona es adulta. En la mayor parte de Estados Unidos, hay que tener entre quince y diecisiete años para poder conducir; dieciocho para votar, comprar tabaco y alistarse al ejército; veintiuno para consumir alcohol, y veinticinco para alquilar un coche. La edad mínima para ser miembro de la Cámara de Representantes es de veinticinco años; treinta y cinco para ser presidente, y para ser gobernador, la edad mínima varía entre los distintos estados, desde los que no tienen límite alguno (seis estados) hasta los treinta y un años (Oklahoma). Normalmente no existe edad mínima para poder testificar en los juicios, firmar contratos o presentar demandas, exigir emanciparse de los padres o pedir tratamiento contra el alcohol o las drogas. Pero hay que tener dieciocho años para decidir sobre la propia salud o suscribir un testamento vinculante, y en al menos treinta y cinco estados las jóvenes menores de diecinueve años han de tener algún tipo de consentimiento de los padres para abortar. ¡Cuántos mensajes confusos y contrapuestos mandamos a estos adolescentes, que no están aún en condiciones de entender los principios (si es que existen) por los que la sociedad les exige responsabilidades! Muy confusos.

¿Qué significa, pues, ser adolescente? ¿Hombre-niño, mujer-niña, casi adulto? La pregunta va más allá de la semántica, la filosofía y hasta de la psicología, porque las repercusiones son de suma importancia y muy prácticas para padres, educadores y médicos, para el sistema judicial y, cómo no, para los propios adolescentes.

Hall pensaba, en primer lugar, que la adolescencia empezaba con el inicio de la pubertad, de ahí que sea considerado el fundador del estudio científico sobre la adolescencia. Aunque no disponía de pruebas empíricas de tal relación, sabía que para comprender los cambios mentales, emocionales y físicos que se producen en el paso de la niñez a la madurez era necesario entender los mecanismos biológicos de la pubertad.

Desde hace mucho tiempo, una de las principales áreas de estudio de la pubertad son las hormonas, pero las hormonas tienen mala fama entre los padres y los educadores, que suelen culparlas de todo lo malo que les sucede a los adolescentes. Siempre he pensado que la expresión «hormonas desatadas» lleva a imaginar que esos chavales se han tomado alguna poción o cóctel maléficos que les hace actuar sin respeto por nadie ni nada. Pero cuando acusamos a las hormonas, lo que hacemos es echarle la culpa al mensajero. Pensémoslo un poco: cuando nuestro hijo de tres años tiene una pataleta, ¿echamos la culpa a las hormonas? Claro que no. Sabemos que los niños de tres años ni siquiera saben aún cómo controlarse.

En muchos sentidos, lo mismo ocurre con los adolescentes Y en lo que a las hormonas se refiere, lo más importante que hay que tener en cuenta es que el cerebro adolescente «ve» estas hormonas por primera vez. Por esta razón, el cerebro no ha averiguado todavía cómo ha de ajustar la reacción del cuerpo a este nuevo influjo de las sustancias químicas. Se parece un poco a dar la primera (y ojalá la última) calada a un cigarrillo. Al inhalar, se nos enrojece la cara, nos mareamos y puede incluso que se nos revuelva un poco el estómago.

Hoy, los científicos saben que las principales hormonas sexuales —la testosterona, el estrógeno y la progesterona— desencadenan en los adolescentes cambios físicos, como la voz grave y el vello facial en los chicos, y el desarrollo de los pechos y el inicio de la menstruación en las chicas. Las hormonas sexuales están presentes en ambos sexos a lo largo de toda la infancia. Pero con la aparición de la pubertad, la concentración de estas sustancias cambia espectacularmente. En las chicas, el estrógeno y la progesterona fluctúan con el ciclo menstrual. Ambas hormonas están vinculadas a determinadas sustancias químicas del cerebro que controlan el estado de ánimo, por lo que cualquier chica contenta y sonriente de catorce años puede tener un colapso emocional en el que le cueste cerrar la puerta del dormitorio. En los chicos, la testosterona cuenta con receptores especialmente amables en la amígdala, la estructura del cerebro que controla la reacción de luchar o huir, es decir, la agresión o el miedo. Antes de dejar atrás la adolescencia, el chico puede tener en el cuerpo treinta veces más testosterona que antes de iniciar la pubertad.

Las hormonas sexuales son particularmente activas en el sistema límbico, el centro emocional del cerebro. Esto explica en parte por qué los adolescentes no solo son emocionalmente inestables, sino que lleguen incluso a buscar experiencias de mucha carga emocional —desde un libro que les haga llorar hasta subirse a la montaña rusa para chillar a gusto—. Esta espada de doble filo, con un cerebro siempre al acecho y ansioso de estímulos, pero incapaz todavía de tomar decisiones maduras, golpea con fuerza a los adolescentes, y las consecuencias, para ellos y para sus familias, a veces pueden ser catastróficas.

Los científicos saben desde hace mucho tiempo cómo funcionan las hormonas, pero ha sido en los últimos cinco años cuando han podido averiguar por qué funcionan así. Las hormonas sexuales están presentes desde el nacimiento, de modo que se quedan en estado de hibernación durante más de diez años. ¿Qué es, entonces, lo que las activa para que se inicie la pubertad? Hace pocos años, los investigadores descubrieron que la pubertad comienza con lo que parece ser un juego de dominó hormonal,6 que inicia un gen que produce una proteína singular, llamada kisspeptina, en el hipotálamo, la parte del cerero que regula el metabolismo. Cuando la proteína conecta con los receptores de otro gen —cuando los «besa» (kiss)— provoca que la glándula pituitaria libere su reserva de hormonas. Estas explosiones de testosterona, estrógeno y progesterona activan a su vez los testículos y los ovarios.

Cuando se descubrieron las hormonas sexuales, durante el resto del siglo XX pasaron a ser la teoría dominante sobre la conducta adolescente, y su explicación favorita. El problema de esta teoría es que los adolescentes no tienen mayores niveles de hormonas que los adultos jóvenes; simplemente reaccionan de forma distinta a las hormonas. Por ejemplo, la adolescencia es una época de mayor reacción al estrés,7 lo cual puede explicar en parte por qué los trastornos de ansiedad, incluido el de pánico, suelen aparecer durante la pubertad. Lo único que ocurre es que el adolescente no tiene la misma tolerancia al estrés que el adulto. El primero es mucho más proclive a dolencias y problemas físicos debidos al estrés, como resfriados, jaquecas y malestar estomacal. En los adolescentes actuales se observa también una multitud de síntomas que van del morderse las uñas a los trastornos alimentarios. Hoy, como nunca antes en la historia de la humanidad, los adolescentes reciben un constante bombardeo de estímulos en casa, la escuela, de los iguales y, no de menor importancia, de los medios de comunicación e Internet. ¿Por qué los adultos son menos vulnerables al efecto de estos estímulos? En 2007, investigadores del Centro Médico del Sur de la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY) explicaron que la hormona tetrahidropregnanolona (THP), que se suele liberar como reacción al estrés para modular la ansiedad, produce un efecto inverso en los adolescentes, y, en lugar de mitigar la ansiedad, la agrava. En el adulto, esta hormona del estrés actúa como un tranquilizante del cerebro y produce un efecto relajante al cabo de una media hora de producirse el suceso causante de la ansiedad. En ratones adolescentes, la THP es ineficaz para inhibir la ansiedad. De modo que la ansiedad genera ansiedad, y más aún en los adolescentes. Existe una razón biológica.

Para entender bien por qué los adolescentes son de ánimo inestable, impulsivos y se aburren, por qué se comportan mal, responden de mala forma y no atienden, por qué el alcohol y las drogas son tan peligrosas para ellos y por qué toman decisiones imprudentes sobre la bebida, la conducción, el sexo y todo lo que queramos añadir, debemos observar sus circuitos cerebrales y buscar en ellos las debidas respuestas. La mayor secreción de hormonas sexuales es el marcador biológico de la pubertad, la transformación fisiológica del niño en un ser humano sexualmente maduro, aunque todavía no un verdadero «adulto».

Las hormonas pueden explicar parte de lo que ocurre, pero en el cerebro adolescente pasan muchas más cosas: se forman nuevas conexiones entre sus diferentes zonas y empiezan a fluir muchas sustancias químicas, en especial los neurotransmisores, los «mensajeros» del cerebro. Por esto la adolescencia es una época realmente asombrosa. Debido a la flexibilidad y el crecimiento del cerebro, el adolescente tiene una ventana de oportunidad que le da mayor capacidad para conseguir cosas magníficas. Pero la flexibilidad, el crecimiento y la euforia tienen sus pros y sus contras, porque el cerebro «abierto» y excitable también se puede ver afectado negativamente por el estrés, las drogas, las sustancias químicas y muchos cambios del entorno. Y debido al cerebro a menudo hiperactivo del adolescente, estos efectos se pueden traducir en problemas muchísimo más graves que cuando afectan a los adultos.

2

UN CEREBRO EN FORMACIÓN

El cuerpo humano es impresionante, con el exquisito encaje de todos estos órganos complejos en este espacio finito y su conexión a un sistema de funcionamiento tan equilibrado. Muchos científicos piensan que el cerebro humano medio es el objeto más complejo del universo. El del niño no es solo un cerebro adulto en pequeño, y el crecimiento del cerebro, a diferencia del de la mayoría de los otros órganos del cuerpo, no es un simple proceso que consiste en hacerse más grande. El cerebro cambia a medida que crece, pasa por fases especiales que aprovechan los años de infancia y la protección de la familia, y después, hacia el final de la adolescencia, el impulso hacia la independencia. El cerebro infantil y el adolescente son «impresionables», y hay buenas razones para que así sea. Del mismo modo que, en la proceso de la impronta, el polluelo reconoce a la mamá gallina, los niños y adolescentes humanos vivimos la «impronta» de nuestras experiencias, unas experiencias que pueden influir en lo que queramos ser de mayores.

Así me ocurrió a mí. Viví la «impronta» de la neurociencia y la medicina muy pronto. Mis experiencias fueron el caldo de cultivo de una curiosidad irresistible que me ha tenido en vilo desde los años del instituto, pasando por la facultad de medicina y los estudios de doctorado, hasta la actualidad. Era la mayor de tres hermanos de una acomodada familia de Connecticut, a solo cuarenta minutos de Manhattan. Vivía en Greenwich, donde ya por entonces residían actores, escritores, músicos, políticos, banqueros y otras personas de considerables recursos económicos. Allí nació la actriz Glenn Close, vivió en su infancia el presidente George H. W. Bush, y allí murió el gran director de orquesta Tommy Dorsey.

Mis padres eran de Inglaterra; habían emigrado a Estados Unidos al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y mi padre prosiguió con los estudios de medicina iniciados en Londres e hizo la residencia en urología en Columbia. Ambos pensaron que Greenwich era un magnífico lugar donde asentarse, bien comunicado con Nueva York, a la que se llegaba en poco tiempo. Era cuestión de comodidad, y no tuvieron en consideración alguna el estatus de residencia de famosos de la ciudad. Tal vez por influencia de mi padre, me atraían las matemáticas y las ciencias. Para mí, un momento importante de la «impronta» que me empujó en esa dirección de la medicina fue una clase de biología de noveno en Greenwich Academy, cuando yo tenía quince años. Lo mejor para mí, algo realmente memorable, fue cuando se nos dio a cada una el feto de un cerdo para diseccionarlo. Muchas compañeras se desplomaron sobre la silla cuando se les dijo que rebanaran aquellos pequeños mamíferos, algunas salieron corriendo hacia los aseos, mareadas y sin poder evitar las arcadas, pero unas pocas nos pusimos manos a la obra enseguida. Fue uno de esos momentos decisivos de la vida. Las científicas quedaron separadas de las destinadas a ser las escritoras, abogadas o personas de negocios del futuro.

Las venas y arterias de los fetos, previamente inyectadas de látex, destacaban visiblemente con sus tonalidades azules y rojas. Soy una persona muy visual; también me gusta pensar en tres dimensiones. Esa capacidad visoespacial es muy útil en neurología y neurociencia. El cerebro es una estructura tridimensional cuyas conexiones entre sus distintas zonas discurren en todas direcciones. Cuando uno intenta determinar dónde está localizada una conmoción o una lesión cerebrales en un paciente que muestra diversos problemas neurológicos, esa capacidad de cartografiar mentalmente las conexiones es de suma utilidad, y para el neurólogo es sin duda algo excepcional. Somos una especie que tiende a buscar patrones en todo. Nunca me encontré con algún rompecabezas que no me gustara. Mi atracción hacia la neurociencia en el instituto y la universidad empezó antes de que surgieran las tomografías computarizadas y las imágenes por resonancia magnética, cuando el médico tenía que ver en qué parte del cerebro del paciente estaba el problema imaginando el órgano en tres dimensiones. Es algo que se me da bien. Me gusta ser detective neurológico y, en mi caso, la neurociencia y la neurología resultaron ser la profesión perfecta para aplicar esas habilidades visoespaciales.

Si el cerebro humano tiene mucho de puzle, el del adolescente es un puzle inacabado. Saber determinar dónde encajan esas piezas del cerebro forma parte de mi trabajo como neuróloga, y decidí conocer mejor el cerebro adolescente. Esta es también la razón de que escriba este libro: para ayudar al lector a comprender no sólo qué es el cerebro adolescente, sino también qué no es y qué está en proceso de llegar a ser. Entre todos los órganos del cuerpo humano, el cerebro es la estructura más incompleta en el momento de nacer, con un tamaño de solo el 40 % del que tendrá en la madurez. El tamaño no es lo único que cambia; durante el desarrollo cambia todo el cableado interno del cerebro. El crecimiento del cerebro requiere mucho tiempo.

Pero el cerebro adolescente tiene mucho de paradójico. Tiene sobreabundancia de sustancia gris (las neuronas que forman los ladrillos básicos del cerebro) y escasez de sustancia blanca (el cableado conector que facilita el flujo eficaz de una parte del cerebro a otra), de ahí que el cerebro sea como un Ferrari aún por estrenar: está preparado y con el depósito lleno de carburante, pero aún no ha sido probado en la carretera. En otras palabras, está todo dispuesto pero no sabe muy bien adónde ha de ir. Esta paradoja ha generado una especie de mensaje cultural contradictorio. Cuando alguien tiene el aspecto de adulto, damos por supuesto que también lo es mentalmente. Los adolescentes se afeitan, y las adolescentes se pueden quedar embarazadas, pero neurológicamente ninguno dispone de un cerebro preparado para lo que ha de ser lo mejor de la vida: el mundo adulto.

El cerebro se construye básicamente y por su propia naturaleza de abajo arriba: del sótano al ático, de atrás adelante. Destaca el hecho de que su cableado también parte de las zonas posteriores y discurre hasta las estructuras que median en nuestra interacción con el entorno y regulan nuestros procesos sensoriales: la visión, el oído, el equilibrio, el tacto y el sentido espacial. Entre estas estructuras mediadoras del cerebro están el cerebelo, que interviene en el equilibrio y la coordinación; el tálamo, que es la estación repetidora de las señales sensoriales, y el hipotálamo, un centro de mando para el mantenimiento de las funciones corporales, incluidas el hambre, la sed, el sexo y la agresión.

Debo admitir que observar el cerebro no es muy agradable. Situado en lo alto de la médula espinal, es de color gris claro (de ahí la expresión «sustancia gris») y tiene una consistencia media entre la de la pasta cocida en exceso y la gelatina. Pesa entre 1.300 y 1.400 gramos y mide unos 14 centímetros de ancho, 16 centímetros de largo y 95 centímetros de alto. La «sustancia gris» contiene la mayor parte de las principales células cerebrales, llamadas «neuronas»: son las células responsables del pensamiento, la percepción, el movimiento y el control de las funciones corporales. También han de estar conectadas entre sí y con la médula espinal para que el cerebro pueda controlar el cuerpo, el comportamiento, los pensamientos y los sentimientos. La herramienta habitual para obtener imágenes cerebrales, la resonancia magnética, o IRM, muestra bellamente la distinción entre sustancia gris y sustancia blanca. La superficie exterior del cerebro es ondulada. Los valles o depresiones se llaman «surcos», y las crestas, «giros» o «circunvoluciones». La figura 1 muestra una imagen del cerebro obtenida por resonancia magnética, como las que se hacen a los pacientes. El cerebro tiene además dos lados, llamados «hemisferios». (Cuando la resonancia magnética muestra un corte medio [en ángulos A y B] es más fácil ver las dos partes.) La capa más superficial del cerebro se llama «corteza», y está compuesta de la sustancia gris más próxima a la superficie, y debajo de ella se encuentra la sustancia blanca. En la sustancia gris se encuentra la mayoría de las células cerebrales (las neuronas). Las neuronas se conectan directamente con las que tienen más cerca, pero para conectarse con otras de distintas partes del cerebro, del otro hemisferio o de la médula espinal para activar los músculos y los nervios de la cara o el cuerpo, envían procesos a través de la sustancia blanca. La sustancia blanca se llama así porque en la realidad y en las resonancias magnéticas es de color claro debido a que los procesos neuronales que discurren por ella están envueltos por una sustancia grasa, parecida al aislante de los cables eléctricos, llamada «mielina», que es de color blanco.

FIGURA 1. La estructura básica del cerebro. Imagen del cerebro obtenida por resonancia magnética (IRM). Las secciones horizontal y vertical (ángulos de corte A y B) muestran la corteza (sustancia gris) de la superficie y la sustancia blanca que se encuentra debajo de ella.

Como decía antes, el tamaño —o, para el caso, el peso— no significa nada. El cerebro de la ballena pesa unos 11 kilos; el del elefante, unos 6. Si la inteligencia estuviera determinada por la ratio entre el peso del cerebro y el del cuerpo, seríamos unos fracasados. El tití pigmeo tiene un gramo de materia cerebral por cada veintisiete de materia corporal; en cambio, en los humanos la ratio es de un gramo de peso cerebral por cada cuarenta de peso corporal. De modo que tenemos menos cerebro por gramo de cuerpo que algunos de nuestros primos primates. Lo que importa es el complejo entrelazado de las neuronas. Otro ejemplo de lo poco que el peso del cerebro tiene que ver en su funcionamiento, al menos en lo que a la inteligencia se refiere, es que el tamaño físico del cerebro femenino humano es menor que el del cerebro masculino, pero los rangos de coeficiente intelectual son los mismos en ambos sexos. Con solo unos 1.320 gramos, el cerebro de Albert Einstein, sin duda uno de los más grandes pensadores del siglo XX, estaba un poco por debajo del peso medio.1 Pero estudios recientes demuestran que Einstein tenía más conexiones por gramo de materia cerebral que la persona media.

El tamaño del cerebro humano sí tiene mucho que ver con el del cráneo humano. Básicamente, el cerebro ha de encajar bien en el cráneo. En mi profesión de neuróloga, tengo que medir el tamaño de la cabeza de los niños a medida que van creciendo. Debo admitir que hubo ocasiones en que lo hice con mis propios hijos —del mismo modo que tomaba nota de sus cambios de peso— para controlar que su cráneo se mantuviera en el tamaño normal. Cuando ya eran mayores, pensaban, evidentemente, que estaba chiflada. Pero cuando eran bebés y pequeños no podía resistir la tentación de acercarme a ellos con la cinta métrica del costurero e intentar que se estuvieran quietos para medirles la cabeza una vez más. De hecho, el tamaño del cráneo no dice mucho. Es una medición inexacta, y el cráneo puede ser más o menos grande por diversas razones. Hay trastornos en los que la cabeza es demasiado grande, y otros en que es demasiado pequeña. La característica más importante del cráneo es que limita el tamaño del cerebro. Ocho de cada veintidós huesos de la cabeza humana son craneales, y su principal función es proteger el cerebro. Al nacer, estos huesos craneales apenas están unidos por tejido conectivo para que la cabeza se pueda contraer cuando el bebé avanza por el canal del parto. Los huesos del cráneo están escasamente unidos y existen espacios entre ellos: uno de ellos es el «punto blando» que todos los bebés tienen al nacer y que se cierra durante el primer año de vida a medida que los huesos se van juntando. El mayor crecimiento de la cabeza se produce en el primer año debido a un desarrollo masivo del primer cerebro.

Así pues, con un tamaño fijo del cráneo, la evolución humana hizo todo lo que pudo para meter en él toda la materia cerebral posible. Homo erectus, del que evolucionó la especie humana moderna, apareció hace unos dos millones de años. Tenía un cerebro de solo entre 800 y 900 centímetros cúbicos, frente a los aproximadamente 1.500 de Homo sapiens